Aquél fue el peor verano de mi vida y, de alguna forma, también el mejor. Desde aquellos sanfermines he vuelto cada año a Pamplona. Poco a poco, la amargura que todos los 13 de julio sembraban en mi ánimo ha ido cediendo, dando paso a un sentimiento extraño, monocorde por un lado, arco iris por otro. Ahora, cuando se acerca el día, exhibo una sonrisa pacífica y algún que otro gesto mudo.
Pasado un lustro, puedo narrar aquellos hechos sin que mi corazón de vuelcos. Aquella situación fue terrible; en muchos sentidos, la experiencia más angustiosa que jamás haya vivido. Desde entonces, no soy la misma, pero creo que a pesar de todo fue positiva porque ahora soy mejor: más segura (o menos insegura), más fría y más feliz.
Del proceso judicial no hay mucho que contar. Tanto a Jaime como a mí nos pusieron en libertad enseguida, sin cargos y con una leve y magra disculpa. El inspector Ruiz desapareció de la escena con la misma celeridad con que pasan los momentos dichosos de las jornadas largamente esperadas. Sin embargo, éste no dejó huella. De él sólo recuerdo su deforme cuerpo de levantador de pesas y su voz de flauta afeminada girando alrededor de su incipiente calvicie. El resto, para mi dicha, lo he olvidado.
No hemos vuelto a ver a Clara. Hace tres años se enamoró de un guapo artista italiano con el que se casó. Tras la inmensa felicidad de ocupar las portadas de Hola y Semana, llegó la lluvia. El caballero vestido de Armani resultó un gay arruinado dispuesto a hacer cualquier cosa por mantener sus vicios privados. Aunque le había advertido varias veces de que el camino que había escogido conducía inexcusablemente a un reino en el que todas las caricias llevan precio, sentí sinceramente que mi vaticinio hubiera sido tan certero.
La intervención de otras muchas personas que entonces no conocía fue decisiva para llevar esta nave a puerto seguro. Sor Rosario, de la que habré de hablar largo y tendido, aún vive, casi tiene cien años. Sus ojos conservan su agilidad juvenil, aunque creo que, si Dios no se la lleva pronto, terminará levantando del suelo poco más de un metro. Según me dicen, continúa lavando su ropa interior cada noche y manteniendo caritativamente cortas las uñas de los pies. Juan Iturri, mi muy querido inspector, ha desaparecido del mapa. Me consta que sigue siendo policía, me consta que sigue siendo buen sabueso, pero ahora piensa para la INTERPOL en algún lugar desconocido. Nos envía una postal cada 7 de julio. No lleva firma ni texto, pero un análisis caligráfico nos diría con razonable seguridad que la letra que marca mi nombre y dirección es suya.
Del resto no hay mucho que contar, salvo que este año es nuevamente especial. Tengo 46 años y una barriga de seis meses. No pensé que a estas edades se tuviesen hijos. Al menos la gente normal. Los artistas de cine y las gentes del espectáculo, es conocido, hacen cosas extravagantes y excéntricas, como traer hijos al mundo fuera de tiempo. Yo pertenezco al vulgo, a las gentes ordinarias que trabajan para vivir y sueñan con la llegada de la noche del viernes, pero hay una criatura en mi vientre que me provoca ardor de estómago y un letargo casi enfermizo, amén de un sentimentalismo tal que creo haber recordado en estos últimos seis meses hasta el día de mi bautismo. Desde hace tres largas semanas estoy postrada en cama. El médico, con cierto tono socarrón, teme que la criatura se escape de su bolsa antes de tiempo para ver su primer encierro, pero yo sé que lo que le preocupa es que se malogre mi corazón, cada vez más delicado.
Creo que sobreviviré a este trance. No sé argumentar los porqués, pero estoy convencida de que el año que viene habrá un nuevo espectador del encierro, no uno menos. Sin embargo, estoy acostada y no puedo moverme. Por primera vez en el último lustro, me perderé el sexto encierro de los sanfermines. Jaime se ha llevado a los chicos a Pamplona. Como otras veces, se han instalado en La Perla: ahora es un magnífico hotel de cinco estrellas, el orgullo de Rafael Moreno, que mantiene sus bigotes canosos y empinados. Naturalmente nos hace un precio especial, porque en otro caso no podríamos permitírnoslo. No obstante, debo reconocer que a mí me gustaba más como estaba antes, con el fantasma de Albaicín tocando el piano y con Hemingway soñando con ser torero español.
Estoy sola en casa, esperando que la voz del encierro despierte y me narre los secretos de la mañana. La televisión está encendida, pero he bajado el volumen y apenas se oye un murmullo. No me interesa lo que cuentan, sólo espero el encierro.
A mi lado varias sentencias para estudiar, el Tribunal Supremo sufre de estreñimiento crónico, pero no voy a hacerlo. Tengo otro ataque de recuerdos rojos y blancos. Vienen a mi cabeza aquellos días en que era tan estúpida como para dudar del amor o creer que Pamplona es una ciudad rancia. De mis dos equivocaciones, la primera fue la más grave, aunque en realidad ambas eran la cara y la cruz de una misma moneda, por conocida no apreciada.
Hubo mucha gente amable que me sonrió a tiempo, pero, en realidad, no di las gracias convenientemente a nadie. Ahora voy a hacerlo, por si acaso los temores del doctor López se confirman y no hay ocasión. Y lo haré narrando cómo se gestaron aquellos hechos que fingieron empezar un 12 de julio, domingo, a las 8 de la mañana, cuando corrían los enormes toros de Miura y el pequeño y colorado astado de encaste navarro, pero que, en realidad, habían comenzado hace mucho tiempo...