XXIV

CAOS EN VYROX

Maritia y el comandante de Vyrox reunieron a todas sus fuerzas; en total, unos cien infantes y veinticuatro jinetes, estos últimos, en su mayor parte, soldados de la hija de Hotak. Krysus llevaba las riendas sujetas a su brazo lisiado. La otra mano empuñaba una maza.

—No hay necesidad de matarlos a todos —insistía Paug—. Basta con los revoltosos. Los otros se someterán como corderitos.

—¿Sabes quiénes son?

—Sí. Un gigante negro llamado Japfin, un salvaje corpulento y lleno de tatuajes llamado Ulthar, y Bek, uno pequeño y escurridizo. Eliminadlos a ellos y los demás se avendrán a razones.

Maritia hizo un gesto de asentimiento y se giró en la silla para mirar a sus tropas.

—¡No rompáis las filas! No os disperséis. Los jinetes delante; el resto detrás.

Los soldados escucharon atentamente. Sabían que se hallaban en inferioridad de condiciones, pero estaban dispuestos a seguirla hasta el final.

—Está bien —gritó Maritia, imitando conscientemente a su padre—. ¡Por el imperio!

Con un bramido, comenzaron la carga.

Desde los muros y las torres, los arqueros continuaban disparando a los amotinados, pero también ellos sufrían bajas. Una de las torres estaba vacía. Un grupo de prisioneros con iniciativa había atado varias cuerdas a otra y se servía de un tronco de carretas para derribarla.

Otros prisioneros incendiaban los edificios con las antorchas. El fuego se propagaba al azar, quemando las barracas.

Los jinetes de Maritia se abrieron paso entre las primeras filas de amotinados. Se oían los gritos de los presos heridos por las afiladas cuchillas que caían apilándose en montones informes. La sangre lo salpicaba todo.

Un prisionero andrajoso intercambió varios golpes con Maritia antes de caer bajo el avance de los infantes. Impresionados por la apariencia de una fuerza organizada, los presos comenzaron el repliegue.

Súbitamente, sin embargo, surgió entre ellos un gigante negro. Era Japfin, armado de una hacha enorme. Blandió el arma, describiendo un arco sibilante y, sin dejar de rugir órdenes, los obligó a reanudar el combate. Gracias a su estímulo, muchos se mantuvieron firmes y obligaron a retroceder a los jinetes.

El campamento era ya un infierno que avanzaba en todas direcciones, libre de obstáculos. Algunos prisioneros abandonaron la lucha para buscar su salvación escalando los muros incendiados, pero las flechas los detuvieron.

Por fin, la masa de presos abrió paso al corcel de Maritia. Envalentonados por su avance, varios jinetes trataron de acercarse a ella con la intención de abrir una brecha. Poco a poco, Maritia se aproximaba a Japfin.

Una tosca figura que se le acercó por la izquierda estuvo a punto de tirarla de la silla. Unas afiladas uñas le dejaron la pierna llena de arañazos sangrientos. Maritia utilizó el pomo de su espada para liberarse de aquellas manos y atacar a su dueño. La figura cayó de espaldas en medio de la multitud enardecida.

Al girarse, la joven se dio de bruces con la colérica mirada de Japfin, que cargaba contra ella lanzando bufidos feroces y apartando tanto a soldados como a prisioneros.

Holis se interpuso. Los dos combatientes de pelaje oscuro se lanzaron uno contra otro. Las hachas se entrecruzaban con un tremendo estrépito, arrojando chispas al aire. Maritia quiso alcanzarlos, pero las filas enemigas se cerraron para impedírselo.

Japfin hirió al guardaespaldas de Maritia en un costado. Holis lanzó un grito al sentir que el hacha se hundía en su carne y comenzaba a sangrar copiosamente. Soltó el arma para oprimirse la herida abierta, pero era imposible detener la hemorragia.

Japfin lo golpeó una y otra vez.

Malherido, Holis se deslizó por el lado derecho de la silla y aterrizó en medio del caos. Los prisioneros se abalanzaron para destrozarlo con las manos desnudas. Sólo pudo lanzar un grito antes de desaparecer debajo de ellos.

Maritia bramaba. Había descubierto una brecha y espoleaba a su montura en dirección a Japfin. El entrenado animal pisoteó con sus pezuñas todo lo que se le puso por delante.

Japfin agitaba el arma con un saludo burlón.

—¡Acércate, hermosura! —rugía—. Ven a probar el beso de mi hacha.

El caballo de la joven se encabritó, pero Japfin supo esquivarlo. No obstante, la espada de Maritia consiguió darle un corte superficial en el antebrazo. Japfin lanzó una carcajada al tiempo que blandía el hacha aún bañada en la sangre de Holis.

Maritia esquivó un segundo golpe y atacó de nuevo. La punta de su espada estuvo a punto de alcanzar la yugular de Japfin, pero el prisionero lanzó otra risotada, redoblando el ímpetu de su ataque. Aunque Maritia supo esquivarlo una vez más, el hacha hirió a su caballo.

El garañón lanzó un relincho al sentir que la cuchilla se hundía profundamente en su cuello. Luego se desplomó, de rodillas, con las crines empapadas en sangre. Desorientada, Maritia cayó al suelo pero no soltó la espada.

Una sombra se proyectó sobre ella. Japfin se disponía a rematarla blandiendo el hacha ensangrentada.

La maza propinó un terrible golpe en el brazo herido del minotauro. Con un rugido, Japfin soltó el hacha. Al girarse, se dio de bruces con Krysus, que preparaba un segundo golpe, pero cuando el comandante quiso arremeter contra él, Japfin, desdeñando el dolor de su brazo ensangrentado, atrapó la maza y no la soltó.

Krysus forcejeaba, pero Japfin consiguió arrebatarle el arma y descabalgarlo de la silla.

—Todo el que pisa Vyrox muere, mi comandante —bramó—. Ha llegado tu hora.

Japfin golpeó al oficial en la garganta con su propia maza. El crujido de los huesos se oyó a varios metros. Con la laringe destrozada, el comandante cayó, desplomado, en brazos del preso. El oscuro minotauro lo sacudió para salir de dudas y luego arrojó su cuerpo a un lado, como si fuera un desperdicio. Entonces, clavó su mirada en Maritia.

—Eres definitivamente hermosa —tronó el gigante, aproximándose. Levantó la maza con mano experta—. Si fueras amable a lo mejor te protegía de los demás.

—Seré amable, te lo aseguro —replicó ella, escupiendo sangre—. Te daré una muerte limpia y rápida, a no ser que prefieras rendirte.

Japfin reía, aunque no por eso dejaba de intentar romperle el cráneo con la maza. Maritia consiguió esquivar el golpe agachándose, pero no pudo pinchar a su enemigo y tuvo que echarse a rodar cuando la maza se abatió de nuevo sobre ella.

—Bailas muy bien, mi señora —se mofaba Japfin.

Sin molestarse en responder, Maritia rodó hacia donde él se encontraba y consiguió sorprender su guardia. Clavó las rodillas, en una posición que le permitió hundir la espada en el pecho del enemigo, justo por debajo de las costillas. Japfin dejó escapar un grito de dolor y de asombro.

—Te cortaré… en… trocitos —jadeó.

Con los ojos inyectados en sangre y las aletas de la nariz hinchadas, levantó la maza hasta donde pudo, imprimiendo todas sus fuerzas al golpe final.

A Maritia le bastó con adelantarse para hundir la espada en el vientre de su rival.

Japfin retrocedió tambaleándose. El arma que cayó de su mano golpeó la ceniza del suelo sólo un momento antes que su propio cuerpo sin vida.

La densa polvareda hizo toser a la hija de Hotak mientras pinchaba con la punta de su acero el pesado cuerpo. No se produjo el menor movimiento.

—Uno menos —masculló levantando la cabeza para observar el resto de la batalla, en la que ambos bandos luchaban con desesperación, empleando sus últimas fuerzas—. Pero aún quedan demasiados.

Aunque algunos prisioneros habían logrado escalar los muros, las puertas se mantenían protegidas y cerradas a cal y canto.

De pronto, fijándose en las carretas, Faros tuvo otra idea. Se abrió paso como pudo hasta Ulthar y gritó el nombre del marinero.

Ulthar, empapado en sangre de pies a cabeza, retrocedió para acercarse a él.

Recuperando el aliento, la figura parda preguntó:

—¿Qué quieres?

—Las carretas. Quizá podamos lanzarlas contra las puertas. Tú y yo abriríamos el camino a todos los demás.

—La batalla no ha terminado. Aún quedan muchos guardias vivos.

—¿Has olvidado la huida? Sería el mejor momento.

Ulthar sacudió la cabeza.

—Si huimos ahora, los guardias se reagruparán y saldrán a perseguirnos. No nos iremos hasta que estén todos muertos.

—Ulthar…

—Vyrox es nuestro, Bek —respondió, jadeante y con los ojos enrojecidos por el ansia de sangre—. Vyrox ha acabado con muchos de los nuestros. Ahora acabaremos nosotros con Vyrox.

Con un bufido de desprecio, el marinero dio la espalda al joven preso y se dirigió al lugar de la lucha.

Faros lo vio alejarse. Una voz interior lo empujaba a intentar la huida, pero supo sobreponerse al vergonzoso sentimiento. Ulthar tenía razón, sin duda. La lucha acabaría pronto. Los soldados, que al principio eran mayoría, estaban extenuados. Vyrox pertenecía ya a sus presos. Bastaba con rematar la tarea.

Faros lanzó un hondo suspiro y, con el arma fuertemente sujeta, se lanzó tras su camarada. Ulthar luchaba como un demonio, haciendo realidad por primera vez todos sus relatos de enfrentamientos con piratas y monstruos marinos. Si sobrevivía, estaría en condiciones de ampliar su extravagante colección con un nuevo tatuaje.

El humo que llenaba la atmósfera ocultaba las puertas y convertía a los combatientes en seres casi fantasmales. Triunfaran o no, los presos habían destrozado el campamento minero, que ya no era más que un recinto ennegrecido rodeado de muros de piedra.

Faros se batía con la única esperanza de sobrevivir hasta encontrar el camino de la libertad. Su acero se entrecruzaba una y otra vez con las armas de unos enemigos fantasmales, en un interminable choque de metal contra metal que le entumecía el brazo y el pensamiento.

Un enemigo menos fantasmal surgió de las filas frente a él, empuñando una hacha gigantesca y llena de sangre.

—¡Tú! —rugió Paug, que volvía a llevar el faldellín de los guardianes—. Te buscaba, a ti y a tus amigos. Quería al salvaje primero, pero me entrenaré contigo antes de arrancarle a él la cabeza.

El hacha salió disparada contra Faros a una velocidad espantosa, pero erró por unos centímetros y se clavó en el suelo, levantando una nube de polvo. La zona que rodeaba a los luchadores parecía vacía, como si nadie quisiera aproximarse demasiado al Carnicero y a su presa.

Faros se las compuso para esquivar el primero de una serie de golpes, pero mientras que a él le flaqueaban las fuerzas, Paug se mostraba incólume.

El Carnicero se reía.

—¿Sólo sabes eso? Daría lo mismo que no te movieras. Te prometo un fin agradable y rápido.

De nuevo movió el hacha y esta vez estuvo a punto de fracturar el brazo de su enemigo de menor estatura. Para esquivar la dirección del hacha, Faros tuvo que dejarse caer de espaldas.

—¡Bah! Es como luchar con un niño. Te daría lo mismo ofrecerme ya el cuello. Prometo no cortártelo en más de tres o cuatro trocitos.

Aunque aún se tambaleaba, Faros hizo un esfuerzo titánico para enderezarse un poco, pero fue peor porque perdió pie y, cayendo de bruces, fue a hundir la nariz en las cenizas asfixiantes.

Un pie muy pesado estuvo a punto de fracturarle la mano que sostenía la espada. Faros lanzó un grito de dolor, tratando de liberarse.

—¡Basta! —gritó Paug. Cuando Faros obedeció, el guardián presionó aún con más fuerza. Faros experimentó un dolor insoportable.

—Voy a enviar tus trozos a la señora —se burló el Carnicero—. Los brazos, las piernas…, y luego tu asquerosa cabeza, como pieza mayor.

En aquel momento, se precipitó contra la pareja un grupo de luchadores. Paug dejó escapar una maldición, porque uno de los cuerpos que se desplomaban lo empujó hacia un lado.

Faros pugnó para zafarse de la mortal presión. Echó a rodar, pero recibió un pisotón en el estómago de un soldado que saltaba sobre él para cargar contra otro enemigo. Se las compuso como pudo para recuperar el resuello y ponerse de rodillas.

Quiso resistirse a una mano que lo aferraba.

—No, amigo Bek. ¡Soy yo!

Ulthar lo ayudó a ponerse en pie y le entregó su espada.

—Estoy bien —dijo Faros. Miró en derredor. Ni rastro de Paug.

Ulthar sonreía.

—Vamos a ganar, Bek. Cada vez son menos. La vaca imperial aún lucha, pero está cansada. ¡Qué buena esposa habría sido! Una pena que muera como todos, ¿no te parece?

—¿Hemos ganado? —Faros no podía creerlo.

—Míralo tú mismo. Están perdidos.

Como el viento se había llevado gran parte del humo, Faros veía con claridad. Por todas partes el panorama corroboraba las palabras de Ulthar. La lucha sin cuartel había dado paso al enfrentamiento en pequeños grupos desesperados. No quedaba ni rastro de la escolta de jinetes —por lo menos, no se veía nadie a caballo—, y los muros y las azoteas no incendiados estaban despejados de arqueros.

En efecto, parecía una victoria. Los últimos vestigios del horrendo campo de trabajo habían sido pasto de las llamas o del pillaje.

Era el fin de Vyrox.

Entonces, se oyó un cuerno procedente del otro lado de los muros, que inmediatamente recibió la respuesta de otros desde el interior.

Al principio, la mayor parte de los combatientes que quedaban no lo percibió, pero un tercer trompetazo, que retumbó por todo el campo, alertó por fin a los prisioneros.

—¿Qué es eso? —preguntó Faros, enderezando las orejas.

Ulthar miró rápidamente hacia la entrada principal. Dos guardias intentaban descorrer las trancas.

Volvió a sonar un cuerno, esta vez justo detrás de los muros.

—¿Refuerzos del campo de las hembras?

—Lo dudo —respondió Ulthar, que ya se dirigía a la puerta—. No pueden dejarlas solas. Se amotinarían también.

—Entonces, ¿qué es?

Las puertas se abrieron de par en par para dejar paso a una columna de jinetes armados que enarbolaban el negro estandarte del caballo encabritado. Sus gritos estridentes y el sonido agudo de sus cuernos estremecieron a Faros.

Un contingente de la legión del mismísimo Hotak acababa de surgir de la nada.