XX

VISITANTE NOCTURNO

Mientras el día se empeñaba en sustituir a la noche, una estilizada galera de dos mástiles que ostentaba la bandera del corcel encabritado cruzó las embravecidas aguas y atracó en el puerto de Nethosak. Se trataba de una nave de menor calado que los cruceros de la flota imperial, concebida para navegar sólo por el Mar Sangriento. La proa, robusta y afilada, manifestaba a las claras que estaba concebida para embestir en la batalla a sus enemigos menos ágiles y enviarlos al fondo.

Al principio, su llegada no interesó a nadie. Sólo hasta que un viejo marinero que encendía su pipa distinguió a determinado pasajero junto a la borda. La noticia se extendió como una plaga y llegó a la guardia portuaria. El centinela quiso desautorizar el desembarco del pasajero, y a Kolot le costó invocar la autoridad de su padre hasta tres veces para conseguir que su invitado tuviera por fin acceso a la capital.

Así pues, en las condiciones propias de un dignatario, el Gran Señor Golgren entró en Nethosak.

Alertado por un mensajero veloz, Hotak se preparó para la sorprendente visita. Los criados le pusieron la majestuosa armadura que había lucido en la ceremonia de su proclamación y que ahora vestía para una batalla diplomática. Los ogros respetaban la fuerza, el valor y la disposición a la lucha.

Detrás de Hotak, en la pared, colgaba un retrato del emperador y su consorte sentados junto a una ventana abierta desde la que se divisaba una colina salpicada de viñedos. A Hotak se le veía orgulloso dentro de la armadura de la legión, con el yelmo sostenido en la curva del brazo doblado, mientras que Nephera, que lucía una elegante túnica del color de una esmeralda oscura, lo contemplaba con admiración.

Cerca del cuadro, una cama circular, pintada de rojo, ocupaba el lugar de aquélla que quedó hecho trizas durante la trágica lucha de Chot. El lado correspondiente a Nephera estaba intacto.

Aunque aquella noche no hubiera dormido en el lecho matrimonial, la suma sacerdotisa conocía el arribo de la galera, por eso entró en los aposentos imperiales vestida para acoger como era obligado a un dignatario extranjero, perteneciera o no a la especie de los ogros. La flotante túnica negra y plateada no sólo subrayaba su figura sino también la dignidad de su rango.

—Esposo mío, veo que estás preparado para recibir a nuestro inesperado visitante.

Una fresca y suave vaharada de lavanda impresionó la nariz del emperador, que la inhaló, recordando tiempos más sencillos.

—¿Puedo decirte que estás encantadora?

—Puedes —replicó con una sonrisa perspicaz al tiempo que ajustaba la capa de su marido y sacudía de su peto una hebra suelta—. ¿Comprendes lo que significa que él venga aquí?

—Naturalmente. Golgren ha conseguido que su miserable kan acepte nuestro pacto. Era una conclusión inevitable. Lo sabíamos los dos.

—Pero esta visita inesperada es… tan elocuente.

—Kolot cumplió bien su misión —comentó Hotak, como si se le acabara de ocurrir la idea.

—Era difícil que no cumpliera —respondió Nephera—. Nosotros se lo dimos todo hecho.

El emperador hizo esfuerzos porque no se le notara el disgusto que le causaban aquellas palabras.

—Concédele algún mérito. ¿Sabes?, no es tan eficaz como Bastion ni tan leal a ti como Ardnor, pero nunca ha traído vergüenza a esta familia. Al contrario, sólo honor.

—Sí, nunca nos ha avergonzado. Soy consciente de sus méritos.

Entró un nervioso oficial, que dobló la rodilla delante de Hotak.

—Mi señor, vuestro hijo Kolot y el Gran Señor Golgren, emisario de los ogros, os aguardan en la sala de planificación.

Hotak dio una palmada.

—¡Excelente! Espero que se hayan atendido las necesidades de Golgren.

—Sí, mi señor; lo mejor que hemos podido —dijo el soldado, mostrando que le causaba el asco tratar a un ogro con tanta cortesía.

—Entonces, no hay por qué esperar. —Hotak ofreció su brazo a Nephera—. ¿Querida?

Una guardia de honor, formada por doce vigilantes soldados armados de hachas, rodeó a la pareja en cuanto ésta pisó el corredor. Los asistentes y los oficiales de la guardia se agruparon en silencio detrás de ellos. Hotak y Nephera llegaron a las puertas de madera de la sala de planificación acompañados de más de cincuenta minotauros; los suficientes, sin duda, para causar en los ogros una primera impresión memorable.

En el centro de la estancia se hallaba una mesa de roble, una de las más fuertes y sólidas del imperio, ya que los comandantes minotauros, durante las discusiones, tenían la costumbre de dar puñetazos sobre la superficie más cercana. Dos candelabros de oro, de veinticinco velas cada uno, extendían sus cinco brazos curvos para iluminar la sala. Las paredes, pintadas de blanco, estaban cubiertas por una celosía que enmarcaba detallados mapas a todo color de las principales islas y colonias del imperio.

Hotak había colgado la joya de su colección en la pared más alejada, dentro de un marco que abarcaba toda la longitud de la estancia. Sobre un océano de turbulentas aguas azulverdosas, con manchas rojas que identificaban el Mar Sangriento, destacaban las más de tres docenas de colonias oficiales. Era inevitable que el mapa, enorme y vívidamente representado, atrajera las miradas, por eso Hotak no se sorprendió de ver que Golgren, sentado y sosteniendo una copa de vino en la mano, lo inspeccionaba con gran interés.

—¡El emperador Hotak de-Droka y su consorte, lady Nephera! —anunció un heraldo con voz estentórea.

Un breve centelleo en la mirada de Nephera fue el único indicio de la ofensa que constituía para ella la omisión de su título.

Kolot, que estaba sentado frente al ogro, se puso en pie para recibir a su padre con una reverencia. El joven minotauro parecía cansado e incómodo. Golgren, por su parte, se levantó de su asiento con un gesto lleno de energía y saludó con una graciosa inclinación a la pareja.

Junto a Golgren y a Kolot se hallaba el siempre vigilante Bastion.

—¡Os saludo, Gran Señor Golgren! —rugió un bien humorado Hotak—. Cuánto tiempo, ¿no es así? Hace más de un año que no nos vemos cara a cara. ¿Dónde fue? ¿En Zygard?

—No tanto, no tanto —gruñó el ogro, aún de pie—. Sí, creo que fue en Zygard —añadió, refiriéndose a un asentamiento ogro cercano a Sargonath. Mientras hablaba, miraba de soslayo a Nephera.

—¿Cómo está el Gran Kan? —preguntó Hotak.

—Nuestro señor está al tanto de todo —respondió Golgren, sin apartar la vista de la emperatriz consorte.

Hotak fruncía el entrecejo.

—Vuestra visita, aunque bienvenida, resulta inesperada. ¿Puedo presumir que significa la aceptación de nuestra oferta?

Golgren sonrió, descubriendo demasiados dientes.

—Más de lo que pensáis. —La elevada figura levantó un carnoso puño a modo de aseveración—. Pero antes, mi amigo Hotak ha de ser felicitado por su proclamación. El Gran Kan os envía sus mejores deseos a este propósito.

—Sois muy amable.

El ogro lanzó una risita áspera y chirriante.

El emperador volvió a fruncir el entrecejo. Luego hizo un ademán a su escolta para que se retirara.

—Venid, charlemos.

El embajador del Gran Kan miraba directamente a Nephera, pero sus ojos no expresaban admiración.

En ese momento, Hotak recordó que los ogros no aceptaban a las hembras en los cargos de responsabilidad.

—Querida —dijo el emperador en un tono que procuraba ser lo más amable posible—, se me ocurre que necesitamos presentar a nuestro invitado ante el Círculo Supremo en una ceremonia oficial.

Nephera parpadeó, sin comprender sus intenciones.

—Naturalmente, amor mío.

—Convendría que te ocuparas de todo eso ahora.

—Hotak… —comenzó, con una indignación cada vez mayor.

—Una buena idea, padre —intervino Bastion, interrumpiendo la protesta de su madre y tomándola del brazo—. Madre, me encantará ayudarte.

Nephera dirigió a su marido una rápida ojeada, pero enseguida se extendió por su rostro una máscara de cortesía.

—Naturalmente. Dispondré todo lo necesario. —Dirigió una mirada cortés a Golgren—. Ha sido un placer veros de nuevo, emisario.

La suma sacerdotisa abandonó la sala a pasos largos y elegantes, con Bastion a su lado.

Kolot hizo un ademán de levantarse, pero volvió a dejarse caer en su asiento.

—Quizá debería quedarme, padre —masculló.

—Aprecio tu consideración, hijo mío, pero estás excusado. Ve y descansa.

—Sí, padre. —La musculosa figura bajó los cuernos en señal de respeto al pasar.

Hotak volvió a señalar las sillas.

—¿Podemos empezar ya?

No obstante, Golgren prefirió contemplar el mapa de nuevo, estudiándolo atentamente.

—Cuántas islas diminutas, y qué amplias las zonas de agua que las separan. Los minotauros estaréis muy orgullosos de vuestro reino.

—Sin la menor duda. Nuestra nación es muy diversa y posee todos los territorios imaginables: tierras de cultivo, bosques para los frutos y la madera, colinas para el ganado, y canteras ricas en los minerales que necesitamos para fabricar armas y herramientas.

Finalmente, el emisario tomó asiento y miró fijamente al emperador. Hotak se sentó frente a él, dispuesto a esperar. De las profundidades de su manto, Golgren extrajo un grueso rollo de pergamino.

—Mi kan os ofrece este trato, pero sólo en determinadas condiciones. —El ogro depositó el pergamino sobre la mesa—. Vuestro hijo me garantizó que se cumplirían.

—Por supuesto. —Hotak hizo ademán de coger el pergamino, pero Golgren lo detuvo y extrajo otro documento de su voluminoso manto.

—Querréis ver esto también, gran Hotak.

—¿De qué se trata?

—De un pacto entre Kern y Blode, que incluye a vuestro pueblo.

El emperador abrió mucho su único ojo.

—Kern y Blode son enemigas mortales —subrayó, con toda la indiferencia que supo aparentar.

—Como lo fueron siempre los ogros y los minotauros.

Hotak desplegó el tratado referente a Blode y lo leyó, haciendo esfuerzos por entender el bárbaro texto. Sólo unos cuantos ogros, la mayoría pertenecientes a la casta dirigente, sabían leer y escribir.

Hotak levantó la mirada, con su único ojo cada vez más abierto.

—¿Qué es esto? Supongo que la vista me engaña.

—No —dijo Golgren con voz grave.

Hotak le arrojó el pergamino.

—Explicadlo ahora mismo.

Golgren se encogió de hombros.

—El hijo de Hotak hizo lo necesario para salvar el pacto. Blode no lo aceptaría de otro modo, y si Blode no lo hubiera aceptado, tampoco lo aceptará Kern. —El emisario sonrió de una forma que, a él, sin duda, le parecía amable, pero que Hotak consideró propia de una bestia hambrienta y gesticuladora—. Aunque si no es aceptable…

—Aún no lo he rechazado. —Luego el emperador calló, tratando de ordenar sus pensamientos.

Golgren apuró el vino de bayas de brezo que quedaba en su copa. Miraba con deseo la botella verde oscuro que tenía al lado, pero se contentaba jugueteando con la copa vacía.

—Habrá que convencer a muchos, porque hasta mis generales más leales rechazarían esta alianza —comentó Hotak, rascándose la mandíbula—. Aun así, las posibilidades… —golpeó la mesa con el pacto, mostrando una expresión decidida—. ¡Por la Cordillera de Argon, que se hará!

Golgren enseñó sus dientes.

—Mi kan se sentirá muy satisfecho.

—Sin embargo, debe hacerse bien. Para asegurarnos, voy a encargar a mi hijo, a Bastion, quiero decir, que tome el asunto en sus manos.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo?

—¿Esto satisfará a Blode y a Kern? ¿No querrán un intercambio de tierras?

—Los ogros no sacamos provecho de las motitas de barro esparcidas por los mares. Sí, amigo Hotak, se darán por satisfechas.

—Bien. —Hotak se levantó—. Porque no sé si sabéis que me arriesgo a una insurrección.

Le ofreció una mano, que Golgren estrechó sin levantarse. El embajador del Gran Kan tenía una zarpa poderosa, pero la de Hotak no le iba a la zaga. El minotauro comprobó con placer que Golgren daba un ligero respingo.

—Entonces, estamos de acuerdo. —Hotak manifestaba un humor magnífico. El trascendental pacto se había sellado. No faltarían los problemas a la hora de cumplir los requisitos que imponían los ogros, pero no sería nada insuperable—. Golgren, vuestra copa está vacía. Acompañadme, vamos a tomar más vino. Beberemos por la camaradería de nuestros pueblos y charlaremos de nuestras aspiraciones para el futuro, si os parece bien.

—No seré yo quien rechace una oferta tan generosa.

El emperador sirvió a Golgren su mejor vino y levantó la copa en un brindis.

—Por el día del destino, mi buen amigo ogro.

No era la capital del imperio el único lugar donde se hacían los honores a un visitante inesperado, también el puerto de Varga recibía visitas. Las cuatro naves, con los estandartes de la flota oriental ondeando en lo más alto, entraron en la dársena azotada por el viento. En Varga, una ciudad confiada y, por eso mismo, protegida sólo por una pequeña guarnición, todos creyeron al principio que los barcos traían mensajes o pasajeros importantes, o bien un surtido de mercancías.

El oficial de servicio, el primer decurión líos de-Morgayn, hizo una señal a sus diez soldados para que se retiraran, pero él se quedó en el muelle, observando con curiosidad cómo se acercaban las primeras chalupas, por si traían noticias de interés.

Pero la continua afluencia de aquellas embarcaciones acabó por despertar las sospechas del primer decurión.

Los pasajeros que pisaron tierra en primer lugar se encaminaron en grupo hacia el puerto, con las armas desenvainadas. Muchos estibadores del muelle los vieron pasar, atónitos. Entonces, el primer decurión aferró a uno de sus soldados.

—¡Por el Hacha! ¡Avisa al comandante! Nos están atacando. ¡Vamos! Nosotros los entretendremos.

Mientras el mensajero echaba a correr, el oficial dispuso a sus soldados a las afueras del muelle. El camino más adecuado para llegar al corazón de la ciudad era una calle que se abría entre dos grandes almacenes navales. De ser necesario, líos no dudaría en incendiar las estructuras de madera, ya que los invasores venían sin duda a robar su contenido. ¿Qué otra razón podía impulsarlos a atacar Varga?

—¡Alto! —gritó a uno de los invasores; una hembra con el uniforme de capitana de la flota—. Este puerto está cerrado para vosotros.

Ella se echó a reír.

—¿Cerrado para nosotros? ¿Por ti? Te voy a dar un motivo. Soy Tinza, la capitana, y en nombre del general Rahm Es-Hestos, te ordeno que te rindas. Tendrás un buen trato. Es mi última palabra.

—¡En guardia! —gritó el primer decurión.

La capitana apretó el hacha en la mano. En su rostro no quedaba la menor huella de humor.

—Eres un necio, y estás muerto.

Levantó el hacha y, profiriendo un gran bramido, la fuerza invasora cayó sobre Varga.

La guardia fue abatida en pocos minutos; en cuanto a líos, el primer decurión, pereció casi al instante. Sus soldados cayeron también en la matanza, despedazados por las letales hojas. Ninguna de las guerreras de Tinza cayó herida.

Llegaron a tierra más botes, uno de los cuales trasladaba al ceñudo Napol. Haciendo un ademán de asentimiento a Tinza, marchó con sus marinos en dirección al alcázar que albergaba la guarnición más numerosa.

Las fuerzas de la capitana, formadas por más de doscientas guerreras, marcharon sobre la ciudad. Pronto tuvieron bajo su control a la mayor parte de la ciudadanía. Tinza dividió a sus tropas; uno de los grupos se encargó de reunir todos los suministros que encontraran, y el otro, de revisar, uno a uno, todos los edificios.

Cuando menos, Dos había conseguido alertar a su superior. Goud, el primer centurión, no hubiera debido abandonar un puesto que el honor le obligaba a defender lo mejor que pudiera; sin embargo, envió a cinco de sus mejores jinetes a poner a la capital sobre aviso.

Napol se dirigió a la pequeña fortaleza con varios cientos de marinos. Una vez allí, se acercó a las puertas y, enarbolando bandera blanca, gritó:

—¡Rendíos, e iréis a las cárceles locales! ¡Resistid, y que vuestros ancestros acojan vuestras almas!

Las puertas no se abrieron. Goud el centurión ni siquiera se molestó en contestar.

Napol indicó con un gesto el comienzo del asalto.

Tres líneas de veinte arqueros tomaron posiciones, apuntando hacia el sur con sus arcos de fresno, que dispararon en el momento en que un oficial de la marina agitó su hacha. La lluvia de flechas describió un arco en el cielo antes de caer sobre la guarnición.

Se oyeron los gritos causados por los venablos que atravesaban las gargantas y se hundían en las piernas, las espaldas y los pechos.

—¡Res! —gritó Goud al segundo decurión, situado ahora arriba de la muralla—. ¡Devuelve el ataque!

Los defensores replicaron, pero su número era tan reducido que los arqueros imperiales sólo consiguieron herir a un puñado de invasores.

Napol ordenó situar escalas alrededor del fuerte. Mientras los arqueros volvían a responder desde arriba, lo que costó la vida de varios atacantes, otros soldados se ocupaban de repeler las escalas.

Napol ordenó una segunda andanada, que sorprendió a los defensores que estaban al descubierto y causó una gran matanza.

Engancharon los garfios de las largas cuerdas en los muros. Las manos las aferraron y comenzó el ascenso de los escaladores armados.

—¡Adelante! —gritaba el comandante de marina—. ¡Subid por allí! ¡Arqueros, cubridlos!

Dentro, Goud, el centurión, se quitaba el yelmo para enjugarse el sudor de la frente mientras examinaba la situación. Había perdido ya un tercio de sus fuerzas, de modo que las murallas no tenían defensa posible.

—¡Res! —llamó—. ¡Defiende el lado del puerto! —Mientras transmitía sus desesperadas órdenes cruzaba el aire el silbido de las flechas—. Envía tres soldados al muro occidental. Toma…

Cuatro flechas alcanzaron al centurión, una en la pantorrilla, otra en el hombro y dos en el cuello. Con la mirada vidriosa, se desplomó en el suelo.

Los primeros marinos alcanzaron el final del parapeto. Murieron unos cuantos, pero la mayoría consiguió defender sus posiciones. Entonces, se entabló un cuerpo a cuerpo en el camino de ronda.

Primero cayó el muro del puerto. Varios soldados de Napol descendieron con la intención de abrir las puertas principales. Las flechas premiaron a los dos primeros con una muerte rápida, pero otros dos, protegidos por los escudos, lograron deslizar la tranca.

Con Napol en cabeza, los atacantes irrumpieron en la ciudadela.

Minutos después, Res, segundo decurión y comandante en funciones de Varga, se rindió. Con los cuernos bajos, se arrodilló ante el oficial de marina y le entregó el hacha. En total, la batalla de Varga había durado sólo tres horas.

Mientras introducían a los reclusos en los almacenes, la capitana Tinza se reunió con Napol.

—¡Una buena batalla! —lo felicitó la capitana—. Ni siquiera es mediodía; espero que los demás hayan tenido la misma suerte.

Se refería a las naves que se habían separado del Cresta de dragón. Los ataques debían producirse con pocas horas de diferencia.

—La tendrán, Tinza; la tendrán.

Ella asintió y se puso a contemplar a su tripulación, que cargaba de provisiones los barcos.

—Hay que darse prisa —dijo, rascándose la mandíbula—. ¿Os habéis ocupado de todo? ¿Ha escapado alguien?

Napol perdió algo de su buen humor.

—Sí, huyeron al menos tres o cuatro jinetes. Quizá más. —Apretó el hacha con fuerza—. Habrán dado la alarma.

Tinza entrecerró los ojos. Luego miró en dirección a Nethosak y enseñó los dientes en un gesto de satisfacción.

—Bien. Entonces se están cumpliendo los planes.