XVIII
CUERNOS ENSANGRENTADOS
El pésimo tiempo, debido sobre todo a la niebla, era propicio para evitar el encuentro con los barcos que patrullaban las aguas de Mithas. La modesta flotilla había empleado una semana de preparación y casi otras dos de cauteloso viaje para llegar tan lejos.
La luz de un relámpago fue de buen augurio para los harapientos rebeldes.
—Hay que atacar en el corazón —había dicho el general Rahm—. Hay que matar a Hotak. Si cortamos la cabeza, tendremos el cuerpo.
—Pero toda una guardia de honor lo acompaña cuando visita la ciudad, y el pueblo lo sigue —había protestado Jubal—. No cabe imaginar un ataque al palacio. ¡No existe lugar más protegido en el imperio!
Rahm había sonreído.
—Así es; nadie lo sabe mejor que yo.
Dejar atrás Thorak y Thuum resultó más fácil de lo que habían creído, pero en Hathan, una isla con una pequeña guarnición, situada más al sudeste, vieron cuatro navíos imperiales atracados, que hacían un alto en su ruta hacia destinos más remotos. Rahm tuvo que añadir dos días al viaje para bordear Hathan por el sur.
Al fin, avistaron la costa sur de Mithas. En aguas tan cerradas, Tinza y las otras capitanas habían izado los estandartes del dragón marino para guiar a las demás, formando una escolta. Allí, un grupo tan variado de naves no llamaba la atención.
Al aproximarse a Mithas, Rahm hizo algo difícil de imaginar: dividió sus fuerzas y las envió a sus respectivas misiones por separado. La capitana Tinza y las otras tres naves de la flota oriental navegaron hacia el extremo norte de la isla, a unas dos jornadas de Nethosak, donde se encontraba el puerto de Varga, un pequeño pero importante asentamiento que se utilizaba para unir las colonias lejanas del nordeste con la región más profunda del Mar Sangriento. Tinza y las suyas navegarían bajo la bandera de la flota, golpearían y armarían todo el alboroto posible, para luego huir a un destino previamente establecido.
Con la excepción del Cresta de dragón, las otras naves se hallaban a las órdenes del general en su rumbo hasta las montañosas riberas del este. También ellas habían recibido órdenes dispuestas para coincidir con los planes de Rahm.
La legión de Hotak guardaba la capital, pero la protección del palacio era tarea de la Guardia Imperial del propio Rahm. Nadie mejor que él conocía el trazado de la ciudad. Recordaba todas las calles, todos los edificios públicos. Había estudiado cada punto vulnerable del palacio y conocía las alcobas y los ventosos corredores. Ese conocimiento le había permitido cumplir con sus deberes y salir airoso donde la mayoría había fracasado.
Rahm conocía, uno a uno, a los comandantes de las fuerzas de Hotak, y los conocía tan bien que no le resultaba difícil prever su pensamiento. Comprendía sus deficiencias.
—Nolhan, el comerciante, habló de un tal Bilario —masculló Azak, contemplando la neblinosa costa, de la que sólo sobresalían las altas colinas boscosas y las prominentes rocas, que resaltaban, amenazadoras—. ¿Nos estará esperando aquí?
—Sí. Debe mucho a Tiribus, al menos eso dijo Nolhan, y el consejero lo tendrá dispuesto por si ocurre algo. Puesto que Tiribus no lo necesita, nos beneficiaremos nosotros.
A bordo reinaba el silencio, interrumpido sólo por los crujidos del casco y el constante golpeteo del agua. El Cresta de dragón navegaba muy cerca de la orilla. La tripulación sondaba de vez en cuando y uno de los marineros iba agarrado a la proa.
Pasaron dos, tres horas…
Al avistar una roca escarpada que sobresalía del agua, Rahm se levantó de un salto.
—¡Allí! —susurró, observando atentamente el peñasco—. Es la señal que se nos dijo. ¿La ves sobresalir como una hoz alzada?
—Sí, y un terrible promontorio a su lado. Así pues, ¿nos dirigimos al interior?
—Según Nolhan, aquí estaremos a salvo.
—Esperemos que tenga razón, amigo mío.
El barco de los renegados se aproximó a la costa. Azak dio órdenes de recoger las velas.
—Haremos el resto del viaje en una chalupa.
Descendieron a la pequeña embarcación, seis de ellos en total. Cada golpe de remo retumbaba como un trueno dentro de Rahm. El trayecto hasta tierra se le hizo eterno. En cuanto el bote se acercó a la intrincada costa, el general saltó a tierra para servir de guía.
Desembarcaron todos. Dos jóvenes guerreros voluntarios se apostaron junto al general, aguardando a que se despidiera de Azak.
—Gracias por tu ayuda —dijo Rahm, apretándole la mano—. Has sido un auténtico camarada, capitán.
—También tú lo has sido para mí, Rahm, por eso tengo la intención de acompañarte.
El general entrecerró los ojos.
—No seas terco, Azak. Es una locura.
Mirando por encima del hombro del capitán, se dio cuenta de que la chalupa emprendía el regreso al barco.
—¡Eh, vosotros! —llamó—. ¡Deteneos! ¡Volved aquí!
—Tienen órdenes de su capitán —le informó Azak—, y es a mí a quien obedecen por encima de todo.
El capitán se ajustó el arnés del hacha, cuya cabeza ya había envuelto en un paño para evitar los reflejos de la luz de la antorcha, y añadió:
—Estamos perdiendo el tiempo. Se supone que encontraremos a ese mercader cerca de Jarva, a cuatro horas de marcha a pie. Te aconsejo que empecemos a caminar cuanto antes para, en la medida de lo posible, no viajar de día.
Los otros dos se volvieron a mirar al general, que, sin decir palabra, se puso en cabeza, seguido a un paso por el capitán Azak.
El paisaje se componía de praderas salvajes, salpicadas aquí y allá por sotos de robles y cedros. De vez en cuando, unos oteros altos y redondeados introducían un poco de variedad. Los minotauros cruzaron una vieja carretera fangosa, sin rastro de tránsito o vigilancia.
—¿Quién será ese mercader que vive en semejante lugar? —rezongó Azak.
—El que hace negocios que lo obligan a volver rápidamente al mar.
—¿Un contrabandista?
Rahm se rascó el hocico mientras estudiaba el camino.
—Nolhan no dijo esta palabra, pero hizo alguna alusión. El maestro Bilario comercia con todo, según Nolhan. Absolutamente con todo.
Continuaron cruzando campos neblinosos, luchando aquí y allá contra el fango y la irregularidad del terreno. Al fin, los cuatro ascendieron a un risco desde el que divisaron el perfil brumoso de una finca de provincias circundada de un muro de piedra. Detrás del edificio principal, rematado en una azotea, se apreciaba lo que parecía una zona de árboles frutales.
—Se diría que es una casa normal, ¿verdad? —masculló Azak.
Rahm olfateó el aire, pero guardó silencio. Sus dedos jugaban con el anillo.
Cuando descendieron, la escasa iluminación reveló novedades menos gratas. Alguien había destrozado la valla de listones de madera del redil para hacer fuego. En su interior había varios cadáveres de animales. Más adelante, una carreta de mercancías yacía de lado, con las ruedas rotas.
Rahm hinchó las aletas de la nariz.
—Algo huele a quemado, y no es sólo la madera.
Agazapados, se dirigieron al edificio principal. A través de las ventanas abiertas se veían flotar al aire unas cortinas sedosas de colores tenues. El desagradable olor era cada vez más fuerte.
En el escalón de la entrada yacía un cadáver.
El joven guardián había recibido varias puñaladas en el pecho y, a juzgar por el charco de sangre que se extendía debajo de su cuerpo, más de una en la espalda. Para rematar la obra, le habían aplastado el rostro, lo que le confería una mortal máscara de ogro. A sus pies había una hacha corta de un solo filo, sin rastros de sangre.
El general Rahm tocó el cuerpo.
—Ha ocurrido no hace mucho.
—Parece que Nolhan no estaba al día —comentó el capitán, saltando sobre el cadáver para inspeccionar la casa por dentro. Un segundo después, retrocedía, tosiendo violentamente.
—¿Hay muchos muertos dentro?
—No he visto… —volvió a toser—, no he visto mucho, pero no había olido nada más apestoso desde aquella noche en que el Cresta tuvo que defenderse del abordaje de unos salvajes. Han querido quemarlo todo, aunque sólo lo han conseguido a medias. ¿Creéis que han sido los guerreros de Hotak?
—¿Quién si no? —Rahm miró en derredor—. Echemos un vistazo, por si pudiéramos salvar a alguien —gruñó—. El camino a Nethosak va a ser muy largo y…
Tuvo que interrumpirse porque en ese instante se oyó un fuerte ruido de cascos procedente de la carretera fangosa.
—¡Adentro! —ordenó el general.
Se aproximaban ocho jinetes a todo galope. Nada más llegar, desmontaron todos menos uno, que iba ataviado con la capa y el yelmo abierto de la oficialidad.
—Registradlo todo, malditos haraganes —gritó—. Según el cabrero, el barco acababa de dejar la costa cuando lo vio. Tienen que estar aquí.
—Este sitio hiede como un pozo negro —refunfuñó otra figura—. ¿Todo esto es de unos contrabandistas?
—Alégrate de no haber sido uno de ellos cuando el emperador envió su castigo. El viejo Bilario debió rendirse, en vez de ponerse a baladronear. Se lo advertí más de una vez.
—Aquí sólo hay alimento para buitres, capitán —dijo un tercer guerrero que regresaba de explorar los alrededores—. ¿Nos vamos? Estoy más muerto que ellos.
Los otros se echaron a reír, pero el capitán no lo encontró gracioso.
—Aunque pertenezcáis a la milicia local, sois también soldados del imperio. ¡Por el trono, cumplid con vuestra obligación!
Sin mediar más palabras, los soldados se dispusieron a registrar la zona.
—¡Kreel! —gritó el jefe de la patrulla—. Mete tus tristes despojos en aquel edificio y que no quede una sola estancia sin registrar en ninguna de las dos plantas.
—Capitán, tendría que…
—¿Te recuerdo a tu madre? ¡Adentro! O tendré que meterte yo. ¡Darot, ve con él y llévalo de la mano!
—No son los cadáveres —se quejó Kreel, que, a juzgar por su voz, estaba cada vez más cerca—. Es que tengo un olfato sensible.
En el interior, Rahm se dirigía a sus compañeros:
—Buscad un sitio en el suelo, como si estuvierais muertos.
Así lo hicieron, y justo a tiempo. Rahm se tendió junto a una anciana con el cuerpo retorcido dentro de su túnica. El fuego sólo la había quemado a medias.
Un estruendo de armas y armaduras turbó el silencio de la casa. Uno de los milicianos se acercó a donde yacía Rahm, olisqueándolo todo. Su compañero no estaba mucho más tranquilo.
—Esto es una pérdida de tiempo —susurró Kreel, olisqueando de nuevo.
—Deja de gimotear —le replicó Darot, con un bufido.
Una vez dentro, sin embargo, todo cambió. Primero se quedaron inmóviles, pero luego echaron a andar, resueltos, con el hacha en la mano.
Un joven soldado se levantó del suelo muy cerca de los miembros de la milicia.
También Rahm se puso en pie, maldiciendo en voz baja.
Una daga cruzó el aire y se hundió en la garganta de Darot, al tiempo que alguien le tapaba el hocico para impedirle gritar. Antes de desplomarse entre los brazos de su asesino, el moribundo dejó escapar un gruñido apagado.
—¿Darot? —farfulló Kreel, girándose para ver qué pasaba. Apenas había tenido tiempo de comprender que atacaban a su compañero cuando el general Rahm cayó sobre él y, con un rápido movimiento, le retorció la cabeza hacia un lado hasta que se oyó el chasquido del cuello.
—¡Kreel, guerrero de pega! —gritaba al oficial de la patrulla—. ¿Te has dormido ahí dentro?
—¡Sigo mirando! —la respuesta llegaba desde la espalda de Rahm.
Cuando el general se dio vuelta, se topó con un Azak que parpadeaba, sonriendo.
—¡Pues date prisa! Quiero irme a la cama antes del amanecer.
—Para estar investigando, grita demasiado —subrayó Azak quedamente.
—Hay que encontrar la forma de salir de aquí. —Rahm buscaba a través de la oscuridad pero no detectaba ninguna puerta—. Dispersaos. Buscad una salida, y cuando la encontréis avisad a los demás en silencio, hasta donde sea posible.
Cuando desaparecieron, el general encaminó sus pasos hacia un corredor completamente oscuro. Se movía con cuidado para evitar los posibles obstáculos del suelo. De todas partes le llegaba un olor nauseabundo a carne quemada.
Se detuvo un momento, apoyando la mano en una pared carbonizada y a punto de derrumbarse. De repente, notó un breve centelleo. Miró su anillo y, al punto, descubrió un pasadizo lateral. Hacha en mano, se dirigió hacia ese lugar.
A poca distancia, encontró una puerta derruida. Rahm tiró de un picaporte aún caliente y, al abrirse la puerta, un crujido tan estridente como inesperado quebró el silencio.
Maldiciendo en su fuero interno, Rahm asomó la cabeza. Más allá del recinto de la finca se veía una zona ligeramente boscosa. Si él y sus compañeros pudieran alcanzarla…
—Creí haber oído algo —refunfuñó a sus espaldas una figura alta que llevaba una hacha—. El capitán está harto de esperaros a los dos. —De pronto, se detuvo y empuñó el arma—. ¡Capitán! —gritó—. ¡Tengo a uno, capitán!
Rahm apenas tuvo tiempo de levantar el arma. El encuentro de las dos hachas levantó chispas e hizo retroceder, tambaleándose, a los dos luchadores. Con un gruñido, el enemigo de Rahm volvió a blandir el arma, que silbó como una guadaña. Entonces, el general lanzó un ataque por debajo de los brazos levantados de su enemigo y le hundió la hoja en el abdomen. El minotauro vaciló antes de replicar con un ataque tan violento que estuvo a punto de echar abajo la pared casi desintegrada.
Entonces, Rahm lo hirió en un costado, y esta vez la cabeza del hacha se hundió profundamente. El otro minotauro dejó escapar un gemido antes de desplomarse.
Por todo el edificio se oían los gritos y el entrechocar de las armas. Rahm echó a correr por el pasadizo, pero cayó de rodillas. El arma quedó lejos y tuvo que agacharse para recuperarla.
—¿General? —la voz pertenecía a Tovok, uno de sus voluntarios.
—¡Por aquí! —ordenó Rahm y, con Tovok pegado a los talones, rodeó el edificio.
Uno de sus minotauros combatía con dos enemigos. Rahm envió a Tovok contra uno de ellos, y él mismo se ocupó del otro.
El blanco del general se movió en el último instante y estuvo a punto de esquivar el hacha, pero Rahm, elevándola, descargó un golpe feroz debajo de la mandíbula del miliciano y, cuando el herido comenzó a tambalearse, le hundió el extremo aguzado en el cuello indefenso.
El segundo asaltante cayó enseguida a manos de Tovok y del rebelde aún no identificado.
—A esta distancia —sonrió la oscura figura—, calculo que debes de ser tú, Rahm.
—¡Azak! ¿Te han herido?
—Unos rasguños. Nada de importancia —respondió el marinero con voz apagada—. Pero el joven que luchaba a mi lado murió después de acabar con el capitán de la milicia.
Rahm hizo un cálculo rápido.
—¿Falta uno, Azak?
Fuera se oían los caballos.
Rahm se volvió hacia la entrada principal.
—No podemos dejarlo escapar.
Echaron a correr, y fuera del edificio descubrieron al último integrante de la patrulla en el momento de subirse al caballo. Daba patadas a las otras monturas para que le despejaran el camino.
Con un salto prodigioso, el general Rahm consiguió atraparlo por los pies. Viendo que no podía zafarse de él, su enemigo decidió espolear el caballo y arrastrarlo consigo.
El animal salió a la carretera llena de pedruscos, pero Rahm se negó a soltar su presa. El otro minotauro no cesaba de darle golpes mientras liberaba el hacha de su funda.
Rahm se giró de un modo abrupto. Con un relincho, el caballo perdió el equilibrio y el soldado salió disparado profiriendo un grito de consternación. Los dos combatientes rodaron por el áspero terreno. Rahm liberó su daga al aterrizar sobre la otra figura. Al ver la cuchilla, su adversario aflojó la presión de la mano sobre el arma a medio desenvainar.
—¡Me rindo! —jadeó.
El general Rahm le hundió la daga en la garganta. En el momento en que extraía la cuchilla manchada de sangre, llegaron sus compañeros. Azak le ofreció una mano para ayudarlo a ponerse en pie.
Rahm ordenó a Tovok:
—Coge tres caballos y dispersa a los demás. No dejes ningún rastro.
Azak volvió la vista hacia la casa.
—¿Y qué hacemos con…?
—Déjalo. Cuando alguien venga, ya será carroña para los buitres, como todos. Ninguno de nosotros lleva signos que lo identifiquen.
—Como digas.
Tovok reunió los caballos. Cuando hubieron montado los tres, Rahm echó una última mirada a la finca ennegrecida por el humo.
—Más muertos que arrojar a los ensangrentados pies de Hotak —murmuró con tal frialdad que sus acompañantes intercambiaron una mirada.
Espoleando a sus cabalgaduras, los tres tomaron el rumbo de la capital.
Lady Maritia de-Droka había pasado cinco días en el campamento antes de partir, seguida de su escolta, a inspeccionar las instalaciones del norte. Nadie esperaba ver otra vez a la hija del emperador; por esa razón, el regreso, más de dos semanas después, constituyó una sorpresa. Sus motivos eran un misterio para los prisioneros.
—Tendría que haber clausurado la planta de elaboración —mascullaba Faros a Ulthar mientras saltaban a las carretas—. Tiene que existir otro modo de hacerlo. Un gnomo la habría diseñado mejor.
—Así, en caso de erupción, se puede abandonar o desmantelar con poco coste —replicó Ulthar. Luego se encogió de hombros—. Pero estoy de acuerdo contigo; es un trabajo de gnomos.
Todos los días Faros era conducido al abismo infernal, y todos los días le asaltaban los oídos los mismos gritos. Varias veces tuvo que ayudar a trasladar a las víctimas, con los cuerpos ennegrecidos por un lado y abrasados por el otro. La mayor parte moría pronto, pero algunos eran rematados aunque hubieran podido sobrevivir.
Aquel día había transcurrido con bastante tranquilidad. Las llamas sólo habían hecho erupción dos veces.
Un recipiente, dos, tres…, diez. El ciclo se repetía, interminable.
Tembló el suelo y una lluvia de rocas se precipitó sobre Faros. El ruido se hizo trueno. La tierra vibraba con tal violencia que lo tiró al suelo de rodillas. En el saliente donde trabajaba se abrió una pequeña grieta y luego una parte del borde se precipitó al enorme agujero.
A gatas, Faros se apretó contra la pared. Muchos temblores cesaban a los pocos minutos, pero éste se hacía peor, más intenso y violento a medida que pasaba el tiempo. Oyó los alaridos. Varios presos corrieron a las escalas, tambaleándose a causa de los grilletes. Uno de ellos perdió pie, se aferró al que le precedía, y ambos se precipitaron al abismo sin dejar de gritar.
Los recipientes cargados de mineral se tambaleaban con tal violencia que algunos chocaban entre sí. Un desprendimiento de fango estuvo a punto de sepultar a Faros. Escupiendo barro, abandonó el nicho con la intención de unirse a los que convergían en las escalas.
Delante, un prisionero alto y canoso luchaba por mantenerse firme en su camino, pero, al dar un paso en falso, la pasarela se desplomó y él quedó colgado del borde. Sosteniéndose en un asidero, hacía esfuerzos por impulsarse hacia arriba. Reaccionando instintivamente, Faros corrió hacia él.
—¡La mano! —le gritó—. ¡Dame la mano!
El otro le obedeció, pero estuvo a punto de soltarse. Faros lo subió lentamente, hasta que pudo depositar un pie en el sendero. Con un poco más de ayuda, el anciano se enderezó. A Faros se le iluminó el rostro al reconocerlo, porque comprendió que acababa de rescatar a Itonus, el patriarca depuesto.
Itonus le dirigió un breve ademán y ambos corrieron hacia las escalas.
En la boca del agujero, varios obreros se inclinaban para recoger a los supervivientes. El temblor comenzaba a remitir, pero nadie se fiaba de que no hubiera otros. Faros miraba con angustia a Itonus, y no se unió a la fila hasta verlo a salvo. Arriba, sintió que lo sujetaba una mano fuerte y firme, una mano llena de tatuajes.
Se puede decir que Ulthar elevó por los aires al minotauro, más pequeño que él, para depositarlo en tierra firme. Con un suspiro, Faros cayó en sus brazos.
—Tenía un primo, Sardar —murmuró Ulthar—, que navegó conmigo, para mi familia. Luego se hizo pirata y bandido. Donde iba yo, iba él. Buen camarada y buen luchador —bufó—. Lo mandaron al hoyo conmigo y murió el primer día. No pude agarrarlo a tiempo.
Como no le quedaban fuerzas para responder, Faros se las compuso para asentir. Se acercó a mirar el hoyo, donde los fuegos causados por el temblor comenzaban a desaparecer de la vista.
Estaba tan débil que ni siquiera se sobresaltó cuando lo tocaron en el hombro. Al girarse, se encontró frente a Itonus.
—A ti, y a tu amigo —los ojos, prudentes y negros como el carbón, pasaron a Ulthar—, se os convocará. Estad preparados.
Les dio la espalda y se introdujo en la fila de prisioneros. Faros lo siguió con la vista, pero Ulthar le dio un suave codazo.
—No des muestras de interés. Disminuye los riesgos.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué desea de nosotros?
Antes de que Ulthar respondiera, se aproximó uno de los guardias.
—¡Todos a las carretas! Esperaréis allí hasta que sepamos que ocurre. Descansad mientras podéis. Luego habrá que recuperar el trabajo perdido.
Mientras se dirigían a las carretas, Ulthar respondió con toda tranquilidad a la pregunta de Faros:
—Sólo podemos importarle por una cosa. —Por primera vez en muchos días se permitió una auténtica sonrisa—. Creo que el patriarca tiene un plan para huir, y por la pinta, debe de ser bueno.