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Serguei Aksyonov
Pese a ser conocido por sus nervios de acero, Serguei Aksyonov apenas podía contener la cólera. Apretaba los puños y los dientes mientras respondía a las preguntas que le formulaban los dos agentes de policía que lo interrogaban en las dependencias judiciales de Marbella.
Llevaban dos horas de interrogatorio y hacía mucho tiempo que Serguei había perdido la paciencia.
—¿Me estáis acusando de hacer desaparecer a mi propia hija? —gritó el empresario ruso golpeando con los puños la mesa.
—Veamos, señor Aksyonov. Hemos repasado los hechos una y otra vez. Las cámaras de seguridad no han detectado ninguna presencia de intrusos en su residencia, salvo el incidente con el simio. Ninguna cerradura ha sido forzada. No hay huellas ni rastro de presencia extraña en toda la casa. ¿No le parece un secuestro un poco raro? ¿Qué tenemos que pensar?
—Tenéis que pensar cómo ha podido desaparecer mi hija —respondió apretando los dientes.
—Eso es precisamente lo que estamos haciendo, señor Aksyonov —dijo el policía judicial—. Aparentemente nadie ha entrado o salido de los límites de su propiedad esta noche. ¿No le parece eso extraño?
—No me parece extraño, me parece incorrecto. ¡Claro que alguien ha salido de mi propiedad! ¡Mi hija!
Serguei dio un puñetazo en la mesa y quedó en silencio. Los músculos de su mandíbula se tensaron como amarres de un navío.
—Lo que nosotros pensamos —dijo el policía después de tensar el silencio unos segundos— es que algo ocurrió entre usted y su hija. ¿Qué puede decirnos de la sangre en su habitación?
Serguei clavó una mirada enrojecida en el policía.
—¿Creéis que yo le haría daño a mi hija? Vosotros no me conocéis. No conocéis a los Aksyonov. Mi hija es sangre de mi sangre, daría mi vida por ella sin dudarlo. Vosotros los españoles no le dais importancia a la sangre. No habéis vivido lo que nosotros, el pueblo ucraniano. No tenéis ni idea de los sacrificios que mi padre tuvo que hacer por mí, ni los que tuvo que hacer el padre de mi padre.
Serguei miró a los policías con los ojos convertidos en dos ranuras.
—En mi familia los lazos de sangre son sagrados. Mi hija lo es todo para mí. Nunca le haría daño. No soportaría que le ocurriese nada.
Serguei apoyó los codos en la mesa y sostuvo la cabeza con las manos.
—Dios mío, me estoy volviendo loco. Mi hija. Si le ha pasado algo… —Meneó la cabeza—. Ella es lo que más quiero. Tenéis que entenderlo.
—Lo entendemos. Por eso tiene que colaborar con nosotros. Tiene que contarnos lo que ha ocurrido esta noche en su casa.
—No me creéis, ¿verdad? —Serguei los miró con los ojos inyectados en sangre—. Os diré una cosa. Si no encontráis a mi hija, lo vais a pagar muy caro. Todos vosotros. Os lo juro.