IX

LAS MINAS DE VYROX

El sonido de los cuernos despertaba a los prisioneros poco antes de la aurora y a las notas lastimeras seguían de inmediato los golpes de los guardianes aporreando las puertas. Como venía haciendo desde hacia ya tres meses, Faros se esforzó por ponerse en pie, sintiendo la resistencia que oponía su cuerpo. A pesar de la fatiga con la que había caído en el lecho, no había conseguido dormir bien. Además de las chinches y la suciedad, el calor sofocante le impedía encontrar un poco de bienestar.

Aunque su vida estaba compuesta de fatiga y dolor constantes, Faros había ganado en fuerza y en astucia. La dureza de la tarea cotidiana había hecho desaparecer la blandura de su vientre y le había endurecido los músculos. Ahora se parecía más a su padre, en una versión más joven y más robusta.

El viejo mayordomo ofrecía todo un ejemplo del destino que aguarda a los que ven flaquear sus fuerzas. La tercera mañana de su prisión, el anciano fue incapaz de levantarse. Paug agarró al debilitado prisionero por el cuello, sin dejar de gritarle que se levantara para trabajar o se atuviera a las consecuencias. Al ver que la amenaza no surtía efecto, el Carnicero no quiso malgastar más palabras. Delante de todos, agarró al mayordomo por la cabeza y se la retorció hasta que oyeron el crujido del cuello.

Faros, que no había podido olvidar la escena después de todos aquellos meses, saltó de la litera. Otro prisionero, más lento, recibió un empujón de uno de los guardias. Japfin, con un gesto de piedad raro en él, lo ayudó a levantarse.

Uno a uno, todos los prisioneros, vestidos sólo con astrosos faldellines de lino y sandalias desgastadas, se alinearon delante de la primera de las dos puertas de madera del hediondo y tiznado edificio situado a la derecha del cuartel del comandante Krysus. Una vez formados, cada uno recibía un tazón. Los auxiliares de la cocina extraían de una enorme marmita de hierro abollada la dieta cotidiana: unas veces se trataba de una especie de gachas de avena pastosas, y otras, de una sustancia viscosa muy parecida a la anterior, hecha de cebada, trigo y otros cereales sobrantes.

Los prisioneros finalizaban la mezquina dieta antes de que los cuernos volvieran a sonar anunciando el comienzo de la jornada en las minas. En filas de treinta, eran cargados en carretas chirriantes con el techo de lona, donde se sentaban en dos largos bancos enfrentados. Para disuadirlos de saltar, las cadenas de los tobillos iban aseguradas a una gruesa barra de hierro en el centro de la plataforma.

Pocas veces brillaba el sol en aquellas tierras. El humo constante de los cráteres mantenía el cielo cubierto de gruesos nubarrones, y el viento incesante arrastraba una lluvia de ceniza que impregnaba todas las cosas.

Cerca de un kilómetro en dirección norte, había un campo destinado a las prisioneras. Hacia el este, perforando las cumbres y los volcanes, se veían las innumerables bocas de mina donde se afanaban la mayoría de los presos. Aunque muchas estaban clausuradas o sencillamente abandonadas por improductivas, quedaban aún más de cuarenta pozos activos.

La planta de elaboración se hallaba en el centro, entre los campos y las minas; allí, los equipos de mineros descargaban las carretas abiertas que transportaban el mineral. Después de separar los mejores materiales, especialmente la azurita y la malaquita, rica en cobre, comenzaba la abrumadora tarea de liberar los metales preciosos de la roca. Luego, el mineral se transportaba a otras instalaciones, en Nethosak, donde se refinaba para ser enviado a las cuatro esquinas del imperio.

Durante las cuatro primeras semanas, Faros trabajó reuniendo el mineral, empujando los pesados carretones cuadrados llenos de los trozos de roca que otros obreros arrojaban en ellos. Más tarde fue transferido a un pozo rico en cobre, donde Ulthar y él picaron una enorme veta de azurita.

Aquel día, en cambio, su grupo había sido asignado a un pozo peligrosamente próximo al volcán más activo. Para los guardias tenía sólo un número, el diecisiete, pero los prisioneros lo llamaban la Garganta de Argon.

La Garganta de Argon tenía fama de ser la mina más peligrosa por sus constantes vapores sulfúricos. Los mineros se veían obligados a taparse el hocico con trapos humedecidos. Cada dos horas se les permitía salir fuera de la mina, al aire relativamente fresco, pero a los cinco minutos los devolvían a la tarea.

Pero ni siquiera aquellas condiciones conseguían empañar el humor de Ulthar. Su pico golpeaba con más fuerza y mayor rapidez que ninguno. A veces murmuraba e incluso se animaba a cantar, como si la toxicidad de la atmósfera no lo afectara en absoluto.

«… pues la sangre me llama y mi sangre es el mar, por las cumbres más altas has de verme vagar, y muera en el desierto o en la feria de un castillo, a través de las aguas hallaré mi destino…».

Faros intentó sacar fuerzas de Ulthar. Había aprendido mucho del minotauro tatuado. Ulthar procedía de Zaar, una remota colonia insular que durante varias generaciones perdió el contacto con Mithas y Kothas. Abandonados a sus propios recursos, la población adquirió los hábitos de los dóciles nativos humanos. El arte del tatuaje, por ejemplo, era una costumbre de los nativos isleños.

—Mira éste de aquí —señalaba Ulthar durante uno de los raros descansos—. Un sol con un barco en el centro. El navío de mi padre, donde yo nací durante una travesía.

Luego, señalaba otro que tenía en el pecho.

—Este otro, el tridente con el cangrejo, de cuando maté al monstruo marino.

Ulthar no era el único prisionero procedente de tierras muy lejanas a Mithas y Kothas. Algunos llegaban de islas tan remotas como Gol o Quar. Uno de los que tiraban de los carretones, un quarniano de mediana edad, mostraba una cicatriz ceremonial a cada lado del hocico. Otros dos, de menor altura pero mayor intrepidez que el resto, poseían unos ojos verdes muy brillantes, el rasgo predominante en la isla boscosa de Thuum, en el confín suroriental del imperio.

Un golpe del látigo en el hombro arrancó a Faros un gemido de dolor. Un guardia lleno de tizne le gritó:

—¡Vuelve al trabajo o no tendrás descanso!

Faros descargó el pico con más fuerza. Hasta el momento habían encontrado poco mineral, pero los prisioneros no paraban de cavar en la ardiente montaña. El aire, denso y caliente, había matado ya a uno de ellos, y desde que se llevaron a rastras al desgraciado, los guardias presionaban aún más.

Delante de él, un grupo de trabajadores aseguraban el lugar con vigas más gruesas para evitar un derrumbamiento. El ruido de los martillos ahogaba el de los numerosos picos.

Con un esfuerzo heroico, habían limpiado a paladas el suelo del pozo con el fin de facilitar la maniobra de los carretones, porque cuando éstos se llenaban de mineral constituían una pesada carga incluso para los musculosos minotauros de más de dos metros.

El mineral se llevaba desde la boca de la mina a las carretas que lo aguardaban. Después de llenarlas hasta el borde, los prisioneros las arrastraban, vigilados por una escolta armada. Faros aún no conocía la planta de elaboración, pero, según Ulthar, más le valía mantenerse lejos, porque hasta la posibilidad de morir en la mina era preferible a la planta.

—¡Bek! —llamó uno de los guardias—. ¡Ven aquí!

Faros corrió hacia el guardia, que le entregó un cubo de agua y un cazo.

—Que cada uno tome un sorbo, nada más. ¿Entendido?

—Sí.

Faros comenzó a repartir el agua entre los prisioneros. Todos recibieron agradecidos lo que se les dio, aunque sus ojos suplicaban siempre más.

De pronto, se oyó mascullar a una voz conocida.

—Ven aquí con eso.

Al darse la vuelta, Faros descubrió a Paug. Considerando su tamaño, el Carnicero se movía con bastante discreción.

Paug cogió el cazo.

—No deberías… —La mirada silenció al joven minotauro. El Carnicero arrojó a un lado el cazo y, de un solo trago, consumió casi todo el contenido del cubo.

Sin decir palabra, Faros se dirigió al siguiente minero. Era Ulthar. En el cubo quedaba el agua justa para un sorbo más.

Ulthar se acercó el cubo a la boca. Se detuvo un momento, pero luego bebió con gusto mientras Faros lo contemplaba perplejo.

—¡Aaah! ¡Qué buena! Fresquita, ¿eh?

Cuando Faros asintió, resignado, él añadió:

—¡Gracias, Bek! Ahora tú.

Frunciendo el ceño, el joven prisionero inclinó el cubo.

El agua chapoteó en el fondo; prácticamente en la misma cantidad que había dejado Paug.

Faros levantó la mirada, pero Ulthar, que ya había vuelto a la tarea, murmuraba y se relamía de gusto. Se comportaba como si realmente se hubiera refrescado.

Faros inclinó el cubo con desesperación y dejó que el líquido corriera por su garganta. Ulthar continuaba pasando por alto sus esfuerzos por mirarlo a los ojos, incluso apartaba los suyos.

La jornada se alargaba de un modo insoportable. Faros entró en una especie de trance que mantenía su entendimiento en suspenso. Al menos así disminuía en parte el dolor.

La mina comenzó a temblar.

—¡Es una erupción! —se oyó gritar a alguien.

Las rocas del techo se partieron y arrojaron una lluvia de piedras sobre los asustados mineros. Uno de ellos, que no había huido a tiempo, fue alcanzado por un trozo de viga rota. Los guardias bloquearon el camino de los que intentaban escapar.

—¡No es una erupción! —gritó Ulthar—. ¡Espera! ¡Mira!

Cuando cesó el temblor quedaron estremecidos, aunque sanos y salvos. La mayoría tosía a causa de la densa polvareda que llenaba la exigua cámara.

Por fin, uno de los vigilantes ordenó que salieran todos. Faros y sus compañeros se movieron con toda la rapidez que permitían sus cadenas. Un oficial a caballo, con la melena desgreñada y el pelaje cubierto de polvo, llegó justo en el momento en que los trabajadores, faltos de aire, comenzaban a desmayarse.

—¿Hay bajas?

—Sólo una, señor. El temblor desplazó algunas rocas, pero nada más. Había demasiado polvo en el aire. Enseguida los devolveré al trabajo, se lo garantizo.

—¡No te preocupes de eso ahora! —El oficial hizo un inútil intento de quitarse el polvo de encima—. Reúne a los que aún tengan fuerzas. El dieciocho se ha derrumbado y parece que hay supervivientes.

—¡Sí! —el abrumado vigilante se giró—. Tú, tú y tú.

Faros, Ulthar Japfin se hallaban entre los elegidos.

Llegar al otro pozo, excavado en el extremo más lejano del cráter, requería una larga caminata por un sendero de pedruscos enormes. Delante de Faros otros prisioneros se abrían paso hacia el talud, andando a trompicones a causa de la irregularidad del suelo. A la derecha del sendero yacía, volcado, un carretón de madera, de los que se utilizaban para trasladar el metal, con uno de sus lados aplastado por pedruscos de gran tamaño.

Al acercarse, Faros y sus compañeros notaron que la boca del pozo estaba obstruida por un muro de escombros.

—Ahí no puede quedar nadie vivo —susurró Faros.

—Nadie —respondió Ulthar, con una expresión solemne que Faros desconocía—. Pero hay que confiar.

—¡Adelante! —gritó el oficial que los conducía—. Los de esas filas, ¡moveos!

La magnitud del derrumbamiento se hacía evidente por momentos. La devastación era absoluta.

Nadie esperaba encontrar supervivientes.

Sin embargo, trabajaban con frenesí. Faros excavó junto a Ulthar y Japfin hasta que encontraron el primer muerto.

El hedor se percibía incluso en aquella atmósfera sulfurosa. Primero fue una mano entre unas piedras removidas; luego salió a la luz el resto del macabro hallazgo. Tragando saliva, los minotauros renegaban entre dientes.

A juzgar por el faldellín y la espada que le colgaba a un costado, una de las víctimas era un guardia con el cráneo aplastado, absolutamente irreconocible. La escena conmocionó tanto a Faros que Ulthar tuvo que tomarlo por los hombros y alejarlo del cadáver despedazado.

El vigilante que había acudido a investigar el suceso demostró su sentido práctico recogiendo la espada del guardia muerto.

—Retirad este cuerpo inmediatamente.

Con cada avance descubrían un nuevo cadáver. Eran en gran parte prisioneros, pero aquí y allá un guardia pasaba a incrementar la lista de víctimas. Sin embargo, los trabajadores no se alegraban de encontrarlos, porque en la muerte todos los minotauros son iguales.

Mientras excavaba, Faros comenzó a sentir mareos ocasionales. Pronto cayó en la cuenta de que no era el único. Incluso Ulthar parecía ligeramente desorientado.

La figura tatuada olfateó el aire y le faltó poco para perder el equilibrio. Sacudió la cabeza.

—Malo. Muy malo.

—¿Qué sucede?

Ulthar tosió.

—El aliento de Argon. El aire letal. Te mata cuando lo respiras.

—¿Qué podemos hacer?

Ulthar se quedó con la palabra en la boca, atraído por un ruido distante y lastimero. Un gemido procedente del pozo en ruinas.

Faros y él miraron en derredor. Al parecer, nadie más lo había oído.

En ese momento se acercó un vigilante. Quiso decir algo, pero le atacó una tos incontrolable y echó a correr con una expresión de horror pintada en el rostro.

—¡Deprisa! —insistió Faros—. Hay que darse prisa.

—El aire es peligroso, Bek —susurró Ulthar, volviéndose—. Morirán antes de que lleguemos hasta ellos, y si nos quedamos también nosotros moriremos.

Faros lo miró fijamente, desolado, recordando la muerte de su propia familia.

—Ve tú, si quieres.

Ulthar vaciló, pero, finalmente, con un bufido de frustración, echó a andar hacia el pozo. Se abrieron paso redoblando el esfuerzo.

De nuevo se oyó un débil sonido procedente del interior del muro de cascotes.

—¡Ulthar! —gritó Faros—. ¿Has oído?

—¡Vamos! ¡Todos fuera! El pozo es una trampa mortal. Dejadlo todo y salid. No hay nada que hacer.

Los guardias obligaban a los prisioneros a retroceder, pero Ulthar y Faros continuaban adelante.

En eso apareció Paug sacudiendo el látigo.

—¿Habéis oído? ¡Moveos! ¿O queréis que utilice esto?

—Pero ahí dentro queda gente viva —insistió Faros.

Paug lo apartó de un empujón y aplicó el oído a la roca. Enseguida lo retiró.

—Yo no oigo nada. Están todos muertos —tosió—, y no me apetece hacerles compañía.

Y acabó con la indecisión de Faros por el expeditivo método de chasquear el látigo, cuya aguzada punta lo hizo tambalearse. Los mineros fueron abandonando poco a poco el pozo en ruinas empujados por el vigilante.

El oficial que los había llevado hasta allí se acercó a Paug.

—¿Son los últimos?

—Sí. Éste se ha resistido —dijo, señalando a Faros—. Creo que necesita un escarmiento.

—Luego nos ocuparemos de él. ¿Estaban todos los guardias?

Uno de los vigilantes respondió:

—No queda nadie vivo.

—¿Y los prisioneros?

—Faltan cinco cuerpos.

El minotauro a caballo asintió, satisfecho.

—No hace falta que perdamos más tiempo aquí. Que recojan los cuerpos de los guardias; los otros los quemaremos. Extenderé un informe.

—Pero ¡aún queda gente dentro! —exclamó Faros.

El oficial lanzó una mirada a Paug, que sacudió la cabeza.

—Haced lo que os he dicho. Guardias, ya conocéis las órdenes. Yo informaré al comandante. —Y desapareció al trote.

Paug y sus camaradas rodearon a los mineros para conducirlos a las chirriantes carretas.

Durante el camino de regreso, Faros masculló a Ulthar:

—Creí que iban a sacarlos a todos.

Japfin soltó un bufido burlón.

—¿De veras? Sólo querían cerciorarse de que no había guardias vivos —dijo inclinándose, con los ojos enrojecidos—. Lo que les sobra son mineros. Para ellos sólo vale su vida. Nosotros somos los despojos del imperio, y no merece la pena excavar para salvarnos.

Faros miró a Ulthar, que asentía, convencido.

El resto del camino guardaron silencio.

Redoblaron los tambores y se oyó la llamada. De aquellas tierras calurosas y llenas de rocas esparcidas surgieron centenares de ogros en dirección a las ruinas aún humeantes de lo que en otro tiempo fue una ciudad orgullosa, abandonada luego durante mucho tiempo a raíz de la rebelión de los elfos.

Eran seres bestiales de las montañas, dotados de enormes colmillos, que arrastraban sus mazas rematadas en un clavo mientras intentaban adaptar la vista a la luz solar de la planicie. Otros ogros de menor estatura, con las piernas arqueadas sostenidas por unos pies de gran tamaño, surgieron de las regiones arenosas. Eran musculosos, de cráneos redondos, sin mentón, y llevaban espadas curvas y dentadas y petos de bronce; en definitiva, guerreros de elite procedentes de Kernen, la sede del poder, que lanzaban feroces miradas en derredor.

Llegaban en cantidades desconocidas hasta entonces, señal de la importancia de la reunión, desde todas las esquinas de Kern. Algunos habían osado atravesar la peligrosa frontera de la enemiga Blode. Entraron en el derruido anfiteatro —una estructura de forma oval, construida con bloques de granito— divididos en grupos liderados por otros tantos caciques. Pronto, la acumulación de centenares de cuerpos sucios y plagados de piojos produjo un hedor capaz de ofender incluso el olfato embotado de los ogros, lo que contribuyó a tensar aún más los nervios.

Las enemistades antiguas tardan en morir, especialmente en el caso de los ogros; por eso, a medida que crecía el número de los feroces guerreros colmilludos, estallaban por todas partes los altercados y las luchas encarnizadas.

Dos bandos que acababan de entrar intercambiaban ya todo tipo de gruñidos. Uno de los ogros blandió una maza contra un rival bastante más corpulento que él, y éste respondió intentando aporrearle con su brutal arma. Segundos después, ambos se habían enzarzado en una batalla campal.

El ruido que causaban las mazas al chocar acompañaba los gritos bestiales que lanzaba la muchedumbre para que sus favoritos se emplearan con más violencia.

Las hirsutas figuras se golpeaban mutuamente. Una de ellas propinó a otra un golpe en un hombro que, de haberse tratado de un hombre o de un elfo, le habría partido algún hueso, pero en este caso sólo arrancó un breve gruñido de dolor a la víctima. Echando chispas por los ojos enrojecidos, el más fuerte de los dos ogros embistió a su enemigo, más alto que él, y ambos cayeron al sendero de piedras, luchando cuerpo a cuerpo, en medio de una gran polvareda.

Súbitamente, dos ogros de tamaño descomunal, empuñando sendas espadas, se abrieron paso entre la plebe vociferante, mientras que otros, armados de igual modo, trataban de contenerla. Al llegar al lugar donde se combatía comenzaron a dar patadas a los polvorientos contendientes. Detenida la pelea, los guardias les pusieron la punta de los pesados aceros en la garganta. Los dos rivales se levantaron y, cada cual por su lado, se reintegraron a sus respectivos grupos, acompañados de los gruñidos estridentes de uno de los guardias.

Por fin, separaron a los dos grupos y los obligaron a mantenerse distanciados. Los guardias tenían la misión nada envidiable de producir cuando menos una ilusión de orden. Les iba la cabeza en impedir que la reunión degenerara en un violento desbarajuste.

Continuaba el toque machacón de los tambores. Habían colocado no menos de cien alrededor de lo que en otro tiempo fue un elegante corredor en lo alto del anfiteatro. A los ogros les hervía la sangre con aquel ritmo que hablaba de conquistas y victorias, pues si bien era cierto que no mandaban sobre otra raza desde varias generaciones atrás, el sueño nunca moría.

Por eso habían acudido en masa a pesar de que los Caballeros de Neraka venían pisándoles los talones.

La horda rugía su impaciencia bajo las columnas solitarias y agrietadas, sostén en otro tiempo del amplio techo que albergó las glorias de la antigua raza de los ogros, una estirpe de cuya belleza y perfección no quedaba el menor rastro en sus bárbaros descendientes. Ellos habían acudido a la convocatoria, ¿dónde estaba, entonces, aquél que había requerido su presencia?

En pleno aumento de los redobles, una figura cubierta por una capa ascendió las gradas del fondo oriental, la misma plataforma de mármol que durante muchos siglos sirvió para que los ilustrados gobernantes de los ogros saludaran a sus súbditos. Sólo su atuendo, entre todos los presentes, recordaba vagamente el de sus ancestros, y sólo su imagen conservaba algo de los seres prodigiosos cuyas estatuas, deterioradas por el tiempo, yacían esparcidas por toda la ciudad perdida.

Sólo el rostro de la figura de la capa parecía haber olvidado aquella última derrota a manos de los Caballeros que permanecía fresca en la memoria de todos. Levantando el puño, lanzó un rugido fuerte y prolongado. Aunque sus facciones eran menos monstruosas y su figura mucho más grácil que la de sus congéneres, sus alaridos fueron tan espantosos que se superpusieron a los tambores y a los gritos de la multitud.

Se había servido de la discutible autoridad del Gran Kan, gobernante simbólico de Kern, para reunirlos a todos, incluso a los procedentes de la odiada Blode, pero sólo su reputación los había animado a realizar el viaje en un momento tan peligroso. Ningún frente podía permitirse el lujo de prescindir de guerreros cuando los Caballeros se dedicaban a matar ogros a diestro y siniestro. Una reunión como aquélla restaba unas fuerzas preciosas a los flancos.

Pero habían acudido por él.

El sol se cernía sobre las cabezas en el ardiente anfiteatro; sin embargo, el emisario del Gran Kan no daba muestras de incomodidad dentro de su voluminosa capa. Volvió a rugir para sus congéneres en la bárbara lengua popular que se empleaba para arengar a los guerreros de su raza. La moral menguaba un poco cada día, con cada matanza. Los ogros, cuya norma era recurrir a la furia salvaje y a la fuerza bruta para matar o someter a sus enemigos, se sentían desorientados y confundidos ante los ataques medidos y organizados de los humanos. Los Caballeros les demostraban a diario que el imperio ogro era sólo una fantasía; el sueño de un tiempo perdido, tan antiguo y tan agónico como la ciudad que circundaba a la asamblea.

El ritmo de los tambores cambió para acentuar sus palabras, que sonaban como el agua fresca de un arroyo. Cada guerrero presente sentía que los latidos de su corazón se ajustaban a la cadencia. Incluso los que no se conmovían con las ideas de aquel curioso ogro se sintieron arrastrados por la emoción de los demás.

—¡Garok lytos hessag! —gritó, apuntando en la dirección de Neraka. Sin dejar de rugir, los ogros golpearon con sus mazas o con las puntas de sus picas las gradas del anfiteatro. Varios guerreros, situados a ambos lados de la estructura, hicieron sonar unos cuernos de cabra curvados que emitieron unas notas broncas y siniestras; el aviso simbólico de los ogros a todos aquéllos que desde Neraka osaran invadir sus tierras.

El emisario mostró sus dientes afilados y señaló hacia el este con un ademán que, para su estirpe, significaba el mar y todo lo que éste encerraba.

—¡Queego! ¡Garoon teka ki! ¡Garoon teka… Uruv Suurt!

Un rugido de protesta se elevó entre los asistentes. Varios caciques se pusieron en pie para blandir sus mazas de guerra en respuesta a las audaces palabras. Algunos se dispusieron a marcharse, seguidos de sus séquitos. Los que aún permanecían sentados repetían las últimas palabras, cada vez con mayor vehemencia.

—Uruv Suurt…, Uruv Suurt…

Uruv Suurt. Pocas eran las palabras de la antigua lengua de los ogros que habían logrado sobrevivir al paso de los siglos, pero estas dos habían pertenecido al mermado léxico desde el principio. Uruv Suurt significaba, en su idioma, «minotauro».

El orador de la capa hizo un ademán a los guardias. De inmediato, un grupo de guerreros leales bloqueó las salidas para impedir que los clanes abandonaran el anfiteatro y obligarlos a volver a sus puestos con amenazas.

Muchos obedecieron, pero una de las grandes facciones se negó. Su jefe, un enorme monstruo gris, lanzó un rugido de cólera a los guardias y con una maza tan gruesa como su brazo propinó un golpe en la cabeza al que tenía a su alcance.

Se renovaron los aullidos. Los aliados del sanguinario rebelde se pusieron de su parte; otros, sin embargo, se aprestaron a ventilar viejos agravios con ellos, y en la antigua arena estalló una batalla campal que acabó con toda apariencia de orden.

Por encima del caos, el emisario imperial chasqueó los dedos rápidamente. Uno de los guardias levantó un cuerno y tocó tres notas. Debajo de él, la plebe apenas percibió la urgente llamada.

De pronto, los guardias que bloqueaban las entradas se hicieron a un lado. Los otros ogros se asomaron por los espacios abiertos y retrocedieron con gritos de sorpresa y consternación.

Sacando la lengua con rápidos movimientos, irrumpieron en el anfiteatro varios reptiles de grandes proporciones. Sus pupilas rojas e inhumanas arrojaban chispas de cólera. Uno de los asombrados ogros lanzó un grito impresionante: tras clavarle los terribles dientes en la pierna, la enorme mandíbula forcejeaba con él en el suelo. El lagarto, un merodraco del tamaño de un caballo, le despedazó el pecho con sus garras de veinte centímetros.

Los guardias, con los látigos y las traillas, empujaban hacia adelante a los merodracos, tratando de restaurar el orden a su manera brutal. Naturalmente, la batalla campal de la arena había cesado. Sólo se mantenían, desafiadores, el primer cacique y los suyos.

Con la maza chorreando sangre, miró fijamente a la figura pulcramente vestida y le gritó:

—¡Neya! ¡Neya Uruv Suurt fenri! ¡Uruv Suurt hela barom! ¡Neya Uruv Suurt!

Sacudiendo la cabeza, el pequeño ogro replicó con otro grito:

—¿Neya Uruv Suurt? ¡K’cha! F’han Uruv Suurt… ¡Garoki Uruv Suurt fenri! ¡F’han!

—¿F’han? —El cacique parpadeó; en el rostro de un ogro la perplejidad se traducía también en una expresión repulsiva.

—F’han.

En las graderías, un señor de la guerra contrario golpeó los escaños con el extremo de su maza. Su séquito recibió el mensaje, y el gesto se extendió por el ruinoso anfiteatro. Por encima del tremendo alboroto, se oían aquí y allá los gritos de ¡F’han!, ¡fhan!, ¡fhan!

Pero el primer cacique, dispuesto a no ceder, negaba con la cabeza:

—¡F’han bruut! ¡Bruut!

Se giró hacia la entrada, aún bloqueada por unos guardias impasibles y unos lagartos con las fauces llenas de saliva.

Desde las gradas, la figura de la capa hizo un ademán a los guardias para que se retiraran.

El cacique guió a su grupo hasta la salida, con gesto retador, entre las dentelladas de los merodracos. Un puñado de ogros descendió a toda velocidad de sus puestos para unirse a ellos. Desde su sitio, el ogro del atuendo elegante los siguió con la mirada hasta que desaparecieron por la puerta.

Quedaron los entregados a su causa. Los gritos de «fhan» se prolongaron hasta mucho después de la salida, armonizando con el sonido de los tambores, que habían comenzado a tocar de nuevo. La sangre de los ogros hervía y los antiguos apetitos volvían a despertarse.

Aprovechando el momento, el emisario hizo un ademán a uno de los guardias, que, a su vez, se inclinó hacia uno de sus camaradas situado muy por debajo de él.

Por la entrada oriental avanzaban penosamente dos guerreros empujando a una figura desgreñada y vencida. Era el único Caballero de Neraka capturado durante la última huida desordenada de los ogros; el único botín de una jornada por otra parte desastrosa. Nada quedaba de la reluciente armadura negra o de la expresión altiva. Con las piernas débiles, agarrándose el brazo derecho, el Caballero entró en la arena a trompicones. Vestía sólo el faldellín andrajoso que le habían puesto sus captores. Tenía el cuerpo cubierto de magulladuras.

Los ogros reiteraban sus aullidos al tiempo que blandían las mazas y aporreaban el suelo con los pies. A patadas, los guardias condujeron a la patética figura hasta el centro del anfiteatro, donde se mantuvieron vigilantes.

Los caciques y los señores de la guerra más fuertes y poderosos se levantaron de sus asientos para descender hasta la arena, pasando entre la multitud. Los merodracos silbaban e intentaban acercarse a ellos, pero sus cuidadores los redujeron al silencio haciendo restallar el látigo.

—¡Garok lytos hessag! —rugió el emisario de la capa, señalando al humano—. ¿Lytosf’han? ¿Lytosferak?

La respuesta de la plebe fue instantánea.

—¡F’han! ¡F’han!

Él asintió, satisfecho. Sonaron los cuernos.

Los jefes ogros formaron dos filas de doce individuos cada una, dejando un pasillo de dos metros entre una y otra. Se habían colocado alternándose, con un guerrero de cara al espacio que quedaba libre entre los que tenía enfrente. Aguardaban, con las mazas en alto.

Sonaron los tambores, y los guardias arrastraron a empujones al jadeante Caballero.

El primer ogro le propinó un golpe en el brazo herido con fuerza suficiente para hacerlo tambalearse sin llegar a matarlo.

Pero al intentar alejarse de su atacante, el Caballero recibió otro golpe del primero de la fila opuesta. El grito humano se confundió con un crujido audible cuando la maza del ogro chocó contra su brazo a la altura del codo.

Uno a uno, los caciques golpearon al prisionero hasta dejarlo reducido a un amasijo de huesos rotos. Cuando él vacilaba, lo enviaban de un golpe hasta el siguiente guerrero, y si caía al suelo, lo aguijoneaban con las lanzas para obligarlo a continuar.

Se trataba de un ritual antiguo, con el que se pretendía expresar la superioridad de la raza de los ogros sobre sus enemigos. El sacrificio de un prisionero equivalía a extender la fuerza y la gloria al resto de la comunidad, y era además una promesa de buena suerte en la futura batalla.

Todos y cada uno de los caciques cuidaban la puntería para golpear allí donde aún no había tocado nadie. Al acercarse al final del horrendo pasillo le habían partido las ennegrecidas piernas y sólo le quedaba un brazo sano. El pecho y la espalda estaban también negros y llenos de señales; y, al toser, escupía sangre. Finalmente, cuando sus verdugos terminaron con él, quedó tendido en el polvo, respirando penosamente, con los pulmones destrozados.

Los ogros se apartaron, y aquél que los había convocado descendió las gradas y se acercó al despojo humano. Uno de los guardias le alargó una maza. La ágil figura dio unos pasos hasta situarse delante del moribundo.

Mostrando los dientes, el emisario le partió el cráneo de un golpe.

La muchedumbre bramaba «¡F’han! ¡F’han!». Los tambores redoblaron su ritmo, haciendo latir con violencia la sangre de los ogros. Los caciques de la arena saludaban al emisario.

La figura retrocedió con la intención de que todos pudieran contemplar el cuerpo destrozado e inerte. Luego, satisfecho de que la escena hubiera favorecido sus propósitos, hizo un ademán a uno de los cuidadores para que aflojara las correas de los reptiles.

Enloquecidos por el olor a sangre fresca, los dos merodracos se lanzaron hacia el cadáver. Los ogros retrocedieron, dispuestos a contemplar el espectáculo con cierta prevención.

Los grandes lagartos se apresuraron a despedazar el cuerpo del Caballero, y pronto lo dejaron reducido a un amasijo aún menos reconocible que el anterior. Los ogros prorrumpían en gritos entusiastas.

Apenas habían terminado su festín los reptiles salvajes cuando el ogro de la capa vio aproximarse a un presuroso mensajero. Dando la espalda al sangriento espectáculo se dirigió al recién llegado para tomar el pergamino de piel de cabra que aquél traía en la mano.

Se alejó unos pasos del grupo y estudió el contenido de las palabras escritas en común por una mano cuyo origen no era ogro.

Una sonrisa depredadora cruzó sus facciones, borrando de ellas hasta el último indicio de civilización. La satisfacción le obligó a entrecerrar los ojos.

—¡Sí! —gruñó—. Está hecho. —Y volviéndose hacia el este, imaginó en su interior un reino insular más allá del horizonte—. Sí. Ven Uruv Suurt, ven. Ven a mí.