XVII
PEQUEÑOS MUNDOS LETALES
Una falange de veinte guerreros armados de picas cabalgaba con Maritia hacia las minas de Vyrox; exactamente veinte más de los que la joven creía necesarios. El poder de su padre en Mithas estaba consolidado y no le parecía que los mineros, amansados por la dureza de su trabajo, representaran el menor peligro para su seguridad.
Se dirigía a Vyrox con una doble misión. La reciente destrucción causada por los últimos terremotos —excesiva incluso para lo ocurrido hasta entonces en la zona—, había roto todas las previsiones relativas a la principal fuente de materias primas del imperio. Un hecho fatal para las ambiciones de Hotak. La misión primera y más evidente de Maritia era, pues, evaluar la logística de la producción basándose en los pozos aún viables y el establecimiento de nuevos objetivos. Su segunda misión era de naturaleza más delicada y consistía en conducir al depuesto patriarca de su casa hasta el campamento.
Delante de la joven marchaban cuatro lanceros de la legión. Maritia y otro soldado flanqueaban a Itonus. El antiguo patriarca vestía sólo un faldellín y unas sandalias y llevaba las manos atadas por delante. Los seguía el resto de la guardia.
Cuando llegaron al campamento estaba anocheciendo. No por primera vez, Maritia tosió en un vano intento de limpiar sus pulmones del penetrante hollín.
Un guardián de dimensiones gigantescas y mirada salvaje se enfrentó a los recién llegados desde el otro lado de la verja.
—Declarad vuestra intención o volved sobre vuestros pasos.
Presa de cólera, Maritia adelantó su caballo.
—Soldado, esperaba que fueras capaz de reconocer a un oficial del imperio.
El guardia maldijo en voz baja.
—¡Perdonad, mi señora! Dijeron que vendríais antes, pero como no llegabais, el comandante pensó que vendríais mañana.
—Pues henos aquí. ¿Tu nombre, soldado?
—Paug, mi señora.
—Está bien, Paug. Ten la amabilidad de avisar a tu comandante de que Maritia de-Droka, representante del imperio, acaba de llegar. Y apresúrate.
Mientras Paug salía corriendo, sus compatriotas abrieron la verja. Maritia, seguida de la escolta, se dirigió a los cuarteles de la comandancia. Los prisioneros con que se cruzaba formaban grupos de gente sucia y desabrida. Pocos levantaron la vista a su paso. Por el contrario, mantenían el hocico pegado a sus escudillas. El olor que despedía aquella comida obligó a la joven a taparse la nariz con la mano en un vano gesto defensivo. Hasta el hedor sulfuroso de los lejanos cráteres parecía menos malsano.
Paug salió del cuartel seguido de un oficial de aspecto agotado al que le faltaba una parte del brazo. Dirigió a la joven un saludo frío antes de decir:
—Krysus de-Morgayn a vuestro servicio, mi señora. Disculpad que nuestro campamento no esté preparado.
—No te preocupes de eso ahora. Ya estoy aquí. ¿Dispones de acomodo para mi escolta y para mí? Podemos instalarnos en unos barracones vacíos, si es necesario.
Krysus la miró con espanto.
—Señora, no quisiera faltaros al respeto acogiendo a una persona de vuestra posición en algún recinto sucio. Aceptad mi humilde cuartel y el personal a mi servicio durante el tiempo que permanezcáis aquí. —Se volvió hacia Paug—. Muéstrales dónde dejar los caballos.
—Sí, mi comandante.
—Mi señora, si lo deseáis podemos pasar ya a mi despacho. —Miró con curiosidad al prisionero—. En cuanto a…
—En cuanto a él —interrumpió Maritia—, vendrá con nosotros. De momento, al menos.
—Vuestra cortesía no conoce límites —subrayó Itonus con sequedad.
La hija de Hotak lo miró.
—No abuses de tu suerte.
El depuesto jefe del clan guardó silencio.
Cuando se llevaron los caballos, una figura encadenada que no había dejado de observar a Maritia, manifestó un súbito interés por su escudilla casi vacía.
—¿Mi señora? —susurró el comandante cortésmente.
—Ya voy.
Krysus le ofreció su brazo entero. Tras ellos iba Itonus, custodiado por dos soldados.
—Tengo toda la información que habéis solicitado. Hallaréis que Vyrox funciona eficazmente.
—Veremos.
Al entrar, la joven percibió una vaharada de olor a ceniza. Deseó acabar pronto para regresar a casa, a la atmósfera limpia y elegante de la capital del imperio. Regresar para olvidar los rostros desesperados y contraídos de dolor de los prisioneros.
Al día siguiente, caminando junto a los demás en dirección a las carretas, Faros no dejaba de pensar en la emisaria imperial. Aunque no la había reconocido, parecía evidente que la joven era de altísima alcurnia. Su inesperada aparición, sumada al hecho de que se trataba de la primera hembra que veía en muchos meses, lo obligó contemplarla durante largo rato. Por fortuna, ella no lo notó. Para la joven, Faros era un prisionero más, uno de tantos trabajadores sin honor y sin clan. El secreto estaba a salvo.
Afortunadamente para él.
Paug tomó la dirección contraria acompañando al nuevo prisionero. Este último no caminaba como un trabajador, sino más bien como si fuera un personaje en visita de inspección. Hasta el Carnicero lo trataba con cierto respeto.
—Se llama Itonus —informó Japfin con indiferencia—. Antes era el patriarca del clan del mismísimo Hotak. El nuevo emperador le ha dado la patada… directo a Vyrox.
—¿El jefe de su propia casa?
—Sí, y más aún, esa hembra tan fina que lo ha traído hasta aquí no es otra que la hija de Hotak.
Faros parpadeó.
—¿Ésa es lady Maritia?
—Sí, y ya puedes disfrutar contemplándola porque será la última hembra que veas en tu vida.
Se acercaba un guardia haciendo bailar el látigo.
—¡Basta de charla! ¡Saltad adentro!
El interés por la hija del emperador y el patriarca traicionado fue disminuyendo a medida que las carretas se acercaban a sus respectivos destinos. Faros se miró los brazos y el pecho, donde comenzaban a desaparecer mechones de pelaje. Las calvas aumentaban con cada jornada sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Allí los aguardaba el metal, apilado en pesados montones. Faros comenzó a martillear. Flaco, sí, exhausto, sin duda, pero el que una vez fuera el blando hijo de Gradic era ahora tan musculoso como la mayoría.
Dos veces a lo largo de la jornada se distribuía agua entre los trabajadores. Mientras bebía, Faros notó que se aproximaban dos guardias. Se puso tenso, porque aquellas visitas nunca auguraban nada bueno.
El más alto, un veterano con el rostro deformado y lleno de cicatrices en la parte derecha del hocico, examinó al grupo.
—Aquél. —Señaló a uno de los minotauros con el látigo enrollado. Su compañero se dirigió a los alineados para apartar a un trabajador aún más joven que Faros—. Y ese otro —añadió el centinela de más edad, señalando a un prisionero mayor, de miembros fuertes, que se hallaba algo más lejos.
Luego, el látigo apuntó a Faros.
—Y ese otro, también.
Del lugar que ocupaba Ulthar llegó un profundo suspiro de alivio. Faros se sumó a los otros sin comprender la situación. Los guardias hicieron desfilar a los tres hacia la zanja de fuego.
Consternado, se detuvo a medio camino, pero su gesto le valió un golpe de la tralla. Avanzando a trompicones, vio el cráter infernal, el humo denso y las temibles llamas. Del interior de la zanja surgió un grito de dolor, tan súbito como terrible.
—¡Bajad por la escala! ¡Vosotros tres, abajo!
Del borde del hoyo sobresalían los dos primeros peldaños de una escala ennegrecida por las altas temperaturas. A pesar de los callos que tenía en las manos, Faros sintió que le quemaban de un modo insoportable. Bajó la mirada mientras descendía, pero no logró percibir más que el humo y el fulgor de la hoguera.
—¡Vamos! —rugió el guardia desde arriba—. Ya tendréis tiempo de verlo cuando estéis trabajando allá abajo.
Obligado a moverse con torpeza a causa de los grilletes, Faros descendió hacia la bruma sofocante. El calor que le había parecido intolerable arriba demostró ser una brisa fresca en comparación con el infierno de abajo. Cada inhalación le abrasaba los pulmones.
De aquella escala pasó a otra y a otra, y así, diez en total, de siete metros cada una. En la base de la última, un guardia advertía a los prisioneros de que no se apoyaran en el ardiente muro de cenizas. Faros no necesitaba aviso porque se sostenía en un saliente esculpido de no más de un metro de ancho. Las llamas ascendían hasta él y el olor a aceite quemado le chamuscaba la nariz.
Percibió las pasarelas de piedra a distintos niveles y, estacionados a intervalos, los grupos de prisioneros que portaban largas estacas terminadas en garfios de hierro. Uno de los obreros sostenía con el garfio una cadena de la que colgaba un grueso recipiente de hierro de forma ovalada. Del modo de trabajar de la figura llena de grilletes se deducía que el recipiente transportaba un peso enorme.
Una de las rocas se precipitó, rodando, en el abismo, e inmediatamente un guardia azotó al culpable sin dejar de empujarlo hasta el borde mismo del precipicio.
El soldado que guiaba a Faros se le acercó.
—Aprende la lección, idiota. Esos recipientes valen más que vuestros pellejos miserables. Probarás el látigo cada vez que derrames algo. Ahora, a trabajar.
—¿Qué es lo que hacen? —masculló Faros.
—Fundir metales, necio. Esos recipientes llevan metal y carbón de leña. —Faros sabía que una dosis de calor adecuada, sin necesidad de fuego, podía separar el cobre del hierro—. Los que están abiertos traen la carga nueva que envían desde arriba. Tú te encargarás de cogerlos y pasárselos a otros.
Finalmente, después de distribuir a los restantes prisioneros en el camino, el guardia condujo a Faros a su nuevo puesto. En el nivel inferior trabajaban dos minotauros con un enorme recipiente de hierro. Ambos parecían al borde del colapso.
Un nuevo vigilante se hizo cargo de Faros. Tenía todo el cuerpo gris por la ceniza, los ojos atravesados por líneas rojas y los brazos cubiertos de costras y quemaduras.
—La cadena transporta los recipientes de metal. Tienes que atrapar uno cuando se te acerque y guiarlo con el garfio hasta su pareja. Lo vacías y lo empujas hacia atrás con el garfio. Las cadenas de arriba lo devolverán a su sitio para que lo rellenen.
Alargó la mano hacia un nicho poco profundo abierto en el muro calcinado, y, tomando una estaca, la lanzó a las sudorosas manos del joven minotauro. A Faros le fallaron los reflejos y estuvo a punto de dejarla caer al hoyo.
El vigilante de aspecto atroz soltó una risita.
—La torpeza no es una virtud aquí abajo, corderito, aunque, bien mirado, nunca nos viene mal un poco de combustible para el fuego.
De pronto, un crujido alertó a Faros. Fuera de la neblina se balanceaba uno de los recipientes de hierro. Tenía más o menos la envergadura de un tonel de madera, pero resultó sorprendentemente pesado. Haciendo un gran esfuerzo, Faros agarró una anilla de la cadena suspendida y la arrastró hacia la pareja que esperaba abajo.
No había acabado de situar el recipiente vacío cuando ya aparecía otro lleno entre la niebla. Sin tiempo para recuperarse, volvió a maniobrar otro más que esta vez llegaba cargado de carbón de leña.
El proceso se repetía continuamente. Llegaba el metal, Faros lo enviaba a los trabajadores que se hallaban en un nivel inferior, ellos lo vaciaban en los hornos y lo devolvían para que recogiera más materia prima. Luego llegaba el carbón y todo comenzaba de nuevo.
Pronto, el joven minotauro aprendió a calcular la duración de cada intervalo con el fin de sentarse durante unos momentos preciosos y absolutamente necesarios. El calor lo aturdía, y el saliente en que apoyaba dificultaba el trabajo en todas las ocasiones.
Tres horas más tarde, respirando ansiosamente, Faros se disponía a agarrar otro recipiente con las manos temblorosas por el esfuerzo.
Sin embargo, un trueno surgido de abajo lo sobresaltó de tal modo que fue incapaz de agarrar la anilla. El recipiente se perdió en la niebla, vacío.
Al punto, miró abajo, pero los prisioneros que estaban allí no perdieron el tiempo en reproches; por el contrario, se apresuraron a lanzarse contra el muro. Rugiendo, el hoyo comenzó a escupir columnas de llamas blancas.
—¡Aaah! —Faros estuvo a punto de ser engullido, pero se echó hacia atrás cubriéndose el rostro, encogido en posición fetal. Súbitamente, las hambrientas llamas se retiraron con la misma rapidez con que habían surgido.
—¡Arriba! ¡Levantaos miserables lloricas! —rugió el vigilante ceniciento, amenazando hasta al último de sus subordinados—. Esto pasa a veces, cuando cae combustible al hoyo. Estad atentos al trueno y sobreviviréis. ¿Entendido?
Faros se las compuso para hacer un breve ademán de asentimiento.
—¡Deprisa! —bufó el guardia—. Ahí viene el próximo.
Surgió, en efecto, un recipiente lleno. Con el cuerpo doblado y el fantasma de las llamas aún presente en sus pupilas, Faros comenzó un nuevo ciclo. Hasta que el vigilante no se hubo marchado no se atrevió a mirar a su alrededor para comprobar si los otros prisioneros habían percibido su lastimosa reacción. Y sólo entonces tuvo conciencia de que faltaba uno de ellos. Ni siquiera había oído el grito.
Un viento nocturno y helado que se colaba hasta en los edificios más herméticos, azotaba Nethosak. Los que oían su silbido se acercaban al hogar o se arrebujaban en su capa, pero aquéllos que tenían unos sentidos más despiertos miraban en derredor, llenos de ansiedad y con los pelos de punta, convencidos de que alguien los espiaba.
Al mismo tiempo, unas nubes negras y grisáceas envolvieron la ciudad. En medio de las tinieblas pestilentes se percibía el destello efímero de los relámpagos rojos como la sangre.
El cielo se convirtió en una vorágine de aullidos y remolinos. Y parecía que iba a estallar una tormenta de proporciones gigantescas.
En el interior del templo de los Predecesores, los leales acólitos aceleraban el paso, sintiendo más que nadie la extrañeza de la noche. Estremecidos, recorrían los pasillos mirando por encima del hombro al pasar junto a las estatuas, siniestras e imponentes.
Para aquéllos que tenían que estar cerca de la sala de meditación, donde la suma sacerdotisa se había encerrado desde hacía ya una hora, la sensación de miedo era aún mayor. Allí montaban guardia cuatro inquietos Defensores con las orejas tensas, aunque aparentando que no notaban la invasión de las sombras. La voz de Nephera se oía al otro lado de la estancia, pero las pocas palabras que llegaban con claridad no pertenecían a ninguna lengua terrenal.
Cuando Nephera levantó la voz, una interminable multitud de formas invisibles y etéreas atravesó el tejado del templo en dirección al firmamento enardecido, cabalgando sobre los vientos y sorteando los relámpagos en todas las direcciones. Revolotearon brevemente sobre Nethosak, como si pretendieran orientarse, y luego, en un súbito estallido, se diseminaron por la capital del imperio y fuera de ella, por toda la isla y, a gran velocidad, mucho más allá.
Profiriendo alaridos, los espectros, vestidos de andrajos, penetraban en los edificios incesantemente, pasando sin ser vistos junto a los que aún se mantenían despiertos en el interior, e incluso a través de ellos. Al sobrevolar el Mar Sangriento, los espíritus, furiosos y protegidos por herrumbrosas armaduras, plantaron batalla a los elementos.
Muchos llevaban más de una misión. La suma sacerdotisa buscó con mayor empeño que nunca cada clave, cada palabra de los conjurados contra ella y su esposo. En sus últimas listas, Nephera había subrayado cientos de nombres e incontables paraderos, y aunque no era capaz de llegar hasta las fronteras del imperio, dominaba una gran parte del territorio.
A bordo de una nave que había partido de Kothas hacia las colonias del sudeste, el capitán ya no cenaba solo en su camarote. Ahora, un minotauro desgreñado, con una brecha de doce centímetros en el centro de la garganta se sentaba a su mesa, sin apartar la mirada inerte del desprevenido marinero.
En Sargonath, el capitán de la milicia local dirigía una patrulla encargada de investigar los últimos informes sobre cierta actividad nocturna de los ogros. Junto a él cabalgaban veinte guerreros y, flotando a su lado, tres espectros. Uno era el propio hermano del capitán, con la cabeza grotescamente ladeada por la maza de un ogro que, tras romperle el cuello, se había estrellado contra su cráneo. Ahora rastreaba las posibles ideas sediciosas de su pariente. Los muertos sólo servían a la suma sacerdotisa.
En Mito, el gobernador Haab interrogaba a un carpintero de ribera detenido en el acto de aprovisionar un navío ilegal, un barco de poca envergadura con el que esperaba reunirse con su primo, un antiguo comandante de la milicia, en un lugar no especificado. El cautivo llevaba los brazos atados a la espalda y lo habían obligado a ponerse de rodillas. A pesar de la presión a que se lo había sometido, en forma de prolongados latigazos, el ensangrentado carpintero continuaba declarando su desconocimiento del lugar de destino.
Haab se inclinó sobre su escritorio al tiempo que uno de los guardias golpeaba al preso en el hocico. Luego, habló, sin dejar de tamborilear con los dedos en la madera:
—¿Cómo es posible que intentaras hacerte a la mar sin conocer dónde debías encontrarte con Ryn? ¿Pensabais recorrer todo el Currain hasta encontraros por casualidad?
Cuando su invitado no contestaba, Haab ordenaba a los guardias que lo azotaran sin piedad. El gobernador estaba furioso, y con razón, ya que la huida de Ryn y de gran parte de su milicia original constituía una mancha negra que arrojaba sombra sobre su autoridad.
—¿Y ahora? —preguntó Haab—, ¿por qué no habla?
Uno de los guardias se inclinó, agachando las orejas.
—Es el dolor, mi señor. Creo que está conmocionado.
—Veámoslo. —Haab dio un paso y tomó al prisionero por el hocico para escudriñar su mirada.
El gobernador no vio nada. Los ojos miraban, es cierto, pero al fin se le había escapado la presa, y Haab comprendió que no volvería. Bufando de ira, el minotauro empujó violentamente hacia un lado la cabeza herida del prisionero.
Luego, dejó caer el cuerpo y, con la respiración acelerada y los ojos enrojecidos de furia, ordenó:
—¡Sacadlo de aquí! ¡Rápido!
Cumplidas sus órdenes, volvió a su escritorio y se sentó a meditar. El trono esperaba un informe, a poder ser con una conclusión satisfactoria. El descubrimiento del paradero de los traidores habría lavado su mancha y, sobre todo, lo habría situado en una excelente posición frente a su emperador.
Tomó un pergamino en blanco. Una vez perdido el rastro, lo mejor sería hacer como que nunca había existido. Así, al menos, encontraría algún alivio para sus problemas.
Pluma en mano, empezó a escribir:
«En la cuestión del traidor Ryn, gracias a la eficacia de nuestro esfuerzo, él y su banda fueron atrapados en las colinas de Mito, donde se ocultaban. Como se negaron a rendirse y con la luz del día les resultó imposible escapar, decidieron suicidarse. Quemamos sus cuerpos para que sirvieran de advertencia a todos los rebeldes. Las exhaustivas investigaciones demostraron que no existían tratos con ningún contacto exterior».
El gobernador hizo un ademán de asentimiento. Unas cuantas líneas más y el error caería en el olvido. Aún podía salvar su carrera.
Pero el ambicioso Haab habría sido menos confiado de haber visto la figura que ahora se asomaba por encima de su hombro. Llevaba el pecho desgarrado y lleno de sangre coagulada en la herida abierta. Se trataba de la sombra del último gobernador, el corpulento Garsis, a quien Haab había ejecutado personalmente y que ahora tenía el encargo de vigilar la lealtad de su sucesor. Garsis no habría podido mentir sobre lo que averiguara, pero, en este caso, la verdad era ya una condena. Nephera sabía elegir a sus espías.
Los espíritus derramaban por todas partes la voluntad de la suma sacerdotisa; miles de sombras plañideras ocupadas en la caza silenciosa de los integrantes de su lista. La mayoría con misiones idénticas a la de Garsis: observar, oír, descubrir, informar.
No obstante, unos cuantos elegidos perseguían una meta distinta y más oscura. En la lista de la suma sacerdotisa figuraban aquellos minotauros cuya actitud desafiante o carente de entusiasmo ya se había descubierto. Para ellos, Nephera había elegido a los espectros más dotados para la acción. Aunque fueron los últimos en surgir de las sombras del templo, su huella sería la más importante.
Sus muertes fueron tan violentas, tan terribles, que la cólera y la angustia conservaban toda su virulencia, tal como reflejaban aquellos rostros desfigurados y aquellas almas deformes. Ansiaban compartir su dolor y su muerte, y Nephera les permitía convertir en realidad su deseo.
El primero de ellos llegó silenciosamente a la lujosa villa del patriarca del clan de Dexos, un robusto anciano de pelaje negro. De puertas afuera era partidario de Hotak, pero entre bambalinas, Brygar utilizaba el nombre del nuevo emperador para aprovecharse de los campesinos y los ganaderos de Kothas que enviaban sus cargamentos a los mercados de la capital. En otro tiempo, Brygar había adorado a Hiddukel, el Hacedor de Negocios.
Naturalmente, él no percibió que ya no estaba solo. Brygar se hallaba en una cripta escondida a mucha profundidad, acarreando trabajosamente el saco donde guardaba sus riquezas mal ganadas. A su lado, uno de sus sirvientes, un guardia de confianza, sostenía una antorcha. A pesar de lo abultado de su carga, el anciano siempre se encargaba de llevar personalmente el oro, porque de ese modo se sentía más cerca de sus riquezas.
El espectro, aún invisible, se enroscó en la indefensa garganta de Brygar.
—¿Qué ha sido eso? ¿No sientes un viento muy frío?
—No siento nada, mi señor.
Brygar se encogió de hombros. A tres niveles bajo tierra como estaba la cripta no podía haber brisa alguna, pero en aquellas profundidades siempre hacía frío. Levantó el pesado saco para lanzarlo sobre los otros. Más de la mitad de la habitación estaba ocupada por cincuenta grandes costales y doce cofres de roble. Brygar sabía aprovecharse, con independencia del emperador de turno.
—¡Aaah…! —El minotauro aspiraba el aroma imaginado de sus riquezas; nadie como él sabía apreciar semejante placer—. La riqueza equivale a poder, Malk, y a fuerza. Lo que aquí ves vale por cien duelos y por doce batallas sangrientas.
—Como digáis, mi señor.
El patriarca pagó con un resoplido la falta de entusiasmo de Malk.
—Dame la antorcha y vete. Yo me quedo.
El guardia armado obedeció, inclinándose al salir.
Brygar se adelantó para tocar uno de los sacos con gesto reverente. No notó el extraño temblor de una llama, ni tampoco la leve presencia que volvió a rodearlo una, dos veces, hasta volar a través de su propio cuerpo.
El anciano se dio una palmada en la oreja, como si lo molestara un mosquito. Aspiró una vez más, admirado de cuánto provecho había sacado a su astucia a lo largo de los años.
Algo se movió dentro de uno de los sacos.
Arrugando el ceño, el minotauro alargó la mano para tantearlo. Nada raro. Resopló.
Pero en otro saco cercano volvieron a producirse ciertos movimientos.
—¿Qué pasa aquí? —gruñó Brygar.
De pronto, se dio cuenta de que eran varios los sacos que se movían, como si alguien luchara por salir de su interior. Se inclinó, con el hocico a un centímetro de uno de los costales.
Y entonces, aquél y otros muchos sacos estallaron y se produjo una auténtica erupción de oro, plata y acero por toda la cripta.
Brygar retrocedió para buscar la puerta, pero ésta se cerró de golpe. Al otro lado se corrió el cerrojo. Entonces, se puso a gritar y a aporrearla con la mano que le quedaba libre.
Las gemas y las monedas tintineaban en el suelo de piedra; luego formaban remolinos y finalmente se desparramaban por toda la estancia como una corriente de lava. Apoyado en la puerta, el minotauro de pelaje negro asistía con la boca abierta a la danza de su fortuna, que se comportaba como si poseyera vida propia. De pronto, se apiló delante de él un enorme y variado montón de cosas, que, al venirse abajo, le enterró los pies.
Del montón surgieron a su vez unas manos esqueléticas formadas por monedas, que lo agarraron del pecho. La puerta que tenía detrás se combaba como si recibiera el empuje de una bestia poderosa. Brygar se sintió impulsado hacia los dedos acabados en garras.
Le arañaron las ropas, la pelambre. Le apretaron el rostro, atrayéndolo hacia sí hasta casi sofocarlo. Presa del pánico, el minotauro manoteó como un náufrago en alta mar.
De pronto, comenzaron a abrirse en el montón unas bocas enormes y hambrientas que crecían y crecían, formando hocicos, cuencas vacías, cráneos de minotauro surgidos del metal centelleante. Todos idénticos. La viva imagen de la sombra que la suma sacerdotisa había enviado para materializarse ante Brygar.
Y aquellos cráneos espeluznantes se fundieron para formar una cabeza monstruosa, seguida de un cuello y unos hombros, hasta dar cuerpo a un cadáver destrozado y resucitado en todos sus detalles.
Un cuerpo comido y desmembrado por los tiburones durante un viaje organizado personalmente por un Brygar más joven. Las terribles dentelladas del tronco y los miembros manifestaban con qué ferocidad se habían cebado en la víctima antes de que le sobreviniera la muerte. Quedaron al aire las costillas de plata y, dentro de ellas, los despedazados pulmones de hierro. Rojos rubíes subrayaban las zonas donde la sangre había manado con mayor abundancia. Los ojos eran de verde jade, envidiosos de la vida que aún latía en la figura que tenían delante.
Cuanto mayores eran los esfuerzos del patriarca por zafarse, más lo empujaban, una tras otra, las oleadas de monedas hacia los brazos extendidos de aquel espíritu demoníaco. Desesperado, Brygar agarró la antorcha que había dejado caer sobre el montón para obligar a retroceder al espectro.
La boca de éste se abrió y un hedor fétido se extendió por la cripta; el mismo olor a carne putrefacta que atormentaba al fantasma desde el día de su muerte. Se apagaron las llamas de la antorcha y Brygar sintió que se asfixiaba.
Jadeando, arrojó la antorcha apagada, pero no por ello se oscureció la cripta, iluminada por el pavoroso resplandor que irradiaban las gemas y el fantasma, pero aquella inmunda luz verdosa sólo conseguía destacar aún más el terrorífico aspecto del espíritu malévolo.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayudadme!
Brygar era valiente, como la mayoría de los minotauros, pero aquello sobrepasaba todos los límites. ¿Cómo luchar contra los muertos? ¿Cómo compartir su monstruoso destino?
El océano de monedas lo arrastraba sin piedad hacia la forma cadavérica mientras la fetidez lo impregnaba todo.
Brygar arrojaba monedas a su verdugo; se defendía con las gemas que tanto había codiciado, pero no conseguía más que alimentarlo, aumentar su sustancia.
A medida que crecía, el fantasma abría aún más las fauces. El patriarca se vio empujado hacia adelante por una horripilante bocanada de viento. Entonces, a una inhalación de la mortal criatura, los arcones vacíos y las monedas sueltas desaparecieron en una tiniebla más terrible para Brygar que el Abismo de la leyenda.
Profiriendo un lamento estremecedor, el espectro dilató la boca con la intención de abarcar la abultada figura de Brygar, que nada podía hacer ya para evitar que lo engullera. Aun así, se tiró al suelo, rodando, pero no consiguió más que ser atrapado por los pies. El frenético minotauro se agarró al montón que formaban sus riquezas, pero todo el peso de su tesoro no fue suficiente para sostenerlo.
Con un alarido, el patriarca desapareció en la boca del monstruo.
Nadie en la casa notó la ausencia de Brygar hasta dos horas más tarde, cuando alertaron al guardia que lo había acompañado. Antorcha en mano, el atemorizado guerrero descendió hasta la cripta. Encontró la pesada puerta desatrancada, tal como él la había dejado, y, con mucha cautela, la abrió de par en par.
Aguzó los oídos al sentir un ruido extraño e inquietante que procedía del fondo de la cripta. Avanzó con la espada desenvainada, con la antorcha por delante.
En medio del montón de arcones perfectamente cerrados encontró a Brygar Es-Dexos, acurrucado y emitiendo a intervalos regulares un sonido penetrante. Se abrazaba las rodillas, que tenía dobladas contra el pecho, sin dejar de mecerse. Miraba fijamente, sin un pestañeo, y se le escapaba un hilo de baba por la mandíbula abierta. Todo su cuerpo temblaba. Y así se mantendría durante el poco tiempo que le quedaba de vida.
Lo mismo ocurrió con todos los que padecieron el sufrimiento decretado por Nephera. Los torturados espíritus introducían su cólera en la cabeza de las víctimas, dejando tras de sí un reguero de cáscaras vacías.
En cambio, para uno de los nombres de su lista, la suma sacerdotisa decidió emplear métodos mucho más sutiles.
Lord Nymon era un toro rudo y viejo, superviviente de muchas intrigas que a lo largo de su vida había sabido capitalizar en su provecho. Tenía en la mano la suerte política de bastantes minotauros de alta alcurnia, lo que le proporcionaba una cierta influencia en los asuntos del imperio, y en este momento estaba dispuesto a utilizarla.
Admiraba a Hotak, e incluso le brindaba su apoyo en muchos aspectos, pero no soportaba aquellos rumores sobre la línea hereditaria. Para un minotauro se trataba de una idea antinatural. Con todo, Nymon conocía el peligro que entrañaba la protesta contra las ideas del emperador. El ejemplo de Itonus, el propio patriarca de Hotak, demostraba a las claras lo que podía suceder a quienes compartían las creencias de Nymon.
Pero Itonus era un necio. El único modo de enfrentarse al nuevo emperador era reunir una oposición abierta, por los cauces legales. Si se le abordaba en la corte, mediante una petición presentada por sus partidarios de mayor relieve, Hotak se vería obligado a escuchar las protestas y a rebatirlas en público, delante de sus súbditos, y de ese modo se esfumarían las pretensiones de Ardnor al trono del imperio.
Aunque ya era tarde, Nymon continuaba escribiendo. Aún debía convencer a varios indecisos, pero mañana estaría en condiciones de presentarles las pruebas. Había trabajado toda la noche para no dejar cabos sueltos. En la mesa se veía un cuchillo y, junto a él, los corazones de dos manzanas; el único alimento que se había permitido.
Un olor le llegó al olfato. Olía a mar. Nymon miró hacia la ventana, pero ésta se encontraba cerrada a cal y canto para impedir el paso de los ventarrones que envolvían a Nethosak con su ulular. A sus espaldas, las sombras adoptaron la monstruosa forma de Takyr, el fantasma.
Flotaba por detrás de los anchos hombros del minotauro sin dejar de observar con sus blancas pupilas tanto al noble como a los papeles que había sobre la mesa. La sombra cadavérica levantó una mano huesuda para tocarlo en el brazo.
Estremeciéndose, Nymon se agarró el brazo y paseó la vista por la habitación.
Takyr, invisible para los ojos mortales, se inclinó hacia él, colocando el pútrido hocico a un centímetro del oído de Nymon.
Tienes enemigos, lord Nymon; muchos enemigos.
La figura se removió en la silla y miró furtivamente en derredor antes de volver a concentrarse en su tarea.
El propio emperador se halla disgustado contigo porque conoce tus ideas a propósito del trono y de su hijo.
Nymon se detuvo y, mirando a la pared, murmuró:
—¿Es posible que Hotak sepa lo que hago? No, no lo creo.
Takyr insistió:
Tus enemigos saben que el emperador no te protegerá de ellos. Si buscaran tu muerte, él lo consentiría.
La pluma se partió en dos. Lord Nymon contempló las manchas de tinta como si se tratara de su propia sangre. ¿Se había distanciado Hotak de él? Intentó rememorar su último encuentro, y todos los recuerdos adquirían ahora un significado terrible.
—¡Hotak lo sabe! Así pues, ¡por Argon! ¿Será capaz de…?
El fantasma intervino en sus pensamientos:
Tus enemigos están cerca. Vienen por ti, sabedores de que el emperador los aplaudirá en vez de castigarlos.
El anciano noble se levantó, jadeando, para precipitarse hacia la ventana cerrada. La abrió de par en par y miró afuera, permitiendo que el viento le echara hacia atrás la melena y le empapara el rostro de gotas de lluvia.
—Nada —gruñó, pero dejó abierta la ventana.
No obstante, nuevos temores, inducidos por el fantasma, poblaron sus pensamientos.
Tus enemigos están dentro de tu propia casa.
El crujido de uno de los postigos le sobresaltó. Debajo de sus pies crujió también una tarima. Se dirigió a la puerta, convencido de que el ruido era la señal de que se aproximaba un asesino.
Como el buitre que vuela en círculos alrededor de su víctima, el espectro flotaba circundando a su presa. Un roce en la mejilla del minotauro le hizo volverse, nervioso.
El corazón del viejo guerrero comenzaba a desbocarse. Influido por los susurros de la sombra, se imaginó una horda de figuras que ascendían por la escalera, armadas de hachas y espadas centelleantes y afiladas.
Pero Takyr no había acabado. Exhaló el aliento hacia el rostro de su víctima para insuflar en su inconsciente la fría sensación de la tumba; el helor de la muerte. Nymon se veía a sí mismo asaltado por unos asesinos o, peor aún, conducido a la ejecución pública, cosas, ambas, que avergonzarían a su estirpe.
—No, no puedo permitirlo.
Takyr sonrió, enseñando la podredumbre de sus dientes y sus encías a quien no podía verla.
Sólo hay un modo de salvar a tu familia, de salvar tu honor…
El espíritu demoníaco alargó los dedos descarnados y empujó el cuchillo que el noble había utilizado para cortar las manzanas, acercándolo a Nymon para atraer su atención.
El noble minotauro lo empuñó y se lo llevó al pecho, pero, de pronto, se detuvo.
—¡No! Esto no está bien —exclamó bajando el arma, mientras se cogía la cabeza con la otra mano y cerraba los ojos, como si quisiera enfocar sus pensamientos—. ¡Es una locura!
Takyr tocó la mano que sostenía el cuchillo.
El noble abrió mucho los ojos.
La mano le clavó el cuchillo en el corazón.
Un horrible gorjeo escapó de su garganta y se giró, boquiabierto. Su mirada moribunda alcanzó a ver ante sí la figura espeluznante del aparecido. Levantó una mano suplicante, pero Takyr retrocedía ya, flotando y saboreando el momento. Lord Nymon se desplomó.
Takyr voló hasta la mesa para seguir con el dedo todas y cada una de las líneas del escrito de su víctima. Las palabras comenzaron a saltar de una página a otra, desorganizándose y reorganizándose ellas solas. Cuando acabó, los pergaminos reflejaban la confesión detallada y completa de una serie de delitos contra el imperio, junto a una petición de piedad para su familia y su Casa.
Nephera se hallaba en sus aposentos, tomando sorbitos de vino mientras examinaba la lista. Ni siquiera levantó los ojos al notar la presencia.
Mi señora.
—¿Lo hiciste, Takyr?
Sí. Lo encontrarán tal como deseabais.
—Bien. —Al tachar el nombre de la lista, le brillaba la mirada—. Muy bien. Ya nada impide que Hotak proclame a mi hijo heredero del trono.