43
Carla
Llevaba más de media hora en su coche, aparcado frente a la casa de Alicia Roca en Almería, tratando de reunir las fuerzas para bajarse y llamar a aquella puerta.
Carla nunca había estado en Almería, aunque lo que había visto hasta el momento no le había dejado muy buena impresión. La Cañada de San Urbano era una barriada periférica y aquel barrio en particular parecía una zona especialmente pobre y deprimida. La casa de Alicia Roca era una construcción sencilla, cuadrada, de dos plantas y tejado plano, rodeada de un pequeño terreno. Toda la calle estaba formada por casas similares a un lado y a otro, de fachadas amarillas y rejas blancas, la mayoría con aspecto poco cuidado. La calle acababa abruptamente en una especie de solar, más allá del cual comenzaban los invernaderos. En el aire flotaba un olor a tierra, hortalizas y química.
Reconoció la casa de Alicia Roca porque en el patio delantero había una montaña de neumáticos viejos. No había ningún signo de vida en aquella casa. Carla llegó a pensar que se había equivocado de lugar y que la casa podría estar abandonada.
Gotas aisladas, como lágrimas, impregnaban el cristal del parabrisas. Negros nubarrones se congregaron en el cielo como acudiendo a una llamada. Estaba oscureciendo. Carla reunió las fuerzas para bajarse del coche. Después de conducir durante seis horas tenía las piernas entumecidas. Había realizado todo el trayecto de más de quinientos kilómetros desde Madrid como en un sueño. Había tenido que parar cada poco para tomarse un café en un bar de carretera. El café era lo que la mantenía en pie. Tenía la impresión de que la cafeína era lo único que le corría por las venas.
La lluvia era tan fina que parecía que el mismo aire destilaba gotas de humedad a su alrededor. Una ráfaga de viento la estremeció hasta los huesos. Sumergida en una penumbra que le daba a todo una textura metálica, caminó hasta la entrada de la casa. Para llegar a la puerta tuvo que rodear la montaña de neumáticos. Llamó al timbre de entrada. Escuchó el eco del sonido en el interior. No hubo respuesta. Aguardó unos segundos con la cabeza levemente inclinada, tratando de atisbar algún signo de vida. Solo podía escuchar el silbido del viento. Volvió a llamar. Miró a su alrededor. La calle estaba desierta.
Empezó a temer haber hecho el viaje en vano. Volvió a rodear la montaña de neumáticos y fue hasta la casa contigua. Llamó al timbre. Instantes después se abrió la puerta y asomó una mujer de avanzada edad vestida con una bata de casa.
—¿Quién es? —preguntó la mujer. La miró con los ojos entrecerrados, como deslumbrada.
—Perdone señora, estoy buscando a Alicia Roca. Es una chica que vive en la casa de al lado. ¿Podría usted decirme si sigue viviendo aquí?
La mujer la miró de arriba abajo.
—Sí, vive al lado.
—¿Sabe cuándo puedo encontrarla en su casa?
—Por la tarde trabaja de cajera en el Carrefour.
—Perdone, ¿y dónde queda ese Carrefour?
—En la avenida del Mediterráneo. —Hizo un gesto vago con la mano, señalando al exterior.
—Comprendo. Le agradezco la información.
—Si quiere hablar con la madre —dijo la señora cuando Carla ya se disponía a marcharse—, no llega hasta mañana por la mañana. El fin de semana trabaja por la noche.
—¿Su madre? ¿Se refiere a la madre de Alicia Roca?
—La madre, sí.
—Tenía entendido que su madre había muerto.
—Pues lo ha entendido mal. Su madre está viva todavía, mientras que los hijos no la maten a disgustos, la pobre. Hoy mismo se han llevado al niño pequeño al hospital. Y la mayor, por la que pregunta, resulta que tiene un novio mayor que ella, casi podría ser su padre. Luego pasa lo que pasa.
—¿Un novio mayor que ella?
—Un hombretón altísimo, un poco retrasado, fíjese lo que le digo; se llama Max, ¿qué nombre es ese? Trabaja en el Carrefour con la niña. Cuando la madre no está, se mete en la casa con la hija. Figúrate. Si su pobre madre supiera lo que hace la niña, con un hombre mayor y encima con problemas mentales… —La señora arrugó la nariz—. Y luego se escuchan unas cosas en la televisión: que si han matado a una muchacha, que si han violado a otra…, no me extraña, con la crianza que se les da hoy en día…
Carla miró a la mujer tratando de evaluar si le estaba diciendo la verdad. Parecía sincera. ¿Por qué iba a inventarse aquello? Entonces ¿por qué le habría dicho Eva Luna que la madre de Alicia Roca estaba muerta? Era extraño, porque lo había afirmado con mucha seguridad.
—¿Y sabe usted algo del padre de la chica? —preguntó Carla.
—Por lo que cuenta la madre, es un sinvergüenza que los dejó tirados, a la madre y a los hijos.
—¿Le ha visto usted últimamente por aquí?
—Antes vivían en Almería. —La mujer meneó la cabeza—. No lo he visto nunca. Cuando se mudaron aquí ya se habían separado.
—Muchas gracias por la ayuda, señora.
—De nada, mujer.
Carla regresó al coche. Estaba confundida. Eva Luna le había explicado que la madre de aquella chica había muerto, que Alicia Roca había vivido sola con su padre hasta que este huyó de la policía. A lo mejor la madre no estaba muerta. A lo mejor se había separado y regresó cuando el marido desapareció. Tal vez aquel sujeto, cuando vivía allí, le había hecho creer a todo el mundo que su esposa estaba muerta. Sea como fuere, suspiró Carla, lo que tenía que hacer era hablar con la chica y averiguar si sabía algo sobre el paradero actual de su padre.
Puso el motor en marcha. El automóvil brincó sobre el asfalto irregular. Los faros delanteros iluminaron las fachadas amarillas de las casas, los cubos de basura y los patios delanteros llenos de escombros y trastos viejos.
Condujo por una carretera flanqueada por invernaderos hasta desembocar, minutos después, en una amplia avenida. Carla consultó en el mapa de su teléfono móvil. Se encontraba en la avenida del Mediterráneo. Al sur podía distinguir la franja oscura del mar. El centro comercial debía estar al norte. Condujo avenida arriba hasta encontrar un cartel que señalizaba el centro comercial Carrefour a la derecha. Estacionó en la explanada de aparcamiento del supermercado. El viento, gélido y cortante, le azotó el rostro como si fueran cuchillas. Corrió hasta la entrada abrazándose a sí misma para protegerse del frío, temblando; el viento le agitaba el pelo sobre la cara. Los ojos le lagrimeaban.
Se detuvo un instante bajo la marquesina de entrada para recuperar el aliento. La puerta de acceso estaba decorada con luces de navidad. Junto a la puerta había un gran reno y un Papá Noel de plástico. En unos pequeños altavoces atronaban unos estridentes villancicos cantados con voz chillona («Arre burro, arre, vamos a Belén…») cuya melodía se apagaba o aumentaba de volumen con los vaivenes del viento.
En el cristal de la puerta había un recorte de un periódico, La Voz de Almería, pegado como si se tratase de algún tipo de anuncio. En el recorte del periódico aparecía la fotografía de un hombre y sobre esta el titular: «Max N. N., héroe de Almería». Carla leyó de un vistazo algo relacionado con un atraco al supermercado frustrado por aquel hombre, un empleado que había hecho frente a los atracadores. A tenor de la foto, no podría decirse si el rostro pertenecía a un hombre joven de aspecto prematuramente maduro o a un hombre maduro que conservaba aún los rasgos juveniles. En la fotografía el hombre tenía una extraña mirada de desconcierto, como alguien que busca en medio de una multitud.
«Max». La vecina de Alicia Roca había mencionado ese nombre. Según ella, Max era el novio de la chica.
«Un hombre mayor y con problemas mentales».
Carla cruzó las puertas acristaladas del supermercado. En las cajas había largas colas. Estaba abarrotado de clientes. Carla recorrió la fila de cajas con la mirada. Todas las cajeras eran muy jóvenes y todas llevaban el uniforme de la empresa: camisa celeste con el logotipo de Carrefour bordado en el pecho, un pañuelo rojo anudado al cuello y falda ceñida azul marino.
Sin tener claro qué hacer a continuación, Carla se adentró entre las estanterías y buscó la sección de cosmética. Cogió al azar un champú para el pelo y comenzó a recorrer las cajas, fijándose en la chapa que las cajeras llevaban en la solapa. En una de ellas leyó el nombre que estaba buscando: Alicia Roca.
Alicia era una joven de pelo moreno y lacio con un flequillo que le tapaba los ojos. Tenía un rostro ovalado y agradable. Llevaba puestos unos auriculares y pasaba los productos por la cinta transportadora con la cabeza gacha y aire ausente.
Carla se puso en la cola. Cuando llegó su turno, dejó el bote de champú en la cinta. La joven cajera ni siquiera la miró. Los auriculares estaban conectados a un iPhone que colgaba de su cuello en una funda. El volumen estaba tan alto que la música podía oírse incluso a un par de metros de distancia. Carla se fijó en el teléfono. Era un iPhone último modelo, de los caros. A su mente acudió el estado desolado de la casa donde vivía la joven, por no mencionar aquel triste trabajo… Probablemente el coste de aquel teléfono superaba el salario de cajera de un mes.
—Hola, tengo que hablar contigo unos minutos —dijo Carla levantando una mano para reclamar su atención—. ¿Podrías salir un momento?
La joven levantó la cabeza y clavó en ella una mirada impaciente. La música atronaba en sus oídos y ni siquiera había escuchado lo que le había dicho.
—¡Hola! —repitió Carla alzando la voz—. Me gustaría hablar contigo unos minutos.
Alicia se quitó los auriculares. La miró interrogante.
—Hola. Me llamo Carla Barceló, tengo que hablar contigo —repitió—. ¿Puedes salir un momento?
—¿Hablar? ¿Qué quieres? —preguntó la joven.
—Es un asunto delicado. Tengo que hablar contigo a solas. ¿Puedes dejar tu puesto unos minutos?
—Estás loca, si me ausento un segundo me despiden. —La joven la miró de arriba abajo—. No sé lo que quieres, pero no me interesa.
—¡Caja diez! ¿Por qué no avanza la caja diez? —chilló la voz de un hombre a sus espaldas.
—Joder. —Alicia puso los ojos en blanco.
Un hombrecillo se plantó detrás de la caja. Era menudo y regordete, con una expresión desagradable en el rostro, frunciendo a la vez el ceño y la nariz. Carla leyó su nombre en la chapa de la solapa: Néstor González. Gerente.
—¿Tiene algún problema con la caja, señorita? —preguntó el gerente, obsequioso. Tenía las manos unidas a la altura del pecho, como si rezase.
—No, ninguno —respondió Carla—. Tengo que hablar un momento con ella.
—Oh, yo la ayudaré, dígame, qué puedo hacer por usted. Por favor, acompáñeme, venga por aquí. —El gerente rodeó la caja y con un ademán de las manos como si tendiese una alfombra le indicó que saliese del pasillo de la caja.
—No, no tiene nada que ver con el supermercado. Es un asunto privado.
El gerente se masajeaba las manos, se mordía los labios y parecía querer ponerse de puntillas. Carla se dio cuenta de que era absurdo intentar hablar allí. Estaba lanzada. Ansiosa. Quería resolver aquello cuanto antes, aunque no pasaría nada si hablaba con aquella chica un poco más tarde.
Pagó el champú y abandonó el centro comercial. Se fijó que cerraba a las nueve, así que tendría que esperar un par de horas hasta que Alicia acabase su turno. Lo mejor que podía hacer mientras tanto, se dijo, era buscarse un hotel para pasar la noche.
Instalada en su coche, sacó su teléfono móvil y abrió una aplicación para localizar hoteles. Revisó la lista. La mayoría se anunciaban como alojamientos de veraneo para disfrutar de la playa. Los precios tampoco eran baratos. Al final se decidió por el hotel Embajador, más que nada por el precio. Por veintisiete euros tenía habitación más desayuno.
Llegó allí en menos de cinco minutos y otros cinco minutos después estaba instalada en la habitación, que era bastante peor que en la foto de la web de reservas. El suelo era de terrazo moteado como la piel de un dálmata y estaba frío como una pista de patinaje. Las paredes blancas, de gotelé. No había ni un solo cuadro. El cabecero de la cama, la mesita de noche y un pequeño escritorio con una silla parecían sacados de un hogar de los años sesenta. Carla supuso que no habrían renovado el mobiliario desde que construyeron el hotel, lo que la hizo temer por el estado de la cama. Palpó el colchón con la mano y se confirmaron sus peores sospechas. El colchón estaba lleno de bultos. Parecía un saco de bolas de algodón. Se fijó en que la colcha estaba llena de sombras oscuras y de manchas sin limpiar del todo. La idea de pasar allí la noche supuso una nueva losa para su ánimo.
Ni siquiera había traído equipaje, solo tenía aquel estúpido bote de champú que había comprado en el supermercado. «Por lo menos puedo lavarme el pelo», se dijo con ironía.
Se dio cuenta de que echaba mucho de menos a su hijo Aarón. Con Aarón aquello hubiese resultado divertido. Bromearían y reirían sobre las condiciones de la habitación.
Entonces pensó en su hermano, en que tenía que tomar una decisión sobre si debía autorizar que lo desconectasen de las máquinas o no…
Al igual que cuando escribes algo, lo dejas a medias y destrozas el papel, Carla no permitió que el pensamiento se formara en su mente en toda su complejidad. Se concentró en el movimiento de su pecho, subiendo y bajando lentamente, metiendo y sacando el aire de sus pulmones.
El teléfono empezó a sonar. Era Elsa, la editora de su libro. Tenía montones de llamadas perdidas de ella y del abogado. Hasta entonces había estado ignorando todas sus llamadas. No tenía fuerzas para hablar con ellos.
Miró el reloj. Tenía aún casi dos horas por delante hasta que Alicia Roca saliese del trabajo. Decidió contestar.
—Carla, por fin contestas. Te he estado llamando —dijo la editora en una ráfaga. Su voz sonaba nerviosa, cargada de ansiedad.
—Lo siento —respondió escueta. Carla no sabía qué más podía decir.
—Me hago cargo de lo que estás pasando, pero tenemos un asunto judicial entre manos que no podemos eludir. El juez ha admitido la querella. Habrá juicio.
—¿Qué?
—Como lo oyes. Van a por nosotros. Y seguramente quieren que este juicio se convierta en un aviso para otros medios críticos. Tenemos que preparar muy bien nuestra defensa o nos van a joder bien.
—¿Y qué… qué puedo hacer yo?
—Mi abogado quiere hablar contigo cuanto antes. ¿Qué te parece mañana a primera hora?
—Imposible. Estoy fuera de Madrid.
—Carla, no puedes esconderte. Tenemos que darlo todo para enfrentarnos a esa gente. Llámame en cuanto vuelvas a Madrid.
La editora colgó. Lágrimas de rabia afloraron a los ojos de Carla. Tenía la impresión de que estaba decepcionando profundamente a todos los que la rodeaban. Era un sentimiento contradictorio, como si tirasen de su cuerpo desde varias direcciones a la vez. Sentía la imperiosa urgencia de echar a correr y a la vez de permanecer inmóvil.
Dejó caer el teléfono sobre la cama y después se dejó caer ella misma. El colchón era demasiado blando y desigual, aunque estaba tan cansada que se hubiera dormido en un lecho de piedras. Clavó la mirada en el techo, blanco como la mente de un cadáver. La habitación daba vueltas a su alrededor.
Era extraño. En los últimos días tenía la sensación de que su ser, eso que consideraba su yo aquí y ahora, no era más que algo que se había desprendido de otra cosa más grande. Como si su alma se hubiese dividido en dos y ella se hubiese quedado con la parte más débil. En algún lugar su vida tal y como la conocía hasta hacía poco proseguía su curso, un camino que quizá la llevaba a la felicidad en un mundo en el que su hermano se encontraba sano y salvo, un mundo donde Aarón acabaría volviendo, un mundo en el que su hijo la perdonaría, en el que haría las paces con él y consigo misma.
Echaba de menos a su hijo Aarón. Tal vez no debería haberle dicho que se marchara.
Tal vez…
Puede que se durmiera debido al cansancio extremo, físico y emocional, puede que simplemente se dejara llevar por el estado febril en el que se encontraba: se mezclaron sueños con pensamientos. Se olvidó de quién era y dónde estaba, yendo a lo simple de las cosas, fascinada por la horizontalidad de su cuerpo sobre aquella cama, el peso de sus piernas, la presión de su cabeza sobre la almohada, saltando de un pensamiento a otro, mezclando el pasado con un futuro en el que su hermano Isaac y su hijo Aarón vivían felices, juntos, y ella estaba…
Se puso en pie de un salto sacudida por una convulsión que le nacía del pecho. La visión de la habitación de aquel hotelucho no ayudaba a disipar la sensación de irrealidad que la envolvía. Miró el reloj. Eran las nueve y diez. ¡Mierda! ¡Se había quedado dormida!
Había planeado ir a encontrarse con Alicia a la salida del supermercado a las nueve en punto. Ahora tendría que ir a su casa a una hora cada vez más inhóspita. Agarró su bolso, el maletín con su ordenador portátil y salió a la calle. La iluminación de Almería era tristemente exigua y, a pesar de que había dejado de llover, el movimiento de personas o coches era escaso. En el aire flotaba un silencio extraño. Tardó unos segundos en darse cuenta de que lo que echaba de menos era el rumor omnipresente del tráfico en Madrid.
Carla condujo hasta La Cañada de San Urbano, la barriada de las afueras de Almería donde vivía Alicia Roca. Aparcó junto a la entrada de su casa. La farola que iluminaba aquel tramo de calle estaba fundida y todo se encontraba sumergido en la penumbra. El viento soplaba con fuerza. La ventana de la planta baja estaba iluminada.
Carla se bajó del coche y fue hasta la entrada abrazándose a sí misma para protegerse del viento húmedo. Llevaba solo unas horas en Almería y ya empezaba a odiar aquel viento que no daba tregua.
Allí seguía aquella montaña de neumáticos. En la oscuridad tenían un aspecto siniestro. Mientras los rodeaba para llamar a la puerta, Carla tuvo la fugaz impresión de que no solo estaba esquivando un puñado de neumáticos, sino que dejaba atrás su propia realidad, que se adentraba en un universo extraño donde las cosas ya no serían como las había conocido hasta entonces.
Meneó la cabeza para sacudirse aquellos pensamientos. Tenía un propósito y no cejaría hasta alcanzarlo. Llamó al timbre y aguardó.