Parker duofold, querida Watson

En la lejanía se veía la meseta de Pamplona, destacando en la llanura, y las murallas de la ciudad, y su gran catedral pardusca, y las siluetas de las otras iglesias. Detrás de las mesetas se alzaban otras montañas, y a cualquier parte que se dirigiera, la vista topaba siempre con otras montañas, mientras que hacia delante la carretera se prolongaba blanca y recta cruzando la llanura en dirección a Pamplona.

       ERNEST HEMINGWAY

       Fiesta, Cap. X

 

«No sé decirle exactamente cuándo me atrapó este sórdido asunto», le dije, «pero puedo contarle lo que sé.» Mentía. Supongo que todos los reos mienten. La mentira es algo así como la banda sonora en que nada toda desesperación; la melodía prohibida que se interpreta cuando el miedo se agarra a las entrañas. Mentí. Lo hice con orgullo, supongo que como todos los reos, pensando que en aquel frío valle en el que las falsas palabras se conjugan, yo era más hábil que aquel policía de pueblo que pretendía acongojarme en la habitación. Naturalmente me equivocaba. El inspector Iturri era sagaz. El cazador es más listo que la presa, esclava de sus mentiras encadenadas. Quizás porque él no ha de pagar el coste de tener el corazón roto y encogido por el miedo o la vergüenza, quizás porque el hombre de uniforme puede tararear el ritmo sin forzar la partitura.

Sonrío al recordar mi torpeza... Traté de componer una mentira creíble empleando retazos de verdad. Todo lo que dije se acercaba notablemente a la realidad, todg salvo que omití lo fundamental. Le narré los hechos accesorios e hice permanecer, toscamente oculto, el fundamental. Aguantó diez minutos, y me cortó.

—¿Cuándo vamos a empezar, Lola? —me dijo con reproche.

—¡Pero si llevo más de media hora hablando!

—Diez minutos. Ha hablado durante diez minutos, haciéndome perder el tiempo. Verá, mi ideal no es pasarme las horas en una incómoda silla de hospital escuchando las memeces de una señora pelirroja. No me interprete mal. Todo lo que usted dice es muy respetable, quizás hasta interesante. Pero a mí me importa un bledo su familia, la ciudad donde vive o el número que calza. Quiero que me diga lo que sabe, por su bien. En otro caso, me levantaré, me iré a casa y le dejaré en manos del inspector Ruiz. Y que Dios reparta suerte.

Afortunadamente, supe comprender a tiempo el juego. Sólo eran dos las opciones que se me brindaban, ambas peligrosas: Iturri o el inspector Ruiz. El primero deseaba atrapar al culpable: si llegaba a la conclusión de que yo lo era, acabaría inexorablemente ensartada en su anzuelo; el inspector Ruiz me quería a mí: era consciente de que emplearía su red para apresarme, fuera o no culpable.

—De acuerdo. Lo haré —respondí mirando fijamente aquellos ojos escrutadores de sabueso.

La voz me salía estropeada, cavernosa, envolviendo mis frases en un tono entre trágico y apócrifo. Al principio me costó hilvanar letras y silencios, luego cogí ritmo. No esquivé los desangelados días ni confisqué las noches que destilaban amargura. Abrí las compuertas y derribé los muros que contenían mis alambicadas miserias, empezando, naturalmente, por aquella famosa cátedra que había sido citada como causa preferente en mi detención. Cuando para muchos comenzaba una nueva y radiante mañana sanferminera, yo acabé mi peregrinaje hacia no se sabe dónde. Juan Iturri escuchó con atención las miles de palabras que vomitaron mi boca y mi corazón, palabras de amor y de odio, de sutil alegría y de densa tristeza. Las palabras de una vida que de la noche a la mañana se había convertido en un completo fiasco.

Las gafas de fea pasta marrón estuvieron en todo momento en sus manos o en su regazo. En varias ocasiones posé tímidamente mis ojos en el interlocutor que absorbía como una esponja mis palabras. Terminé por convencerme de que aquellas estúpidas lentes y aquel fachoso bigote eran un disfraz. Si alguien me hubiera preguntado, o lo hiciera ahora, por Iturri, sólo hubiera podido hacer referencia a las gafas pasadas de moda y a al mostacho canoso. Iturri no tenía facha de cura ni de tirano, no era ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado; simplemente, no era. Sólo los ojos, verdes e infinitamente profundos, escapaban de su camaleónica personalidad: descubrían sus pensamientos como si fueran su perrito faldero. Eran capaces de contar desde una pálida caricia decimonónica a la más encendida de las cóleras; halagaban o condenaban con un único gesto.

—¿Tan importante era esa oposición, Lola? —preguntó a bocajarro.

Por aquel entonces no estaba muy convencida. Yo que siempre había presumido de intuición, de genes de bruja irlandesa, debía haberme dado cuenta de que algo no iba bien. Sin embargo, fui incapaz de atisbar el peligro hasta que la tela de araña estaba tejida y me envolvía sin remedio.

—Sí, creo que todo empezó allí —contesté con tibieza—. Tras perder la oposición, me fui unos días de vacaciones. Me costó mucho volver. Siempre es difícil pisar el terreno donde has sido derrotado, pero a la rabia le puede la necesidad. Hasta que Alejandro tomara posesión de su plaza, la ocuparía yo, y necesitaba esa nómina. Gracias a Dios, no me encontré con nadie en la puerta de la facultad de Derecho, ni tampoco en los aledaños de mi despacho, de manera que pasé a encerrarme en él en riguroso silencio. Sobre la mesa se acumulaba el correo: revistas científicas, call for paper, cartas de solidario pésame... y una de un despacho de abogados de Pamplona: Eregui y asociados. El sobre tenía una soberbia apariencia: papel manila, membrete en relieve, lacre rojo...

—¿Un sobre lacrado? Casi nadie emplea ya ese sistema. Es más sencillo colocar un trozo de celofán.

—Más sencillo y más eficiente: era un bonito lacre, pero estaba despegado; y el sobre, abierto.

—¿Despegado? Pues no es frecuente si está bien puesto. Otra cosa es que se rompa. Quizás alguien intentó abrirlo. ¿Conserva el sobre? Si se manipuló, es seguro que dejaran un rastro.

—Lo siento, creo que acabó en la papelera.

—No se preocupe; continúe, por favor.

—Comencé a leerlo con cierta prevención. «Estimada señora», decía. Aunque pueda resultarle ridículo, deje inmediatamente de leer. Detesto ese tratamiento, me recuerda que los años me persiguen e ineludiblemente me alcanzan. Sin embargo, en este caso, más que dolor, el encabezamiento me produjo recelo. Cuando unos abogados se dirigen a ti con un «estimada señora» es más que probable que tengas que pedir consejo a otro abogado. Leí de corrido el texto, atragantándome con aquellas palabras escritas con tanto decoro. Cuando acabé, volví a empezar, sorbiendo pausadamente su contenido. El testador no era otro que mi maestro de profesión y vida: don Niccola Mocciaro. No podía creerlo. ¿Cuándo había muerto? ¿Cómo era posible que no me hubiera enterado?

—Un momento, por favor —me interrumpió nuevamente el inspector Iturri, apagando la grabadora—. ¿Se acuerda de lo que hizo usted con la carta?

—La guardé. De hecho, cuando vinimos me la traje para saber la dirección exacta del despacho Eregui, pero lo cierto es que esta mañana (quizás fue ayer, he perdido la noción del tiempo) la he buscado en la habitación del hotel sin encontrarla. El orden y yo no somos buenos amigos. En fin, no ponía mucho más de lo que le digo.

—Por ese extremo no se preocupe. Tenemos las copias del fallecido y de su hermana. Y la escritura de ustedes.

—¿Puedo saber cómo y para qué?

—Hemos obtenido sus firmas del registro del hotel, por orden judicial. El documento que llevaba el finado tenía escritos dos números de móvil en el reverso. El primero es el de su marido; el segundo, figura como sustraído. Pero no se inquiete. El informe pericial caligráfico indica que los escribió el difunto, aunque, como digo, desconocemos a quién pertenece uno de esos móviles.

—Es decir, que ya hay un cabo suelto.

—En efecto, así es. Otro pequeño detalle, si es tan amable. Dígame, ¿no le desconcertó que les convocaran aquí? Al fin y al cabo, él vivía entre Madrid y Valladolid, como todos los legatarios. ¿Por qué entonces Pamplona?

—Yo formulé la misma pregunta. Me dijeron que había sido voluntad expresa de don Niccola que así se hiciera.

—¿Y no le extrañó?

—En parte, pero sólo en parte. Don Niccola había vivido muchos años en Pamplona allá por los años 50. Acababan de inaugurar la universidad de Navarra y él vino como miembro del claustro con el fin de formar a los futuros profesores de la materia. Entonces esa universidad no era más que una semilla, hoy es un frondoso árbol reconocido en todos los ámbitos del saber. Creo que hizo muy buenas migas con los navarros y que mantenía relaciones muy cordiales con la universidad. Seguía siendo miembro de una sociedad gastronómica, a la que acudía una vez al año, tenía un abono para los toros... El abogado Gonzalo Eregui era amigo suyo desde entonces, y le nombró su albacea. Ese es un nombramiento marcado por la confianza y la amistad más que por cualquier otra cosa. En fin, aunque me extrañó, entendí que él deseaba, por algún motivo, que estuviéramos aquí, en la Fiesta que tanto le gustaba.

—Continúe, por favor. Me estaba diciendo que en esa carta se le informaba de la muerte de don Niccola Mocciaro y se le convocaba a la lectura de su testamento. ¿Qué hizo entonces?

—Pues ¿qué iba a hacer? ¡Llorar! Luego me fui a casa.

—No, Lola. ¡Así no me ayuda! Necesito conocer los detalles, conocerla a usted. Verá, en alguna medida los inspectores de policía somos como los médicos. Un buen doctor no te pregunta dónde te duele, sino qué te pasa. Y como tú no lo sabes exactamente, él te pide que le cuentes todo lo que te ocurre, porque es posible que un dato que para ti es insustancial, carente de importancia, a él le ofrezca la clave para hacer un diagnóstico certero. Cierre los ojos, imagine que yo no estoy aquí, y hable. Volveré a encender el magnetófono.

—De acuerdo, bajaré al infierno de los detalles... Verá, nuestra relación con el profesor Mocciaro era muy especial, le queríamos como a un padre, aunque, desde que se había instalado en Madrid, le veíamos menos. Jaime y yo sabíamos que don Niccola estaba enfermo. Nada nos había dicho, y nosotros nos abstuvimos de preguntar, pero cada vez resultaba más notoria su delgadez. No habían transcurrido más de tres semanas desde que nos habíamos visto. Un tono cetrino teñía su rostro. Jaime y yo nos asustamos, y le insistimos en que se quedara una temporada con nosotros. No hubiera sido la primera vez. «¿Y abandonar mi agitada vida madrileña?», protestó con ironía. Hacía meses que evitaba cualquier reunión social. «¿De qué vivirían las fundaciones? ¿De quién se reirían mis antiguos discípulos? Watson, sabes que no he nacido para vivir en provincias descoloridas», concluyó guiñándome un ojo. «Por favor, considérelo», repliqué. «Allí vive solo, aquí no lograría estarlo nunca. Me encantaría martirizarle un poco más con mis torpes preguntas. Y, además», insistí, poniendo toda la carne en el asador, «me lo debe. Ya que no voy a ser nunca catedrático, ni siquiera simple titular, al menos déjeme ser sabia.»

»Enseguida me di cuenta de que había tocado su fibra más sensible. Lo sentí de veras. No quería hacerle daño, sino obligarle a aceptar nuestra invitación, y demostrarle que nuestra amistad estaba por encima de aquella mala jugada. Cabizbajo, me prometió que vendría en breve. Pero nunca lo hizo, y no sé por qué. No pude evitar la pena y llamé a Jaime, creí que así disminuiría mi duelo. Nadie contestó.

—Siento volver a interrumpir su relato. Pero hay algo que no entiendo.

—Dígame qué es. Intentaré explicarme mejor.

—Me ha contado cómo se sintió al conocer la suerte de su maestro, con el que, según veo, mantenían un trato que excedía del meramente profesional. Él era el maestro, usted la discípula, sin embargo ha dicho textualmente «me lo debe». ¿Qué le debía?

—No recuerdo con exactitud lo que he dicho, pero sí el sentido. En realidad, si alguien estaba en deuda era yo, pero acababa de perder una cátedra que había sido ganada por su hijo y que yo creía merecer. Niccola Mocciaro no formaba parte del tribunal, pero tenía el poder.

—Le agradecería que me explicase ese extremo con detalle. No entiendo bien cómo funcionan las cosas en el ámbito de la universidad.

—Somos funcionarios como cualesquier otros, por eso es fácil de comprender. La plaza de catedrático no nacía ex novo, sino de la amortización de mi posición de profesor titular. Quiero decir que se anularía una titularidad y con ese montante, sumado a la nueva dotación presupuestaria, se crearía una cátedra. Inicialmente firmé yo sola la oposición. Siendo yo la que ocupaba la plaza que iba a salir a concurso y disponiendo de méritos suficientes, resultaba lógico el desenlace del concurso. Para agregar seguridades, los demás catedráticos del área habían dado informalmente su placet. Sin embargo, cuando quedaba poco más de una semana para que culminara el plazo para la presentación de solicitudes, contra todo pronóstico, Alejandro Mocciaro formalizó la suya. Cuando el rectorado discutía si dotar o no la cátedra de la que hablamos, Alejandro manifestó su disposición a presentarse. Alegó que era mayor que yo y que, por tanto, la plaza le correspondía. Me consta que su padre habló con él para quitarle aquello de la cabeza. Según el profesor Mocciaro, su hijo no estaba todavía preparado para una oposición así. Le advirtió que tener los mismos genes no iba a ayudarle en absoluto. Pese a todo, presentó su instancia y fue admitido. En cuando corrió el rumor, otras doce personas siguieron su ejemplo: ninguna tenía posibilidades objetivas de éxito. Algunas acudieron como mero entrenamiento, otras por aquello de que a río revuelto... Todas fueron eliminadas en el primer ejercicio.

—De modo que en el segundo quedaban dos candidatos potenciales.

—En efecto. Sé con certeza que don Niccola intentó que la plaza fuera para mí. De hecho, fueron muchas las lindezas que me dijeron (lo que no es muy habitual), y muchas las críticas que Alejandro escuchó (eso es corriente cuando a alguien no se le va a asignar esa plaza). En este caso, las críticas fueron objetivas. Era como si el tribunal justificara ante el profesor Mocciaro y el resto de la humanidad su decisión.

»Mientras que, uno tras otro, los insignes académicos vertían sobre él reproches y recomendaciones, Alejandro sonreía cínicamente, como si aquellas censuras le resbalaran. Antes de que quienes habían de juzgarle se retiraran a deliberar, pidió la venia para dirigirse al tribunal. Tras serle concedida, se acercó al estrado y entregó sendos sobres a los miembros que ejercían labores de presidente y secretario. Cuando retornaba a su posición en la sala de grados, se desvió ligeramente para entregar otro sobre idéntico a su padre.

»Tras tres horas de espera, en las que don Niccola fue telefoneado en varias ocasiones, el tribunal otorgó el grado de catedrático a Alejandro, mientras yo veía desvanecerse al mismo tiempo mi puesto de trabajo y mi orgullo.

—Don Niccola prefirió a su hijo...

—Ese fue el resultado, sí. Nunca he entendido bien qué pasó, pero, desde luego, ocurrió algo.

—¿Supo usted después qué contenía ese sobre?

—No, nunca llegué a saberlo, pese a que se lo pregunté directamente al profesor. No quiso responderme. También me hizo desistir de la impugnación.

—No comprendo ese extremo.

—Es fácil de explicar. Yo no estaba de acuerdo con la decisión del tribunal. Entendía que sus miembros no habían actuado con objetividad y deseaba que otra instancia superior revisara la oposición.

—Sin embargo, no llevó a efecto esa impugnación.

—No. ¡Y no me faltaron ganas ni razones! Don Niccola me pidió que no ejerciese ese derecho y, por respeto a su persona, no lo hice. Entendí que, al fin y al cabo, Alejandro era su hijo. También me rogó encarecidamente, casi me ordenó, aunque ése nunca fue su estilo, que olvidara todo aquel asunto. Me dijo que él se encargaría de buscar otra cátedra para mí.

—Pero no lo hizo.

—No, no tuvo tiempo...

—Ahora tiene otra oportunidad...

—Si quiere verlo así...

—En fin, volvamos a la oposición. Permítame un comentario, no puedo evitar decirle que, además de la razón que acaba de exponer, hay otras posibilidades que pueden barajarse, por ejemplo que el joven Mocciaro hiciera mejor oposición que usted...

—Es posible, no puedo juzgar ese extremo, pero creo que usted no comprende de qué estamos hablando. Esta profesión es muy especial.

—Supongo que, como en todas las profesiones, en el ámbito universitario existirán unas reglas destinadas a discriminar qué individuos cumplen los requisitos y las condiciones necesarias para ocupar determinados puestos y cuáles no. Entiendo que, si bien los méritos que se evalúan en los cuerpos de seguridad del Estado son unos y los de la universidad son otros, al fin y a la postre estamos hablando de lo mismo. En su caso deberán medir la sabiduría, en el nuestro el servicio y la profe-sionalidad.

—Déjeme que le haga una pregunta capciosa, inspector. ¿Cree usted que el afamado policía de la capital, el tal Miguelón Ruiz, enlace con no sé qué ministerio, ha alcanzado tan magna posición por su refinado olfato, por su servicio a la comunidad o por su excelsa profesionalidad criminalística?

Iturri guardó silencio. Yo también. Como no recibí respuesta, seguí hablando.

—Los que creen que ésta es una profesión bucólica para gentes con gafas de miope, cuya existencia discurre entre la paz que otorgan los buenos libros y la reflexión pausada, simplemente han visto el nodo, pero no la película.

»Cuando es noticia, cuando sale en televisión, la universidad se cuida de mostrar la bella parafernalia, la liturgia antigua, las serias vestes académicas y los birretes de vivos colores, pero todo eso no es más que apariencia: donde debería haber nogal y arte, hay pasta policromada y mucho cuento. La liturgia de cada día es más bien ésta: largas mentiras soportadas con ánimo estoico y forzada sonrisa; ásperas y groseras discusiones, completamente alejadas del lenguaje cortés e ilustrado que cabría esperar; trapicheos, trueques, compras y ventas mercantiles, sobornos, chantajes... Y, por si esto fuera poco, una nutrida colección de puñaladas traperas. ¡Si usted supiera que hercúlea es la tarea de convertir a un sabio en catedrático!... Aunque, ahora que lo pienso, quizás sea más titánica la empresa de hacer de un catedrático un sabio.

—Me sorprende su ácido lenguaje, señora.

—Me lo imagino, yo también lo juzgaría agrio si estuviese en su pellejo. Pero lo que digo es la pura verdad. Si estuviera dentro, pronto caerían sus legañas. Por otro lado, es más que probable que ocurra lo mismo en su profesión. Ustedes, por ejemplo, salen en los desfiles sobre caballos blancos, luciendo medallas, pero no creo que esas condecoraciones sean siempre objetivamente otorgadas.

—Siempre no, claro. Pero no pintan bastos de continuo como usted insinúa. Las medallas son importantes, pero no tanto.

—¡Qué suerte! Conjeturo que, debido a su vocación, sus vidas girarán en torno a palabras tan nobles como servicio, honor, dignidad, deber... En aquellos lejanos y añorados días en que el sueño universitario excitaba a sus vastagos, nosotros también aspirábamos a bañarnos en las mareas de la sabiduría, apetecíamos rozar aquel grado de excelencia que elevó a la fama universal a los sabios de Atenas, los legisladores romanos o los iluminados sacerdotes egipcios. ¡Era un hermoso sueño, paladear el néctar refinado! Era un bonito viaje en busca de El Dorado, de esa ilusión perpetua, porque, ya se sabe, sólo el muerto no puede aprender nada.

»Pero los sueños siguen siendo sueños. Hoy hemos perdido la vocación. Ahora ya no buscamos la sabiduría, sino los honores, las glorias, los reconocimientos; las subidas, en definitiva, de categoría y sueldo. La posesión de éstos pasa inexcusablemente por obtener una cátedra, aunque todo sea puro espejismo: tal y como está diseñado el sistema, una oposición no cambia a una persona; el que era débil, continúa siéndolo; el ignorante, también.

»Somos, en definitiva, una especie de vampiros. En público vestimos decentemente (siempre y cuando esta palabra se tome en sentido laxo); procedemos con compostura (en el más relajado de los sentidos) e impartimos nuestras clases de la mejor manera posible, es decir, sin llamar la atención ni por exceso de celo ni por defecto de forma. Cuando nadie nos ve, con alevosía, nocturnidad y (si cabe) saña, vamos en busca de sangre fresca; de una cátedra a la que hincar el diente, de un sueldo que chupar, de una posición que alcanzar.

—Es posible, Lola, que lo que le moleste sea la competencia. Dígame qué le parece esta nueva versión: usted deseaba pasearse sola por esa oposición y Alejandro Mocciaro le estropeó su momento de gloria. Ha tardado, pero por fin ha cosechado su venganza.

—¿De qué competencia me habla? —respondí, sin hacer caso al dardo emponzoñado que me lanzaba—. ¿Me habla de la competición de los equipos de fútbol? Suponiendo que los arbitros sean capaces y neutrales, los clubes pueden mirarse a los ojos y decirse entre ellos: hoy has sido mejor tú, ¡llévate la corona de gloria! Mañana quizás lo sea yo, para ello voy a prepararme. Si habla usted de esa competencia, ¡bienvenida sea! Aunque ninguna ganancia se efectúa sin que otra persona incurra en una pérdida, los que intervienen saben que el sistema beneficia a todos, y especialmente al espectáculo. Pero no se engañe; aquí de lo que hablamos es de otro tipo de competencia. Esto es la arena romana. El emperador siempre tiene el pulgar inclinado hacia abajo. Es una lucha a muerte, vencer de una vez para siempre.

—¿Y los maestros, esos ancianos catedráticos que siguen leyendo libros y formando equipos? ¿Y su maestro?

—Para ser justa debería decir que en ocasiones, pocas, te topas con algún ser puro. Pero apuesto la cátedra por la que supuestamente he matado, a que está disfrutando de su jubilación. Si estuviera en activo, no albergo duda alguna de que llevaría coraza y hoja de doble filo. Y aun así, todo depende.

»Puede que todavía empuñe su arma en pro de algún esponjoso discípulo cuyo éxito provocará en el catedrático un placer estúpido, pero del todo real: saber que, pese al paso de los años, aún conserva su poder. Digo que es un placer estúpido. Lo digo y me reafirmo porque la estadística no falla. Ese dulce y tierno discípulo que trae pastas el día de tu onomástica y te abre las puertas con sumisión y modestia te apuñalará por la espalda en el preciso momento en que, colmadas sus aspiraciones, ya no le seas útil. Así de cruel, así de real. La vida misma.

»Es posible que a usted o al policía de Artajona que está vigilando la puerta les resulte insólito mi lenguaje. Es posible. Pero si a alguno le extraña, es que sin duda nunca ha formado parte de la ilustre y magnífica corporación universitaria, donde morir no es tan terrible como perder el poder.

—Una corporación a la que lleva perteneciendo... ¿Cuántos? ¿Quince? ¿Veinte? —me interrumpió.

—Diecisiete. Sí, tiene usted razón. Estoy en activo y esa cátedra podría haber sido mía. Sin embargo, quizás sea inmodestia, pero...

—¿Me va a decir que su perfil no coincide con el que acaba de describir? —me preguntó. Me estaba retando, pero yo no estaba preparada para combates de ninguna clase. Era mi vida la que estaba en juego y estaba muy cansada.

—Carezco de fortuna —le dije—. Aparte de mi casa, una docena de monedas de oro de Isabel II y un Ford Fiesta no poseo nada que me permita borrar de mi mente dinero para investigación, impuestos y deducciones de la cuota. Tener cuatro hijos no ayuda.

Me detuve unos segundos. Respiraba agitadamente. Mi cuerpo parecía haberse visto invadido por un tumulto de sentimientos. Sopesando el hecho de que mi corazón no pasaba por su mejor momento, Iturri se puso en pie y estuvo a punto de frenar en seco aquella charla; no lo hizo. Es más fácil atrapar a la presa cuando está acorralada. Me figuro que eso fue lo que le animó a continuar escuchando, atento, agazapado, alerta, como el paciente cazador que era.

—¿Sabe lo que le digo, inspector? Que renuncio a pedir la admisión en ese club. No quiero ser catedrático ni acabar mis días con el estómago destrozado por la bilis. Renuncio a la carrera. Para siempre.

—No me lo creo.

—Pues debería. Al parecer, estoy esposada a una cama por haber sido tan insensata como para desear esa vida.

—Lo de las esposas... Ya sabe que no es habitual, pero... —el inspector Iturri parecía verdaderamente azorado.

—No se disculpe. No es importante —contesté sinceramente. Sabía que la orden no era suya—. Lo que sí lo es para mí es que me comprenda. Respecto a esa cátedra, tengo que decir que las cosas no son como parecen. No sé si me creerá, pero a veces los hechos se empeñan en mostrarnos la cara equivocada de las cosas. Le pido que me escuche: no es lo que usted piensa.

—No sabe lo que pienso, pero puede contarme lo que cree usted.

—No me tengo por mala persona. Nunca he sido cruel ni cínica. Soy suficientemente tonta como para que se me vea venir y suficientemente lista como para esquivar una estocada... En fin, lo que quiero decir es que no mataría por una cátedra. Nunca, jamás. Mi moral me dicta que matar es algo intrínsecamente malo; perverso en términos absolutos, sin paliativos. Pero es que, además, soy muy cobarde.

—¡Ah, ésa es una razón de peso!

Al principio me pareció irónico, pero cuando seguí hablando, me di cuenta de que había dicho lo que pensaba.

—No se ría, por favor. Debo reconocer que, aunque mi conciencia llegara a persuadirme de que acabar con la vida de un ser como Alejandro Mocciaro carece de importancia, al pensar en la cantidad de cosas que podrían salir mal en el proceso, desistiría. ¡Por Dios, he estudiado criminalística! Sé con certeza que sembraría la escena del crimen con restos de ADN; y que, en el fragor de la lucha, dejaría caer alguna pista. En fin, el miedo me habría hecho desistir. En eso he salido a mi abuelo materno, un maestro de la valentía. No trato de convencer a nadie, por supuesto. Tampoco de reafirmar mi débil personalidad. Yo sé que no maté a Calzón IV, pero está muerto. Quien me conozca bien sabe que el móvil no es suficiente. Sin embargo, no hago más que preguntarme quién habrá sido. Inspector, ¿no se habrá tratado de una simple sobredosis? Diga Clara lo que diga, era un drogadicto.

—Ha estado muy convincente. Sin embargo, pese a lo que usted afirma, veo que esa herida sigue abierta y supurando.

Tenía razón. Me estaba jugando la vida, pero todavía seguía pasionalmente enfadada por un asunto que, en aquellos momentos, resultaba del todo intrascendente. Recuerdo que aquello me causó un profundo dolor. Él notó el daño, y cambió de modulación, y su mirada se volvió envolvente.

—Ahora, Lola, me gustaría que se calmase. Debemos continuar con la sistemática. Pondré una cinta nueva en este aparato y me contará qué decía la carta. ¿Quiere un poco de agua?

—Sí, gracias, me vendría bien.

Con una delicadeza que me extrañó, el inspector acercó un vaso de plástico a la cama.

—Lo siento, parece estar como una sopa —lamentó.

—¡No importa! Estamos en julio... De acuerdo, veamos, ¿dónde llegábamos?

—La carta de los abogados ...

Curiosas briznas perdidas del nuevo sol se posaron en el cristal de mi reloj proyectando un pequeño círculo de luz en la pared. No me había dado cuenta del tiempo que llevábamos hablando, pero si entraba luz, es que la noche había dado paso al día. Jugué mecánicamente con la esfera hasta enfilar la luz hacia los ojos del inspector. Aunque le miraba, no le veía; estaba en otro lado: lejos, muy lejos, en mi mundo.

—Señora... La carta...

—Sí, perdone... —dije ensimismada—. La carta anunciando la muerte de Niccola Mocciaro... ¿Sabe, inspector? Se acordó de mí y quiso que me quedase con la pluma.

—¿Con la pluma?

En algún recóndito rincón de mi mente, alguna neurona enchufó la clavija equivocada. Comencé a hablar con voz hueca, como concha marina. Hablaba más para mí misma que para el inspector; él se limitó a escuchar con atención, mientras la grabadora seguía dando vueltas a su noria de plástico.

—En la carta se me informaba de que el profesor me había legado su pluma (la Parker roja con la que tantas veces le había visto escribir). ¡Cuántos recuerdos acudieron a mí! Al pensar en aquella vieja Parker, comprobé cómo me invadía la nostalgia. Yo, por mi parte, no opuse ninguna resistencia.

»Al tocar aquella estilográfica, desfilaron ante mí muchos de los acontecimientos que han conformado mi vida, escribiendo irremediablemente mi biografía: mis temblorosos pasos iniciales, mis altivas y orgullosas meteduras de pata, mis aciertos... Se agolparon imágenes de mi tesis doctoral, la primera oposición, el acta de mi matrimonio, el nacimiento de mi primer hijo... Lejos estaba de imaginar en aquel momento que también aquella pluma teñiría mis manos de sangre.

—Esa expresión es terrible...

Con esa frase, el inspector Iturri intentó intervenir, pero yo no se lo permití. Estaba en mi máquina del tiempo, reviviendo aquellos momentos mientras los narraba.

—Me formé con él, junto a él —continué—. Fue para mí un maestro, en todo el sentido de la palabra. Tenía yo veintidós años cuando le conocí, pero él me tomaba ya en serio. Pronto descubrimos que, siendo tan diferentes, teníamos muchas cosas en común. Por ejemplo, a ambos nos fascinaban los enigmas, tanto que terminó dándome órdenes por medio de jeroglíficos y códigos lógicos, y llamándome querida Watson.

»Don Niccola Mocciaro fue mi maestro en la ciencia y, aunque nunca trató de influir en ella, también lo fue de mi vida. Me quedé huérfana de padre siendo muy joven. Él fue mi padrino de boda y también lo fue del bautismo de mi primer hijo: pensamos inicialmente en que fuera mi suegro, pero, naturalmente, desistimos. Cuando me lo presentaron, yo proyectaba mi boda. Él, que acababa de llegar a Valladolid en calidad de catedrático, me mandó llamar. Cuando entré en su despacho, después de los consabidos golpes de nudillos, el profesor miraba por la ventana. Tuve ocasión de juzgar a priori a mi interlocutor. Me hallaba ante un hombre de notable estatura y fornido esqueleto. Incluso de espaldas exhibía un pegajoso atractivo. Cuando se volvió y me hallé enfocada por sus maravillosos ojos azules, recordé aquellos sones de María Dolores Pradera: “Fina estampa, caballero; caballero de fina estampa”.

»”Me han dicho que planea contraer matrimonio próximamente: craso error señorita”, fue su recepción. Sin embargo, no lo dijo en ese tono limpio y glacial que cabría esperar. No sé cómo, pero envolvió aquellas frases en la estola mullida de la recomendación de un amigo o de un padre. No me estaba anunciando una carrera mediocre si era tan estúpida como para anteponer los sentimientos a la razón. No, lo que hizo fue ofrecerme un consejo.

»”Aún no me conoce, don Niccola”, argumenté segura de mí misma. ¡Entonces era muy estúpida! “Tendrá que fiarse únicamente de mi palabra cuando le digo que no se inquiete: soy capaz de trabajar con ambas manos a la vez”. “De acuerdo”, me respondió sin dudar, “aceptaré su palabra. Ahora soy yo quien le ruego que confíe en mí: concédame un año. Haré de usted una profesora que valga la pena. Luego, invíteme a su boda: prometo hacerles un buen regalo”.

»No sé que vio en mí. Yo era una niña de provincias; él pertenecía al distinguido grupo cuya principal ocupación estriba en repartirse el mundo. Era una niña entonces, pero no una chiquilla estúpida. Sabía que comprar implicaba endeudarse y la mafia obligaba siempre a pagar. Esa era mi duda: ¿por qué don Niccola iba a empeñarse por mí, comprando favores que habría de devolver con intereses usurarios? Yo no merecía tal esfuerzo. Además, todos sabíamos que el profesor Mocciaro tenía un hijo, Alejandro, que seguía sus pasos en el Derecho Penal. Lógico era que sus mejores apuestas fueran para su vástago. Tampoco sabría decir qué descubrí yo en él. Sin embargo, me fié de su estampa, de su voz... Aquella relación, aquella química en el primer encuentro, me costó una gruesa riña con Jaime, que no entendía cómo un señor a quien no había visto antes podía interferir de aquella manera en nuestros planes. Tanto se ofendió que, sin advertírmelo, se fue a hablar con él. Salió de allí fascinado, como yo. No volvimos a hablar del tema: retrasamos nuestros proyectos exactamente un año y medio. Algún tiempo después, la víspera de la lectura de mi tesis, le formulé la pregunta que desde aquel día rondaba mi cabeza: «Don Niccola, ¿por qué yo?» «Bueno, querida Watson», contestó con su habitual ironía, «¿por qué no?» Tras mi obtención del grado de doctor, un año después de nuestra primera conversación, Jaime y yo le regalamos aquella Parker. Nos costó seis meses de sueldo, pero valió la pena. Cuando vio aquella antigua pluma roja —idéntica a la que sir Arthur Conan Doyle había empleado para escribir las historias de Sherlock Holmes— perdió la compostura. No dijo nada, pero se emocionó y nos envolvió a ambos con un franco abrazo.

»El día de la lectura de mi tesis, conoció a mi madre. El flechazo fue inmediato, pero el corazón de mi progenitora se había vuelto de piedra. Llevaba ya bastantes años viuda pero había cerrado voluntariamente su álbum de fotos. A pesar de eso, don Niccola no perdía nunca la ocasión de verla. Nosotros solíamos ser su excusa, de modo que nos tratábamos dentro y fuera de la universidad. Nuestros hijos le adoraban. Nada más entrar en casa, ellos se ponían en fila para recibir un pasaje de avión, cosa que hacía empleando los dos brazos simultáneamente mientras me decía: «Querida Watson, no te inquietes, esto es pura física: no se me caerán».

»En fin, éramos casi una familia, aunque él tuviera otra de que ocuparse y yo me empeñara, para evitar cualquier maledicencia, en no apearle nunca el tratamiento.

—Es cierto —terció Iturri—. Él tenía su propia familia, concretamente dos hijos. ¿Cómo se llevaban?

—Nunca hablaba de ello, pero no hacía falta ser un superdotado para notar que sufría por sus dos hijos. Alejandro y Clara dilapidaban juntamente nombre y patrimonio.

—Hábleme de Alejandro...

—Qué quiere que le diga: tenía el encanto de la aristocracia decadente. Estaba orgulloso de su estirpe. Hablaba sin parar de sus antepasados, dogos en la época de esplendor de los estados italianos; de su madre, Andrea, nacida princesa (nunca dijo exactamente de dónde); de sus tierras en Mira... Pero todos aquellos afectados relatos se contraponían a su afición por lo sórdido, lo deshonesto, lo escandaloso, incluso lo vulgar. No es nuevo: la condesa emparejada con el torero; el marqués con la tonadillera... Mantener el afectado, casi amanerado, tono del sibaritismo y, simultáneamente, meter los pies en el fango. Ése era Alejandro.

»Adoraba a las prostitutas y a los chaperos; se codeaba con sus chulos en franca camaradería; trapicheaba en el sub-mundo de la droga; pasaba, sin solución de continuidad, de su exquisito apartamento a las chabolas de los delincuentes de todo tipo. En no pocas ocasiones, don Niccola hubo de sacarle de una celda. Menudeaban las veces en que el profesor desayunaba con el rostro de su hijo impreso en la portada de El Norte de Castilla, periódico por excelencia en la capital del Pisuerga, y no precisamente por algún mérito académico.

»No obstante, Alejandro no solía descuidar sus compromisos laborales. Puntualmente sus pies pisaban el aula a la hora acordada y en el día oportuno. Tenía pocos alumnos. Yo solía recoger a los que, hastiados, pedían cambio de turno con tal de variar de profesor. Habitualmente aquellas renuncias no se debían a quejas sobre su talla docente. He asistido a alguna de sus clases: Alejandro había heredado de su padre la brillantez expositora y la capacidad de síntesis. Los cambios se debían a la propia materia. Le encantaba encarnizarse en la violación, el estupro, el incesto... En fin, ensañarse en todos los delitos de naturaleza sexual que florecieran en el Código Penal.

»Sus escritos versaban irremediablemente sobre la penetración, en cada una de sus vertientes. Tanto que se le consideraba experto en la materia en grado tal que era llamado como perito en aquel pequeño volumen de casos en los que una violación llega a un juzgado. Obviamente, siempre era requerido por el reo, puesto que la teoría que Alejandro sostenía era que una penetración provocaba siempre un deleite en la víctima, placer que no llegaba a anular por el hecho de que la fuerza o el dolor fueran simultáneamente ejercidos. En el campus se comentó hasta el extremo el testimonio que prestó en el juicio por violación y asesinato de una niña de nueve años.

»Aquellos hechos llenaban a don Niccola de tristeza, pero no decía nada. ¡Pobre hombre! Le aseguro que no se lo merecía.»

 

 

El inspector seguía aquellas confidencias con atención. Fuera el día había estallado. Los rayos comenzaban a penetrar por el ventanuco. Había ido poco a poco olvidándome de que Iturri estaba allí. A medida que me liberaba, mi cuerpo lo hizo también. Sin embargo, cada vez que trataba de gesticular, el suero o las esposas me lo impedían.

Juan Iturri se levantó y, dejándome con la palabra en la boca, salió de la habitación. Dejó entreabierta la puerta, de modo que pude seguir la discusión al detalle:

—Felipe, quite las esposas a la detenida.

—Lo siento, inspector, pero no puedo.

—¿Cómo que no puede? —pese a que Iturri no cambió de tono, dejó de llamar al policía por su nombre—. ¡Dirá usted, agente, que no le da la gana!

—No puedo, jefe. El poli de Madrid me avisó de que pasaría esto. Me dijo que usted es demasiado blando y que esa arpía..., en fin, esa señora, le engañaría. Me advirtió claramente que ante su petición contestara que no. ¡Jefe, me juego el cuello!

El inspector cambió de estrategia.

—Felipe, me conoce desde hace tiempo. Si lo piensa bien, verá que ese inspector habla sin conocimiento de causa. Pero, en todo caso, vamos a hacer una cosa. Déme las llaves. Yo abriré las esposas, así será responsabilidad mía.

—De acuerdo, jefe, pero si me mete en un lío, espero que sea usted mismo el que me saque.

—¿No lo hago siempre?

Cuando entraron en la habitación para liberarme, me negué.

—No —dije—, quiero seguir así. Pienso poner una denuncia contra el inspector Ruiz en cuanto esto acabe. No merece la pena que tengan problemas por esto.

—Muy bien, gracias, agente; espere fuera, por favor. Señora, ¿desea tomar algo? ¿Tiene ánimo para continuar?

—Lo cierto es que estoy muy cansada. Querría dormir.

—Preferiría que no lo hiciera. O los asesinatos se investigan pronto o no se resuelven. Esa es la estadística.

—No crea que me sorprende su respuesta, inspector. ¿Qué más quiere saber?

—Me gustaría que me hablara de Clara.

—En ese caso, aceptaré otro vaso de agua. Una mujer así puede dejarme sin habla.

—Creo que causa ese trastorno en muchos hombres próximos —dijo con mala intención.

—¿Lo dice por propia experiencia? —repliqué, con peor voluntad. El juego acabó ahí, radicalmente, demasiado rápido. Supuse que en realidad había dado en la diana.

—¿Cómo la conocieron? ¿Hizo amistad con ustedes al mismo tiempo que su padre? En realidad no parece de su tipo.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, es obvio.

—Sí, lo es. Nos la presentó su padre. Fue en un viaje del departamento, organizado por don Niccola, en el que invitó a los respectivos cónyuges, por aquello de estrechar lazos. Clara fue su acompañante. Ella acababa de regresar de un año sabático en el extranjero: «París, San Francisco y Sydney», comentó.

»Por lo que se refería a su hija, poco nos había dicho, salvo que físicamente se parecía mucho a su madre —una bella italiana, de grandes ojos verdes y pajizo pelo siciliano—. «En el carácter no», añadió. «Ella era culta y prudente; Clara un cúmulo de sentimientos sin domar... Pero, en fin, Dios siembra como quiere.»

»Pero el tiempo no sabe guardar secretos y pronto nos enteramos de su historia. A consecuencia de una enfermedad infantil, le colocaron un aparato ortopédico en una pierna. Las compañeras de su aristocrático colegio no tuvieron piedad. En primer curso ya respondía al sobrenombre de Thatcher: la dama de hierro. Algunos años después, una intervención quirúrgica terminó con el problema físico; lamentablemente, la tara psicológica estaba demasiado arraigada. Convertida en una agraciada mujer, no tardó en tomarse cumplida venganza. Lo hizo sin dudar, como una verdadera dama de hierro. Las compañeras del distinguido colegio que voluntariamente le habían hecho sufrir perdieron sus novios o maridos en sus brazos. Todas y cada una de ellas recibieron un sobre con una instantánea que inmortalizaba el acontecimiento.

—Disculpe, ¿sabe si se cuenta entre sus víctimas un tal...? — El inspector Iturri repasó las hojas de su libreta, hasta dar con lo que buscaba—. Sí, aquí está. ¿Un tal Rodrigo Robles?

—¡Por Dios, inspector! ¿Cómo se ha enterado? ¡Debe de ser usted muy buen sabueso!

—Supongo que eso equivale a un sí.

—En efecto, Rodrigo Robles ocupó el último lugar en aquella tenebrosa lista. Creo que se resistió más de lo esperado. Estaba recién casado con una niña mona madrileña, hija única de un afamado catedrático de nuestra área. Su padre, don Nicanor, hombre de elevada fortuna, colmó a su hija con todos los caprichos. Fue un drama terrible cuando aparecieron las fotos. Ella pidió el divorcio, pero luego, no sé muy bien por qué, retiró la demanda. Naturalmente, Alejandro y Rodrigo perdieron su amistad, aunque siguieron tratándose en lo académico.

—Una cruel venganza...

—Sí, por supuesto, lo fue. Por lo demás, cuando la vendetta terminó, la dulce Clara comenzó a vivir apurando los días y las horas, tratando de recuperar lo que consideraba que había perdido. Tuvo buenos partidos, pero ella no deseaba eso: estaba peleada con el mundo, con Dios, con cada ser viviente. Estimaba que todos, sin excepción, habían sido injustos con ella. Su padre no le había hecho suficiente caso; su madre se había muerto cuando más la necesitaba; Dios había sido cruel sin motivo, encerrándola en una cárcel de hierro y caucho. Los caprichos del destino son difíciles de entender. Pero más lo son nuestras respuestas a sus inesperadas embestidas.

—¿Por qué lo dice?

—Uno de mis hijos ha padecido esa misma enfermedad. No es grave, pero anula la movilidad: mientras los demás juegan al fútbol o saltan tratando de meter la pelota en la canasta de baloncesto, tú te limitas a mirar, a leer o a escribir. En sus cuatro años de parálisis forzosa, mi hijo se ha hecho arbitro de fútbol, ha aprendido a tocar la guitarra con cierto arte, ha leído todo lo que ha caído en sus manos, ha compuesto canciones y tenido dos guapas y fugaces novias. Ahora vive una vida normal. Supongo que esos años habrán dejado un rastro indeleble en su carácter, pero nadie lo diría. Clara actuó de otra manera. Es más, todavía se comporta según ese patrón. Su espíritu aristocrático añade a su proceder un nuevo atractivo, el picante que hace falta para que, lo que resulta sencillo a los veinte, siga funcionando dos décadas después. No se da cuenta, pero, creyendo que se venga de la humanidad, sólo consigue que el mundo se ría de ella. Más pronto que tarde, cuando el tiempo vaya cargándole de años, le embargará la depresión, luego la náusea. En fin, reconozco que, sin la esperanza en una vida futura, este mundo resulta un engaño cruel, una diversión macabra. ¡Espero que lo comprenda a tiempo!

—Lo dudo —sentenció tajantemente el inspector. Luego se dio cuenta de que se estaba implicando y rectificó—: Aunque en la vida todo es posible.

—Es verdad —respondí.

—He de hacerle una pregunta delicada, desagradable. Dígame si está preparada.

—Lo confieso, también he matado a Kennedy.

—No diga tonterías. ¿Está dispuesta?

—Inspector, no puedo más. ¡Necesito dormir!

—Sólo una cosa más.

—Una cosa desagradable, decía.

—Sí, me gustaría hablar de su marido.

—¡Podría haber empezado por ahí! ¡Ése no es un tema desagradable ni delicado!

—¿Cree que él mataría por algún motivo? ¿Le sería siempre fiel?

—No, no lo haría. Me refiero a lo de asesinar.

—¿Por qué está tan segura?

—Llevamos quince años casados. Es suficiente tiempo para que dos personas se conozcan y la objetividad se imponga.

—¿Le quiere?

—Sí, por supuesto.

—Eso no ha sonado sincero.

—Pues ese fallo habrá de apuntárselo al sonido. Le quiero mucho. Sé que personas como Clara dirían que eso no es amor, pero yo creo que lo es.

—Entonces es imposible que usted sea objetiva.

—En eso se equivoca. ¿Está usted casado?

—Soltero, de momento.

—Pues entonces tendrá que creerme.

—Respóndame: ¿Se encuentra usted entre los que creen que la fidelidad forma parte imprescindible del amor? ¿Lo está su marido?

—Pondría la mano en el fuego por los dos.

—Pero él es un hombre...

—¿Y eso qué más da?

—Es obvio. Todos podemos meter la pata. Yo, usted, su marido... Y, sin embargo, no sería más que un error.

—Perdone que le lleve la contraria, pero esos errores tienen mucho de voluntario.

—¡Por supuesto! Uno sabe cuándo se está metiendo en la boca del lobo. Pero es posible que alguna ocasión llegue sin avisar.

—Sé que Jaime me ha sido fiel.

—Lola, siento tener que hacer esto, pero necesito que oiga esta cinta. No me pregunte cómo la he obtenido. La mujer que habla es Clara Mocciaro, su interlocutor... En fin, escuche, por favor.

Mi corazón fue acelerándose. Sentí los latidos en la garganta en el mismo momento en que escuché la voz de Jaime. Parte de la cinta era inaudible, pero en otra parecía entreverse que entre las personas que hablaban había algo más que una leve amistad. «¡Jaime, necesito verte!», decía la voz femenina. «¡Por favor, baja a mi habitación! ¡Te prometo que Lola no se enterará! ¡Seguro que está roncando como un albañil!» «¿Y tu inspector? ¿Por qué no acudes a él?» «Sabes perfectamente que Miguelón es sólo un amigo, y además algo torpe. Anda por ahí buscando a los malos. Me urge verte...»

El inspector Iturri me sacó del ensimismamiento con una pregunta directa:

—Por su bien, necesito saber si hay algo entre ellos. No querría que fuera usted culpada por los delitos de otros.

Mientras el fantasma de la duda me rondaba, debí de perder el color, Iturri se asustó al verme. No me ocurría nada, sólo estaba dentro de la ostra, como en otras ocasiones. Acongojado por el silencio, Iturri me tomó la mano derecha, tratando de asegurarse de que estaba bien. Me zafé de ella nada más percibir su tacto. De improviso, mi cara mostró la honda pena. Iturri no debía esperar la erupción y se sorprendió, alejándose rápidamente.

—No hay nada entre ellos —contesté escuetamente, casi en un silbo—. Pero ahora, sinceramente, necesito descansar.

—Tras la muerte de su hermano, Clara Mocciaro hereda un número nada despreciable de propiedades. Sólo las rentas le permitirán vivir con boato el resto de sus días. Por otro lado, accede al título nobiliario. Es un buen partido. ¿No lo cree?

—Sí, por supuesto, en ese sentido lo es —respondí.

—Perdone, pero también lo es en otros muchos. Es una mujer aún joven, atractiva y goza de ese encanto aristocrático del que usted habló antes.

—Le creía inmune a esos encantos, inspector.

—Como su marido, yo también soy hombre. Aunque ella no es mi tipo, la historia se repite: es el motivo más viejo de asesinato de la historia de la humanidad.

—Se equivoca, inspector —expuse muy seria, con expresión gélida—. El más viejo de la historia es la envidia. Recuerde a Caín y a Abel. Por allí no había ninguna Clara.

—Touché!

—De todas formas, inspector, no sé dónde quiere ir a parar — dije, decidiendo que, si había que luchar, prefería hacerlo con todas las armas—. ¿Insinúa que Clara ha podido planear la muerte de su hermano? ¿Sugiere, por el contrario, que ha sido la caza de mi marido lo que ha preparado? En mi opinión, lo primero es imposible. He de salir en defensa de Clara: su capacidad intelectual no alcanza el grado que se requiere para planificar algo así.

—Así lo estimo yo también, pero pudo ayudarle alguien...

—¿Su colega madrileño, por ejemplo? ¡Ya estoy viendo los titulares: «¡Agente de provincias detiene a un sheriff corrupto!».

—¡No diga sandeces! ¡No estaba pensando en él precisamente!

—¡Pues más sandez es lo que está haciendo en este momento, culpando a mi marido!

—¡Por favor, no se obceque! Sólo trato de sacar a flote la verdad. Le voy a formular una pregunta muy sencilla y muy simple. Sólo ha de contestar sí o no. ¿Hay algo entre su marido y Clara?

—Eso forma parte de mi vida privada. Usted no podría entenderlo. Sólo le puedo decir que se equivoca al juzgar a Jaime.

—¡Ya ha oído la cinta!

Los verdes ojos de Juan Iturri se clavaron en mí intentando taladrar mis sentimientos. Supongo que necesitaba constatar mi reacción. Sin embargo, lo que vio no fue más que un rostro seco; un monte yermo, pelado, cobrizo, sin más vida que la que gira en torno al fondo metálico de la esfera del reloj.

—¿Qué me dice del contenido de esa cinta? ¡Es categórico!

—No, no lo es. Yo únicamente he oído un conjunto de lamentos pronunciados por Clara. Pero no demuestran que Jaime accediera.

—¿Y no le parece raro que ella le llame y le pida que baje a su habitación?

—No conoce a Clara... Y, obviamente, ignora quién es Jaime. Hemos hablado de fidelidad... Verá, yo caería mucho más fácilmente que él. Si le conociera...

—Entonces, ¿por qué esa cinta?

—No es de su incumbencia. Vaya a la cárcel, hable con mi esposo. Después, si necesita más aclaraciones, venga.

 

 

Lo que comenzó como un murmullo fue ganando cuerpo. En el pasillo se oían carreras de zapatillas de suela de goma y risas ahogadas. Iturri se sobresaltó. Después, sin mediar palabra, abandonó la estancia. A los pocos segundos la puerta volvió a abrirse, pero en este caso fue una enfermera quien entró en la habitación.

—Buenos días —dijo con simpática voz—. ¿Ha dormido algo? Le pongo el encierro. El desayuno vendrá enseguida.

—No se moleste, no tengo ganas de...

Un gesto de supino estupor se adueñó del rostro de la enfermera.

—¿Cómo? ¿No quiere ver el encierro? ¡Hasta el año que viene no podrá disfrutar de otro! ¡Ah, ya veo! ¡Hoy estamos chistosos! ¡Pues vaya ánimo tiene usted, con lo que le ha caído!

¿Para qué contestar? Observé desde mi prisión blanca cómo la enfermera encendía el aparato y sintonizaba Televisión Española. A mis oídos llegó la voz de Solano que vertía su experta opinión sobre la ganadería del día: Torrestrella.

Estaba agotada. Me dolía rabiosamente la cabeza. El calvario había instalado en mis sienes un zumbido persistente y tremendamente molesto. La angustia del día anterior, lejos de mitigarse tras la conversación mantenida con el inspector Iturri, se había transformado y agrandado para dar cabida a un nuevo elemento perturbador: Clara. Ansiaba, por encima de todo, dormir, olvidarme de vivir, pero me fue imposible. La televisión, luna bajo techo, ha ejercido siempre un cierto magnetismo sobre sus víctimas. Yo solía zafarme de su embrujo, pero no aquel día en que, sin fuerzas para combatir, me vi hipnotizada por aquella lujuriosa sucesión de colores blanquirrojos que ataban la voluntad e imponían la vigilia. En pocos segundos el ambiente me cautivó. La pantalla mostraba un recorrido más despejado, sin embargo, se percibía intacto el miedo. Según explicó el comentarista, en su cara más oculta, aquella ganadería gaditana llevaba asociado a las astas un particular infierno: dos cornadas por encierro. Recordó a Matthew Peter Tassio, el último norteamericano caído en tan particular combate. Las imágenes se sucedían, impactando en mi cansada retina. De alguna manera, yo me sentí solidaria con aquellas cornadas. El animal que a mí me perseguía no era un bello astado de Alvaro Domecq, sino un negro fantasma. Yo no tenía veintidós años como aquel pobre muchacho, pero intuía que también mi vida iba a ser segada sin sentido. Matthew pudo ver a Castellano, tuvo una oportunidad. Yo no tenía ninguna.

Los toros que salieron en estampida aquella mañana del 14 de julio presentaban buena alzada, estaban bien armados y exhibieron un trapío que hizo trabajar al Santo a destajo. La manada, que enfiló la cuesta de Santo Domingo arracimada, con los cabestros a la cabeza, pronto se dividió. Aislados y confusos, los toros fueron embistiendo a todos los mozos que se pusieron por delante. Pero las aparatosas caídas y las bellas carreras no dejaron saldo sangriento. El Santo moreno terminó el trabajo duro del año con la miel en los labios.

Cuando, tras el encierro, trajeron el desayuno, no me quedó más remedio que claudicar.

—Si es tan amable, necesitaría orinar.

—Por el suero no se preocupe. El soporte tiene rueda y se puede desplazar.

Levanté el brazo como pude. La enfermera tardó un tiempo en captar la ironía. Después, se fue hacia el cuarto de baño sin decir palabra.

Aunque el hecho de que la enfermera retirase mi ropa y encajase una cuña metálica fría no fue tan terrible como yo había imaginado, que lo hiciera sin dirigirme la palabra ni una fugaz mirada sí que lo fue. Confusa por su doble silencio, pensé que no estaba cooperando suficientemente y levanté un poco más la cadera. Medí mal el movimiento y la orina acabó en el colchón. No fue demasiado, pero lo suficiente para que tuvieran que cambiarme de ropa y mudar la cama. La enfermera comunicó al policía de la puerta que debía soltarme, al menos momentáneamente, aquella desagradable pulsera, y con ayuda de otra compañera, en perfecto silencio, hicieron profesionalmente su trabajo. Es curioso, siempre que hago memoria recuerdo mejor estos insignificantes detalles: aquellos silencios asaeteados de desprecio tan míseramente administrados, el tiempo desmedido que empleé en vaciar mi vejiga, los ruidos que, sin poder evitarlo, emití. Sin embargo, otros elementos importantes se han desdibujado casi totalmente.

Iturri no volvió a la habitación para despedirse. Yo lo tomé como un buen presagio, suponiendo que de la nada había emergido un nuevo e importante factor en la investigación. Con este deseo, cerré los ojos, e intenté dormir sin pensar en Clara.