Nota

TOM EN EL ZANZIBAR

Hace más de veinte años, un estudiante mediocre de Arizona llamado Tom Flanagan fue invitado por otro chico a pasar las vacaciones de Navidad con él, en la casa de su tío. El padre de Tom Flanagan se estaba muriendo de cáncer, aunque nadie lo sabía en la escuela, y la casa del tío quedaba lejos, a tal distancia que sería difícil regresar. Tom rechazó la invitación. A finales del año escolar su amigo la reiteró, y esta vez Tom Flanagan aceptó. Su padre haría muerto tres meses antes; después de eso, hubo una tragedia en la escuela. En el momento de apartarse de la fuente de su dolor, Tom se sentía inquieto, aburrido, desdichado, preparado para lo nuevo y para la sorpresa. Tenía otra razón para aceptar, que aunque parezca tonta, era urgente: pensaba que debía proteger a su amigo. Esto le parecía la tarea más importante de su vida.

Cuando comencé a oír esta historia, Tom Flanagan estaba trabajando en un club nocturno en Sunset Street de Los Angeles, donde seguía siendo subestimado. El Zanzíbar era un lugar miserable adecuado para los artistas de mala muerte del negocio del espectáculo: tenía la atmósfera de un lugar destinado al fracaso. Era terrible ver allí a Tom Flanagan, pero el medio no influía en él. Tal vez por eso, o porque había sido marcado mucho tiempo atrás por lugares como el Zanzíbar, ya no percibía su mezquindad. En todo caso, Tom trabajaba allí desde hacía sólo dos semanas. Era una pausa entre sus viajes, como le sucedía desde sus días en la escuela… detenerse y luego volver a trasladarse, y así sucesivamente.

Incluso en la vulgaridad del Zanzíbar a la luz del día, Tom tenía el mismo aspecto que siete u ocho años atrás, cuando sus cabellos rojizos y rizados habían comenzado a ralear. A pesar de su profesión, había muy poco de teatral en él. Nunca tuvo nombre profesional. El cartel en la pared extrema del Zanzíbar sólo decía: «Tom Flanagan todas las noches». Usaba una capa durante la primera parte, la menos importante de su actuación, y luego se la quitaba casi ansiosamente cuando comenzaba el trabajo serio… Se veía en el movimiento de sus hombros que se alegraba de quitársela. Después de dejar la capa, aparecía con un smoking, o con la misma ropa con que esperaba pacientemente en el Zanzíbar el momento de tomar una cerveza con un amigo. Una chaqueta de tweed; con el nudo flojo de la corbata bajo el cuello abierto de la sencilla camisa; pantalones grises planchados debajo del colchón. Sé que lavaba sus pañuelos en el lavabo y los secaba extendiéndolos sobre los azulejos. Por la mañana los arrancaba de allí como grandes hojas blancas, los sacudía y doblaba uno para ponérselo en el bolsillo.

—Ah, amigo mío —dijo levantándose, y la luz reflejada desde el espejo detrás de la barra iluminaba su frente ampliada por la caída del pelo. Aún se le veía en buen estado físico, a pesar del permanente cansancio que había marcado arrugas alrededor de sus ojos. Extendía la mano, y al estrechársela sentí la línea de la cicatriz en su palma, lo cual siempre era una sorpresa en una mano tan suave—. Me alegro de que me hayas llamado —dijo.

—Supe que estabas en la ciudad. Me alegro de volver a verte.

—Hay algo gratificante cuando uno se encuentra contigo —comentó—, es que nunca preguntas: «¿Qué tal esos trucos?»

Era el mejor mago que yo hubiera visto jamás.

—A ti no tengo que preguntártelo —respondí.

—Ah, sujeta mi mano —dijo él, y sacó una baraja de su bolsillo—. ¿Tienes ganas de probar otra vez?

—Dame la oportunidad —dije yo.

Mezcló los naipes con una sola mano, luego con las dos, los separó en tres pilas, y luego reunió la baraja en otro orden.

—¿Está bien?

—Muy bien —respondí yo, mientras Tom empujaba las cartas hacia mí.

Tomé dos tercios de la baraja y di la vuelta a la carta de arriba. Era el jack de trébol.

—Devuélvela. —Tom bebía su cerveza, sin mirar.

Coloqué el naipe en la baraja, en otro lugar.

—Observa bien. —Tom me sonreía—. Ahora viene el truco. —Golpeó la parte superior del mazo con suficiente fuerza como para provocar un ruido sordo—. Está subiendo. Lo siento.

Volvió a golpear y me hizo un guiño. Luego levantó la carta de arriba y la giró sin molestarse en mirarla.

—No entiendo cómo lo haces —dije.

Si él hubiera querido, la habría sacado de mi bolsillo, de su bolsillo, o de una caja sellada en una cartera cerrada con llave, pero era más eficaz cuando se hacía simplemente.

—Si no lo has descubierto ahora, nunca lo descubrirás. Sigue escribiendo novelas.

—Pero no es posible que lo hayas hecho con la palma de la mano. Ni siquiera la has tocado.

—Es un buen truco. Pero no sirve en el escenario…, no sirve de mucho en un club. La gente no puede acercarse lo suficiente. De todas maneras, los clientes piensan que los trucos con cartas son aburridos.

Tom miró las hileras de mesas vacías y luego al escenario, como si midiera la distancia entre ellos, y mientras meditaba sobre la inutilidad de ciertos trucos que llevaba una década perfeccionando, yo medí otra distancia: la distancia entre el hombre actual y el chico que había sido. Nadie que lo hubiera conocido entonces, cuando su cabeza pelirroja parecía echar chispas y todo su cuerpo joven comunicaba la vibración de su personalidad, podría haber profetizado el futuro de Tom Flanagan.

Por supuesto, los que habían sido nuestros maestros y aún vivían, consideraban su vida un terrible fracaso, lo mismo que la mayoría de nuestros condiscípulos. Pero nuestro más terrible fracaso no era Flanagan sino Marcus Reilly, que se pegó un tiro en su coche cuando tenía poco más de treinta años; sin embargo probablemente Flanagan era el más desconcertante. Otros habían tomado direcciones equivocadas y habían fracasado de forma tan discreta que aún podía oírse el suspiro; uno, un funcionario de Banco llamado Tom Pinfold, había caído estentóreamente cuando se descubrió que cientos de miles de dólares de los clientes habían desaparecido de sus cuentas; sólo Tom Flanagan había vuelto la espalda al éxito de manera deliberada e indiferente.

Casi como si Tom pudiera leer mis pensamientos, me preguntó si había visto últimamente a alguien del colegio, y hablamos un momento sobre Hogan y Fielding y Sherman, amigos en la actualidad y compañeros de sufrimiento apasionados durante los últimos veinte años. Luego Tom me preguntó qué estaba haciendo yo.

—Bien, en realidad —respondí— iba a comenzar un libro sobre aquel verano que tú y Del pasasteis juntos.

Tom se apoyó en el respaldo de su asiento y me miró, falsamente consternado.

—No pongas esa cara —le advertí—. Todas las veces que te he visto durante los últimos cinco o seis años, has hecho todo lo posible por atraparme con esa historia. Hacías preguntas enigmáticas, dejabas caer pequeñas insinuaciones…, querías que escribiera sobre eso.

Tom me dedicó una sonrisa breve y encantadora, y por un segundo fue aquel estudiante lleno de energía.

—Muy bien. Pensé que podría proporcionarte algo útil.

—¿Sólo eso? —le desafié—. ¿Sólo algo útil?

—Después de todo este tiempo debes darte cuenta de que está más o menos en tu línea. Y últimamente he estado pensando que ya es hora de que hable de esto.

—Bien, te escucharé con gusto.

—Perfecto —dijo, aparentemente satisfecho—. ¿Has pensado cómo quieres comenzar?

—¿El libro? Con la casa, creo. La Tierra de las Sombras.

Tom lo pensó por un momento, con el mentón apoyado en la mano.

—No. Ya llegarás a eso, de todas maneras. Comienza con una anécdota. Comienza con el rey de los gatos. —Pensó un momento más e hizo un gesto afirmativo, viendo el asunto como un problema de montaje como su espectáculo de prestidigitación. Yo le vi mejorarlo en doce formas diferentes, revisarlo con el celo de un artesano, acercándolo cada vez más; debería de haberlo hecho famoso—. Sí. El rey de los gatos. Y tal vez realmente tengas que comenzar en la escuela… la historia propiamente dicha, quiero decir. Si buscas allí, encontrarás cosas interesantes.

—Bien, puede ser.

—Si buscas, yo te ayudaré.

Volvió a sonreír, y durante un momento su rostro duro y pensativo fue el de un hombre que había buscado, y volví a pensar que cualquiera que fuera su condición actual, sólo los que carecían de imaginación podían considerar que Tom era un fracasado.

—Podría ser una buena idea —dije—. (Pero ¿qué es esto del rey de los gatos?

—Ah, no te preocupes por esa historia. Ya surgirá. Siempre surge. Bien, ahora debo controlar mi equipo.

—Eres demasiado bueno para un lugar como éste.

—¿Te parece? No, creo que somos adecuados el uno para el otro. El Zanzíbar no es mal lugar.

Nos despedimos, y yo me alejé del bar para ir hacia el rectángulo de luz de la puerta abierta. Pasó un coche a toda velocidad, una muchacha con blue jeans y me di cuenta de que me alegraba de salir del club. Tom decía que se sentía bien allí, pero yo no le creía, y a mí, para empezar, me parecía una prisión.

Luego me volví y lo vi sentado en la penumbra con la camisa arremangada; parecía el jefe de ese lugar oscuro y vacío.

—¿Estarás aquí más de dos semanas?

—Diez días.

—Yo me quedaré una semana más en la ciudad. ¿Nos reuniremos otra vez antes de que me vaya?

—Me gustaría —respondió Tom Flanagan—. Ah. A propósito…

Levanté la cabeza.

—Jack de trébol.

Reí, y me saludó con su vaso de cerveza. Nunca había mirado la carta, ni siquiera al terminar el truco. Los pequeños milagros casuales como éste lo mantenían vivo.

¿El rey de los gatos? Yo no tenía la menor idea de qué era esta «historia», pero, como Tom había prometido, apareció unas semanas más tarde en un libro. Después de leerla, supe de inmediato que el instinto de Tom no se equivocaba.

Al transcribir la historia, la pondré en el contexto en que Tom la oyó por primera vez.