Por la tarde se celebró una gran procesión en la que trasladaban a San Fermín de una iglesia a otra... Todo lo que pudimos ver de la procesión, entre la muchedumbre apretada a ambos lados de la calle y en las aceras, fueron los grandes gigantes, como los indios que en los Estados Unidos anuncian las tiendas de tabaco, pero de diez metros de alto; había moros y un rey y una reina que bailaban y giraban solemnemente al ritmo del riau-riau.
ERNEST HEMINGWAY
Fiesta, Cap. XV
Clara se había fijado en Jaime en aquel viaje que el departamento de Penal hizo a Friburgo. Sumida en su propio orgullo, observó y me juzgó indigno rival. Se equivocaba. Con movimientos resueltos, con la maestría que caracteriza a los depredadores, inició la caza. No hacer presa se volvió un acicate. Percibí que ocurría algo poco después. No quise culpar a nadie, pero no pude evitar la duda al observar cómo, en presencia de Clara, Jaime empleaba un tono displicente, sonreía con complacencia, escuchaba todas sus tonterías e incluso le prodigaba cariño. Los primeros meses fueron los peores: guardé silencio, alimentando aquella enfermedad en la soledad. Mi vanidad no me permitía confesarlo, pero me sentía completamente vulnerable. Comencé fisgando los bolsillos de la americana de Jaime; continué leyendo los mensajes que llegaban a su móvil, e incluso llegué a espiarle en la puerta del hospital. De allí vi salir en varias ocasiones a Clara. Cuando ya el dolor me descomponía, cuando iba a reventar, decidí enfrentarme a él. Había planeado el sitio y momento oportunos, pero el dolor que corroía mis entrañas desbarató todos los planes y me encaré con Jaime casi al mismo tiempo en que entraba por la puerta. Yo llevaba a la pequeña Susana en brazos.
—Jaime —solté a bocajarro—, ¿te has enamorado de Clara?
—¿De quién? —contestó sorprendido, todavía con las llaves en la mano.
—Sabes perfectamente de quién estoy hablando. ¡De Clara Mocciaro!
—¡Dios mío! ¿De Clara? ¡Pero eres tonta!
—No, no soy tonta, he visto cómo la tratas. He visto...
—¡No digas sandeces! ¡Trato a Clara como al resto de mis pacientes!
—¿Cómo? ¿Es paciente tuya? ¿Y por qué no me lo has dicho?
—Creo que en las capitulaciones matrimoniales no figura la obligación de proporcionarte la lista de los enfermos a los que asisto.
—Lo siento, en fin, yo...
—Cariño, sé que los celos son en ti una patología crónica, pero no puedo comprender cómo se te ocurren esas cosas. Si te has empeñado en buscarme una amante, al menos que merezca la pena.
—Clara es muy atractiva —me disculpé avergonzada.
—¿Atractiva? ¡Está claro que hombres y mujeres diferimos en gusto! ¡Clara es una pobre enferma con el cuerpo remendado!
—Si te refieres a su enfermedad infantil, está restablecida hace tiempo.
—¿Restablecida? ¡Clara padece cáncer de alma! Es la perfecta candidata al suicidio. ¡Parece mentira cómo te afectan los celos! Te hacen perder la objetividad.
—Sin embargo, cuando la miras...
—Verás, es posible que vestida, arreglada y pintada parezca otra cosa, pero yo la he visto desnuda. Créeme, no debes preocuparte. Si quieres hacerlo, vete a ver a mi nueva enfermera...
—¿Tienes una nueva enfermera?
—¡Sabía que caerías! ¡No! ¡No tengo nueva enfermera ni nueva amante ni amante vieja! ¿En tan poco te valoras? ¿Tan poco me aprecias a mí?
Yo sabía que Jaime tenía razón, pero él olvidaba que no estaba solo en el mundo y que la misma percepción que yo tenía de sus sentimientos la tenía Clara. Yo hubiera preferido que se mostrara inflexible, hosco, duro en el trato o que hubiera aconsejado a Clara que se buscara otro médico. Hubiera sido la mejor manera de evitar crear en ellas falsas expectativas. Pero él nunca razonaba así.
La grabación que el inspector me había obligado a oír encajaba perfectamente con los datos que tenía, aunque... «No, no es posible», pensé revelándome en mi duermevela. «Sólo es mi fobia, mi sueño de abono.» No me arrancó de aquella oscura caverna la razón, sino unos alegres cánticos que, removiendo la urdimbre de mi subconsciente, me sacaron a la superficie. Abrí los ojos sobresaltada, topándome con la espalda del inspector Iturri. Era obvio que el hombre estaba ensimismado con las imágenes de la televisión que, por imposición de la enfermera, seguía encendida.
Por la estrecha ventana entraban a raudales los agresivos rayos del sol, envanecidos por poder lucir sus nuevas hermosuras el último día de la Fiesta. El tórrido calor hacía que se transparentase la sudada camisa del inspector.
—¿Ya está de vuelta? —dije cortante.
Él se giró raudo, enfocándome tras sus gafas de pasta marrón. Noté algo raro en su mirada. Me temí lo peor.
—¿Jaime? —pregunté en un subido lamento—. ¿Ha hablado con él? ¿Hay alguna novedad?
—Sí, a ambas cosas. Tenía usted razón, no creo que Jaime Garache sea un asesino... Ni tampoco un adúltero.
—¡Cuánto me alegra oírselo decir! ¿Saben ya quién lo hizo? ¿Han soltado a mi marido?
—Me temo que habrá de tener un poco más de paciencia.
—Bien, inspector, dígame qué pasa.
—Pasa que... Antes de nada debo pedirle disculpas.
—No se preocupe, ya me he acostumbrado a las esposas. El color metálico va bien con el tono de mi pelo...
—No me refiero a eso. Usted sabe que no ha sido decisión mía.
—¿Entonces? ¿A qué se refiere? ¿Qué tengo que disculparle?
—Ayer le hice escuchar una cinta.
—Sí, lo recuerdo —dije intentando mostrar indiferencia.
—Pues ha de saber, Lola, que escuchó sólo lo que yo quise que escuchara. Omití el final de la misma...
—¿Y qué hubiera oído? —dije expectante.
—A un buen hombre que ama a su esposa. Lo siento, necesitaba eliminar al sospechoso principal.
—¿Y ha sido usted capaz de hacerme pasar este mal rato? ¿Es que no tiene corazón? ¡Es usted un cabrón, inspector Iturri! —chillé desaforadamente, mientras se me saltaban las lágrimas.
—No, no lo soy. Únicamente pretendía sacar a relucir la verdad.
—¡Y, claro, como es usted policía, puede justificar los medios por el fin! ¡Podría habérseme reproducido la dolencia, haber muerto de un infarto!
—Por lo que veo, está usted mucho mejor...
—No será por su ayuda...
—Lola, ahora veo que la hipótesis carecía de consistencia, sin embargo no me hubiera atrevido a reproducir esa parte de la cinta si usted no me hubiera mostrado tácitamente sus temores. Tenía que comprobarlo, los celos no pueden matar a quien los padece, pero pueden incitar a asesinar a quien los causa...
—Sí, eso es cierto —admití más tranquila. Iturri tenía razón—, pero en este caso el muerto es Alejandro y no su hermana. Si hubiera sido Clara la que yaciese en el mortuorio, hubiera podido ser una buena candidata.
—Nunca se sabe, los delitos suelen andar por caminos de cabras, no por autopistas bien señaladas.
—Inspector —dije tras consumir algunos segundos—, ¿cómo está Jaime?
—Está bien: tranquilo y sereno.
—¿Han averiguado algo más? Noto que pasa algo.
—¡Buena intuición! Mis agentes han localizado al autor material del crimen.
—¿Sí? ¡Eso es una noticia estupenda! ¿Y quién es? ¿Cómo lo han localizado en tan poco tiempo?
—Se trata de un yonqui de poca monta. Alguien le dio 500 euros y una jeringuilla, prometiéndole una buena cantidad de heroína si pinchaba con ella a Alejandro Mocciaro diez minutos antes del encierro.
—¿Y les ha dicho quién es la persona que hizo ese encargo?
—No lo sabemos. El drogadicto estaba colocado y no recuerda casi nada. Dice que el encargo fue realizado por un hombre alto, moreno y de buen porte, vestido de blanco y rojo. ¡Vaya una pista! En la rueda de reconocimiento no ha mirado siquiera a su marido. Contó también que quien le hizo aquel pedido le instó a sustraer a su víctima el teléfono móvil y que él, al observar cómo brillaba su mechero de oro, se lo robó junto con el tabaco. Le hemos cogido cuando trataba de vender el Dupont. El juez Uranga tuvo una certera intuición respecto al tabaco.
—De manera que podemos irnos...
—Me temo que no. El inspector Ruiz ha retornado a la capital con ánimo de recabar nuevas pruebas contra usted y su esposo. Creo que tenía previsto acudir a Valladolid para revisar el laboratorio de su marido y analizar los registros de ketamina. Ha alegado que, por necesidades de la investigación, y para evacuar las citas previstas en las indagatorias, necesita que estén en prisión. Como usted bien sabe, la ley fija un plazo máximo de cinco días para tal fin y él pretende agotarlo. Está convencido de que usted es la culpable. Su amiga Clara, que por lo que se ve no está muy al día en legislación, dice que deberían sentarles a ustedes en la silla eléctrica.
—¿Y usted qué hace? —inquirí con aspereza.
—Lo que puedo.
—¿Y eso es suficiente?
—¡Estoy aquí! ¡Llevo toda la noche en vela y seguiré así hasta que acabemos! Verá, falta un elemento en esta muestra; sin él no puedo encontrar la serie. ¡He de localizar esa pieza! Reconozco que este asesinato me tiene perplejo.
—¡Mucho más que perplejos estamos nosotros!
Puerilmente me tapé la cabeza con la sábana en señal de enfado. No sé la razón por la que hice aquello, pero al inspector pareció molestarle. Lo sé porque al trasluz el algodón del lienzo transparentaba y pude observar cómo se daba la vuelta y nuevamente se enfrascaba en las imágenes del televisor. Supuse, erróneamente, que aquellos cánticos y aquel colorido multiforme facilitaban su pensamiento, sin embargo, cuando algo después me descubrí, hallé que Iturri sonreía complacido.
—¿Qué es lo que mira, inspector? —pregunté.
—El canal local retransmite la última función religiosa de la Fiesta: la despedida al Santo por parte de la Corporación municipal. Verá, la fiesta de San Fermín sabe a poco y, como todas las festividades tienen su octava, el día 14 se hace un simulacro de repetición. La emisión ha empezado hace bastante tiempo, mientras usted dormía.
—¿Roncaba? —pregunté de pronto, casi sin pensar.
—Me temo que sí.
—Lo siento, no puedo evitarlo —contesté avergonzada. Tratando de desviar la atención, aludí a las imágenes que emitía la pantalla—: A mí siempre me dieron miedo esas figuras —confesé—. Recuerdo que me escondía tras mi madre en cuanto veía acercarse a los gigantes y los cabezudos que bailaban por las calles.
—A muchos niños les pasa lo mismo, sobre todo los kilikis y zaldikos, y en especial Caravinagre, el capitán y el que más golpea. A mí, sin embargo, me agradan. Estas imágenes que ve corresponden a los bailes de los gigantes en la plaza del Ayuntamiento, donde acaba de regresar la alcaldesa y su séquito tras la misa solemne. ¿Ha ido a verlos?
—No, no he ido.
—¿Y a la procesión de San Fermín? ¿Ha asistido a esa procesión?
—Tampoco —confesé—. Sólo llevo dos días aquí, y estando atada a unos barrotes, es difícil.
Si el inspector notó la ironía, no se dio por aludido.
—¡Ah, pues ese acto sí es digno de verse! —exclamó.
Estaba allí en pie, fascinado ante el espectáculo que ofrecía la pantalla blanca y roja: era navarro de pura cepa
—Verá — continuó sin volverse, con la mirada fija en la la televisión—, el día 7 de julio, festividad de San Fermín, la Corporación Municipal, junto al Cabildo, todos ellos vestidos con sus mejores galas y con el mayor boato posible, pasean al Santo moreno por la ciudad, animados por los cánticos de La Pamplonesa, los gigantes y demás compañía. Se nos permite así a los pamploneses rendir sentido homenaje a uno de nuestros patrones.
»¡Mire! —exclamó emocionado—. ¡Están repitiendo ahora parte de las imágenes de la procesión de San Fermín! ¡Vea! ¡Ahora se acercan a la calle Mayor! Pararán allí, como es tradición, para que los Amigos del Arte y la sociedad gastronómica Napardi (a la que en vida pertenecía su maestro, por cierto) entonen jotas a pie de calle. Antes, eso no lo han repetido —explicó—, la Coral de Santiago de la Chantrea le habrá cantado la jota de rigor. Tengo que reconocer que siempre que oigo los sones de Al Glorioso San Fermín, se me saltan las lágrimas.
Delante van
chiquillos mil
con miedo atroz dicen: ¡Aquí!
un cabezón viene detrás
dando vergazos y haciendo chillar.
¡Riau-Riau!
Después vienen los muchachos
en un montón fraternal
empujando a los gigantes
con alegría sin par
porque llegaron las fiestas
de esta gloriosa ciudad
que son en el mundo entero
una cosa singular.
¡Riau-Riau!
»He de confesar que los txistularis interpretan bien el Agur Jaunak, pero como esa primera jota, ninguna.
—Veo que está hoy muy animado, inspector.
—¿Animado? Quizás no sea ésa la palabra. Simplemente me emociono al ver al Santo por las calles. ¡Mire a la alcaldesa Barcina! ¡A ella también se le escapa el sentimiento por los poros! ¡Y eso que ha nacido en Burgos! ¡Cuánto me alegro de que estén repitiendo las imágenes! ¡Así podrá ver la otra Fiesta! ¿Por qué no repetirán el momentico?
—¿El momentico? ¿Y eso qué es? —pregunté entre incrédula e intrigada. Nunca hubiera adivinado esa faceta del inspector Iturri.
—¿No lo sabe?
—Pues no, sinceramente.
—¡Pues es tan famoso como los encierros! ¡Todos los turistas acuden a verlo! Veo que no trajo usted muy estudiada su visita a Pamplona. Pero no se preocupe, hay una Fiesta cada año, y también un nuevo momentico.
—De acuerdo, si salgo con bien de ésta, prometo traer estudiada la lección la próxima vez, pero de todos formas, estoy segura de que usted va a avanzarme el contenido de ese acto —respondí, fingiendo curiosidad.
Sin percibir el sarcasmo, y sin volverse, Iturri siguió:
—¡Naturalmente! Los gigantes bailan en el atrio de la catedral, al son de chistus y gaitas, mientras la centenaria campana María rocía a todos con su denso tañido. La Corporación regresa al Consistorio escuchando la romanza de Ali-Mon del...
—Del Asombro de Damasco. Eso sí lo conozco. Es una pieza muy bella. Habla de un califa que se disfraza por las noches y pasea por sus feudos con el ánimo de descubrir las injusticias que se producen en su pueblo. ¡Qué pena no contar con un califa así! ¡Me vendría muy bien!
Fue entonces cuando el inspector se percató de que había perdido completamente los papeles. Como por ensalmo, al oír la palabra injusticia, su rostro asumió de nuevo la mirada cesárea. Con rapidez, escrutó la habitación hasta dar con el mando a distancia, y cogiéndolo al vuelo, apagó el televisor. Posteriormente, se puso las gafas y tomó asiento.
—Nuevamente le suplico disculpas. Estoy algo fatigado.
—No se preocupe. Sólo dígame qué piensa hacer.
—De momento, seguir escuchándola. Cuénteme qué pasó exactamente después de que recibiera aquella carta que hablaba de la pluma Parker; aquellas páginas que empezaban con un «estimada señora»...
—Veo que me escuchó atentamente.
—Lo he hecho...; varias veces, para eso he grabado las conversaciones, pero ahora me veo obligado a pedirle que siga contándome su historia.
—¡No quiero hacerlo!
—Es necesario.
—¡Por favor, estoy agotada!...
El inspector, que se había sentado y conectado la grabadora, se incorporó y muy serio me miró fijamente:
—¡Déjese de niñadas y actúe como un hombre!
Al escuchar aquella expresión tan manida, me eché a reír. Eran carcajadas tontas, fruto de la tensión y el cansancio, pero carcajadas al fin.
—De acuerdo, inspector, me comportaré como un hombre, pero antes debe quitarme estas esposas para que pueda ir al cuarto de baño. No quiero volver a enfrentarme con la cuña y las enfermeras. Le aseguro que, aunque quisiera, carezco de fuerzas para fugarme.
—Conforme, ahora entrará un agente.
Supongo que nunca he disfrutado más de un cuarto de baño que en aquella ocasión. Si además me hubieran permitido ducharme, creo que habría alcanzado fácilmente ese estado de felicidad y liberación que llaman nirvana. Sin embargo, ¡cuan presto se va el placer! En poco más de dos minutos —los que empleé en, agarrada al suero, arrastrar los pies descalzos hasta el pequeño cubículo y evacuar mi vejiga— me encontré de nuevo ante la grabadora y aquellos ojos verdes que me escrutaban curiosos.
Iturri tenía nuevamente las gafas entre los dedos. Jugaba con ellas como lo haría un musulmán con su rosario de cuentas. Tras un momento de silencio, con una sonrisa franca le dije:
—Bien, la carta del despacho Eregui. Gonzalo...
—Habla usted como si le conociera personalmente. De hecho ayer, cuando le expliqué que ese caballero, acompañando a su madre, intentaba comprar ketamina, sus ojos mostraron júbilo. Sin embargo, la lectura del testamento no ha tenido lugar...
—Ignoro si ha tenido lugar, pero yo, desde luego, no he estado presente. Sin embargo, he de admitir que le conozco desde hace algunas semanas...
—¿Por motivos profesionales quizás, de abogado a abogado?
—Fue a raíz del testamento. Como bien sabe, Gonzalo Eregui es el albacea de don Niccola Mocciaro. Gonzalo vino a Valladolid a conocernos, a entregarme la pluma del profesor y a informarnos de las propiedades que me había legado...
—¿Qué propiedades? —Me interrumpió. En cuanto oyó esa palabra, un resorte se soltó y de inmediato se puso en pie.
—Lo que el profesor nos dejó a Jaime y a mí. Bueno en realidad a mí, pero él sabía que muestro matrimonio tenía régimen de gananciales y que, en definitiva, era lo mismo. Si me deja continuar, lo entenderá enseguida.
—Adelante. Vaya paso a paso, y cuénteme todos los detalles.
—Como quiera. El contenido de la carta en que se hablaba de la pluma era escueto: don Gonzalo Eregui, abogado, socio principal del bufete Eregui y asociados, albacea de don Niccola Mocciaro, me informaba de que el susodicho acababa de fallecer y había dejado dispuesto que yo recibiese la pluma, los derechos de su Compendio de Derecho Penal, y otro presente que, por expreso deseo del fallecido, debía serme entregado en Pamplona el día del testamento.
—¿Le legó los derechos de autor de su manual estando su hijo vivo?
—Así es.
—Un buen detalle, ¿no le parece?
—Sí, en efecto —respondí.
—Expliqúese, por favor
—¿Explicarle qué? —El inspector empezaba a dar muestras evidentes de agotamiento. Las gafas (yo tenía ya el convencimiento de que eran falsas) llevaban rato fuera de su nariz y se le abría la boca cada pocos segundos.
—Verá —comenté—, usted está cansado. Yo también. ¿Por qué no va a echarse una cabezada y luego, más despejado, vuelve?
—No, eso no es posible. El inspector Ruiz... Hay que hacerlo ahora.
—Le propongo lo siguiente —dije muy decidida—: Cogeré ese magnetófono y le abriré de par en par mi corazón. Cuando termine de relatar lo que recuerdo, llamaré al policía de la entrada para que se lo hagan llegar.
—Conforme. Descanse, pero dicte. No omita los detalles, me son muy útiles. Yo volveré dentro de un rato. De paso localizaré a su madre y a ese abogado... Lola, tranquila, las cosas siguen su curso...
Ambos nos percatamos inmediatamente de que había empleado mi nombre de pila envolviéndolo en miel. Yo aproveché la muestra de debilidad para pedirle algo:
—Inspector, necesito que me haga un favor.
—No sé si podré, pero por pedir... —ahora el tono sonó cortante.
—Por favor, informe a mi marido de que estoy bien. Dígale que no se preocupe. ¡Estará sufriendo lo indecible! ¡Siempre que estamos enfermos se pone en la situación más extrema y cree que nos va a ocurrir algo verdaderamente serio! Supongo que en estos momentos estará angustiado.
—De acuerdo, lo haré en persona. De hecho, tengo que volver a hablar con él.
—Gracias —Esta vez la palabra estaba impregnada de su sentido original, pues era gratitud lo que contenía.
—No las merezco. ¡Ahora grabe esa cinta!
En cuanto salió de la habitación, me incorporé y coloqué como pude la almohada: me habían vuelto a esposar y no fue fácil. Además, tras horas de postración, mi cuerpo se resentía. De hecho, lo que más me molestaba era el trasero. Opté por ponerme de lado, mirando a la pared donde el ventanuco curioseaba mis andanzas. Encendí el aparato grabador, cerré los ojos y conté el resto de la historia:
«Tras retornar a mi puesto de trabajo, comenzó la solidaridad... Pasaron aquella mañana por mi despacho de la facultad de Derecho bastantes personas, de manera que hasta media tarde no conseguí liberarme para llamar al albacea de don Niccola. Al otro lado del teléfono, una voz femenina extremadamente cortés me informó de que el señor Eregui jugaba en ese momento un partido de golf, como tenía costumbre hacer cada jueves. No obstante, me pidió que esperara unos segundos, porque don Gonzalo, que esperaba desde hacía días mi llamada, llevaba abierto su móvil. No habían pasado dos minutos cuando la voz profunda de un simpático caballero sonó en el aparato.
Gonzalo Eregui resultó ser un hombre encantador, de exquisita elegancia. No me extrañó que don Niccola le hubiese nombrado su albacea, en muchos sentidos se parecían.
Hablamos largo rato del profesor, de su vida, de su enfermedad... Confesé mi extrañeza por no haberme enterado de su fallecimiento. Me explicó que don Niccola dispuso que no se publicara esquela en los periódicos ni se notificara públicamente. Sólo deseaba que fueran avisadas algunas personas, las que rezarían por él. Dejó que las habladurías informaran a los demás. «¿Cómo murió?», pregunté. «Tenía mal aspecto las últimas semanas, pero ninguno nos esperábamos un desenlace tan rápido.» Gonzalo coincidió conmigo. Aunque padecía cáncer de páncreas, a ambos el final nos pilló de improviso. «La tarde de su fallecimiento me citó en su casa», me dijo Gonzalo. «Tomé un avión a mediodía y me desplacé a Madrid. Cuando llegué estaba en pie, vestido, elegante como siempre. Me entregó su pluma para que se la hiciese llegar en mano. Yo sugerí que se la diera personalmente, porque supuse que a usted le haría ilusión. Pero se negó; pareciera que conocía su final. Así pues, accedí a localizarla y a convocarles a usted y a sus hijos en Pamplona para la lectura del testamento.»
Como le dije, inspector, me dejó los derechos de autor de su manual. Gonzalo me informó de que también me había legado un libro antiguo, encargándole que me dijera que «me complacería mucho, especialmente su dedicatoria». Por orden del profesor Mocciaro, me sería entregado el día del testamento. Aún no lo he visto.
A la mañana siguiente, el personal de servicio encontró su cadáver en el sillón donde estaba sentado con la ropa puesta. Sus hijos estaban ausentes: Alejandro en Harvard; Clara, en algún viaje exótico. Su hija no llegó a tiempo de amortajarle, lo hizo la criada. Alejandro no había podido dejar Norteamérica para el entierro.
Gonzalo Eregui se empeñó en desplazarse a Valladolid para entregarme en mano la pluma Parker. Le dije que no hacía falta; podía entregármela en la lectura del testamento. Dijo que no: «se lo prometí a Niccola», argumentó. Creo que la verdadera razón es que sentía curiosidad y quería conocernos. Don Niccola le había hablado mucho de nosotros, y sobre todo, de mi madre. Cuando me la describió por teléfono, no omitió detalle, aunque nunca se habían visto. (Creo haberle dicho ya, inspector, que el profesor llevaba años enamorado de mi madre, aunque nunca fue correspondido.)
El sábado siguiente debía participar en un trofeo de golf en Valladolid. Sugirió que nos viéramos. Toda la familia. Tras algunas reticencias, acepté. Quedamos citados en el palacio de Santa Ana a las ocho de la tarde.
Creo que aquella noche agoté las lágrimas. Un agujero doloroso se había instalado en mi estómago. Cuando llegué a casa, encontré a Jaime pletórico: una de las cepas de su experimento más importante había dado prometedores resultados, sin embargo, la noticia de la muerte de don Niccola aguó su triunfo.
No pudimos avisar a tiempo a mi madre. Estaba en Javea con una amiga y no había anunciado su llegada hasta el domingo. Llevaba móvil, pero siempre me salía el buzón de voz. No me pareció noticia para comunicarla de esa manera, así que nos dispusimos a acudir a la cita sin ella. Cuando salíamos en dirección al restaurante, apareció en la puerta. Lucía un bronceado intenso, casi hasta la mancha, y vestía, elegante como siempre, un traje sastre, creo que era azul. «Han pronosticado gota fría, nena. Por eso me he adelantado. ¿Vais a salir?» Le dijimos que íbamos a cenar fuera... «¿Con los niños?», dijo. «¡Magnífico! Me apunto. Y nada de peros, yo invito». Ella siempre ha sido muy rumbosa. No fuimos capaces de decirle nada, de modo que dejamos que los hechos discurriesen espontáneamente.
El palacio de Santa Ana es un antiguo monasterio del siglo XVIII, convertido por la cadena AC en un hotel de lujo. Dispone de magnífico claustro recubierto por una bóveda de cristal donde, sentado en una de sus cómodas butacas, el visitante puede tomar algún refresco antes de pasar al comedor. Lo cruzábamos a paso firme cuando nos salió al paso un caballero espigado, de abundantes cabellos blancos, un aspecto elegante, atlético, y un bronceado similar al de mi madre. Sus ojos negros poseían un brillo travieso. Con una jovialidad rayana con una alegría achispada nos recibió efusivamente. Nos habíamos retrasado mucho. Sobre la mesa, había cuatro vasos bajos que contenían restos, escasos dicho sea de paso, de algún licor. Ensayaba ofrecer mi estudiada explicación, cuando Gonzalo Eregui posó sus ojos en mi madre. Tanto insistió que el rubor cubrió el rostro de mi progenitura hasta convertirlo en una brasa ardiente. Olvidándose del resto de los recién llegados y, en mi opinión, animado por la desinhibición que suelen provocar las brumas del alcohol, se lanzó hacia su mano, que besó con fruición, pese al esquivo gesto de mi madre. «¡Querida señora, cómo me place conocerla! Ante su sola presencia he visto retratadas todas las beldades que la vida ofrece. ¡Ah, cuánta razón tenía Mocciaro! ¡Goza usted de un donaire natural en grado excelso!» Mi madre, que escuchaba aquella diatriba con gesto expectante y con el bolso preparado por si aquel señor, que claramente llevaba alguna copa de más, decidía pasarse de la raya, mudó su faz al oír mencionar aquel nombre, que era la razón del encuentro, aunque ella, de momento, lo ignoraba. «Perdone usted caballero. No hemos sido presentados. No tengo el gusto de conocerle. Tampoco sé por qué Niccola Mocciaro va hablando de mí a los extraños.»
Mi pobre madre se enteró de la muerte del profesor de aquella manera. Quizás hubiera sido mejor un mensaje en el móvil. No obstante, en aquella cena nació una nueva amistad. Sé que mi madre fue de paseo con Gonzalo Eregui al día siguiente y algunos más. Sé que compartieron palos de golf en varias ocasiones. Nunca lo comentó y nosotros no preguntamos. Sin embargo, se lo cuento porque eso explica que les encontrara juntos intentando comprar droga y que a mí el abogado de don Niccola no me fuera ajeno.
En aquella cena, Gonzalo me entregó finalmente la Parker duofold del profesor y comentamos cabizbajos los detalles de su muerte.
Un quinteto de cuerda sonaba en algún lugar del palacio, sin embargo, el protagonista fue el silencio. Recuerdo que me salté el régimen. Nada de césped aliñado, nada de huevos escalfados sin más alegría que una pizca de sal: solomillo al foie.
Después de aquel día volvió la vida normal, hasta que vinimos a Pamplona para la lectura del testamento. En fin, inspector, eso es todo. Ahora voy a dejar la grabadora, tengo que descansar.»
No lo conseguí. En un hospital resulta prácticamente imposible estar sola, y mucho menos dormir. El personal sanitario entra y sale sin pedir permiso. Toman al paciente la temperatura, entran de nuevo para medir la tensión arterial, luego pinchan un análisis, después hacen un electrocardiograma, y cuando ya no queda ningún motivo más para violar el descanso del paciente, entran para ver si éste necesita algo. Sin embargo, en este caso, el motivo de la falta de descanso de Lola fue otro: sor Rosario.
—Lola, ¿qué tal se encuentra?
—Bien, gracias. Pero ¿qué hace a estas horas fuera de la comunidad? ¡La superiora le va a reñir!
—Me ha dado permiso, no se inquiete. Para mí la obediencia no es una obligación, sino una virtud, el camino que me marca Nuestro Señor para llevarme por dónde Él quiere, no por dónde quiero yo. Sólo venía a asegurarme de que su estado era bueno. Y a contarle dos cosas.
—Primero las malas noticias, sor Rosario, aunque creo conocerlas de antemano.
—Me temo, querida, que tenía usted razón. Sólo he logrado que su suegro enviara un letrado para dar apoyo a su marido. Pero ha de saber, se lo he dicho a él también, que está equivocado. Decía Indalecio Prieto que no había «nada más peligroso que un requeté recién comulgado». Se equivocaba; lo hay: un requeté sin corazón. ¡Rezaré por él! Lo siento muchísimo.
—No se disculpe, no es culpa suya. En ocasiones, las heridas se cierran sin haber curado, y esas infecciones sólo producen frutos de amargura.
—Al abogado que mencionó no he conseguido encontrarle. Su número privado no figura en la guía, pero he dejado un recado en el contestador de su despacho. En todo caso, no se entristezca, la última noticia es estupenda: Mariangels, una amiga mía, esposa de un antiguo paciente del hospital, es cooperante de no sé qué ONG de la universidad que se ocupa de los presos. Esta señora acude cada día a la cárcel de Pamplona para impartir clases de francés. Ha conseguido, por indicación mía, acercarse a su marido. Ha de saber que se encontraba bien, animado, sobre todo desde que recibió la visita del inspector Iturri. También le manda un recado. ¿Se lo digo?
—Por favor, sor Rosario.
—Espere, lo tengo escrito en algún sitio.
Sin hacer caso de las recomendaciones de los médicos, reí a mandíbula batiente.
—¡Sor Rosario, es usted un cielo!
—¿Un cielo? ¡No, mi chica! —aclaró con la famosa expresión de la tierra—. Es que aún me conoce poco, pero tengo por seguro que, si Dios me ayuda, iré allí al poco de morir. ¡Aquí está! A ver, su marido dice lo siguiente: «Eres una chapucera preparando vacaciones. Stop. Al año que viene, las organizo yo. Stop. Todos los niños bien». Chistoso, ¿no?
—Sí, madre, lo es.
—¡Eso está bien! La alegría es una gran cosa. ¿Le he contado cuando cambié las olivas por las cagurrutas de las ovejas, que se le parecen mucho? ¡Tendría usted que haber visto la cara de la superiora cuando se comió la primera!