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Carla

—Te quiero mucho, mamá, y no te sientas culpable. Hiciste lo mejor para nosotros, no tenías otra opción, no sufras por eso… Sí que te quiero. Eres la mejor mamá del mundo. Y estarás orgullosa de mí, ya lo verás. Estarás orgullosa de tu hijo. Nunca te decepcionaré, lo prometo, aunque a veces pueda ser un poco travieso… —Aarón sonrió con picardía. Carla sintió que el amor la inundaba—. Vas a ser la mejor mamá del mundo y yo te voy a querer siempre, siempre. Palabra. —Aarón levantó teatralmente la palma de su pequeña mano de niño—. No sufras más, mamá. Sé que me vas a querer con todo tu corazón. No puedo reemplazar tu dolor, nunca podré secar las lágrimas que has derramado por mí, jamás podré compensarte por todo lo que tengo y por todo el amor que me has dado. Quiero pedirte perdón si alguna vez te decepciono, perdón por todos los ratos de angustia que puedas vivir por mí. Quiero darte las gracias por tu paciencia al cuidarme, por esas madrugadas que te dejé sin dormir, por tus arrullos y los abrazos que me regalaste sin esperar nada a cambio. Mamá, te quiero con toda mi alma, te adoro por ser mi madre y por darme la dicha de ser tu hijo. Quiero decirte lo mucho que me haces falta cuando no estás, que necesito tu calor de madre para poder seguir viviendo. Eres la mejor mamá del mundo.

Carla notó que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. En esta ocasión no eran lágrimas de dolor.

Eran lágrimas de felicidad.

* * *

Carla se despertó con la luz en los ojos. No había echado la persiana y un haz de luz solar se colaba por la ventana envolviendo la cama en un aura sobrenatural. Miró la hora en su reloj de muñeca. ¡Las nueve y media! ¡Había dormido nueve horas de un tirón!

Era la primera vez en días que dormía tanto seguido. Se puso en pie de un salto. Se sentía liviana y despejada. Pensó en lo raro que era que hubiese tenido que acostarse en una cama extraña, en una triste habitación de hotel de una ciudad desconocida para lograr dormir profundamente.

Con una agilidad que hacía días que no sentía, recogió sus cosas y bajó a desayunar a la cafetería del hotel. La mañana brillaba con un resplandor de cielos azules. No solo había dormido bien, sino que además estaba hambrienta. Se sirvió una taza colmada de café y pidió tostadas con mermelada y dónut.

Mientras esperaba el desayuno llamó a Héctor Rojas. Tenía que ponerle al día sobre lo que había descubierto en Almería. Marcó su número. No obtuvo respuesta. Volvió a dejar un mensaje en el contestador. Mientras le hablaba a la máquina pensó que era extraño que aún no le hubiese devuelto la llamada. Ya le había dejado un mensaje la noche anterior.

Un camarero le trajo el desayuno. Mientras le hincaba el diente a una tostada se conectó a internet en su teléfono y abrió una sesión de chat. Se registró con su alias, Virginia13. Había pensado contactar con Eva Luna y preguntarle por qué le había mentido acerca de Alicia Roca. No entendía por qué se había inventado aquella historia sobre su padre. El doctor Vargas existía, pero nunca había ejercido la medicina en Almería. A lo mejor, se dijo Carla, Eva Luna también había investigado por su cuenta, reconstruyendo la historia a partir de datos parciales o incompletos, utilizando retazos de conversaciones con otras víctimas, de modo que la historia que había compuesto no era del todo correcta.

En la ventana de chat apareció una solicitud de conexión. Lo extraño era que la solicitud no iba dirigida a su alias, Virginia13, sino a su propio usuario real, Carla_Barcelo.

La sangre se le heló en las venas.

Dr.Vargas: te dije que si averiguaba quién eras te ibas a arrepentir

Un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Miró a su alrededor como esperando encontrarse con los ojos de alguien observándola. En la cafetería del hotel solo había una pareja de mediana edad desayunando. El camarero manipulaba un bote de algo junto a una mesa. La cafetera silbaba. El sol entraba por las ventanas.

¿Cómo había averiguado su correo personal? ¿Cómo sabía quién era ella?

(Dr. Vargas está escribiendo…)

Dr. Vargas: Carla Barceló, ese es tu nombre. Vives en Madrid, soltera, treinta y cinco años. De profesión, informática. En pocos minutos he aprendido mucho sobre ti, así que soy más listo que tú, ¿no crees? Tú aún no sabes NADA de mí

Las manos le temblaron cuando sus dedos se desplazaron por la pantalla táctil del teléfono para escribir:

Carla_Barcelo: ¿cómo sabes mi nombre?

Dr.Vargas: por favor, querida, no me decepciones. ¿Aún no lo sabes? Alguien te preguntó hace poco por qué todo el mundo miente en internet y tú le respondiste que era porque se puede, dijiste que todo el mundo engaña, todo el mundo miente

El comedor giró vertiginoso ante los ojos de Carla. La cabeza le daba vueltas. Su cerebro se negaba a funcionar.

(Dr. Vargas está escribiendo…)

Dr.Vargas: No eres la única que puede suplantar una identidad… los hombres son crueles, los hombres son lobos hambrientos que saltarán sobre tu yugular en cuanto se den las circunstancias apropiadas… ¿te suena de algo?

¡Eva Luna! Carla lo comprendió por fin. ¿Pero cómo había sido tan tonta? ¡Se había hecho pasar por Eva Luna!

La desesperación más angustiosa comenzó a apoderarse de ella. No podía creer que hubiese cometido el error de confiar en alguien en internet sin verificar su identidad.

(Dr. Vargas está escribiendo…)

Dr. Vargas: precisamente tú, mi querida Carla, he hojeado tu libro, taaan concienciada con los fraudes en internet, taaaan preocupada de la identidad, y ha sido tan fácil engañarte, unas cuantas palabras amables, «eres tan valiente, me gustaría ser tan valiente como tú», y ya confiabas ciegamente en mí.

¡Idiota, idiota! Las ideas giraban en un torbellino en su cabeza. Se había quedado paralizada. Miraba el texto en su teléfono con los ojos abiertos de par en par.

El muy hijo de puta la había engañado haciéndose pasar por la chica que precisamente pretendía advertirla de un acosador. ¡Y ella había caído en la trampa como una tonta!

Pero eso no explicaba cómo había logrado averiguar su nombre, su correo electrónico para contactar. ¿Qué había hecho mal? Cuando habló con la falsa Eva Luna se había conectado con un alias, Virginia13, y había protegido su conexión para que fuese imposible averiguar quién era realmente.

De repente lo supo. Comprendió por qué la había hecho creer que en Almería encontraría una pista sobre él. ¡Todo era una trampa!

Carla_Barcelo: Alicia Roca es tu cómplice, ella te lo ha contado todo.

Dr.Vargas: no me hagas reír, ella no sabe nada. Vamos Carla, eres taaaan lista… seguro que puedes adivinar cómo te he descubierto…

(Dr. Vargas está escribiendo…)

Dr.Vargas: ¿te ha comido la lengua el gato? Verás… mientras piensas te contaré los planes que tengo para ti, querida Carla. ¿Llegaste a ver las imágenes del cuerpo de Irena Aksyonov? ¿Viste cómo destrocé su preciosa cara de niña mimada? Deberías verlo. Deberías ver de lo que soy capaz. Fue taaan fácil hacerla desaparecer… Y lo mejor es que la policía ni siquiera me busca. Los idiotas acusaron a su padre… JA, JA, JA

(Dr. Vargas está escribiendo)

Dr.Vargas: maté a golpes a Irena, y su padre, el todopoderoso Serguei Aksyonov, no pudo hacer nada por protegerla. ¿Crees que Aksyonov resistirá el peso de la culpa? La verdad, yo creo que sí, es un hombre duro. La pregunta es: ¿lo soportarás tú, mi querida Carla?

Carla no podía respirar. Tenía el teléfono en las manos; le temblaban tanto que apenas logró encontrar el número de Héctor Rojas en la agenda. Los mensajes seguían apareciendo en los globos de notificaciones de su teléfono.

Dr.Vargas: dime una cosa, Carla, ¿soportarás tú el peso de la culpa?

(Dr. Vargas está escribiendo)

Dr.Vargas: si crees que voy a ir a por ti, te equivocas. No voy a hacerte daño. Pero grábate esto: cada vez que intentes ayudar a alguien entonces ese alguien sufrirá las consecuencias. Estas son las reglas del juego: todo lo que sea importante para ti sufrirá un dolor insoportable por tu culpa. Todo lo que ames será destruido.

Carla se puso en pie tambaleándose. Volcó la taza de café y un plato cayó al suelo. La pareja que había a su lado se volvió para mirarla. Cuando vieron que tenía un teléfono entre las manos el hombre meneó la cabeza y le dijo algo a la mujer con una sonrisa entre dientes. El camarero se acercó hasta ella.

—Oiga, ¿le pasa algo?

Dr.Vargas: todo lo que ames será destruido. Todo lo que te importe sufrirá lo indecible por tu culpa. Alicia Roca será la primera en pagar por tu intromisión.

(Dr. Vargas está escribiendo)

Dr.Vargas: será una bonita carnicería, y todo gracias a ti.

Héctor Rojas no contestaba a sus llamadas. Su móvil estaba apagado. Carla llamó al número de la Oficina de Protección del Menor donde trabajaba.

(Dr. Vargas está escribiendo)

Dr.Vargas: por cierto, si pides ayuda a tu amigo, el señor Rojas, me temo que se encuentra… indispuesto. Anoche tuve el placer de ocuparme de él.

—Servicio de atención al menor. ¿En qué puedo ayudarle? —respondió una voz de mujer.

—Necesito hablar con Héctor Rojas —pidió Carla con voz ahogada—. Es urgente.

Los globos con mensajes seguían apareciendo en el teléfono:

Dr. Vargas: fue muy interesante el dilema que le planteé al señor Rojas. Y tengo que decir que actuó como se esperaba de él.

—El señor Rojas no está disponible. ¿Qué es lo que desea? Tal vez yo pueda ayudarle.

(Dr. Vargas está escribiendo)

Dr. Vargas: en cambio, para ti, mi querida Carla, he pensado algo diferente. Para empezar, Alicia Roca será la primera en pagar las consecuencias de tu intromisión. Esto es lo que voy a hacer: voy a someterla a una exquisita tortura. Lo grabaré todo con mi teléfono. Será magnífico. Publicaré el vídeo en internet. Será todo un éxito. Cuando veas esas imágenes sabrás que esa pobre chica ha sido torturada por tu culpa. Por tu culpa. Por haberte entrometido.

—Tengo que hablar con él —suplicó Carla a la operadora—. ¡Esto es una emergencia! Le… le he estado llamando al móvil, pero su teléfono está apagado. Por favor, necesito que le avisen.

Hubo un silencio en la línea.

—Siento decirle que el señor Rojas falleció esta pasada madrugada.

—¿Qué? No… no es posible…

—Lo siento. Todos estamos muy conmocionados.

—¿Co… cómo ocurrió?

—La policía está investigando. Al parecer, se quitó la vida. Un suicidio.

(Dr. Vargas está escribiendo)

Dr. Vargas: adiós querida Carla. estaremos en contacto

Todo daba vueltas a su alrededor. El camarero y el matrimonio sentado en la mesa contigua la miraban alarmados, como si se hubiese vuelto loca. En su deambular por el comedor, Carla había golpeado varias mesas volcando vasos y tirando cubiertos por el suelo.

«… Alicia Roca será la primera en sufrir las consecuencias de tu intromisión…»

Carla salió corriendo del hotel. En la calle la sacudió una bofetada de viento frío. La luz del sol la cegó por un instante. Corrió hasta su coche aparcado a unos metros de allí, se metió dentro, echó el seguro y llamó a la policía. Las manos le temblaban. Tenía la vista nublada.

La persona que la atendió hacía preguntas sobre la emergencia y no parecía demasiado satisfecho de las respuestas que obtenía.

—Por favor, responda a mis preguntas y haremos lo posible por ayudarla.

—Es un psicópata, ya ha matado a otras chicas —chilló Carla, histérica—. ¡Y ahora va a matar a Alicia!

—¿Puede decirme el nombre de ese individuo?

—¡No, maldita sea! Si lo supiera ya le habrían detenido.

—Entonces, ¿puede darnos una descripción física? Intente que sea lo más detallada posible…

—Por el amor de Dios, no lo he visto nunca.

—Disculpe, señorita, si no tiene ningún detalle, ¿cómo sabe que alguien está en peligro?

—Por el amor de Dios, ya se lo explicaré, ¡pero ahora tienen que hacer algo! ¡Tienen que proteger a esa chica!

—¿Es usted un familiar? Si lo que intenta decirme es que ha desaparecido una menor de edad, le informo que no podemos comenzar una búsqueda hasta transcurridas veinticuatro horas de la desaparición, una vez que se produzca la denuncia de un familiar. Le repito, ¿es usted un familiar?

Carla colgó. Tenía ganas de golpearse la cabeza contra el volante. La adrenalina fluía por sus venas como metal fundido. Puso en marcha el coche. Salió del aparcamiento a trompicones, golpeando los coches que tenía delante y detrás. Apretó el acelerador calle abajo sin detenerse en los numerosos pasos de peatones. Cruzó una avenida. Se saltó un semáforo en rojo. El motor rugía y brincaba con los cambios de marcha forzados.

Después de un kilómetro por una carretera que serpenteaba entre solares e invernaderos, llegó a la barriada de La Cañada. Entonces se detuvo en seco con un frenazo. Los neumáticos chirriaron con el aullido de un animal agonizante.

¿Qué estaba haciendo? ¿Y si era una trampa para atraerla a ella hasta allí? ¿Y si ese individuo la estaba esperando en la casa de Alicia?

Tenía que pensar, no podía dejarse arrastrar a una trampa. Volvió a llamar al cero noventa y uno. Gracias a Dios, le atendió un operador diferente.

—Oiga, llamo para denunciar que se está produciendo una agresión —dijo esforzándose en articular—. Están atacando a una joven. Es en el número diez de la carretera Sacramento, en La Cañada de San Urbano, en Almería. Dense prisa, creo que la va a matar.

—De acuerdo. Enviamos una unidad de emergencia. No cuelgue, por favor. Un agente le hará unas preguntas a continuación.

Carla colgó. Dos interminables minutos después un coche de la Guardia Civil pasó a toda velocidad a su lado. La sirena de emergencia llenó el aire en un arco de sonido y se extinguió en la distancia. Carla puso en marcha su coche.

Cuando se detuvo frente a la casa de Alicia, un guardia civil estaba llamando a la puerta mientras su compañero echaba un vistazo a los alrededores.

—¿Ha sido usted quien dio el aviso? —preguntó uno de los guardias civiles cuando la vio bajarse del coche.

Carla asintió moviendo la cabeza arriba y abajo. Fue hasta la puerta. Sentía un ardor febril.

—Nadie contesta… ¡Guardia Civil! ¡Abran la puerta!

El agente cargó contra la puerta con el hombro. La puerta se abrió al segundo envite con un chasquido seco de madera. Los dos guardias pasaron al interior. Carla los siguió como caminando en sueños. La casa se encontraba en el más absoluto silencio.

Los agentes comenzaron a inspeccionar las diferentes habitaciones. Carla solo tenía ojos para el objeto que había sobre la mesita de café.

El iPhone de Alicia.

Carla agarró el iPhone con la punta de los dedos, como si fuese un pedazo de metal al rojo vivo. En la pantalla flotaba el texto de un mensaje: «Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí».

El corazón batía en su pecho como un mecanismo enloquecido.

—Aquí no hay nadie —dijo el guardia civil—. Oiga, señorita, ¿qué es lo que vio exactamente?

Carla no respondió. Abrió el menú de ajustes del teléfono de Alicia.

«Me tocó en un sorteo en internet, ¿puedes creerlo?»

El teléfono tenía instalada una aplicación espía. La aplicación había estado activa todo el tiempo, escuchando por el micrófono del teléfono y transmitiendo a algún otro teléfono.

Así era como lo había averiguado todo sobre ella. ¡El hijo de puta había escuchado toda su conversación con Alicia a través de aquel teléfono!

El psicópata se lo había hecho llegar mediante un falso sorteo.

Las náuseas se apoderaron de ella. Todo lo que habían hablado… ¡lo había escuchado todo!

Se agarró la cabeza con las manos. Tenía ganas de arrancarse el pelo de rabia. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Por eso la había hecho ir hasta allí. Cuando se hizo pasar por Eva Luna seguía sin saber quién era ella, todavía estaba a salvo, pero en cuanto cruzó una palabra con Alicia, que nunca se separaba de su iPhone, se puso al descubierto.

¡Dios mío! Ahora lo sabía todo de ella. Que le estaba siguiendo la pista. Las pesquisas llevadas a cabo por Héctor Rojas. Fue entonces cuando Carla comprendió, con una sacudida que la dejó sin aliento, que el funcionario había muerto por su culpa. Lo había condenado cuando habló de él delante de aquel maldito iPhone. Igual que se había condenado ella.

Estaba llorando. Uno de los agentes de la Guardia Civil se inclinó sobre ella.

—Señorita, ¿qué le pasa? ¿Se encuentra usted bien?

Había estado allí, en aquella misma habitación, y se había llevado a Alicia, como había hecho anteriormente con Irena Aksyonov.

«… será una bonita carnicería, y todo gracias a ti…»

Dios mío. No podía dejarse arrastrar por la desesperación. Tenía que haber algún modo de encontrarlo. No podía permitir que hiciese daño a Alicia. Antes se quitaría la vida ella misma. No podría soportar la idea de que Alicia fuese torturada por su culpa.

Piensa, maldita sea, ¡piensa!

La aplicación en el teléfono.

Carla estudió los ajustes de la aplicación. Funcionaba estableciendo una conexión de datos con otro teléfono, como un sistema de mensajería, solo que en lugar de mensajes de texto enviaba el sonido que recogía el micrófono.

Para espiar lo que había hablado con Alicia se necesitaba otro teléfono móvil encendido, recibiendo lo que captaba la aplicación.

Aquel individuo había estado cerca con un teléfono móvil encendido, escuchando lo que hablaban.

Y ese teléfono podía rastrearse.

—Señorita, ¿está escuchando lo que digo?

Ahora los dos agentes estaban a su lado. Carla levantó la cabeza y les miró como si les viese por primera vez.

—Han secuestrado a Alicia Roca, la chica que vive en esta casa —dijo con la garganta llena de algodones—. Tienen que ayudarme a encontrarla.

—¿De qué está hablando?

—Miren, nos espió con este teléfono. —Carla les mostró el iPhone de Alicia—. Tiene una aplicación que graba todo lo que se dice en el micrófono. Tuvo que escuchar con otro teléfono móvil. Ustedes pueden rastrear ese teléfono. Tienen que averiguar dónde está ahora.

—Oiga, señorita, será mejor que nos acompañe al cuartel para tomarle declaración.

Carla comprendió que tardaría siglos en hacerles entender lo que había pasado. Y aunque al final lograra que comprendiesen, para rastrear un teléfono móvil se necesitaba una orden judicial. Podrían pasar días hasta que un juez lo autorizase. Y para entonces ya sería demasiado tarde.

Había otro modo de averiguar dónde estaba el teléfono de aquel individuo.

Carla se guardó el teléfono de Alicia en el bolso. Se puso en pie y salió corriendo de la casa. Los dos guardias estaban demasiado sorprendidos para reaccionar a tiempo. Cuando los agentes llegaron a la puerta, Carla ya se alejaba en su coche calle abajo a toda velocidad. Gracias a Dios no intentaron perseguirla.

Hasta que la madre de Alicia no pusiera una denuncia oficial no se tomarían el caso en serio. Y para cuando empezasen a buscar y un juez tomase cartas en el asunto habrían pasado días. Para entonces Alicia ya podría estar muerta. O algo peor.

La vista se le nubló. La idea de que torturasen a Alicia por su culpa la iba a enloquecer.

«Tranquilízate, todavía hay una posibilidad».

Se le había ocurrido algo. Necesitaba ayuda para lo que tenía en mente. Necesitaba la ayuda de alguien capaz de intimidar usando la fuerza si era necesario.

Detuvo el coche junto a la puerta del centro comercial Carrefour donde trabajaba Alicia, en la zona libre reservada para carga y descarga.

En la puerta arrancó el recorte del periódico donde aparecía Max, el compañero de trabajo de Alicia.

«Hace unos días, Max detuvo a unos atracadores. Tendrías que haber visto lo que hizo. En su vida anterior tuvo que ser un policía muy bueno».

La gente entraba y salía empujando carros cargados con sus compras. Carla tuvo que hacerse a un lado para dejar paso y no obstaculizar la salida. Se acercó a una de las cajeras.

—¿Sabes dónde puedo encontrar a este hombre? —preguntó mostrando el recorte del periódico.

—¿A Max? Debe de andar por ahí, en la sección de alimentación —respondió la chica sin mirarla.

Carla se internó entre las estanterías, corriendo y sorteando a los clientes y sus carros, que parecían querer obstaculizar su camino. Encontró a Max junto al mostrador de la carnicería. El amigo de Alicia tiraba de una especie de carro cargado de paquetes de carne envasada. Llevaba un uniforme color tierra y un delantal de plástico. La alarma se reflejó en su mirada cuando la vio aproximarse.

—Pasa algo malo, ¿qué es? —preguntó Max.

—Alicia ha desaparecido —dijo Carla sin aliento—. La han secuestrado.

A Max se le abrió la boca por sí sola. En apenas un segundo la expresión de su rostro se endureció. Dejó caer la pesada caja que tenía entre las manos, que impactó en el suelo con un fuerte golpe. Algunos clientes se volvieron a mirarle.

—¿Quién ha sido? —dijo Max apretando los puños.

—El doctor del que os hablé, el que le vendió las medicinas envenenadas a Alicia. La policía no va a hacer nada hasta que su madre no ponga una denuncia. Y entonces dejarán pasar cuarenta y ocho horas… ¡Cuando empiecen a buscarla será tarde! —gritó desesperada.

—¿Y cómo la vamos a encontrar nosotros? —preguntó Max.

—Creo que hay una forma. —Carla se llevó las manos a las sienes—. Necesito que me ayudes. El teléfono de Alicia tenía una aplicación espía. Escuchó todo lo que hablamos anoche en su casa desde otro teléfono que tenía que estar activo en la red de datos para conectarse con el de Alicia —explicó Carla atropelladamente—. Entonces hay una forma de saber dónde estaba ese teléfono anoche y también podemos saber dónde está ahora.

—¿Puedes saber eso? —preguntó Max.

—No, yo no. No directamente. Hay empresas que tienen aplicaciones en internet que registran la posición de los teléfonos móviles. Tienen acuerdos con las operadoras de telefonía para seguir los movimientos de cada teléfono. Para averiguar los hábitos de consumo de la gente. Dónde compran, dónde se divierten. Publicidad, marketing personalizado…

—¿Y esas empresas nos van a ayudar a encontrar a Alicia? —preguntó Max con el ceño fruncido.

—No, claro que no. —Carla meneó la cabeza. Sus pensamientos eran una vorágine en el interior de su cráneo—. Creo que podré concertar una cita con el responsable de una de esas empresas.

—¿Y él nos va a ayudar? —Max la observaba con atención.

—No creo que lo haga voluntariamente. Le obligaremos a que nos dé la información que queremos. Tú le obligarás.

Lo que Carla tenía en mente era citarse con Carlos Castellanos, el ejecutivo de MyLife que se había personado en el juicio contra ella, y hacer que le diese la posición actual del teléfono que se había conectado con el de Alicia. Podría concertar una cita con Castellanos fingiendo que quería hablar sobre la demanda. No pensaba que Castellanos quisiera colaborar con ella para encontrar aquel teléfono, pero Max le obligaría a darles la información que necesitaban.

—Lo malo es que tenemos que ir a Madrid —dijo Carla—. Yo conseguiré que nos reciba esta misma tarde. No hay tiempo que perder —apremió.

—Está bien. Vamos. —Max se arrancó el delantal y lo arrojó al suelo.

Carla respiró con alivio. Por un momento había temido que aquel hombre no estuviese dispuesto a irse a Madrid de inmediato, sin hacer más preguntas; que pensase que podía estar loca de remate.

—¡Eh! ¿Qué te crees que haces? —gritó una voz estridente a sus espaldas.

Un hombrecillo trotó hasta ellos. Era Néstor González, el gerente del supermercado.

—Es una emergencia. Tengo que marcharme ahora —dijo Max con tono calmado.

—¿Estás loco? ¡Yo sí qué tengo una emergencia! ¿Es que no ves que estamos en hora punta? Vuelve a tu puesto de trabajo, idiota.

Max se encaminó hacia la salida ignorando al hombrecillo. El gerente se plantó ante él bloqueándole el paso con el brazo extendido.

—Idiota retrasado, ¿es que no me oyes? —chilló con el rostro congestionado—. Como no te vuelvas a poner el delantal ahora mismo te vas a arrepentir. ¡Voy a llamar al asistente social! ¡Te voy a echar a la puta calle!

—Aparta —dijo Max.

Agarró al gerente por el cuello con una mano y lo empujó hacia atrás como quien aparta una rama molesta. El hombrecillo salió despedido y chocó contra una estantería. Montones de carne envasada se desplomaron sobre él. Algunos empleados del supermercado que habían contemplado la escena comenzaron a aplaudir.

Ignorando el revuelo que se había formado, Carla salió a toda prisa del centro comercial seguida por Max. Subieron a su coche. Carla puso en marcha el motor. Soltó el embrague con brusquedad y el coche dio un brinco hacia delante, chocando contra una camioneta de reparto que tenía estacionada enfrente.

—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó Max.

—Sí, por favor. Estoy demasiado nerviosa.

Se bajaron e intercambiaron los asientos. Max puso el vehículo en marcha con suavidad.

—Entonces ¿adónde vamos? —preguntó el hombre.

—A Madrid —respondió Carla—. Espero que sepas conducir a toda velocidad.

Max maniobró para salir del aparcamiento y, haciendo rugir el motor, enfiló la avenida del Mediterráneo con dirección norte. Carla agarró su teléfono y marcó el número de Carlos Castellanos, el director ejecutivo de MyLife en España. Respiró hondo. Todo su plan se basaba en conseguir una entrevista con aquel hombre.

Respondió la voz de una mujer que imaginó sería su secretaria.

—Hola, soy Carla Barceló y quiero hablar con el señor Castellanos —dijo con todo el aplomo que pudo reunir—. Es muy importante.

—Un momento, por favor.

Al cabo de unos segundos la altiva voz del ejecutivo emergió del altavoz del teléfono.

—Sí, dígame.

—Tengo que hablar contigo —dijo Carla—. Una reunión privada. He cambiado de abogado. Ya no me representa la editorial. Quiero llegar a un acuerdo entre nosotros.

—¿Qué clase de acuerdo?

—No quiero enfrentarme en un juicio. Hablaré en contra de la editorial si retiran los cargos contra mí. Diré que me propusieron escribir información falsa sobre su empresa para desprestigiar la imagen de MyLife. Dejaré caer, aunque evidentemente no lo podré probar, que su objetivo ha sido desde un principio beneficiar a la competencia. Mi declaración hará que ganéis el juicio. Con mi declaración en contra de la editorial el juez impondrá la máxima sanción. Conseguiréis dar el escarmiento que buscáis. Ganaréis el juicio y después de esto ningún otro medio de comunicación se atreverá a criticar las prácticas de vuestra empresa.

¡Dios mío! ¿Qué pensaría su editora si se enteraba de aquella propuesta? No tenía otra alternativa. Tenía que conseguir como fuese la atención de aquel hombre.

—¿Por qué haces esto? —preguntó el ejecutivo.

—Porque tengo miedo. No quiero enfrentarme a vosotros en un juicio. Tengo miedo a perder.

Le temblaba la voz, aunque por motivos diferentes a los que podía pensar aquel hombre.

—¿Cuáles son tus condiciones?

—Solo las discutiré personalmente. Solo si nos vemos en persona. Esta misma tarde —dijo Carla—. Con mi nuevo abogado.

La adrenalina corría por sus venas como fuego líquido. Habían llegado a la autovía y Max conducía a ciento cincuenta kilómetros por hora. La carretera era un trazado borroso en la periferia de su mente.

—De acuerdo. A las cuatro en mi despacho.

—Perfecto, allí estaremos.

Colgó. La adrenalina y el pánico le provocaban una sensación de borrachera. Tenía los ojos empañados por las lágrimas. Luchó con todas sus fuerzas para no derrumbarse.

Tenía que encontrar a Alicia. Tenía que encontrarla y eso era lo único que importaba.