XII
GOLGREN
—¿Es ésta? —preguntó Kolot, examinando a distancia la traicionera cumbre. Se sacudió para desembarazarse del polvo—. Parece el pulgar agarrotado de un dragón. No me gustaría tener que ascenderla.
Uno de los dos guerreros que lo acompañaban consultó el pergamino que contenía las indicaciones.
—Sí, mi señor. No tiene pérdida. No hay que escalarla, pero sí dar un rodeo por la base para alcanzar nuestro destino.
—Eso me temía.
El inhóspito terreno de Kern, situado en dirección suroeste, dejaba en mantillas a las peores regiones de la Cordillera de Argon. El rocoso paisaje, formado por riscos escarpados y abruptas simas, no ofrecía ningún refugio de los rayos solares. Una bóveda de piedra excavada por algún fenómeno antiguo que presidía el sendero arrojaba grandes cúmulos de tierra, algunos de los cuales podrían haber aplastado la cabeza de un minotauro de cráneo duro.
Sólo un ogro podía encontrarse como en casa en semejante lugar. Al hijo menor de Hotak no le apetecía estar allí, pero Kern había accedido a hablar con la condición de que el emperador, en un acto de confianza, les enviara a un consanguíneo como negociador, y la tarea había recaído en Kolot. Hotak habría preferido enviar algo más que dos guardias sin armadura, pero se lo habían prohibido.
—No me gustan estas tierras —musitó Kolot—. Un poco más al sur y estaríamos en Blode.
—Ahora Kern y Blode son aliadas, mi señor —le recordó el más joven de sus dos escoltas.
Los dos reinos de los ogros habían arreglado sus diferencias para reunir fuerzas contra los Caballeros de Neraka, pues de no haber sido por la incursión de los humanos en ambas tierras, ellos habrían continuado destruyéndose entre sí hasta el final. Felizmente, el Gran Kan de Kern y el Gran Cacique de Blode acabaron con el antiguo derramamiento de sangre.
—Eran aliados según el último informe —replicó Kolot con un sonoro bufido—. Ahora podrían haber vuelto a las andadas. Mejor habría sido arreglar este asunto al nordeste, en la antigua Kernen —añadió, refiriéndose a la capital de los ogros—. Por lo menos habríamos visto bosques y ríos, y siempre es preferible soportar los enjambres de mosquitos sedientos de sangre que el acoso de las bandas de los ogros asilvestrados de Blode.
Los dos subordinados no respondieron, en parte porque sabían que las palabras del hijo de Hotak eran producto de la frustración, pero también porque no ignoraban que todo lo que acababa de decir era cierto.
Los minotauros continuaron cabalgando en la enorme monotonía del paisaje. El mediodía vino y pasó sin que mediaran más palabras entre el sofocado y exhausto trío.
Kolot se había detenido para beber agua y, al bajar la cantimplora, entrecerrando los ojos, estudió las formaciones dentadas que tenía delante.
Entre las altas colinas se destacaba una forma con dos piernas.
Kolot volvió a cerrar la cantimplora.
—Allí hay alguien.
De pronto, en una de las formaciones rocosas más cercanas, hizo aparición una figura de aspecto bestial que clavó en ellos sus ojos hundidos.
Según la leyenda, los minotauros y los ogros compartieron un ancestro común: el dorado Irda, pero a Kolot aquel ogro le parecía un engendro de humano desquiciado y oso feroz. La figura retaba a los minotauros mostrando sus dientes afilados, entre ellos, dos colmillos mellados que sobresalían del labio inferior. El rostro, ancho y aplastado, estaba contraído por una mirada de odio. Una maraña de pelo erizado y lleno de barro enmarcaba el terrorífico semblante.
—¡Deteneos! —gruñó el ogro, con la voz áspera de quien mastica piedras como si fueran azúcar. La criatura se agazapó en lo más alto de la formación rocosa, sin más atavíos que un faldellín tan andrajoso que sin duda se lo había arrebatado al cadáver de una de sus víctimas.
—¿Es ése nuestro aliado? —masculló uno de los guardias.
Un alud de rocas alertó a los minotauros.
Más de doce guerreros, no menos grotescos que el anterior, surgieron a su alrededor.
Kolot consiguió detener a sus compañeros, dispuestos a blandir las hachas.
—¡No! ¡Esperad!
Antes de que pudieran discutirle su cautela, un ogro muy distinto a todos los demás se unió al grupo.
Llevaba una capa de paño marrón, larga y bien cortada, sobre una elegante túnica de color verde hoja, también de buena factura, y un faldellín de cuero a juego con la túnica que bien podría haber sido confeccionado por un minotauro. Al contrario que los demás, que se sostenían sobre unos pies callosos y endurecidos, el recién llegado calzaba unas sandalias acolchadas y sujetas más arriba de los tobillos. Medio oculta por la amplia capa, se veía el extremo inferior de una brillante vaina de espada.
Aquel rostro llamó la atención de los minotauros por su escaso parecido con el de los otros monstruos que continuaban mirándolos fijamente. Era también ancho pero no tan aplastado, y la contundente nariz podía pasar por humana. Los dientes eran afilados pero no sobresalían, y de los colmillos se apreciaba sólo la punta.
—Te doy la bienvenida, hijo de Hotak —atronó el recién llegado casi con simpatía. Bajo las gruesas cejas, los almendrados ojos verdes miraban con precaución y astucia.
—Yo te la doy a ti, Gran Señor Golgren.
El aire les trajo un aroma de almizcle que hizo resoplar a uno de los guardias. Los ogros no solían oler a perfume, sino a sudor, a carne agria y a la suciedad acumulada durante toda una vida sin higiene; por el contrario, Golgren parecía recién bañado, y su leonina cabellera, negra y abundante, estaba bien cuidada.
—Jamás me había sentido un harapiento delante de un ogro —murmuró el más veterano de los guardias a su compañero más joven.
—Perdona mi ignorancia —dijo Kolot—, pero estaba convencido de que habíamos quedado allí —añadió, señalando la cumbre serrada.
—¿Sí? Un malentendido, quizá.
Nada de malentendidos. Kolot había interpretado bien las instrucciones, pero al ogro se le había ocurrido la sorpresa para tomar ventaja.
El minotauro de amplio tórax se encogió de hombros.
—Da igual este sitio que otro —dijo dando unas palmaditas a un zurrón grande de cuero amarrado a un lado de su silla—. Lo que tú deseas está aquí.
Golgren asintió. Kolot extrajo con cuidado los rollos de pergamino fuertemente sujetos con gruesas tiras de cuero y precintados con el sello de cera de Hotak.
Bastó una mirada de Golgren a uno de sus guerreros para que una figura bestial saltara desde las alturas donde se encaramaba y se acercara a Kolot sin soltar nunca la maza. El minotauro infló las aletas de la nariz cuando el ogro recogió la misiva. Al contrario que el emisario, este ogro olía de acuerdo con su aspecto.
Golgren se entretuvo en examinar la impresión de cerca.
—¡Ah, sí! —murmuró casi divertido—. El caballo.
Para sorpresa de los tres minotauros, dobló los pergaminos y, en vez de abrirlos, los puso a buen recaudo en su cinturón.
Kolot esbozó una leve sonrisa.
—Según mi padre, debías leerlos en el acto. ¿Otro malentendido?
A un gesto de Golgren, sus fuerzas se replegaron hacia las rocas. El Gran Señor de Kern sonrió:
—Habéis hecho un largo viaje, ¿verdad?
—En efecto, pero qué…
El ogro continuó:
—El mío no fue menos fácil. Los humanos de Neraka infestan todos los rincones de Kern…, incluida la propia Kernen, donde este humilde servidor comenzó su viaje.
Una vez más, Kolot intentó ir al grano.
—Golgren, ni siquiera has leído la oferta de mi padre.
—Os guiaré yo mismo, hijo de Hotak —continuó—. El camino hasta Blode es traicionero.
Dibujó una amplia sonrisa, mostrando una dentadura parecida a la de sus salvajes guerreros. Kolot se dio cuenta de que se había afilado los dientes para lograr aquellas puntas tan aguzadas.
—¿El camino hacia Blode? ¿Qué quieres decir, Golgren?
—Hay… ciertos cambios que deberíamos imprimir a nuestro rumbo, hijo de Hotak. Debemos entrar en Blode.
—No hemos venido para ayudaros a comenzar una guerra contra Blode.
El jefe de los ogros sonrió de un modo grosero, brutal.
—No planeamos una guerra, hijo de Hotak. Todo lo contrario. El glorioso Gran Kan desea que te entrevistes con Nagroch, lugarteniente del Gran Cacique de Blode. —La monstruosa sonrisa se amplió, haciéndose aún más bestial—. Nagroch firmará la alianza de Blode con nuestra causa…, eso si no nos mata antes, claro está.
La lista diaria de muertos no cesaba de crecer; casi todos a causa de la enfermedad pulmonar. Aunque se protegieran el hocico con trapos, la inhalación de polvo era continua. La mayoría de los esclavos, incapaces de soportar los castigos, acababan por desplomarse.
Y cuando la muerte se llevaba a un trabajador, los que estaban junto a él tenían que hacerse cargo del cuerpo. Paug eligió a Faros y a Ulthar para trasladar los cadáveres.
Aquel día trasladaban el cuerpo de un joven que había llegado a Vyrox dos semanas antes con una dolencia pulmonar. Los túneles sofocantes sólo habían acelerado su muerte.
Debían conducir el cadáver hasta la antigua planta de elaboración, donde varias generaciones habían excavado un profundísimo hoyo de cincuenta metros de diámetro que después habían rellenado de carbón de leña y varios combustibles más para separar el cobre y otros minerales de la roca. A raíz de un desprendimiento que destruyó toda la planta, se buscó un lugar más seguro para construir otra nueva; por eso la antigua zanja estaba ahora vacía.
El fondo, negro de hollín, era una superficie allanada por los muchos años de fuego. Las entrañas del foso mostraban los huesos carbonizados de los prisioneros muertos durante el trabajo.
—¡Arrojadlos allí! —gritó el Carnicero. Cráneos rotos, un tórax chamuscado, un variado montón de huesos calcinados… A Paug, el horrendo espectáculo de la mezcla de restos lo dejaba indiferente.
Ulthar masculló una plegaria. Faros oyó los nombres de los antiguos dioses del mar: Habbakuk, el Rey Pescador, y su volátil complemento, Zeboim, señora de las profundidades, oscura y siniestra.
Entre los dos arrojaron el cuerpo a la zanja negra. A medio camino se golpeó con la pared produciendo un ruido sordo, pero enseguida se precipitó al interior de aquel reino infernal.
—¡Vosotros! ¡Salvajes! Coged la mecha. —Paug miró a Faros—. Tú trae el aceite. Y date prisa.
Ulthar encendió un pequeño fuego mientras Faros vertía el aceite en el hoyo. Cuando hubo acabado quiso alejarse, pero Paug lo empujó para obligarlo a mirar dentro de la zanja.
La antorcha prendida que Ulthar había lanzado al aire describió un arco de llamas alegremente danzarinas por efecto del viento y luego, de repente, comenzó un descenso muy rápido.
Al entrar en contacto con el fondo impregnado de aceite se produjo una llamarada, y el fuego engulló el cuerpo. Todo el grupo, incluido Paug, tuvo que retirarse a causa de la intensidad del calor.
Faros miró a Ulthar y se dio cuenta de que el marinero tenía las manos firmemente entrelazadas. Otra vez, mascullaba una oración.
—¡Muy bien! —gritó el Carnicero—. Basta ya de recreo. Ahora, al trabajo.
El fuego se prolongaría hasta agotar el combustible, pero el recuerdo quemaría durante mucho más tiempo.
Al regresar, Faros notó que Ulthar continuaba farfullando. Desgranaba una lista de nombres, entre los que no faltaba el del joven que acababa de morir. Era una lista interminable.
—Ulthar —preguntó en voz queda—, ¿lo conocías?
—¿A Nilo? No —respondió—. Algo a Halrog. Y antes a Yarl. Y antes a Ilionus, a Gorsus, a Tremanion, a Kaj… conocí a Kaj y a Gorsus. Y antes a Urs.
—Pero ¿por qué?
El marinero mantuvo la vista fija en el irregular sendero.
—Los recuerdo.
Faros parpadeó, sorprendido.
—¿A todos ésos?
—Y a muchos más, desde que estoy aquí.
—¡Silencio! —Paug obsequió a Ulthar con una pequeña dosis de su látigo.
Volvieron a su excavación. Faros partió una roca cuyos fragmentos se dispersaron en todas direcciones, pero los pedruscos no procedían sólo de su trabajo, sino también del techo, de donde se desprendían por efecto del continuo golpear.
Faros picaba una y otra vez, sin darse tregua, una roca enorme, decidido a reducirla a cascotes.
Súbitamente, lo alarmó una especie de crujido. Se detuvo para mirar el techo.
Una lluvia de tierra se desplomó sobre él. La montaña rugió. Quiso pedir ayuda, pero el barro le tapaba la boca. Desesperado, se abrió paso como pudo hasta la entrada, aunque no veía nada y no estaba seguro de haber tomado la dirección adecuada.
Un trueno que hizo temblar el pozo lo tiró. Quiso levantarse pero se lo impidió el peso de la tierra desprendida. Derrotado, volvió a caer de rodillas, y se dejó enterrar por el barro y las piedras.
Unas manos fuertes lo cogieron por los brazos. Como no veía nada, intentó hablar, pero no logró más que toser y escupir.
—Agárralo por el otro brazo.
—No puedo… Ahora, ahora lo he cogido.
Eran dos figuras las que lo ponían en pie y lo sacaban a rastras de la Garganta de Argon. Afuera, hasta el aire abrasador de Vyrox resultaba agradable. Faros boqueó, aspirándolo con intensidad.
Cuando se le aclaró la vista distinguió a Ulthar y a Japfin.
—¿Qué…, qué ha ocurrido? ¿Otro temblor?
—No. Son los soportes, que no están bien colocados. Los muros son demasiado débiles para sujetarse entre sí; y no digamos el techo.
—Tendríamos que haber asegurado toda la zona antes de empezar —gruñó Japfin—, pero no podían esperar, ¿verdad?, había que cumplir el nuevo cupo.
—El cupo significa que mañana tendremos que deslomarnos nosotros —murmuró Ulthar.
Una sombra surgió a espaldas de Faros, que, al levantar la vista, descubrió el airado hocico de Paug.
—¿Ya respira bien? Nos estamos quedando atrás. Os quiero de regreso ahora mismo. ¿Habéis oído?
—Hemos oído —respondió Ulthar.
De vuelta al lugar del desplome, se unieron al resto de los trabajadores. Paug se retrasó para hablar con otro vigilante.
—Gracias, Ulthar —dijo Faros—. Aprecio que Japfin y tú me hayáis socorrido, pero quizá no debíais haber arriesgado vuestra propia vida.
Arrojando lejos una roca, Ulthar se encogió de hombros.
—Vi la posibilidad y la aproveché, esta vez, porque quizás a la próxima tendré que dejarte —resopló—. Además, ya tengo que recordar demasiados nombres, Bek.
Faros tomó una decisión repentina.
—Ulthar —le susurró mientras arrojaba otra roca—. Tengo que confesarte una cosa.
El otro prisionero lo miró sin suspender su tarea.
—¿Qué?
El joven minotauro dudó un instante. «Soy el sobrino de Chot —quiso soltar de repente—. Me llamo Faros Es-Kalin».
Pero no salió una palabra de su boca. De todos sus compañeros de Vyrox, Faros sólo podía confiar en el marinero.
Sin embargo, dejó escapar palabras muy distintas.
—Nada. No te preocupes.
Encogiéndose de hombros, Ulthar volvió a su tarea. Faros se detuvo un momento y enseñó los dientes en un gesto de frustración. Observó la espalda del otro prisionero durante unos segundos antes de reintegrarse a su trabajo, sumido en un amargo silencio.