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Carla
Grooming: problema relativo a la seguridad de los menores en internet, consistente en acciones deliberadas por parte de un adulto de cara a establecer lazos de amistad con un niño o niña en una red social, con el objetivo de obtener una satisfacción sexual mediante imágenes eróticas o pornográficas del menor o incluso como preparación para un encuentro sexual, posiblemente por medio del chantaje a los niños.
El adulto procede a elaborar lazos emocionales (de amistad) con el menor, normalmente simulando ser otro niño o niña.
El adulto va obteniendo datos personales y de contacto del menor.
Utilizando tácticas como la seducción, la provocación, el envío de imágenes de contenido pornográfico, consigue finalmente que el menor se desnude o realice actos de naturaleza sexual frente a la webcam o envíe fotografías de igual tipo.
Entonces se inicia el ciberacoso, chantajeando a la víctima para obtener cada vez más material pornográfico e incluso tener un encuentro físico con el menor para abusar sexualmente de él.
Fuente: Wikipedia: La enciclopedia libre
Cuando Carla llegó a la fiesta poco podía imaginar que la diversión acabaría con ella tirada en el suelo y un hombre intentando violarla.
Era la celebración del cóctel navideño en la sede madrileña del periódico El Mundo, en cuya redacción de sucesos trabajaba su hermano Isaac. Las oficinas del periódico estaban atestadas de gente. Carla se adentró entre la multitud esquivando a camareros con bandejas que iban de un lado a otro ofreciendo bebidas y canapés. En el ambiente sonaba una melodía de algo parecido al jazz, apenas audible bajo la cacofonía de las conversaciones. Cuando un camarero pasó por su lado, Carla agarró un canapé con una mano y una copa de vino con la otra y se llenó la boca masticando mientras buscaba a su hermano.
Estaba muerta de hambre y muy cansada. Las sesiones con su psicoterapeuta la dejaban agotada. Por no hablar de la desastrosa entrevista de trabajo que había tenido por la mañana. Si es que a aquello se le podía llamar entrevista. Más bien había sido una especie de competición. La habían metido en una sala con otras veinte personas y la habían puesto a rellenar test de personalidad y montones de psicotécnicos dificilísimos. ¡Ni que la entrevista de trabajo fuese para pilotar un avión!
Después la habían pasado a un despacho para una prueba de inglés. «Cuéntame algo acerca de ti», le dijo un tío con cara de pocos amigos. No es que tuviese demasiados problemas para hablar en inglés. Podía defenderse y mantener una conversación informal. Pero después de unas cuantas frases se había quedado en blanco, sin saber qué más decir.
«Tengo treinta y cinco años…, vivo en Madrid, mis padres murieron cuando yo era una niña, tengo un hermano periodista, soy informática, me gusta el cine… me gusta leer… me gusta pasear…»
¡Y se quedó en blanco! El tío anotó algo en un cuaderno; por si decía algo más se quedó esperando unos segundos, que a Carla se le hicieron interminables, y entonces le dijo que ya habían acabado. Carla salió de allí sintiéndose como una tonta. Después de otra hora esperando en el hall de la empresa, la recepcionista la llamó y le dijo que podía marcharse, que gracias por todo, pero que su perfil no encajaba con lo que buscaban. ¡Su perfil! ¡Pero si no le habían hecho una sola pregunta sobre su experiencia profesional!
Carla se acabó la copa de vino y alcanzó otra de la bandeja de un camarero. La redacción del periódico estaba atestada de gente y parecía que cada vez entraba más. No veía por ningún lado a su hermano. Estaba incomodísima con aquellos tacones tan altos y el vestido satinado de fiesta. Atisbando entre la multitud reconoció algunas caras de famosos, políticos, actores, presentadores de televisión, aunque no le venía a la mente el nombre de ninguno de ellos. Siempre se acordaba de las caras, pero tenía muy mala memoria para los nombres.
No le gustaba demasiado acudir a aquel tipo de fiestas. Su hermano Isaac sí que se lo pasaba en grande. Isaac era muy extrovertido, siempre tenía un chiste a punto y una conversación inagotable. A su hermano le encantaba ser el centro de atención. Pero ella no se desenvolvía nada bien entre extraños. No conseguía relajarse. Quería ser simpática y enrollada y se pasaba todo el tiempo con una sonrisa puesta que acababa agotándola.
Aquella noche había decidido prescindir de la sonrisa. Estaba demasiado cabreada con el mundo como para intentar caerle bien.
«Cuéntame algo acerca de ti».
Soltó un bufido. Desde que salió de la entrevista de trabajo no habían parado de ocurrírsele cosas sobre sí misma, ninguna buena. Y es que siempre le pasaba lo mismo. Cuando tenía que describirse a sí misma se quedaba en blanco. Como cuando conocía a un hombre interesante y le decían aquello de «cuéntame algo sobre ti, quiero conocerte más». Alguien tendría que prohibir esa frase. Y es que se consideraba una mujer muy normal, con los gustos de cualquiera. Con las cosas de cualquiera.
«Vivo en un piso de cincuenta metros en el barrio de Moratalaz y estoy en paro».
No le parecía el tipo de información que pudiera hacerla interesante a los ojos de un hombre.
«Ah, por cierto. Una vez aborté y tengo un hijo imaginario que se llama Aarón».
No, eso tampoco ayudaría.
Si no hubiese abortado, su hijo Aarón tendría ahora once años, casi doce. Ya casi sería lo suficientemente mayor para no tener que dejarlo con la niñera cada vez que ella saliera. Estaría hecho todo un hombrecito. Ahora tendría que llamar a casa para saber que todo iba bien. Confirmar con la niñera que ya estaba en la cama.
Al menos, un hijo imaginario no le suponía ningún gasto. No tenía que pagar el colegio, ni los libros ni el uniforme como las demás madres. Llevaba seis meses buscando trabajo, y nada. A lo mejor tendría que irse a Inglaterra una temporada a aprender inglés. A lo mejor tendría que inventarse una biografía más interesante para las entrevistas de trabajo.
«Acabo de regresar de Nueva Zelanda, donde estuve casada cinco años con un maorí líder de un movimiento revolucionario. He visto tantas cosas y he vivido tanto que no sabría ni por dónde empezar, querido».
Su hermano no aparecía por ningún lado. Fue hasta una de las mesas de catering y agarró un sándwich de jamón. Estaba muerta de hambre y tenía la impresión de que el vestido le apretaba más de lo normal. Genial. Lo que le hacía falta ahora era coger unos kilos de más.
Por fin divisó a su hermano. Isaac se había convertido en el centro de atención de un pequeño grupo que reía a su alrededor con sonoras carcajadas. Todos se lo estaban pasando en grande. Se fijó que en el grupo que rodeaba a su hermano había una mujer muy guapa, alta, tanto que sobresalía entre todos los hombres, de piernas largas y firmes, enfundadas en una falda de tubo y tacones de aguja muy elegantes. Lucía una larga cabellera rubia y tenía la piel del rostro blanca y sedosa. Aquella mujer tan guapa no le quitaba los ojos de encima a Isaac.
Su hermano siempre se convertía en el centro de diversión de todas las reuniones. Era dos años mayor que Carla y era la única familia que le quedaba. Sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando eran unos niños y se habían criado con los abuelos, que habían fallecido hacía años, siendo ella todavía una adolescente.
Su hermano Isaac era un hombre atractivo con una eterna disposición al buen humor. Tenía el rostro afilado y el pelo negro y abundante con reflejos castaños, que le caía a ambos lados de la cara en un largo flequillo. Compartía con su hermana los ojos claros y las pestañas largas y rizadas, así como la boca ancha, de labios finos y perfilados. Su expresión solía ser la mayoría de ocasiones socarrona, pícara o irónica, según las circunstancias. Era muy difícil sorprenderle con semblante serio. Isaac miraba el mundo de un modo especial, como si encontrase algo divertido en todo aquello en lo que depositase su vista.
Carla solía pensar que si su hijo Aarón hubiese vivido, se parecería mucho a su tío Isaac. Sería un niño simpático, adorable, ingenioso y muy guapo. Su tío adoraría a Aarón tanto como ella lo adoraba.
Vació la copa de vino de un trago y cogió otra. Se disponía a unirse al grupo cuando alguien se interpuso en su camino.
—Hola, me llamo Alberto López de Prada, me has recordado a alguien y he pensado que me gustaría conocerte —dijo con marcado acento andaluz. ¿Sevillano?
Era un hombre joven, alto, muy guapo. Vestía un traje de lana marrón y jersey negro de cuello alto. Tenía la piel bronceada, el pelo castaño y unos ojos azules poderosamente llamativos. La boca era amplia, de labios gruesos, el mentón firme cubierto por una atractiva barba de tres días.
—Hola. Yo soy Carla —contestó nerviosa.
El hombre le estrechó la mano con fuerza. Por unos instantes, Carla se sintió abrumada al notar aquellos ojos azules clavados en ella.
—Soy delegado de la Consejería de Urbanismo de la Junta de Andalucía —dijo el hombre—. Mi padre es el director general. También es un alto cargo dirigente del partido socialista. Mi padre está en la carrera por la presidencia de la Comisión Ejecutiva Federal.
Lo soltó todo de carrerilla, como un niño que recita una lección aprendida. Tenía los ojos, la cara y el cuerpo entero dirigido hacia el de Carla, la mano izquierda sostenía una copa y la otra descansaba sobre su cadera derecha. Sonreía con un lado de la cara.
—Oh, eso es estupendo —respondió Carla, ligeramente perpleja.
—Mi padre es íntimo amigo del director del periódico. ¿A quién conoces tú aquí?
—Mi hermano. Trabaja en la redacción de sucesos. —Carla señaló hacia donde se encontraba Isaac, que seguía provocando risas entre el grupo que lo rodeaba.
—¿Y tú, a qué te dedicas?
—Bueno… yo soy informática. —Carla tomó aire—. Aunque ahora estoy en paro —dijo incómoda. El hombre no apartaba los ojos de ella, aunque Carla tenía la molesta sensación de que más bien el centro de su atención era su escote—. Llevo un tiempo en paro, pero he trabajado varios años programando páginas web para internet. Me especialicé en publicidad y marketing online.
—¡Internet! —exclamó Alberto con alegría—. ¡Yo me paso la vida conectado a Facebook! Creo que tengo una especie de adicción, no sabría qué hacer sin mi teléfono móvil. Mira mi iPhone, es de última generación.
Puso el teléfono ante sus ojos, como esperando que Carla lo admirase.
—¿Alguna vez te has grabado en un vídeo erótico con tu teléfono? —la espetó.
El hombre se inclinaba demasiado sobre ella al hablar, demasiado cerca. Carla dio un paso atrás. Alberto dio un paso adelante.
—Podemos intercambiar unos vídeos. Yo te envío uno de los míos y tú uno de los tuyos…
Carla cruzó los brazos y se puso de lado. Alberto formó una pantalla entre ella y el resto de la fiesta. Carla no podía retroceder porque tenía la mesa de canapés detrás. Empezó a entender por qué aquel hombre tan atractivo la había abordado a ella. A aquellas alturas lo habría intentado ya con todas las otras mujeres de la fiesta, mucho más guapas que ella, y todas lo habrían rechazado.
—Lo siento, aún no he saludado a mi hermano —dijo tratando de escabullirse a un lado.
Alberto la siguió con una sonrisa en los labios y los ojos azules y muy abiertos clavados en ella, como tratando de hacer sucumbir su voluntad con la mirada.
—Cuéntame algo de ti, quiero conocerte —dijo.
Carla soltó un bufido.
—Mi vida es muy aburrida —contestó.
—Eso de internet, ¿qué es lo que haces exactamente? —insistió.
—Marketing online —respondió Carla sin mirarle. Eso ya se lo había dicho antes, aunque de pronto tuvo la sospecha de que aquel tío no tenía ni idea de qué era eso. Sintió como el calor le subía al rostro—. Diseño programas que muestran anuncios, publicidad, en internet —aclaró.
—Ah, claro, ya entiendo —exclamó Alberto—. Tú haces esos dibujitos tan divertidos que te piden hacer clic. Ja, ja. Me encanta.
Carla quiso captar la atención de su hermano. El grupo se había disuelto y ahora se había quedado a solas con la mujer rubia. Tenía que llegar hasta él como fuese.
—Lo siento Alberto, ha sido un placer, pero tengo que hablar con mi hermano —dijo cortante.
Carla se hizo a un lado, pero Alberto no pareció darse por aludido.
—Eso de los anuncios… —siguió diciendo el hombre—. Tengo una idea muy buena. Verás, todos esos anuncios que parpadean y que siempre te están pidiendo hacer clic aquí: «haz clic aquí», te repiten sin parar. Y tú vas y no haces clic porque no te gusta hacer lo que te dicen, por llevar la contraria, ¿OK?, ¿me sigues? Entonces podrías poner un recuadro que diga «NO hagas clic aquí», ¿comprendes? «NO hagas clic aquí». —Alberto abrió mucho la boca para pronunciar aquel sonoro no—. ¿Qué harías entonces si ves ese mensaje? ¡Pues hacer clic!, ¿no te parece? Por seguir llevando la contraria. Te dice «NO hagas clic aquí» y entonces todo el mundo va y hace clic. ¿A que es una idea genial?
—Es interesante —respondió Carla tratando de alejarse de él, pero el pesado seguía a su lado sin separarse ni un centímetro de ella—. Aunque verás: lo que yo hago es un poco más sutil. La idea es encontrar a la gente interesada en un determinado producto para mostrarles esa publicidad en concreto. ¿Comprendes? Por ejemplo, lo que quiere una marca de coches es que sus anuncios los vean quienes están pensando en cambiar de coche. Si pones publicidad engañosa para que la gente haga clic prometiendo una cosa cuando en realidad te encuentras otra, estaríamos perdiendo el tiempo. —Carla avanzaba dando un rodeo entre los presentes con la esperanza de que alguien obstruyese el paso de Alberto y quedase atrás.
—Creo que eres tú quien no lo ha entendido —dijo Alberto, que parecía realmente entusiasmado con su idea—. Si lo piensas, mi anuncio es perfecto, ¡porque sirve para anunciar cualquier cosa!
—Sí, claro —resopló Carla.
Se fue directa hacia su hermano mientras el joven la seguía, parloteando a su lado. Se daba cuenta de que aquel tío era tan guapo como idiota. Y no veía la forma de quitárselo de encima. Se preguntó qué tipo de cargo de delegado desempeñaría en la Consejería de Urbanismo. Delegado del servicio de café.
—¡Carla! ¿Dónde te habías metido? —saludó su hermano cuando la vio. Le dio un caluroso abrazo y dos besos—. Mira, te presento a Elsa Sjöberg, ¿se pronuncia así, verdad? Ella es mi hermana Carla.
Carla estrechó la mano de la mujer rubia. A su lado, Alberto la rozaba con el hombro. Parecía que había decidido unirse al grupo.
—Encantada, Elsa —saludó Carla—. Eh, bueno, él es Alberto… alguien a quien acabo de conocer.
—Ya nos conocemos —anunció la acompañante de su hermano con frialdad. Tenía un leve acento nórdico.
Con la mirada, Carla lanzó a su hermano una petición de ayuda para quitarse de encima a aquel idiota.
—Elsa es la directora en España de la editorial Temas de Hoy —explicó su hermano después de las presentaciones—. Tenía muchas ganas de que os conocieseis. Le estaba hablando de tu libro.
—Oh, bueno, solo es algo que he estado haciendo mientras buscaba trabajo —se justificó Carla.
—Isaac me ha explicado que has escrito un ensayo sobre los peligros a los que se exponen los adolescentes en las redes sociales —se interesó Elsa.
Sentir la mirada de aquella mujer tan sofisticada hizo que Carla se ruborizase. Por algún motivo la intimidaban las mujeres muy guapas y muy elegantes. Curiosamente, era algo que no le pasaba con los hombres, por muy atractivos que fuesen.
—Sí, en realidad creo que hay varios temas que se mezclan —dijo—. Está el anonimato en internet. Es una locura que cualquiera pueda crearse una identidad falsa y llenarlo todo de mentiras sin ningún control… Y precisamente ese anonimato favorece que los adultos se aprovechen de los menores fingiendo y engañando.
—El acoso en las redes sociales es un tema que le interesa mucho a la editorial —confesó Elsa, asintiendo repetidamente.
—Ni te imaginas los peligros. Cualquiera puede hacerse pasar por un menor y engañar a todos esos niños. Acoso, pederastia…, es terrible lo fácil que resulta ganarse la confianza de un menor y manipularlo.
Carla evitó mencionar que su interés en las redes sociales comenzó cuando cayó en la cuenta de que su hijo Aarón, de estar vivo, ya tendría edad para tener su propio perfil y acceder a una red social. Ella misma había creado el perfil de un niño de once años llamado Aarón y había comenzado a «hacer amigos» en Tuenti (una de las redes sociales para menores más activas). Su sorpresa vino cuando comenzaron a llegarle propuestas de amistad de perfiles que eran claramente falsos menores. Adultos haciéndose pasar por niños que no tardaban en hablarle de sexo y hacerle propuestas obscenas más o menos encubiertas. Para ella era muy fácil identificar a esos falsos menores, pero pensó que un niño de once años podría sentir curiosidad o incluso creer que aquello era lo normal en internet. Pensó en todos los niños que estaban accediendo a las redes sociales sin supervisión de adultos y decidió ponerse manos a la obra y escribir un ensayo denunciando todo aquello. Hasta el momento no había pensado seriamente en qué haría cuando el libro estuviese acabado.
—El problema es que los padres no tienen ni idea de lo que hacen sus hijos en internet —explicó Carla—. Muchos creen que no hay ningún peligro, que es como un juego, que navegar por internet es como si jugasen con la consola. Entonces pensé que sería una buena idea escribir una especie de guía para padres, explicando los riesgos que corren sus hijos y lo que deberían hacer para evitarlo.
—Te va a interesar, en serio —prometió Isaac—. Yo lo he leído y es un material estupendo. Carla ha recopilado ejemplos reales que te ponen los pelos de punta.
—Suena muy bien —dijo Elsa—. Me gustaría mucho leer el borrador. Estamos buscando material para un colección sobre los peligros que esconden las nuevas tecnologías de internet. Personalmente, creo que Google, Apple y Facebook se están convirtiendo en los nuevos dictadores del siglo XXI…
—Me encanta Facebook —interrumpió Alberto metiendo la cabeza entre ellos—. Me pasaría la vida conectado. Lo haría si no fuera por mis importantes obligaciones en la Consejería. Mi padre es el director general de la Consejería de Urbanismo de la Junta de Andalucía. Por cierto, mi padre es íntimo amigo del dueño de este periódico.
Elsa le lanzó una mirada de hielo. Carla volvió la cabeza, pretendiendo no haber escuchado nada. Alberto, por su parte, dio un paso adelante para interponerse entre ella y su hermano.
—¿Por qué no nos vamos a otro sitio tú y yo? —preguntó inclinándose sobre Carla—. Ya estoy cansado de tanta conversación intelectual.
—Tienes razón con los intelectuales —dijo Isaac sin borrar la sonrisa—. La mayoría no dejarían de hablar, aunque nadie les estuviese escuchando. Les gusta escucharse a sí mismos. Es uno de sus mayores placeres. A menudo incluso mantienen largas conversaciones consigo mismos y son tan inteligentes que a veces no entienden ni una palabra de lo que dicen.
Alberto torció la boca hacia un lado y sus cejas se elevaron durante un instante. No había entendido nada.
—Precisamente le estaba dando a tu hermana algunas ideas muy valiosas sobre la publicidad en internet —replicó elevando la barbilla—. Puedes utilizarlas. —Se volvió hacia Carla—. Te doy mi permiso.
Elsa se cruzó de brazos. Carla, con los brazos cruzados a cal y canto y casi dando la espalda a Alberto, hizo un gesto con las cejas a su hermano. Alberto volvió a inclinarse para hablarle al oído. Aunque tenía la boca pegada a la oreja de Carla, su tono de voz era tan estridente que todos pudieron escuchar lo que decía.
—Venga, vámonos tú y yo a pasar un buen rato. Mi padre es íntimo amigo del director. ¿No querrás que le hable mal de tu hermano, verdad?
Carla notó que la sangre se le agolpaba en las sienes. Se volvió airada. Iba a decir algo, pero, por la expresión de Isaac, supo que su hermano lo había escuchado todo. El gesto sombrío le duró a su hermano solo un instante; enseguida recuperó una expresión risueña. Antes de que Carla pudiese decir nada, Isaac agarró una cucharilla de postre y una copa y comenzó a golpearla para llamar la atención de los presentes.
—¡Atención, atención! —llamó en voz alta—. Ruego nos presten unos minutos de su atención.
Todos se volvieron para mirarles. «No, por favor, no lo hagas», quiso decirle Carla con los ojos, pero ya era tarde. Sabía que su hermano no iba a dejar que aquel idiota tratase de intimidarla y saliese indemne del encuentro.
—Por favor, silencio —pidió Isaac.
Todos se volvieron a mirar. Quienes lo conocían tenían ya una sonrisa en los labios, sabedores de que se avecinaba algo divertido.
—Un minuto de su atención. Quiero anunciarles que tenemos el honor de contar en esta reunión con el señor Alberto López de Prada.
Isaac dejó transcurrir unos segundos mientras señalaba teatralmente al joven, quien miraba a su alrededor con desconcierto. Alguien detuvo la música. Las conversaciones fueron bajando de volumen hasta que se hizo el silencio. Todos les miraban con expectación.
—El señor Alberto López de Prada es delegado de la Consejería de Urbanismo en Sevilla. Su padre es el director general. Pero, por favor, que nadie piense que el señor López de Prada logró el puesto por enchufe y no por méritos propios —dijo Isaac con expresión severa.
Hubo alguna carcajada entre los presentes.
—El honorable padre de Alberto es, por otro lado, íntimo amigo del dueño de este periódico y, sin duda, lamenta no haber podido asistir a este evento. En su representación, ha enviado a su hijo, quien desea transmitirnos unas palabras a todos en su nombre.
Isaac hizo un gesto para ceder la palabra al joven. Carla vio como Alberto enrojecía hasta la raíz del cabello. El silencio era absoluto. Todos aguardaban sus palabras.
—Yo… eh… Bueno, yo… —balbuceó—. Mi padre… bueno…, mi padre… En fin, mi padre hubiese querido que yo… que yo…
Isaac asentía con gesto serio a todo lo que decía, como si estuviese escuchando un solemne discurso. Alberto le miraba, miraba a su alrededor.
—Lo que mi padre valora es… Lo que mi padre…, la prensa es… libertad de expresión, es… Bueno, yo estoy aquí…
Alberto tenía la cara roja como un tomate. Un murmullo comenzó a recorrer a los presentes. El joven tenía aspecto de haberse atragantado: cada vez más rojo, sometido a todas las miradas, abría la boca como queriendo expulsar las palabras que le impedían respirar.
Estuvo boqueando unos instantes más, como un pez fuera del agua, hasta que, cuando por fin parecía que iba a decir algo más, Isaac le interrumpió.
—Excelente discurso —exclamó a viva voz—. Sin duda tu padre estará orgulloso de ti. —Brotaron algunas risas.
Alberto miraba a Isaac con los ojos muy abiertos, como si le hubiesen derramado un cubo de agua helada en la cabeza.
—Bien, ahora sabemos que algún día podrás ganarte la vida escribiendo discursos. —Las risas continuaron—. Un aplauso para nuestro amigo —pidió Isaac.
Todos comenzaron a aplaudir y Alberto se escabulló apretando los puños y murmurando maldiciones entre los presentes, que reían a su paso.
—¡No tenías que haber hecho eso! —le recriminó Carla cuando todo el mundo regresó a sus conversaciones.
—No iba a dejar que un idiota como ese intimide a mi hermana —dijo. La miró con ternura. Sus ojos claros refulgían bajo las largas pestañas rizadas.
—Bien hecho, ese imbécil se lo merecía —asintió Elsa. La guapa mujer miraba a Isaac con renovada admiración.
—Ya me lo hubiese quitado yo de encima —dijo Carla—. No hacía falta montar un espectáculo.
—Olvídalo. No dejemos que ese idiota nos arruine la noche. —Isaac recuperó su habitual semblante alegre—. Bueno, entonces ¿cuándo le vas a enviar a Elsa el borrador de tu libro?
Retomaron la conversación y pronto se olvidaron del incidente con el joven andaluz. Amigos de Isaac se unieron al grupo. Se pusieron a relatar anécdotas del periódico y un par de horas más tarde a Carla le dolía el estómago de tanto reír. Al final se lo estaba pasando muy bien. El vino se le había subido a la cabeza, sentía un agradable mareo. Fue al baño y, cuando regresaba, pasó junto a una pequeña terraza abierta. Salió para respirar un poco de aire fresco nocturno.
Estaba nevando. Aquellas estaban siendo unas navidades particularmente gélidas en Madrid. La nieve caía suavemente, incorpórea, llenando el aire como una fiesta de confeti o como si algo se hubiese roto en millones de trozos diminutos. Carla se abrazó a sí misma. Hacía mucho frío, pero el frío era estimulante. Consultó el reloj de muñeca. Eran las tres de la mañana. Aarón estaría durmiendo plácidamente en su cama.
Respiró hondo. El aire nocturno le estaba sentando bien. Se quitó los tacones. El suelo estaba helado, pero la sensación de estar despierta cuando no debería, en mitad de la noche, le provocó una agradable sensación de libertad. Debería experimentar más a menudo aquellas sensaciones. Se vio asaltada por la punzante impresión de que se estaba perdiendo algo importante e irrecuperable. Expulsó con fuerza el aire de los pulmones, como si a la vez quisiera expulsar algo de su interior.
A lo mejor tendría que coger un avión y viajar muy lejos. Conocer el mundo. Tenía treinta y cinco años y todavía no había salido de España. ¿Qué le impedía marcharse? Tenía algo de dinero ahorrado. Podría irse a la India, era un sitio que siempre había querido visitar. A Aarón le encantaría. Los dos se lo pasarían en grande. Solo tenía que comprar un billete, reservar un hotel y hacerlo. ¿Qué se lo impedía? ¿Por qué nunca se atrevía a hacer lo que realmente le apetecía?
Sintió una presencia a sus espaldas. Se volvió, sobresaltada. Era Alberto. No había vuelto a ver a aquel idiota en toda la noche. Suponía que se habría marchado de la fiesta después del «discurso», pero, al parecer, seguía por allí.
Carla recogió los tacones del suelo y, con ellos en la mano, trató de regresar al interior, pero el hombre se plantó frente a ella cortándole la salida. El aliento le apestaba a alcohol. No le gustó el modo en que la miraba: la mandíbula apretada y los puños cerrados, sus ojos azules tenían una expresión gélida, tan fría y oscura como el cielo de Madrid aquella noche.
—Eres muy guapa —dijo con voz pastosa de borracho—. Me gustas mucho.
—Lo siento, no me apetece hablar contigo —respondió Carla, tratando de escabullirse.
Se dio cuenta de que el hombre había cerrado la puerta y bloqueaba el paso. Se vio obligada a retroceder cuando se aproximó a ella, hasta sentirse arrinconada contra la barandilla de la terraza. Tuvo miedo. Aquel tío estaba muy borracho y allí nadie podía verles desde el interior.
Sin venir a cuento, Alberto soltó una carcajada grotesca. Carla apartó la cara para evitar el aliento que apestaba a alcohol.
—Eres un imbécil repugnante —le espetó arrugando la nariz como quien huele pescado podrido.
—Os creéis muy listos, tú y tu hermano. Escúchame bien. Voy a hacer que despidan a tu hermano del periódico. Mi padre es amigo del director. A no ser que tú y yo…
Carla trató de escabullirse, pero el hombre la agarró por los hombros. Sus manos eran más fuertes de lo que parecían. Le hizo daño.
—Me ponéis a cien las tías como tú que vais de listas —dijo—. Venga, sé que te gusto. Si lo vas a pasar bien. Chúpamela y no despedirán a tu hermano.
La presionó por los hombros para que se arrodillase. Carla lo empujó a un lado. El hombre resbaló en el suelo húmedo y el peso de su cuerpo cayó sobre ella. Ambos se desplomaron. En la caída, Carla se golpeó la cabeza contra el borde de la barandilla. Sintió algo ardiente en la base del cráneo y la visión se le enturbió. Soltó un grito, pero no estaba segura de que ningún sonido saliese de su garganta. Las manos de aquel desgraciado hurgaron debajo del vestido. Le tiraba de las bragas.
Estaba a punto de perder la consciencia y aquel hijo de puta la iba a violar.
Cuando ya sentía que iba a desmayarse vio a su hijo Aarón, que tanto apoyo le había dado siempre, agarrado a la barandilla con una mueca de horror en la cara.