Diagnóstico: asesinato

Las mujeres pueden ser excelentes amigas... (pero) en primer lugar hay que estar enamorados de ellas.

       ERNEST HEMINGWAY

       Fiesta, Cap. XIV

 

El 13 de julio la lluvia no estorbaba. No había viento ni hacía demasiado calor. Sin embargo, todos sabían que las favorables condiciones meteorológicas no mitigarían el peligro de la mañana, una amenaza aún más densa que la del día anterior: corrían toros de la ganadería de Cebada Gago, los animales más sangrientos de la historia del encierro.

Consumido el fin de semana, había disminuido el número de corredores; la afluencia de curiosos y espectadores era menor y podrían apreciarse muchos más detalles de las carreras y los toros. Lola y Jaime vieron pasar la manada desde uno de los balcones del hotel. Desde el día anterior, no habían tenido noticia de Clara ni del inspector Ruiz.

Los Cebada Gago apuraron Estafeta con ansia, como consumen recuerdos los eternos solitarios, como anhelan besos las bocas forzosamente cerradas. En poco más de dos minutos y medio se metieron en chiqueros, dejando tras de sí una nutrida colección de contusionados. Aunque, quizás por los aciagos acontecimientos de la víspera, los astados respetaron la integridad de los mozos, y no hubo cornadas.

A primera hora de la mañana, todo el mundo sabía quién era la víctima que ocupaba el número 15 en los anales del encierro. En las ediciones especiales de los diarios de la mañana —sembradas de fotos en blanco, rojo y negro toro— aparecían muchas imágenes en las que Alejandro Mocciaro era protagonista.

Tras el encierro, Lola y Jaime bajaron a desayunar. Encontraron a Clara muy seria, con el gesto perdido. No se había pintado, tan sólo un ligero toque de carmín en los labios. Trataron de animarla, pero la vacuidad de su mirada indicaba que aquella labor era imposible. Estaba absorta, rumiando penas y suspiros. Tomaron café en silencio, respirando olor a cera y evocando unos hechos que no podrían olvidar fácilmente.

Jaime recorrió la habitación con la mirada. A su mente no vinieron las piezas de Albaicín, ni las risotadas de Hemingway, sino historias de luto y silencio que, cuando eran críos, rememoraban jugando en las tinieblas del ático: duelos, asesinos escondidos bajo nombres ficticios, republicanos huyendo de sus verdugos, leyendas...

La aparición del inspector Ruiz les sacó de su ensimismamiento. El policía —que había partido temprano del hotel donde se había instalado, al parecer, en la habitación de Clara— presentaba un subido color. Su rostro congestionado y el amplio círculo de sudor que manchaba su camisa evidenciaban que había impreso a su carrera casi la misma velocidad que los bellos toros con divisa colorada y verde habían mostrado en Estafeta.

Los análisis de sangre de Alejandro Mocciaro acababan de revelar que el toro había concluido lo que una ingente cantidad de clorhidrato de ketamina había comenzado. La cocaína no había sido tampoco gran ayuda. La mezcla había hecho imposible que el mozo controlase sus reacciones.

—Clara, querida, ya tengo los datos. Los laboratorios forenses tienen los resultados de los análisis. Son malas noticias.

—No creo que sean peores que las que ya tenemos. Él está muerto.

—Es cierto que ya nada podemos hacer por el pobre Alejandro, sin embargo, podemos vengar su muerte. El toro no fue su asesino. Tu hermano no se hubiera dejado coger por él si no hubiese tenido el cuerpo lleno de clorhidrato de ketamina.

—¡Ya os lo decía yo! —concluyó Clara sin dar muestras de interés—. La cogida no parecía normal. Alguien tuvo que hacer algo. La cuestión es quién, ¿quién le mató?

—Clara —argumentó Jaime—, el clorhidrato de ketamina es una droga. Hace algunos años se empleaba para anestesiar a seres humanos pero, en vista de los efectos negativos, dejó de usarse, aunque su empleo se mantiene en animales. De hecho, yo lo utilizo a menudo en mis experimentos con perros. Sin embargo, se puso de moda como alucinógeno. Utilizado en dosis sub-anestésicas, produce sensaciones nuevas, psicodélicas. Quien consume esta droga se introduce en un túnel genial de paredes líquidas, por el que discurre a toda velocidad, mientras se aleja del mundo exterior, se siente separado del cuerpo...

—¿Y qué me quieres decir con eso, Jaime?

—Quiero decir que la gente consume ketamina buscando precisamente esos efectos. Es posible que Alejandro pretendiera...

—No, no es posible —respondió Clara—. ¡Esto son los sanfermines!

—Hace algunos años tuve que intervenir como experta en un caso por tenencia y comercio de drogas. Los procesados quedaron libres porque la ketamina todavía no había sido clasificada como tóxico en la Convención de...

—¿Y a qué viene ese rollo jurídico, Lola?

—Te lo cuento porque se les detuvo en Pamplona, y ellos declararon que la droga incautada estaba destinada al consumo durante la Fiesta.

—¿Me estáis diciendo que Alejandro se chutó esa droga antes del encierro? Sinceramente, no me lo creo. ¡No era tan estúpido!

—Es cierto —alegó el inspector—, la dosis era muy grande y estaba mezclada con cocaína en alta concentración. Nadie hace una tontería de ese calibre voluntariamente. Pero tú no te preocupes, Clara, estoy yo para investigar esto. Te acompaño a tu habitación, te arreglas un poco y vamos todos a Comisaría. Y usted, señora abogada, manténgase en su sitio. La policía dispone de sus propios expertos, no precisamos de su ayuda.

—Por eso no se preocupe, me quedaré en el hotel para no molestarle —contestó incómoda y altiva.

—De eso nada. Ambos vendrán a Comisaría. Necesito su declaración. Dentro de diez minutos les espero en la puerta del hotel.

Conminados por las prisas del inspector madrileño, antes del momento fijado Lola y Jaime se presentaron en el recibidor del hotel. El inspector ofreció hacer el traslado hasta la comisaría en sendos coches oficiales que aguardaban en la plaza del Castillo, ya que localizar un taxi era una tarea ardua y de solución dudosa. En el primero, viajó él, acompañado por Clara. Lola y Jaime fueron en un segundo vehículo, en el asiento trasero; en las plazas delanteras, se sentaban dos oscuros agentes, serios y cariacontecidos.

—¡Ketamina! —pensó Lola en voz alta, despreocupada—. No es una droga común, aunque es obvio que tampoco Alejandro lo era.

—Bueno, es una sustancia más... ¿Cómo lo diría? Más elitista..., más aristocrática. Dicen que su consumo provoca un emborrachamiento de luz y tranquilidad, seguido, como todas las drogas, por una angustia feroz.

—Pensándolo bien —siguió Lola—, es muy posible que el comportamiento de Alejandro en la plaza y su encuentro con el toro se expliquen perfectamente por un viaje ketamínico. Lo único positivo es que probablemente no sufriera.

—¿Y por qué habrá tomado esa droga?

—No lo sé. Es extraño. Además, el inspector ha mencionado que era una cantidad nada despreciable.

—Supongo que nos enteraremos pronto —argumentó Lola—. Con ese dato, la policía científica tendrá que intervenir. Harán las averiguaciones pertinentes y encontrarán al camello que le vendió la droga. Supongo que estaría poco cortada y todo fue una sobredosis...

—No lo sé, cariño, esto huele a podrido.

—El mundo de las drogas siempre ha olido así.

—No me refiero a eso, me refiero a la muerte en sí misma. Quiera o no Clara reconocerlo, Alejandro estaba enganchado a la cocaína y probaba otras muchas drogas, pero no era idiota: aún no había llegado a alcanzar ese nivel en que el consumidor se vuelve un completo mostrenco. No creo que se pusiese delante de un toro habiéndose chutado una buena dosis de ketamina. Una raya de coca sí, pero no una dosis fuerte de Special K.

—Tienes razón. Es bastante raro. Ya te decía yo ayer que esta situación me chirriaba.

—Y eso que no conoces todos los datos. El médico forense me comentó ayer que el cadáver presentaba un pequeño hematoma con orificio central en el glúteo izquierdo. Un pinchazo, en definitiva, que había sido realizado con la ropa puesta, porque tanto el pantalón como el calzoncillo presentaban una pequeña mancha de sangre. Es raro, por incómodo, que una persona se chute así.

—¡Jaime! —exclamó Lola estremeciéndose—, ¿sabes lo que te digo? ¡Que esto parece un montaje!

—Sí, es cierto, pero recuerda que es un escenario real con muerto incluido. ¿Un montaje de quién y para qué?

—No lo sé. Pero ha sido muy raro desde el principio: la lectura del testamento en plenas fiestas de San Fermín; a Alejandro le coge un toro y muere; y luego todo este lío de la ketamina...

—En la lectura del testamento nos enteraremos de por qué en Pamplona y por qué en esta fecha... Aunque es muy probable que, habida cuenta de lo acontecido, el acto se suspenda.

—Es posible. Hagamos lo que tenemos qué hacer. Acompañaremos a la pobre Clara, ya que los trámites pueden resultar muy desagradables, y luego nos volveremos a casa.

—Sí, tienes razón, será desagradable para ella, salvo que esté desayunando con algún torero o flirteando con algún gitano canadiense para consolarse de sus penas.

—No seas sarcástica —contestó Jaime—. Por cierto, ¿no crees que deberíamos llamar a Gonzalo Eregui para informarle? Creo que tengo su teléfono en el listín del móvil....

—¡Gonzalo! Sí, por supuesto, deberíamos haberle telefoneado antes, pero con la corrida y el lío de la habitación se me ha pasado por completo. Llámale enseguida, no vaya a enterarse por los periódicos...

Cuando Jaime fue a utilizar su móvil, el agente de policía que ocupaba el asiento del copiloto se lo impidió.

—Disculpe, pero le agradecería que no empleara el teléfono.

—¿Por qué? —preguntó Jaime con candidez.

—Son órdenes del inspector Ruiz —alegó el uniformado.

Desde su puesto al volante, el otro agente añadió:

—No se ofenda. Es que las ondas electromagnéticas afectan a la radio y debemos estar permanentemente conectados. Aquí ocurre algo parecido a lo que pasa en los aviones.

—Perdone, no lo sabíamos —se excusó Lola.

Jaime dejó caer el móvil al suelo. Lola se inclinó a cogerlo. Su marido hizo el mismo movimiento. Hablando en un retaco de voz, él se dirigió a su esposa:

—Eso que ha dicho el policía es una supina tontería. Es imposible que el teléfono móvil interfiera su señal. Esto es extremadamente raro. Escúchame bien, Lola: si pasara algo, localiza a Gonzalo Eregui. Él sabrá qué hacer.

—No, Jaime, estas cosas no funcionan así. Agente —dijo Lola dirigiéndose al policía que conducía el vehículo—, le agradecería que parase el coche. Querríamos bajarnos. Iremos a Comisaría por nuestros propios medios.

—Ya estamos llegando; es más cómodo que vengan con nosotros, podrían perderse.

—No se preocupe —insistió Lola tozuda—, conocemos la ciudad. Detenga el coche, por favor.

—Me temo, señora, que eso no va a ser posible. Hemos recibido órdenes expresas del inspector Ruiz de conducirles a las dependencias policiales.

—Agente, salvo que vaya a detenernos (en cuyo caso tengo derecho a saber por qué y a llamar a un abogado), no tiene facultad para retenernos en este vehículo. No hemos sido convocados para presentar declaración alguna, ni nadie ha expedido contra nosotros una orden de búsqueda y captura. Únicamente hemos sido invitados por el inspector Ruiz a acercamos a Comisaría para acompañar a la hermana de un hombre fallecido. Así que detenga inmediatamente este vehículo o expóngase a una denuncia por detención ilegal.

—No me lo ponga más difícil, sólo les llevo a declarar.

—Pues si no es como imputados, no tiene derecho a hacerlo. Pare inmediatamente el coche.

—No será necesario —intervino el segundo agente—, ya estamos en Comisaría. El inspector Ruiz les explicará todos los pormenores de este procedimiento.

 

 

La comisaría de Pamplona, gris y metálica, era similar a otras muchas comisarías de España, salvo por el hecho de que la navarra estaba recién acicalada. Un concentrado olor a pintura reciente lo impregnaba todo. Lola estaba tan nerviosa y enfadada por el injusto trato recibido que casi ni prestó atención al entorno. Caminaba rápido, decidida a solucionar esa ignominia en nombre de la justicia. Por el contrario, el olor a disolvente afectó a Jaime. Cuando llegó a sus ojos azul verdoso, le obligó a llorar. No hablaba, aquellas diatribas jurídicas le habían anegado el alma sumiéndole en un voluntario ostracismo.

Les llevaron directamente a una sala donde esperaban Clara y el inspector Ruiz. Los dos agentes que les acompañaban pasaron también a la estancia. Ninguno de los presentes se levantó cuando entraron. La mujer parecía ebria de altivez, erguida en su silla, fumando cigarrillos caros, sonriendo maligna y cruelmente. El policía se mostraba casi triunfante.

—Adelante, siéntense, por favor.

—No, inspector —declaró Lola—, no me sentaré hasta que no me diga de qué va todo esto. ¡Sus ayudantes nos han impedido hasta usar el móvil! ¡Dígamelo ya, o nos iremos de aquí!

—Lo que ocurre es muy sencillo. Como les indique anteriormente, Alejandro Mocciaro estaba intoxicado con una altísima dosis de clorhidrato de ketamina cuando ese toro colorado le corneó. Existen, por tanto, indicios suficientes para pensar que se ha cometido un hecho que podría revestir carácter delictivo. En realidad, las pruebas parecen indicar que alguien le inyectó esa sustancia con ánimo criminal. Así mismo —el policía parecía disfrutar con el momento—, poseemos pistas suficientes para señalar a las personas que han tenido parte en esos hechos.

—¡Qué rapidez! ¿Y quiénes son esas personas? —preguntó Jaime, con su habitual candidez. Parecía que acababa de despertar de un extraño sueño.

—¿Es que no lo saben?

—Pues realmente no, inspector —contestó el médico.

—En ese caso, pregunte a su esposa.

—Inspector Ruiz —Lola estaba muy seria. En el aire tremolaba una peligrosa sensación, pero ella ocultó lo mejor que pudo su miedo. De hecho, su voz sonó firme—, ¿me está imputando algún delito?

—Tengo entendido que usted y el fallecido Alejandro Mocciaro eran compañeros de claustro.

—Sí, en efecto, lo éramos. Ambos explicábamos Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Yo aún sigo haciéndolo.

—Por poco tiempo, tengo entendido.

—¿Por qué dice eso, inspector?

—Según los datos que obran en mi poder, usted perdió hace unos meses su puesto de trabajo.

—No exactamente. No gané la oposición a cátedra a la que concursé.

—En efecto, la ganó Alejandro Mocciaro. Cuando él ocupara la plaza de catedrático, usted sería expulsada de la universidad donde llevaba trabajando más de quince años.

—Sí, eso es correcto. Diecisiete para ser exactos.

—Y usted está muy enfadada...

—¿Qué es lo que insinúa, inspector?

—¿Insinuar? No, yo no insinúo nada. Lo que voy a hacer de inmediato es aplicarle medidas preventivas.

—¿Me va a detener? ¿Con qué indicios?

—¿No le parecen obvios? Se enterará a su debido tiempo de los detalles.

—De eso nada, me asiste el derecho a ser informada de los hechos que se me imputan, las razones de mi detención y los derechos que me asisten. Por cierto, tengo derecho a asistencia letrada. Jaime, no diremos ni media palabra más. —Al dirigirse a él, Lola notó que la cara de su esposo era todo un poema, pero ahora no disponía de tiempo para sentimentalismos—. Quiero que sea avisado Gonzalo Eregui, abogado del colegio de Pamplona. También que se notifique mi detención a...

—¡Cállese de una vez! —El inspector Ruiz se acababa de levantar. Sus enormes brazos se apoyaban en la mesa, permitiendo que su cuerpo se inclinara hacia el de Lola. Las venas del cuello se le habían hinchado, lo mismo que su rostro, que aparecía de un rojo subido—. ¡Aquí quien manda soy yo! ¡Yo diré qué derechos tiene!

—¡De eso nada, es la ley la que lo estipula, usted no es nadie para...!

—¡Si no se calla, mandaré que la amordacen!

—¿Pero qué se ha creído? ¡Esto es una democracia constitucional!

Tras unos golpes en la puerta que no esperaron placet, se abrieron las puertas de roble y una riada ahogó las palabras de Miguelón Ruiz. El juez Uranga iba en cabeza. Tras él, su sustituto en la instrucción del caso, el juez Vergara, acompañado del forense. En último lugar, el inspector pamplonés Juan Iturri.

—¡Iturri! ¿Qué coño quiere? —Naturalmente, el inspector Ruiz se encaró con el eslabón más débil.

—Acabo de informar a sus señorías del hallazgo de clorhidrato de ketamina en el cuerpo del finado Mocciaro y...

El juez Uranga tomó la palabra.

—Inspector, ¿por qué no nos ha informado de inmediato? Nos llegan alarmantes noticias relativas a la posibilidad de que esté usted pensando en practicar detenciones preventivas...

—En efecto, señoría, estaba en ello cuando ustedes han venido. Le informaba a doña Lola MacHor de sus derechos.

—¿Cómo de mis derechos? —bramó ésta, mirando a su amigo con ojos suplicantes—. ¡Me estaba usted negando la asistencia letrada!

—Inspector —continuó Uranga, con tono pausado—, ¿cree tener indicios suficientes para acusar a esta mujer?

—Lo creo.

—Es ese caso, entiendo que esta conversación habría de ser privada y que los presuntos implicados deberían abandonar la sala.

—Yo lo que creo es que usted, señoría, se está extralimitando. Le recuerdo que ya nada tiene que decir aquí. En caso de que concurra alguna circunstancia que yo deba tener en cuenta, será el juez Vergara quien habrá de comunicármelo.

—En efecto, así es —intervino el nuevo juez—. Conteste a la pregunta: ¿qué indicios obran en su poder?

—Varios, señoría. En primer lugar, el acceso a la sustancia. Don Jaime Garache, aquí presente, ha confesado emplear habitualmente esa sustancia y tener almacenadas cantidades de la misma; en segundo lugar, el motivo: un cóctel de dinero, celos y envidia.

—Expliqúese, por favor —pidió el juez.

—Verá, señoría, doña Lola MacHor acababa de perder una cátedra que fue ganada por el finado: interviene la venganza. Por otro lado, si Alejandro Mocciaro moría, ella recuperaría su puesto y tendría la posibilidad de obtener la cátedra en segunda instancia. Además, hay un motivo secundario: los celos. Unos celos que le obligaron a dañar a la familia Mocciaro. Doña Lola MacHor, aquí presente, sabe que su marido está profundamente enamorado de la hermana del finado, doña Clara Mocciaro, también aquí presente...

—¿Qué? —chilló Lola—. ¿Se ha vuelto usted loco?

El inspector Ruiz la despreció y siguió con su exposición.

—Ante hechos de tal gravedad, ante la alarma social que se creará al saberse que se ha cometido un asesinato en plenas fiestas de San Fermín, en un acto como el encierro donde cada día acuden tantas personas de bien, y ante la posibilidad de fuga, creo que tanto doña Lola MacHor como don Jaime Garache deben ser retenidos. Si quiere usted imponerlo, de acuerdo, no hay objeción, dicte prisión provisional; en otro caso, yo la detendré preventivamente.

Vergara miró a su antecesor y éste al suelo. El nuevo magistrado, que acaba de ser informado de la asignación de un nuevo caso y prácticamente ignoraba los detalles del sumario, permaneció en silencio, viéndose obligado a acatar todos los pronunciamientos del inspector madrileño.

Clara sonreía mientras el juez Vergara dictaba prisión provisional para ambos cónyuges.

—Quiero que tengan todas las garantías procesales, inspector.

—¡Faltaría más! —contestó éste. Al juez el tono de su voz le pareció algo socarrón.

 

Hubieron de repetírselo tres veces. La bulla fuera de la sala era tan ensordecedora que ni siquiera en aquel despacho era posible hablar sin levantar la voz. A la segunda, Lola intuyó que aquello iba en serio, pero cuando lo oyó por tercera vez retuvo la acusación formal. Si Jaime lo escuchó antes, no lo manifestó. La imputación estaba formulada, expresa, comprendida, pero ninguno de los dos consiguió articular palabra. El juez Uranga, testigo por necesidad, continuaba mirando el suelo. Por el contrario, Clara se puso en pie, erguida sobre sus altos tacones rojo sangre, con la cabeza pina y la mirada desafiante, sujetando con ambas manos la correa de su bolso.

Lola cerró los ojos sopesando el surrealismo de aquella situación. Habían acudido a Pamplona para la lectura de un testamento en el que, a lo sumo, el difunto les legaría la propiedad de una colección de libros, sin más valor que el sentimental, y acababan acusados de asesinato. Jaime no pensaba. Trataba de digerir aquellas frases que, por fin, había conseguido escuchar: un juez desconocido acababa de acusar a su mujer de asesinato, inculpándole a él como cómplice. Como era frecuente en muchos hombres de ciencia, tratar con la ley le producía a Jaime cierta incomodidad. No solía cometer infracciones voluntarias. No aparcaba nunca en sitio prohibido ni rebasaba los límites de velocidad. Sólo en una ocasión había recibido una multa de tráfico: por circular a 52 kilómetros por hora en una zona con límite de 50. Desoyendo las protestas de su esposa que, conocedora de la ley, insistía en recurrir aquella sanción, Jaime había ido a pagar de inmediato los 160 euros.

Aquel sarpullido sentimental emergió en ese momento con toda virulencia. Sus ojos miraron suplicantes el rostro de su amigo Uranga. Al no obtener respuesta, ocultó la cara entre ambas manos. Producto de una educación espartana, Jaime no solía llorar. Llorar era símbolo de debilidad y de falta de hombría. Por su educación científica, se aferraba siempre a la razón y rara vez a los sentimientos. Llorar debía ser el último recurso, una tabla para náufragos desesperados. Sin embargo, esta vez se dejó llevar por la irracionalidad. Se sentía completamente perdido en un mundo de gestos desconocidos y amenazadores.

Cuando Lola vio cómo el policía arrancaba las manos de su marido de la cara y, colocándoselas a la espalda, le esposaba, un resorte oculto se activó en su interior y prorrumpió en gritos. Ilegalidad, falta de pruebas y otros términos jurídicos fueron seguidos por una tormenta de exabruptos que ni ella misma era consciente de conocer. Sin solución de continuidad, comenzó a dolerle el pecho, como si algún extraño ser oculto en su interior quisiera retorcerle el corazón. Al dolor, que irradiaba hacia el hombro y la espalda, le siguieron las náuseas y el vértigo. Guardó silencio.

Desde la lejanía, el agente que se aprestaba a llevar al detenido a la prisión de Pamplona veía cómo su tarea se hacía cada vez más incómoda: cada músculo del cuerpo de Jaime se revelaba contra aquella ignominia, cada fragmento de su espíritu chillaba desaforadamente, insistiendo en que debían atender a su esposa.

—¡Le pasa algo! ¡Fíjense qué color tiene! ¡Eso es un infarto! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Escúcheme, imbécil —rugió, dirigiéndose al inspector Ruiz—, o atienden inmediatamente a mi esposa o juro que al que tendrán que atender es a usted!

El inspector Ruiz saltó de inmediato

—Una talentosa representación, señora. Caballero, usted también ha estado notable, aunque su mujer le supera. Pero ambos se esfuerzan en vano: uno es perro viejo. Dejen de hacer el primo porque en esta ocasión no cuela. ¡Ah! Y tomo nota de sus amenazas, doctor, las incluiré en el informe. ¿Fue eso lo que hizo con el difunto señor Mocciaro? Dígame, ¿tanto vale la cátedra de su esposa?

—Sí, siempre has interpretado tu papel de mojigata y gazmoña a la perfección —agregó Clara, mirándola altivamente—. Pero tus días de actriz beata han terminado. ¿Y tú? ¡Realmente no me esperaba esto de ti, Jaime, con lo que yo te he querido!

Con voz entrecortada, cada vez con menos color, Lola intentó hablar. Lo consiguió mientras su frente se perlaba de gotas de sudor frío:

—Tengo derecho a que me examine un médico forense —logró decir.

El aludido intervino de inmediato.

—La señora tiene razón, está en su derecho.

El juez competente y su predecesor maniobraron también, poniéndose de parte del médico, quien agregó:

—Por otro lado, verdaderamente tiene muy mal aspecto. Creo que deberíamos llevar a esta mujer a un hospital y hacerle algunas pruebas.

—¿Pruebas? —bramó el inspector—. ¡De eso nada! Estos dos no buscan otra cosa que ganar tiempo, quién sabe si buscando la posibilidad de una fuga. Examine a esta señora si es lo que cree que tiene que hacer. Luego, déle una aspirina y al trullo.

Lola siguió quejándose: sus manos asían cada vez con mayor fuerza su hombro y su pecho. Cuando se desmayó, aún escuchaba las ironías del madrileño y los gritos angustiosos de su marido. Pese a las protestas del policía, el forense impuso su criterio, aunque para ello hubo de apelar al manido argumento de la lluvia de denuncias que a posteriori se les vendría encima. El médico colocó nitroglicerina bajo la lengua de la acusada, trató de reanimarla y llamó de inmediato a una ambulancia. Llevaba mucho tiempo trabajando con cadáveres, pero aún recordaba los síntomas de un infarto de miocardio.

Cuando llegó la ambulancia, la detenida respiraba con dificultad. El personal de SOS Navarra ejecutó enseguida el protocolo, con las reiteradas interrupciones del inspector Ruiz, que seguía arguyendo que la asesina escondía bajo una máscara de dolor la férrea intención de escaparse.

—Presunta asesina —afirmó el policía navarro, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano.

Durante todo aquel tiempo, Juan Iturri había movido reiteradamente la cabeza en señal de disgusto. Según su criterio, aquella detención era prematura, por insuficiente y mal justificada. Por otro lado, aquel matrimonio no parecía responder al perfil de los asesinos por venganza. Todos los datos que obraban en poder del inspector Ruiz resultaban circunstanciales. Al morir Alejandro Mocciaro, su cátedra quedaba vacante, ciertamente; y el marido de la presunta asesina tenía fácil acceso a la droga, pero también era posible comprarla en la calle. Al mismo tiempo, existía un argumento de peso que el sheriff madrileño ni siquiera había contemplado: la hermana del muerto podría tener un interés crematístico, pues a su muerte heredaba un título nobiliario y un conjunto de propiedades dotadas de tentadoras rentas.

Juan Iturri se lo indicó al policía impuesto desde la capital. No obstante, en cuanto el nombre de Clara salió en la conversación como presunta sospechosa, el inspector madrileño montó en cólera. Fue un estallido sorprendente; tanto que media plantilla de la comisaría central dejó lo que estaba haciendo y se detuvo a contemplar aquella furia. Como si procediera a ejecutar un rito de purificación por la ignominia que el navarro acababa de pronunciar, el inspector Ruiz empezó a mover desaforadamente los brazos y a golpear con sus musculosos brazos muebles y paredes: de su boca salían ruidos extraños.

—Está bufando —dijo en voz baja un policía a otro.

—Eso intenta, pero con la voz de pito que tiene, lo que realmente hace es cacarear.

Las risas ahogadas llegaron a oídos del policía, calmándole momentáneamente. Con cien ojos pendientes de sus reacciones, el madrileño inició unos ejercicios de relajación, moviendo el cuello en sentido circular e insuflando aire en una bolsa de papel que llevaba cuidadosamente doblada en el bolsillo. Luego se dirigió decidido hacia el inspector Iturri. Comenzó fulminándolo con la mirada, continuó llenándole de improperios que, con su voz aflautada, sonaron menos gruesos, y concluyó en el mismo momento en que le informó a gritos de que quedaba retirado del caso.

Iturri no se dejó amedrentar. Sonrió mientras le decía:

—¿Está usted seguro de que eso es lo que desea?

El inspector Ruiz se dio cuenta enseguida de su error. Sabía lo que pasaría. A partir del momento en que Iturri desapareciera, todos los agentes de policía dejarían de hacerle caso. Fingirían obedecerle, pero cumplirían lenta y defectuosamente todas sus órdenes, hasta conseguir exasperarle. No le quedó más remedio que recular y tolerar la presencia de aquel palurdo policía de provincias. Debía tragarse sus palabras sin que Clara notara que perdía la batalla. Pensaba pedirle matrimonio. Tras estos hechos, estaba seguro de que ella aceptaría. La dama estaba ya algo deslucida, pese a los múltiples retoques del cirujano plástico, pero tenía rentas saneadas y un título nobiliario. Con esos elementos y su nueva red de amistades, progresaría rápidamente en su carrera. Si esto salía bien, quizás algún día llegara a ser secretario de Estado o ministro...

—¡Usted a callar! —exigió el madrileño, aniquilando con el deseo al inspector Iturri. Ninguno de los dos jueces allí presentes intervino en su defensa—. ¡Fuera de aquí! ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que molestar con sus tonterías? ¡Vaya a buscar a algún criminal! ¿Qué pasa con esa aspirina? ¡Quiero aquí una dosis doble, de inmediato! ¡Al final, se escapará!

Juan Iturri calló, pero no acató. Sería policía de provincias, llevaría zapatos baratos y le sudarían las manos, pero, en lo relativo a su oficio, se contaba entre los mejores. Sus hombres, que eran quienes le importaban, amen de idolatrarle por su olfato de sabueso, sabían que cumplía de manera seria y profesional con su trabajo. No, no cejaría porque un agente visitador de gimnasios viniera a enmendarle la plana.

El médico de la ambulancia, por su parte, al ver cómo la tozudez del policía madrileño y su insistencia en la posibilidad de que la delincuente huyera interfería en su trabajo hasta casi impedirle hacer correctamente su labor, perdió definitivamente la paciencia:

—¿Pero es usted idiota? ¡Cómo va a escapar si le está dando un infarto! ¡De la muerte habrá de huir si no nos damos prisa! ¡Quítese del medio! ¡Avisa al Hospital de Navarra —chilló a su subalterno—, llevamos una angina, quizás un infarto!

—De acuerdo, llévensela —cedió—. Iturri, que le acompañen dos agentes —ordenó con displicencia—. Le responsabilizo a usted personalmente de todo lo que ocurra. Si la detenida consigue huir, le prometo que se dedicará el resto de sus días a vigilar almacenes de alimentación. ¡Y el marido, de inmediato a la celda! ¡Ya!