Sangre en el encierro

Dos hombres pasaron por la calle. El camarero les preguntó algo a gritos. Los dos hombres tenían un aspecto grave y serio. Uno de ellos movió la cabeza con gesto pesimista.

—¡Muerto! —fue lo único que dijo...

El camarero volvió junto a mi mesa.

—¿Lo ha oído? Muerto. Atravesado por un cuerno.

Todo un pasatiempo mañanero.

Es muy flamenco.

       ERNEST HEMINGWAY,

       Fiesta, Cap. XVII

 

Y del aparato negro emergió un sonido lacerante que se enseñoreó de nuevo de la habitación. La secretaria del Juzgado respiró hondo, tratando de mostrar un aplomo del que carecía. En su hastío, sospechaba que aquel armatoste estaba allí con el único propósito de hacer que por fin claudicara y pidiera la jubilación. Sólo tuvo que poner los pies en aquella oficina, rayando las 7, para que el complot se iniciara y el teléfono empezara con sus monsergas. Ni siquiera había podido ver la retransmisión del encierro. Pasadas las 8 y media, aquel rítmico retumbo había acabado con su paciencia. Su ánimo, de por sí menudo, se había desmoronado como una torre de naipes. Cansada, casi harta, decidió dejarlo sonar unos minutos. Mientras tanto, iría en busca de un café. El aparato dejó de sonar unos instantes, y volvió a la carga, pero en aquella oficina ya no había nadie.

Al otro lado de la línea, el agente Galbis, llamando desde la enfermería de la plaza, se extrañó de no recibir respuesta. Era imposible que no hubiera nadie. «Quizás», se dijo, intentando justificar aquella ausencia, «he llamado en un momento especialmente agitado.» No sería de extrañar. La densidad de asuntos que los juzgados tratan en un día cualquiera de las fiestas en honor al obispo San Fermín es aterradora. En los escasos metros cuadrados que circundan el despacho del juez de Guardia, se aglomeran docenas y docenas de caras de todos los colores, razas y nacionalidades, con una única, pero sutil, coincidencia: el pertenecer a la familia criminal.

El juez Uranga retornaba de la cafetería con un pastelillo de crema en la mano cuando se topó con la secretaria, que iba en sentido puesto. Con cara de pocos amigos, la mujer le explicó que el teléfono no paraba de sonar, que estaba harta y que iba a tomarse un café tranquilamente. Él no opuso resistencia. ¿Qué podía decir? Su secretaria, que era un manojo de nervios encerrados en 40 kilos, era incapaz de soportar la tensión de los juzgados de Guardia. Él, por el contrario, era extremadamente pacífico... y padecía sobrepeso. A algunos, como su secretaria, el estrés les impedía probar bocado, de modo que cada vez se les veía más flacos y demacrados. El juez Uranga, por el contrario, amagaba la agitación exterior manteniendo el estómago permanentemente ocupado. Cada guardia en día festivo engordaba un par de kilos. Luego, al retornar el sosiego, los perdía, aunque no enseguida ni totalmente. Salvo por el rotundo flotador de la cintura, el cuerpo del juez no era grueso, y su cara pecosa y su fina barba le conferían un aspecto juvenil, casi desenfadado. Los delincuentes solían confundir en la primera entrevista su jovialidad con blandura. Pronto se retractaban: era un hombre de férrea disciplina, y conocía perfectamente su campo de trabajo: la ley. Uranga tenía cincuenta y un años y desde hacía diecisiete ejercía en Pamplona. Amén de ganar peso, con los años había ido creciendo en experiencia, subiendo en el escalafón y granjeándose la estima de todos. Contestó personalmente, cosa que otros muchos colegas nunca hubieran hecho. El agente Galbis se alegró de hablar directamente con el juez.

—Señoría, al habla el agente Galbis. Le llamo desde la enfermería de la plaza de toros.

—Buenos días —respondió—. Supongo que no estará en el ruedo para correr delante de las vaquillas.

—No precisamente, señor juez. Estoy aquí porque en los quirófanos se halla el cadáver del hombre que ha sido empitonado en el encierro. ¿Señor juez...? ¿Señor?

Repitió el mensaje hasta cerciorarse de que el juez había captado su contenido. Pronto se percató de que, aunque no respondiera, su interlocutor sí que le oía. Se había quedado momentáneamente mudo por la sorpresa.

Cuando el juez Uranga llegó a su despacho, sabía fehacientemente que no le aguardaba una jornada sencilla. Esperaba robos, atracos, ataques a la propiedad pública... Entraba dentro de lo posible que llegaran partes de lesiones y alguna denuncia por intento de violación, pero entre sus perspectivas no estaba una muerte violenta en el encierro. Aunque la Fiesta resultaba tremendamente peligrosa, las muertes en el encierro, gracias a Dios, y a las insistentes peticiones de amparo procedentes de su ministro San Fermín, resultaban totalmente excepcionales.

—¿Un muerto por asta de toro? ¡Qué horror! ¿Cómo ha sido? ¿Dónde? A nosotros los asuntos acumulados nos han impedido ver la retransmisión: llevamos despachando temas sin parar desde las 7. ¿Ha habido otros heridos?

—Uno de los toros, el suplente, le ha empitonado en el callejón y le ha arrastrado hasta la arena. Los médicos de la plaza no han podido hacer nada para salvarle. El mismo toro ha herido a un agente de la Policía Municipal que intentó auxiliar al que luego ha fallecido. Creo que no ha habido más incidentes que destacar.

—Es una pena que estas cosas se repitan, siempre la misma cadencia, siempre en el callejón...

—Pero esta vez ha sido diferente. No ha sido el toro el que ha aprovechado un error del corredor, es como si éste hubiera ido en busca del asta. En fin, no sé explicarlo bien... Espero que pueda ver la retransmisión de las imágenes y ellas hablen por sí mismas. Y en vista de estos hechos, le formulo la pregunta de rigor: ¿va usted a personarse? ¿Quiere que le esperemos?

—¿Cómo? ¿Ir a la plaza? ¡No! Es imposible, no se imagina el estado de los Juzgados. ¡Hasta mi secretaria, que lleva poco más de una hora en su puesto, ya se ha derrumbado! Delego en ustedes el levantamiento del cadáver. Tomen algunas fotos, hablen con la gente... En fin, no le voy a explicar cómo hacer su trabajo. Cuando concluyan, preparen el traslado del cuerpo al Instituto de Medicina Legal. Nos encargaremos de avisar al forense.

»Otra cosa, agente Galbis —una luz de alerta se había encendido en la mente del magistrado—, ¿sabemos ya la nacionalidad del occiso? ¡Espero que no sea norteamericano!

—No, señoría. Según sus documentos, el fallecido es español. De todos modos, tenemos que comprobarlo cotejando sus huellas con la base de datos.

—De acuerdo. Cuando corroboren la identidad del fallecido, por favor, llámenme.

—Así lo haremos, señoría. ¡Ale, y a tener buena guardia! —le deseó el policía con sarcasmo.

—¿Buena guardia? ¿Me está usted queriendo decir que tiene alguna hada madrina de sobra? —interpeló el juez—. Me vendría bien un ejemplar de esa especie, le pediría que transformase a los delincuentes en calabazas.

—No, señoría, de ese tipo de señoras no tengo. Lo más que puedo ofrecerle es a mi adorada suegra, que es una meiga declarada: ¡A mí me hizo un mal de ojo nada más verme, y desde entonces me entran diarreas cuando llevo la contraria a mi mujer!

—¡Es sorprendente que alguien mantenga el buen humor! —agradeció el juez entre risas ahogadas—. Espero su llamada con la identificación.

—¡Se lo ha tomado a risa! —dijo en voz alta el agente Galbis, pegado al teléfono aunque acaba de colgar—. ¡Un día le envío a mi suegra por correo certificado para que la vea!

La sesión fotográfica consume varios minutos. Los agentes hacen diversas tomas, intentando cubrir todos los ángulos. Un miembro de SOS Navarra se adelanta con el fin de preparar el traslado del cuerpo hasta la morgue. Tras la batería de flashes y el archivo de las pruebas, todos los extraños abandonan el lugar.

 

 

Practicar la autopsia en casos de muerte violenta o sospechosa es una de las competencias de un médico forense. En muchas ocasiones, quizás en la mayoría, es cuestión de puro trámite, aunque no por ello la acción en sí misma sea más laxa ni requiera de menor tiempo de ejecución. En realidad, los ciudadanos de a pie se sorprenderían de los porcentajes de muertes que acaecen fuera de los recintos hospitalarios y en circunstancias que ni tan siquiera el propio difunto hubiera imaginado como causa factible de su muerte.

A Ramiro Gómez le ha tocado la guardia del 12 de julio. Es una guardia localizada a través de un busca de larga distancia, por ello, cuando éste suena a las 9 menos 10 de la mañana, está en su domicilio y aún duerme. La noche anterior había empezado en el restaurante Europa, donde los hermanos Idoate habían preparado una magnífica cena a base de pochas, ajoarriero con bogavante y torrijas con puré de manzana. A la cena, regada con un vino de la tierra, le siguieron los fuegos artificiales, una vueltecita por las barracas y por el Casino... La fiesta acabó, ciertamente, pero ¿quién sabe cuándo?

Pese a que ha descansado muy poco, a Ramiro no le ha hecho falta más que el primer toque de su busca. Aunque suele dormir profundamente, el saber que su localizador está encendido le mantiene en una permanente tensión. Sus gestos, iluminados por la amarillenta luz de la lámpara de la mesilla de noche, no mostraron sorpresa cuando, ya por teléfono, recibió la noticia. Por una de esas intuiciones inexplicables, sabía que pasaría algo extraño. No esperaba una cogida, sino un accidente fuera de lo común, sin embargo no se sorprendió. Sus percepciones no solían ser muy precisas.

Ramiro prometió al juez Uranga que iría de inmediato, pero se entretuvo recabando datos de los cirujanos de la plaza, mirando una y otra vez las imágenes que emitía el canal de televisión y dejándose abrazar largamente por el calor de la ducha. Cuando estuvo preparado para marcharse, eran ya cerca de las 9 y cuarto.

Tras posar los labios en su frente, depositando allí un cariñoso beso, Ramiro susurró suavemente al oído de su esposa:

—¡Chiqui! ¿Estás despierta?

—¡Estoy segura de que no! —respondió ella, mientras se ponía en pie. El hombre es un ser rutinario por naturaleza. Si su esposo no le hubiera frenado, habría ido directa, automáticamente, a encender el interruptor de la cafetera.

—¡No te levantes! ¡Hoy es domingo! —argumentó Ramiro, mientras cubría nuevamente a su esposa. Las sábanas eran de hilo fino teñido en color rosa pálido. En ellas su suegra se había dedicado a plantar cursilísimas letras góticas. Naturalmente las iniciales bordadas correspondían a su esposa. Una vez se armó de valor y preguntó a su querida madre política el porqué de aquella curiosa costumbre. La respuesta fue contundente: «Ah, hijo, no te creas que es por ti, que eres buen chico. Pero mira, para empezar las mujeres somos más longevas; sin ir más lejos, yo me he casado tres veces. Además hay algunos caballeros que, a partir de cierta edad, y habitualmente tras cruzarse por el camino una veinteañera, se empeñan en incumplir las sagradas promesas que hicieron ante el altar. Así pues, ante la alta posibilidad de tener que deshacer las iniciales del cónyuge y volverlas a bordar con otras distintas, más vale poner sólo unas. En este caso, las de tu mujer, que es mi hija. En el caso de mi hijo Ramón, he bordado las de él, obviamente: hoy el comportamiento de algunas mujeres deja mucho que desear. ¡Más vale prevenir que bordar!»

—¿Qué hora es? —preguntó Chiqui, sacando a su marido del ensimismamiento en el que le habían sumido aquellas sábanas rosa pálido—. ¡Tengo la sensación de que me acabo de dormir!

—Es pronto, como las 9 y cuarto. Pero, como te dije, estoy de guardia. Una buena guardia: me llaman del Juzgado. He de practicar una autopsia: al parecer, ha habido un cogido en el encierro.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Chiqui medio dormida—. Esos turistas deberían saber que esta Fiesta es verdaderamente peligrosa —concluyó, dando por sentado que el cogido era un corredor extranjero.

—Sí, claro. Muy peligrosa. Te llamo cuando acabe. ¡Sigue durmiendo!

—De acuerdo... ¡Espera! ¿Has dicho que son las 9 y cuarto? Entonces es probable que hayas acabado a la hora del almuerzo. ¡Te haré una buena paella para cuando vuelvas! —ofreció.

—¡Ni se te ocurra, ya comimos bastante ayer! Haz algo suave: verdura a la plancha, fruta. En fin, lo que quieras, pero ligero y en pequeña cantidad.

Ella no le respondió. En un santiamén había vuelto a sumergirse en su sueño. Oyendo su respiración, él abandonó su domicilio.

Ramiro Gómez adoraba a su mujer casi tanto como ella le quería a él, pero nada más alejarse del dormitorio, que ambos compartían desde hace doce años, se concentró plenamente en la escueta información que el juez le había facilitado por teléfono, la que él mismo había recabado del personal de la plaza y las imágenes que había podido ver en televisión. El origen del fallecimiento parecía claro. El hombre en cuestión había sufrido una cornada en el abdomen con doble trayectoria: una comprometiendo el lóbulo hepático izquierdo —herida mortal por necesidad—, y otra ascendente que, con bastante probabilidad, había causado una dilaceración de la aorta abdominal o de algún otro gran vaso. Sin embargo, por lo que había logrado captar en la retransmisión de la cogida, el forense no veía demasiado claras las circunstancias de la muerte. Si tuviera con quién, apostaría que el mozo había consumido estupefacientes a granel. En fin, en cuanto llegara a la morgue haría un primer análisis.

El médico miró su reloj. Se le había hecho tarde. Dudó unos momentos, pero finalmente desechó la idea del taxi. Tardaría más en venir a buscarle que él en llegar andando...

Ramiro había nacido en Gijón, pero su esposa Leyre, a la que todos conocían como Chiqui por su pequeña estatura y su cara aniñada, era pamplonesa. No era una pamplonesa cualquiera, no: pertenecía a ese corto y selecto clan que tiene a bien denominarse de Pamplona de toda la vida. Esa afiliación que comienza por natura en los individuos con antepasados de probada raigambre navarra, ocupantes de sobresalientes puestos en la Comunidad, continúa de por vida: un nacido en la Pamplona de toda la vida siente, vive, comulga, se conmueve con todo un conjunto de costumbres y usos, tradiciones y leyendas, mitos y realidades. Más o menos racionales, más o menos románticas, ancestrales o con pocas décadas de antigüedad, eso no siempre importa si los pertenecientes al envidiado club las han identificado netamente como suyas. Ramiro no podía identificar todos los rasgos de tal naturaleza que caracterizaban a su esposa, aunque sabía a ciencia cierta que Chiqui poseía uno de ellos, uno notable: él se había resistido todo lo que había podido, pero en cada traslado de domicilio se iba alejando más de su lugar de trabajo al tiempo que se aproximaba más al centro de la capital navarra. Sí, vivir en el meollo de la Pamplona de toda la vida era para su esposa verdaderamente importante. De momento habían abandonado la cómoda avenida de Pío XII, desde la que Ramiro empleaba cinco minutos en llegar a su despacho, y vivían en una casa alquilada en el paseo de Sarasate, donde, en periodo de Fiestas, era rigurosamente imposible dormir, y desde la que tardaba más de media hora.

Como hacía cuando pensaba, el forense marchaba a buen ritmo. El sol calentaba con fuerza, no quedaba rastro del aguacero matutino. Una masa compacta, teñida de blanco y rojo, impregnaba las calles cuando se dirigía al Instituto Anatómico Forense. Eran mozos y mozas de todas las edades que retornaban al hogar tras el encierro. Algunos llevaban toda la noche de francachela, y anhelaban una buena ducha y unas sábanas limpias. Otros muchos, que no tenían la suerte de residir en Pamplona o de disponer de hospedaje, tendrían que conformarse con un saco de dormir en algún jardín. Los que corrían el encierro por vocación habían dormido en casa y se habían acostado temprano. Para ellos, empezaba de nuevo el día: naturalmente, tratándose de Pamplona, comenzaban comiendo.

La mayoría de la prensa, suponiendo que la víctima del encierro estaría en los servicios de emergencia, había tomado la puerta principal y los aledaños del Hospital de Navarra. No obstante, algunos periodistas habían sido más listos que sus compañeros y hacían guardia en el pabellón F, donde estaba la morgue.

Cuando entró en los jardines para dirigirse a su lugar de trabajo, Ramiro vio desde lejos el tumulto. No obstante, nadie le abordó. Ir vestido de pamplónica le hacía pasar desapercibido.

Respiró hondo antes de entrar en el Instituto Anatómico Forense. Por rasgo de especie, el ser humano tiene una capacidad casi infinita de adaptación a las circunstancias, favorables o adversas, que le depara el destino. El forense lo había experimentado en su propia persona. Tras firmar decenas de autopsias, creía haberse acostumbrado a casi todo. Había visto cadáveres carbonizados, mujeres con rostros machacados con bates de béisbol, violaciones con monstruoso ensañamiento, mutilaciones, hasta un niño recién nacido ahogado por una abuela que había puesto demasiadas esperanzas en la rubia melena de su hija... Sin embargo, una vez más, como siempre, volvió a sentir ese escalofrío. No le importaba ver un nuevo cadáver. Tampoco le impresionaría pesar el corazón, retirar el cerebro o separar alguna sección de la piel. Podría hacer todo aquello con los ojos cerrados. No se trataba de eso. Lo que a Ramiro le llamaba la atención cada vez que se veía obligado a analizar un cuerpo muerto era la grandísima diferencia existente entre una persona que alienta y el rastro que deja cuando el alma le abandona. «¡Tanto somos y, al mismo tiempo, tan poco! La máquina más perfecta jamás creada y, probablemente, una de las más débiles. Todos distintos; todos con igual destino.» Algún día él sería el cadáver: un accidente de coche, quizás un cáncer por el tabaco, que no consigue dejar; con suerte, anciano y en su cama. Prefirió no pensar mucho en ello. Había que continuar viviendo. Acaso dentro de unas horas, concluida esta autopsia, se viera subiendo en la noria con su hija, tocada su mirada de ilusión; quizás se olvidara de todo comiendo paella con su esposa. Sonrió al pensar en ello: estaba seguro de que Chiqui, en su obsesión —muy navarra— porque en su presencia nadie pasara hambre, no pondría verdura, sino un buen plato de paella y un excelente postre. Sí, la vida había de seguir. Para ello hacía falta separarse de aquella visión tan lúgubre, alejarse del sombrío destino de la vida. Necesitaba, así, humanizarse. Hablar de toros y fútbol mientras observaba la herida abierta; comentar el encierro al tiempo que abría el blancuzco cráneo del joven. Respiró hondo, entró con paso decidido y cambió su traje blanco y rojo por un pijama quirúrgico, bata y delantal. Vestido de esta guisa, Ramiro entró en la sala de autopsias. Su ayudante habitual ya le esperaba.

—¡Hola, jefe! ¡Ya ve cómo se nos ha estropeado el día! —saludó el joven, mirando al forense, como siempre impecablemente engominado y oliendo fuertemente a colonia.

—¡Kepa! ¡Vaya cambio! ¿Qué ha pasado con tus rastas?

—¡Renovarse o morir, jefe!

—Pues ya metido en materia, deberías haber optado por el rojo. Al fin y al cabo, estamos en sanfermines —afirmó el forense, mientras observaba con estupor los cabellos de su joven ayudante: mitad fucsia, mitad blanco.

—No crea que no lo he pensado, pero a mi chica no le gusta el rojo. Dice que es un color muy violento; y como vamos iguales...

—Un color violento...

—Sí, eso dice ella.

—Por lo que veo, el siglo XXI no ha cambiado nada.

—¿A qué se refiere, jefe?

—Siguen mandando las mujeres.

—Eso sí es verdad —aceptó el joven.

—Bien, empecemos. Voy a lavarme; pásame unos guantes, por favor —pidió el forense, cruzando la sala y mirando de reojo hacia la zona central.

En la mesa de acero inoxidable, construida ex profeso en forma de L, todo estaba preparado. En el lado más largo, que sobrepasaba los dos metros, se hallaba ya el cadáver. Para facilitar la labor del médico forense, el metal estaba dotado de una ligera inclinación y una conexión directa con un sumidero.

El cuerpo estaba situado en decúbito supino, de modo que Ramiro se encontró directamente con una faz a la que había abandonado el color y un grueso cuerpo que ya no serviría para ningún gozo. El cadáver estaba semidesnudo. La camisa y los pantalones estaban rajados: seguramente los cirujanos de la plaza se habían visto obligados a cortar la ropa. Un pie estaba cubierto con una alpargata tradicional, el otro no llevaba nada.

En el lado más corto de la camilla se acumulaba el material necesario para la autopsia, perfectamente clasificado.

—¿Hora del deceso?

—Según el parte que firma el cirujano de la plaza, la muerte tuvo lugar a las 8 horas y 26 minutos de hoy. Le han puesto adrenalina, atropina, sangre... En fin, lo de siempre. Lo único nuevo es que tengamos que hacer con tanta premura la autopsia. Supongo que no querrán enturbiar el resto de la Fiestas. En los sanfermines, los cadáveres cuanto más lejos mejor.

—¡No te engañes, Kepa! Eso ocurre en los sanfermines y en cualquier otro momento. Los humanos somos seres curiosos.

—No sé por dónde va, jefe. ¿Qué tenemos de curioso?

—¡Todo! Verás, no sabemos si viviremos mañana, pero hacemos minuciosos planes para ese día. Sin embargo, lo único que sabemos con certeza (que nos vamos a morir) tratamos de olvidarlo. Por ejemplo, acostumbramos a situar los cementerios lejos de los núcleos de población. Nos decimos a nosotros mismos que es por motivos higiénicos, pero la realidad es que no queremos verlos. Al final, lo que hay es miedo. Sí, miedo a nuestra naturaleza, seres mortales. Sentimos pavor ante nuestro destino, recelo ante el territorio desconocido donde luego habitaremos. Nos producen espanto las ignotas reglas que gobernarán esa nueva sociedad donde viviremos inexorablemente pero que, de momento, nos es ajena. ¿Qué hay en el cielo, qué en el infierno? ¿Qué haremos allí, qué comeremos? ¿Quién mandará, qué haremos durante toda la eternidad...?

»Sabemos que el momento nos llegará, pero vivimos como si esa realidad no tuviera ninguna relación con nuestra rutina diaria. La muerte es para nosotros semejante a un precipicio escondido en una carretera plagada de curvas y cambios de rasante. Desconociendo el lugar exacto, y yendo a cien por hora, resulta, imposible frenar a tiempo y retrasar, así, el momento. De modo que concluimos que es preferible no pensar en ello. Ya sabes, ¡goza cuanto puedas que no sabes si será la última vez!

—¿Ha dormido poco, jefe? Esos pensamientos tan negativos son producto de la falta de sueño. Es lo que dice mi novia, que de eso entiende: ha hecho un curso de control mental y practica el yoga cada noche.

—Si tu novia lo dice... —Y sin solución de continuidad, el filósofo volvió a su labor de forense—: ¿Asistolia?

—En efecto —respondió sin inmutarse el ayudante de sala.

—Bien. Prepara la grabadora. Mientras, yo iré retirando sus pertenencias.

—Las que traía fuera del cuerpo las tiene ahí —informó Kepa, mientras se colocaba unas lentes en los ojos. Eran de color zanahoria con motas blancas, y aunque esperaba algún comentario jocoso del forense, éste tenía ya la mente puesta en el trabajo y no se fijó.

Ambos inclinaron la espalda al unísono para contemplar los objetos personales del finado que Kepa había depositado sobre el lateral de la mesa.

—A la hora de su muerte, el hombre llevaba una cartera marca Loewe, conteniendo carné de conducir y documento de identidad. Según ambos documentos, el fallecido respondía al nombre de Alejandro Mocciaro y Niccolis, nacido en Cuenca el 26 de febrero del año 1959. Profesión: abogado. Domicilio: calle Doctrinos 14, Valladolid.

—Llevaba bastante dinero, jefe. Si no cuento mal, 2.590 euros. ¡Caray! ¡Cuatro billetes de 500! ¡Creo que nunca había visto uno de éstos! ¡Vaya color violeta que han escogido: es horrendo!

—Sí, no está muy logrado. Sin embargo, en este caso el valor y no el color es lo importante.

—En eso le doy la razón... Cuatro billetes de 100; tres de 50 y dos de 20 —siguió listando el ayudante del forense—. Ni una sola moneda, jefe. Este será de los que deja toda la calderilla de propina. No llevaba llaves de coche ni otros objetos, salvo el llavín de la habitación del hotel.

—De acuerdo, sigamos. Lee en voz alta el parte del cirujano de la plaza, por favor —pidió el forense.

Mientras su ayudante leía el informe de la enfermería de la plaza de toros, Ramiro contempló el cadáver. El cuerpo, que tenía un gran agujero en el abdomen, estaba tremendamente pálido, como correspondía a una muerte por hemorragia masiva. Por la posición, la sangre y fluidos habían quedado depositados en la espalda y la cara interna de las extremidades. El forense, ayudado por unas tijeras, retiró los restos del pantalón y del calzoncillo y los examinó.

—El bolsillo derecho del pantalón contiene una carta —sonó la voz del forense—. Parece una convocatoria. Sí, procede de un despacho pamplonés y señala algunas cuestiones acerca de un testamento. Nada más. La meto en una bolsa de plástico. En el bolsillo izquierdo, San Fermín.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir con eso de que lleva a San Fermín en el bolsillo? —preguntó Kepa extrañado—. Igual es que era católico.

—¿Y tú te llamas navarro? ¡Yo, que soy de Gijón, conozco mejor la tradición que tú! ¡Escucha y aprende, pamplónica! —dijo con socarrona ironía—: Lo que lleva es una de esas pequeñas tallas en plástico que venden por dos cuartos los avispados de los tenderetes. Las llevan muchos de los mozos que se disponen a correr el encierro en señal de respeto al Arbitro de la carrera. Y que yo sepa, siguen la tradición los católicos, los no católicos y hasta los ateos, por sí acaso. ¡Ah, San Fermín! ¡El Santo moreno! Si levantaras la cabeza, ¿qué nos dirías? —concluye el médico.

—Pues, sin duda, que los mejores los miuras —afirmó el ayudante—, taurino de sol.

Ambos se rieron ante la ocurrencia, mientras continuaban con su trabajo.

—Aunque rasgado, el pantalón ha aguantado bien las embestidas del toro. Será de una buena marca. Vamos a ver... Sí, tanto el pantalón como la ropa interior están firmados por Ermenegildo Zegna.

—Pues a ése no le conoce ni su padre —protestó el ayudante.

—Has de saber que es una marca estupenda, desmesuradamente cara.

—¡Ah! En ese caso, será una marca de pijos que yo no conozco —se excusó Kepa.

—En la muñeca izquierda, el finado tiene un rólex de acero y oro. No lleva más adornos ni otros objetos. Vayamos al examen físico.

Tras las consabidas mediciones, el forense dictó: «El cuerpo mide 1 metro y 92 centímetros y pesa 121 kilos. En su masa corporal se ha ido acumulando bastante grasa, aunque su altura lo disimula. Su pelo rubio, ya muy blanquecino, parece natural. Era miope, y cubría sus ojos azules con sendas lentillas. Presenta varias cicatrices antiguas, probablemente de juegos infantiles, y un amplio moratón, reciente, en el glúteo derecho...»

Ramiro se detuvo y lo volvió a examinar. Satisfecho, continuó diciendo:

«Con toda probabilidad, el hematoma está relacionado con un pequeño orificio en el pantalón y en la ropa interior, ambos ligeramente ensangrentados. La perforación está producida por un objeto punzante fino, probablemente una aguja.

»El muerto está tatuado en el muslo izquierdo, a la altura de la pelvis, con una pequeña flor de lis. Por el enrojecimiento de la piel en los bordes, presupongo que es reciente. Además, parece que hay marcas debajo. Quizás tratara de borrar un dibujo anterior.»

—No esperaba este tatuaje —confesó el médico, mientras detenía la grabación—. Aunque, por la localización, será una cuestión más personal que decorativa.

—Personal... Supongo que querrá decir sexual —pinchó Kepa, quien llevaba dos en sitios parecidos.

—Sí, en efecto, eso quería decir.

—No tiene mayor importancia, son cosas que ocurren en una noche loca —explicó el joven pensando que, por la edad, el forense sería un carroza pintado a la antigua.

—¿Una noche loca? ¡Querrás decir una en que estás colocado! En una noche de esas que dices, te pones un piercing en el ombligo o te colocas un aro en la oreja. Pero un tatuaje lleva su tiempo y, además, éste es de calidad. Pongamos que ha costado en tiempo una hora larga —calculó el médico—. Mientras ha sido realizado, este hombre ha estado en pelotas. Eso no se hace así en una noche loca.

Kepa no respondió, sabía que nunca se pondrían de acuerdo, pero señaló:

—¿Ha visto el motivo, jefe?

—Pues claro que lo he visto: es una flor de lis. La de los mosqueteros...

—Pues es un dibujo bastante raro. Al menos no es de los que se ven...

—Este es un país libre. Supongo que cada uno se pondrá el tatuaje que quiera.

—¿Y qué tendrá que ver en esto la libertad? Lo del tatuaje es una moda. Como dice mi chica, las modas unifican a un grupo sexual.

—Un día de éstos me vas a tener que presentar a ese pozo de sabiduría que llamas novia.

—Cuando quiera, jefe. Aunque no es su tipo, seguro que hacen buenas migas.

—Eso es indiscutible, ¡me encantará! Procedamos... Pero antes de iniciar más exámenes, deja pasar a la policía. Que vayan avanzando su trabajo.

Mientras el primer agente tomaba la huella del índice derecho al cadáver para certificar la identificación ofrecida por los documentos, el segundo recogía los objetos del finado: serían depositados en el Juzgado por si pudieran constituir evidencias importantes en el esclarecimiento de los hechos.

Los miembros del Cuerpo de Policía permanecieron poco tiempo allí. A nadie le gusta cultivar la amistad de los muertos.

Retirados los agentes, el auxiliar de autopsia fotografió el cuerpo: las heridas producidas por el asta del toro, las raspaduras y demás contusiones y, también, la pequeña incisión localizada en el glúteo. Sin entorpecer el trabajo de su ayudante, Ramiro fue examinando los orificios naturales. Enseguida surgió el tema del encierro. Ambos charlaron animosamente, sin abandonar en ningún momento la tarea que tenían entre manos. Les ocuparía bastante tiempo, el que emplearan en analizar cada lesión, fijando desde la localización anatómica, el tamaño, forma o color, hasta la trayectoria u otras características: pelos, bordes de las uñas, fibras, barro, polvo y fluidos corporales serían recabados por interés criminalístico. Allí mismo hicieron los primeros análisis con las muestras de orina, donde tóxicos y drogas de abuso se acumulaban en mayor cantidad. Los resultados eran provisionales y no podían presentarse como pruebas ante un tribunal, sin embargo ofrecían a la policía indicios inmediatos con una fiabilidad suficiente. Mientras Ramiro abordaba el análisis de las visceras, comenzando por el cerebro, su ayudante inició el estudio de la orina.

—Positivo en cocaína —informó Kepa.

—Es posible que eso explique el raro comportamiento del individuo en el encierro, aunque no lo creo —especuló el forense.

—Yo no soy especialista, pero opino lo mismo que usted. Este tío tenía money.

—Viendo las pertenencias del finado y su aspecto, supongo que no será la primera vez que prueba esa sustancia. Los análisis de sangre nos darán datos más precisos, aunque tengamos que esperar 48 horas. El estudio del cabello nos informará de si era consumidor habitual.

La música de Antonin Dvorak sonaba en la sala. La Sinfonía del Nuevo Mundo llegó a su punto culminante. Ramiro se detuvo, cerró los ojos y se movió al son de los compases, sierra eléctrica en mano. Su ayudante le miraba escéptico. A él le gustaba Estopa, pero claro, tenía veinte años menos. Cuando el bohemio cuarto movimiento concluyó, Ramiro escuchó las notas grabadas durante la operación, y luego comenzó el dictado final de su informe. Quedó satisfecho de su trabajo, se quitó el delantal y la bata, y ataviado con su pijama quirúrgico azul cielo, salió a hablar con los agentes.

Galbis aguardaba pacientemente en el vestíbulo de la sala de autopsias. No pensaba en nada, sólo estaba cansado. Quería que le dijeran que en aquel cadáver no había nada anormal; así saldría de allí contento. Sin embargo, intuyó que no iba a tener suerte.

—¡Señor! —saludó al ver al forense.

—Venga conmigo, agente, hablaremos en mi despacho. ¿Quiere un café?

—Tanto estómago no tengo, doctor —confesó. Cuando había entrado en la sala de autopsias y había visto lo que allí había, se le habían revuelto las tripas, sobre todo por el olor. Galbis procuraba no pensar en ello. Se sobrepuso como mejor podía y contestó con voz amable—. Un café no, pero yo le puedo ofrecer una caramelo sin azúcar si le apetece.

—Pues no le digo que no, mire. Tengo la boca seca. —Mientras hablaban, ambos se dirigieron al despacho principal siguiendo un largo y blanco pasillo.

—Dígame, ¿quiere que llamemos al juzgado?

—Me temo que sí —respondió el médico forense—. Desde luego este hombre ha muerto a consecuencia de una cornada con doble trayectoria que le ha seccionado el hígado y afectado la aorta. En resumen: se ha desangrado. Sin embargo, el screening primario de orina que hemos realizado para el despistaje da positivo en cocaína. No descartaría que en el análisis de sangre se encontrara una buena concentración de esa sustancia o de alguna otra droga. Ahora pondré sobre papel el informe e iré al Juzgado. Si quiere, vaya usted adelantándose y ponga a su señoría en antecedentes.

—Muy bien, como quiera. —El agente Galbis no replicó. Estaba acostumbrado a obedecer; además tenía en alta estima a este forense: era muy preciso y muy meticuloso, amén de respetuoso con las Fuerzas de Seguridad.

—¿Hay familiares?

—En realidad, el fallecido estaba en Pamplona con una hermana. En el hotel La Perla nos han facilitado un móvil. Estamos intentando localizarla. En cuanto llegue, le avisaré.

—Ya sabe que, como siempre, estoy a su disposición.

—Gracias, doctor, lo sabemos. Hablaré con el juez y luego veremos.

Cuando iba a salir, entró en el despacho el director administrativo del hospital. Llevaba sólo nueve meses en el cargo, y éstos eran sus primeros sanfermines. Sin embargo, ya había pisado bastantes callos, uno de ellos el de la mujer de Ramiro, que trabajaba en el servicio de nefrología.

—¿Qué? —preguntó sin más preámbulos.

—¿Qué de qué? —respondió ácidamente el forense.

—¡Pues del muerto! ¿De qué va a ser? ¡La prensa me va a comer!

—Ni caso —tranquilizó el agente de policía—. Ladran, pero no muerden.

—De acuerdo, pero ¿qué les digo?

—Nada de nada. Eso es cosa de la autoridad competente.

—Muy bien, ¿y quién es esa autoridad? —preguntó de mal humor.

—Yo no —concluyó el forense mientras tomaba asiento.

—Yo tampoco —señaló el policía mostrando una amarillenta sonrisa, fruto de años de consumo abusivo de Ducados. Luego, se encaminó hacia la audiencia.

 

 

—¡Señoría! —sonrió Galbis mirando de frente al juez de Guardia—. ¡Aquí su hada madrina!

—¡Agente! Me trae usted buenas noticias, ¿verdad? ¡Dígame que sí, se lo suplico! ¡Llevo dieciocho expedientes y estamos estrenando la mañana!

—Lo siento, señoría. Y me gustaría, no crea, pero no puedo: en las pruebas de despistaje que el forense ha realizado, el muerto da positivo en cocaína. Él vendrá en cuanto pueda. Se ha quedado concluyendo el informe y esperando a la hermana del difunto, que está en Pamplona, a la que hemos localizado a través de su móvil. Me pide el doctor que le diga que, si bien el análisis de orina que realizan no es fiable legalmente hablando, él nunca ha tenido un falso positivo.

—El mozo cogido en el encierro —recordó el juez en voz alta— ha dado positivo en el análisis de cocaína... Bien, de acuerdo. Tendremos que hacer algunas diligencias previas entonces. Sin embargo, estando en unas fechas como los sanfermines, no sería demasiado extraño. ¿Llevaba droga encima?

—No, señoría. Estaba completamente limpio. Ni siquiera un paquete de tabaco.

—¡Ah, pues eso sí es curioso! El hombre en cuestión, ¿aparentaba buena estampa, limpio, aseado... (de dinero, quiero decir) o parecía más bien un turista fachoso?

—Más bien lo primero. Llevaba ropa cara, mucho dinero, un rólex y un llavín del hotel La Perla... ¡Ah, y la carta de unos abogados!

—Gente de postín —razonó en voz alta el juez, sabiendo que aquello les traería más complicaciones—. Positivo en cocaína, corriendo el encierro, pero no llevaba encima nada de droga ni resto de papelinas u otros objetos.

—Exacto, señoría.

—Galbis, ¿sabe si el muerto fumaba?

—Pues no tengo ni idea, pero me entero de inmediato. Mirando el dedo índice de la mano derecha, se ve enseguida. El tabaco lo tiñe de ámbar. ¡Mire!

El juez Uranga observó el dedo que el policía le mostraba. En efecto, tenía un color diferente al resto de los dedos de la mano. Estaba amarillento y aparentaba diferente textura.

—Llamo enseguida al forense y luego vuelvo —propuso Galbis con la mano en el picaporte de la puerta.

—No se vaya. Si me deja siquiera un momento, me coge por el pasillo algún colega suyo o algún abogado del turno de oficio y seguro que me secuestran. Acabemos esto primero. Llame desde aquí, si es tan amable.

—Como quiera, señor juez.

El agente marcó el teléfono del forense.

—Fumaba, señoría. Lo decía su dedo y lo cantaban sus pulmones.

—Pues entonces debería de haber llevado un paquete de tabaco y un mechero en el bolsillo. Tras el subidón del encierro, sólo se buscan dos cosas: un botellín de agua (el miedo produce muchísima sed) y un cigarrillo.

—¡No me diga que se cuenta entre los locos del encierro!

—Desconozco qué significa exactamente loco del encierro, pero puedo decirle que en mis años mozos hice algunas buenas carreras, inmortalizadas en sublimes fotos y una cornada de escaso pronóstico. Dejé de correr cuando me casé: fue una condición de mi esposa para darme el sí. Pero olvidemos mi pasado ilustre. Dígame, agente: ¿alguna información suplementaria?

—Me temo que sí. Hay alguna cosa más. Se lo resumo rápidamente. Comenta el forense que, tras ver la repetición en televisión, apostaría que hay bastantes drogas en ese organismo. El hombre presentaba una actitud muy extraña: parecía que deseaba abrazar al toro. Probablemente quisiera hacerlo. Yo convengo con el forense: creo que estaba atiborrado de estupefacientes. Sin embargo, no lo sabremos con certeza hasta que las muestras de sangre y orina tomadas durante la autopsia sean investigadas en el laboratorio, lo que puede tardar entre 48 y 72 horas. ¿Ha visto usted el encierro?

—¡Aún no he podido! Pero le creo, continúe con su informe.

—De acuerdo, sigo: además de rico, el caballero era, como usted a dicho, gente de postín. Poseía un título nobiliario: era marqués para ser más exacto; un hombre culto, un profesor de universidad.

—¡Haga el favor de guardarse alguna de sus nuevas alegrías, por favor! Un noble rico, culto, profesor... ¡Y le tiene que matar un toro durante mi guardia! ¡Claro, mañana es día 13! ¡Como para no ser supersticioso! En fin, dígame, ¿de qué era profesor el susodicho?

—¡Ah! ¡Esto sí que le va a gustar! Era catedrático de una materia muy próxima a la suya: el Derecho Penal —explicó el agente Galbis.

—¿Qué? ¿Catedrático de Penal? Pues ¿quién era? —preguntó extrañado el juez.—. ¿De quién se trata?

—De momento, y ateniéndonos a sus documentos, puedo decirle que su nombre completo era Alejandro Mocciaro y...

—¡Alejandro Mocciaro! ¡Santo Dios! ¡Menudo lío!

—¿Le conocía?

—¿Que si le conocía? ¡Su padre es (más bien era, murió el mayo pasado) el gurú del Derecho Penal español! ¡Todos hemos estudiado con el Compendio de Mocciaro! —le respondió el juez mecánicamente, mientras su cabeza pensaba en otra cosa.

—Señoría, ¿le ocurre algo?

Se ha quedado muy callado.

—Sí, en efecto. Acaban de surgir nuevas complicaciones. Me temo, agente Galbis, que tendremos que buscar un nuevo juez para este caso.

—Señoría, no soy quién para llevarle la contraria, pero creo que haber leído un libro escrito por el padre de la víctima no le inhabilita para instruir este caso.

—Haber estudiado ese compendio no, pero sí haber cenado con el difunto.

—¿Ha cenado con él? ¡Entonces le conocía bien!

—No, en absoluto. Me lo presentaron ayer mismo, durante la cena. Hablamos largo y tendido sobre el encierro. De hecho contó que hoy pensaba correr. En vista de su mala forma física, tratamos de quitarle la idea de la cabeza, parece que con poco éxito...

El juez Uranga guardó silencio. Luego, hablando más para sí que para el agente, afirmó:

—Pensándolo detenida y objetivamente, me veo obligado a admitir que esa sustancia casa bien con el tipo de persona que aparentaba ser Alejandro Mocciaro.

—Pues entonces las cosas no cuadran.

—Expliqúese, agente, no sé qué es lo que quiere decir.

—Que, si consumía cocaína habitualmente, no es lógico que una dosis de esa sustancia le produzca los efectos que hemos visto. Tendría que tratarse de una cantidad muy elevada... o de otra cosa.

—Sí, tiene usted razón... ¿Algo más?

—Me temo que sí, señoría. Me he tomado la libertad de llamar a Valladolid para informarme sobre el difunto. En la Central trabaja un primo mío que es inspector. No le ha hecho falta ni buscar el expediente. Lo tenía en mente.

—¿Y qué le ha dicho su primo, Galbis?

—Pues me ha confirmado que el difunto era un tunante de tomo y lomo. Quizás el calificativo sea excesivamente suave. En realidad era mucho más que eso. Estuvo recientemente implicado en un feo asunto de estupefacientes y menores. Consiguió salir indemne, probablemente por la ayuda de un magistrado...

—¿De un magistrado? ¡Continúe, por favor!

—Bueno, eso no viene al caso. Lo que quería decir es que, por el motivo que fuera, el asunto fue sobreseído. Sin embargo, no era el primero ni el único: el difunto tenía un grueso expediente.

—Sí, conocí ese feo asunto del que usted habla. Y también he oído hablar de un magistrado que esquía en Italia y veranea en Las Bahamas... Estos datos sólo nos aproximan el perfil de una persona próxima a la cocaína, lo que puede explicar el resultado del análisis, aunque no su extraño comportamiento. De acuerdo, ¿algo más?

—Sí, la carta de los abogados que llevaba en el bolsillo.

El policía buscó el sobre de plástico trasparente y cerrado que contenía el documento hallado en el bolsillo del fallecido. Finalmente lo encontró, y tomándolo entre sus manos, se lo mostró al juez.

—En realidad, según indica esta carta y los datos que he podido recabar de la hermana del fallecido, Clara, ambos habían venido a la lectura del testamento de su padre. ¿Quién lee testamentos durante los sanfermines? Rubrica la carta el bufete Eregui y asociados, que está registrado en Pamplona. Pero la firma ha cerrado por vacaciones hasta el 21 de julio. Están de vacaciones, y sin embargo tienen mañana citadas a algunas personas. Bien podría ocurrir que la carta fuera falsa, aunque también cabría la posibilidad de que esos abogados dejaran sus vacaciones mediando mucho dinero.

—Perdone, Galbis, que le interrumpa, pero conozco tanto los hechos como al propio titular de ese despacho, don Gonzalo Eregui, un abogado estupendo que no se perdería unos sanfermines por nada del mundo, salvo en atención a algún viejo amigo. Le puedo informar de que Alejandro y Clara Mocciaro habían quedado en ese despacho mañana porque me lo dijeron ellos mismos. Gonzalo Eregui es el albacea de su padre, Niccola Mocciaro.

—¿Y no le parece extraño que la lectura se realice precisamente durante la Fiesta? ¡No siendo una cosa urgente, no es lógico!

—No lo es. Pero fue decisión del propio don Niccola que la lectura de su testamento fuera ese día y en Pamplona. Eso explica que sus hijos estén en esta plaza...

—Por supuesto, eso aclara los hechos, aunque hay algunas personas más implicadas en ellos. ¿Ha visto, señoría, que hay dos teléfonos anotados en esa carta?

—Sí, tiene usted razón —confirmó el juez volviendo el sobre.

—Hemos llamado al primero de esos móviles, pero no hemos obtenido respuesta. Está apagado. No obstante, en la Central han constatado que pertenece a un hombre con domicilio en Valladolid que está estos días en Pamplona y que, curiosamente, se hospeda en el hotel La Perla.

—Y que se llama Jaime Garache...

—¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?

—Verá, agente, le he contado anteriormente que me presentaron al difunto ayer durante una cena...

—Sí, la cena que le va a impedir llevar el caso.

—En efecto. Recibí hace unos días la llamada de un antiguo amigo del colegio, Jaime Garache, que me dijo que tenía que venir con Lola, su mujer, a la lectura de un testamento. Querían aprovechar para vernos a mí y a mi esposa. Aunque no coincidimos a menudo, mantengo una sólida amistad con ambos: con Jaime porque nos conocemos desde chicos, con Lola porque estudiamos juntos toda la carrera. Desde entonces nos vemos menos, pero seguimos en contacto. Quedamos a cenar los cuatro ayer, pero Jaime nos llamó diciendo que las otras dos personas que habían venido a la lectura del testamento —los hijos del difundo Niccola Mocciaro— querían sumarse a la cena. A ninguno nos apetecía especialmente, pero no pudimos negarnos. Esa es la historia. Como ve, Galbis, no tiene nada de extraño. Supongo que Alejandro Mocciaro, no teniendo a mano un papel, apuntaría allí el teléfono de Jaime Garache.

—Señoría, el segundo móvil es robado.

—¿Robado?

—Sí, así es. Habida cuenta de los antecedentes del fallecido, puede tratarse de un camello o un proxeneta. ¡Vaya usted a saber! Amén del extraño comportamiento del finado, que sí tiene cierto olor a podrido... —sentenció el policía, moviendo la mano misteriosamente—. Si quiere llamo a Poirot.

—¡No me tome el pelo, Galbis! Aunque mirándolo bien, me temo que en este caso no nos vendría mal la ayuda de esa suegra medio meiga que tiene. En fin. Habrá que ver qué encontramos. Espero que no haya nada de importancia, pero es una muerte violenta y media consumo de estupefacientes, de modo que hay que asegurarse.

—De acuerdo, señoría. ¿A quién quiere encargar la investigación preliminar?

—Dadas las circunstancias, al mejor.

—Por supuesto. Llamaré al inspector Iturri. No le va a hacer ninguna gracia.

—¡Así es esta profesión! ¡Ya sabía eso cuando ingresó en el Cuerpo! Por cierto, Galbis, ¿me ha dicho que el forense ha hablado ya con la familia?

—Aún no, señoría. No sé si ya habrá llegado su hermana a la morgue. Ahora mismo me entero.

—No se preocupe. Ponga primero en antecedentes al inspector, y luego vayan ambos. Conociendo al inspector Juan Iturri como le conozco, supongo que querrá hablar con todo el mundo, empezando por Ramiro. Yo, por mi parte, trataré de localizar a otro juez para que instruya este caso, aunque no será fácil. Obviamente, yo no puedo llevarlo.

—Como usted ordene, señoría. Aunque si me permite que le diga lo que pienso, tengo un mal presentimiento.

A pesar de que compartía los malos augurios, el juez no lo manifestó. Simplemente fue en busca de su cuarto pastelillo de crema. De lejos, percibió la presencia de varios reporteros que, intuyendo morbo, olfateaban como sabuesos en día de batida.

El inspector Iturri no tenía presentimiento alguno. Estaba pacíficamente en su domicilio, preparando su atuendo sanferminero para pasear por la ciudad, contento porque le encantaba la Fiesta. Pero sonó su móvil.