18

Carla

Llevaba cuarenta y ocho horas de espera angustiosa, sin dormir, contando los minutos, en un estado febril, aguardando en la sala de espera del hospital noticias sobre el estado de su hermano Isaac, noticias que se producían con desesperante lentitud.

Los médicos le habían dicho que el estado de su hermano era crítico. Tenía una fractura en el cráneo y un grave derrame cerebral. En aquellos momentos estaba siendo intervenido quirúrgicamente por tercera vez para detener la hemorragia. Los daños en la cabeza habían sido importantes.

Después de cuarenta y ocho horas sin dormir, Carla tenía dificultades para distinguir lo real de lo que no lo era. Las luces, los olores y las palpitaciones la sacudían con una dureza insólita. Cada vez que respiraba parecía que el aire estaba cargado de agujas.

Ahora estaba convencida de que lo que había hablado con aquellos dos policías unas horas antes había sido solo una pesadilla.

Los policías le habían explicado que un hombre había agredido a su hermano porque estaba acosando a su hija menor de edad. Le dijeron que habían denunciado a Isaac por acoso.

Carla necesitó que se lo repitiesen varias veces hasta que logró entender lo que la pareja de policías estaban intentando decirle. Habían denunciado a Isaac por acoso sexual a una menor.

Acoso sexual, a una menor. Acoso sexual. Una menor.

Había sido el padre de la joven supuestamente acosada quien le había propinado una paliza que casi acaba con él. Carla no podía dar crédito a las palabras de los policías.

—Eso no puede ser —había dicho con la voz rota, negando enérgicamente con la cabeza—. Mi hermano no puede haber hecho eso. ¿Y el que le atacó? ¿Lo habrán detenido, no?

—Ha declarado ante el juez y ahora está libre sin cargos —respondió el policía—. El padre de la chica dice que Isaac Barceló estaba acosando sexualmente a su hija de catorce años. Al parecer tiene pruebas.

—¡Eso es imposible!

—Vamos a investigar lo que haya podido pasar. Queremos hablar más tarde con usted, en comisaría, para tomarle declaración y hacerle algunas preguntas.

Lo único cierto es que Isaac se debatía entre la vida y la muerte con una grave hemorragia cerebral causada por un golpe en la cabeza. Le habían dado una paliza y el agresor ni siquiera estaba detenido.

Carla no entendía nada. Para colmo, el hombre que había atacado a su hermano le acusaba, a su vez, de acosar sexualmente a su hija de catorce años. Y encima la policía decía que tenía pruebas. ¡Pero eso era imposible! Carla conocía a su hermano. Isaac era incapaz de hacer algo así. Tenía que ser un error, un monumental error.

Desde aquella conversación absurda con la policía habían pasado cuarenta y ocho horas interminables, en la sala de espera, sin dormir, sin comer, esperando noticias, esperando que algún maldito doctor apareciese para decirle que Isaac estaba bien y que su vida no corría peligro. Pero las noticias nunca llegaban.

Estaba sentada en una silla de plástico. No se había cambiado de ropa, llevaba el mismo traje de falda y chaqueta con el que había acudido a ver al juez, aunque hacía horas que se había quitado los tacones y se había quedado descalza. La sala de espera era amplia, con el suelo de baldosas frías, blancas y negras, y las paredes pintadas de verde. No había ventanas. Había por lo menos cincuenta sillas idénticas, de plástico gris, formando hileras, unidas entre sí por un armazón metálico. Las paredes estaban llenas de carteles descoloridos que parecía que llevaban siglos allí colgados («Unidos luchamos contra el cáncer», «Prevenir las infecciones está en nuestras manos», «Día mundial del alzhéimer», «Sigue tu línea, no te pases con la sal», «Detección precoz de la sordera. ¿Por qué no hay que esperar?»…). En su ir y venir, Carla había leído cientos de veces aquellos carteles con tal de mantener la mente ocupada siquiera unos segundos.

Por la sala habían transitado diversas personas que entraban o salían, que se quedaban allí durante un tiempo indefinido y luego desaparecían. Para Carla solo eran rostros fantasmales, presencias borrosas e indefinidas que no podía concretar en su mente.

Ahora se encontraba completamente sola. En la sala reinaba un silencio aplastante. Por momentos, Carla tenía la impresión de que el tiempo se había detenido. El mundo se iba cerrando, oscureciéndose a la vez que una luz brillante ardía en el interior de su mente. Y, aunque tenía los ojos abiertos, era como tenerlos cerrados. Le pesaba el cuerpo y empezaba a temblarle ligeramente. Hacía horas que el corazón latía con fuerza, muy rápido.

Por fin apareció un doctor. Carla se puso en pie de un salto. Era el jefe de urgencias, quien le había ido dando las noticias acerca del estado de Isaac. Un hombre de unos sesenta años, de nariz ganchuda, calvo y con barba blanca. Tenía el ceño fruncido y una expresión sombría.

—Su hermano se encuentra ahora en coma inducido —explicó el doctor—. Hemos detenido la hemorragia cerebral, lo cual significa estabilidad. Ahora solo nos queda esperar y ver cómo evoluciona. Pero quiero ser sincero con usted, su estado es crítico.

—¿Puedo verlo? —preguntó Carla.

El doctor la acompañó hasta la habitación.

Lo que más afectó a Carla fue la dificultad para reconocer a Isaac. Le habían afeitado todo el pelo, y también las cejas. Una terrible cicatriz le cruzaba la parte superior del cráneo. Su rostro tenía un aspecto extrañamente desencajado. Parecía otra persona. Era como un molde de cera de la cara de Isaac que hubiese sido deformado por el calor. Parte de su cara estaba hinchada de un modo grotesco y otra parte parecía hundida.

Su rostro, a pesar de estar sedado, no tenía una apariencia relajada. La máscara de oxígeno que llevaba parecía estar forzada dentro de su boca, y, aunque estaba inconsciente, daba la impresión de que estaba sufriendo. Tenía numerosos electrodos adheridos al pecho y le salían cables de la espalda. De ambos brazos salían sondas conectadas a bolsas de plasma.

Pero lo que más horrorizó a Carla fue ver la sonda que Isaac tenía saliendo de su pene, a la vista de todas las enfermeras que entraban y salían. Pensó entonces que no veía desnudo a su hermano desde que eran unos críos. Recordó lo que se impresionó la primera vez que le vio sus partes íntimas, siendo una niña, y la frustración que sintió al no tener ella «una de esas cosas».

Quiso acercarse y decirle algo al oído, alguna palabra de ánimo, lo que fuera, aunque estaba paralizada.

Los fluorescentes del techo repartían una claridad uniforme, sin sombras. Carla hubiese deseado estar a oscuras, poder imaginar a su hermano tal y como lo recordaba y no de aquel modo.

Le cogió la mano. Se estremeció al sentirla fría y descarnada. El pecho de Isaac subía y bajaba lentamente, pero su cuerpo mantenía una postura extraña, parecía arqueado en un ángulo poco natural.

Carla tardó un tiempo indeterminado en darse cuenta de que tenía el rostro congestionado y que luchaba por no llorar. Estaba convencida de que si empezaba a llorar lo poco que quedaba de ella se diluiría entre las lágrimas. El doctor apoyó una mano en su hombro.

Una enfermera cubrió el cuerpo de Isaac con una sábana y una fina manta. Aunque aquello no cambiaba nada, de algún modo supuso un alivio enorme para Carla.

—Le recomiendo que descanse y esté preparada —dijo el doctor.

«Preparada», repitió una voz hueca en su cabeza, ¿preparada para qué? ¿Cómo puede alguien prepararse para la desaparición de un ser querido? La idea de no volver a escuchar la voz de su hermano, de no volver a verle sonreír, de no volver a verle jamás… No podía prepararse para eso. No podía aceptar que su hermano desapareciera sin más.

—Si no le importa, preferiría quedarme aquí, a su lado.

—Desde ahora puede quedarse todo el tiempo que quiera —dijo el doctor.

Cuando todos se marcharon, Carla dejó de luchar y comenzó a llorar. Aquellas formas de desesperación eran nuevas para ella, ni su cuerpo ni su mente conocían los mecanismos para hacerles frente. La angustia llegaba en oleadas que casi la hacían perder el conocimiento.

Había pasado tanto tiempo pensando en su hijo Aarón, aferrada a un pasado que ya era piedra, un pasado que no se podía cambiar, aferrada a la idea de una persona inexistente, aferrada a un futuro que nunca llegaba, siempre mirando hacia delante y hacia atrás, ignorando siempre el presente, llorando por un hijo que no había tenido en vez de disfrutar del ahora, de todo lo que su hermano Isaac le ofrecía.

Y ahora Isaac podía morir.

La idea era inconcebible, inaceptable.

«Si miras al futuro estás perdida».

Tenía que concentrarse en el momento presente. Intentar sobrevivir a cada latido del corazón. Todavía había esperanza. Isaac iba a sobrevivir. Las heridas sanarían. Su rostro recuperaría su aspecto habitual. Viviría y ella volvería a verlo sonreír.

Se aferró a esa idea para seguir respirando.

«Si miras al futuro estás perdida».

Alzó la cabeza y vio a su hijo Aarón postrado sobre su tío.

Carla pensó que ya era suficiente. Su hijo no existía. Aarón pertenecía a una dimensión aparte, no era real, por más que se empeñara en entrelazarse con sus pensamientos.

Lo que Aarón hace, lo que Aarón me dice…

Pero su hijo no se llamaba Aarón ni estaba en aquella habitación de hospital. Había llegado el momento de concentrarse en cuerpo y alma en la realidad, una realidad en la que su hermano, que sí existía y se llamaba Isaac, estaba al borde de la muerte.

Volvió a levantar la vista. Aarón seguía en el mismo lugar, con el ceño fruncido en su carita de niño, la mirada llorosa y una expresión de incomprensión ante el estado de su tío.

—Aarón, sal de aquí hijo, fuera de aquí, vete…

La imagen de su hijo se difuminó por fin, como la niebla al amanecer.

Una lágrima surcó la mejilla izquierda de Carla.

Fijó la vista en el techo, inspiró profundamente, después expelió el aire lentamente, imaginando que era su espíritu el que salía de su cuerpo dejando atrás un trozo de carne insensible, y que ese espíritu emergente contenía todo el dolor y el miedo, y que emprendía un viaje hacia lugares desconocidos donde sería purificado.

El cansancio se había apoderado de hasta el último átomo de su cuerpo de un modo inexplicable. Demasiadas horas sin dormir. Ya no sabía si estaba despierta o deliraba.

Acercó una silla a la cama y se sentó. Apoyó la cabeza en el brazo de su hermano. Más valía que descansara un poco. Por la mañana tenía que hablar con la policía y aclarar lo que había pasado. Tenía que ser fuerte. Siguiendo la costumbre, pensó en su hijo Aarón, buscando su apoyo. Enseguida se obligó a recordar que estaba sola.

«Estás sola, y sola tienes que salir adelante».

Y con esa idea acabó cayendo en un inquieto duermevela.