XXVI
CATÁSTROFE
La columna montada entró a la carga en Vyrox con todos sus integrantes desplegados en perfecto orden. A la cabeza, una figura alta y esbelta, de pelaje oscuro, que apuntaba con el hacha en dirección a los prisioneros.
—¡Formar filas! —gritó Ulthar—. Somos más que ellos.
Obedientes, los presos se dispusieron en filas apretadas para hacer frente a los recién llegados. Otros procuraban mantener a raya a los últimos guardias y a los soldados de lady Maritia, que luchaban con renovada confianza.
Cuando los primeros jinetes de refresco cayeron sobre las líneas, los minotauros volvieron a gritar bajo las espadas y las hachas de combate que les traían la muerte. Se habían vuelto las tornas.
Uno de los presos, con el hombro abierto por una herida, cayó de rodillas y fue pateado por dos corpulentos corceles. Las hachas manejadas con veterana experiencia despacharon sin miramientos a otros dos prisioneros. Un jinete entusiasta ensartó por la garganta a otro prisionero que se había postrado de rodillas para rendirse.
Faros oyó gritos a su espalda. Maritia y su pequeño anfitrión se acercaban, empujando a las filas de la retaguardia contra los que trataban de contener la violenta embestida de los jinetes. Un prisionero malherido se desplomó en brazos de Faros. Mientras intentaba ponerlo a salvo, un guardia del campo cayó sobre él con la intención de herirlo en el pecho.
Furioso, Faros intercambió varios golpes con el centinela y logró herirlo en un brazo. Aunque éste perdió la espada, unos segundos de vacilación de su rival le dieron la oportunidad de huir.
Faros echó a correr tras él, pero fue a chocar con un minotauro que habría preferido no ver nunca más. Paug.
El rostro grotesco del capataz se iluminó al darse cuenta de quién tenía delante. Dando un fuerte bramido, el Carnicero atacó. El minotauro de menor estatura se echó hacia atrás a tiempo de evitar que lo partiera en dos. El arma de Paug se hundió en el polvo enviando una nube de cenizas irritantes al rostro de Faros. Éste, con los ojos llorosos, retrocedió aún más, intentando recuperarse.
—Quieto, bribón —tronó el capataz—. Te ha llegado la hora.
Trataba de herir a Faros en el pecho indefenso, cuando una hacha se estrelló contra el suyo, produciendo un fuerte crujido. Ulthar miraba al sádico guardián, bufando su desprecio.
—Sí —respondió, con un gruñido, al Carnicero. Te ha llegado la hora.
Apartó a Faros de un codazo. Paug y él intercambiaban golpes torpes e inútiles. El marinero no lograba sorprender la guardia de Paug, pero tampoco éste quebraba la experta defensa de su rival. Continuaron batiéndose, a la espera de una brecha, de un error fatal.
Faros habría querido ayudar a su amigo, pero en ese instante un jinete rompió la fila, dispuesto a acabar con él. El preso tuvo que apartarse, rodando, pero el jinete dio la vuelta al corcel para intentar un segundo golpe.
Esta vez, el soldado atacó a Faros con su hacha, que sólo consiguió esquivar el golpe a medias. La punta del arma lo hirió en un lado del hocico, obligándolo a morderse los labios para no gritar. Tratando de olvidar el sabor de su propia sangre, miró en derredor buscando a su adversario. El jinete había girado de nuevo.
Ante un golpe bajo del soldado, Faros tuvo que dejarse caer de espaldas. Sorprendido, su atacante erró el blanco y pasó sobre él, momento que Faros aprovechó para pinchar una de las patas traseras del animal. El caballo vaciló y perdió el equilibrio.
El jinete dio un brinco para no estrellarse junto con su montura. Faros cargó y, sosteniendo la espada con las dos manos, hirió al sorprendido soldado en el abdomen.
Ulthar y Paug continuaban su duelo particular, levantando nubes de ceniza del suelo. Ambos respiraban con dificultad y tenían los ojos enrojecidos. El choque de las cabezas de las hachas desprendía chispas. Luchaban al margen del resto, con la única compañía de los muertos, sin preocuparse de los cuerpos esparcidos a su alrededor.
Paug resbaló. Cayó sobre una rodilla mostrando los dientes. Ulthar volvió al ataque, aprovechando al fin una brecha que le permitió herir al Carnicero en un brazo. Paug blandía su arma salvajemente.
Confiado, Ulthar se aproximó a él. Tenía a su merced al Carnicero; era cuestión de rematarlo lo antes posible.
Un ligero movimiento a un costado de Ulthar llamó la atención de Faros. Horrorizado, vio levantarse de entre los muertos a un soldado cubierto de cenizas y de sangre, que alargaba el brazo para coger una espada.
—¡Ulthar! —gritó—. ¡A tu derecha!
El ruido de la batalla ahogó sus palabras. Echó a correr hacia Ulthar, pero chocó con un soldado y un prisionero que, luchando cuerpo a cuerpo, le cerraron el paso.
Volvió a gritar:
—¡A tu derecha, Ulthar! ¡Cuidado!
Ulthar estrechó los ojos y se giró bruscamente. La hoja del soldado sobrepasó la figura inclinada sin consecuencias. Al mismo tiempo, el hacha de Ulthar se hundió profundamente en el pecho de su atacante. El soldado se contrajo y soltó el arma. Fue entonces cuando Paug saltó.
Ulthar no tuvo tiempo de defenderse. El Carnicero le acertó a la altura de la cintura y le abrió el estómago.
Ulthar dio varios traspiés, tropezó con uno de los cuerpos tendidos y fue a caer sobre un montón informe. La sangre empapaba todo su cuerpo.
El Carnicero se acercó a la forma inmóvil y volvió a blandir el arma sangrante.
La ira se apoderó de Faros; una ira alimentada no sólo por el espectáculo que tenía delante, sino también por todos los horrores vividos. Con un grito salvaje, se lanzó contra el guardián asesino y consiguió herirlo en un hombro.
El impulso los envió a los dos sobre los cuerpos caídos. Faros perdió la espada, pero a Paug le había ocurrido lo mismo. Ambos se enzarzaron en una confusión de brazos y piernas, chocando con otros combatientes no menos desesperados.
Paug aferró a Faros por la garganta con la intención de romperle el cuello. El Carnicero resoplaba.
—Te… voy… a matar.
Faros logró apartarle la mano. Su fuerza no habría podido compararse con la de Paug, pero las heridas comenzaban a pasar factura al capataz. Haciendo un esfuerzo supremo, aferró la garganta de su rival con la otra mano.
—Moriré —jadeó—, pero no antes que tú.
Paug abrió los ojos enrojecidos. Soltó un gorjeo. La mano que había intentado estrangular a Faros descendió por su costado.
Y reapareció con una daga dispuesta.
—Patético ternero… —dijo con voz ronca.
Faros estuvo a punto de soltar su presa. De nuevo les fallaba a todos los que se habían sacrificado por él, y esta vez el error era fatal.
Pero, súbitamente, Paug vaciló y dio un traspié que le hizo perder el equilibrio. El capataz parpadeó. Reuniendo todas sus fuerzas, Faros le propinó un empujón que lo envió lejos y escapó rodando.
Su mano encontró el hacha de Ulthar. La sostuvo por debajo de su cabeza y comenzó a blandiría describiendo un arco.
La afilada cuchilla entró en la pierna izquierda del guardia. Paug perdió su daga y se desplomó, emitiendo un rugido gutural.
Faros arrojó a un lado el hacha y empuñó la daga. Se arrastró hasta el lugar donde el enorme minotauro yacía sin dejar de gemir y de retorcerse. El hacha había fracturado el hueso, y la sangre, roja y fresca, no sólo cubría la pierna de Paug, sino también las manos con las que intentaba detener la hemorragia.
El rostro repugnante se volvió a Faros, ya cerca de él. Una mano se movió buscando el cuchillo. Faros levantó la daga para que su verdugo pudiera verla.
La situación no arredró al capataz, que cargó de nuevo contra el enemigo, menos corpulento que él.
Pero Faros, rechinando los dientes, volvió a blandir el arma y esta vez hirió al Carnicero en el pecho, por debajo de las costillas.
Paug cayó de espaldas, boqueando, y la daga se escurrió de su cuerpo. Miraba fijamente su herida. Luego, volvió los ojos malévolos hacia su ejecutor.
Las órbitas mortecinas reflejaban un odio intenso.
—¡Maldito seas!
Dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Quedó inmóvil.
Como si tuviera miedo de contagiarse, Faros arrojó lejos la daga. La sangre de Paug le empapaba las manos y el pecho. Olvidando todo lo demás, volvió junto a Ulthar. En medio de los gritos y el entrechocar de las armas que llenaban la atmósfera, el joven prisionero sólo oía el reproche de los muertos.
—Ulthar —llamó, tocando al marinero en un hombro.
La figura tatuada no respondió. Al observar la monstruosa herida que Paug le había infligido, Faros comprendió que la muerte había sido instantánea.
El hecho de no haber revelado jamás su auténtico nombre al antiguo bandido lo llenaba ahora de pesar. Antes de deslizar entre las manos del prisionero muerto el hacha que éste había empuñado con tanto valor, comprobó que sus ojos estaban cerrados. Se agachó sobre el cuerpo y recordó la canción favorita de su amigo.
—Por fin estás en casa —masculló—. De vuelta al mar.
El estruendo de unos cascos puso un abrupto final a su duelo. Faros levantó la vista a tiempo de esquivar a otro grupo de jinetes que cargaba contra los últimos prisioneros. Muchos supervivientes caían de rodillas y agachaban los cuernos en señal de rendición. Otros luchaban aún, pero su situación era desesperada.
Uno de los jinetes, que acababa de girar su montura, se dirigía en línea recta hacia el cuerpo del marinero. Despreciando el peligro, Faros se colocó delante y agitó los brazos, en un desesperado intento de desviar al caballo. El corcel se levantó sobre las patas traseras. Su jinete, la alta y esbelta figura que comandaba a los soldados imperiales, gritó algo al animal.
Negándose a dar un solo paso atrás, Faros lanzaba alaridos al caballo, pero cuando éste cayó con todo su peso, las pezuñas golpearon al minotauro que tenía delante. Una de ellas lo hirió en un lado de la cabeza.
Las capas de ceniza no amortiguaron la brutalidad del choque contra el suelo. Cesaron los ruidos de la batalla, los ruidos de la derrota ignominiosa…, y con ellos se desvaneció también la conciencia.
Aunque contaban con una muerte segura, Maritia y los suyos no se dieron por vencidos. La hija de Hotak había perdido muchos soldados. De los guardianes del campo, apenas quedaba un puñado. Pero nadie se rendía. Luego, se oyeron los cuernos y cruzó las puertas una columna con lo más granado de las legiones de Hotak, que aplastó sin piedad a los consternados presos. El estandarte del corcel encabritado infundió nuevos bríos a los fatigados soldados de Maritia, que se lanzaron a la refriega con un renovado deseo de gloria.
Aunque procuraban resistir, los prisioneros rebeldes estaban al límite de sus fuerzas. Con el ímpetu que habían logrado reunir desapareció también el último vestigio de orden. Lo que había sido una batalla se convertía ahora en repliegue y carnicería. Los jinetes rodeaban a los pequeños grupos de temerarios y repartían a su paso tajos y cuchilladas que los herían a la altura de la frente. Daban vueltas, una y otra vez, hasta que sus enemigos se desplomaban. Por fin, los presos cayeron de rodillas y agacharon los cuernos hasta el suelo polvoriento.
La densa humareda que cubría aún gran parte del campo obligaba a Maritia a moverse con precaución. Aprovechando las sombras de la niebla, los rebeldes más recalcitrantes procuraban dar muerte a la mayor cantidad posible de soldados antes de morir ellos mismos. La propia Maritia tuvo que defenderse de una de aquellas apariciones, una especie de salvaje feroz, con la mirada llena de odio, que surgió inopinadamente entre la humareda para dar muerte al guardia que había servido de guía a la joven.
Aunque pudo derribarlo, pronto se agruparon a su alrededor otras sombras. Uno de los soldados de su escolta la empujó a un lado, gritando:
—¡Manteneos detrás, mi señora! Vamos a replegarnos hacia las puertas, donde el humo es menos denso que aquí.
—¡Adelante! —respondió ella.
Abriéndose paso entre el humo —y prácticamente saltando por encima de los amotinados—, aparecieron seis legionarios montados. Dos prisioneros que corrían delante de ellos cayeron al suelo, limpiamente decapitados por una hacha rápida y letal.
Los dirigía Bastion. Sin detenerse siquiera, hizo un gesto de entendimiento a su hermana antes de perderse de nuevo entre la humareda. Dos de los jinetes quedaron atrás para rodear a los presos supervivientes que ya arrojaban sus armas al suelo. Varios soldados de Maritia colaboraron en la detención.
—Vamos a reunirlos en el centro del recinto —informaron a la joven dos soldados a caballo.
Maritia siguió a los soldados y a sus cautivos. En el centro del campo minero vio varias docenas de prisioneros de rodillas, sometidos a la atenta vigilancia de un grupo de legionarios. A la derecha había varias hileras de heridos, algunos de los cuales lanzaban gemidos terribles.
Lo que había sido un goteo de rendidos se convirtió en una auténtica riada. La mayoría había acabado por aceptar la absoluta imposibilidad de huir. Pronto hubo filas y filas de prisioneros con el hocico en el suelo, arrodillados a los pies de la legión victoriosa.
Entre los guardias que colaboraban en la vigilancia comenzó a correr la idea de la ejecución. Maritia se enfrentó a ellos.
—¡No quiero oír hablar de eso! Será el emperador quien decida su destino. ¿Entendido?
—Nosotros sólo procurábamos… —comenzó a decir uno de ellos, pero enmudeció bajo la mirada inflexible de la joven.
—Bien dicho, Mari —subrayó una voz tan familiar como fatigada.
Al volverse, Maritia descubrió a su hermano, que se aproximaba a caballo.
—¡Bastion! Sólo tú podías realizar el milagro. ¿Cómo lo has conseguido?
Aunque estaba cubierto de ceniza, el joven conservaba el temple y el dominio de sí mismo, como siempre. Mientras alargaba las riendas a un subordinado, dedicó una sonrisa cansada a la joven.
—Agradece el milagro a Kol —replicó—. Estoy aquí por voluntad de padre, para cumplir una misión delicada. Cuando vi el humo, a distancia, temí lo peor; sabía que estabas en esta zona. Mandé tocar los cuernos confiando en que quedara alguien que me franqueara la entrada, pero no estaba seguro de encontrarte con vida.
—Me faltó poco para perderla, Bastion. No hace mucho que han matado a Krysus, el comandante del campo. La audacia de los prisioneros nos sorprendió a todos. Me alertó uno de los responsables, un elemento de mala reputación llamado Paug.
—Paug ha muerto, mi señora —informó un guardián herido—. Lo vi caer, pero antes demostró su valor matando al tatuado.
—¿Un tatuado? —preguntó Bastion.
—Uno de los cabecillas de la insurrección. Una especie de gigante. Había otro, gigantesco también, con el pelaje muy oscuro. Yo misma lo maté. —Maritia miró al guardia—. ¿Dónde está el tercero que mencionó Paug, el minotauro joven?
—No tengo la menor idea, mi señora.
—Me gustaría ver a ese «tatuado», Maritia.
—Yo os lo enseñaré —dijo el guardián.
Los condujo hasta el lugar donde se habían producido los combates más encarnizados. Los cadáveres descuartizados yacían unos sobre otros, con la boca abierta. Toda la zona estaba salpicada de miembros arrancados; la sangre y los coágulos empapaban la tierra.
Hallaron juntos a Paug y a su adversario. El guardia muerto tenía una expresión amarga en el rostro.
Bastion se inclinó a examinar el cadáver del prisionero.
—Procede de las islas más lejanas —observó—. De Zaar, creo. Son marinos y soldados excelentes. Es curioso que haya acabado en estos sequedales.
—Habría preferido que no fuera así, créeme. Dudo de que los demás hubieran luchado de ese modo sin un caudillo tan fanático.
—Todos los minotauros son buenos luchadores —replicó su hermano secamente.
De pie, Bastion observaba los restos de la batalla.
—¿Ocurre algo?
—Esta rebelión dificulta en cierto modo mi tarea. Necesitábamos explotar Vyrox tal cual estaba.
—¿Qué quieres decir?
Bastion la miró.
—Mi «aparición milagrosa» se debe a que he venido para cumplir nuestro nuevo pacto con los ogros.
Maritia lo miró con los ojos abiertos por la sorpresa.
—Entonces, ¿no les basta con nuestra oferta? ¿Quieren más materias primas?
Bastion frunció el entrecejo.
—No has comprendido; lo que ellos quieren es una prueba de nuestra lealtad. Ya fueron traicionados en otra ocasión. Golgren afirma que debemos pagar su confianza en nosotros. —Se le oscureció el semblante—. No me gustan los ogros más que a ti, pero…
—Si padre quiere pagar el precio…
Bastion recorrió con la mirada las hileras de presos.
—Tendremos que clausurar Vyrox durante una temporada; no habrá más remedio.
Maritia asintió.
—Entonces, hagamos lo que sea necesario.
Echó a andar tras su hermano, que se dirigía a la zona donde se hallaban los muertos. Los fuegos, faltos de combustible, comenzaban a extinguirse; la atmósfera se despejaba de humo dejando ver las torres derruidas, los esqueletos de las barracas y los infinitos cadáveres mutilados. El campo hedía a podredumbre, y las cornejas formaban grandes bandadas hambrientas.
Bastion se detuvo y clavó la mirada en uno de los cuerpos que yacían a sus pies. Tocó el hombro del prisionero tendido boca abajo.
—Éste vive —informó a un soldado—. Averigua si hay más en su caso.
—Sí, mi señor.
—Necesitaremos hasta el último esclavo.
—Llevará algún tiempo recuperar el orden —murmuró Maritia—, pero todo volverá a la normalidad, Bastion.
Su hermano la miró. Luego recorrió con los ojos todo Vyrox —los muros chamuscados, los edificios derruidos, los numerosos muertos y, finalmente, las hileras de vencidos—, antes de mascullar:
—¿De veras lo crees, Mari? ¿De veras lo crees?