Aunque la mañana había nacido soleada, pronto una fea nube matizó el azul del cielo con su manto gris. Sin embargo, cosa extraordinaria dadas las circunstancias externas e internas, yo estaba animada; casi contenta. El humor que rebosaba la nota que Jaime me había enviado a través de sor Rosario indicaba que, pese a los terribles pensamientos que suponía habrían de invadirle aislado en la celda de una inhóspita cárcel, con su mujer acusada de asesinato, su ánimo no se había derrumbado.
Comí con alegría. Salvo los vasos de leche tibia que acompañaban a las pastillas, no había probado un bocado decente desde el último desayuno en el hotel La Perla. Estaba hambrienta. Bajo la tapa de plástico había verdura, una enorme y dorada manzana asada y carne —no recuerdo exactamente cuál—. Lo que sí que recuerdo fue la decepción que sufrí a la primera cucharada: no tenía sal.
Pese a la falta de sabor, devoré aquellas viandas por completo, incluyendo las migas de pan y la dulce y crujiente monda de la manzana. En realidad, hubiera comido cualquier cosa que me hubieran puesto, salvo caracoles, naturalmente. Las fuerzas me volvieron de inmediato, y junto a ellas llegó un profundo sopor. Pero Juan Iturri entró en la habitación dispuesto a despertarme de nuevo.
—¡Inspector! ¡Su tesón podría considerarse enfermizo! ¡Supuse que era tenaz, pero no me imaginé que tanto! Acabo de terminar de grabar la cinta. ¡Está ahí, a los pies de la cama!
Sin preámbulos, el inspector Iturri me preguntó:
—Lola, ¿sabe quién es Vermissa?
—¿Vermissa?... Sí, lo sé. Sin embargo, sería más correcto decir dónde o qué.
—¡Caramba, confieso que no me esperaba esa respuesta!
—Pues siento defraudarle, pero Vermissa no es exactamente una persona.
—Y entonces, ¿por qué ese mensaje?
—¿Qué mensaje? No sé de qué me habla.
—Es cierto, usted no ha llegado a ver el libro. Verá, ese volumen antiguo que le legó don Niccola, y que debería haber recibido hoy en la lectura del testamento, tenía una dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros».
—¿Cómo lo sabe?
—Eso no importa, lo trascendental es el mensaje.
—Disculpe, inspector, sí importa. —le interrumpí contrariada—. ¡Soy yo la que está esposada! Para usted soy un caso pendiente de resolución, pero son mi vida y la de mi esposo las que están en juego. Si ha llegado la hora de la verdad, usted también tendrá que colaborar. Dígame, ¿cómo se ha enterado de la dedicatoria? ¿Qué importancia tiene ese juego de palabras del profesor Mocciaro?
—He estado con su madre y con don Gonzalo. Han ido al despacho en busca de esa obra. Cuando lleguen, me avisarán. Ha sido el abogado el que me ha contado el mensaje postumo de don Niccola, aunque ninguno de nosotros sabemos qué significa.
—En realidad no significa nada, inspector. No es más que un escenario de uno de los casos de Sherlock Holmes: concretamente de El valle del terror.
—¿Y por qué habría de enviarle ese mensaje tan estúpido en una dedicatoria? Don Niccola Mocciaro se tomó muchas precauciones para hacérselo llegar. Obligó a don Gonzalo a anotarlo delante de él. Además, no quiso que se le entregara el libro junto a la pluma, sino en su visita obligada a Pamplona. —De improvisó una extraña luz iluminó el rostro del inspector y un murmullo de asombro se escapó de sus labios—. ¡Qué estúpido he sido! ¡Es posible que, si buscamos en el libro que don Niccola le envió a usted, encontremos alguna anotación! ¡Sí! ¡Es muy posible! ¡Voy a enterarme de sí han llegado! Usted recuerde lo que pueda sobre Vermissa.
Mientras Iturri empleaba su móvil, yo rememoré el caso de Sherlock Holmes, y luego se lo conté pacientemente al inspector, aunque él no me prestaba excesiva atención.
—Pues verá, el caso de El valle del terror, que es donde se cita el nombre de Vermissa, narra las historias de una sociedad secreta norteamericana... Supongo que don Niccola me quería decir que tuviese cuidado, porque las cosas no son lo que parecen. No sé, en este momento no se me ocurre otra explicación. Lo único raro de ese mensaje es que, en realidad, la novela habla de sesenta miembros, no de sesenta y uno.
—Estoy seguro de que hay algo más. ¡A ver si traen de una vez ese puñetero libro! —Iturri tomó su teléfono móvil y preguntó, chillando, si no habían llegado aún. Cuando recibió la respuesta, se le alegró la cara—. ¡Ya suben! ¡Veremos de inmediato si hay algo escrito en ese capítulo!
Llamaron a la puerta, se me desbocó el corazón de nuevo. El abrazo fue denso, apretado, colmado de sentimientos, pero silencioso. Curiosamente, ni mamá ni yo lloramos. Gonzalo Eregui y Juan Iturri se mantuvieron en un respetuoso segundo plano, aunque a este último se le agotó pronto la paciencia.
—Por favor, señoras, tenemos que resolver este galimatías. Debemos sosegarnos y repasar el libro. El tiempo apremia.
—¡Conozco este libro! —les dije—. ¡Es magnífico, y vale un dineral! Verá, don Niccola había ido reuniendo primeras ediciones de cada uno de los relatos de Conan Doyle. Este escritor no empezó escribiendo libros. Por el contrario, publicaba sus relatos por entregas en sendos magazines: Lippincott's Magazine, Strand Magazine, Collier s Weekly, etc. Lo hizo desde finales del siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. Tras su éxito, empezaron a hacerse ediciones completas, que son las que posee todo el mundo. No obstante, don Niccola se hizo con los ejemplares originales de esas revistas. Cuando tuvo todos los números, los encuadernó en piel... Sí, aquí está la dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros»...
—¡Busque el caso de El valle del terror! ¡Quizás haya alguna anotación!
—Sí, ahora mismo lo busco.
Repasé la larga y emocionante prosa tres veces, pero para enojo de todos nosotros, especialmente de Iturri, fue perder el tiempo. El libro no parecía contener más secretos que los escritos por Conan Doyle. Mientras iba avanzando el reloj y las posibilidades se reducían, la inicial euforia del inspector se esfumó. Como por ensalmo, sin solución de continuidad, como la niebla en la atardecida, le asaltó el mal humor.
—¿Qué es lo que ocurre, inspector? —pregunté preocupada.
—No se inquiete, no habrá pruebas concluyentes contra usted o su marido.
—En eso tiene razón —aseguró Gonzalo que, junto a mi madre, se mantenía voluntariamente en un segundo plano.
—¡Esto no tiene lógica alguna! —protesté con desesperación—. Si se insiste en que Alejandro ha sido asesinado, ha de haber alguien que haya cometido el crimen. Y si no lo encontramos, tanto Jaime como yo estaremos siempre en entredicho.
—Salvo que la acusación sea probada más allá de una duda razonable, tanto usted como su esposo quedarán libres —informó asépticamente el inspector Iturri—. Debería usted saber, si es jurista, que en España se aplica el principio de in dubio pro reo.
—Conozco sobradamente la ley, pero aquí no hablamos de la ley, sino de la vida. Mi esposo, mis hijos, yo, todos habitamos en una sociedad en la que la apariencia es importante. Si los demás creen que soy culpable, terminaré siéndolo efectivamente. Pese a que la justicia me declare inocente por falta de pruebas, o por que aplique el principio de que en la duda, a favor del reo, a sus ojos seré culpable. Si alguna vez llego a alcanzar el grado de catedrático —¡qué insulsa, qué insustancial me parece ahora esa palabra!—, obtendré una cátedra manchada de sangre. No me atreveré a tener discípulos por miedo a que mis problemas les puedan salpicar; me veré obligada a bajar los ojos ante todo el mundo cuando nada he hecho. Mis hijos sufrirán esas iras en abundancia y acrecentadas: los niños suelen ser especialmente crueles. Y Jaime, mi pobre Jaime.... Lo siento, soy de lágrima fácil.
»Lo que quería decirle, inspector, es que necesito aclarar los hechos, saber por qué han ocurrido y quién los ha causado. Pero en lo tocante a eso, sólo sé lo que le he dicho ya: que no he sido yo, ni tampoco Jaime, y la más beneficiada, Clara, carece de capacidad para planear un crimen de esta magnitud. Por eso digo que algo se nos escapa. Además, veo en sus ojos que a usted hay algo que tampoco le cuadra.
El inspector Iturri bajó la mirada. No deseaba confesar sus temores o suposiciones, lo cual era comprensible ya que en mí veía una potencial, aunque muy dudosa, implicada. También resultaba obvio que algo le inquietaba y que sentía la necesidad de compartir algún dato, un detalle, quizás un fleco de la investigación conmigo.
El policía se frotó los ojos. Se resistía a hablar. En su interior luchaban la prudencia y su instinto. Finalmente, éste último salió vencedor.
—De acuerdo. Bien.
Nuevamente guardó silencio.
—¡Santa Madre del Amor Hermoso, inspector! ¡Tratar con usted incrementa la virtud de la paciencia! ¿Va a decir lo que piensa? Es posible que, si comparte sus ideas conmigo, descubra algún detalle. Es posible, a mí me pasa a menudo, que al expresar sus ideas en voz alta se dé cuenta del fallo de razonamiento, si es que existe.
—¿Sabe cómo los buitres rondan el nuevo cadáver?
—Saberlo no lo sé —confesé—, pero puedo intuirlo.
—Pues así planea sobre mi cabeza la relación de estos hechos con don Niccola Mocciaro.
—¿Don Niccola? ¿Por qué?
—Intuyo que ha querido decirle algo y hacerlo con urgencia. Me señalaba Gonzalo hace un rato que, aunque era muy cuidadoso con las formas, no se puso el pijama. Murió vestido, antes de lo que nadie preveía. Por otro lado, extraña la premura con la que hizo acudir a su albacea a su casa de Madrid. Esa pluma y ese libro antiguos no poseen tanto valor como para un montaje tan cuidadoso. Podía haber dejado el paquete en casa, a su nombre, o haber realizado una simple anotación señalando a quién deseaba legárselo. Pero no lo hizo así. Mandó el libro a encuadernar e hizo que lo enviaran a Pamplona por mensajería...
—¿Me está usted diciendo que don Niccola intuyó su muerte?
—Sí, creo que tuvo miedo y trató de asegurarse de que el mensaje que quería trasmitir llegase a su destinatario. Supongo que juzgaría que usted iba a ser capaz de descifrarlo.
—Desgraciadamente, no soy tan sagaz como él pensaba.
—¿Cómo interpreta usted los hechos? ¿En qué está pensando, inspector? —preguntó mi madre, siempre tan práctica.
—Verá, sin contemplar la hipótesis de un comportamiento criminal patológico, hay tres motivos fundamentales por los que una persona mataría a otra: el primero poseer algo que el muerto tiene: dinero, sobre todo, pero también es posible que sea un cargo, una posesión intangible o el mantenimiento de un poder. En ese sentido, según me acaban de comunicar mis investigadores, Alejandro no parecía tener deudas: ni de juego ni por drogas ni con ningún mafioso que deseara cobrar y no lo consiguiera. Las únicas personas que tendrían motivo para matarle serían Lola, que se quedaría con su cátedra, y Clara, que se haría simultáneamente con título y propiedades. Pero ninguna de ellas da el perfil. Por cierto, ¿sabían que la criminalidad en la mujer es aproximadamente un 10% menor que en los hombres? ¡Son buenas ayudantes y mejores inductoras de crímenes, pero nefastas asesinas!
—Pues la verdad es que no lo sabía —confesé—, pero me alegro de tener menos posibilidades de entrar en la cárcel.
—El segundo motivo más frecuente de asesinato es el pasional, pero tampoco parece que sea lo que buscamos. El tercero es el miedo: alguien podría desear silenciar a Alejandro Mocciaro. Eso podría explicar que se exigiese al delincuente que le robara el móvil. ¿Qué podía ocultar Alejandro? Y si en realidad está relacionado, ¿qué podría saber su padre?
—Sherlock Holmes ataría cabos.
—Adelante, Lola.
—Veamos. ¿Cuáles son los hechos que no cuadran? En primer lugar, la premeditación: alguien sabía de antemano que Alejandro iba a estar en Pamplona ese día. Teniendo en cuenta que se había ido a Harvard nada más sacar la oposición, y que planeaba quedarse allí bastante tiempo, ese alguien debía saber que vendría a la lectura del testamento y la fecha en que ésta se llevaría a efecto...
—Eso es cierto —afirmó Iturri—. Gonzalo, ¿quién lo sabía?
—Por mi parte, conocían esta circunstancia mi secretaria y uno de mis pasantes, que son de toda confianza. Por parte de Niccola, sólo un pequeño puñado de amigos íntimos supo de su muerte. Él no quiso que se celebrase ningún funeral público ni que el periódico publicase su necrológica. Respecto al testamento, sólo los directamente interesados, es decir los dos hermanos Mocciaro y Lola, fueron convocados. Les envié un correo lacrado y certificado.
—Yo no se lo he dicho a nadie, que yo recuerde —respondí—. Naturalmente, hablé con varios colegas de su fallecimiento, pero no creo haberle comentado a nadie que me venía a Pamplona salvo, naturalmente, a mi madre y a Jaime. Clara acababa de llegar de un recorrido turístico por Venezuela y Alejandro estaba en Norteamérica. Sin embargo, su asesino lo sabía...
—¿Dice, Gonzalo, que envió el texto en un sobre certificado y lacrado?
—Así fue, en efecto.
—Lola, ¿no me comentó usted que cuando recibió la carta del despacho Eregui tenía el lacre despegado? Eso puede hacerse empleando vapor.
—Es decir, que alguien pudo manipular mi correo, alguien próximo a mí, que tenía acceso a él... Otro profesor.
—Sí. Alguien, por alguna razón que desconocemos, deseaba seguir el legado del difunto profesor.
—Pero, en ese caso, deberían haber abierto el correo de Clara o de Alejandro, porque para mí fue una sorpresa ser nombrada en ese documento.
—No sabemos el porqué, pero es posible que esa fuera la forma de enterarse de la fecha —sentenció Iturri.
—Sin embargo, inspector, eso no bastaba —repliqué yo—. Quien fuera debía saber, además, que correría el encierro. Una persona extremadamente próxima a él, con quien hablara frecuentemente.
—¿Por qué? —preguntó Gonzalo—. No sigo el argumento.
—Según creo recordar, decidió que correría al día siguiente durante la cena con el juez Uranga y su esposa. Uranga es un antiguo corredor y nos explicó muchos detalles del encierro. A Alejandro se le encendió el ánimo, y decidió tener sus propias fotos...
—De forma que el asesino tuvo que informarse sobre la marcha: o estaba en aquella mesa o Alejandro se lo comentó después, por ejemplo, con una llamada desde el móvil. Si dispusiésemos del teléfono, podríamos ver las llamadas. Quizás por eso se lo robaron. De la primera hipótesis hemos de excluir al juez Uranga y a su esposa, de manera que quedamos Clara y nosotros. También es posible que alguien nos espiara, pero, con el ruido que había allí, era difícil oír nada.
—Clara nos informó de que, tras la cena, alguien llamó a Alejandro al móvil y cada uno se fue por su cuenta. De manera que es una oportuna explicación a esa sustracción tratar de ocultar las llamadas, aunque, obviamente, hay otras —dijo Iturri.
—¿Por ejemplo?
—Que su asesino quisiera impedirle que comunicara a alguien que le habían pinchado y se encontraba mal... Siga su razonamiento, por favor.
—Sí, claro. Los datos... Por otro lado, resulta notable que los hechos acontecieran en plenos sanfermines. Es posible que el o los asesinos pensaran que con un muerto en un encierro, con la cantidad de personas que hay en la ciudad, y el número de delitos que mantienen ocupados a policía y jueces, se haría una autopsia simple y que, habida cuenta de los antecedentes de Alejandro con las drogas, no se detectaría la ketamina... Obviamente, no contaban con la profesionalidad del forense... Si unimos ambos cabos, tenemos que el o los asesinos conocían bien a la víctima y probablemente el procedimiento judicial y forense...
—Un inciso, Lola. ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas? Gonzalo dice que él se ofreció a acudir a la capital, a Valladolid o donde fuera para la lectura del testamento.
—En efecto —corroboró él—. Sin embargo, fue Niccola Mocciaro quien insistió en que dicha lectura tuviera lugar en Pamplona y en plenas Fiestas. Fue el profesor quien fijó el día: el 13 de julio.
—Desconocía ese dato, inspector —apunté yo—, pero es extraño: para fijar la fecha debería tener constancia de que ya no estaría entre los vivos. Si llamó a Gonzalo Eregui a finales de mayo, quedaban hasta julio dos meses escasos. Aunque estuviera, como estaba, verdaderamente enfermo, en tan corto espacio de tiempo no podía asegurar que habría fallecido...
—Salvo que planeara suicidarse... o que pensara que alguien iba a acabar con su vida.
—Suicidarse no era su estilo —negué yo—. Supongo que deberían concurrir unas circunstancias terribles para que eso aconteciera.
—He hablado con su médico —insistió Iturri—. Tomaba morfina para el dolor.
—No me estaba refiriendo a ese tipo de coyuntura. Don Niccola era muy duro, no se hubiese quitado la vida por evitarse un dolor físico. Además, hoy la medicina es capaz de volver cualquier sufrimiento soportable.
—Lola, hay otras locuras que pueden incitar al suicidio... Quizás tratara de evitar una gran vergüenza. Como bien sabes, en eso Niccola no era tan duro: le horrorizaba perder su honorabilidad.
—Tienes razón, Gonzalo. Cada vez que su hijo Alejandro hacía una de las suyas, él se marchaba de viaje para que nadie le viera. No obstante, sigo pensando que no era propio de él. Además, el suicidio es un acto desesperado, una persona se quita la vida para no tener que soportar una ignominia cercana, no piensa en suicidarse dos meses más tarde. Si hubiese algo turbio alrededor de la figura del profesor Mocciaro, ya nos habríamos enterado. Así las cosas, no es descabellado pensar que tuviese miedo de que alguien le matara y le impidiera realizar su última voluntad.
—Siento discrepar. Niccola era muy frío, si hubiera decidido suicidarse lo hubiera planeado detenidamente. No creo que, en ese caso, el motivo fuera el dolor físico, pero sí el dolor moral, o, quizás, podría haberse inmolado pensando en el beneficio de un tercero... Ese sí era su estilo.
—En resumidas cuentas, Gonzalo, ¿crees que se suicidó?
—Sí, así es. No hubo signos de violencia, nadie forzó la puerta ni se echó nada en falta. Murió como un señor, vestido y en su salón.
—Pudo ser el mismo cáncer el que le matara —aseveró mamá.
—El médico dijo que lo dudaba. Pero, en fin, sin autopsia es difícil asegurarlo con certeza.
—De acuerdo, podría haberse suicidado... En ese caso, ¿cuál fue el motivo de su suicidio? Dicen ustedes que debería existir un gran quebranto moral o que protegiera a alguien.
—Desgraciadamente, inspector, creo que eso no lo podemos saber.
—No se rinda tan pronto, Gonzalo. Sigamos desarrollando la hipótesis: supongamos que se suicidó, ¿qué tiene eso que ver con que exigiera que el testamento se leyera en Pamplona? ¿Por qué no en Madrid, dónde residía? La única diferencia notable es que Pamplona es una ciudad más pequeña...
—Es cierto —contestó el abogado dándole la razón—. Pamplona... ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas en honor a San Fermín? ¿Por qué durante unos días en que la población de la ciudad alcanza casi el millón de personas? Es difícil encontrar a alguien aquí...
—¡Claro, inspector! ¡Lo que quería el profesor era que pasáramos desapercibidos! ¡Seríamos una gota en un océano blanco y rojo! Él sabía que estaría muerto, pero temía por Alejandro.
—Seguramente tiene usted razón. La cuestión, sin embargo, es ¿por qué? ¿De qué tenía miedo?
—Vamos a ver si lo he entendido bien —intervino mi madre—: Niccola supuso que alguien podía atentar contra su hijo y le hizo salir del ambiente habitual.
—Bueno, es sólo una hipótesis. Podemos seguir pensando. ¿Por qué alguien querría ver muertos al padre y al hijo? Salvo que se tratara de un asunto de familia, nada tenían en común. Excepto la profesión... ¡Nuevamente la dichosa cátedra! —bramó el inspector.
—¡Le repito que nadie, ni siquiera yo, mataría por ese motivo! —dije.
—Todavía no sabemos el motivo de su presunto suicido —recordó Gonzalo.
—De acuerdo, volvamos a lo que sabemos con certeza: Vermissa. Dígame, ¿de qué trata esa narración de Sherlock Holmes?
—Se lo he contado antes: relata la historia de un policía infiltrado en una sociedad secreta norteamericana a quien sus miembros...
—¿Una sociedad secreta? ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿No me explicaba que Vermissa era un escenario?
—Sí, pero en ese relato el nombre identifica también a una logia, la 341 si no recuerdo mal. ¡Parece que estoy leyendo el pasaje: «Vermissa contaba con sesenta miembros...»
—¿Sesenta?
—Sí, así es, sesenta miembros.
—Sin embargo, el recado que usted recibió del difunto Mocciaro fue que contaba con 61 miembros.
—En efecto, se lo he dicho hace un momento. Creo que no me prestaba atención.
—¿Qué querría decir con eso el profesor? ¿Por qué 61?
—Quizás porque en esa sociedad hay un miembro más al que la gente no conoce. Alguien que nadie situaría allí. Quizás un infiltrado...
—¡Él mismo! —chilló emocionado con su triunfo el inspector Iturri.
—¿Cómo que él mismo? ¿Por qué él mismo?
—Vamos a ver si me he enterado bien. El relato en cuestión narra las andanzas de un policía que se ha infiltrado en una logia. Supongo que será dicho agente el que desenmascarará la trama.
—Lo ha captado perfectamente, aunque, desgraciadamente, en el relato de Sherlock Holmes, el policía es descubierto y ejecutado por los asesinos de la logia... ¡Dios mío! ¡El hombre camuflado, el número 61! ¿Es que don Niccola...?
—Es posible —dijo escuetamente el inspector Iturri, fingiendo una frialdad que no le dominaba.
—Yo no lo creo, ¡murió vestido!
—Disculpe, Gonzalo, pero está usted un poco pesado con lo del traje...
—En absoluto, inspector —replicó mi madre—, creo que Gonzalo tiene toda la razón. Si alguien le hubiera asesinado, le tenían que haber pillado desprevenido, y en ese caso, la mejor manera es en la cama. Además, un enfermo terminal que muere en el lecho con su pijama es mucho más creíble que un hombre que se sienta perfectamente trajeado en el salón de su casa a esperar la muerte.
—Puede que alguien le hubiera forzado a suicidarse: haciéndole chantaje o amenazándole con destapar algún turbio asunto.
—Podría haber tenido usted razón, inspector, salvo por el hecho de que Niccola no los tenía. ¿O tú sabes algo que yo desconozca, Lola?
—No, no sé de ningún asunto turbio en su vida, excepto los de Alejandro.
—Salvo esa posible sociedad secreta.
Permanecí en silencio unos segundos. La mente concentrada, el cuerpo tenso, la mano atada a una fría esposa metálica... Finalmente me rendí a la evidencia:
—Inspector, esto es la realidad. Quizás nos estemos engañando. Hemos dado por supuesto que el motivo del asesinato o del suicido es el miedo: don Niccola tenía miedo por sí mismo y por su hijo. También hemos concluido que quien lo causa es una sociedad secreta. La pregunta es ¿qué hacen Alejandro y don Niccola enredados en una sociedad secreta? ¡Es absurdo! Es más lógico que algún amigo despechado de Alejandro Mocciaro se lo cargase. ¡Le aseguro que frecuentaba gentes horribles! Es más, incluso resulta más plausible la hipótesis de que fuera Clara, ávida de títulos, quien le matara.
—No —respondió tajante—. Si existiese ese amigo despechado, ya habríamos dado con él. Estoy seguro de que hay algo más.
—Suéltelo ya.
—En realidad no lo sé —admitió el inspector—, por ahora.
—¡Dígamelo!
—De acuerdo. Me preocupa el inspector madrileño. Su actitud nunca fue nítida. Vino demasiado pronto y actuó como si dispusiese a priori de información y conclusiones. Como si alguien dirigiera su comportamiento.
—Creo que se olvida de que fue Clara Mocciaro quien espontáneamente le llamó.
—Lo sé. Según me ha confesado, cuando vio mis zapatos supuso que yo era un inútil... En fin, habré de comprarme calzado nuevo. Pero mi olfato huele algo... ¡Fíese de mí!
—No crea que no me fío, pero de momento tendremos que atenernos a los datos que podemos constatar. Por ejemplo, el envío del famoso libro...
—¡De acuerdo, bajemos a la realidad! Hábleme del libro, Lola, ¿qué le preocupa?
—Mandó encuadernarlo de nuevo... Eso fue lo que me contó Gonzalo.
—En efecto, a mí me lo envió directamente el encuadernador.
—¿Por qué reparar un libro tan magnífico? ¡Debe tener algún sentido!
—Quizás estaba estropeado por el uso, quizás la piel...
—¡No, absolutamente no! No ha transcurrido tiempo suficiente para que se requiriese una restauración. ¿Por qué volver a encuadernarlo? ¡No tiene sentido!
—Salvo que quisiera añadir alguna página. Así se aseguraba de que lo recibiera.
—A primera vista no me ha parecido ver nada extraño... Si lo cotejáramos con otro original...
—¡Pediré uno de inmediato!
Iturri trató de salir de la habitación, pero al abrir la puerta se topó con un hombre ataviado con ropa hospitalaria que sujetaba una pequeña palangana que contenía una jeringuilla y un algodón con desinfectante. Impaciente, aún con la puerta entreabierta, ya instaba a los presentes a abandonar la sala. Mi madre accedió a regañadientes, aunque prometió no irse muy lejos.
Iturri no protestó. Estaba inquieto, desasosegado. Su mente tejía una idea. Inicialmente había sido una imagen desvaída, casi etérea, pero, poco a poco, aquella inquietud había ido tomando cuerpo. Cuantas más formas adquiría, más se descomponía el humor del inspector.
Los dos hombres y la mujer se dirigieron a la sala de espera contigua, pero finalmente Iturri no pudo más y se separó del grupo. Bajó a trompicones la escalera que daba a la calle, sacó su pipa negruzca y se regaló una generosa cazoleta. El humo le relajó, pero no consiguió atemperar la imagen. Se recordó que eran los hechos, no las corazonadas, las que tenían que gobernar sus actos, pero su mente era completamente canallesca cuando trataba de conseguir algo; era capaz de vender cualquier principio de racionalidad a cambio de su particular plato de lentejas. Además, que cortaran cada poco tiempo su hilo mental, le molestaba sobremanera. Lola MacHor tenía una preclara mente detectivesca, pero se dejaba enredar rápidamente por los sentimientos. Primero su madre, luego el enfermero... Así no había quien pensase. Para atravesar terrenos cenagosos como aquéllos, lo más importante era no pararse.
Chupaba la cachimba con fruición pensando en su inquietud: Rodrigo Robles. ¡Varias veces había sido nombrado durante la investigación! Sacó su pequeña libreta y fue comprobando uno a uno los motivos de las apariciones en escena de aquel individuo. La primera vez que su nombre había sido citado hablaba con Clara Mocciaro del tatuaje que su hermano tenía en la ingle, impreso sobre otro anterior. Ella le había explicado que ese nuevo grabado, en forma de flor de lis, suplantaba a otro más antiguo, una pequeña serpiente, que Alejandro y sus amigos de la facultad de Derecho, entre ellos Rodrigo Robles, se habían hecho tatuar como recuerdo de licenciatura. La primera conexión era simple: Rodrigo Robles y Alejandro Mocciaro eran amigos y colegas de profesión, y se hacían tatuajes. ¿No gustaban las sectas de los símbolos? Quizás ése fuera uno de ellos... Por otro lado, al preguntar a Clara cómo había sabido de su existencia, ella había confesado que, siendo amante de Rodrigo Robles, se lo había visto. De manera que Clara y el tal Rodrigo Robles habían estado fugazmente enredados. Lola MacHor había corroborado la relación entre ambos por ser la esposa de Rodrigo Robles, una de las compañeras de colegio de las que canallescamente Clara se había vengado. También le había informado de que, tras conocerse públicamente ese fugaz contacto sexual, las relaciones entre Clara Mocciaro y Rodrigo Robles se habían roto, y esa desagradable situación había salpicado también a Alejandro. Aquello resultaba, al menos, curioso, pero no indicaba nada de momento. También Lola le había informado de que, en su oposición a cátedra, Alejandro Mocciaro había entregado a última hora sendos sobres al presidente y secretario del tribunal, así como a su padre. Iturri había investigado los nombres de estos últimos y les había llamado para preguntarles qué contenía ese pliego. El primero, un venerable catedrático, dijo recordar vagamente que en aquella carpeta figuraba algún documento legal que no había sido entregado con anterioridad: una partida de nacimiento, o algo por el estilo. Inmediatamente llamó al secretario, Rodrigo Robles. Con lo que Iturri juzgó como azoramiento, aseguró que el citado sobre contenía un curriculum actualizado. Transcurridos apenas tres meses de aquella oposición, era inexplicable que el joven secretario olvidase el contenido exacto, aunque era probable que la falta de coincidencia estribase en que el añoso catedrático tuviese normales lapsos de memoria. No obstante, para estar seguro, pidió que las llamadas de ambos fueran rastreadas. La sorpresa no fue tal; en realidad, lo esperaba. Nada más colgarle, ambos se habían puesto en contacto. Lo que le sorprendió de verdad fue que la llamada había partido del catedrático de más edad. ¿Qué había en aquel sobre que había hecho perder la oposición a Lola MacHor? ¿Tendría algo que ver con la muerte de Niccola Mocciaro o de su hijo, o quizás de las dos? Todas las circunstancias en que Rodrigo Robles aparecía eran muy distintas, pero eran demasiadas coincidencias, y Juan Iturri no creía en ellas. Lo que en realidad pensaba era que la pieza que allí faltaba era el inspector Ruiz. Estaba convencido de que Rodrigo Robles y el inspector Ruiz tenían relación. Clara le había contado que un catedrático amigo de su padre le había presentado a Miguelón Ruiz hacía poco. Si ese catedrático hubiera sido Rodrigo Robles, todo cuadraría: en aquel sobre que Alejandro Mocciaro había entregado, podía estar el motivo de un chantaje o algo por el estilo... El presidente y secretario de ese tribunal podrían querer vengarse de Alejandro y de Lola... No había querido levantar la liebre llamando a Clara, porque ésta podría contarle la conversación a su amigo Miguelón Ruiz. Ahora debía hacerlo. Sin pensarlo más, en un arranque tomó el móvil y marcó.
—Señorita Mocciaro, soy el inspector Iturri. Buenas tardes. Perdone que le moleste con una cosa banal, pero usted me comentó que algún amigo de su padre le había presentado al inspector Miguel Ruiz; y yo... Sí, claro... ¿Agustín Pédrez? Sí, un catedrático de Derecho Procesal. Entiendo... ¿Y tuvo lugar esa presentación hace dos años?... Sólo hace unos meses, tras la muerte de su padre... Claro, sí... Pues nada más, sólo quería aclarar ese pequeño detalle... No, no es importante, es para el informe. Hay que ser muy preciso. Muchas gracias por su ayuda.
«¡Dios santo, me he vuelto a equivocar! ¡Me está fallando el olfato!»
Su teléfono sonó con aires de grandeza metálica.
—¿Sí? ¿Cómo? ¡Subo de inmediato! ¡Que nadie toque nada!
Cuando el inspector Iturri entró en mi habitación, mi madre y Gonzalo atendían a sor Rosario, a la que habían sentado en el sillón de polipiel de la habitación. Gracias a Dios, aunque estaba magullada, no se había roto ningún hueso, lo que a los noventa y dos años era todo un milagro.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Qué ha ocurrido?
—Demasiadas preguntas, joven —respondió la hermana de la Caridad con voz paciente. Iturri se dio cuenta enseguida de su falta de consideración—. Por favor, de una en una.
—De acuerdo, ¿está usted bien?
—Perfectamente. Creo que no me he roto nada. ¿Y usted quién es?
—Disculpe, hermana, soy el inspector Juan Iturri.
—¡Inspector! ¡Tenía mucho interés en conocerle! ¡Sus hombres hablan maravillas de usted!
—¿Mis hombres? ¿Y de qué conoce a los hombres de mi brigada?
—¡Ah! Pues de que alguno ha estado aquí, de guardia en la puerta. Hemos charlado largo y tendido. ¡Majos chicos!
—Disculpe, ¿y usted es...?
—Sor Rosario, así es como me llamo. De soltera tenía apellido, pero lo abandoné cuando ingresé en la orden en el año 1936. Soy hermana de la Caridad, mi comunidad está aquí, en el hospital.
—Encantado, sor Rosario. ¿Me puede decir ahora qué hace en esta habitación y por qué se ha armado este estruendo?
—Pues verá, confieso que estaba esperando a que ustedes salieran para visitar a Lola y comprobar su estado. Al ver al enfermero, he identificado la ocasión. «Hermana, tiene que esperar fuera», me ha dicho. «No me voy a desmayar por ver un pinchazo, joven, después de lo que estos cansados ojos han contemplado entre estas paredes», argumenté, mientras penetraba en la estancia. «Por cierto, majo, no te conozco. Pensaba que ya no se contrataba a nadie. ¿Cómo te llamas, hijo? ¿Qué turno sueles hacer?»
Entonces el chico se ha puesto muy nervioso. Le he instado nuevamente a contestar, y él ha tirado la palangana y, empujándome, ha salido apresuradamente de la habitación. Me he caído al suelo, Lola ha chillado pidiendo ayuda y ha venido su gente. Eso es todo.
—Nosotros estábamos en la sala de espera —explicó Gonzalo—, y al escuchar el ruido de la palangana, salimos en estampía hacia aquí.
—¿Es decir, que usted no ha reconocido a ese hombre como un miembro del equipo hospitalario?
—Así es, no le conocía ni de vista. Como llevo aquí miles de años, me codeo con todo el mundo, por eso le he preguntado de dónde había salido. Él se ha marchado corriendo, empujándome al pasar. Es como si le hubiera asustado. ¿Por qué alguien se asustaría de una monja de noventa y dos años? En fin, he caído al suelo, junto con la palangana y la jeringuilla que iba a inyectarle a doña Lola.
—¿Dónde está lo que iba a suministrarle?
—Supongo que en el suelo, si es que no se ha roto —respondí.
—Se ha roto —suspiró sor Rosario—. Voy a buscar alguna gasa para limpiarlo.
—¡No! ¡Ni se le ocurra! Don Gonzalo, avise al policía que se halla de guardia. Han de tomarse unas muestras.
Tras el proceso de recogida, Iturri se encaró con sor Rosario.
—Hermana, aún no me ha explicado por qué ha entrado en esta habitación. Sabía claramente que las visitas estaban prohibidas.
—¡Ah! Vengo por el auxilio espiritual.
—¡Ya! ¡Y yo por el café! ¡Vaya incomunicación! ¡Si se entera el juez!
En poco más de una hora, el laboratorio confirmó que nuevamente el clorhidrato de ketamina había hecho aparición. Nada pudo averiguarse del hombre que se había disfrazado de enfermero. En el corto periodo que duraron las primeras averiguaciones, sor Rosario se ganó el corazón del inspector hasta el punto de que permitió que permaneciera en la habitación. Es más, cobró su triunfo tan categóricamente que Iturri prometió contribuir con un donativo para la obra social con niños huérfanos que la orden de sor Rosario tenía en algún país sudamericano.
Aunque la tarde iba de retirada, el sol atacaba sin tregua. Las turbulencias de luz y calor impactaban en los rostros de las personas que allí nos congregábamos como golpes de pesados mazos. La concentración de calor y humanidad en las escasos metros de la pieza creaban, además, una agobiante sensación de amontonamiento. Todos permanecíamos en silencio, ni siquiera el inspector Iturri se atrevía a intervenir. La sensación de peligro cercano nos acogotaba. Él y Gonzalo permanecían de pie; mi madre, sentada a los pies de la cama, sujetaba cariñosamente mi mano. Sor Rosario, aún dolorida, seguía sentada en el feo sillón de polipiel.
Finalmente, Iturri decidió hablar:
—Bien, señores. Tenemos un crimen, quizás dos, y un intento de agresión —sentenció—; y por lo que veo, un curioso equipo de sabuesos —concluyó mirando en derredor—. Está claro que alguien tiene miedo de usted, Lola. En eso nos habíamos equivocado. Es probable que don Niccola quisiera protegerla a usted en vez de a Alejandro, o quizás a los dos simultáneamente.
—Lo sé, pero, por más que lo pienso, no logró adivinar qué conozco que no debiera. En realidad, le he contado todo lo que sé.
—Veamos, queridos amigos, creemos que con el libro y la dedicatoria Niccola quiso transmitirnos un mensaje, avisarnos de que algo como esto podría ocurrir. Quiso protegeros a su hijo y a ti, y quizás su potencial suicidio tiene algo que ver con eso, ¿no es así?
—Sí, Gonzalo —contesté—, es lo que creemos.
—Por otro lado—siguió el inspector—, intuimos que tiene que ver con la famosa oposición y con el contenido del sobre que Alejandro entregó. Secretario y presidente del tribunal no se ponen de acuerdo, y además se llaman urgentemente entre ellos cuando yo investigo. Si eso es cierto, al llamarles y decirles que investigo el asesinato y que doña Lola MacHor está detenida, he abierto la caja de Pandora: ahora piensan que usted también conoce el contenido del sobre.
A mi madre se le escapó una exclamación ahogada.
—No tema, doña Dolores, estamos sobre aviso, no va a pasarle nada a su hija.
—Gracias, inspector Iturri. Se lo agradezco.
—Bien —continuó—, ¿qué cabo nos queda por estudiar?: el libro. Estamos esperando a que traigan una copia del texto para poder compararlo.
—Muy bien, pero mientras tanto podríamos seguir cavilando —insistió Gonzalo—. Creo que hemos comprendido todo lo que ha dicho, sin embargo, en su exposición ha olvidado la posible injerencia de una extraña sociedad secreta, inspector. Al fin y al cabo, la parte central del mensaje de Niccola aludía a Vermissa, una sociedad secreta.
Mi madre protestó de inmediato, ella es tremendamente realista.
—Si es que una sociedad se ha entrometido. Siento ser tan escéptica, pero no ocurre más que en las películas. La gente normal no se va enredando en ese tipo de cosas.
—La gente normal no, mamá, pero no a todo el mundo puede aplicársele el calificativo.
—¡Cuántas sorpresas nos llevaríamos si conociéramos a fondo la verdad acerca de las personas! ¿No es así, inspector? —sentenció Gonzalo—. Supongo que también usted en el desarrollo de su labor, como yo en el despacho, verá el lado oscuro del alma.
—Es cierto, pero creo que prefiero agarrarme a algo más plausible. Es posible que don Niccola no emplease ese nombre por la secta, sino para indicar la página escondida en la nueva encuademación, o algo por el estilo. ¿Qué estará haciendo el agente Galbis que no encuentra una copia para poder comparar los textos?
—Paciencia, estamos en fiestas, todo está cerrado.
El agente Galbis había conseguido localizar al encargado jefe de las bibliotecas de la universidad de Navarra. Le había arrancado de un desfile de gigantes y cabezudos y llevado hasta su puesto de trabajo. Las autoridades de la universidad habían accedido a que se abriese el recinto —cerrado durante la Fiesta— y a que se empleasen sus fondos. Galbis sabía que, de encontrarlo en algún sitio, el libro en cuestión estaría allí.
El edificio estaba sumido en un inquietante silencio. Hileras e hileras de estanterías se apiñaban en sus cinco plantas. Conforme andaba, los resortes escondidos distinguían la presión y encendían sendas luces con el ánimo de permitir escoger fácilmente el libro buscado. Pese a aquella forzada claridad, las 2.500 mesas blancas conformaban un paisaje espectral. De entre los 800.000 volúmenes con que contaba la biblioteca, cinco respondían a las características que Lola había especificado: contenido, idioma y año de edición. El agente firmó el correspondiente recibo y se los llevó todos, por sí acaso. En poco más de diez minutos, había abandonado el campus de la universidad y entraba en el Hospital de Navarra con las memorias de Sherlock Holmes bajo el brazo.
—¡Gracias a Dios! ¡Cuánto ha tardado!
El pelo cortado a cepillo del agente Galbis pareció erizarse en protesta por aquella injusticia, pero no dijo nada. Entregó los libros y salió.
—Lola, aquí tiene lo que ha pedido: su ejemplar, y otros cinco vírgenes. Tómese el tiempo que necesite, pero localice qué quiso decirle don Niccola.
—Ahora sí que necesito que me suelte, inspector. Con una sola mano es difícil trabajar.
—Por supuesto. No se inquiete por su seguridad, Galbis se quedará de guardia. Yo voy a charlar con el juez Uranga, aunque ya no lleve el caso. Me entiendo bien con él. Y tiene buena cabeza...
—Por cierto, inspector, con la interrupción del enfermero asesino no terminó de explicarme sus cavilaciones sobre el inspector Ruiz.
—Mejor no haberlo hecho, eran suposiciones fallidas.
—Me gustaría que me las contara de todas maneras.
—Era un presentimiento, nada más, acerca de un nombre que había salido varias veces en la investigación: Rodrigo Robles. Era amigo de Alejandro, amante de Clara y secretario en el tribunal de su oposición. Le llamé preguntándole por el contenido del famoso sobre y me mintió.
—¿Sabe qué contenía?
—En realidad no, pero las versiones del presidente y del secretario no concuerdan... Pensé que Rodrigo Robles era el catedrático que podía haberle presentado a Clara Mocciaro al inspector Ruiz. Sin embargo, la llamé para preguntárselo y me dijo que no, que había sido un tal Agustín no sé cuántos... Si esa conexión entre Robles y el inspector Ruiz se hubiera probado...
—No sería Agustín Pédrez, ¿verdad?
—Sí, en efecto, ése era el nombre.
—Entonces es como si se lo hubiera presentado Rodrigo: son amigos inseparables desde pequeños.
—Es decir, que en definitiva yo tenía razón —exclamó satisfecho—: tengo que investigar al inspector Ruiz, pero necesito una orden judicial. Usted siga con el libro, llámeme si descubre algo. Yo voy a buscar al juez Uranga.
Con la alegría de poder emplear ambas manos, me enfrasqué de inmediato en la labor, mamá y Gonzalo esperaron en silencio, adormilados por el cansancio y el calor. Sor Rosario había vuelto a su Comunidad un rato, pero pronto retornó con una reliquia de algún santo. Se sentó en el sillón de polipiel y se puso a rezar en voz baja mientras pasaba las cuentas del rosario.
Examiné hoja tras hoja. El trabajo era lento, casi tedioso. Tras dos horas de esfuerzo, nada había conseguido.
—¡Se nos escapa algo!
—¿Qué dices Lolilla? —Mamá se incorporó. Como Gonzalo, se había quedado adormilada, envueltos en el letargo vespertino.
—Perdona que te haya despertado. Sólo me quejaba en voz alta de mi falta de competencia. Hay algo que se me escapa.
—¿Por qué página vas?
—Por la 445. Sin embargo, creo que estoy perdiendo el tiempo. El profesor era mucho más simple que todo esto. Debe de estar a la vista. ¿Qué es lo que sé? Únicamente que Vermissa tiene 60 miembros y él ha escrito 61.
—¡Por tanto hay uno de diferencia!
—Sí, pero ¿qué significa ese 61? ¡He probado un montón de combinaciones, pero no me han llevado a ningún sitio! En fin, ya me queda poco, cuando vuelva el inspector Iturri lo habré acabado... y seguiremos como al principio...
—¡No te desanimes, mujer, lo encontrarás! ¡Ha tenido que incluir alguna página!
No fue así, cuando terminé de examinar la bella obra no había encontrado nada extraño. Iturri no tardó en venir. Cuando le comuniqué los resultados, su cara era un poema.
Hablábamos en voz baja porque sor Rosario se había quedado dormida. No era extraño, soportando aquel calor. Por aquella rendija que llamaban ventana, el aire se renovaba a duras penas.
—¿Y ahora, qué?
—Confieso que no lo sé. La investigación sobre el inspector Ruiz será difícil de llevar a cabo y hemos agotado el resto de las opciones.
—Todas menos la sociedad secreta —intervino Gonzalo—. ¿Vamos a olvidarnos de esa opción?
—No podemos dejar nada de lado, pero me llevará algún tiempo obtener datos sobre ese punto —exclamó Iturri escéptico.
—Gonzalo —intervino mi realista madre—, a mí también me parece que el tema de la secta suena a fantasioso, a explicación estúpida...
—Siento llevarte la contraria, querida, pero las estimaciones dicen que en la actualidad operan en España cerca de doscientas sectas o sociedades secretas que implican a miles de personas.
—¿Tantas? ¡Pero eso es imposible! España es un país moderno.
—Estás equivocada, Dolores, es precisamente en las sociedades modernas donde proliferan.
—Pues confieso que no lo entiendo. ¿Para qué crear sociedades secretas en una democracia? Aquí cada uno puede opinar, asociarse o reunirse con quien quiera.
—No soy un experto. Conozco los datos porque mi despacho ha llevado el caso de una joven retenida por una secta. Pero puedo decirte que en la medida en que se decreta la muerte de Dios, toman su posición las hermandades, sociedades secretas, asociaciones diabólicas... Resulta comprensible: los hombres necesitamos creer que hay algo más y formular hipótesis acerca de nuestro destino. Despreciando lo auténtico, los substitutos emergen como las setas, tratando de ofrecer el mismo servicio, las mismas respuestas a esos deseos de inmortalidad que nos corroen.
—Yo pensaba —expuso mi madre tozuda—, que Dios había sido suplantado por el dinero, el confort, el éxito...
—Y pensabas bien. Pero el dinero, el éxito, el confort son aperitivos. Antes o después, llegan las grandes preguntas. Y allí están las sociedades secretas, con su falsa sapiencia, sus ropajes, mitos, rituales, solidaridades y leyendas bajo la luna...
—Disculpa, Gonzalo —me atreví a intervenir—, pero estas personas de las que hablamos: Alejandro, el profesor Mocciaro, el inspector Ruiz, etc., no son pobres ignorantes, son personas cultas, conocedoras de los entresijos de una ciencia. ¡No andarían por ahí matando gallos o jugando con sangre de animales! ¡Válgame Dios, ambos Mocciaro eran catedráticos!
—Pues ésa era nuestra última opción —dijo Gonzalo.
El silencio volvió a preñarlo todo unos instantes. Comencé a morderme convulsivamente las uñas, empezando por el esmalte que las adornaba. Iturri se quitó las gafas y se frotó los ojos. El caso parecía entrar en un callejón sin salida.
—¿Es posible que exista una sociedad secreta así? —exclamó, por fin, mi madre.
—Creo que éste no es el punto de vista correcto. Es posible que exista —argumenté—. Lo que yo no puedo creer es que, existiendo, don Niccola tuviera parte en ella. Es imposible...
—Puede —argumentó Gonzalo— que no tuviera que ver directamente con ella, sino que se enterara de su existencia y los miembros de esa logia temieran que les delatara. Si eran catedráticos, les conocería...
—Siento decirles que se equivocan —sentenció Iturri, que de improviso se puso en pie—, él era miembro de esa secta.
—¿Cómo puede afirmar eso tan categóricamente?
—Es fácil, en primer lugar, porque Vermissa tenía 61 miembros, no 60. Su maestro era el miembro que usted nunca hubiera adivinado. En segundo lugar, y éste es el punto crucial, porque en la famosa oposición a él también le repartieron el sobre. Es ese sobre el que le une al grupo.
Sus argumentos eran de peso, pero yo me resistía.
—¿Y cómo explica el asesinato de Alejandro o que él se suicidara?
—Eso no lo sé, pero intuyo que el secretario de ese tribunal, Rodrigo Robles, podrá decírnoslo. El sobre contenía una información tan valiosa como para asesinar por ella.
—¿Y si Rodrigo Robles no habla?—pregunté.
—Me temo que, entonces, será el suyo un nuevo caso sin resolver.
—¡No, no me lo creo! ¡Don Niccola era bueno! ¡Era mi maestro, le quería como a un padre, como al bueno de papá! ¿Te acuerdas, mamá, de lo bueno que era?
Me abracé al libro llorando, abrí aquellas tapas de piel repujada en oro y las acaricié como hubiera querido hacer con el rostro de mi maestro, aunque las buenas formas siempre me lo habían impedido. Fue entonces cuando noté el bulto.
—¡Inspector! ¡Venga aquí! ¡Palpe, hay algo escondido dentro de la cubierta!
—¡Es cierto, voy por algo para extraerlo!
—¿Lo va a cortar?
—Siento destrozar el ejemplar, pero necesitamos saber qué nos dice don Niccola.
Un bisturí seccionó la membrana que envolvía aquella obra de arte del mismo modo que lo que ocultaba amputó la mitad de mi alma. En el doloroso peregrinaje hacia la verdad, aquellas cuatro hojas, escritas de puño y letra por Niccola Mocciaro, crearon en mí un vacío inmenso, mezclado con un sentimiento de extrema repugnancia.
Sé que todos creemos tener derecho a juzgar a los demás, especialmente cuando se equivocan. Pero en realidad no somos quien para juzgar a nadie. Me voy a limitar a transcribir lo que aquellos folios, saqueados por la roja pluma Parker duofold, idéntica a la empleada por Conan Doyle, vomitaron sobre nosotros.
«Querida Lola, mi muy querida Lola:
»¡Hubiera dado todo lo que poseo por abrazarte antes de partir definitivamente! No creas que desprecié tu invitación, ¡se me escapaba el alma tras de ti y tu familia! Con gusto infinito hubiera pasado mis últimos días junto a Jaime y tus hijos, y sobre todo, junto a ti, mi muy querida niña. Sin embargo, era imposible. Si ellos me hubieran visto acudir a ti, ¿quién sabe lo que hubieran hecho? ¡No sabes lo que he sufrido pensando en que pudieran hacerte daño! Cuando vinieron a verme y me contaron sus planes —sus exigencias, más bien—, supe que debía protegeros. Supongo que, en Harvard, Alejandro estará seguro, al menos durante un tiempo. A ti te he obligado a ir a Pamplona para que nadie te viera con nuestro amigo Sherlock Holmes. Que estés leyendo esta carta es prueba de que acerté.
»Creí que hacía algo bueno, Lola. Sé que te será difícil de creer, sobre todo porque fui yo quien te enseñó a apreciar la justicia. Ahora comprendo que no era más que orgullo, pero cuando vi cómo esos políticos de tres al cuarto empleaban su poder para colocar a los engreídos ineptos en los cargos de responsabilidad, la mente se me nubló. Vinieron a verme proponiéndome un pacto entre caballeros destinado a elegir a los candidatos previamente a las oposiciones. Me pareció que era una buena opción, quizás la única; en otro caso, la ciencia, nuestra amada ciencia, quedaría en las manos de aquellos haraganes ignorantes cuyo único mérito era poseer un carné con siglas. Sabía que debía saltarme un principio inamovible, pero en mi necio orgullo pensé que, por una vez, el fin justificaba los medios. En realidad, no hacía nada ilícito, ni siquiera nada ilegal. Únicamente la Hermandad acordaba un nombre antes de acudir al tribunal. Al principio, el sistema funcionó sin tacha. Estudiábamos curricula, potencialidades, facultades docentes y valía humana de los candidatos. No obstante, poco a poco la elección se fue complicando. Lo que era una asociación en beneficio de la ciencia se convirtió en un cenáculo de intereses personales. No fue demasiado grave, pues sólo dos o tres candidatos fueron beneficiados por ser hijos, nietos o yernos de algún hermano. Sin embargo, pronto entró el dinero en escena y se propuso a candidatos que poseían poderes con los que comerciar. Al mismo tiempo, algunos de los más jóvenes, encabezados por Rodrigo Robles, propusieron adoptar emblemas, vestes y ritos. Sorprendentemente, no desagradó la idea, pero, gracias a mis protestas, se acordó que como único emblema cada uno de los miembros recibiría un anillo con el símbolo de la Hermandad por el que prometía perpetua fidelidad y silencio. El mío estará aún en mi caja fuerte. Con aquel anillo vinieron nuevos males: más ventas de puestos, más socios, menos moral... De ahí a las cenas en las que la confraternidad iba demasiado lejos mediaron pocos meses... Dejé de frecuentar la Hermandad hasta que tú entraste en escena. Cuando firmaste la cátedra, volví a una de las reuniones con el único fin de saber si se te apoyaría. «¡Por supuesto!», contestaron, «pero a cambio debes volver a la vida activa.» Me encontré obligado a acudir a su siguiente cita. Supongo que verme en aquel ambiente calmaba sus escrúpulos, si es que los tenían. ¡No sabes lo que fue ver a Nicanor, a Vitoriano o a Benito en aquella orgía! ¡No sabes lo que representó para mí verme rodeado de señoritas ligeras de ropa! ¡Todo por cuanto había luchado en el mundo se violaba en aquella sala! Arruña se permitió la licencia de golpear a una de aquellas jóvenes contratadas para la ocasión. La paliza fue sádicamente disfrutada mientras todos reían. Corrían el alcohol y el semen, uniéndose a aquella sangre fresca y joven. Fue una pesadilla.
»No volví a asistir a esas reuniones, sin embargo supuse que el mal rato había valido la pena, porque tú serías una buena catedrática... Hasta que Alejandro decidió opositar. No escuchó ninguno de mis argumentos, ni siquiera se molestó en contestarme. Sólo sonreía con un amago cínico, casi satírico. No comprendí su extraña actitud hasta que, tras el segundo ejercicio, me entregó aquel sobre. ¡No se daba cuenta, mi pobre y estúpido hijo, del error que estaba cometiendo!
»Al parecer me dejé la caja de seguridad del despacho abierta. Encontró el listado de miembros que yo, violando todas las promesas, había copiado, quizás para aligerar mi conciencia. Supongo que fue entonces cuando decidió sacar partido. Copió la lista de nombres, hizo varias reproducciones y se las entregó a Rodrigo y a Nicanor, secretario y presidente de tu tribunal. Ambos figuraban en aquella lista.
»Vinieron a verme a casa y me exigieron que acabara con aquella situación. No lo hicieron personalmente, claro. Delegaron el asunto en el engreído Rodrigo Robles, quien, además de ser un mal jurista, carece del más mínimo atisbo de educación. «Ha sido usted muy imprudente confeccionando esa lista. Sabía que poner esa relación por escrito violaba nuestro sagrado acuerdo. Además, se la confió a su hijo.» «Ya le he dicho, joven, que él la robó de mi caja fuerte.» «Como quiera, profesor Mocciaro, pero sea como sea usted ha creado un problema y debe resolverlo.» «¿Cómo? Sé que es una desgracia, pero ¿cómo puedo deshacer lo hecho? No obstante, creo que los hermanos no deben preocuparse: yo le haré entrar en razón.» «No le hará caso, y aunque lo hiciera, un día se pasará con la cocaína y cantará. La Hermandad necesita una respuesta definitiva.» «¿Y eso qué significa?» «Tiene treinta días, profesor Mocciaro. En otro caso, volveré. Créame; no le gustará que lo haga, ni por usted ni por su hijo.» «¡Evitar injusticias como ésta fue nuestro principal motivo!» «Siempre ha sido un ingenuo soñador, ¡un estúpido príncipe italiano! Nosotros buscamos la felicidad, no la justicia. ¡Treinta días, profesor!» «¡Como toque un solo pelo a mi hijo, estúpido ignorante, verá esa lista en la portada de todos los periódicos!» «¡No se atreverá! ¿Está dispuesto a que su nombre sea mancillado? Estoy seguro de que no.» «¡Qué poco me conoce, Robles!»
»Convencí a Alejandro para que se fuera una temporada a Norteamérica y le hice prometer que bajo ningún concepto volvería a Madrid hasta que yo le avisara. Preparé esta carta y su escondite, y ahora me preparo para morir...
»Ayer telefoneó ese presuntuoso jovencito. «Quedan catorce días», me ha dicho. «Creo que mañana le haré una visita... Tiene aún tiempo para pensarlo: es mejor para todos...»
»He llamado de inmediato a Gonzalo Eregui para concluir lo que desde aquella primera visita supe: que ya no hay marcha atrás.
»No creo que Robles se atreva a atentar contra mí en casa. Saben que estoy enfermo y que moriré pronto, por eso supongo que simplemente esperarán. El servicio ha recogido del tinte esta mañana el traje gris de raya pálida que tanto te gusta. Me lo he puesto para escribir esta carta. Lola, sé que si entregas esta carta perderás toda posibilidad de permanecer en el mundo académico. Sé que te pido mucho, pero me consta que lo harás.
»Pide perdón a Jaime, y a tu madre. Siento haberos defraudado. Rezad por mí. Sólo espero la misericordia de Dios.
»Una última cosa, Lola: ¡Ayuda a Clara, si puedes! Yo no he sabido hacerlo, no quiero que acabe en una cuneta llorando. ¡Por favor!
»La lista completa es la siguiente:...»
Antes de empezar a leer aquellos nombres y sus cargos sonó el teléfono.