Anécdota

—Imaginen un pájaro —dijo el mago—. Ahora, aleteando, asustado, atormentado por el miedo, sale volando de este sombrero.

Retiró la bufanda blanca del sombrero de copa, y una paloma del mismo color de la bufanda batió sus alas en el borde y cayó sobre la mesa, un pájaro aterrorizado, presa del pánico, incapaz de volar, que hacía un fuerte ruido con sus alas en la mesa pulida.

—Bonito pájaro —dijo el mago, y sonrió a los dos muchachos—. Ahora imaginen un gato.

Pasó nuevamente la bufanda sobre el sombrero, y apareció un gato blanco en el ala. Salió del sombrero como una serpiente, se deslizó sobre la mesa, mirando sólo a la paloma. Con la garra preparada, el gato fue hacia ella.

El mago, vestido como un payaso siniestro, con el rostro blanco y una peluca roja que resaltaban sobre el negro del frac, sonrió a los muchachos y de pronto saltó hacia adelante y hacia atrás, para aterrizar sobre sus manos enguantadas. Se mantuvo casi inmóvil durante un segundo y luego dobló las piernas hacia abajo y el tronco hacia arriba en algo que pareció un solo movimiento perfecto. Ahora estaba parado en el mismo lugar que antes, y dejó caer la bufanda blanca sobre la forma alargada del gato.

Cuando el mago pasó la mano dentro de la bufanda, ésta se estremeció y cayó sobre la superficie de la mesa.

A ocho centímetros de distancia, la paloma seguía batiendo sus alas y haciendo un terrible ruido de pánico.

—Y eso es todo, ¿verdad? —dijo el mago—. Gato y pájaro. Pájaro y gato —seguía sonriendo—. Y como nuestra amiguita todavía está tan asustada, tal vez lo mejor será hacerla desaparecer.

Chasqueó los dedos, retorció la bufanda, y el pájaro desapareció.

—Los gatos me recuerdan una historia verdadera —dijo a los chicos fascinados, hablándoles como si simplemente estuviera contando una historia, como si no tuviera nada más en la mente—. Es una vieja historia, las historias más ciertas son a menudo las más antiguas. Esta la contó sir Walter Scott a Washington Irving, y Monk Lewis al poeta Shelley… y a mí me la contó un amigo que la vivió. Un viajero, en otras palabras mi amigo, iba a pie a casa de un compañero, que no era yo, donde pasaría la noche. Había caminado todo el día, y aunque ya era tarde y llegaba la oscuridad, estaba lo suficientemente cansado como para desear sentarse cuando llegó a una abadía en ruinas. Se sentó, se quitó las botas, se apoyó en una cerca de hierro y comenzó a frotarse los pies. Una serie de ruidos extraños le hizo volverse y mirar por entre los barrotes de la cerca. Más abajo, en el suelo de la vieja abadía, vio una procesión de gatos. Caminaban en dos largas filas iguales, y avanzaban muy lentamente. Ahora bien, como por supuesto nunca había visto nada parecido, se inclinó hacia adelante para ver mejor. Entonces vio que los gatos que iban a la cabeza de la procesión llevaban un pequeño ataúd en el lomo, y se dirigían, aproximándose lentamente, a una tumba abierta. Cuando mi amigo vio la tumba volvió a mirar con horror el ataúd que llevaban los gatos de primera fila, y advirtió que sobre él había una corona. Ante su vista, los gatos comenzaron a bajar el ataúd a la tumba. Mi amigo quedó tan asustado que no pudo permanecer en el lugar un momento más; se puso las botas y salió corriendo hacia la casa de su amigo. Durante la cena, no pudo evitar contarle a su amigo lo que había presenciado. Apenas había terminado cuando el gato de su amigo, que dormitaba frente al fuego, dio un salto y gritó: «¡Entonces yo soy el rey de los gatos!», y desapareció por la chimenea. Esto ha sucedido, amigos míos…, sí ha sucedido, mis queridos pajaritos.

El verdadero comienzo de esta historia no es «Hace más de veinte años, un estudiante mediocre», etcétera, sino: «Había una vez…», o: «Hace mucho tiempo, cuando todos vivíamos en el bosque…»