45
Carla
Ahora que podía observarla detenidamente, Carla vio que Alicia Roca era una joven de mediana estatura, de rostro ovalado y agraciado. Tenía unos ojos grandes y bonitos de color miel que observaron a Carla con atención cuando abrió la puerta. Vestía un chándal completamente negro, las zapatillas de deporte también eran negras, ni un solo adorno o brillo, ni una sola nota de color. Llevaba una cinta alrededor del cuello de la que colgaba una funda con su iPhone dentro. No se podía decir que estuviera gorda, mas se fijó en que su cuerpo acumulaba cierto exceso de grasa en muslos y caderas. Su pelo era negro y caía lacio en un flequillo que ocultaba parcialmente su rostro. Alicia se apartó el pelo de la cara con un movimiento mecánico de cabeza.
—Necesito hablar contigo —dijo Carla con los brazos descansando sobre sus caderas y las palmas de las manos abiertas—. Por favor, es muy importante.
—¿Es que eres de los servicios sociales? ¿Tiene que ver con mi hermano? —La chica la miró de arriba abajo.
—No, no pertenezco a ninguna institución pública. —Carla negó con la cabeza—. Estoy investigando algo por mi cuenta. Está relacionado con tu padre.
—¿Con mi padre? —La joven alzó las cejas con sorpresa—. ¿Qué tienes tú que ver con mi padre?
—Te lo explicaré si me concedes unos minutos, por favor.
El viento aulló y les agitó el pelo y las ropas.
—Por favor, solo unos minutos —suplicó Carla—. Es muy importante.
—Está bien, pasa —cedió por fin la joven.
Carla cruzó el umbral. La puerta se cerró con un golpe seco dejando atrás el viento. Atravesaron un estrecho recibidor y llegaron a un salón que apestaba a humo de cigarrillo.
Carla descubrió con sorpresa que la joven no estaba sola. En el salón había alguien más: un hombre que se puso en pie cuando ella entró. Carla lo reconoció en el acto. Era el empleado del supermercado que aparecía en el recorte del periódico: el héroe de Almería, el empleado que, según la noticia, había intervenido impidiendo un atraco al centro comercial.
—No sé quién es —dijo Alicia al hombre—. Quiere hablar conmigo de algo relacionado con mi padre. ¿Te lo puedes creer?
—Me llamo Carla —dijo acercándose al desconocido con la mano extendida.
—Yo soy Max. —El hombre le estrechó la mano.
Era muy alto, de complexión fuerte y muy guapo. Tenía un porte varonil y elegante que parecía fuera de lugar en aquella casa tan humilde. Vestía unos sencillos vaqueros y una camisa blanca de algodón. Debía rondar los treinta años, aunque algunas canas ya asomaban en su pelo. Tenía una mirada abierta y franca que chocaba de algún modo con su aspecto duro y viril. Sus ojos eran los de un niño que observa con una mezcla de osadía, reverencia y curiosidad.
Carla recordó las palabras de la mujer de la casa contigua: «Tiene un novio, un hombre mayor y con problemas mentales». ¿A qué clase de problemas se habría referido? Aparentemente, aquel hombre era normal.
—Necesito hablar contigo a solas —dijo volviéndose hacia Alicia.
—Cualquier cosa que tengas que decirme él puede oírla —respondió Alicia levantando la barbilla.
—Es algo delicado: como te he dicho antes, tiene que ver con tu padre…
Carla esperaba alguna reacción de rechazo o miedo por parte de Alicia al mencionarle a su padre, pero ni antes en la puerta ni ahora que la podía observar con más detenimiento detectaba en su expresión nada parecido. Daba la impresión de que la mención de su padre, que habría abusado de ella en repetidas ocasiones, le causaba más curiosidad que repugnancia o angustia. Carla se preguntó si su mente no estaría bloqueando los recuerdos de los abusos sufridos. Sabía que eso era habitual, sobre todo cuando los abusos provenían del ámbito familiar. Quizás era el caso de Alicia. Tal vez no era consciente de haber vivido con un monstruo que abusaba de ella.
—Por favor, tenemos que hablar a solas —insistió Carla mirando de soslayo a Max.
Alicia y el hombre intercambiaron una mirada.
—Creo que esta mujer es sincera —dijo el empleado del supermercado—. Y dice la verdad. Necesita tu ayuda. Está en una situación desesperada y cree que tú puedes ayudarla.
Carla miró a Max con los ojos muy abiertos. Aquel hombre hablaba de ella con una seguridad desconcertante, como si pudiese leerle la mente.
—Pues entonces di lo que tengas que decir aquí y ahora o vete. —Alicia se enfrentó a Carla con los brazos cruzados. No parecía dispuesta a ceder—. Ya me dirás qué es eso tan misterioso que tienes que decirme de mi padre.
Carla trató de escrutar algún signo de temor en su mirada, pero la joven aparentaba una total indiferencia. Por su parte, el hombre la observaba con atención, como un niño que espera una misteriosa revelación de un adulto. Carla decidió que no tenía más remedio que tener aquella conversación en su presencia.
—De acuerdo, ¿puedo sentarme? —pidió.
Se acomodó en una silla junto a la mesita de café. Alicia y Max se sentaron frente a ella, uno en cada extremo del sofá. Ambos encendieron sendos cigarrillos al unísono. Alicia soltó una nube de humo y le lanzó una mirada impaciente.
—¿Qué pasa con mi padre? —espetó—. ¿Eres amiga suya o algo?
—¿Cuándo fue la última vez que le viste? —preguntó Carla.
—Pues… —Alicia miró al techo—, hará como unos cuatro años más o menos, poco después de nacer mi hermano. Fue entonces cuando se divorció de mi madre y ni siquiera se preocupó de venir a vernos.
—¿Cuatro años, estás segura? Me habían dicho que había vivido en Almería hasta hace solo unos dos años.
—Bueno…, y sigue viviendo en Almería, que yo sepa, aunque no venga a vernos.
—¿Cómo? ¿Tu padre no se fue de Almería? —replicó Carla levantando las cejas.
Alicia meneó la cabeza de un modo que hizo que el flequillo oscilase de un lado a otro. Carla, boquiabierta, miró a su alrededor desconcertada.
—Me parece que te has confundido de persona —dijo Alicia—. Vamos a ver, ¿a quién estás buscando tú?
—Al… al doctor Telmo Vargas, me habían dicho que era tu padre.
—Jo, pues te han informado mal. Ya me extrañaba a mí. Mi padre se llama Luis Roca. Y no es médico. Es mecánico en un taller de coches.
Carla la miró con incredulidad. ¿Se habría equivocado de persona?
—De todos modos, es curioso que estés buscando al doctor Telmo Vargas —dijo Alicia—. Porque a él sí que lo conozco.
Carla sintió que algo frío se derramaba por su espalda.
—¿Lo conoces?
—Bueno, no en persona. Solo he hablado con él por internet. El doctor Vargas me ayuda con la rehabilitación de mi hermano pequeño, David.
Carla sintió que las piernas se le aflojaban. Se le aceleró el pulso con una ráfaga de adrenalina.
—Háblame de ese doctor Vargas —dijo con voz hueca. Le sobrevino una sensación de vértigo—. ¿De qué lo conoces?
—Bueno, es una historia muy larga —dijo Alicia con voz fatigada mientras la mirada se le iba al suelo—. Di con él porque mi hermano pequeño necesitaba ayuda.
—¿Tienes un hermano? ¿Qué tipo de ayuda?
Alicia miró a Carla indecisa, como sopesando la decisión de contarle algo o no. Entonces miró a Max, que asintió con la cabeza. Alicia volvió a mirar a Carla de arriba abajo una vez más. Carla apretó suavemente los labios con los ojos clavados en ella esperando una respuesta.
—Mi hermano —dijo finalmente Alicia— tiene parálisis cerebral, no puede moverse ni hablar. Es grave. Tiene cuatro años. Todo el mundo piensa que siempre va a estar así, que nunca va a poder andar ni hablar. —Alicia hablaba con las manos cruzadas en el regazo y la mirada fija en el suelo—. Hace poco descubrí que hay una especie de cura para la parálisis cerebral. Algo nuevo. Son unos ejercicios musculares muy intensos, hay que trabajar ocho o diez horas al día. Leí mucho en internet. Para aprender los ejercicios de rehabilitación había que hacer unos cursillos en una clínica. Lo malo era que había que pagar cinco mil euros por las tres semanas de curso; te daban todo el material y eso. Yo no podía pagármelo y mi madre no quería ni oír hablar de terapias. —Su mirada se ensombreció—. Entonces busqué en la red, ya sabes, seguro que alguien habría subido el material de los cursos para que otros pudiesen descargarlo gratis. Buscando por ahí y preguntando en foros encontré al doctor Vargas, el que has confundido con mi padre. Resulta que había trabajado en esa clínica. El doctor Vargas se ofreció a ayudarme. Me envió el material de los cursos y me dio muchos consejos sobre el tratamiento de David.
—¿Tu hermano está bien? —preguntó Carla con un nudo en la garganta. Le tembló la voz.
La joven la miró con los ojos empañados.
—No. Ayer tuvo un ataque muy fuerte y está en el hospital. Los médicos dicen que es por algo que ha tomado. Me echan la culpa. Dicen que yo le he dado drogas, anfetaminas o algo así. Yo no le he dado ninguna droga, eso te lo aseguro —había rabia en su voz—. Lo único que le di fueron las vitaminas para el cerebro —dijo tocándose la sien con un dedo.
—¿De dónde sacaste las vitaminas que le diste? —preguntó Carla.
—Las compré en una tienda de internet que me recomendó el doctor Vargas.
A Carla se le iban a salir los ojos de las órbitas. Se agarró con fuerza a su silla como un niño asustado en una montaña rusa. Empezaba a darse cuenta de que aquella chica sí que tenía una relación con el individuo que buscaba, aunque no el tipo de relación que había creído.
Por el amor de Dios. No era su hija. ¡Era una de sus víctimas!
La cabeza le daba vueltas. ¿Por qué Eva Luna le había dicho que el doctor Vargas era el padre de Alicia? Una garra helada le presionó el estómago.
Carla se dio cuenta de que Max la observaba atentamente. Parecía analizar cada uno de sus movimientos.
—¿Y por qué estás buscando tú al doctor Vargas? —preguntó Alicia.
Carla no respondió. Sacó el ordenador portátil del maletín. Lo abrió sobre la mesita de café. Tenía que comprobar algo.
—Alicia, ¿podrías enseñarme esa tienda donde compraste las medicinas? —preguntó.
—Claro.
Alicia se inclinó sobre el ordenador y tecleó una dirección en la ventana del navegador. Apareció un mensaje de error:
ERROR 404 - LA PÁGINA WEB SOLICITADA NO EXISTE
—Qué raro, es esta dirección, estoy segura —dijo Alicia.
—¿Puedes probar a entrar desde tu propio ordenador? —pidió Carla.
Alicia cogió un ordenador portátil que descansaba en la mesa del comedor y lo desplegó en la mesita de café. Tecleó de nuevo la dirección de la tienda online. Esta vez se abrió una página web que anunciaba la venta de vitaminas y suplementos energéticos.
—Tienes la conexión mal —dijo Alicia—. ¿Ves? Yo sí puedo entrar.
—¿Me dejas mirar una cosa? —pidió Carla. Acercó hacia sí el ordenador de Alicia.
Carla revisó la configuración del panel de control. Descubrió que, tal y como sospechaba, la tienda online tenía un filtro de direcciones IP que solo dejaba entrar al ordenador de Alicia. Aquella página web era invisible para el resto de usuarios de internet. Solo desde aquel ordenador se podía abrir la página para hacer pedidos.
Algo ardiente le atenazó la garganta. Acababa de encontrar a la última víctima conocida del psicópata a quien perseguía: Alicia Roca.
—Estas medicinas son fraudulentas —dijo Carla—. Ese hombre, el doctor Vargas, quería hacerle daño a tu hermano a propósito.
—¿Qué? ¿Hacerle daño a David? —Alicia abrió mucho los ojos—. ¡Pero si me quería ayudar!
—Esas pastillas que te han vendido son en realidad drogas. Podrían haber matado a tu hermano.
—¿Drogas? ¿Por qué iba a querer hacerle eso a David?
Alicia miró a Max buscando respuestas. El hombre permaneció silencioso. Se limitaba a escuchar con el ceño ligeramente fruncido, como si tuviese que realizar algún tipo de esfuerzo para entender lo que allí se estaba diciendo.
—No sé por qué lo hace —dijo Carla. Tenía el pulso acelerado—. No es el primer niño que envenena.
—No me lo puedo creer… ¡el doctor Vargas! —bramó Alicia— ¡Si será hijo de puta!
Alicia se puso en pie gesticulando con rabia. Tenía el rostro congestionado.
—¿Pero por qué iba a querer envenenar a mi hermano? Si solo es un niño inocente… —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Si David se muere por su culpa…
Rompió a llorar y se echó en brazos de Max. Alicia permaneció abrazada a él unos instantes. Después se separó y se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos.
—¿Y por qué pensabas tú que era mi padre? —preguntó a Carla.
—Alguien que supuestamente le conoce me envió aquí —dijo Carla—. Me dijo que era tu padre. No sé si me mintió o esa persona estaba equivocada…
—¿Y por qué lo buscabas tú? —intervino por primera vez Max—. ¿Eres policía?
Carla le miró a los ojos.
—No, policía no —meneó la cabeza—. Yo soy informática. Tengo experiencia en las redes sociales para adolescentes. Un funcionario del Ministerio de Asuntos Sociales contactó conmigo y me pidió colaboración. Me explicó que un individuo estaba provocando las muertes de algunos jóvenes con los que contactaba a través de chats para adolescentes. Me pidió ayuda para desenmascarar a ese individuo —explicó Carla.
—Y ese individuo es el doctor Vargas que casi mata al pequeño David —dijo Max.
Carla miró atentamente a Max. Desde luego aquel hombre no era ningún idiota.
—Así es —asintió Carla con los dientes apretados—. Cuando vine aquí creía que Alicia podría ayudarme a encontrarle.
—Ojalá ese tío arda en el infierno —sollozó la joven.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste algún contacto con él? —preguntó Carla.
—No lo sé, puede que hace un par de días; el muy hijo de puta todavía me decía que lo estaba haciendo muy bien con David. ¿Cómo podía ser tan falso? ¿Tendría que denunciarlo a la policía?
—Te pediría que no lo hicieses, de momento —dijo Carla—. Si sospecha que la policía investiga, volvería a desaparecer. No es la primera vez que estoy cerca y se me escapa.
Carla estaba frustrada. Creía que allí encontraría información sobre su paradero, pero seguía sin tener nada.
—¿Recuerdas algo que pudiera ayudarme? —dijo—. ¿Algún detalle, por pequeño que fuese? ¿Algo que nos sirva para saber quién es?
Alicia negó con la cabeza.
—Ahora que lo pienso, nunca decía nada de sí mismo. Solo me hacía muchas preguntas sobre mí, sobre mi vida. Yo nunca pensé que no era un médico de verdad. ¿Cómo podía saber que quería hacer daño a mi hermano en vez de ayudarle? Mi madre tenía razón. No hay que fiarse de nadie en internet. Jo, me siento tan idiota…
—No es culpa tuya. Ese individuo sabe cómo ganarse la confianza de los demás. Es retorcido. Sí, tu madre tiene razón. Nunca te fíes de un desconocido en internet, Alicia.Internet está plagado de mentiras.
—¿Cómo puedes saber que alguien miente si no puedes verle la cara ni oír su voz? —preguntó Max.
—No puedes —respondió Carla—. Por eso es tan fácil engañar en internet. Solo cuando tienes experiencia aprendes a distinguir lo verdadero de lo falso, aprendiendo a contrastar la información de varias fuentes. Hay mucha gente que piensa que cualquier cosa que encuentra en internet es cierta, cuando cualquiera puede escribir cualquier cosa en internet.
Carla advirtió que Max parecía confundido.
—Ya me gustaría que Max se viese cara a cara con el doctor Vargas —dijo Alicia—. Entonces veríamos si es tan valiente. —Apretó los puños.
Carla miró a Max. El hombre permanecía pensativo.
—Tendrías que haber visto lo que hizo Max con los atracadores —siguió Alicia—. En su vida anterior tuvo que ser un policía de los buenos —había orgullo en su voz.
—¿En su vida anterior?
Max se agitó incómodo, torciendo la boca. Parecía comprometido por el comentario de Alicia.
—Así es como Alicia llama a mi vida antes del accidente —sonrió forzado—, a mi vida antes de que perdiese la memoria. Un… accidente en la cabeza me provocó amnesia. No recuerdo nada desde que desperté de un coma.
—Comprendo —dijo Carla.
Pensó que la amnesia encajaba con su mirada desorientada. Supuso que la amnesia eran los «problemas mentales» que le atribuía la mujer de la casa contigua.
—Pero lo que Max no ha olvidado es cómo darle una paliza a alguien —dijo Alicia—. Si averiguas quién es ese doctor Vargas, díselo a Max, que se encargará de él.
Carla frunció los labios.
—Creo que sería mejor que lo hiciese la policía —dijo—. No obstante, agradezco tu ayuda, Alicia.
Carla se puso en pie y guardó su ordenador en el maletín.
—Lamento mucho lo que le ha ocurrido a tu hermano y espero que se recupere cuanto antes —dijo—. Creo que ahora será mejor que me vaya. Un placer. —Se despidió de Max estrechándole la mano.
Alicia la acompañó hasta la puerta. El viento seguía soplando con fuerza.
—Voy a pasar la noche en Almería —dijo Carla—. Si necesitas algo de mí, puedes llamarme cuando quieras, te ayudaré en lo que pueda. También puedes escribirme un correo. Carla punto Barceló, arroba, gmail, punto com. Me gustaría que me avises cuando tu hermano salga del hospital.
—Lo haré. —Alicia cogió su iPhone y tecleó en la agenda el correo electrónico que Carla le había dictado.
—Bonito teléfono —dijo Carla.
—Me tocó en un sorteo en internet, ¿puedes creerlo? Pensaba que ese tipo de sorteos eran bulos y fíjate…, al menos un poco de puñetera suerte en mi vida…
Alicia rompió a llorar. Carla la rodeó en un suave abrazo. Alicia le devolvió el abrazo con fuerza. En su llanto, Carla tuvo la sensación de que el cuerpo de Alicia se vaciaba de un dolor largo tiempo atesorado.
—Tranquila, todo saldrá bien —susurró—. Todo saldrá bien. Eres fuerte y valiente. Sobreviviremos, ¿verdad?
Alicia asintió mientras el viento sacudía a ambas mujeres agitándoles el pelo y las ropas.
Carla se alejó corriendo hasta su coche. Estaba temblando. Pasaban las once de la noche. El viento aullaba con fuerza sobre los tejados. Carla no podía entender cómo la gente no enloquecía en aquella ciudad con aquel viento.
El trayecto hasta el hotel le pasó desapercibido. Carla se limitaba a seguir las instrucciones del GPS mientras las palabras de Alicia se repetían en su cabeza, palabras que se transformaban en preguntas sin respuesta… ¿Cómo era posible todo aquello? ¿Quién era el doctor Vargas? ¿Por qué Eva Luna le había mentido sobre Alicia? Tenía la impresión de que algo se le escapaba. Estaba demasiado cansada, demasiado aturdida para pensar con claridad. Los acontecimientos se agolpaban en su mente en un caos sin sentido. Cuando intentaba pensar las palabras se volvían huecas y los recuerdos solo eran una sucesión de sombras inconexas. Era como si tuviese un velo ante los ojos que le impidiese ver. Se dijo que tenía que dormir, descansar unas horas y poner en orden sus ideas.
Cuando llegó a la habitación del hotel donde se alojaba le pareció aún más sórdida y miserable, o tal vez solo era una simple habitación de hotel que ella sentía triste porque la hacía espejo de su pesadumbre. Se preguntó dónde habría ido a parar la luz y la alegría en su vida y si alguna vez volvería a recuperarla.
Decidió no pensar, simplemente seguir adelante sin pensar. Llamó a Héctor Rojas. Era muy tarde, pero pensó que estaría interesado en saber lo que había descubierto. Sin embargo, no obtuvo respuesta. Dejó un mensaje en el contestador:
«Llámeme en cuanto pueda, he encontrado a otra víctima de ese individuo».
Se metió en la cama. Estaba tan cansada que ni siquiera aquel horrible colchón podría impedir que durmiese. Tumbada, en la oscuridad, sintió que su mente se cerraba al mundo como una flor que se repliega. Recordó una frase zen que había leído en una ocasión:
«Cuando se abre una flor, es primavera en todo el mundo».
Ahora, sin embargo, lo que experimentó fue justo lo contrario, que algo en su interior se cerraba y que el mundo entero entraba en un largo y crudo invierno.
Con ese pensamiento se quedó dormida.