Los toros de Navarra son una raza peculiar, pequeños y usualmente de color rojizo... Rápidos, fieros y con velocidad punta.
ERNEST HEMINGWAY,
Muerte en la tarde, Cap. XII
Y todos se volvieron para contemplar el espectáculo de sangre, capturados por aquellas emociones penetrantes. Las gentes de bien no querrían reconocerlo, pero aquella escena cruenta y morbosa les atraía como un imán, impidiéndoles apartar la mirada. Por unos instantes imperó el silencio. Tras el fogonazo, afloraron los sentimientos, variados como los colores. Barruntos de penas trémulas, melodías funestas, fulminantes lamentos, simples vacíos, réplicas al Santo moreno; todo valía para triturar la irrealidad del contexto. La emoción contenida terminó por desbordarse y comenzaron a menudear suspiros y lamentos. Finalmente, la plaza se llenó de historias; los flashes despertaron.
Miguel se ha quedado mudo. De rodillas, vencido ante el mozo corneado, no ve los miles de gestos, convertidos para él en una simple estampa. Tampoco oye los sonidos que se suceden. Una y otra vez evoca la escena. En realidad, en cuanto se ha dado cuenta del poco efecto que los golpes de su larga vara causan en el animal, ha abandonado la estrategia original, pasando a agarrar al toro por el rabo. De sobra sabía que al menor descuido el colorado le cogería sin remedio. Pero sentía que ésa era su responsabilidad. Por supuesto no sobre el papel, pero eso ¿qué importa? Al final son la nobleza y la casta, y no la ley, las que obligan. Tiró del rabo de Lentejillo con todas sus fuerzas, pero el astado se había encelado con su Hemingway particular. No pudo hacer otra cosa que dar libertad a sus lágrimas cuando nadie le miraba.
Ahora, presionando la herida, nota la tibia humedad y baja la mirada. Su palma, que rezuma olor a toro, está completamente impregnada por aquella sangre roja y espesa que, como testigo mudo, va cayendo en la arena. De su boca brotan espontáneas palabras de aliento, mientras se le abren las carnes contemplando aquella pena. El mozo no dice nada, aunque sus azules ojos permanecen abiertos. Una figura blanca se acerca y grita al pastor un mensaje hueco que no oye. Sin embargo, por inercia obedece, y mecánicamente ayuda a trasladar el inflado cuerpo hasta la enfermería de la plaza. Fuera, en las calles, se adivina el rumor que corre como la pólvora: «Hay un cogido; y parece cogida seria».
El mozo que, enamorado de la locura, ha tirado su vida por la borda contempla ahora el mundo desde otro plano. Tiene delante el cielo; debajo, la arena. Sabe con una certeza densa que a su lado espera la muerte. No siente dolor, sólo una paz curiosamente penosa. Mientras se adueña de su cuerpo un frío intenso y se le llena el olfato de olores nuevos, nota que envejece súbitamente, palpa en cada suspiro el tiempo que le transforma en un guiñapo. Sin embargo, no está aturdido. Ciegos presentimientos le muestran un destino aciago sin remedio, la cordura le abandona. Entonces le brotan las lágrimas. Pero ni llorar le dejan. Le cogen de brazos y piernas. El frío se acelera y le lleva hasta el mismo infierno.
Dos segundos: lo que tarda en prenderse la mecha de uno de esos cilindros blancos de muerte envasada. Ana lo ha probado todo para dejar la costumbre. Durante cuatro meses, seis días y dos largas horas ha sido suficiente. Pero siguiendo los pormenores del encierro desde la enfermería de la plaza, añora hasta la náusea su cóctel de nicotina y alquitrán. Intuyendo lo que se avecina, cuando ve a Lentejillo girarse en el callejón roba un cigarrillo al paquete que reposa sobra la mesa y lo enciende ávidamente. Ni siquiera se molesta en sacar de la boca el chicle de nicotina recién estrenado. Una cortina de humo grisáceo avanza desde el fondo de la habitación. Nadie protesta. Con ojos atentos, escrutadores, se siguen los prolegómenos del espectáculo de sangre.
Cuando el asta color miel penetra en el cuerpo del mozo con la facilidad de un cuchillo en mantequilla blanda, los diez facultativos que junto a Ana mascan la tensión ante el aparato se ponen en pie al mismo tiempo. Pegados a la pantalla, escrutan ávidamente las imágenes. Los toros, que no atienden a razones de humanidad ni educación, empitonan donde quieren o pueden, provocando habitualmente destrozos en tejidos y órganos vitales. Es fácil ver por dónde penetra el pitón, pero no lo que hace dentro. Las imágenes ofrecen pistas fiables, y por ello, todos sin excepción miran con ahínco aquel sangriento evento. Pasada la primera dentellada, se ponen en movimiento.
El jefe de la enfermería de la plaza, siguiendo la tradición, está en el patio de caballos, subido a una empinada escalera. Ángel Hidalgo es un traumatólogo competente que se enorgullece de ocupar ese puesto. No es por la renta, más bien parca, sino por el honor y el prestigio del cargo. Aunque la ubicación es magnífica, no le ofrece vistas del último tramo de la carrera y no ha podido observar la cogida, aunque ha notado el alboroto. Cuando ve a Lentejillo arrastrar su presa hasta el albero, se percata de los motivos del griterío y baja en estampía. Cuando llega, se topa con Miguel y una cuadrilla de mozos de peña que traen al herido. Les hace detenerse y observa al herido con atención. Con los toros toda precaución es poca: un puntazo minúsculo puede delatar importantes lesiones internas. Sin embargo, no es el caso:
—¡Jesús, menudo boquete tiene este pobre hombre en el abdomen! ¡Rápido!—exclama. Mientras corren, Ángel se quita el pañuelo del cuello, y aplicándolo a la herida, la comprime intentando taponarla.
Una vez dentro, su personal atiende al herido. Ofrecen al cirujano unas gasas. Éste las emplea para prensar la lesión. Sin embargo, no logra cohibir la hemorragia, de modo que introduce su mano derecha por la herida para intentar clampar al tacto la gran vía que está desangrando al hombre.
Los mozos se retiran a la fuerza. Miguel, junto a un miembro de la Policía Foral y un médico de SOS Navarra, permanece en la entrada de la enfermería. Allí brillan dos velas y los colores de los pañuelos de las peñas, diseminados alrededor de una pequeña talla del Santo moreno. Los tres hombres cruzan las miradas, pero no dicen nada. Finalmente, Miguel se rinde y abandona la plaza.
La muerte no suele adjuntar libro de instrucciones. Cuando sienten cerca su apestoso aliento, las gentes quisieran disponer de un protocolo de actuación, algo que les indicara en cada momento cómo comportarse, qué decir, qué sentir. Sin embargo, nada de eso existe. Algunos creen que deben llorar y lo intentan, aunque con distinto éxito. Otros adoptan gestos graves, escrutando en su interior con el ánimo de encontrar una pena más honda, un sentimiento más denso. Muchos llegan a la dulce convicción de que aquello no está pasando. En realidad, nadie debería culparse. La mente casi nunca ofrece tabla a los náufragos que se topan inopinadamente con esta dama de negro. Los médicos y los periodistas son, sin embargo, la excepción. Estos profesionales saben exactamente qué hacer, qué decir y qué pensar. Los sentimientos, si existen, vendrán luego, muy tarde, como las agujas de un reloj con la cuerda rota.
El quirófano está preparado enseguida.
—¡Monitorizadlo! ¡Mirad si tiene pulso carotídeo! ¡Ana, Héctor, vías de grueso calibre en ambos brazos! ¡Abocath del 14! ¡Moncho, coge el ambú y empieza a ventilar, oxígeno al 100%! Quiero una tensión: ¡ya!
Las órdenes se suceden y se cumplen con primorosa armonía. Como siempre, sólo hay una voz de mando, porque con dos patrones las naves encallan y zozobran, aunque casi no haría falta que alguien emitiese los mensajes, porque el equipo conoce de sobra el protocolo y se halla perfectamente coordinado.
—¡No hay pulso! ¡Está en asistolia! —confiesa desalentado Fermín.
—¡Daniel, inicia masaje cardiaco! ¡Rosa, adrenalina! ¡Expansores a chorro! ¡Hay que transfundirle!
—¿Hago pruebas cruzadas? —pregunta el hematólogo.
—¡No hay tiempo! ¡Sangre 0!
Tras unos minutos, Ángel ordena:
—Parad el masaje un momento.
—Continúa sin ritmo —le informan.
Moncho comienza a sudar.
—OK ¡Atropina hasta 3 miligramos!
Las instrucciones continúan. Cortos mensajes, seguidos de acciones precisas. Al no iniciado, aquello se le antojaría un completo caos, sin embargo, no es así; impera un protocolo seguido al milímetro.
—Voy a intentar intubarle.
Las maniobras cesan; luego, empiezan de nuevo. Los minutos se suceden sin que el enfermo responda. Alguien pronuncia lo que ninguno desea oír.
—Nada. Sigue sin ritmo.
—¿Cuánto tiempo llevamos? —pregunta Ángel, que es quien debe tomar la decisión final.
—Quince minutos. En ningún momento ha habido signos de recuperación.
—De acuerdo, paramos la reanimación cardiopulmonar. No se puede hacer más. Anota los datos de la muerte: fallece a las 8 horas y 26 minutos del día 12 de julio. Un nuevo dato para la historia. ¿Qué hemos puesto?
—Cuatro ampollas de adrenalina y tres de atropina. Se han pasado cinco litros de expansores y cristaloides y dos de sangre.
—Bien, anotémoslo en el informe. El forense necesitará el dato. ¡Qué pena!—exclama mientras cubre con una sábana el rostro del hombre corneado—. Es todavía joven este Hemingway para llevar sudario.
La muerte es siempre incómoda compañera, incluso para quien está familiarizado con ella. Si el que se va es joven, la cosa empeora. Y si lo hace por algo tan caprichoso como correr delante de una manada de toros bravos, entonces uno termina lamentándose. Todos los allí presentes son capaces de captar la soberbia esencia de ese juego con la muerte que acontece siete días al año cuando se rompe el alba. Pero ante un nuevo cadáver, vuelven a preguntarse si aquel macabro e irracional juego merece la pena. Son sólo tres minutos frente al resto de tu vida. Jugarte la piel y miles de kilómetros de sentimientos a cambio de soltarte la coleta y ducharte con adrenalina a granel durante 848 metros. Sin embargo, ¿qué sería de Pamplona sin esos ratos? ¿En qué quedarían julio, agosto y hasta enero sin la esperanza de que el espíritu de San Fermín volviera a emigrar a su lecho de Santo Domingo?
Compartiendo aquel silencio, Ana extrae otro cigarro del mismo paquete al que robó el primero. En la puerta de entrada de la enfermería, mirando la plaza de frente, lo enciende sin ningún remordimiento, dejándose acariciar por el característico beso.
—¡El maldito encierro! —suspira. Es taurina desde niña, pero ante un muerto brotan a borbotones los sentimientos—. ¿Es que no perciben el riesgo al que se enfrentan? Un bicho de 600 kilos no es moco de pavo, y este pobre hombre era obeso y, seguro, estaba bebido. ¡Mira que hay gente estúpida!
Poco a poco, otros miembros del equipo hacen ruedo junto a Ana. Perciben de lejos un rumor de pasos. Siempre ocurre así. Nadie sabe exactamente el sistema por el que se difunde el rumor, pero es más rápido que la pólvora. Sin embargo, no se inmutan. En pocos segundos, el sonido se incrementa: cámaras y micrófonos, libretas y prisas; gentes que barruntan noticias frescas. El policía foral que llegó junto al cogido sale para impedir que la prensa acceda al lugar. Junto a la marabunta, se personan dos efectivos del Cuerpo Nacional de Policía que a duras penas se abren paso. Al ver a la enfermera, desocupada y fumando ávidamente un cigarrillo, se detienen intuyendo lo peor:
—¿Cómo está el cogido? —preguntan apresurados—. ¿Ha...? —Ana afirma con la cabeza:
—No hemos podido hacer nada —se disculpa, ebria de pena.
Dentro, se suceden hipótesis sobre aquel extraño comportamiento.
—No olía a alcohol —con un chicle en la boca, la voz de Moncho suena desdibujada—: parece más bien intoxicado. El forense dictaminará.
—Desde luego se parecía mucho a Hemingway, el escritor. Gordo, con aspecto de vividor, barba blanca bien cuidada, un rólex en la muñeca izquierda... Me he fijado en las uñas; le han hecho recientemente la manicura...
—Demasiado alcohol, demasiada fama, demasiadas mujeres... Al final, todo eso acaba en lágrimas. Lágrimas a lo Hemingway.
—¿Sabemos quién era?
—Lo pondrán sus documentos. Cuando venga la policía, nos enteraremos.
Justo cuando el cirujano jefe menciona al laudable Cuerpo, los dos agentes entran en la enfermería.
—¡Ya estamos aquí, señores! ¿De qué quieren enterarse? —dice el primero, de nombre Galbis.
—¡Qué rapidez! —ironiza Héctor, observando a un joven rubio y jovial, de pelo cortado a cepillo y nublados ojos grises—. ¡Se rumorea que la caballería llega siempre a vaquero muerto!
—Esta vez así ha sido —sentencia serio el agente—, pero no por culpa nuestra, sino de este furioso toro navarro. ¡Vaya burel más bravo! ¿Está comprobada la muerte?
—¡Comprobadísima! ¡Pase si quiere y lo verá con sus propios ojos!
—Me temo que ahora tendré que hacerlo, pero antes telefonearé al Juzgado. Hoy es el juez Uranga quien está de guardia. Es muy meticuloso, y quizás quiera personarse.
El teléfono suena insistentemente, pero, al otro lado, nadie responde. Para ganar tiempo, el agente deja puesta la opción de re-llamada automática y entra en el quirófano acompañado del cirujano jefe.
Tras comprobar la documentación, el agente Galbis levanta la sábana que cubre el cuerpo e insiste en su parecido con Hemingway. No es de extrañar: en Pamplona todo el mundo conoce al escritor norteamericano. A lo largo de los años, durante las fiestas en honor al obispo San Fermín, por la capital navarra han pasado ilustres ciudadanos de aquel país. En las paredes de restaurantes, museos y hoteles lucen palmito Charlton Heston, Orson Wells, Ava Gardner, Deborah Kehr o Arthur Miller, pero sólo Ernest Hemingway tiene paseo y escultura. Sólo a Hemingway se le considera de la tierra. Obviamente, el de Chicago también tiene algún bar, que donde su recuerdo esté presente el vino tinto no puede faltar.
Como homenaje local, su rostro —salido de las manos del escultor Luis Sanguino— preside la entrada a la plaza de toros. Ahora el norteamericano no puede correr el encierro, pero desde esa atalaya cada año observa atento la escena. Izado a un lado del Callejón, se halla en lugar sobresaliente para sentir, para vivir una y otra vez el esperado momento.
Ana, vestida aún con su pijama quirúrgico, apurando el cigarrillo, continúa apoyada en la pared de la enfermería, mirando cómo los mozos juegan con las avispadas vaquillas. A la nueva reportera del canal local de televisión no se le escapa el detalle y, al ver sus trazas, se acerca a ella con el micrófono extendido. Naturalmente le acompaña su sombra, con una cámara al hombro. La anestesista se limita a explicar que, en su momento, un parte oficial le facilitará los datos que solicita. Pero la joven no ceja.
—Lo sé, lo sé. Lo retransmitiremos en cuanto salga. Sólo le hago una sencilla pregunta: ¿cómo se encuentra el herido? Si está usted aquí es que no es una cornada de muerte —aventuró.
—Ya le digo que no soy quién para ofrecer a la prensa un parte médico.
—¡Por favor! ¡Es mi primer trabajo! ¡Necesito una crónica! ¡Sólo tiene que decir un monosílabo! ¡Por favor! El mozo ¿está muy grave? ¿Se encuentra bien?
Ana lo pensó durante unos segundos. Luego, en clave metafísica, contestó:
—Sí, ahora está bien. —Y sin más declaraciones volvió al interior de la enfermería. En breve, comenzarían a llegar los heridos por las aviesas vaquillas.
Le dieron paso en cuanto lo pidió; pasaban 35 minutos de las 8. La simpática reportera, contratada para relatar minuciosamente a los navarros los entresijos de la Fiesta, en directo aseveró, mientras peinaba inconscientemente los flecos de su faja color grana, que el hombre corneado en el callejón se encontraba estable dentro de la gravedad. Después, añadió de su cosecha que la persona en cuestión era extranjera, y que, casi con total seguridad, podía afirmar que disponía de pasaporte norteamericano, si bien otras fuentes, totalmente fidedignas —remarcó con aire profesional—, creían que era ciudadano australiano. La presentadora en cuestión carecía de información, pero había leído que, en ocasiones, un periodista novel puede lograr el éxito de los afamados con sólo ofrecer una primicia, y ésta era una interesante apuesta. Así fue cómo, dejándose llevar por su intuición, la joven optó por lo más verosímil: «¿Qué español en su sano juicio hubiera cometido tamaña estupidez? Si no es de la tierra», se dijo, empleando la aplastante lógica kantiana, «es extranjero. Por probabilidad, pertenecerá a las castas más abundantes: yanquis, canadienses o australianos. Pero el corredor rebosaba kilos, y el sobrepeso es compañero inseparable de la nacionalidad norteamericana. Por otro lado se parecía mucho al escritor Hemingway. Es posible que el hombre estuviera intentando seguir los pasos del escritor... En fin, como dice el refrán: blanco y migado, sopas de leche: es un ciudadano yanqui. Además, está moreno. No rojo cangrejo, no: moreno. Eso significa que tiene dinero fresco. Así que puede ser californiano —ésa es mi primera opción—. Aunque hay muchos mozos morenos que vienen de Australia... De acuerdo, norteamericano o, en su defecto, australiano.» Y así fue como toda Navarra, y por ende el mundo entero, comentó durante quince minutos el rumor, hablilla de buena tinta, de que un nuevo norteamericano había sido cogido en el encierro.
A las nueve menos cuarto de la mañana, el responsable del programa en persona se vio obligado a rectificar. La rubia natural, hermosamente curvilínea, que había sido contratada tras la primera entrevista sin que el director del magazine mirara sus referencias, resultó definitivamente idiota, amén de estrecha y feminista.
«Pese a lo dicho inicialmente», informó a la audiencia el conductor del magazine, impolutamente vestido de blanco y rojo, «el hombre que ha sido empitonado en el encierro de esta mañana no parece pertenecer al cerca de medio millón de extranjeros que incrementan la población pamplonesa en nuestras fiestas. En realidad, esta persona, un varón de cuarenta y cinco años, que responde a las siglas A. M. N., es natural de Cuenca, aunque reside desde hace años en la ciudad de Valladolid, donde ejerce como profesor universitario. Estamos pendientes del parte médico. En el momento en que la comparecencia de los doctores se lleve a cabo, conectaremos con la enfermería de la plaza.» Mientras ofrecía los escasos datos biográficos de que disponía, el presentador recibió una nota de otra de sus ayudantes. Lejos de ofrecérsela con el disimulo esperado, sonrió nada discretamente a la cámara, haciendo volar su rubia y lisa melena. «Queridos espectadores», afirmó el comentarista, «acabamos de recibir malas noticias. Tengo en mi mano», dijo, tratando de parecer afectado por la noticia, «el último parte médico sobre el estado de salud del varón que, como les venimos informando, ha sido empitonado entre el callejón y la arena. Tras la atención prestada, estando ya en estado crítico, el hombre ha fallecido.
»Los magníficos cirujanos de la plaza —como nuestros visitantes recordarán por el reportaje que sobre estos grandes profesionales emitió ayer nuestro Canal— nada han podido hacer por salvar su vida.
»Se trata de don Alejandro Mocciaro catedrático de Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Es posible que a algunos de ustedes les resulte familiar el apellido. En efecto, la sociedad gastronómica Napardi ha entregado este año su galardón: el gallico de oro, a título postumo, a don Niccola Mocciaro, padre del hombre cogido en el encierro. Don Niccola, eminencia del Derecho Penal español, frecuentaba nuestra ciudad y amaba nuestra Fiesta. A su muerte, acaecida hace escasos meses, figuraba como el socio más antiguo de la citada Sociedad Napardi.
»Sí». El comentarista interrumpió de improviso su disertación para llevarse el dedo índice a su oído. Le hablaban por el auricular. «Bien», continuó. «Perdonen la interrupción, pero me comunican que uno de nuestros compañeros tiene junto a sí a Miguel Reta. Como todos sabrán, es uno de los pastores más experimentados del encierro de Pamplona, conocido ampliamente, además, por sus habilidades como recortador. Sin embargo, en esta ocasión es noticia por algo que quizás muchos de ustedes ignoren: Miguel Reta es propietario de la ganadería Alba Reta Guembe, a la que pertenece el toro número 51, de nombre Lentejillo, el suplente que ha sustituido al sexto de la ganadería de Antonio y Eduardo Miura. Me estoy refiriendo, naturalmente, al animal que ha empitonado de muerte a Alejandro Mocciaro.»
Miguel Reta nunca hubiera deseado verse por televisión. Cuando un pastor o un mayoral aparecen en pantalla es porque algo ha salido mal. Se hallaba cabizbajo, cariacontecido. Su rostro había perdido su natural atractivo. Hasta parecía que sus largas y pobladas patillas de torero le quedaran grandes. Desde que su animal empitonara al mozo, no podía arrancarse ese pensamiento del alma. «¡Aquel hombre, desde luego, estaba loco!», pensaba, «pero yo debiera haber sido capaz de detener a Lentejillo. No hubiera podido impedir el primer puntazo, totalmente inopinado, pero quizás sí el segundo. Es posible que si hubiera sido más hábil...»
El pastor de Estella esperaba, junto a la comentarista del canal local, la dichosa conexión cuando el miedo, aderezado con la impotencia y la rabia —los mismos que le inundaron al ver en directo aquellos puntazos—, afloró nuevamente. Anuncios de espárragos, pimientos del piquillo y vino navarro se sucedían en el monitor que tenían delante. La periodista —que esperaba turno para entrar en directo— se dio media vuelta para que le retocasen el maquillaje, dejándole solo por un momento.
Miguel cerró los ojos, recordando sin querer. ¡Cuántas veces había admirado el rebarbo de Lentejillo! ¡Cuántas su noble estampa y su inteligencia!
Las lágrimas se agolpaban en una larga fila, pidiendo paso. Ni pudo ni quiso contenerlas. Dejando atrás las cámaras, se marchó en silencio en dirección a la plaza. Su trabajo no había acabado: tenía que prepararse para el apartado. En el camino, un brazo —el de Antonio Miura— pasó sobre sus hombros. El ganadero de Sevilla había visto la cogida y el ensañamiento del toro desde el callejón. Intuyó cómo se sentía el pastor, y tratando de darle ánimos, le apretó fuertemente sin decir nada. Tras tan providencial encuentro, el ánimo de Miguel se recuperó levemente. Antonio Miura sabía lo que pasaba el navarro, pues su ganadería había provocado bastantes muertes. Olía su rabia, palpaba su impotencia, pero a ambos el afán por proteger la Fiesta les hacía seguir, pese a roer el dolor guardado en el alma: un dolor que siempre aletearía en permanente marejada de sentimientos.
Una llamada detuvo su marcha. Ambos se volvieron. De la caseta de Televisión Española emergió un rumor cercano. En el acto lo reconocieron: era la voz del encierro que se encaminaba a su tertulia taurina. Resultaban innecesarias las palabras, sólo dos sentidos abrazos. Palmadas sinceras de pésame.
Los tres ciñeron hacia la plaza, como si el viento hinchase sus velas sin remedio, obligándoles a retornar a su puerto natural. Un trío de goletas, virando al viento, que sólo sabrán fondear en una ensenada de arena blanca y toro negro. Juntos pasaron ante la estatua de Hemingway que, aunque siente, también calla. Cuando ha visto llegar a Lentejillo, un escalofrío ha recorrido su cuerpo de bronce.