XIX
DESCUBIERTOS
Los aprendices ya habían acabado su jornada de trabajo en la tonelería situada en el límite norte de la ciudad imperial. Sólo quedaba Zornal, el maestro tonelero, que vivía encima del taller. Además de su delgadez, el minotauro, de pelaje marrón oscuro, tenía una quijada tan pronunciada que, según el parecer de muchos, le confería una apariencia definitivamente canina.
Zornal corrió el cerrojo de la puerta de entrada y se dirigió a la mesa de trabajo más cercana. Allí, echó una ojeada a la realización de sus últimos encargos. A causa de su extrema impaciencia, los minotauros jóvenes trabajaban la madera como si se pelearan con ella. Eran incapaces de admirar su fuerza, por eso la trataban con excesiva familiaridad.
Apagaba los candiles, cuando oyó unos golpes quedos en la puerta. Limpiándose las manos en el mandil, dijo en voz alta:
—¡Un momento! ¡Un momento!
Volvió a encender el candil que estaba junto a la puerta, descorrió el cerrojo y abrió.
Se dio de bruces con una figura maciza que lo empujó dentro del taller.
Detrás de éste, se introdujo otro intruso, que inmediatamente apagó la luz.
Consternado, Zornal comprobó la existencia de un tercero, que enseguida cerró la puerta tras de sí, cerrojo incluido.
—¡Dejadme en paz! ¡Pertenezco a la casa de Arun! Estáis asaltando a un buen ciudadano del imperio. La Guardia del Estado os cortará la cabeza.
—No me cabe duda de que apreciarían la mía —subrayó el que había chocado con él—, pero ¿serías capaz de entregársela, Zornal?
—Conozco esa voz —barbotó el tonelero—. ¿Rahm?
—Sí, maese Zornal, pero te suplico que bajes la voz.
—Claro que sí, claro que sí —respondió el tonelero en un tono más quedo—. Pasemos al fondo para charlar sin peligro. ¿Habéis comido?
—Nada, desde hace tiempo —admitió Rahm.
—Entonces, venid. Todavía puedo alimentar a tres viajeros agotados y hambrientos.
Se sentaron en la parte de atrás, a una mesa baja en la que comían los aprendices, y, entre cerveza y bocados de cabra, el general expuso la situación. Zornal escuchó atentamente, sin interrumpir ni una sola vez hasta que Rahm hubo acabado.
—¡No regresaríais jamás! ¿Asesinar al emperador sin más fuerzas que las vuestras? Mejor sería esperar a reunir un ejército que os respalde. Comprendo vuestras razones para querer a Hotak muerto, e incluso las comparto, pero sed razonables.
—Hemos expuesto muchas vidas para llegar hasta aquí, Zornal. No cejaré en mi empeño. No, mientras viva el usurpador.
Con las orejas gachas, el tonelero lanzó un suspiro.
—Muy bien. Quizás estoy loco, pero haré lo posible por ayudaros. No simpatizo con el nuevo emperador. Por su culpa he perdido más de un buen cliente.
—Esperaba tu ayuda, por eso he venido hasta aquí. —Rahm observó la fila de toneles—. Por lo que veo, aún te quedan bastantes clientes. ¿Está el trono imperial entre ellos?
—Sí, vendemos el trono. Siempre lo hemos vendido. Mi padre y el padre de mi padre. Resultaría extraño, por no decir imprudente y peligroso, que dejara de hacerlo ahora.
—Así pues, aún tienes acceso a ciertas zonas de palacio.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Enderezando su única oreja sana, un Rahm pensativo clavó la mirada en la oscuridad.
Llegó la mañana. Al dar las siete, los aprendices se hallaban ya en sus puestos, con los martillos y las otras herramientas en la mano, listos para comenzar la jornada. Quas, el capataz, un robusto minotauro con una pelambre de color fango muy enmarañada y unos cuernos gruesos y despuntados, dirigía la distribución de los materiales. Observaba a los obreros de pie, sosteniendo en la boca una pipa que dibujaba una curva ligeramente descendente, de las que gustaban a los marineros, aunque su pipa era el único contacto que Quas había mantenido jamás con el mar.
Maese Zornal se acercó a su primo.
—Quas, necesito que vengas arriba un momento.
El capataz se quitó el mandil de trabajo para acompañarlo, pero mantuvo la pipa en la boca.
Al llegar arriba, el tonelero señaló las habitaciones vacías. Quas se detuvo y, quitándose la pipa de la boca, manifestó su curiosidad.
—Ahí. —Zornal indicó una de las habitaciones.
Con ciertas reservas, el capataz se decidió a entrar, pero al ver las dos figuras que estaban ante él, se dio la vuelta, decidido a salir, dejando tras de sí una fina estela de humo.
Tovok, que se hallaba detrás de la puerta, la cerró de golpe para impedirle la salida.
—Tranquilo, primo. Se trata de amigos.
—Zornal, éste…, éste es el general Rahm Es-Hestos.
—Así pues, no necesito presentarme —subrayó el minotauro de menor altura.
—¡Zornal! ¿Cuánto hace que…?
—Sólo desde anoche. Buscan ayuda.
Quas tragó saliva para recobrarse de la impresión. Volvió a ponerse el extremo de la pipa de arcilla en la boca y, finalmente, con una expresión tranquila, dijo:
—¡Por supuesto! El honor de nuestro clan no permitiría otra cosa. Perdonad, general. Dijeron que habíais huido al extranjero.
Rahm y sus compañeros habían dormido en el suelo de la habitación utilizando una mantas de lana. El tonelero les había procurado también varios arcones de cedro para que se sentaran. Rahm ofreció asiento a los dos primos.
Zornal aceptó, pero Quas prefirió permanecer de pie. Aunque trataba de aparentar tranquilidad, se le notaba el nerviosismo. No paraba de echar bocanadas de humo, como si quisiera llenar la habitación con una gran nube.
—Tu primo habla bien de ti —comenzó el general—. Según parece, tiene la intención de dejarte la tonelería en herencia.
—Si soy digno de ella.
En los ojos negros y algo hinchados del capataz se produjo un destello. A pesar de la humildad de sus palabras, era evidente que disfrutaba oyendo hablar de su buena fortuna.
—También nos ha dicho que haces negocios con el trono, y que incluso entras en palacio algunas veces.
—Sí, pero sólo a las cocinas. Maese Zornal tiene un acuerdo con Detrius, el mercader. Nosotros ponemos los toneles, él pone el trigo, y yo se lo entrego a una prima nuestra que se encarga de las cocinas.
El general Rahm acariciaba su anillo.
—Mejor que mejor. Parece que los antiguos dioses no nos pierden de vista. ¿Cuándo debes hacer la próxima entrega, Quas?
—Dentro de una semana.
—¿No podría ser un poco antes?
Zornal respondió por él.
—Olia, la encargada de las cocinas imperiales, pensará que estamos impacientes por el dinero, pero no habrá ningún problema.
—En concreto, ¿qué tenéis planeado? —preguntó el capataz.
Rahm señaló el ángulo más lejano de la habitación, donde habían colocado uno de los grandes toneles de maese Zornal.
—Esta vez llevarás varios toneles más, y, por tanto, necesitarás ayuda. Diles que Detrius les envía más trigo porque se ha dado cuenta que cobró de más en la entrega anterior.
—Vos mismo planeáis entrar en el palacio dentro de uno de ellos, ¿verdad?
El rostro de Rahm adoptó una expresión tétrica.
—Es mejor que lo ignores.
—Un plan atrevido. —Quas manoseaba la pipa.
—Quizás.
Una voz que llamó desde abajo sobresaltó a Rahm y a sus compañeros, pero el maestro tonelero sacudió la cabeza.
—Es uno de los aprendices. Volvamos al trabajo, Quas. En cuanto a vosotros, general, me ocuparé de que comáis algo, más tarde.
—Gracias, Zornal. Ya ti también, Quas.
El capataz negó con la cabeza, pero aún se sentía perplejo.
—Un plan atrevido.
La mañana dio paso a la tarde. Quas se quedó a trabajar con Zornal en los toneles. Aunque el trabajo cundió, no acabaron hasta bien entrada la noche.
Quas dijo con voz quejumbrosa:
—Tengo que irme, primo.
—Ve. Te lo agradezco mucho.
—Yo también —añadió Rahm quedamente.
Cuando Quas se fue, Zornal condujo a los demás escaleras arriba. El maestro tonelero les deseó buenas noches antes de retirarse a sus habitaciones.
La cercanía de su objetivo impidió a Rahm conciliar el sueño. Estuvo varias horas tendido en la cama, contemplando el techo, y luego se levantó en silencio, con una ligera inquietud dentro de sí. De la habitación de Azak llegaba el ruido de sus ronquidos, pero ni el capitán ni el joven Tovok se movían.
Movido por una repentina necesidad de mirar afuera, el general se acercó a la única ventana de la habitación, pero las tinieblas sólo permitían ver las sombras de los edificios en una calle iluminada por un candil medio apagado. Hacia el sur se percibía la tenue aura que irradiaba uno de los barrios de la ciudad.
De pronto, la oscilación de una llama captó su atención, y Rahm vio a un minotauro solo y, al parecer, muy interesado en el negocio de maese Zornal. A la pálida luz de un candil, reconoció el rostro de Quas.
Alguien se agitó a espaldas de Rahm, y la voz de Azak siseó en su oreja:
—¿Algo va mal?
—Mira allí, antes de que se vaya.
—Se parece…, se parece a Quas.
—Es él.
—¿Qué hace aquí a estas horas? —preguntó Azak—. ¿Viene a ver a Zornal?
—¿Mientras el tonelero duerme profundamente?
Continuaron observando. Al principio, parecía que el capataz se había ido, pero Azak volvió a descubrirlo. Continuaba buscando algo.
—¡Allí! ¿Ves el pie? ¿Ves cómo asoma entre las sombras?
Pasados unos momentos, Quas se retiró. Ellos esperaron, pero el capataz no volvió a aparecer.
—¿Qué piensas, Rahm?
—Planea una traición.
—Pero una traición pondría en peligro a su propio primo.
—Sí, y también pondría en sus manos el negocio de maese Zornal. —Fuera, un movimiento llamó la atención del general—. ¡Espera! ¡Regresa!
En efecto, no sólo había regresado, sino que manifestaba la intención de entrar en la casa. De abajo llegó el suave chirrido de una puerta.
Los dos fugitivos se miraron.
—Tenemos que detenerlo —dijo Rahm—. Hay que descubrir sus intenciones.
Rahm se dirigió a la escalera. En el amplio taller se veía una luz muy tenue. Con un candil en la mano, Quas inspeccionaba los barriles como si buscara algo.
Rahm descendió con cuidado, llevando a Azak en los talones. Absorbido en su búsqueda, el capataz ni siquiera volvió la cabeza cuando el general se aproximó a él. Quas murmuró algo entre dientes al tiempo que asentía.
Cuando estuvo a dos pasos del capataz, Rahm lo aferró por un brazo.
Con un rugido de sorpresa, Quas arrojó el candil de aceite al rostro del general.
Las llamas lo rozaron peligrosamente, pero Rahm, obedeciendo su instinto, se echó hacia atrás, y el gesto lo salvó del afilado cuchillo que Quas había sacado del cinturón.
En vez de aprovechar su ventaja, Quas echó a correr hacia la puerta. Azak fue tras él, pero el capataz le arrojó el cuchillo y el capitán tuvo que ponerse a salvo.
Rahm saltó sobre la figura en retirada. Quas vaciló un momento y los dos chocaron. El candil cayó y, al estrellarse contra el suelo, el aceite derramado sirvió de alimento a las ávidas llamas.
A pesar de su tamaño, el capataz demostró ser un enemigo escurridizo. Dio un giro repentino que puso a Rahm a pocos centímetros del fuego.
Azak corrió a sofocar las llamas como mejor pudo. Entre tanto, Quas conseguía zafarse del general golpeándolo en la mandíbula, para luego apretarle la garganta con las manos callosas.
—Habéis perdido, general —le gritaba—. Habéis perdido la carrera y ahora vais a perder la vida.
—Y… tú… pierdes la herencia —logró mascullar Rahm.
Quas levantó la vista y, por vez primera, tuvo conciencia del fuego. Aprovechando el momento, el general Rahm le propinó un fuerte empujón y se deshizo de él. Quas no pudo dominar su propio impulso, rodó hacia un lado y estuvo a punto de chocar con Azak.
Las llamas prendieron en la pierna impregnada de aceite del capataz. Intentó apagarlas a manotazos, pero no consiguió más que • extenderlas al brazo. Resoplaba de miedo, intentando extinguir el fuego de su cuerpo. Luego, comenzó a gritar.
Rahm no podía salvarlo. El fuego hizo su trabajo sin demora. Quas se desplomó, con el cuerpo envuelto en llamas. Se retorció una vez, dos, y luego quedó inmóvil.
—¡Rahm! ¡Necesitamos tu ayuda!
El general corrió hacia el lugar donde el capitán Azak y un Tovok de mirada turbia intentaban extinguir otra parte de aquel infierno.
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado? —bramaba Zornal, descendiendo la escalera a toda prisa—. ¡Por mis ancestros!
Fuera, se oían voces.
—¡Arriba! —suplicó Zornal—. ¡Vamos!
—¡No podemos salir del taller! —dijo Rahm.
Al otro lado de la puerta, se afanaban en abrir el cerrojo.
—¡Deprisa! —ordenó el tonelero.
Con cierta reserva, los tres fugitivos ascendieron por la escalera. Momentos después, la casa se llenó de gritos.
—¡Más agua ahí! —rugía en la planta baja maese Zornal—. ¡Deprisa!
—Es demasiado tarde para éste —gritó alguien—. Está hecho cenizas.
—¿Quién es? —preguntó otra voz.
—¡Quas! —mugió Zornal—. Pobre muchacho, quería apagar las llamas pero prendieron en su ropa. No pude hacer nada. Murió enseguida.
Zornal y los otros continuaban luchando contra el fuego, pero cada vez que creían haber extinguido las llamas, éstas prendían de nuevo. Ai final, cuando consiguieron dominar la situación, había pasado casi una hora.
—Tirad todo lo que no pueda salvarse —dijo Zornal—. ¡Sacad todos los restos! Modron, te agradeceré que lleves el cuerpo de Quas a la casa de nuestro clan. El patriarca tendrá quien se ocupe de él.
Pasaron varios minutos de nerviosismo para los fugitivos antes de que Zornal volviera arriba. Rahm y los demás se habían retirado a su habitación, dispuestos a venderse caros si era preciso.
—Se han ido todos —tranquilizó a sus invitados—. Ha vuelto el orden.
—Lo siento por tu primo —dijo el general.
Con las orejas gachas, Zornal murmuró:
—Cuéntame lo sucedido.
El tonelero escuchó el relato con los ojos cerrados; después, asintió.
—Me doy cuenta —dijo—. Nunca lo consideré capaz de semejante traición. Perdóname, te lo pido de todo corazón.
—Yo también te pido perdón por el fuego, maese Zornal. Intentaremos resarcirte.
—El daño es reparable. Lo que me preocupa sois vosotros. No nos quedan muchas oportunidades. Mañana tendré preparada una carreta que os devuelva a Nethosak. Hay que olvidar esa locura del palacio y de Hotak.
—No —exclamó Rahm, clavando en el porfiado tonelero una mirada que lo obligó a bajar la cabeza—. Saca de aquí al capitán y a Tovok, pero yo no voy. Supongo que lo comprenderás.
—Yo no volveré sin ti, Rahm —replicó Azak.
—Antes de poneros a discutir —aconsejó su anfitrión—, pensad que ya no contáis con quien os lleve. Yo no puedo ocupar el puesto de Quas, y después de lo ocurrido, sería muy peligroso que otros supieran que estáis aquí.
Rahm asintió, con gesto preocupado.
—Tienes razón. Sugiero que dejemos el asunto para mañana. Sin un buen sueño, no se pueden hacer planes.
—Como quieras, entonces —aceptó Zornal, y luego desapareció para continuar con su limpieza.
Tovok y el capitán se durmieron enseguida, pero Rahm jugaba con el anillo pensando en el día siguiente. Por muchos obstáculos que le opusiera el destino, el general se había jurado tener la cabeza del usurpador.
O Hotak tendría la suya.