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Max
Unidad de Salud Mental del Hospital Provincial de Almería. Área de Psiquiatría
Sesión cinco (5) con el paciente Max N. N.
Los servicios sociales han creado toda la documentación necesaria para que el paciente pueda comenzar una nueva vida. Siguiendo mis recomendaciones, el paciente fue integrado a un trabajo sencillo repartiendo mercancía para el supermercado de un centro comercial. Nuestro objetivo es que el paciente pueda reintegrarse en la sociedad. Lo más extraño del caso es la imposibilidad de establecer ninguna conexión con su identidad pasada. El paciente habla perfectamente el español con un acento que podría ser del norte, por lo que su nacionalidad ha sido establecida como española. Sin embargo no existen huellas o registros de ningún tipo que hayan servido para vincular al paciente con su verdadera identidad. No hay denuncias de personas desaparecidas que respondan a su descripción física. Se desconoce en qué circunstancias y dónde se produjo la herida de bala en la cabeza que le provocó la amnesia. Cabe mencionar que en la consigna del hospital donde permaneció internado había algunos objetos que supuestamente se encontraron en sus ropas. No existe certeza de si esos objetos le pertenecían o no. Aunque el paciente parece bastante seguro de que sí, no hay nada que fundamente esa certeza.
—Max, me alegra verte de nuevo… ¿Cómo sigue todo?
—Bien, doctor.
—El trabajo en ese centro comercial…, ¿estás contento?
—Sí.
—¿Qué tal el apartamento?
—Bien.
—Bueno, puede que el piso no sea el mejor sitio para vivir, es una vivienda social… —El doctor parece avergonzado, como si tratase de disculparse—. Será algo temporal, con el tiempo podrías cambiar…
—No tengo ningún problema con ese piso. Ninguno —afirma Max.
—Entonces ¿no hay nada que te preocupe?, ¿nada en absoluto?
—No.
—Entiendo que estás satisfecho con tu vida actual, entonces.
—Yo no he dicho eso.
Max mira la foto que el psiquiatra tiene sobre su mesa, en la que el doctor abraza a una mujer.
—Se trata de mi esposa, Max.
Max sonríe con simpatía. El doctor prosigue.
—Vamos a tener nuestra primera hija, Verónica, el mes que viene.
Max sonríe unos momentos, luego vuelve la vista al suelo.
—Pareces incómodo, Max. De verdad, ¿no hay nada que te preocupe?
—No quiero molestarle, doctor, simplemente no entiendo para qué nos reunimos usted y yo, nunca salgo de su consulta sabiendo algo que no supiera al entrar.
—Vaya, me parece que no estás siendo justo, Max, aunque me gusta tu sinceridad. Pues mira, hoy vas a salir sabiendo algo nuevo.
Max se limita a sonreír con desgana.
—¿Recuerdas aquella conversación que tuvimos hace unas semanas acerca de tus heridas en el hospital?
—Sí, no sabía usted cómo me las había hecho.
—Así es. Tú creías que se habían producido durante tu estancia en el hospital, durante aquellas primeras semanas después del coma en las que sufriste amnesia anterógrada. Amnesia a corto plazo. Es lógico que no recuerdes nada porque durante ese tiempo tu cerebro fue incapaz de establecer nuevos recuerdos duraderos.
—¿Y bien…?
—Pues he hecho unas cuantas preguntas en el hospital. Así es, por lo visto durante ese tiempo estabas muy desorientado…
—Sigo estando desorientado, doctor.
—Sí, pero entonces mucho más, no sabías ni caminar. Como indica tu informe, durante varias semanas no eras capaz ni de hablar; y hay algo más: tenías un comportamiento muy violento.
—¿Yo era violento?
—Lo que oyes, Max, pero no te preocupes, es algo que ocurre a veces. El daño neurológico te provocó un conducta paranoide temporal.
—¿Paranoide?
—Significa que pensabas que todo el mundo quería hacerte daño, tu reacción natural era golpear a todo el mundo…
—¿Yo golpeaba al personal del hospital? No recuerdo nada de eso…
—Claro que no lo recuerdas, fue durante esas primeras semanas… No, no, no pongas esa cara, Max, no te preocupes; te repito que es normal, Max, no te asustes. El caso es que la mayoría de esas heridas te las hiciste tú solo, a veces forcejeando con la camisa de fuerza.
—¿Tenía una camisa de fuerza?
Los ojos de Max están ahora muy abiertos, la boca solo a medias.
—Durante un tiempo —atenúa el psiquiatra—. Cuando estabas peor le rompiste la mandíbula a un enfermero.
Max baja la cabeza y recibe un flash, recuerda a uno de sus enfermeros, un hombre que le miraba siempre temeroso, con un extraño artilugio en la barbilla.
—No recuerdo haber golpeado a nadie —dice Max—. Quizá tiene usted razón. Esos momentos aparecen muy confusos en mi mente.
—Así es, y te repito que es normal esa confusión. Tu mente estaba del revés, si me permites la expresión. Sufriste una esquizofrenia paranoide transitoria. Afortunadamente ahora tus funciones cognitivas parecen normales, según todos los test que hemos realizado. Salvo la desgraciada pérdida de recuerdos, tu mente está funcionando con normalidad.
Max mira al doctor con el ceño fruncido. Da la impresión de que no está de acuerdo con su última afirmación.
—¿Qué ocurre Max? Algo te preocupa. Puedes hablar con libertad.
—Bueno, cuando ha dicho que mi mente está funcionando con normalidad… Resulta difícil saber lo que es normal y lo que no cuando no se recuerda nada, pero estoy seguro de que lo que estoy experimentando no es normal.
—¿A qué te refieres exactamente? —El doctor está muy interesado.
Max cierra los ojos unos segundos, como buscando en su interior las palabras apropiadas.
—Puedo saber lo que los demás están pensando, lo que están sintiendo, y no porque me lo cuenten, no tiene nada que ver con el lenguaje, porque estoy descubriendo que lo que la gente dice y lo que siente son cosas totalmente diferentes. Y eso me llena de confusión.
—¿Quieres decir que estás comprendiendo las emociones de los demás? —pregunta el doctor—. Eso es muy positivo, Max. Te sentías aislado y ahora estás empezando a identificarte con las emociones de los que te rodean. Eso se llama «empatía».
—No, no me ha entendido. —Max menea la cabeza, impaciente—. Lo que le estoy diciendo es que puedo leer las emociones «ocultas» de los demás, sus deseos, sus miedos, sus sentimientos. Puedo saber si están mintiendo. Cuando alguien dice, por ejemplo, que le encanta su trabajo y no es verdad, sé que está mintiendo.
—¿Lo sabes o lo crees?
—Lo sé. Es una certeza, doctor. Continuamente veo contradicciones entre lo que la gente dice y lo que piensa en realidad. Y es muy confuso porque no sé a qué tengo que hacer caso. Todo el mundo miente continuamente.
El psiquiatra se limita a mirar a Max con detenimiento, parece que estuviera sopesando varias opciones en su cabeza, varias opciones sobre qué decir a continuación. Tras unos segundos, comienza a hablar.
—Vamos a ver, Max, explícamelo un poco mejor. ¿Esto ha surgido de repente?, ¿desde cuándo vienes sintiéndolo?
—Supongo que he venido sintiéndolo desde que desperté del coma. Lo achacaba a mi confusión mental, pero hace un par de días sucedió algo que me confirmó que es real. No estoy confuso, doctor, realmente puedo saber lo que ocultan los demás.
—Esto es muy interesante, dime exactamente qué ocurrió.
—Mi compañeros de trabajo me invitaron a jugar a las cartas, al póquer, un juego de cartas que desconocía y… bueno, básicamente, comencé a ganarles sin parar.
—¿Y eso se debe a…?
—Siempre sabía si llevaban cartas buenas o malas. Sabía cuándo mentían, cuándo fingían llevar mejores cartas de las que tenían realmente.
—Eso se llama jugar de farol, Max.
Max continúa, ignorando el comentario.
—Doctor, podía reconocer todos los sentimientos que les provocaba el juego, si estaban ansiosos, expectantes, asustados. Hacían gestos extraños, por lo visto para confundir a los demás jugadores sobre sus propias cartas, como sonreír pretendiendo confianza. Me daba cuenta de que era una sonrisa forzada, que no sentían realmente esa confianza. Me resultaba completamente obvio cuando estaban intentando ocultar malas cartas, o cuando disimulaban buenas cartas, cuando pujaban alto con malas cartas… Era como que hacían señales para dejar bien claro que mentían, aunque solo yo podía ver esas señales. Debe usted tener alguna explicación, doctor.
El psiquiatra reflexiona unos instantes antes de hablar.
—Vamos a hacer una cosa, Max. Voy a decir algo y me vas a decir si crees que miento o no, ¿de acuerdo?
Max asiente.
—Soy un hombre casado —dice el psiquiatra a la vez que se rasca ligeramente la punta de la nariz con un dedo.
—Creo que está mintiendo —dice Max sin dudarlo.
El psiquiatra asiente repetidamente como si acabase de confirmar algo.
—Verás, Max, hay algo que se llama lenguaje no verbal. Es todo lo que nuestro cuerpo expresa mediante la postura, los gestos o las expresiones faciales, los ojos, la boca. El cuerpo transmite mucha información. Controlamos lo que decimos, aunque no tenemos el mismo control sobre los movimientos de nuestro cuerpo. Los gestos del cuerpo suelen delatarnos. Por ejemplo, las personas que mienten suelen tocarse la nariz sin darse cuenta. O se muerden el labio de abajo inmediatamente después de decir una mentira, o se rascan el cuello. Son gestos involuntarios, difíciles de controlar. Si uno está atento a estas señales, puede saber si alguien está diciendo una mentira. Tal vez sus palabras te estén diciendo una cosa, pero su cuerpo dice la contraria.
Max le observa pensativo. Tiene el ceño fruncido.
—Cuando te he dicho que soy un hombre casado, lo cual es cierto, me he llevado a propósito la mano a la nariz. Ese gesto, realizado involuntariamente, es una señal que delata la mentira. Por eso tú has pensado que mentía. Parece ser que estás interpretando, sin darte cuenta conscientemente, algunas señales del lenguaje corporal. —El psiquiatra se frota las manos pensativo—. Vaya, Max, esto es muy interesante. Verás, la idea del lenguaje corporal se basa en que esos gestos involuntarios son universales, no dependen de la raza o la cultura. Lo descubrió un psiquiatra norteamericano llamado Paul Ekman, que investigó mucho sobre el asunto. Tiene una curiosa historia. En cierto sentido le ocurrió algo parecido a ti y tu partida de póquer. ¿Te gustaría escuchar esa historia? —Max asiente y el psiquiatra sonríe, satisfecho—. Ocurrió en los años cincuenta. El doctor Paul Ekman debía de tener poco más de veinte años. Trabajaba como médico residente en un centro psiquiátrico. Un centro parecido a este. Uno de sus pacientes era una mujer con depresión que había intentado suicidarse varias veces. Era una mujer de cierta edad, sus hijos ya estaban mayores, su marido parece ser que no le hacía mucho caso, concentrado en su trabajo, creo recordar que no hubo infidelidades, simplemente la mujer se… sentía inútil. No es que tuviera una enfermedad grave, ni acababa de sufrir ninguna desgracia, era simplemente eso: no tenía un motivo para levantarse cada día. La pobre mujer, creo que se llamaba Mary, se había intentado quitar la vida varias veces. La acabaron ingresando en un centro psiquiátrico y participó en terapias de grupo, recibió la medicación adecuada para su depresión y tuvo un seguimiento muy riguroso; siempre estuvo vigilada para que no volviera a intentar suicidarse. Después de unas semanas de tratamiento pareció recuperarse. Antes de darle el alta la entrevistaron varios especialistas y daba la impresión de que se había recuperado por completo. Respondía animada a todas las preguntas, supongo que eran las típicas preguntas sobre sus proyectos, sobre su vida, sobre si entendía lo que había pasado antes, y siempre daba la respuesta adecuada. Así que le dieron el alta. La mujer, horas después de salir de la clínica, se quitó la vida arrojándose por una ventana.
—Eso es terrible —dice Max.
—Así es. El doctor Paul Ekman fue uno de los doctores que entrevistó a la pobre mujer y se sorprendió mucho de que hubiesen fallado de aquel modo en el diagnóstico. Habían grabado la entrevista con la paciente en vídeo, como era la costumbre en aquella época. El doctor Ekman quiso revisar la grabación para intentar descubrir en qué habían fallado. Resultó que el micrófono de la sala estaba estropeado y no registró el sonido. El doctor Ekman pensó que, sin sonido, aquella grabación no le iba a servir para nada, pero antes de detener el vídeo alcanzó a ver el inicio de la entrevista. Al no haber sonido, su atención se enfocó en el rostro de la mujer al responder a una de las preguntas. Y entonces vio algo que le llamó poderosamente la atención. —Max observaba al psiquiatra con interés—. La mujer había respondido afirmativamente a una de las preguntas, mas su cabeza se había movido ligeramente a derecha e izquierda en un gesto de negación. Decía que no con la cabeza mientras afirmaba con la voz. Al doctor Ekman aquello le pareció muy llamativo. Siguió viendo la entrevista completa sin sonido, y se quedó asombrado de lo que descubrió. Cada respuesta de la mujer sobre sus intenciones iba acompañada de un pequeño gesto que delataba la mentira. Cuando respondió que sí tenía ganas de vivir, negó ligeramente con la cabeza. Cuando dijo que no intentaría suicidarse de nuevo, afirmó con la cabeza, moviéndola de arriba abajo. Cuando respondía con una mentira se tocaba la nariz, o se rascaba el cuello, o se mordía el labio inferior. Había logrado engañar a los doctores que la evaluaron, aunque su cuerpo decía la verdad sobre sus auténticas intenciones. Fue algo revelador. Si hubiesen prestado atención a todos aquellos signos, hubiesen sabido que mentía. A partir de aquello, el doctor Paul Ekman comenzó a investigar sobre el tema. A todo aquel repertorio de gestos involuntarios lo llamó «lenguaje corporal». Desde entonces, la carrera del doctor Ekman se enfocó en estudiar los gestos que delatan emociones que se quieren ocultar. Descubrió muchas cosas interesantes.
—¿Y compartió lo que descubrió?
—Así es, Max. Escribió varios libros sobre el tema. Por ejemplo, describió que los pies apuntan hacia donde quieres ir, o que la posición del torso delata un afecto. Por ejemplo, si diriges hacia alguien el torso descubierto es que lo quieres abrazar. También creó un catálogo de microexpresiones del rostro y su significado. Por ejemplo, apretar ligeramente los labios elevando el inferior significa desconfianza. Los psiquiatras nos fijamos mucho en ese gesto, para ver si nuestros pacientes confían en nosotros.
El psiquiatra sonríe abiertamente. Max se agita inquieto en su asiento.
—Entonces —dice Max—, ¿cree que yo he leído todos esos libros? Pero ¿cómo voy a recordarlos si he perdido la memoria?
—Tienes razón. Es imposible que puedas recordar esos datos; si alguna vez tuviste esos conocimientos, debieron borrarse de tu memoria como el resto de recuerdos.
—Entonces no lo entiendo. ¿Cómo es que puedo interpretar el lenguaje corporal?
—Bueno, vamos por partes. ¿Recuerdas lo que hablamos sobre las habilidades? Te expliqué que no se almacenan exactamente en la misma zona del cerebro que el resto de los recuerdos. De modo que si, por ejemplo, sabías conducir, eso no lo habrás olvidado. Lo mismo sucede con el resto de habilidades motoras o psicomotrices. Escribir a máquina, tocar un instrumento musical o simplemente utilizar los cubiertos para comer, esos conocimientos no desaparecen con la amnesia. Por eso, aunque hayas perdido la memoria, tu cerebro conserva una serie de habilidades que un niño tendría que desarrollar desde cero. ¿Comprendes eso?
—Usted me explicó que a pesar de la amnesia conservo mis habilidades —asiente Max—. Desde entonces he intentado descubrir qué es lo que sé hacer. La verdad, no he encontrado gran cosa.
—Bueno, pues parece que acabas de descubrir una de esas habilidades, Max. —El doctor sonríe complacido. Max le observa sin comprender—. Si es cierto que eres capaz de reconocer los signos del lenguaje corporal, significa que pasaste mucho tiempo observando a los demás, entrenando esa destreza. Se convirtió en una habilidad para ti. Una habilidad que caló hasta un nivel del subconsciente. Por eso no ha sido afectada por tu amnesia. Déjame ponerte un ejemplo. Si hubieses sido, digamos, un experto en cata de vinos, cuando bebieses un vino se dispararían en tu mente una serie de conceptos relacionados con el sabor, la procedencia, la textura… Aunque no recordases cuándo los aprendiste, esos conceptos aparecerían porque fueron entrenados hasta convertirse en una habilidad. Igual que conducir. Se convierte en una destreza automática que se instala en otra región del cerebro. Por eso no se ve afectada por la amnesia. ¿Comprendes eso, Max?
—Creo que sí. Usted me lo ha explicado varias veces.
—Bien. Pongamos que fuiste alguien que sabía cómo interpretar los gestos de los demás, un experto en comunicación no verbal. Debiste pasar mucho tiempo observando a la gente, aprendiendo a descifrar sus intenciones ocultas. Así que incorporaste esa capacidad a tu repertorio de habilidades.
—Al menos eso dice algo sobre mí. —Max se acaricia las mejillas pensativo—. Dígame doctor, ¿en qué clase de ocupación podría haber desarrollado esa habilidad? ¿Podría yo haber sido un psiquiatra como usted?
El doctor no puede evitar una sonrisa.
—No lo creo, Max. Los psiquiatras no somos expertos en lenguaje corporal. Tenemos algunas nociones porque nos resulta útil para interpretar las reacciones de nuestros pacientes, aunque en realidad no sé mucho más de lo que te acabo de contar.
—¿Entonces?
—Bueno, déjame pensar. Hay expertos en comunicación no verbal que asesoran a políticos y a personajes públicos. Profesionales de la comunicación. Les enseñan a los políticos a mentir sin dar señales de ello. Tal vez tú fuiste uno de esos asesores.
—Creo que no le entiendo, doctor. ¿Por qué un político necesita que le asesoren para mentir?
El doctor sonríe de nuevo.
—Verás, Max, los políticos mienten continuamente, prometen cosas que saben que no van a cumplir, ocultan sus verdaderas intenciones. La mayoría suele recibir entrenamiento de especialistas para controlar sus gestos, para que no les traicionen cuando dicen una mentira en público. De ese modo resultan más convincentes.
—Así que hay expertos que les explican a los políticos cómo deben comportarse para mentir.
—Así es, Max.
A Max parece no gustarle demasiado la idea.
—Si yo me dedicaba a eso, no me parece honrado. Entrenar a personas para mentir. Creo que eso no está bien.
—Bueno, Max, es solo una posibilidad. También puede que estemos exagerando el asunto. Quizá solo te estás dejando llevar por una primera impresión. Tal vez realmente estés confuso. O quizá tus impresiones estén equivocadas. Tal vez tienes la sensación de que los demás siempre te mienten y no es así.
—No doctor, no me equivoco. Es una certeza. No es solo saber si alguien miente o no, puedo reconocer sus emociones, si están a disgusto, si están alegres o deprimidos, enfadados o asustados, aunque intenten ocultarlo.
—De acuerdo, Max. Parece que estás muy seguro sobre ti mismo. Vamos a hacer una prueba. Mírame a mí. Dime qué siento ahora mismo.
Max clava los ojos en el doctor, mirándole fijamente.
—Usted siente un afecto real por mí, eso es, veo que quiere ayudarme. Lo que le acabo de contar sobre mi habilidad le interesa…, no, no le interesa demasiado, pero parece preocuparle. En realidad no me cree del todo, sospecha que yo puedo estar volviendo… a sufrir un brote paranoico, y sospecha que es por culpa de ese brote por lo que pienso que todo el mundo está mintiendo… También siento que está usted deseando acabar esta consulta…, posiblemente para ir a su casa, para resolver… cierto asunto pendiente, aunque siente que, después de todo, no le importaría quedarse aquí un rato más para aclarar el tema del que estamos hablando… Acaba de… elevar un poco los párpados y ha carraspeado, eso me dice que intenta ocultarme un gesto de sorpresa, lo cual me confirma todo lo que acabo de decirle.
El psiquiatra abre la boca, anonadado.
—Max, ¿cómo es posible?, ¿cómo has hecho eso?
—Verá, doctor, es una especie de diálogo.
—¿Diálogo? ¡Pero si yo no he dicho nada!
—¿No se ha dado cuenta, doctor? Yo le observaba mientras le hablaba y usted me iba confirmando, me iba ampliando con sus gestos lo que yo le estaba contando. Era como caminar en la niebla: a cada paso que das, ves un poco más del camino que tienes delante.