La plaza estaba llena de gente y los pirotécnicos estaban colocando sus castillos de fuegos artificiales para la noche... En la terraza del café había mucha gente. Continuaban la música y los bailes. Estaban pasando los gigantes y cabezudos.
ERNEST HEMINGWAY
Fiesta, Cap. XVIII
La tarde cayó dulcemente sobre Pamplona. No lo decían mis sentidos, en la Unidad Coronaria no había ventanas; tampoco la gente, allí hasta las sonrisas eran artificiales y asépticas. Lo contaba el reloj que pendía indolente de la pared de la entrada. Ahora que sor Rosario se había ido, ese instrumento constituía mi única unión real, objetiva, con el mundo.
Aquel contador era blanco, como todo lo demás en aquella sala. Todos me observaban con una curiosidad aderezada con algo de desprecio. Me resulta difícil expresar ahora mi estado de ánimo. Sabía que era inocente, y sin embargo, sentía una profunda vergüenza. Aquellos silencios, aquellas miradas furtivas eran el preludio de un juicio condenatorio. Es verdad que la ley se alía necesariamente con la justicia, pero no siempre lo hacen la sociedad y los ciudadanos. La presunción de inocencia es sólo un concepto jurídico. En la vida ordinaria, impera un principio mucho más simple: cuando el río suena...
El aire acondicionado combatía eficazmente la tórrida canícula, tanto que algunos pacientes pidieron que se redujeran sus embates. Yo ni siquiera me había dado cuenta del frío. Estaba concentrada en buscar razones y motivos para aquella locura. Tenía fiebre pero, aunque soy algo hipocondríaca, en ese momento la calentura no me preocupaba en absoluto. Los electrodos que tenía conectados no lo detectarían, pero sentía un dolor inexplicable en el pecho. Se trataba de una amargura profunda, de un sentimiento de honda frustración que penetraba hasta la más pequeña de mis células adueñándose de cualquier atisbo de esperanza. En realidad, es posible que aún guardara un poso de ese precioso néctar, ya que dicen nunca se pierde del todo, pero si era así, estaba tan escondido que parecía no alentar.
Tras entrevistarse discretamente con el policía de la puerta, sor Rosario había vuelto a mi lado para contarme los detalles de los que aquel joven de Artajona le había hecho partícipe. En previsión de que las enfermeras perdieran la paciencia y tuviera que irse de improviso, sor Rosario se había apresurado a anotar los detalles en una media cuartilla, esta vez sin estrenar. La información latía en mi sien sin descanso, anegando mi alma con la potencia de aquel grisáceo mar embravecido que lucía en el poster de mi despacho. «Se acusa a la detenida de matar al catedrático Mocciaro como venganza por lo acontecido en una oposición en la que él salió vencedor y ella perdedora. Y por celos por los fallidos amores de su marido con Clara Mocciaro, a quien él acosó sin piedad.
»El marido de la presunta asesina tenía acceso directo a la droga empleada, clorhidrato de ketamina, porque la empleaba en su laboratorio para anestesiar a los perros.
»Se había constatado que —con la excusa del fuerte respirar de uno de ellos— la pareja ocupó habitaciones distintas. Aunque se tomaba como prueba circunstancial, el inspector encargado del caso sostenía que ésta era una forma artera de enmascarar que uno de ellos salió del hotel, mientras que el otro permaneció en él con ánimo de construir una coartada fidedigna.
»Se ha dictado prisión provisional incomunicada.»
—De todas formas, hija —agregó sor Rosario, antes de retirarse a la paz de su Comunidad—, me dice el agente que una cosa es lo que se ve y otra lo que está debajo. La gente no está contenta con el modo de proceder del inspector madrileño. Dicen que está demasiado pagado de sí mismo y eso le hace despreciar detalles y dar por válidos hechos que no han sido suficientemente investigados. Resulta que el inspector de la casa, un tal Iturri, que es metódico hasta la manía y que está que se sube por las paredes ante su chulería, se ha puesto a trabajar sobre el asunto. Aquí todos le consideran un prodigio, así que dejémoslo en sus manos y en las de Dios.
—Sor Rosario, me he acordado de algo. Recuerdo nítidamente a Jaime diciéndome que si pasaba algo malo llamase al abogado Eregui. Gonzalo Eregui. Creo que sería bueno contactar con él y decirle cómo están las cosas. Él sabrá qué hacer. No es posible que esté detenida sin asistencia letrada.
—Lo haré, querida, de inmediato, pero ahora debe intentar descansar. Voy a anotar el nombre... Estoy convencida de que todo saldrá bien. Yo debo volver a mi Comunidad. Desde allí me pondré en contacto con su suegro y con ese abogado.
¡Descansar! ¡Quién pudiera! Lamentablemente, tras escuchar este cúmulo de despropósitos, me resultaba imposible. Eran tantos y tan absurdos los argumentos que me sentía incapaz de desmentirlos. Carecía de fuerzas y había extraviado mi ánimo en alguna callejuela pamplonesa. Sólo pensaba en mis hijos. En los mayores, que quedarían marcados de por vida por este suceso; en aquella criaturita que, ajena a estos acontecimientos, esperaba que mamá y papá le trajeran de Pamplona una muñeca china y un bocadillo de chistorra. Hasta que aquellos acontecimientos me enredaron en sus arteras redes, yo siempre había tenido una voluntad de hierro. Ahora era tan dúctil como un flan de arena de playa.
Lola, la mujer segura de sí misma, ambiciosa y orgullosa estaba tan abatida y doblegada que se conformaba con dormir, preferiblemente para siempre, si eso implicaba desaparecer en el negro olvido.
Las manecillas metálicas caminaban hacia las seis por la blanca carretera del reloj. El paciente de la bata de cuadros dormitaba sobre su periódico. Mi compañera de la derecha roncaba sin contemplaciones, soñando, supongo, con un plato de caracoles humeantes. Yo rezaba alguna oración atada a aquel rosario, supuestamente milagroso. Una enfermera se acercó a mi cama. Sin explicación, sin mirarme ni hablarme en modo alguno, me retiró los cables del cuerpo y soltó la bolsa de suero de su atadura fija, depositándola sobre la cama. Con el ajetreo, la clientela despertó y contempló la escena con curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó el más atrevido; yo no llegué a verle.
—Nada que a usted le interese, caballero —contestó la enfermera, después respondió a su pregunta—: Vamos a llevar a está señora a una habitación.
—¡Qué bien! —Por la voz supe que la cocinera de babosas se había envalentonado y hablaba en voz alta.
—¡Mejor así! ¡Que se la lleven! ¡Corremos grave peligro con ella aquí! Hace unos años hubo muertos en el hospital por un casó similar. ¿No lo recuerdan? —chilló, dirigiéndose a la concurrencia que escuchaba sin perder ripio—. Seguro que sí, ¡hagan memoria!: un terrorista se autolesionó en la cárcel y tuvieron que ingresarle. Por la noche sus compinches vinieron a rescatarle y mataron a dos personas.
—¡Es cierto! —confirmó entrecortadamente otro paciente tras retirar la máscara de oxígeno que cubría su boca y su nariz. Con movimientos de brazos intentó otorgar más fuerza a sus palabras. Esta vez sí alcancé a verle—. Descerrajaron dos tiros a la pareja de guardias que custodiaban su puerta. Pero este caso es distinto. Esta señora es una presa común: se ha cargado a alguien de su trabajo.
A medida que aquellos individuos se convertían en masa sin rostro ni vergüenza, la conversación comenzó a animarse. Hasta las enfermeras dieron su opinión. Cuando un celador entró con la ingrata misión de trasladar mi camilla, algunos de los presentes me señalaron con el dedo sin el menor disimulo. Incapaz de soportar aquellos dardos emponzoñados, me tapé completamente con la sábana. Los demás aplaudían mi traslado con expresiones de júbilo. Yo lloraba sin tratar de ahogar mis jadeos. ¿Qué importaba ya que me oyeran?
El policía de Artajona se puso en pie cuando vio salir la camilla. Creo que estuvo tentado, pero se contuvo y no me dirigió la palabra. Se limitó, como era su obligación, a seguir a su peligrosa detenida hasta la habitación que me había sido asignada. Como le habían ordenado, me esposó la mano derecha a los barrotes metálicos de la cama y comprobó el cierre. Creo que aquélla fue una de las cosas que más me dolieron en aquel proceso. Al fin y al cabo, era la primera prueba de mi estado. Estallé:
—Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. Artículo 10.1 del pacto internacional de Derechos civiles y políticos. ¿Conoce usted ese pacto, agente?
—Señora, yo soy un mandado. Hay creencia fundada de que usted puede sustraerse a la acción de la justicia.
—¿Atada a un suero, medio drogada y convaleciente de un infarto?
—Lo siento, señora. Es lo que me han ordenado.
—De acuerdo, quiero hablar con un abogado.
—Tampoco será posible. El juez ha decretado su aislamiento. Se trata de evitar que pueda confabularse con terceros, desvirtuando la investigación que se está llevando a cabo. Cuando el inspector Ruiz así lo indique, se llamará a un letrado de oficio.
—Pero agente, eso es...
El joven policía ya no me escuchaba. No quiso saber nada más acerca de mi causa. Cerró la puerta tras de sí y permaneció en el exterior.
Cuando se me agotaron las lágrimas, comencé a examinar la habitación. Percibí con emoción que por un ventanuco elevado que estaba parcialmente abierto entraba una brizna de luz. Aquel trocito de cielo fue para mí como una experiencia mística en la que me regodeé largo rato. No sé cuánto, porque en aquella nueva celda no había forma de calcular las horas, lo que añadió a la angustia y a la inmovilidad un nuevo suplicio.
Algún tiempo después, unos minutos, media hora, entró una enfermera.
—¿Podría devolverme mi reloj, por favor? —Mientras me dirigía a ella, la enfermera siguió trasegando cables.
—¿Para qué? —contestó chistosa—. ¡No va a llegar tarde a ningún sitio! —Después de hacerlo, renació algo de su dormida humanidad y se arrepintió—. Preguntaré al policía. Quizás sea posible.
Mi Cartier de acero vino junto a la cena. Desprecié el alimento —ni siquiera levanté la tapa de la bandeja para saber qué habían preparado—, pero me emocioné al ver el reloj. Fue curioso cómo se me desbordó el corazón ante un objeto tan cotidiano, o quizás fuera por eso, porque era cotidiano, normal, ordinario, tan distinto de la situación. Los ojos se me quedaron prendidos de aquella fría joya. Pronto me di cuenta de que, entre el suero y las esposas, no podía ponérmelo. Opté por dejarlo sobre mi regazo, acariciándolo con solícito cariño minuto tras minuto. Me lo había regalado aquel mismo año Jaime para celebrar mis cuarenta años. Hubo una condición: que dejara de fumar. Lo hice, aunque habida cuenta de dónde y cómo me encontraba, debí de proponérmelo demasiado tarde.
Mientras maduraba la tarde, fui recordando: el testamento, la estocada de Gómez Escorial, el encierro, Alejandro, Clara, el inspector Ruiz... Todos como piezas de un rompecabezas averiado. Un galimatías que, aunque lo intentaba, no lograba descifrar. Junto a ellos, llegaban episodios de mi infancia, sueños imposibles, momentos de gloria, sonrisas y llantos. Los recuerdos se mezclaban irracionalmente, y por eso los relatos se desbocaban de continuo.
Tenía la cabeza espesa, torpe, vieja. La medicación que me inyectaban en el suero haría bien a mi corazón, pero me estaba destrozando el entendimiento. Miraba y palpaba el reloj con querencia, recurrentemente. La estancia se fue inundando de negras sombras. Avanzaba el tiempo. No obstante, como siempre, su devenir era relativo: fuera, en la Fiesta, caminaba a marchar forzadas; dentro, se resistía a comenzar la marcha.
De pronto el estruendo de un cohete rasgó el silencio. Volví los ojos hacia la pantalla metálica de mi reloj: faltaban cinco minutos para las once, la hora en que Pamplona bautizaba la noche con fuegos artificiales; el instante en que la Fiesta de charanga se tomaba un respiro y, cuerpo a tierra, hacía un paréntesis para ver magia. Aquel estruendo consiguió que —pese a todo— amagara una sonrisa. Sé que no es una novedad: todos los pueblos de España pintan sus fiestas con fuego. Sin embargo, cuando viví aquellas cantinelas tornasoladas en Pamplona, me parecieron únicas, cercanas, cariñosas. El espectáculo que presenciamos, firmado por Caballer, había sido magnífico, pero aquello no hubiera pasado de ser bulla en color sin la concurrencia de un peculiar elemento verdaderamente soberbio: el entorno donde aquel sortilegio se producía, un antiguo recinto amurallado del siglo XVI al que las gentes llaman la Ciudadela. En ella, antiguas troneras, fosos nutridos de dédalos, laberintos y rejas de las antiguas prisiones, compartidas por herejes de anteayer o republicanos de no ha mucho, exudaban historias de dragones y mazmorras. El Ayuntamiento había sembrado entre las antiguas piedras macizos de flores y césped que las gentes empleaban cada noche. Como si fueran cansados soldados de caballería o antiguos mercaderes, empeñados en meter sus mercancías de matute, los espectadores se sentaban o tumbaban en aquella verde alfombra para presenciar el espectáculo.
Sonreí recordándome junto a Jaime contemplando el cielo. Rememoré los dulces momentos pasados entre aquellos fosos. Sentada con las piernas cruzadas a lo indio, sintiendo el calor de Jaime que me rodeaba desde atrás con sus brazos. Las manos en mi cintura, los dientes mordisqueándome la oreja, muy juntos, consumiendo lentamente aquel cariñoso instante. Cariño; eso era lo que yo añoraba en aquellos momentos.
Los estruendos se sucedieron durante unos quince minutos. Traté de imaginármelos, rojos, verdes, malvas, serpenteando por el cielo en busca de alguna estrella. Finalmente el ruido caducó y con él mi ánimo. Sin querer evitarlo, volví a prorrumpir en amargo llanto.
Al rayar la noche, me trajeron algo para dormir y un vaso de leche tibia. Tras tomarlo, me sumergí en una madeja de sueños desordenados, pero el descanso duró poco. A las dos, estaba nuevamente contemplando el reloj. Me hallaba sumida en un estado de tristeza absoluta. Sollozaba, pero cada vez a intervalos más espaciados. Creo que nunca antes me había sentido igual. Se habían abierto los infiernos y yo me abrasaba en ellos sin saber exactamente qué misteriosa confluencia destructiva me había atrapado.
«En casa», razonaba con los ojos empapados de lágrimas nuevas, «todos estarían en la cama, durmiendo.» No sabía que haría Jaime. Nunca he estado dentro de una celda. Mi carácter es tan empírico que no podía imaginármelo. Pero sabía que estaría sufriendo. Quizás si yo muriese todo sería más fácil. Un buen abogado alegaría que yo había robado la droga de su despacho y que él nada tenía que ver. Aún era joven. Podía rehacer su vida. Lamentablemente, Clara estaría al acecho, aunque creo que, siendo un hombre inteligente, sabría elegir.
—Sí, creo que es mejor morir —dije en voz alta—. Seré culpable si ese inspector Ruiz se empeña en que lo sea. Justo ahora que he dejado de fumar, mi corazón falla. Quizás si me empeño, logre que llegue mi hora.
—¿Su hora de qué?
No pude evitar sentir un escalofrío. Una profunda voz de barítono se inmiscuyó en mi tristeza. ¿Qué ocurría? «Definitivamente, esta amnesia disociativa no es sino locura», pensé. Permanecí muy quieta, conteniendo el aliento. Sabía que la voz que interfería mi duermevela era conocida, pero también peligrosa.
—Lola, decía que había llegado su hora. ¿Su hora de qué?
Decididamente, aunque me costaba, desaté los ojos. Sin atreverme a levantar los párpados por completo, los dirigí hacia el reloj: las tres. Estaba completamente aturdida. Levanté la cabeza y me topé con un rostro familiar. La penumbra enmarcaba levemente la figura del inspector Iturri. Tenía las gafas en la mano; sus dedos jugueteaban con ellas. Recuerdo que pensé que de cerca el policía no resultaba tan tosco. Hubiera podido pasar por un hombre culto y elegante de no haber sido por aquel fachoso bigote y su pelo fosco. Con un buen traje y una corbata, y algo de fijador, incluso resultaría un arrogante convencido de su valía. El sheriff madrileño habría quedado perplejo ante el cambio. Pero lo que recuerdo por encima de todo es cómo me fascinaron aquellos ojos verdes que me escrutaban sin piedad. En realidad, me sentí violada, robada, como si aquellos verdores saquearan mis entrañas. Con voz pastosa, protesté por la intromisión.
—Inspector Iturri, ¿qué hace usted aquí?
El inspector no prestó la menor atención a mi pregunta. Parecía preocupado por otra cuestión.
—Reconozco que es fácil abandonar. Cuando uno está acogotado por el dolor, la muerte se antoja dulce, vaporosa, atractiva... Pero no lo es. En realidad, la muerte padece una fealdad malvada. No piense en lo que no debe. No ha llegado su hora de morir, sino de levantarse.
—¿Y a usted qué le importa? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué entra sin llamar? ¡Aunque pocos, tengo derechos! ¿Quiere esposarme la otra mano? ¡Da la sensación de que no tiene nada más que hacer y desea pasar un buen rato burlándose de mí!
—No crea que esto me divierte, en absoluto.
—Entonces, ¿a qué ha venido?
—Quiero saber qué pasó. Necesito conocer su versión.
—¡Pero si me han condenado antes de oírme!
—Nadie le ha condenado. Está usted en régimen de prisión provisional. Hay pruebas suficientes para implicarles a usted y a su marido. Si, como creo, se dedica usted al Derecho Penal, debería saber estas cosas.
—Sé de sobra que no hay motivos bastantes para detenernos, ni siquiera hay indicios racionales de criminalidad. Se han violado todos y cada uno de mis derechos constitucionales. Es más, si alguna vez esto llegara a juicio, debería anularse el proceso; no es más que una arbitrariedad del inspector Ruiz. Una arbitrariedad, no quito una letra. Y también digo sin falsía que mi marido y yo somos inocentes.
Me arrepentí de inmediato. ¡Cuántas veces había oído pronunciar cosas similares a culpables evidentes! Sin embargo, luego me alegré de haberlo hecho, pues respondían estrictamente a la verdad.
—Escúcheme, señora, por favor. Mi gente y yo tenemos una forma de trabajar. Es lenta y costosa; en ocasiones tediosa y deprimente, pero eficaz. En el caso que nos ocupa, carezco de autoridad y las cosas discurren por otros cauces. No he sido yo quien ha tomado la decisión de encerrarles, aunque es probable que lo hubiera hecho; eso sí, con otras formas. Así son las cosas, éstos son los bueyes con los que debemos arar... Sin embargo, ésta es mi tierra, y quiero saber quién comete los delitos, sobre todo si el resultado de los mismos es un asesinato. Por eso necesito hablar con usted. De manera extraoficial.
—¿Me está diciendo que va a realizar una investigación paralela?
—No exactamente. En nuestros ratos libres, mis hombres y yo buscaremos nuevos indicios, indagaremos, tiraremos de todos los hilos... Si usted y su marido son inocentes, les recomiendo que colaboren. Soy su mejor baza. Conmigo tendrán más posibilidades de salir con bien de este asunto que con el inspector Ruiz. Los policías madrileños son grandes, buenos y sabios, pero están fuera de su zona y no conocen las costumbres ni las aprecian. Aquí somos... En fin, somos pueblerinos, incluso asesinando. Pero ha de saber que la vía que ustedes han emprendido no es la correcta.
—¿De qué vía me habla?
—Pues le hablo de dos vejestorios disfrazados de progres intentando comprar ketamina.
—¿Cómo? ¿De qué me está hablando?
El inspector, siempre con las gafas en la mano, me observó largo rato en silencio: clavó sus ojos en mí y me calibró como a un oponente nuevo. Debí de parecerle sincera. Debí de convencerle de que, en efecto, yo desconocía los hechos. Respiró hondo, se colocó las gafas y dijo:
—Hace más o menos una hora, he recibido la llamada de uno de los agentes de mi brigada. Estaba rastreando a los que trapichean con ketamina. Un confidente le había informado de que dos carrozas andaban preguntando por esa sustancia y fue a investigar. ¿Sabe qué se ha encontrado?
—No, ni idea. Pero estoy seguro de que me lo va a contar con todo detalle.
—Una señora de edad avanzada, acompañada por un caballero aun mayor (entre los dos suman más de ciento veinticinco años), se presentó a las dos de la madrugada en un bar de marcha preguntando quién les vendería unas dosis de ketamina.
—¡No es posible!
—No, señora. Lejos de ser inaudito es bastante frecuente. Se llama amor de madre. Porque si no lo había adivinado, la dama en cuestión era su madre. Al parecer, su acompañante recibió una llamada del director del hotel La Perla informándole de sus... dificultades. Como puede observar, hasta la incomunicación tiene sus resquicios. A su vez, este caballero telefoneó a su madre, que se personó de inmediato en Pamplona.
—Mi madre... Rafael...
Las lágrimas volvieron a manar de aquel pozo que creí agotado. No hice el menor intento de frenarlas. El inspector Iturri no se arredró; permaneció con el rostro impasible, mirándome fijamente. No sé con exactitud si fue la mención de mi madre lo que me hizo llorar o si, por el contrario, fue pensar, luego me daría cuenta de que equivocadamente, que conocía la identidad del caballero que la había acompañado en aquel insólito paseo nocturno. Recuerdo que pensé: «¡Sor Rosario debe ser excepcional! Ha conseguido en unas horas lo que Jaime no ha logrado en décadas». Luego en voz alta, añadí:
—¡Mi suegro! ¡Dios mío, hace tantos años que no le vemos!
—No, se equivoca; no estoy hablando de su suegro. Él ha enviado a un letrado a la cárcel para velar por su marido. Realmente no ha servido de mucho: también está incomunicado.
—Entonces, ¿quién acompañaba a mi madre?
—El caballero es otro amigo de su madre, abogado de profesión, que dice llamarse Gonzalo Eregui. Es famoso en esta Plaza, y por lo que me cuentan mis subordinados, conoce bien la ley. Además debe de apreciarles mucho a ustedes para meterse en un local así con su educación.
—¡Gonzalo! ¡Cuánto me alegro! ¡Él sabrá qué hacer! ¿Les han detenido?
—No. Como usted sabrá (desde luego el amigo de su madre lo conocía al dedillo), la ketamina todavía no se incluye hoy dentro de la lista de drogas. Simplemente les hemos regañado. Su madre ha quedado alojada en su habitación de La Perla. Él tiene residencia en Pamplona.
—¡Gracias a Dios! ¿Sabe algo de mis hijos? ¿Cómo está mi marido? ¿Qué ha dicho su abogado?
Iturri pareció no oír mis lamentos. Estaba trabajando y no quería que nada le distrajera.
—¿Hay alguien que quiera perjudicarles? —me preguntó a bocajarro.
—¡Por Dios, somos gente normal! —respondí—. ¿No sería mejor que se centrase en el muerto? ¡Él, que no era ni vulgar ni corriente ni normal, bien pudiera tener enemigos!
—Ahora no hablo con él, sino con usted.
—De acuerdo, perdone. Pero antes debo decir dos cosas.
—Adelante, diga lo que quiera.
—Respecto a Alejandro Mocciaro: todo son apariencias. Ha de saber que los que le conocíamos raramente le llamábamos por su nombre, y mucho menos empleando el título nobiliario que tanto le gustaba. En la universidad era Calzón IV, un mote aristocrático, pero no exento de socarrona ironía. Sé que, cuando alguien ha muerto, algunas verdades no pueden decirse, pero éste es un caso de fuerza mayor: el apelativo le iba al pelo. No era cosa mía, sino de todos. Debería enterarse de quién era en verdad el fallecido.
—Ya he hecho mis deberes, señora. Conozco las aficiones de su antiguo compañero. Tengo en mis manos su expediente, que incluye el sumario del proceso del que salió indemne. Conozco sus flirteos con las drogas y su implicación con menores. No se preocupe por ese extremo. Siga, por favor.
—Muy bien —contesté algo más animada—. Quiero decir que Jaime y yo somos inocentes; y saber qué piensa usted acerca de este punto.
—A eso no puedo responderle. Todavía no me he forjado una opinión. A pesar de lo que sostienen algunos, entre los que veo que usted se incluye, los policías profesionales no nos dejamos llevar por las apariencias sino por los hechos, que estudiamos minuciosamente. Sin embargo, los que bordean este caso son muy confusos. En ocasiones parece un montaje; en otras, realidad en estado puro. Por eso quiero que me cuente su historia. Por eso necesito que hable conmigo.
—Inspector, me han negado ustedes casi todos mis derechos, pero me queda uno: el derecho a no declarar contra mí misma.
—Lo sé, sin embargo es imprescindible que se olvide de la ley por un momento. Esto es extraoficial.
Tras barrer de mi cabeza una tras otra todas mis reticencias, le dije:
—De acuerdo. ¿Qué quiere que le diga? Le contestaré con sinceridad.
—No. Quiero que me cuente su historia a su manera, desde que empezó.
—Desde que empezó. ¿Y eso cuándo fue?
—No lo sé, pero estoy seguro de que durante las horas que lleva encerrada, habrá estado reflexionando y se habrá hecho una composición de lugar; empiece por ahí. En algún instante, la rutina se quebró como un vaso de cristal. En algún momento empezaron a suceder pequeñas o grandes cosas que le han conducido hasta este lugar. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sí, creo saberlo.
—Adelante, voy a conectar una grabadora. ¿Está de acuerdo?
—¿Tiene autorización judicial?
—No, señora, no la tengo. No servirá de prueba si eso es lo que quiere insinuar.
—De acuerdo, grabe si quiere. No tengo nada que ocultar, aunque conozco de sobra cómo pueden tergiversarse las palabras que uno pronuncia.