XXI
SIN ESCAPATORIA
Pronto llegaron noticias del ataque a Varga, aunque ningún mensajero comunicó en persona la terrible noticia. Nephera, que se ocupaba de los preparativos de la recepción de Golgren, fijó de repente la mirada en el vacío.
—Varga…, Varga —susurró—. ¿Estás seguro? ¿El puerto del norte? ¿Cuatro barcos? ¡Los estandartes de la flota!
Los ojos redondos de las dos doncellas imperiales no percibían nada, pero la suma sacerdotisa miraba fijamente las intensas sombras que se arremolinaban a su alrededor.
—¡Dejadme sola! —ordenó a sus ayudantes. Cuando éstas salieron con pasos elegantes, Nephera se apretó los hombros con las manos.
—Naves en el este; Varga, al norte…, ¿qué quiere decir todo esto? —se dirigió con brusquedad a sus informadores—. ¿Piratería o rebelión?
La suma sacerdotisa se dio la vuelta y abrió de par en par la puerta que habían atravesado sus doncellas.
—¡Hotak! —llamó.
Nephera recorrió a toda velocidad los soberbios vestíbulos del palacio, con sus espías flotando tras ella. Se dirigió a la sala del trono, adonde Hotak había conducido a Golgren para alardear de la grandeza del poder minotauro. Ambos se giraron, perplejos, cuando ella irrumpió por las grandes puertas de bronce.
—Querida… —comenzó a decir el emperador.
La mirada acerada de Nephera interrumpió sus palabras.
—Hotak, amor mío, es imprescindible que hablemos ahora mismo.
Al comprobar la urgencia de su esposa, Hotak hizo una leve reverencia al invitado.
—Os ruego que me excuséis un momento, Golgren.
El ogro asintió, aparentando indiferencia. Sólo los ojos, ligeramente estrechados, expresaban su curiosidad.
El emperador condujo a su consorte fuera del salón. Ninguno de los dos habló hasta entrar en la sala de planificación, donde Hotak miró en derredor para asegurarse de que estaban solos.
—Dime —le ordenó—. Habla.
—Varga acaba de caer hace una hora. Las naves se encuentran aún en el puerto, cargando provisiones imperiales a bordo. Llevan los estandartes de la flota oriental.
Hotak se golpeó una palma con el puño.
—Los cuatro que huyeron. Tienen que ser ellos. Esperaba algo, pero no tan audaz. ¿Qué locura pretenden? —se preguntó, rascándose la mandíbula.
—Han destruido un puerto en la propia Mithas. Imagina lo que dirá el pueblo.
—No podemos permitirlo. —Abrió la puerta para llamar a gritos a un sobresaltado guardia—. ¡Convoca al capitán Gar!
Gar apareció al momento. El negruzco guerrero hincó una rodilla en tierra.
—¿Mi señor? —expresó entre gruñidos.
—Han atacado Varga. Envía un destacamento de mi legión personal. Alerta a la legión del Grifo Volador y envía un contingente naval al puerto. Debes encontrar cuatro naves con el estandarte de la flota oriental. ¡Quiero esos barcos!
Gar asintió.
—El grueso de vuestra legión —informó—, está ya desplegado en el sur de Mithas, y un contingente partió hacia Kothas, siguiendo vuestras órdenes, para reforzar al general Xando.
—Entonces reúne lo que necesites en la propia Nethosak.
—La capital quedará en manos de la Guardia del Estado. En cuanto a vuestra protección, sólo contaréis con la Guardia Imperial, mi señor.
—Haz lo que digo y que la seguridad de Nethosak quede en manos de la Guardia Imperial. Bastion no estará disponible, pero Kolot cumplirá igualmente ese cometido. Toda posible amenaza a la capital le será comunicada.
—Sí, mi señor. —El capitán Gar se puso en pie y abandonó la estancia.
Nephera se acercó a su esposo.
—Si hace falta, puedes contar con los Defensores.
—Preferiría mantenerlos al margen. Nethosak está segura.
—Como digas. —Sin embargo, arrugó la frente—. Sería mejor aplazar de momento el pacto con Golgren; al menos darle largas antes de anunciarlo, hasta saber qué ocurre.
—Tiene que ser obra de Rahm. ¡Golpear aquí! ¡Hostigar a las legiones en todas partes! ¡Buscar mis puntos débiles! —Hotak emitió un bufido, con los ojos inyectados en sangre—. Un error fatal, porque en mi imperio no hay espacio para la debilidad.
Nephera le dio unos golpecitos en el peto.
—Bien dicho, esposo. Ahora, convendría que regresaras con tu ogro, antes de que averigüe el terrible destino que se abate sobre el imperio.
—Como siempre, tienes razón. —Juntaron las puntas de sus hocicos, y Hotak aspiró intensamente el aroma de lavanda de su esposa—. Gracias por tu presteza.
—El templo existe para respaldarte, y yo sólo existo para ayudarte en todo.
Lo observó mientras se alejaba para aplacar a Golgren.
—Quizás aciertes sospechando de Rahm, amor mío —susurró—, pero temo que te equivoques. Es demasiado directo para el general, demasiado torpe. Aquí se trama algo más y yo debo averiguarlo.
Un prisionero picado de viruelas se acercó a Faros y a Ulthar mientras tomaban su ración matinal y, con un suave toque del pie, les indicó que lo siguieran. Rodeando varios barracones y dejando atrás grupos de prisioneros ocupados, los condujo hasta más allá de las torres de vigía de madera. Varios pares de ojos apagados los siguieron con curiosidad.
Doblaron otra esquina, pasaron por delante de un distraído centinela que montaba guardia en una de las torres y, de repente, se encontraron con un prisionero nervudo, de ojos rasgados, que los miró de arriba abajo antes de hacer que lo siguieran hasta un barracón.
Al fondo, entre las sombras, aguardaban dos figuras. Para sorpresa de Faros, uno era Japfin, que se había excusado para no comer con ellos aquella mañana. El otro era Itonus.
—Ya sabéis quién soy —dijo el patriarca—. En otros tiempos, dirigí una casa poderosa. Un estúpido equívoco me arrebató el cargo, pero no los amigos que tengo en el exterior. He esperado hasta ahora, y ya han empezado a actuar. —Itonus se inclinó hacia ellos—. Tenemos planes. Voy a huir de este agujero apestoso, pero la misión requiere fuerza, sufrimiento y, desde luego, aliados. Creo que vosotros encajáis en mis proyectos.
—He oído hablar de muchos planes antes —dijo Ulthar—. Ninguno salió bien.
—El mío sí. ¿Qué decís, vosotros dos? A éste lo conocéis y dice que puedo confiar en vosotros. Él está de acuerdo.
—¿Qué hacemos con el Carnicero? —preguntó Faros—. Te he visto codearte con él. ¿Entra en la conspiración?
—El… —Itonus sonrió maliciosamente—. El bueno de Paug. —Hizo un ademán con la mano para dejar correr el asunto—. Me sirve para desembarazarme de los canallas, pero no entra en mis planes. Demasiado cambiante; demasiado inseguro.
La huida. Una meta que parecía imposible, pero si alguien podía alcanzarla, ése era sin duda el patriarca. Faros no podía rechazar una oportunidad tan preciosa.
—Iré contigo.
A su lado, el marinero tatuado asintió lentamente.
—Yo también.
—He estado esperando a que se marchara la traidora lady Maritia. Sin embargo, tengo que actuar de acuerdo con los que están fuera. Mañana por la mañana preparaos para viajar en una carreta distinta. La oportunidad será evidente, pero no debéis dudar. Una vez dentro mirad debajo de los bancos. Encontraréis herramientas para cortar las esposas y los grilletes. No os digo más, pero actuad sin temor. Aquí no caben dudas ni pasos en falso.
—¿Por qué nos necesitas? —preguntó Faros.
—Para ser sincero, como señuelo. De aquí sólo se puede salir con una carreta, pero si salgo solo, lo notarán. Un prisionero es demasiado evidente, pero no se molestarán en revisar una carreta medio vacía. Si algo sale mal, tengo camaradas que cumplirán órdenes. Necesito vuestra obediencia ciega. Y ahora, si no tenéis más preguntas, la reunión ha terminado.
Itonus se echó hacia atrás, con los ojos cerrados para pensar mejor. Japfin se unió a Faros y a Ulthar, y los tres partieron hacia los barracones.
Sonaron los cuernos, convocando a los presos a las carretas. Por primera vez, Faros se movía con cierta energía, con cierto optimismo. Nadie hablaba. La clave de su libertad estaba en manos de un minotauro en el que podían confiar.
No obstante, al aproximarse a las carretas, Faros sintió un golpe brutal que lo hizo caer de rodillas. Ulthar se apresuró a socorrerlo, pero el Carnicero blandió el látigo.
—¡Muévete, escoria! ¡Las carretas no te van a esperar siempre!
Faros obedeció de mala gana, rechinando los dientes. No podía manifestar sus sentimientos. Un poco más y Vyrox sería sólo una pesadilla olvidada, y Paug también.
Maritia contempló a los reclusos que partían, buscando a uno en concreto. Se hallaba en la habitación, con la única compañía de su guardaespaldas, Holis, un minotauro inmenso y oscuro como el carbón.
—¿Estás seguro de tu información, Holis?
—La fuente es fiable —dijo Holis, firme como una estatua.
—Así lo espero. De otro modo, nunca me habría quedado en este lugar miserable, pero deseo ver el final.
Por fin, Maritia descubrió la figura que buscaba. Itonus se dirigía a las carretas como si aún pisara la alfombra que lo conducía a su opulento sillón de patriarca. No parecía un minotauro depuesto.
—Mi padre hizo mal en salvarle la vida, Holis.
—Como digáis, mi señora.
Maritia se apartó de la ventana.
—Comprendo sus razones, pero debió actuar con mayor decisión.
—La política es un campo de batalla peligroso, mi señora. Las circunstancias aconsejaban enviar a prisión al anciano por la posibilidad de utilizarlo en un trato.
—El tiempo de esas preocupaciones ya ha pasado. —Maritia se volvió, apretando en su mano la empuñadura de la espada—. Si lo que dice tu informador es cierto, Itonus se nos escapará, y no podemos permitirlo, Holis.
—¿Qué ordenáis, mi señora?
Maritia se llevó la mano que tenía apoyada en la espada al pecho.
—No ordeno, te sugiero tu deber hacia tu señora.
Holis inclinó la cabeza.
—Decidme qué debo hacer y lo haré, mi señora. Por el emperador, por el reino… y por vos.
Las sombras rodearon a la suma sacerdotisa sentada a su escritorio, aunque ella, concentrada en su tarea, no les prestaba la menor atención. Allí seguirían cuando las necesitara. A fin de cuentas, no les quedaba más remedio que esperar.
Sus palabras corrían por el pergamino como el agua corre por una cascada. Los ojos ávidos reflejaban una mirada fanática, y la mano que sostenía la pluma se movía como guiada por otras fuerzas. Nombres, lugares y frases salían de la intensa tinta roja: Varga, Tinza, Napol, Jubal y otros.
Los renegados habían cometido un error imperdonable regresando a Mithas, porque le daban la oportunidad de identificarlos. Tenía nombres nuevos, muchos nombres. Y lo que importaba aún más, ahora podía seguir sus movimientos, pues las naves habían partido de Varga con los desconocidos pasajeros en su interior. Asignó a cada rebelde uno de sus tenebrosos servidores.
Tenía tantos a sus órdenes que podía seguir los actos y los pensamientos de todos aquéllos que estaban al servicio de su esposo, y así comprobar hasta dónde llegaba su lealtad. Los fantasmas se ocupaban incluso del propio Hotak. Mera precaución, según Nephera. No hace falta decir que él lo ignoraba.
La sacerdotisa se detuvo para tomar aire y repasar con la mirada sus aposentos, su santuario. Allí, en el templo, su autoridad era absoluta. Las acolitas obedecían hasta la última de sus palabras. Los fieles caían de rodillas a sus pies. Los espíritus obedecían sus órdenes y alimentaban su poder hasta un punto que el emperador no podía imaginar.
Lady Nephera volvió a contemplar la lista. Pronto estaría en condiciones de presentar ante Hotak un esquema de la organización de los rebeldes en todos sus detalles, incluyendo el paradero de sus bases y la identidad de quienes les brindaban un apoyo útil.
Luego, por fin, su marido reconocería la contribución de los Predecesores.
—¿Y Rahm? —preguntó al vacío—. ¿Dónde está Rahm?
Habían mencionado el nombre, pero el paradero exacto seguía constituyendo un misterio. Nephera abrigaba la sospecha de que el general preparaba algo distinto a los ataques, y esta idea la hacía ser mucho más precavida.
—¡Takyr!
La sombra encapuchada apareció al instante.
Señora.
—El general Rahm continúa esquivándonos. ¿Por qué?
Hay una fuerza, un poder que lo protege de mi vista, mi señora.
Nephera arrugó la frente.
Es como los muertos son para los vivos…
—En vida te interesaste por la magia; un raro ejemplo entre nosotros.
La magia me afectó, mi señora —dijo el fantasma encapuchado. Entonces, levantó la mano derecha, y Nephera notó, por vez primera, que le faltaban dos dedos y tenía los restantes abrasados—, y me produjo esta… alteración.
No explicó más. También los fantasmas deseaban olvidar las circunstancias de su muerte o, por el contrario, contaban su historia a todo aquél que se prestara a escucharlos. Algunas de las sombras que habían jurado lealtad a la suma sacerdotisa tenían la costumbre de lamentarse continuamente de su ruina hasta que ella las conminó a hablar sólo cuando se les ordenara.
—Así pues, ¿no tienes nada que decirme?
Nada, mi señora.
Sin disimular su irritación, Nephera se volvió hacia la muchedumbre de los muertos y contempló con desdén a las sombras arremolinadas.
—¡Inútiles! ¡Ninguno de vosotros tiene nada que decirme! ¡Ninguno sabe dónde encontrar al peor de los traidores!
Con independencia de lo que hubieran sido en vida, en aquel momento los consideraba equivalentes al barro de sus zapatos. Hasta Takyr tuvo el buen juicio de retirarse, con la expresión de su rostro oculta dentro de la capucha.
—¿Nadie? —añadió, en un tono lleno de desprecio—. ¿Nadie sabe decirme dónde se encuentra el general Rahm?
Las sombras se movían, inseguras. Rostros que atravesaban rostros, cuerpos que atravesaban cuerpos llenaban la estancia.
De pronto, una sombra solitaria se deslizó, no sin vacilar, hacia ella. Había muerto violentamente, a juzgar por su carne ennegrecida y llena de ampollas; al parecer, víctima del fuego. El olor a ceniza impregnaba todo su cuerpo.
—¿Tienes algo que decir? —la urgió Nephera—. ¿Algo que merezca mi tiempo? Si es así, acércate y habla.
Mi señora, en vida me llamaron… Quas —consiguió articular el fantasma con la boca carbonizada. A pesar de la espantosa desfiguración del rostro, su expresión cargada de odio no pasó inadvertida para la suma sacerdotisa—. Quizá sepa dónde puede hallarse el general Rahm.