XXVII

SOBRE LO QUE HA DE VENIR

El general Rahm mantuvo la cita en el Cresta de dragón hasta una hora antes de zarpar. Botanos, el primer oficial, no dejaba de escudriñar en la oscuridad, buscando a los que faltaban, renuente a partir.

—Pongámonos en marcha, capitán —ordenó Rahm.

El marinero, normalmente jovial, guardó silencio para asimilar su nuevo cargo y se dirigió a sus tareas.

Rahm se retiró a su camarote. Sólo había pedido que le llevaran algo de comer y especialmente vino o cerveza. Cerró la puerta a sus espaldas y se desplomó en el catre.

Unos golpes en la puerta interrumpieron sus sombríos pensamientos. Era el nuevo capitán que, para su sorpresa, le traía la comida personalmente.

—Pan, carne de cabra en salazón y uno de los vinos favoritos del capitán —informó Botanos.

—Ahora el capitán sois vos —rezongó Rahm, cogiendo la botella.

—¿Murió como un guerrero?

—Murió por loco…, pero sí, murió como un buen guerrero.

El marinero se sentó sin esperar invitación.

—General, siento que fracasara vuestro plan. Si hubierais podido matar al emperador…

Rahm bebió un largo trago antes de responder.

—Maté a uno de sus hijos. Es algo.

—Entonces, está bien. Eso debilita al trono.

—¡Bah! Maté a un muchacho en el cuerpo de un guerrero. Era Kolot de-Droka, pero yo habría preferido acabar con su hermano Ardnor. —Rahm tapó la botella—. Os he fallado a todos. Es posible que esta rebelión necesite otro jefe, si es que los demás no han muerto ya. Botanos se recostó.

—En cuanto a eso, sé que todos se desplegaron hacia el este y el sur. Habrá que oír sus relatos cuando los encontremos, pero creo que no tendréis queja de la capitana Tinza, general.

—Victorias mínimas.

—Son un comienzo. —Botanos cogió la botella y la depositó en la mesa—. Deberíais comer algo y dormir. Todo se ve mejor por la mañana.

Rahm jugueteaba con su anillo, fascinado por su resplandor.

—¿Estará vivo Azak por la mañana?

Botanos cerró la boca, se dio la vuelta y dejó a Rahm a solas con sus pensamientos.

Los gritos despertaron al general, que estaba inmerso en una pesadilla cuyos personajes se convertían invariablemente en Hotak. Se levantó de la cama, convencido de que el griterío no auguraba nada bueno.

Arriba, en la cubierta, encontró al capitán Botanos oteando el norte.

—Tenemos amigos, general. Amigos imperiales.

Apenas perceptibles en la oscuridad, dos siluetas subían y bajaban con las olas.

—¿Podemos burlarlos?

—Ya veremos, general. Ya veremos.

El Cresta de dragón cortaba las aguas. Botanos no dejaba de gritar órdenes a la tripulación, pero no conseguían perder de vista a los perseguidores.

—Intentemos otra cosa —dijo; luego, gritó al timonel—: ¡Pon rumbo a la costa! ¡Pero esta vez muy cerca! ¡Quiero contar las ramas de los árboles!

Al aproximarse a la costa, oyeron un fuerte crujido procedente del lado de babor.

—¡A estribor! —rugió Botanos, corriendo hacia la proa—. ¡A estribor! ¡Muy bien, mantened el rumbo! ¡Ahora, a babor! ¡A babor!

Asomándose por la borda, Rahm alcanzó a distinguir en el agua varios escollos serrados. Botanos consiguió gobernar la nave, pero su precipitada estrategia favoreció los deseos de sus enemigos.

—¡A estribor! —gritó el capitán. De nuevo se oyó un crujido—. ¡Me había olvidado de éste! —Botanos se giró para ver a los dos enemigos—. Espero que ellos también lo hayan olvidado.

—¿Pueden seguirnos también aquí?

Botanos señaló hacia Mithas.

—Si mantenemos el rumbo, rodearemos la isla mucho antes que ellos. Entonces veremos si nos siguen o no.

Pero no parecía que los perseguidores estuvieran dispuestos a renunciar. Uno de ellos se puso en cabeza y entraron en las peligrosas aguas.

—El capitán Azak me dijo en cierta ocasión que nadie conocía las aguas del imperio mejor que él —comentó Botanos—. Y me enseñó todo lo que pudo…, ¡eh! ¡Todo a babor!

Pero los dos bajeles no demostraron menos experiencia en la navegación de la zona. El segundo barco reprodujo el rumbo del primero con toda precisión.

—Ese capitán ya ha navegado antes por aquí —gruñó al lado de Rahm la corpulenta figura—, pero no sé cuántas veces.

—Están acercándose —reflexionó Rahm—. La catapulta. ¿Podríais acertar al que va en cabeza?

—No es probable, ni siquiera disponiendo de un tiempo propicio y de luz diurna. Puede que no consiguiéramos más que agitar las aguas cerca de su proa.

—Disponedla de todos modos. ¡Deprisa!

Rascándose la cabeza, Botanos trasladó las órdenes. La tripulación se preparó rápidamente para disparar la catapulta. El capitán pidió aceite, pero Rahm lo detuvo.

—No quiero llamar la atención.

—Pero si los alcanzamos, las llamas causarán más daños.

—Causaremos daño suficiente sin el fuego. ¡A una señal mía! —Rahm contempló la maniobra del primer barco—. Un poco más cerca… ¡Ahora!

La enorme bola se elevó en la oscuridad.

—Sólo puedo garantizaros que caerá cerca, general.

—No necesito más.

Se oyó el ruido del enorme proyectil al estrellarse contra el agua. El primer barco dio un bandazo para apartarse del lugar del impacto.

Las astillas volaron incluso sobre los tripulantes del Cresta de dragón cuando el perseguidor encalló en las rocas.

—¡Los habéis enviado contra los escollos! —bramaba Botanos, lleno de júbilo.

El primer perseguidor quedó varado en el agua, con la proa hacia la costa. El segundo se acercaba a él, reduciendo lentamente su velocidad.

La tripulación aclamó al general Rahm hasta que Botanos dio orden de volver a los puestos.

—Ha llegado el momento de abandonar estas aguas —tronó el capitán—. Tenemos vía libre para navegar.

A sus espaldas, los atascados bajeles imperiales se perdían poco a poco en la oscuridad.

A la noche siguiente, oculto entre las sombras, el Cresta de dragón se reunió con las otras naves. La capitana Tinza pidió permiso para subir a bordo. Unos minutos después, Napol y ella saltaban a la cubierta de la nave de Rahm entre los gritos de la tripulación.

—¡Fue una aventura maravillosa! —exclamó—. Todo salió a pedir de boca. No sólo conseguimos golpear al usurpador, sino también aprovisionar nuestras bodegas.

—Las bajas fueron mínimas —informó la comandante con una expresión de orgullo—. Me gustaría que lo hubierais visto, general Rahm. Estuvimos a la altura de la legión de Hotak, y en las aguas embravecidas, mejor que ellos.

—Me satisface —respondió Rahm con menos entusiasmo—. Me satisface que todo os saliera bien.

—¿No os fue bien a vosotros? —preguntó Tinza, perdiendo parte de su anterior júbilo.

—Mataron a Kolot, el hijo de Hotak —intervino Botanos—, pero el emperador demostró estar bien protegido. Siento decir que mi capitán perdió la vida en la misión.

—Pero murió como un buen guerrero. —Napol miró a su alrededor, dispuesto a enfrentarse con quien lo dudara.

—No importa —dijo Tinza—, el usurpador ha mostrado su debilidad. Ahora debemos ponernos en marcha y comenzar la segunda fase.

Miraron a Rahm, llenos de expectación. El general no podía defraudar su confianza.

—Ya habéis oído a la capitana Tinza —declaró—. Pondremos rumbo a Petarka. Nuestros primeros golpes han demostrado a Hotak que existimos. El siguiente le enseñará que estamos dispuestos a resistir.

Prorrumpieron en vítores. Rahm mantenía una expresión de firmeza en los ojos. Era la viva imagen del dirigente que cree en una victoria segura.

Napol y la capitana Tinza partieron, dejando a Rahm con Botanos. El fornido minotauro daba órdenes para poner la nave en movimiento.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Petarka desde aquí? —preguntó el general.

—Cuatro días, si todo va bien y no encontramos patrulleros.

Cuatro días. ¡Tanto tiempo! Rahm soñaba con el regreso. Quería derribar la casa de Hotak. La información que le había proporcionado Nolhan, el antiguo ayudante de Tiribus, había resultado muy útil. Hotak se sentaba aún en el trono, pero Rahm se había jurado ahogar su dinastía en sangre.

Hotak insistió en aplazar dos veces la inauguración de su estatua. El primer aplazamiento fue entendido por todos, pues el emperador había decretado cinco días de luto por la muerte de su hijo, seguidos de una ceremonia fúnebre como las que en otras épocas se reservaba a los emperadores.

Durante la primera jornada de luto, los cuernos sonaron dos veces en toda la capital del imperio; luego, las campanas de las torres principales tañeron cinco veces. A mediodía, cuando las campanas volvieron a tañer, todos los minotauros abandonaron su casa y sus actividades y posaron una rodilla en tierra. Mientras ellos permanecían arrodillados, los jinetes desfilaban a paso lento, enarbolando el estandarte del corcel encabritado. Una trompeta emitía a intervalos dos notas luctuosas para dar paso a los soldados.

En la novena hora del sexto día, los enlutados llenaban la zona que circundaba el palacio. Cuatro soldados se apostaban tras los tambores de cobre que flanqueaban la puerta abierta. En la extensa plaza donde se reunía el pueblo habían levantado una enorme pira de madera.

A la décima hora sonaron de nuevo las campañas y aparecieron cuatro legionarios transportando una plataforma de roble con el cadáver de Kolot, que llevaba su hacha entre los brazos. Aún se apreciaban las manchas de sangre en su pelaje. Iba rodeado de gavillas de cola de caballo y llevaba un escudo a los pies. El brillo del pelo se debía a los aceites con que lo habían untado para facilitar la combustión.

Después de ascender una rampa y depositar su carga en la pira, los legionarios se golpearon el pecho con el puño en señal de respeto. Cuando hubieron descendido, unos obreros quitaron la rampa. Los soldados con las antorchas se mantenían cerca, a la espera de una señal.

A mediodía salió del palacio la familia imperial. Vestían las mismas ropas que habían llevado para la coronación, con la salvedad de la banda de color rojo oscuro que cruzaba su pecho en sentido diagonal: símbolo del honor debido a los jefes muertos. Escoltados por la Guardia Imperial, caminaron al ritmo de los tambores hasta la pira, donde Hotak iba a pronunciar su discurso.

El emperador recorrió con una mirada solemne a la multitud, asintiendo, como si la manifestación de respeto que tenía delante respondiera a sus expectativas.

—¡En el día de hoy hemos perdido a un gran guerrero! —gritó—. ¡Hoy nos ha dejado un hijo muy valioso!

El rostro de Nephera, que se hallaba a su lado, no mostraba sentimiento alguno. Ya se había ocupado de pronunciar un panegírico en el templo el primer día del luto, y de encargar a los escultores de Tyklo una estatua especial para los Predecesores, destinada a un puesto de honor.

Esta vez, Hotak no había discutido su iniciativa.

—¡Kolotihotaki de-Droka, guerrero del imperio, oficial de la Guardia Imperial, hijo muy amado, dio su vida en acto de servicio! ¡Se comportó como esperábamos de él, sacrificándose por el bien común! ¡Llegado el momento, eligió el camino de la acción y salvó la vida de su propio hermano!

Ardnor, Bastion y Maritia permanecían firmes detrás de sus padres. Maritia tenía los ojos enrojecidos. Bastion parecía tranquilo, pero mantuvo el puño izquierdo apretado durante toda la ceremonia.

Cerca de Bastion, Ardnor, con el yelmo sujeto bajo el brazo doblado, contemplaba a la multitud con un gesto casi retador. Había jurado en público capturar o matar al asesino de su hermano, pero eran muchos los que dentro del círculo imperial pensaban que había aireado excesivamente su juramento, como si pretendiera acallar las críticas a los actos caóticos que habían causado la muerte de Kolot.

Hotak se volvió hacia la pira.

—¡Ha muerto un guerrero! ¡Cantemos sus victorias, recordemos su gloria! ¡Honremos aquí su muerte, y recemos para estar a su altura cuando nos llegue la hora!

A una señal suya, los cuatro soldados inclinaron las antorchas para prender la base de la pira.

Las llamas brotaron impetuosas y, elevándose a gran altura, engulleron el cadáver.

Postrado sobre una rodilla, el emperador inclinó la cabeza. Su familia y su pueblo lo imitaron. El fuego se extendía rápidamente y poco a poco iba envolviendo la pira. Las campanas daban lentos tañidos.

Cuando las llamas hubieron reducido prácticamente a cenizas la plataforma con todo su contenido, la familia imperial regresó a palacio, pero la multitud no se incorporó hasta ver desaparecer a todos sus miembros por las elevadas puertas del imponente edificio.

El estandarte del corcel encabritado se mantuvo invertido en todos los edificios de la capital cinco días más.

En cuanto al segundo aplazamiento de la inauguración del coloso, cada cual hacía sus conjeturas. Unos sospechaban que Hotak esperaba para anunciar los proyectos de expansión del imperio, pero también corrían rumores de que proclamaría sucesor a su primogénito, un hecho inconcebible en otras épocas.

Sólo el emperador conocía los auténticos motivos.

La gran plaza que había acogido la titánica estatua de Chot, apareció aquel día acordonada. Un grupo de avezados guerreros se alineaba a lo largo de la barrera sin apartar la vista del gentío. Sobre las azoteas, vigilaban centinelas y arqueros.

Al sonar los cuernos, Hotak condujo a su esposa hasta la plaza en medio de los vítores. De sus ropas habían desaparecido las bandas de luto.

Detrás de la pareja imperial venía Ardnor, seguido de Bastion y de una Maritia aún entristecida. Para aquella jornada especial, el primogénito del emperador vestía como un oficial de la Guardia Imperial. La sugerencia del uniforme se debía a su madre, convencida de que el anuncio de la sucesión sería mejor recibido por el populacho si Ardnor no hacía ostentación del lugar que ocupaba en el templo.

Hotak, con la brillante corona de Toroth en la cabeza y la majestuosa hacha de Makel el Temor de los Ogros en la mano, dirigió un gesto de asentimiento a sus súbditos mientras caminaba con su esposa hasta la plataforma que habían elevado delante de la estatua cubierta, donde esperaban otros dignatarios, entre ellos, los integrantes del Círculo Supremo.

La muchedumbre guardó silencio cuando Hotak levantó el hacha al tiempo que asentía, satisfecho por la adoración que le manifestaba su pueblo. La sangrienta noche de unos meses antes no era ya para la mayoría más que el lejano recuerdo del fin de una época larga y sombría de estancamiento y el principio de una nueva era de conquista y de gloria.

—¡Ciudadanos del imperio! —dijo Hotak—. ¡Habéis acudido hoy hasta aquí, si no me equivoco, para aclamarme! —Sacudió la cabeza—. ¡Pero soy yo quien os aclama a vosotros!

Una vez más, el hacha levantada arrancó un rugido a la multitud.

Ardnor dirigía los gritos, levantando el puño para animarlos a continuar.

—¡El emperador ejerce el poder, pero ese poder de nada sirve sin el pueblo!

Hotak miró a un oficial para que hiciera una señal a los soldados que sostenían las cuerdas de las grandes cortinas que cubrían la estatua colosal.

—¡Hoy descubrimos un retrato de vuestro emperador que no pretende infundir en vuestros corazones el temor al trono! No, todo lo contrario. Está aquí para recordaros a todos que el emperador que os gobierna se halla al servicio de los deseos y los sueños de su pueblo y que procurará que ese pueblo ocupe el puesto que le corresponde. El de mayor potencia de Ansalon, ¡no de Ansalon sino de Krynn!

El oficial hizo una seña a los soldados.

Las cortinas se descorrieron para descubrir al gigante que reproducía la imagen de Hotak. La estatua, ataviada con el uniforme de los legionarios, sostenía en una mano una cabeza con el yelmo de los Caballeros de Neraka. Estaba meticulosamente esculpida y exquisitamente pintada desde la punta de los pies enfundados en sandalias hasta los imponentes cuernos.

Gimieron las trompetas, y la guardia de honor del emperador lanzó su grito de guerra. Una sonrisa satisfecha iluminaba el rostro de lady Nephera.

El emperador impuso silencio.

—Durante muchos años, el reinado de Chot supuso para nosotros menoscabo y desorden. Él nos condujo a la depravación y al desastre y frenó la expansión del imperio sólo por obtener sus corruptos beneficios. Pues bien, nunca más. Somos una raza vital que ha triplicado su población desde la guerra con los inmundos magoris. Ya no nos bastan ni el territorio ni los recursos disponibles. Si queremos prosperar, tenemos que expandirnos. —Inspiró profundamente—. ¡Es nuestro destino!

El emperador extendió la mano. Adelantándose, Bastion le entregó una copia del pacto.

Hotak lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.

—¡Ved aquí el futuro del reino! Ya no podemos conformarnos con unas colonias mezquinas en los límites del Mar Sangriento o con unos cuantos peñascos en el Océano Currain. —Pasando el hacha a Bastion, desenrolló el pergamino—. Hoy me enorgullece informaros de que he firmado una alianza, un pacto con los países de Kern y Blode, tierras inundadas por la sangre de los Caballeros de Neraka, tierras que buscan nuestra ayuda. A cambio, nos ofrecen la posibilidad que tanto hemos deseado de poner un pie en el continente.

El anuncio fue recibido con gruñidos de malestar. La muchedumbre no daba muestras de indignación, pero tampoco acogía con gusto la alianza con sus antiguos enemigos.

Impertérrito, Hotak añadió:

—¡Kern, Blode y todas las tierras adyacentes quedarán limpias de la mancha de los Caballeros! Los reinos de los ogros, debilitados por la guerra, necesitan nuestro apoyo. Después, no tendrán más remedio que aceptar nuestra presencia en sus territorios. Y esa presencia, por razones de custodia, se prolongará en el tiempo.

Aquello significaba que una vez dentro del territorio de los ogros el emperador no tenía la menor intención de abandonarlo.

Los ciudadanos captaron el mensaje. La sagacidad de Hotak fue premiada con un griterío que acabó por convertirse en una auténtica catarata de rugidos. El emperador alargó los brazos hacia el público, como si quisiera estrecharlos a todos fraternalmente.

Enrollando el pergamino, proclamó en tono solemne:

—En este momento se disponen ya las primeras naves. Hay rumores de que se prepara una guerra lejana entre los humanos y los elfos. Se dice que los Señores Supremos, que jamás osaron enfrentarse con la fuerza de los minotauros, luchan entre sí y pierden el poder sobre sus dominios. ¡La ocasión nos es propicia!

Hotak acalló las primeras voces con un gesto de la mano.

—¡Vivimos un momento de transformación semejante al que tuvo lugar durante el Primer Cataclismo, cuando los antiguos dioses hundieron en el mar a la decadente Istar y separaron nuestra patria del continente! ¡Es hora de que las tradiciones abran paso a la conveniencia, a la necesidad!

—¡Ahora! —silbó Ardnor, con la mirada brillante y el cuerpo anticipadamente rígido.

—¡Quieto! —le aconsejó Bastion quedamente.

La sonrisa de lady Nephera se hizo más amplia cuando Hotak volvió a tomar su mano. Los hijos dieron un paso adelante y Ardnor se destacó de Bastion y Maritia.

El emperador se irguió.

—No puedo descartar la posibilidad de que durante la gloriosa campaña que vamos a emprender haya que traspasar la corona con celeridad. Si ocurriera, habría de hacerse cuanto antes para no exponernos a una catástrofe. Así pues, por la estabilidad del imperio, nombro aquí y ahora a mi heredero, a mi sucesor en el trono.

Aunque acallada por las palabras de Hotak, la multitud aguardaba llena de ansiedad.

—Si algo me ocurriera, he resuelto que me suceda ¡mi hijo Bastion!

La multitud acogió el nombre de Bastion con tanta rapidez y consternación como la propia familia real.

Lothan y los otros consejeros se miraron absolutamente desconcertados. Abriendo mucho los ojos, Maritia contempló a su hermano de pelaje más oscuro con una expresión de orgullo que se desvaneció rápidamente al comprobar el gesto de cólera de su madre.

Al principio, la consorte imperial no podía apartar la atónita mirada de su esposo. Pronto, sin embargo, recuperó el aplomo, aunque sus ojos echaban chispas cuando se dirigían al emperador o al heredero recién proclamado.

Aunque su expresión era casi de perplejidad, Bastion dio un paso adelante y dobló una rodilla ante su padre.

Tras él, el hijo mayor de Hotak resoplaba de furia. Todos y cada uno de los músculos de su gigantesca anatomía habrían actuado contra el hermano que acababa de robarle sus derechos de primogenitura. Maritia se apresuró a interponerse entre ellos y apretó el brazo de Ardnor. Él la rechazó, temblando.

—No te arrodilles ante mí —dijo un Hotak aparentemente despreocupado, extendiendo ambos brazos—. ¡Álzate, Bastion!

El guerrero de pelo oscuro se puso de pie para que su padre lo abrazara.

—¿Por qué, padre? ¿Por qué yo?

—Por el bien de todos nosotros —murmuró el viejo soldado.

Cuando Hotak se separó de él, también Nephera se adelantó para abrazar a su hijo. Sin embargo, no dijo una palabra y el abrazo fue superficial. Cuando se retiró, Hotak condujo a su heredero hasta el borde de la plataforma, lo colocó delante de él y se lo presentó a la muchedumbre.

Se produjo un murmullo. Nadie ponía en duda la buena reputación o la hoja de servicios de Bastion. Se lo respetaba por su condición de guerrero experto y leal con sus camaradas; virtudes que el pueblo minotauro sabía apreciar.

Así pues, la muchedumbre lanzó un rugido de aprobación.

Bastion hizo una reverencia solemne. Hotak lo imitó antes de dirigirse a los otros ocupantes de la plataforma para que se acercaran a saludar a su heredero.

Maritia apretó estrechamente la mano de Bastion.

—Yo esperaba… —comenzó a decir antes de que la interrumpieran las lágrimas—. Yo siempre pensé… ¡Kol estaría tan orgulloso de ti!

Pero, en vez de responder, Bastion miró por encima de su hermana.

—¿Dónde está Ardnor?

Maritia arrugó el entrecejo.

—Se ha ido. Estaba muy enfadado.

La mirada de Bastion se ensombreció, pero no dijo nada; por el contrario, se giró para recibir los parabienes de los que ya se acercaban.

Mientras Bastion disfrutaba del momento, Nephera llevó aparte a su esposo. El semblante de la suma sacerdotisa no dejaba traslucir sus emociones, pero las palabras que destiló únicamente en los oídos de su esposo revelaron su profundo disgusto.

—Nunca acordamos esto; ni siquiera lo habíamos considerado. ¡Ardnor iba a ser el emperador!

Hotak saludó con el brazo a los asistentes.

—Lo pensé mucho, pero, después del último desastre, no podía permitirlo. Es irresponsable, demasiado impetuoso y carece de sentido del honor. Tú lo favoreces, pero él se muestra indigno de tus favores. He tenido que decidir por mi cuenta, pensando en el imperio. Juzgo a mis hijos por sus méritos, y Bastion lo merece mucho más.

—Pero habíamos acordado que sería Ardnor, y tú acabas de humillarlo sin siquiera haberlo advertido. Lo has avergonzado delante de todo el mundo.

El rostro del emperador se ensombreció.

—No se trata de Ardnor, amor mío, sino del imperio y de lo que conviene hacer para evitar que se debilite. De lo que necesita nuestra raza, de lo que he hecho siempre, desde el primer día que empuñé una arma para defenderlo.

—Nuestro hijo… —comenzó a decir Nephera.

—Nuestro hijo será emperador —subrayó Hotak, apartándose de ella para saludar de nuevo a la multitud—, la única diferencia es que se llamará Bastion.

Y se alejó de su esposa con los ojos llenos de cólera. La suma sacerdotisa miró en derredor buscando a Ardnor. Imaginaba que su hijo se habría ido en cuanto le hubiera sido posible alejarse sin llamar la atención. ¿Cómo reprochárselo después de tantas promesas?

Pero sí se lo reprochaba a su esposo. Rechazar a su primogénito delante de miles de ojos. ¿En qué estaba pensando Hotak? No era Ardnor el único que se consideraba ofendido y traicionado.

Una tenue sombra se estaba formando junto a ella. Silencioso, Takyr permanecía al lado de su ama, como si esperara órdenes. Pero Nephera no tenía nada que ordenar. No, de momento.

La suma sacerdotisa recorrió con la vista a la muchedumbre servil. Había guiado a Hotak en su ascenso, y ahora él se lo pagaba con el desprecio por el templo que ella gobernaba, por sus sabios consejos y por el hijo que había cuidado desde el día de su nacimiento para que sucediera a su padre.

—Mi hijo aún será emperador —susurró lady Nephera tras la espalda de Hotak.

Arrastrada por su tenebroso sirviente, la señora del templo abandonó a los demás a su celebración.