Entre el cielo y el fuero

No se puede vivir siendo un buey... Llevan una vida demasiado tranquila. Nunca dicen nada,ni hacen nada, se pasan el tiempo vagando de un lado a otro.

Sin embargo, los toros, ¡Dios mío, qué belleza!

       ERNEST HEMINGWAY

       Fiesta, Cap. XIII

 

Los primeros recuerdos me sumergen en una luz extraña, extremadamente blanca y gélida. Unas figuras silenciosas hurgaban en mi pierna. Supongo que me puse nerviosa y que, ante aquella nueva tragantada, no me comporté como se esperaba. Oí la palabra morfina en dos ocasiones. Inmediatamente sentí sus efectos. Eso no me impidió notar cómo escarbaban en mi ingle ni percibir cómo trataban de introducirme un catéter. Volví a agitarme e incrementaron la dosis. Me calmé y perdí, en aquel cielo artificial, la noción de la realidad. Cuando recobré la consciencia, estaba en otro lugar. También era blanco; y la luz, intensa pero fría, se enseñoreaba de todo. Aquella sala tenía formas redondeadas y era muy amplia.

En el centro se movían varias enfermeras. Desde mi posición, podía ver con claridad a dos enfermos: el primero —un anciano con un tono de rostro azul— se hallaba conectado a un buen número de cables y aparatos sofisticados. Parecía sufrir una lamentable agonía. Mi vista alcanzó a ver a un segundo paciente. A diferencia del anterior, se encontraba recostado en un cómodo sillón y leía apaciblemente un periódico. De no ser por la máscara de oxígeno y por la bata de cuadros verdosos, hubiera dicho que estaba ante un alegre y despreocupado jubilado que, sentado en la terraza de la esquina, esperaba que le sirvieran un vermú.

A mi derecha, había una mujer. No podía verla, pero sí oírla. Recuerdo bien la conversación: cómo guisar los caracoles, porque yo nunca he sido capaz de probarlos: sólo pensar que esas asquerosas babas se deslizan por mi garganta me produce náuseas.

Volví los ojos hacia mi propia persona. Me habían cogido una vía; aunque lo intenté, no pude leer lo qué estaba escrito en la bolsa de suero. Me habían conectado unos electrodos y me suministraban oxígeno, frío y constante.

Nada de aquello me sorprendió tanto como notar que alguien tenía sujeta mi mano. Aquel áspero tacto me resultó totalmente desconocido. Un escalofrío de aprensión recorrió todo mi cuerpo. Levanté la vista. Una monja, vestida como lo hacían antaño, con un uniforme y cofia blancos, me dirigía una franca sonrisa. Era una mujer de muy pequeña estatura, tan parva que parecía que la habían comprimido. Era vieja, pero sus ojos mostraban la juventud de un adolescente y denotaban agilidad.

—¡Por fin se despierta! Empezaba a preocuparme —me dijo.

Me desconcertó oírla hablar. Su voz no estaba, como en otras de su gremio, modulada para leer salmos. Su sonrisa no venía plastificada ni su amabilidad me fue ofrecida en cápsulas mono-dosis. Por el contrario, aquella pequeña dama derrochaba un cariño espontáneo que me dio confianza desde el primer momento.

—Perdone, ¿dónde estoy? —le pregunté inocentemente.

Quizás la pregunta fuera retórica, pero yo necesitaba oír una voz amable y una respuesta racional.

—Está usted en el Hospital de Navarra, querida, en Pamplona. Esta estancia es la Unidad Coronaria, donde se tratan afecciones del corazón. El suyo ha dado un aviso, pero no es grave. Yo soy una de las hermanas de la Caridad que viven en el pabellón que está frente a la capilla.

—¿En Pamplona? ¿Qué hago yo en Pamplona si vivo en Valladolid? Dígame, por favor, ¿está bien mi familia? ¿He tenido algún accidente?

—No se preocupe. Relájese. Todo puede arreglarse.

—¿Es usted médico?

—¡No, no! —rió la monja socarronamente—. No paso de enfermera, pero llevo aquí desde el año 36. Tengo experiencia suficiente para que se fíe de mí. He visto cientos de rostros, he amortajado a muchos chicos que venían del frente, luego a los tuberculosos, ahora a los enfermos de SIDA que nadie reclama... En fin, sé reconocer las caras, y la suya no da el perfil.

—Disculpe otra vez, pero no comprendo a qué se refiere. ¿De qué perfil me habla?

—Verá, lo que quiero decir es que no tiene cara de muerte. A ella se la ve venir; en el rostro, su visita es inequívoca. Pero a usted no se le ha acercado siquiera, así pues, tranquila.

—Pues me alegra mucho oír su diagnóstico, hermana... Permítame presentarme: me llamo Lola MacHor. No sé quién es usted, ni por qué está siendo tan amable conmigo. No crea que no se lo agradezco, pero me gustaría saber por qué no estoy en mi casa, junto a mi familia... Quisiera ver a mi marido. ¿Podría avisarle? Él es médico. Hace muchos años que se dedica a la investigación, pero estoy segura de que sabrá qué hacer. No se ofenda, por favor, pero me quedaría más tranquila si él estuviera aquí conmigo.

—No se acuerda de nada, ¿verdad?

—¿De qué debería acordarme? —pregunté, mientras un estremecimiento recorría mi cuerpo.

La hermana de la Caridad respiró hondo. Y tras un tenso silencio, volvió a mostrar su sonrisa.

—Verá, Lola; a lo que le pasa, los médicos lo llaman amnesia disociativa.

—¿Amnesia disociativa? ¿Me está usted diciendo que me he vuelto loca?

—Nada de eso, hijita, está usted muy cuerda. La amnesia disociativa es un trastorno transitorio. Ante una experiencia traumática, la mente se revela, negándose a almacenarla conscientemente. Lo he visto muchas veces en soldados que habían presenciado cosas horribles en el frente, o que habían matado a alguien por primera vez: sus memorias borraban aquellos incidentes.

—¿Es que le ha pasado algo a mi marido? ¡Dios mío, no! ¡A Jaime, no!

—Tranquila, Lola. A su marido no le ha ocurrido nada... que no podamos arreglar.

—¡Gracias al Cielo!

En aquel momento no percibí el peligro que manifestaba la exposición de aquella monjita pequeña y blanca. Yo tenía la mente fija en Jaime.

—¿Podría usted, si es tan amable, avisarle? Necesito verle. Cuando él está, todo se arregla. Siempre es así, Jaime tiene ese don.

—¡Qué alegría me da oírle hablar! ¿Llevan muchos años casados?

—Quince madre, y tenemos...

Me paré en seco, preguntándome por qué le estaba contando mis historias personales a una monja desconocida. Ella captó enseguida el gesto.

—Sé que estará usted pensando que soy una entrometida. Me imagino que se preguntará: ¿por qué le cuento las cosas de mi familia a esta vieja? Por cierto, me llamo sor Rosario. Pues me las cuenta, simplemente, porque yo soy la que está aquí, y en ocasiones hace falta hablar. Ya ve, me he colado. A mis noventa y dos años, no les he debido parecer peligrosa.

—¿Tiene usted noventa y dos años?

Debía de estar ante un prodigio de la naturaleza. Me fijé mejor en su rostro. Los surcos marcados por el tiempo eran profundos, pero aquellos ojos vivarachos parecían negar las demás evidencias.

—Haré noventa y tres en mayo —prosiguió ella—. Ya estoy más allí que aquí. En mi Comunidad me dicen que, en vez de morirme, un buen día menguaré tanto que me esfumaré. Quizás sea así. En realidad, desde que cumplí ochenta y ocho, mis huesos empezaron a acortarse a marchas forzadas. Pero no se apure, tengo el cerebro intacto, lo mismo que la fe. Ella me dice que, si Dios me mantiene en el mundo, será porque me necesita para algo. Quizás sean usted y su marido el motivo. Porque ha de saber que ya tengo ganas de mudarme. Desde hace años, lavo mi ropa interior cada noche y mantengo cortas las uñas de los pies: así mis hermanas no tendrán que hacerlo cuando me amortajen.

—No quisiera que pensara mal de mí, sor Rosario. Es que estoy ofuscada. No entiendo nada de lo que aquí ocurre. Dígame: ¿por qué dice que se ha colado? ¿Es por el horario de visitas? Estoy segura de que, si es por ese motivo, a Jaime le dejarán pasar. Él no me pone nerviosa, todo lo contrario. Estaré mejor con él a mi lado. Y otra cosa, ¿por qué hablamos tan bajo?

—Me temo, querida niña, que voy a tener que ponerle en antecedentes. Pero ha de prometerme que no chillará ni llorará ni hará ninguna otra cosa que evidencie que yo estoy hablando con usted de esto. ¿Me ha entendido?

—Perfectamente, sor Rosario —acaté expectante.

Las ásperas manos de la hermana de la Caridad enmarcaron mi rostro. Sin saber por qué, se me llenaron los ojos de lágrimas:

—¡Dígame, sor Rosario, por favor! —supliqué—. ¡Cuénteme qué pasa con Jaime!

—A su marido, querida, le ha detenido la policía. Le han conducido a la cárcel. Según me ha dicho uno de los agentes que custodian la puerta, un chavalillo simpático de Artajona, se le acusa de complicidad en un asesinato.

—¿Jaime? ¿Un asesino? ¡Qué estupidez! ¡No podría asesinar aunque quisiera! ¡Es el hombre más pacífico del mundo!

Mientras rumiaba la información que sor Rosario me había proporcionado, guardé silencio. No duró mucho. Miles de preguntas sin estrenar se apelotonaron en mi cabeza:

—¿Ha dicho cómplice? ¿Cómplice de quién? ¿Y por qué hay un policía en la puerta? ¿No será que...?

—Me temo que así es: él es el cómplice, usted la asesina —me aclaró—. Al parecer, usted y su marido habían venido a Pamplona a la lectura de un testamento. Pues bien, dicen que todo ha sido un montaje para cometer un asesinato y salir impunes.

Sonreí ácidamente. La información que me acababa de ser proporcionada produjo en mí un efecto tranquilizador. Aquello debía de ser una alucinación a lo Dalí. Resultaba imposible que esas cosas estuvieran ocurriendo. Definitivamente, mi enmarañado juicio sentenció que estaba dentro de una ensoñación estúpida de la que despertaría de inmediato, como suele ocurrir con todos los sueños, que son abandonados cuando las cosas se ponen razonablemente inaguantables.

Cerré los ojos, apretando fuertemente los párpados, y luego los volví a abrir. La fría luz de la habitación y el cálido rostro de sor Rosario seguían allí. Entonces el pánico se adueño de mí. Un sudor frío comenzó a cubrirme la frente y me entraron ganas de vomitar. Volví a cerrar los ojos. La angustia me coceaba impidiéndome pensar, sólo trataba infructuosamente de acompasar la respiración. Las arcadas se aceleraron y vomité sobre las sábanas. Mientras descendía de nuevo a los infiernos, en el centro de la habitación comenzó a sonar un pitido histérico. Dos enfermeras corrieron hacia mí empujando a la hermana de la Caridad, que se retiró a la fuerza de la escena. Nuevos vapores de sueño, nuevas arcadas, luego la nada blanca.

 

 

—¡Lola! ¡Lola! ¡Despierte!

Sumida en un profundo sueño, cabalgaba por un paraje extraño en el que no había suelo ni cielo. Oí su voz que me llamaba, pero me limité a despreciarla. Iba a galope, perseguida por un caracol negro que estaba a punto de atrapar a mi corcel. Apenas me rozaba, pero algunas de las putrefactas babas que salían de su asquerosa boca me salpicaban. Sobre la bestia redonda cabalgaba una monja esmirriada vestida de blanco que me gritaba: «Arrepiéntase, asesina, o será peor».

—¡Lola! ¡Lola! ¡Está usted ahí!

Esta segunda vez no pude librarme del hechizo de aquella voz que me arrastraba hasta la superficie de la conciencia. Con un movimiento resuelto, abrí los ojos.

—¿Qué tal se encuentra ahora? ¡Ha sido una falsa alarma! Algo relacionado con la tensión arterial. ¿Me oye? —insistió la hermana—. ¡Respire hondo! ¡Todo va bien!

Naturalmente, la oía, pero no deseaba contestar y volví a entornar los párpados. Lamentablemente, al recordar el escenario, no pude contenerme y rompí a llorar en silencio. Cuando las primeras lágrimas descendieron por mi mejilla, sor Rosario comenzó a darme friegas en la mano.

—Niña, escuche. Yo creo que es usted inocente. Deseo ayudarles, pero necesito saber qué hacer. No soy más que una monja. ¡No sé nada de leyes ni de policía! Pero si usted me dice qué puedo hacer, y eso no va contra la ley de Dios, lo haré.

Cuando, entre gemidos ahogados, conseguí serenarme, le pregunté:

—¿Por qué? ¿Por qué cree en nuestra inocencia?

—No crea que no respeto al Cuerpo de Policía que les ha acusado. Fíjese si lo respetaré que hasta enterré a mi padre, que en paz descanse, con el uniforme de gala y el tricornio. Pero creo que en este caso se equivocan: no tiene cara de asesina, y con cuatro hijos...

—No, hermana, esto no funciona así: son ellos los que tiene que demostrar que nosotros somos culpables.

—Si están detenidos, hija, por algo será. Alguna prueba creerán tener sus acusadores, digo yo.

—Sí, deben de tener alguna sospecha razonable sobre... sobre lo que sea. En todo caso...

—Mi mente jurídica despertaba de nuevo.

—Debemos saber qué tienen y, lo principal, a quién se supone que hemos matado.

—¡Ah, eso sí que lo sé! ¡Lo han dicho en las noticias!

—¿Ha salido en las noticias? ¡Entonces lo habrán visto mis hijos! ¡Qué horror, oír que tus padres son unos asesinos!

—No, no, tranquila. No me malinterprete. De ustedes no han dicho nada, sólo del difunto. Espere, he apuntado el nombre.

Sor Rosario se colocó en la punta de la nariz unas minúsculas gafas que llevaba colgadas de una correa negra. Luego, con ambas manos, empezó a enredar en los bolsillos de su impoluta bata blanca. De allí salió primero un rosario. Mientras me explicaba que era de la medalla milagrosa, y que tenía costumbre de emplearlo un par de veces al día, siguió perforando en los bolsillos hasta que aparecieron tres diminutos caramelos de fresa.

—Tengo ingresados a dos niñitos huérfanos —informó la monjita—. Son ecuatorianos, abandonados por sus madres en la puerta de la Comunidad. Estos pobres emigrantes acumulan ignorancia y pobreza, dos de los mayores males de la humanidad. Ha de saber que, cuando esté usted mejor y hayamos arreglado este lío del asesinato, le pediré un donativo para las misiones en las que trabajamos.

—De acuerdo —contesté, sin saber que, con su dulce maestría, nos sacaría después la mayoría de nuestros ahorros—, pero ahora sería bueno buscar el nombre.

Finalmente encontró varios trozos de papel que fue leyendo, dándoles vuelta cuando correspondía porque, salvo en el canto, estaban escritos por todas partes. Por fin exclamó:

—¡Aquí está! ¡Ya lo tengo! Vamos a ver qué pone: Alejandro Mocciaro...

—¡Alejandro Mocciaro!

—Así es, en efecto. ¿Le conoce?

—¡Por supuesto que le conozco! ¡Es mi compañero de despacho!

—¡Ah!, pues eso es malo.

—¿Qué es malo? —pregunté, incrédula.

—¡Pues todo! Es malo que le conociera y que trabajaran juntos. ¿Se llevaban bien?

Tardé en contestar. No nos llevábamos mal, aunque procurábamos evitarnos en la medida de lo posible. Ofrecí una respuesta capaz de cubrir el expediente.

—Eramos muy distintos en cuanto a nuestras convicciones, pero...

—Ya —terció sor Rosario—. Bien, vamos a necesitar que alguien nos ayude, porque yo de homicidios y cuestiones legales no entiendo nada.

—¡Esto no puede estar pasando! —dije.

Dos de las enfermeras levantaron la cabeza. El paciente de la bata de cuadros bajó el diario y miró fijamente hacia el lugar del alboroto. Sor Rosario contraatacó de inmediato. Se puso en pie, colocó ambas manos sobre mi cabeza y, con intencionada y afectada voz, prorrumpió en latinajos:

—Ego te absolvo in nomine Pater et Fili et Spiritu Sancto

—¿Pero qué hace, sor Rosario? ¡Me está dando la absolución! —protesté en susurros.

—En efecto, hija. ¡Es lo primero que se me ha ocurrido! Ya sé que no vale, que para eso se necesita un cura, pero estas dos enfermeras no tienen ninguna cultura religiosa, así que da lo mismo. Lo importante es que crean que hablamos de su alma y no me echen de aquí: ¡soy su única conexión con el mundo!

—Tiene razón. ¿Qué puedo hacer? Lo que no entiendo —alegué— es cómo hemos podido Jaime y yo causar esa muerte. ¿Ha oído usted cómo ha muerto Alejandro Mocciaro?

—¡Naturalmente! ¡Es la comidilla de toda España!

—¿De toda España? ¡Cómo sufrirán mis pobres hijos! ¡Mi madre estará histérica!

—No se comenta nada sobre ustedes, sino sobre el mozo fallecido y el toro navarro que le mató —aclaró sor Rosario.

—¿Cómo? ¿Qué le ha matado un toro? Y entonces, ¿qué hago yo aquí y mi marido en la cárcel?

—¡Ah, hija! ¡Eso ya no lo sé! Por eso le digo que necesitamos a alguien que investigue sin levantar sospechas. Yo no puedo ir muy lejos. Hace años que no abandono este recinto hospitalario. Dígame, ¿no tienen algún familiar, aunque sea lejano, en Navarra?

No contesté. La hermana de la Caridad me azuzó todo lo que pudo, pero no fui capaz de dar una respuesta.

—¡Lola, que en cualquier momento viene el policía o las enfermeras y me expulsan! ¡Llevo ya cerca de media hora confesandola!

—Mi marido es navarro —respondí escuetamente.

—Entonces, seguro que tiene algún pariente. ¿Sabe si le queda algún familiar cercano a quien podamos acudir? —preguntó sor Rosario con su habitual desparpajo.

—En realidad sí, mi suegro —contesté reticente. Estaba convencida de que mi interlocutora juzgaría mal mis intenciones en cuanto terminara de responder a su pregunta, pero añadí—: Sin embargo, preferiría que se mantuviera al margen.

—No es momento para viejas rencillas familiares, ahora es tiempo de solidaridad. Dígame, ¿cómo se llama? ¿Dónde puedo localizarle?

Se lo dije. Ofrecí a una desconocida el nombre que hacía tanto tiempo evitaba pronunciar y la dirección que no frecuentaba desde hacía miles de años. Ella lo anotó todo en uno de sus papelillos reciclados y se despidió con otra pregunta. Miré al techo como tratando de obtener de allí la sabiduría necesaria para ser precisa en la contestación. Después bajé los ojos y me enfrenté a los de sor Rosario, que seguía mirándome con ternura.

—¿Es usted católica?

—Lo soy, aunque me temo que debería ser más piadosa.

—¡Estupendo! Le voy a dejar mi rosario. Le vendrá bien. Procure apaciguar su alma, en otro caso su corazón volverá a protestar y esa máquina infernal pitará. Intentaré contactar con su suegro.

—Será inútil —afirmé.

—¡Ya verá como no!

No repliqué. ¿Para qué discutir? Habitualmente nada se saca en claro de discusiones bizantinas como aquélla. Además, tenía la convicción de que llevar la contraria a sor Rosario equivaldría siempre a una soberana perdida de tiempo. Poseía la monjita una habilidad, que casi rozaba el arte, para envolverte con sus frases simples, con sus diatribas eclesiásticas, con sus razonamientos tan poco racionales. Era mejor darle la razón y evitarse el trabajo.

—Si quiere intentarlo, hágalo.

—De acuerdo, ahora me voy. Y recuerde que Dios no pierde batallas. Voy a coger una gasa, para que crean que ayudo.

—Lo hace, madre —respondí, con emoción en los ojos.

—Lo sé, hija, me refiero a ayudar físicamente: del corazón no tengo ni idea. ¡Un día tengo que contarle cómo aprendí a poner inyecciones sin mirar los traseros de los mozos!

Y se despidió con un guiño. Ya se alejaba cuando me vino a la cabeza otra pregunta:

—Sor Rosario, dígame una cosa: ¿en alguno de los papeles de su bolsillo tiene escrito el motivo del asesinato? ¿Sabe, por un casual, por qué Jaime y yo querríamos asesinar a Alejandro Mocciaro?

—Supongo que... —contestó mientras trasegaba en sus bolsillos.

—Estará escrito en alguna parte —concluí.

—En efecto, aquí está. Motivo: cátedra.

—¿Cómo? ¿Qué motivo es ése?

—Pues no tengo ni idea. A mí la palabra me suena a enseñanza, a educación, pero, que yo sepa, nadie mata por eso. No se inquiete, a la salida le pregunto al policía. Cuando me aclare, vengo y se lo cuento.

Ya sola, cerré los ojos intentando no dejarme dominar por las lágrimas. La memoria seguía reacia a ofrecerme imágenes nítidas con que entender aquel galimatías; mi mente no estaba mucho más despejada. Supuse que la torpeza sería fruto de la medicación a que me estuviesen sometiendo. Traté de no pensar en nada, pero la estampa de mi suegro se apoderó de mi cabeza.

Guardaba nítidos recuerdos de mi primera visita a Pamplona, la patria chica (y grande) de mi familia política. Con el tiempo, como el buen vino, aquellos acontecimientos habían ido ganando cuerpo y perdiendo virulencia. Creía que a estas alturas anidarían dentro del cajón que mi memoria destinaba a las crónicas simplemente desapacibles. Me equivocaba, aún contaban con toda su carga de hiel.

Sería muy útil para nuestra extraña cruzada que mi suegro cooperase, pero estaba segura de que nunca movería un dedo por mí. Sin embargo, eran los huesos de su hijo Jaime los que estaban custodiados en una celda de la cárcel de Pamplona.

Una enfermera pizpireta inyectó algo en el gotero. No se molestó siquiera en mirarme. Me sentí momentáneamente ofendida, pero no dije nada. Estaba detenida. ¿Qué pensaría aquella gente de mí? ¿Creerían que había matado a Alejandro Mocciaro? En tal caso, no sería de extrañar su actitud. Intenté consolarme como me había enseñado mi padre, con aquella frase que tanto le gustaba repetir: «Es mayor la libertad del preso que se sabe inocente que la del ciudadano libre que se sabe culpable».

Mi suegro nunca creería en mi inocencia. Para él, el apellido MacHor era maldito.

Pertenezco a una buena familia. Procedemos de emigrantes irlandeses que llegaron a Bilbao hace casi dos siglos huyendo del azote de Cromwell. Creo que al principio sufrimos las intolerancias y desprecios de los comerciantes del lugar. Luego aquello pasó. Pero, como suele ocurrir a menudo, los mismos que sufrieron la xenofobia fueron los primeros en aplicarla. Mis tíos y primos, ya políticos, fueron protagonistas de discursos y alardes nacionalistas donde la amada tierra de San Francisco Javier o San Fermín figuraba en el punto de mira. Mi padre, hombre pacífico y apolítico, había muerto hacía tiempo, pero mi suegro no vio más allá de mi apellido.

Jaime es heredero de una amplia saga carlista. Mamó ínfulas tradicionalistas y se alimentó de tradición, sin embargo, al verme, olvidó pedirme el pedigrí. Yo, por mi parte, no le examiné de la historia de Euskalerría. Simplemente, a la primera mirada, el amor disolvió el conflicto político. En cuanto investigó mi apellido, su familia me despreció. Pero Jaime no cejó.

Mi madre, por el contrario, aceptó a Jaime y odió a su familia: en mi casa siempre hemos sido más prácticos.

Nunca les he dado motivo para odiarme, pero cuando sor Rosario le llame dispondrán de uno: me he convertido en una asesina y he arrastrado a su hijo a la más asquerosa de las inquinas: robar una vida humana.