XIV

DESTINO Y ELECCIÓN

Llegó el día en que Faros y Ulthar fueron asignados a la planta de elaboración.

—Vosotros dos, ¡venid conmigo! —Sin soltar el látigo, Paug señaló dos vagones separados del resto. Los prisioneros que se hallaban en el interior estaban aún más famélicos, y en las calvas de su pelaje se distinguían unas ampollas rojas.

Ulthar tensó las orejas.

—¿Ahí dentro?

—Exacto, salvaje. Recuerdas el camino, ¿verdad? La última vez estuviste allí tres meses, ¿no es así?

El marinero cerró la boca y echó a andar. Desconcertado y con los ojos muy abiertos, Faros lo siguió.

En el segundo vagón, Paug se los mostró a un guardia flaco y repulsivo, con la mirada inyectada en sangre.

—Te traigo a los dos sustitutos.

La otra figura de desigual pelambre señaló el interior de la carreta.

—Adentro con ellos.

—¡Entrad! —gruñó Paug, levantando el látigo.

Los prisioneros se apresuraron a sentarse, notando a sus espaldas la mirada turbia e inyectada en sangre. Estremecido, Faros bajó la suya.

La primera sensación al acercarse a la planta fue un fuerte escozor en la nariz causado por cierto olor metálico. Toda la zona se hallaba cubierta de una especie de niebla, que no era sino el humo acre de los cuatro pozos que ardían constantemente, a fuego lento, alrededor de un ceniciento edificio de dos pisos.

La planta carecía de ventanas, una sabia medida teniendo en cuenta la hedionda neblina que impregnaba el ambiente. Sólo dos anchas puertas de madera permitían la entrada al edificio rectangular de piedra.

—Vosotros dos —refunfuñó el soldado que los había recibido de manos de Paug—. Trabajaréis en el número cuatro.

El pozo en cuestión comenzó a escupir llamas. Al mismo tiempo se oyó un terrible grito y una cadena de gruesos eslabones que colgaba hasta penetrar en el ardiente hoyo batió violentamente durante unos segundos.

Furioso, uno de los vigilantes gritó algo a los que estaban dentro del pozo mientras que otros obligaban a cuatro prisioneros a lanzar un par de escalas al interior.

El guardia condujo a Faros y a Ulthar junto a una hilera de prisioneros que se mantenían a unos metros del borde, inclinados sobre una amplia mesa en la que al parecer martilleaban algo.

—¡Allí! —gritó uno de los centinelas a un minotauro que empujaba un carretón lleno.

El prisionero condujo el carretón hasta la fila de prisioneros y tomó otro, vacío, que había junto al primero.

Sobre la mesa de hierro, firme a pesar de los golpes, se encontraba apilado el mineral. Los prisioneros trabajaban para reducirlo, limpiándolo de piedras y de tierra. Una vez liberado, el cobre azul verdoso brillaba en las rocas de pequeño tamaño que después se arrojaban a las carretas. Cerca de los dos centinelas que patrullaban constantemente la fila, había un arquero dispuesto a disparar a la primera indicación.

—Si tenéis cabeza sabréis lo que hay que hacer —bufó el guardia. Cumplida su parte, el soldado que los había conducido desapareció.

Ulthar y Faros tomaron los martillos.

—Tenemos suerte —murmuró Ulthar.

—¡Hace tanto calor! —dijo Faros, falto de aliento—. Ni siquiera puede compararse con la Garganta de Argon.

—Peor sería estar dentro del pozo.

Comenzaron a batir la roca. Mantenerse de pie sin descansar un solo momento suponía un esfuerzo agotador.

Al poco tiempo llegó uno de los prisioneros veteranos con una jarra de agua. Mientras bebía, Faros notó que apenas quedaban en él unas cuantas trazas de pelo. Tenía el hocico lleno de heridas y un ojo bizco, y las manos, llenas de callos y quemaduras antiguas. La pierna derecha mostraba los signos de una fractura mal curada y le faltaban además dos dedos de la mano izquierda.

—Es por el trabajo en el pozo. Todas esas cosas, ¿las ves? —El marinero tenía los ojos teñidos de rojo y la respiración alterada—. Es el pozo. Ese ha tenido suerte.

Al acabar el día, Faros no podía dar un paso. Hasta el musculoso Ulthar estaba agotado. Además, apenas veían, pues con la bruma y el continuo llamear del pozo les dolían los ojos y se debilitaba la vista.

El traqueteo de la carreta era tan doloroso que, una vez en el campamento, a Faros le faltaron las fuerzas para comer. Se unió a Ulthar y a Japfin fuera del dormitorio. Japfin actuaba con su habitual estoicismo, pero el otro gigante guardaba silencio, entretenido en degustar la mezcla de pescado y avena que les habían servido.

—¿Qué pasó allí, corderito? —rezongó el monstruo negro.

—Estuvimos machacando metal todo el día —dijo Faros.

—Un trabajo duro, pero no tanto como para matar al viejo Ulthar. Este salvaje es el más resistente. Después de mí, por supuesto.

Ulthar levantó el cuenco para echarse los restos del plato en la boca. Cuando lo hubo tragado todo, se levantó y abandonó a sus dos compañeros.

Inclinándose hacia Faros, Japfin masculló:

—¿No sabes lo que come? Imagino que te lo dirá, suponiendo que se lo diga a alguien.

Pero Faros se limitó a sacudir la cabeza y a observar cómo se alejaba el marinero, preguntándose que era lo que le preocupaba.

Después de más de una semana de hosco silencio, Ulthar comenzó a hablar de nuevo. Faros sabía algunas cosas de él; por ejemplo que se había criado en Zaar. Su familia de comerciantes conoció la prosperidad vendiendo alfarería y fruta —papayas, mangos y árbol del pan— a una colonia rica en metales. Hasta los catorce años navegó de una isla a otra, aprendiendo cosas y tatuándose aquí y allá en recuerdo de sus aventuras.

—Hacíamos la ida con carga completa —susurró Ulthar, subrayando cada frase con un golpe de martillo—, y el regreso con hierro y cobre, porque nos reportaba grandes beneficios. —Los recuerdos le arrancaron una breve sonrisa.

Faros esperó a que hubiera pasado el guardia para preguntar.

—Entonces, ¿qué ocurrió?

—Los negocios marchaban tan bien que la familia decidió expandir su actividad a lugares más distantes. Por desgracia, después de un viaje muy provechoso, una espantosa tormenta hundió el barco a una jornada de casa. Sólo yo sobreviví —rezongó Ulthar, reduciendo una roca a polvo con sus golpes—. Estuve en el agua dos días. Toda la familia muerta.

Poco después de su rescate, su colonia entró en conflicto con unos vecinos y el asunto acabó en sangre. Dispuesto a vengarla, Ulthar se alistó en una de las tripulaciones, pero la guerra se prolongó uno, dos, tres años…, y al llegar el cuarto o el quinto la tripulación se había desviado de la senda correcta.

—Abordamos una nave pequeña con mucha carga. No del enemigo, sino de un idiota que pasaba por allí. Luego otra y otra. Buena caza, buen provecho. Menos a los nuestros, lo saqueábamos todo.

Ya convertido en pirata, Ulthar había pasado seis años apresando barcos de las razas inferiores e incluso de minotauros.

Llegó a la categoría de oficial sin dejar de acumular tatuajes y fama de feroz, y habría llegado a capitán de no haber sido porque tres navíos imperiales dieron al traste con el negocio. Uno de ellos actuó de cebo y los otros dos rodearon a los piratas sin darles tiempo a reaccionar.

—Cazábamos a los nuestros. El peor crimen del imperio. El capitán y el primer oficial probaron la caricia del hacha. Yo casi. Todos los demás, a galeras.

Ulthar sobrevivió cuatro años hasta que vio la oportunidad de escapar. Huyó al continente, donde se unió a un grupo de bandoleros convencidos de que un minotauro sería una buena adquisición, pero a los dos años la nostalgia lo devolvió a los mares y a la colonia abandonada hacía ya tanto tiempo.

—A tres jornadas de Mithas —tronó el gigante— nos topamos con los navíos imperiales, y uno de los capitanes reconoció esto —señaló los tatuajes con el martillo.

Esta vez lo enviaron a Vyrox, y casi inmediatamente a la planta de elaboración.

—Tres veces intenté escapar. Me zurraron con el látigo dos veces. —El antiguo pirata se encogió de hombros—. Pienso que no pueden hacerme nada peor, pero me equivoco…, me equivoco. —Hizo una pausa súbita para mirar a lo hondo de los ojos del otro minotauro, mucho más bajo que él—. Yo no vuelvo al hoyo, Bek. Yo no vuelvo.

Faros ignoraba qué era lo que había en aquel lugar espantoso capaz de destrozar los nervios de un pirata, pero se prometió a sí mismo que jamás lo asignarían al hoyo infernal. Mejor cualquier otra cosa, incluida la muerte, o cualquier otro lugar que no fuera aquel abismo llameante que todos los días arrancaba gritos a los prisioneros.

Cualquier lugar menos aquél que llenaba de terror a Ulthar.

Sentado junto a la hoguera del campamento, Kolot observaba al tiznado representante del Gran Cacique, que vestía una descolorida piel de cabra y un peto oxidado. La figura, burlona y hedionda, sorbía sin pudor la sangre y el jugo de una pierna casi cruda que colgaba cerca de él. A su izquierda descansaba una de las armas favoritas de Blode en aquel momento: una hacha de gran longitud, con el mango forrado de tiras de cuero apretadas para sostenerla mejor y un único filo curvo que la hacía letal. En la parte interna del filo había tres muescas —un semicírculo con una línea horizontal a cada lado—, símbolo de una antigua creencia de los ogros de que el arma estaba bendecida por el propio Sargonnas.

Sentado junto a Kolot, Golgren mantenía una actitud en apariencia tranquila y neutral. Se sirvió con cuidado un trozo pequeño de carne empleando gestos civilizados, como los de un minotauro. En comparación con aquel sapo hinchado de Nagroch, Golgren parecía un ser noble.

El campamento de la cena era temporal y se componía de una docena de tiendas de piel de cabra curtida levantadas en un enclave pedregoso cuyas grietas y salientes propiciaban el escondite. Tan recóndito era el paisaje que a Kolot y a los otros les había costado varias jornadas llegar hasta allí. Los minotauros jamás habrían podido hallarlo por su cuenta.

Kolot y sus guardias estaban rodeados por cuarenta guerreros ataviados con pieles de cabra, chalecos y capas de cuero, faldellines de paño gris hasta la rodilla y sandalias planas de piel, cuando no iban con los pies descalzos. Todos llevaban hachas o mazas gruesas.

A los minotauros y a Golgren se les había permitido conservar las armas, aunque ninguno de los cuatro ignoraba que si las negociaciones no llegaban a buen puerto de poco les servirían frente a un rival mucho más numeroso.

—Oigo vuestras palabras —gruñó el hirsuto Nagroch con su voz profunda y seca, sin dejar de arrojar comida de las monstruosas mandíbulas—. Oigo las cosas que los humanos prometen antes de quemar villas y asesinar niños. —Bajo sus cejas grises y pobladas, los ojos inyectados en sangre observaban a Kolot y a Golgren—. Me pregunto si hacéis las mismas promesas, si después de los humanos será Blode quien nos clavará el puñal como… —Dudó un momento, buscando un parangón apropiado hasta que reparó en la carne desgarrada que tenía en la mano y el rostro brutal se iluminó con una amplia sonrisa—. Como a esta cabra.

—Ya conoces la palabra del Gran Kan, Nagroch —respondió Golgren con tono cortés—, y aunque comprendo tus dudas sobre ellos —señaló a los minotauros con un gesto lánguido—, la palabra del Gran Kan es tan pura como un diamante al sol.

El segundo del cacique eructó despidiendo un olor pútrido casi tan repugnante como el que exhalaba su cuerpo empapado en sudor. Se limpió la boca con una mano y la mano en el faldellín.

—Me parece que confío más en los toros que en los ogros que se visten como las hembras.

—La palabra del Gran Kan es cabal —insistió el otro ogro en un común casi perfecto—. Eso está demostrado, ¿verdad?

Nagroch gruñó su acuerdo con cierta renuencia. Se giró hacia Kolot, y el joven minotauro percibió algo que lo hizo ponerse en guardia.

—Conoces nuestra oferta —dijo abruptamente Kolot—. Creemos que este pacto nos favorece a todos y que presagia el fin del enemigo común.

Nagroch no parecía muy impresionado, o quizá intentaba descifrar el significado del verbo «presagiar».

Golgren sonrió al hijo de Hotak, mostrando casi toda la dentadura.

—Amigo Kolot —continuó con su voz melosa—, yo te lo explicaré. Para asegurarnos la paz, Kern tuvo que hacer promesas prematuras a Blode.

—Y Blode, a su vez, respondió prometiendo mucho —replicó el Nagroch.

—Sí, en efecto, pero lo que valía para Blode y para Kern no gustó a los tuyos, amigo minotauro. —Se inclinó para apuntar al pecho de Kolot con un hueso de pata, y el minotauro tuvo que aplacar a sus dos encrespados escoltas—. Por eso debes ofrecer algo más.

—¿Algo más? ¿Qué quieres decir?

Y Golgren se lo explicó.

Incrédulos, los tres minotauros abrieron los ojos.

—¡No puedes hablar en serio! —barbotó el hijo menor de Hotak.

El Gran Señor actuó como si Kolot lo hubiera ofendido gravemente.

—Así ha de ser, minotauro. De otro modo Blode no se unirá a nosotros, y yo temo que su Gran Kan ponga en duda su participación en el pacto.

—Mi padre os ofrece la posibilidad de salvaros de nuevos ataques de los Caballeros de Neraka, mejores armas, suministros… —Kolot se levantó seguido de sus guardias. Los guerreros de Nagroch gruñeron—. Y a pesar de todo, ¿me pedís esta locura?

Nagroch volvió a sentarse con gesto resuelto.

—Los humanos ofrecieron mucho. Los humanos se llevaron más. Blode no caerá en otra trampa. Blode quiere pruebas. Los minotauros deben ofrecer contrapartidas.

Kolot los contempló a los dos, furioso, y finalmente musitó:

—Entonces, he de regresar a Mithas. Os prometo que le comunicaré todo esto a mi padre, pero no puedo anticipar su respuesta.

—Hay que decidirlo ahora, hijo de Hotak.

—¿Ahora? Pero yo no soy quién para prometer…

Los ojos del Gran Señor se achicaron de un modo amenazador.

—No te queda otro remedio.

Kolot apretó los puños. Todos sabían hasta qué punto deseaba Hotak aquella alianza.

—Dame un instante para pensarlo.

—Por supuesto —replicó Golgren, sonriendo amablemente pero con la expresión de quien está planeando hacerse una tienda de piel de minotauro.

Kolot se apartó del círculo. Los otros minotauros guardaron silencio mientras él paseaba por el oscuro entorno del campamento.

Desesperado, se dirigió a ellos.

—Bueno, ya habéis oído lo que ha dicho. ¿Se os ocurre algo?

El más joven farfulló:

—Es una barbaridad. No podemos aceptar.

—Pero si no aceptamos —intervino el más veterano—, estamos expuestos a que Kern y Blode continúen unidos, hagan retroceder a los Caballeros Negros y luego caigan sobre el imperio. No sería la primera vez que los ogros ponen sus ojos en Mithas y desean conquistarla a pesar del agua que nos separa.

Kolot asintió en los dos casos.

—Palabras sabias, pero no me dais una respuesta. ¿Qué puedo…?

Se detuvo porque unos pasos lo alertaron de la cercanía de alguien.

—Disculpad la intrusión —dijo Golgren en escaso tono de disculpa—. Éste que os habla piensa que podría servir de ayuda.

—Desconfiad de él, mi señor —refunfuñó el guardia de más edad—. Habla demasiado bien para ser un ogro.

El Gran Señor hizo una reverencia, como si tomara el comentario como un cumplido.

—Existe una solución que puede arreglar las cosas.

—¿Qué solución es ésa? —preguntó Kolot.

—¿Puedo acercarme?

—Adelante.

—Para cumplir el pacto debéis hacer lo siguiente.

El ogro se inclinó hacia él para exponer su sugerencia. Parecía un mestizo de humano desquiciado y rabioso. Temblaba, sin apartar los ojos de algo que sólo él veía en el negro paisaje.

—¿Y si no lo hago?

—Entonces volverás a casa con las manos vacías, hijo de Hotak.

Así de sencillo y de tajante. Kolot miró a los otros dos, pero ellos no podían prestarle ayuda.

Sacando fuerzas de flaqueza, el hijo menor del emperador se enfrentó al emisario de Kern y, con las mandíbulas apretadas, dijo:

—Está bien, no tengo alternativa. En nombre de mi padre, acepto los términos.

—Una sabia elección. No te arrepentirás —lo halagó Golgren, pasándole un amistoso brazo por los hombros mientras lo guiaba de vuelta al campamento—. Volvamos, Nagroch apreciará las novedades.

Kolot lo siguió en silencio, caminando como si le hubieran atravesado el corazón con una daga afilada.