21
Alicia
Era su segundo día en el supermercado y Alicia estaba sentada junto a la caja.
Fotos de la «desaparecidísima» Erica por todas partes. Junto a la caja, en los laterales de las repisas, en la puerta de la oficina del gilipollas del gerente.
«¿Has visto a esta chica?»
«¿Has visto a esta chica?»
«¿Has visto a esta chica?»
No había otro tema de conversación y Alicia parecía ser la única persona que no quería ni oír hablar de aquello.
—¿Tú la conocías, no? —le preguntó Emilia, la encargada de las cajeras, con la misma emoción que si le preguntase si conocía a un famoso de la televisión.
—Nunca crucé una palabra con ella —gruñó Alicia.
—Venga, vais al mismo instituto, ¿no? Seguro que la conocías —insistió Emilia.
—¡Pues no, no la conocía y me importa una mierda! ¡Déjame en paz!
—Jo, qué desagradable eres, chica.
No había muchos clientes y Emilia le daba conversación para matar el tiempo, aunque de lo último que quería hablar Alicia era de la maldita Erica. Si es que estaba segura de que Erica se había fugado con algún tío y que tarde o temprano aparecería dándose importancia. Desde luego, si Erica quería convertirse en el centro de atención, lo había conseguido.
Alicia pensó que quizá debería hacer lo mismo: desaparecer durante un tiempo. ¿Y si ella también se fugaba? A lo mejor así todos empezaban a mirarla de otra forma. Se haría popular y podría aprovechar la fama para dar a conocer sus canciones. Simular un secuestro, un suicidio… Aunque entonces se le ocurrió que a lo mejor nadie la echaba de menos. Sería muy triste descubrir que no se formaba ningún revuelo si la desaparecida era Alicia, la chica gordita que no le gustaba a nadie.
Su madre se habría quitado una pesada carga.
El señor T. respiraría aliviado, un problema menos.
¡Qué injusto!
Daban ganas de suicidarse. Mas no podía abandonar a su hermanito. Ella era la única que estaba haciendo algo por él. Ella era su única esperanza. Se aferró a esa idea para seguir adelante.
En ese momento llegó un cliente a la caja de Alicia. Era un chico joven que cargaba con una cesta repleta de botellas de vodka. Empezó a sacar las botellas y a dejarlas en la cinta. Era un chico guapísimo, de unos veinte años, alto y rubio, con un cuerpazo. Llevaba una cazadora de piel y vaqueros de diseño. Tenía el pelo largo recogido en una coleta y pendientes de aro en ambas orejas. Una llamativa cicatriz le cruzaba la ceja derecha, pero hasta eso era atractivo.
Cuando lo tuvo enfrente, Alicia se fijó en que el joven tenía las pupilas dilatadas como platos y la mirada vidriosa. Se movía como alguien que tiene dificultad para coordinar sus movimientos. ¡Menudo colocón que llevaba el tío! Estaba ciego de porros o de pastillas, o todo junto.
—Son ochenta y siete euros —informó Alicia cuando hubo pasado todas las botellas de vodka por el lector de infrarrojos de la caja.
—Erres muy guapa —dijo el chico mientras le tendía su tarjeta de crédito. Tenía un acento raro, como ruso.
—Y tú estás mal de la vista —respondió Alicia.
—En serrio, eres una chica preciosa —dijo con voz pastosa.
Jo, si el tío casi no se tenía en pie.
—¿Nunca te han ofrecido trabajarr como modelo? —preguntó—. Trabajo para una agencia muy importante. Yo podría abrirte muchas puertas.
—Ya imagino lo que tú quieres abrirme —replicó Alicia.
—Si quierres conocer a mis socios, ahora voy a una fiesta —insistió el joven—. Te estoy ofreciendo la oportunidad de triunfar.
—Anda, coge tu compra y lárgate con tu pedo. Hay clientes esperando.
—Está bien, tú te lo pierdes.
El joven agarró las bolsas y salió del supermercado tambaleándose. Alicia lo siguió con la mirada y vio que junto a la puerta le esperaba un coche.
Un Mercedes negro enorme, de cristales tintados, de los que no se ven a menudo por Almería.
Alicia sí que había visto antes un Mercedes como aquel. ¡En la puerta de su casa! Era el coche de Mario el Armario, el novio de su madre. Estaba segura.
Miró entornando los ojos a ver si era capaz de distinguir al conductor. Fue solo un segundo, o tal vez menos, pero cuando el joven abrió la puerta del coche para meterse dentro distinguió con total claridad al novio de su madre sentado al volante.
El coche se puso en marcha y desapareció.
¡Vaya! ¿Sería aquel chico el hijo de Mario el Armario? Su madre no había mencionado que tuviese hijos, aunque su madre no le había contado gran cosa de él. Ni siquiera sabía en qué trabajaba. Que era una especie de empresario o algo así. Lo raro era que el tío enviase a su hijo, colocado, a por un cargamento de vodka. Desde luego había algo raro en el novio de su madre.
¿Y había dicho realmente «trabajar como modelo»? Sentada tras la caja como estaba, no debía haberle visto el culo y las piernas. O a lo mejor estaba hablando de una modelo de tallas grandes el hijo de puta.
Pasaron un par de horas en las que atendió a unos veinte clientes, ignoró una llamada de su madre al móvil y, en los huecos sin clientes, escribió un folio por las dos caras con versos para usar en una futura canción. Fue entonces cuando se quedó mirando a un empleado que no había visto hasta entonces. Era un hombre muy alto que llevaba el uniforme del supermercado. Iba caminando por uno de los pasillos cerca de su caja. Miraba con mucha atención algo que llevaba en la mano.
Jo, era un tío guapísimo. No, no era un tío guapo, era un tío bello. Tenía un porte muy elegante, muy de caballero, como de película antigua. Una especie de Paul Newman mezclado con Clive Owen. Superaba claramente la altura de Mario el Armario y tenía músculos hasta en las cejas, aunque no parecía el típico culturista, parecía… el David de Miguel Ángel.
Luego estaban sus movimientos, la elegancia con la que caminaba, con pasos firmes y también… suaves…
Miró a su alrededor buscando cámaras de cine o algo similar, por si era un modelo y estaban grabando un anuncio de televisión. Pero no. Aquel tío trabajaba allí de verdad.
—¿No le habías visto hasta ahora? —preguntó Emilia.
—Pues no.
—Es un tío atractivo, ¿verdad? Lleva aquí unos meses, antes trabajaba en reparto, llevando pedidos a domicilio. El jefe lo ha dejado de reponedor de estanterías porque se follaba a todas las clientas. Mejor dicho, las clientas se lo follaban a él. Con todo lo bueno que está es un poco retrasado, tiene una minusvalía o algo así.
Aquel hombre tan guapo iba mirando fijamente algo que llevaba en la mano, una tarjeta o un carnet. Iba tan concentrado que tropezó y a punto estuvo de caerse de bruces. Se agarró a una estantería para mantener el equilibrio y volcó una pila de latas de conservas. Se armó un estruendo del demonio.
—Fíjate la que ha liado —dijo Emilia—. Ahí lo ves, tan guapo y es un tarado, es una lástima. —Meneó la cabeza con reprobación—. Tiene algún problema en el coco; según le he escuchado al jefe, dice que lo ha contratado porque coger minusválidos desgrava en Hacienda. El caso es que el tío no recuerda nada, ni siquiera sabe quién es, ni cuál es su verdadero nombre. Fíjate que se pasa el tiempo de descanso dando vueltas por el supermercado entre las estanterías. Da un poco de miedo, ¿no crees? Casi no habla con nadie, así que no te hagas muchas ilusiones con Max…
—¿De qué vas, tía? ¿Ilusiones?
—Si te lo estás comiendo con los ojos. —Emilia soltó una risita.
—Venga, no me fastidies.
En ese momento Alicia creyó, por error, que había escuchado la voz de su hermano.
Escuchó un grito infantil a lo lejos, en uno de los pasillos: «Bebidas y licores».
Era el mismo timbre de su hermano, la misma alegría contagiosa. Alicia esbozó una sonrisa. ¿Quién no sonreiría después de escuchar la risa de su hermano?
Sin duda era su hermanito. Su madre había ido al supermercado con David sentado en el carrito de la compra. David se lo estaría pasando en grande.
Sintió alivio de que su madre tuviese tiempo para hacer la compra, que hubiera venido precisamente al supermercado en el que trabajaba su hija y que, además, trajese a su hermano.
Los grititos jocosos se iban acercando hasta que se convirtieron en una enorme frustración cuando Alicia vio que no se trataba de su hermano, sino de un niño con síndrome de Down y ojos estrábicos, que babeaba profusamente por la boca mientras su madre tiraba de él miserablemente, como un prisionero que arrastra su bola, con un gesto de derrota y sufrimiento que llevaba tanto tiempo dibujado en su cara que parecía que se había fosilizado.
Alicia había confundido la voz de su hermano con la de un niño deficiente con una madre que vivía atormentada por su existencia.
Aquel niño inspiraba rechazo y compasión a partes iguales. No pudo evitar la idea de que su existencia era tan triste y sin sentido que no merecía la pena vivir una vida como la suya. Entonces Alicia comprendió que esos sentimientos no los inspiraba el propio niño, sino la actitud cansada y derrotada de su madre, y comprendió también lo injusto que era eso para aquel niño.
A lo mejor los demás veían a su hermano tal y como ella veía a ese niño y se compadecerían de su madre y de sus frustraciones, y pensarían que sus vidas eran tristes y sin sentido, tal y como lo pensarían de esta pobre señora gorda arrastrando a su hijo.
Con un nudo en la garganta, Alicia sintió repugnancia de sí misma por pensar así, seguida de un deseo de abrazar a aquel niño y consolar a su madre, seguido después de odio hacia el mundo entero. Una frase surgió en su mente como si se la estuvieran leyendo:
«Maldita sea, maldita sea mi vida, la parálisis cerebral de David, maldita sea la puta humanidad del primer al último hijo de puta».
—Jo, chica, menuda cara has puesto —dijo Emilia—. Eres una tía muy rara, ¿sabes?