26

Max

—Jo, cuando ese desgraciado me puso la navaja en el cuello hubo un momento que pensé que me mataba —dijo Alicia—. Entonces me di cuenta de que no quería morirme. Me entraron unas ganas horrorosas de seguir viviendo.

Alicia no paraba de moverse, inquieta, mientras hablaba. Iba sentada en el asiento de copiloto de la furgoneta de reparto del centro comercial. Max conducía. La estaba llevando a casa.

Alicia bajó la ventanilla y sacó un brazo fuera con la palma de la mano extendida como queriendo agarrar el aire.

—Nunca había visto la muerte como una posibilidad real —dijo mientras el viento le agitaba el pelo—. Jo, sabes que algún día te morirás, pero a la vez piensas que no te va a pasar nunca. Es de lo más raro, ¿no te parece a ti?

Max reflexionó en silencio mientras conducía. Se dio cuenta de que, hasta ahora, nunca había pensado en la muerte. Había estado tan preocupado de su pasado que no se le había ocurrido pensar en el futuro.

La camioneta dio un salto cuando la rueda se hundió en un bache. En aquella zona de las afueras de Almería el asfalto estaba muy deteriorado. Iban por un camino en el que las hileras de casas se alternaban con invernaderos y solares abandonados.

Gracias a Dios, Alicia no había resultado herida, aunque se había llevado un buen susto. Cuando se libró del atracador, Alicia se había puesto a gritar como loca. Era sorprendente cómo una persona tan joven podía gritar tantos tacos con tanta potencia durante tanto tiempo. Los servicios sanitarios le dieron un calmante y le recomendaron que no volviese sola a casa por si sufría un desmayo. El supermercado cerró por el resto del día y los demás empleados desaparecieron a la primera oportunidad, así que Max se ofreció a llevar a Alicia a su casa en su camioneta de reparto.

—En serio —prosiguió la joven—. Siempre estoy diciendo que me quiero morir por esto o por lo otro, aunque no es verdad. Cuando te mueres se acaba todo. Es horrible. Cuando creía que ese desgraciado me iba a cortar el cuello me he dado cuenta de lo horrible que es morirse. Morirse es lo peor que te puede pasar, ¿no crees?

Max desvió la mirada del asfalto unos segundos. Alicia le miraba con los ojos muy abiertos.

—Creo que hay cosas peores —respondió Max, pensativo.

—¿Cosas peores?

—Creo que hay cosas peores que morirse.

—¿Por qué dices eso?

Max se encogió de hombros.

—No lo sé. Es así como lo siento. Siento que hay cosas peores que morirse.

—¿Por ejemplo?

—No sabría decirte. Creo que podría responderte si recuperase mis recuerdos.

—¡Guau! Me das miedo, ¿sabes? —contestó Alicia sonriendo.

Max le devolvió la sonrisa. Sabía que Alicia no le tenía miedo y no le molestaba esa mentira. Era extraño: ese tipo de mentiras encerraban algo semejante al afecto. Le gustaba aquella chica. Alicia hablaba con naturalidad de cosas que los demás evitaban. Cosas como la muerte. Hasta entonces nadie le había hablado de la muerte. Max tenía la impresión de que aquella joven abría ciertas ventanas del entendimiento que las demás personas mantenían cerradas.

La casa donde vivía Alicia se encontraba en las afueras de una barriada periférica de Almería. Alicia bromeó con más tristeza que humor que su casa estaba «a las afueras de una barriada a las afueras de una ciudad a las afueras de España, un país que se encontraba a las afueras de Europa», algo que Max no llegó a comprender del todo.

A Max le parecía que, aunque había un aire de abandono en las calles, en las fachadas, en las aceras, no era el abandono de un lugar dejado de la mano de Dios, sino el abandono de la casa de un amigo que te invita a visitarlo y, como es tan buen amigo tuyo, no se preocupa de limpiarlo todo una hora antes de que llegues, lo que le da a la casa una sensación más acogedora.

Frente a la entrada de la casa de Alicia había una montaña de neumáticos viejos. Junto a los neumáticos había aparcado un lujoso coche negro de cristales tintados. Aquel coche nuevo y brillante contrastaba con el aspecto pobre del barrio como un diamante en mitad de un basurero.

—Joder, el gilipollas del novio de mi madre está en casa —gruñó Alicia.

Max detuvo la camioneta en el patio delantero, detrás del lujoso coche.

—Gracias por traerme —dijo Alicia.

—De nada. Espero que estés bien.

—Sí, claro, ya estoy más tranquila.

En ese momento una mujer salió de la casa. Tenía unos cuarenta años de edad, era alta, de rostro agraciado, labios gruesos y ojos claros. Los pechos grandes sobresalían en un abundante escote. El vestido, ajustado y muy corto, dejaba ver unas piernas largas y torneadas.

—¡Alicia! ¿Estás bien, hija? —llamó la mujer aproximándose a la camioneta.

—Jo, es mi madre —dijo Alicia frunciendo el ceño.

Max se bajó para saludar a la mujer.

—¡La policía me acaba de llamar! —exclamó la madre de Alicia—. ¡Dios mío, me han dicho que casi te matan!

La mujer, con manos temblorosas, inspeccionó a su hija. Le puso las manos en los hombros, en las mejillas. Alicia torció la cara apartándose de ella.

—Estoy bien, mamá, no te preocupes.

—Hola señora, me llamo Max, encantado de conocerla —saludó ofreciéndole la palma de la mano hacia arriba.

—Entonces tú eres el empleado que ha salvado a mi hija. Yo soy su madre, Francesca. —Le dio la mano, solícita—. La policía me lo ha contado. Dios mío, mi hija como rehén en un atraco. No sabes lo que te agradezco lo que has hecho. —La mujer le miraba sonriendo con la boca pero mostrando tristeza con los ojos, como si no encontrara las palabras adecuadas para expresar a Max lo enormemente agradecida que se sentía—. Entra un momento, por favor, ¿quieres un café, una cerveza?

—Mamá… Max se tiene que ir.

—Hija, por favor, sé un poco más educada. Este hombre te salva la vida y ni siquiera le invitas a pasar a casa.

La madre de Alicia tomó a Max del brazo. Max se daba cuenta de que Alicia no quería que entrase. Sin embargo, su madre insistía. Max no quería ser descortés y se dejó conducir al interior.

Cruzaron un recibidor oscuro que daba a un salón estrecho y alargado del que partían unas empinadas escaleras de madera que conducían al piso superior.

En el sofá del salón había sentado un hombre corpulento, de unos cincuenta años de edad, que se puso en pie cuando entraron. Vestía traje negro, camisa blanca y corbata también negra. Tenía el pelo manchado de canas, la mandíbula prominente y los ojos de un color verde penetrante.

—Es un amigo de la familia —dijo la madre de Alicia—. Mario. Max —presentó—. Max es el empleado del supermercado que le ha salvado la vida a Alicia.

Max le ofreció la palma de la mano hacia arriba.

—Encantado de conocerte, Max —dijo Mario, mirándole a los ojos mientras mantenía un enérgico apretón de manos.

Mario era tan alto como Max. A pesar de que se estaban dando la mano, entre los dos había más de un metro de distancia.

—Voy a hacer café. ¿O prefieres tomar una copa? ¿Un coñac, whisky? —preguntó la madre de Alicia.

—Mamá, Max ya se tiene que ir.

—Cállate niña, no seas maleducada —le regañó su madre—. Disculpa a mi hija. No sé qué les enseñan hoy en día a los niños en la escuela que no tienen modales.

—En mis tiempos sí que sabían inculcar la disciplina —intervino Mario asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Cuando yo iba al colegio estaba permitido que los profesores nos azotasen. Les teníamos respeto.

—Tú estás loco —exclamó Alicia—. Eso es lo que faltaba, que nos pegasen, para que odiásemos todavía más a los profesores.

—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Mario señalando a Alicia con el dedo—. Mi madre me hubiese dado unos buenos azotes por meterme en una conversación de adultos. —Miró con severidad a Alicia—. Y yo no odio a mi madre.

Alicia lo miró con fuego en los ojos. Se mordió los labios, dio media vuelta, subió las escaleras y desapareció en la planta de arriba. Se escuchó un fuerte portazo.

—Lo siento —se disculpó su madre—. Creo que la he consentido mucho. Mi hija es muy rebelde.

—Si me permites mi opinión, lo que necesita es mano dura —dijo Mario.

Max no supo qué decir. No tenía la impresión de que Alicia hubiese dicho o hecho nada malo. En cambio, aquel hombre parecía deseoso de ponerle una mano encima.

—En fin, ¿qué te apetece, Max? —preguntó la madre—. Siéntate, por favor.

—Una cerveza, si tiene —respondió Max asintiendo sin convicción.

La madre de Alicia desapareció en la cocina. Max se sentó en el borde del sofá. Se fijó en que los muebles del salón no formaban un conjunto demasiado armonioso. El sillón era de tela barata color chocolate y tenía numerosos desgarrones y remiendos. Sobre un aparador de madera de pino había una pecera vacía en cuyo cristal podía verse la marca sucia del nivel del agua. Junto al aparador había una vieja librería donde se apilaban montones de revistas, pequeños marcos con fotografías, ceniceros, floreros vacíos y un centro de flores de plástico descoloridas. La mesita de café que había junto al sillón era de cristal con armazón dorado. El cristal estaba rayado y sucio.

El hombre corpulento se sentó en una silla al otro lado de la mesita de té. Max se fijó en los gemelos de los puños de su camisa. Eran gruesos y parecían de oro. El hombre tenía dos dedos tapándole la boca. Max se había dado cuenta de que no le quitaba el ojo de encima y de que tenía todo el cuerpo en tensión.

—Dime, Max, entonces trabajas con Alicia en el centro comercial… ¿Qué puesto tienes? ¿Eres el gerente o algo parecido?

—Trabajo en reparto. También en el almacén, reponiendo las estanterías —respondió Max.

Mario sonrió un instante con un lado de la boca, claramente satisfecho por la respuesta de Max. Acto seguido pasó la palma de la mano por debajo del cuello y se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Fue como si sus músculos se desinflaran de repente. Era obvio que tras la respuesta de Max se encontraba mucho más cómodo y relajado.

La madre de Alicia regresó con una bandeja llevando un botellín de cerveza, un cuenco con patatas fritas y dos vasos con hielo. La dejó sobre la mesita de café. Sacó una botella de bourbon de un aparador y vertió sendos chorros en los vasos con hielo. Devolvió la botella a su lugar, agarró los vasos y se sentó en una silla junto al hombre corpulento. Cruzó las piernas. Max no pudo evitar fijarse en ellas. La piel de sus muslos era pálida y sedosa.

—Max me estaba explicando a qué se dedica —dijo Mario, sonriente—. Es mozo de almacén.

Max vio como la sorpresa se dibujaba primero en el rostro de la madre de Alicia para dar paso después a la decepción.

—Ah, eso está muy bien —dijo la mujer.

Quedaron en silencio. Max bebió un trago de cerveza directamente de la botella. El hombre corpulento le seguía observando, ahora con una mueca en los labios. Max se removió inquieto en su asiento. Se sentía fuera de lugar, incapaz de enfrentarse a una situación como aquella. No entendía las relaciones sociales. Todos decían continuamente lo contrario de lo que pensaban. Resultaba agotador.

—Gracias otra vez por lo que has hecho por mi hija —dijo la madre de Alicia.

Al menos había sinceridad en aquellas palabras.

—Entonces, dinos, Max, ¿cómo fue que te libraste de esos atracadores? —preguntó el hombre.

—Lo hice sin pensar. El atracador cogió a Alicia como rehén. Iba a hacerle daño y yo lo impedí.

—Vaya, vaya, eres muy valiente —dijo Mario—. ¿Y cómo lo impediste exactamente? ¿Llamaste a la policía tú solito?

¿Eso era una metáfora?, ¿una broma?, ¿una burla? Max decidió apartar la mirada y limitarse a contestar de la mejor manera posible.

—Eran dos. Un hombre y una mujer. La mujer llevaba la pistola. Yo se la quité. Después le disparé al otro.

—¿Le disparaste? ¿Tu sabes disparar, Max? —preguntó Mario con los ojos entornados.

—Eso parece —respondió Max con los ojos muy abiertos.

—¿Y dónde aprendiste a… a usar un arma? —volvió a preguntar Mario con voz entrecortada.

Max dudó. No sabía qué responderle. No confiaba en aquel hombre. No le gustaba el modo en que le miraba.

—Caza deportiva —mintió—. Me gustan las armas. —Se puso en pie—. Gracias por la cerveza, señora —añadió con tono educado—. Ahora ya tengo que irme. Me gustaría despedirme de Alicia.

—Claro. Puedes subir —dijo su madre—. Su habitación es la puerta de la izquierda.

Max ascendía los escalones de madera cuando cayó en la cuenta de que durante la conversación con la madre de Alicia y su novio se había sentido mucho más nervioso e incómodo que cuando reducía a la pareja de atracadores armados. Tendría que contarle aquello a su psiquiatra.

En la planta de arriba había un reducido espacio a modo de descansillo y dos puertas. Iba a llamar a la de la izquierda cuando escuchó música al otro lado. Tardó unos segundos en darse cuenta de que quien cantaba era Alicia, acompañada por una guitarra. Tenía una voz hermosa y enérgica. Le vino a la mente un pájaro sobrevolando muy rápido una llanura vibrante dirigiéndose hacia territorios inexplorados. Aquella voz tenía algo que le encendió el corazón.

Se quedó escuchando unos segundos y después llamó a la puerta con un suave toque de nudillos. La canción se interrumpió al instante.

—¿Aún sigues tú aquí? —preguntó Alicia cuando abrió la puerta.

—Discúlpame. Solo quería despedirme. Estás bien, ¿verdad?

Alicia miró a un lado y a otro como dudando.

—Perdona —dijo finalmente—. Tú no tienes la culpa. Es que el novio de mi madre me pone nerviosa. Mira, pasa, quiero que conozcas a mi hermano pequeño.

Max entró en la habitación. Alicia cerró la puerta. En la cama, sobre unos cojines, se encontraba recostado un niño de unos cuatro años. El niño miró a Max con los ojos muy abiertos, grandes, del color de la miel. Max sonrió, le gustaban los niños. Los niños siempre eran sinceros. Sin embargo, había algo raro en el pequeño, la flacidez de su cuerpo sobre la cama.

—Se llama David. Tiene parálisis cerebral —se apresuró a decir Alicia.

Max notó el pánico que había en aquella frase. Desde que había puesto un pie en la casa de Alicia la actitud de la joven estaba siendo muy diferente a la que había mostrado en el supermercado. De nuevo era algo que desconcertaba a Max: la manera en la que todo el mundo adoptaba diferentes roles en función de con quién o dónde se encontrasen. Néstor González, su jefe, tan malintencionado y abusivo, se comportaba como un dulce gatito cuando venían a hacerle alguna inspección o cuando venían de visita jefazos de arriba. Alicia, en su casa, no era la Alicia del supermercado. Estaba tensa y nerviosa.

—Tendría que irme ya —dijo Max.

—Mi madre tiene razón —dijo Alicia—. No te he dado las gracias como es debido. ¡Jo! Dejaste a ese tío seco. No sabía que supieses disparar una pistola.

—Yo tampoco —respondió Max con una sonrisa.

Alicia se le quedó mirando.

—¿Qué pasa? —preguntó Max.

—Jo, eres la persona más extraña que he conocido nunca, ¿sabes? Hiciste algo increíble, te libraste de esa tía como si nada, le disparaste al atracador, dejaste boquiabiertos a la policía y te quedas ahí, sonriendo como un crío, diciendo que no sabes que sabes disparar. Me recuerdas a mi amigo Nelson, solo que tú… tú eres un hombre muy guapo —se le ruborizaron las mejillas.

—No eres la primera que me dice eso de que soy guapo, como un halago, y no entiendo qué mérito hay en eso. —Max se pasó la mano por el mentón—. No entiendo el valor que se le atribuye a la belleza. Yo no he hecho nada, simplemente me desperté con esta cara.

—Pues para mí sí que tienes mérito. Precisamente porque eres modesto. No te das importancia. Tíos la mitad de guapos que tú son unos imbéciles engreídos que se creen superiores solo por ser guapos.

—Modesto… Nunca lo había visto así. Eres muy aguda —dijo Max.

—Díselo a mi profesor de mates. Me suspende porque no tengo un cuerpo de modelo.

Max esbozó una sonrisa. Le gustaba aquella chica. Era sincera y veía las cosas desde un punto de vista diferente. Además, no estaba acostumbrado a hablar con alguien que no le tratase como un retrasado. Con Alicia se sentía cómodo. Max tenía la impresión de que entre él y los demás se interponía una barrera de hipocresía. Con Alicia esa barrera no existía.

Alicia se sentó en la cama y tomó a su hermano pequeño en brazos. Max se dio cuenta de que el niño no había hablado ni se había movido en todo aquel tiempo y que al tomarlo sus brazos y piernas colgaban flácidos.

—Dijiste que tu hermano tiene parálisis cerebral —dijo Max observando al pequeño—. ¿Eso es grave?

—Mucho. Es de nacimiento. Tiene un daño permanente en algunas partes del cerebro. —Alicia le acarició las mejillas. El niño respondía a las caricias contorsionándose con una gran sonrisa—. No puede moverse ni hablar. Aunque con muchísimas horas de rehabilitación va a conseguir que otras partes de su cerebro que no están mal hagan el trabajo de las partes dañadas. Estamos trabajando duro, ¿verdad pequeñito?

Alicia le apretó en la tripa y el niño rio con gorgoritos de placer.

—Comprendo —dijo Max. Observó a su alrededor. En las paredes había montones de dibujos clavados con chinchetas. Eran tablas de gimnasia como las que había en la sala de rehabilitación del hospital, solo que ahora se daba cuenta de que todas las figuras eran de niños pequeños.

—Si no puedo pagar un fisio, por lo menos voy a intentar hacer lo que pueda por él —dijo Alicia, que había seguido su mirada recorriendo las paredes—. Todos se creen que mi hermano es un vegetal, pero va a conseguir caminar y hablar como cualquiera, ¿verdad pequeñito? —Le besó en la mejilla y el niño movió los labios y se agitó tratando de devolver el beso.

Amor. Admiración, calor fraternal. Amor incondicional.

—Eso es muy valiente por tu parte —dijo Max, asintiendo levemente.

Aquel niño no se parecía a ninguno de los que Max había observado anteriormente. A pesar de su mirada desenfocada y de la completa falta de control sobre sus extremidades, los casi imperceptibles gestos de su rostro le decían que ansiaba relacionarse, desbordaba señales de amor y cariño.

Max tuvo la impresión de que el pequeño trataba de librarse de algo; cada espasmo, cada movimiento era como un intento por liberarse de unas correas invisibles que lo sujetasen. En su mirada se intuía una inteligencia y una voluntad firme, un deseo de hablar y comunicarse.

—Si hay algo que yo pueda hacer por él —dijo Max—, no tienes más que pedírmelo.

Max se sorprendió al ver cómo los ojos de Alicia se inundaban de emoción y agradecimiento.

—¿De verdad estarías dispuesto a hacer algo para ayudar a mi hermano? —preguntó.

—Claro. Lo que haga falta. No tienes más que decirlo.

—Jo, no estoy acostumbrada a que nadie me ofrezca ayuda. Te lo agradezco mucho, Max. Podrías llevarnos a la piscina climatizada en tu camioneta de reparto; a David le vendrían muy bien unos ejercicios en el agua.

—Eso está hecho.

Max se fijó en la guitarra apoyada junto a la cama.

—Antes te oí cantar. Tienes una voz muy bonita.

—Ojalá todos pensaran igual. Mi sueño es ser cantante. Si no tuviese que cuidar de mi hermano, ya habría agarrado mi guitarra y me habría largado de aquí.

—¿Y adónde irías?

—No sé. Supongo que a una ciudad grande donde nadie me conociese. A Madrid. Tocaría en el metro. Y si no ganase lo suficiente para vivir, me prostituiría. ¿Sabías que hay tíos que pagan hasta mil euros por acostarse con una jovencita como yo?

—Comprendo —dijo Max, pensativo.

Alicia soltó una carcajada. Max la miró sin comprender.

—Eso me encanta de ti —dijo Alicia—. No pillas la ironía. Tienes que andarte con cuidado porque cualquiera podría engañarte. Estaba bromeando con lo de prostituirme.

—Sabía que no estabas diciendo la verdad —dijo Max—. Casi nadie lo hace. Me refiero a decir la verdad. Todo el mundo miente. Lo que pasa es que no sé si lo hacen con buena o con mala intención. Por eso no sé cómo reaccionar cuando alguien me dice una mentira. Se supone que debo hacer como que no me doy cuenta.

—Jo, sí que eres raro. Hay veces que se dicen mentiras abiertamente, sin querer ocultar que son mentiras, precisamente para dar a entender lo contrario de lo que se dice. A eso se le llama ironía.

—No estoy seguro de entenderlo —contestó Max mirando al suelo.

—Mira, si te digo que mi vida es genial, que adoro esta casa en ruinas, pues te estoy diciendo que mi vida es una mierda y que odio esta casa. Todo lo contrario, ¿lo entiendes?

Max se rascó la cabeza cada vez más confundido. ¿Mentir abiertamente para dar a entender lo contrario? Era una locura.

—Ya me doy cuenta de que mientes cuando dices que te encanta vivir en esta casa, aunque no entiendo por qué no dices directamente que la odias.

—Pues porque… ¡no lo sé! Supongo que la ironía sirve para hacernos notar, para darnos importancia, para hacernos los graciosos, ¡ni idea! Así es como hablamos. Oye, ¿por qué has dicho antes que todo el mundo miente? ¿Cómo lo sabes?

—Mi psiquiatra dice que es algo que aprendí y que no se ha borrado con la amnesia. Una especie de habilidad para interpretar los gestos de los demás.

—¡Sé a lo que te refieres! Una vez hojeé un libro sobre eso. Lenguaje corporal. Yo no tenía ni idea, era muy interesante. El cuerpo saca las emociones sin que nos demos cuenta, como con pequeños gestos o movimientos involuntarios. Por ejemplo, recuerdo que cuando alguien miente parpadea más, la pupila se mueve sin control o se toca la nariz. No se puede evitar. Después de leer el libro intenté fijarme en ese tipo de cosas en los demás. Pero después de un tiempo se me olvidó. Es algo que uno acaba pasando por alto, aunque lo sepa.

—Parece ser que yo no puedo pasarlo por alto.

—Eso es guay. En el libro que yo leí ponían como ejemplo a esos charlatanes que salen por la tele que te adivinan el futuro. Explicaba que esos tíos utilizan el lenguaje corporal para sonsacar información a la gente que va a consultarles. Por ejemplo, empiezan a decir cosas al azar sobre tu vida, ya sabes, que si tienes problemas de salud, de amor, de dinero… ¡como si nadie los tuviera! Y total, lo único que hacen es ir probando y confirmando sobre la marcha si están acertando o no según como reaccione el otro.

Alicia le miró entrecerrando los ojos.

—Oye, ¿sabes lo que pienso? Que en tu otra vida fuiste uno de esos charlatanes que te adivinan el futuro. Te pasabas el día engañando a la gente, fijándote en sus gestos, y no has perdido la costumbre. ¿Qué te parece?

—Vaya, es posible. Así que, ¿en mi otra vida?

—¡Claro! Tu otra vida es tu vida antes de que perdieses la memoria. Ahora que lo pienso, ¿no te parece que es como si hubieses vivido dos veces? Antes tenías una vida, aunque no la recuerdas, y ahora tienes otra vida totalmente distinta. Es como si te hubieses muerto y te hubieses reencarnado en otra persona. A lo mejor en tu vida anterior no fuiste una buena persona y Dios te ha dado otra oportunidad. O a lo mejor fuiste un verdadero cabronazo y Dios te ha castigado poniéndote a un tío como Néstor de jefe.

Max se quedó pensativo unos instantes.

—Estaba bromeando otra vez —rio Alicia.

—A lo mejor tienes razón. —Max frunció los labios—. Me refiero a que tenga que tomarme todo esto como una segunda oportunidad. Será mejor que me vaya. Me ha gustado hablar contigo.

—A mí también. Eres un tío guay. Perdona por haberme enfadado antes. Es que el novio de mi madre me pone tan nerviosa…

—A mí, por el contrario, me encanta ese hombre —dijo Max. Alicia alzó las cejas y abrió la boca

—Jo, si es un capullo… —Max sonrió forzadamente—. ¡Eh!, ¡pero mira!, ¡estás practicando la ironía!, ¿no es eso?

Max se ruborizó.

—La verdad, sigo sin entender muy bien esto de la ironía… decir lo contrario de lo que piensas… no le encuentro el sentido.

—Pues tiene fácil solución, no lo hagas. Me gustas más cuando siempre dices lo que piensas. —Alicia le puso una mano en la mejilla.

Alicia volvió a poner la mano en su regazo. Permanecieron en silencio unos instantes.

—Oye, si no tienes nada que hacer puedes venir otro día. Podemos ver el partido del sábado los tres. Me refiero a mi hermano, tú y yo.

—¿No le importará a tu madre? No quiero molestar.

—Los sábados tiene turno de noche. Trabaja en un asilo de viejos. No vuelve hasta el amanecer.

—Comprendo. Aquí estaré entonces. Nos vemos mañana en el trabajo. Adiós, David, un placer.

Max le revolvió el pelo con la mano y salió de la habitación. En el piso inferior se despidió brevemente de la madre de Alicia y de su novio. La madre de la joven volvió a darle las gracias y el hombre volvió a mirarle con suspicacia y desprecio soslayado. Fue Alicia quien le acompañó hasta la calle. Max subió a su camioneta y puso el motor en marcha. Alicia le hizo un gesto de despedida con la mano. Definitivamente le caía bien aquella chica. Era la primera vez que hablaba con alguien sin sentirse incómodo, sin sentir que estaba siendo evaluado o menospreciado. Sin que le tratasen como a un idiota. Había estado muy a gusto hablando con ella, como si se conociesen de toda la vida, como dos viejos amigos.

Luego estaba su hermano pequeño. Ese niño parecía una criatura celestial. Era evidente el amor que se tenían ambos hermanos. Era la primera vez que Max era testigo de un amor como aquel, y eso, de algún modo, le reconfortó. El mundo era un lugar extraño y hostil, pero el amor era como un ancla a la que aferrarse para no ser arrastrado a la deriva.

El supermercado iba a permanecer cerrado el resto de la tarde y Max, libre de obligaciones, se refugió en su piso. Tenía mucho sobre lo que pensar. Aún estaba conmocionado por el descubrimiento de que podía entender el idioma ruso y las implicaciones que eso podría tener en su pasado.

Una pieza más para el extraño enigma que era su vida.

Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Se sentía como un náufrago a la deriva en mitad del océano. Perdido y solo. El mundo era un lugar enorme, inmenso, y él era algo diminuto, insignificante, rodeado de todo aquel vacío exterior. Mirase a donde mirase, solo podía contemplar un espacio nebuloso sin horizonte. No había referencias que marcasen una ruta ni la distancia a recorrer. No sabía si estaba moviéndose a la derecha o a la izquierda, si caía o subía, o si sencillamente estaba inmóvil.

Se abrió un par de botones de la camisa y se pasó la mano por el pecho palpando las cicatrices que lo cruzaban. Las cicatrices tenían un ligero relieve y el tacto era frío y suave, gomoso bajo las yemas de los dedos.

¿Quién le habría infligido aquellas heridas?

Recordaba el dolor en el hospital después de salir del coma. Recordaba aquellas mismas heridas supurando, todavía calientes y palpitantes. Su psiquiatra le había dicho que se las había hecho con las correas de una camisa de fuerza. ¿Qué clase de locura se había apoderado de él al despertar? En aquel momento su cerebro todavía era incapaz de guardar nuevos recuerdos, así que no tenía la menor idea de qué es lo que estaba pasando por su mente.

«No hay ni un solo policía en Almería capaz de disparar así», le había dicho el jefe de la policía.

Fuera quien fuese, no soy como los demás, se dijo Max.

¿Qué clase de vida había sido la suya? Lo que no entendía era que si había dejado una vida atrás, una esposa y una familia, tal vez hijos y amigos, compañeros de trabajo, ¿por qué nadie le buscaba? ¿Por qué la policía no había identificado su cara en la lista de personas desaparecidas? ¿Por qué su fotografía no aparecía en las noticias, en carteles de desaparecidos?

Encendió la televisión.

«Sigue la investigación de la desaparición de la millonaria heredera Irena Aksyonov».

Hacía días que la desaparición de aquella chica ocupaba los titulares de todos los telediarios. El caso había despertado mucho interés en la opinión pública, tal vez porque la joven era millonaria. El hecho de que el propio padre hubiese sido acusado había avivado el interés.

Lo que Max deducía de todo aquello era que él mismo no era nadie importante ni conocido, de otro modo las noticias también estarían hablando de su desaparición.

Subió el volumen. No era el telediario, sino un reportaje sobre la familia Aksyonov con motivo de la desaparición de la joven. Aparecieron imágenes de archivo de su padre, Serguei Aksyonov, junto a su hija en un acto social en Marbella.

Max observó el comportamiento del hombre con su hija. Era evidente que la quería mucho. Max podía verlo con claridad en sus gestos: en cómo la miraba, en la curvatura de sus labios y el modo en el que sonreía con los ojos al mirarla. No era fingido, era un amor sincero. Sin embargo, la policía le acusaba a él como responsable. ¿Cómo iba un padre que amaba a su hija de aquel modo a hacerle algún daño? Los investigadores estaban cometiendo un gran error.

En cambio, Max se dio cuenta de que la chica miraba a su padre con hostilidad. Su comportamiento era educado, pero su lenguaje corporal gritaba que Irena quería alejarse de su padre. La sonrisa de la adolescente se limitaba al área de la boca y le miraba siempre de reojo, nunca de frente, con el cuerpo vuelto a otro lado. En una de las imágenes, que pertenecían a una especie de evento de la alta sociedad, pudo observar cómo, nada más acercarse su padre, la chica cruzaba los brazos. Había algo negativo en su expresión, en la manera en la que torcía la boca cada vez que su padre comenzaba a hablar. Parecía que la niña sentía asco ante el mero sonido de la voz de su padre. Estaba claro que no se trataba de miedo, no era que el padre hubiera abusado de ella, tampoco era odio, era simplemente asco.

La relación entre padre e hija no era tan buena como aquellas imágenes querían dar a entender.

De nuevo la falsedad, pensó Max con tristeza. Ni siquiera la relación entre un padre y su hija se libraba de la falsedad. Lo único cierto era que aquel hombre adoraba a su hija. No tenía ningún sentido que la policía le acusara precisamente a él de hacerla desaparecer.

Apagó la televisión, se puso en pie y fue hasta el cuarto de baño. Se quedó mirando fijamente su imagen en el espejo.

«Max», pronunció en voz alta. «Max, Max, Max…»

Al revés de lo que le suele pasar a todo el mundo —que al observar de cerca su propia cara en el espejo empiezan a verse a sí mismos como desconocidos—, cuanto más observaba Max su rostro, más familiar se volvía. Como si la imagen fijada en su retina fuese penetrando capas de su mente, cada vez más abajo, hasta el lugar donde seguía siendo él mismo. Cuando quería llegar a ese lugar le invadía una sensación de desmayo, como si se asomase a un abismo. Había demasiado espacio vacío, demasiada distancia vertiginosa entre la imagen del espejo y su yo interior.

Regresó al salón, que también era el dormitorio. Se sentó en la cama y encendió otro cigarrillo. Abrió la mesita de noche y sacó la pequeña caja de madera donde guardaba «sus» objetos. Los restos de su pasado.

Con sumo cuidado sacó el pedazo de fotografía y lo depositó en la cama. Observó el fragmento del rostro de la mujer, morena y de ojos negros. La foto había sido tomada al aire libre, pero apenas podía distinguirse nada de lo que había alrededor de aquel rostro.

Pensó en un río, en el aroma de un río perfecto, dorado. Pero en la imagen no se apreciaba nada más que el rostro de la mujer con un fondo muy borroso. Daba la impresión de que la luz era del atardecer.

Siempre que miraba a la mujer experimentaba la misma sensación de vértigo, una efervescencia en la mente, como si alguien soplase sobre su cerebro desnudo. Aquella mujer tuvo que ser importante en su vida. La fotografía parecía muy antigua. ¿Su madre tal vez?

Volvió a leer las palabras escritas a mano en la parte posterior: «La historia la escriben los ganadores». ¿Qué demonios significaba?

Era inútil. Por más que buscaba en su mente no acudía ningún recuerdo que arrojase luz. Aquellas palabras no le sugerían nada, flotaban en el espacio vacío, en un blanco neblinoso.

Historia.

Ganadores.

Palabras huecas, sin contenido. Max tenía la certeza de que aquellas palabras habían sido muy importantes para él. Lo sentía en los huesos, aunque por más que se esforzaba en recordar no lograba asociarlas a ningún significado concreto.

Le recorrió un escalofrío. Fue hasta el cuarto de baño y se echó un puñado de agua helada a la cara. Contempló las paredes desnudas, blancas y frías. Le invadió la súbita impresión de que era un cuerpo extraño en un territorio ajeno. No lograba hacerse a la idea de que él formaba parte de aquel lugar. Por más que recorriese con los ojos cada detalle, por más que respirase aquel aire, no lograba vincularlo emocionalmente a él.

Con el corazón acelerado y la respiración agitada se quitó el uniforme del supermercado y se vistió con ropa de calle. Necesitaba aire fresco.

Una densa niebla marítima había cubierto el cielo. Las calles tenían un aspecto de crepúsculo. Ráfagas de viento de poniente arrastraban hojas secas que se desplazaban con velocidad calle abajo danzando como hombrecillos enloquecidos sobre la acera.

Max caminó sin prestar atención al recorrido. Solo quería llegar al mar y, tras un lapso de tiempo indefinido, se vio a sí mismo sentado sobre un murete frente a la playa.

A sus espaldas, a derecha e izquierda, se extendía el paseo marítimo, por el que paseaban masas de gente durante el verano, donde imperaba la risa y el buen humor, los helados, los limones granizados, las tapas, los gritos a los niños que se alejaban demasiado de sus padres, los patinadores que sonaban como gatos ronroneantes advirtiendo a todos de sus trayectorias zigzagueantes, los encuentros inesperados, los «cuánto tiempo sin verte», los «déjame, que pago yo», los mimos casuales, los «nos vemos en la feria», las miradas nostálgicas desde los balcones, las toallas sobre el muro, los besos, los carritos con bebés, los adioses y los «hasta luego».

Ahora, sin embargo, estaba completamente desierto.

Los bares estaban cerrados.

Las farolas alumbraban las losas sinuosas, que alternaban el rojo gastado con el blanco grisáceo, teñidas de una fina película de arena.

Caía la noche lentamente y el mar se desplegaba frente a él como un poema rebosante de tonos anaranjados, una masa de dimensiones incalculables que parecía bailar al son de su propio sonido.

El mar no estaba en calma y tampoco podía decirse que estuviera agitado. Las olas se deslizaban sobre la arena suaves y elegantes, apenas espumosas.

¿Era aquel sonido triste o alegre?

Le vino a la mente esa especie de acertijo. Alguien te pregunta: ¿cómo te sientes cuando estás sentado frente al mar?

—Siento miedo.

—Me siento pequeñísimo, insignificante.

—Siento la armonía del agua, siento paz.

—Me siento amenazado.

La respuesta que das a esa pregunta indica cómo te sientes ante el mundo, qué importancia te das y si piensas que perteneces a él. Eso es lo que comentaban dos hermanos en el supermercado el otro día. ¿O no fue en el supermercado?

Max no se sentía en armonía con el mar. El mar era demasiado bello, demasiado grande, el mar tenía su lugar en el mundo, su función, su porqué, y yacía en la esencia misma de lo que hace que el mundo sea mundo, que exista en él la vida, haciendo posible que alguien pueda sentarse frente al mar y reflexionar sobre estas cosas tan absurdas.

Max no tenía ni idea de cuál era su papel en el mundo, ni qué significado le daba él a nada o a nadie.

En las farolas habían pegado carteles de «Se busca». Erica Dueñas, una adolescente de Almería, había desaparecido.

«Se busca» «¿Han visto a esta chica?»

Muchos de esos carteles se habían despegado por el viento. Max podía verlos sobre la arena de la playa. Le pareció distinguir uno de ellos flotando sobre el agua, pero estaba demasiado lejos.

Aquella mancha blanca podía ser cualquier cosa, aunque Max decidió que se trataba de un cartel empapado y grisáceo con la cara de la pobre Erica Dueñas.

Alguien no tan importante como para aparecer en las noticas nacionales, pero sí lo suficiente como para movilizar a los habitantes de la ciudad. Max pensó en lo estúpido que era poner los carteles allí, en Almería, que era el único lugar donde a buen seguro la chica no estaba.

«Se busca» «¿Han visto a esta chica?»

En algún lugar del mundo, pensó, quizá había una ciudad llena de carteles con su rostro. ¿Pero dónde?