TRES

LA MUCHACHA DE LOS GANSOS

Sólo mirarla me perturbaba. Me di cuenta de inmediato de lo que había querido decir Del sobre su aspecto «herido». Era imposible no verlo. Su cara parecía haber absorbido mil insultos y haberse recuperado de cada uno de ellos por separado. Pero si alguna vez había sido herida, sin duda se estaba recuperando. Francamente, yo no podía creer que Del hubiera estado viendo a esta maravillosa muchacha todos los veranos; y al verla sentarse en la cama de Del con las rodillas juntas supe, supe, supe, que toda mi relación con Del acababa de cambiar.

1

Miami Beach, 1975

Pero antes de poder mirar realmente a Rose Armstrong a través de los ojos de Tom Flanagan y viajar con estos tres jóvenes por sus últimos meses convulsos en la Tierra de las Sombras, debo hacer una aparente digresión. Hasta este punto, la historia ha sido invadida por dos fantasmas: por supuesto uno es Rose Armstrong, quien, con su traje de baño negro y su camisa de muchacho acaba de sentarse ahora en la cama de Del, trastornando terriblemente a Tom Flanagan. El otro fantasma es más periférico; en realidad el lector ya lo ha olvidado. Me refiero a Marcus Reilly, que ha sido mencionado menos de seis veces en la primera parte de esta historia… y tal vez Marcus Reilly es un «fantasma» persistente sólo para mí. Sin embargo, quien se suicida, especialmente en edad tan temprana, queda para siempre en nuestras mentes. También es cierto que cuando vi por última vez a Marcus Reilly, pocos meses antes de que se quitara la vida, dijo algunas cosas que más tarde me parecieron importantes para la historia de Del Nightingale y Tom Flanagan; pero esto puede ser una mera autojustificación.

Al comienzo de esta historia dije que Reilly era el peor alumno de la clase. Como estudiante de Carson había tenido gran éxito, pero no desde el punto de vista académico. Era un buen atleta, y sus amigos más íntimos eran Pete Bayliss, Chip Hogan y Bobby Hollingsworth, quien se llevaba bien con todo el mundo. Reilly era un muchacho rubio con cierto parecido con el joven Arnold Palmer, y era brillante pero no reflexivo. Su principal característica era que tomaba las cosas como venían. Sus padres eran ricos…, su casa de Quantum Hills era más lujosa que la de los Hillman. Podría tomársele por el prototipo del estudiante de Carson: alguien que aunque era evidente que nunca llegaría a ser profesor, podía tener algún parecido con Fitz-Hallan.

Después de nuestra trabajosa graduación, Reilly fue a un colegio preuniversitario privado en el sudeste; no recuerdo cuál. Lo que sí recuerdo es que estaba encantado al encontrar un lugar donde el bronceado y la vida social se tomaban tan en serio como las notas. Después de este colegio fue a una facultad de derecho en el mismo Estado. Estoy seguro de que al graduarse sus notas no fueron ni muy altas ni muy bajas. En 1961, Chip Hogan me dijo que Reilly estaba trabajando en un estudio de abogados de Miami, y sentí esa pequeña satisfacción, casi estética, que se recibe cuando se cumple una expectativa. Parecía el trabajo y el lugar perfectos para él.

Cuatro años más tarde, una revista de Nueva York me encargó un artículo sobre un famoso novelista expatriado que pasaba el invierno en Miami Beach. El famoso novelista, con quien pasé dos días tediosos, era un tipo muy aburrido que se creía muy importante, salía de su hotel a la soleada avenida Collins con traje de franela y paraguas. Había dado conscientemente dos meses de su vida a Miami Beach para estimular su desdén por todas las cosas norteamericanas. Fingía ignorar el sistema monetario norteamericano.

—¿Realmente esto se llama un cuarto? Dios mío, qué poca imaginación.

Cuando reuní suficientes apuntes para el artículo, puse todo el proyecto en un compartimiento mental y decidí buscar a Bobby Hollingsworth. Hacía por lo menos diez años que no veía a Bobby. Vivía en Miami Beach, y yo sabía por la revista de ex alumnos, que era el dueño de una empresa de aparatos sanitarios. Una vez, en el lavabo de hombres de un aeropuerto de Atlanta, miré dentro de la taza y vi grabadas estas palabras: «Hollingsworth Sanitarios». Quería ver qué había sido de él, y cuando lo llamé por teléfono me invitó de inmediato a su casa.

Su casa era una gigantesca mansión española frente a Indian Creek y a una serie de hoteles. Anclada en su muelle había una embarcación de doce metros, que parecía poder encontrarse cómoda en medio del Atlántico.

—Este es realmente el lugar —dijo Bobby durante la cena—. El mejor clima del mundo, el agua, oportunidades de negocio. En serio, este lugar es el paraíso. No volvería a Arizona aunque me pagaran. Y en cuanto a vivir en el norte…, por favor —sacudió la cabeza.

A los treinta y dos años, Bobby era regordete, blando como una esponja. En su mano con dedos como salchichas llevaba un enorme diamante. Aún mostraba una perpetua sonrisa, que no era una sonrisa, sino la forma en que su boca estaba colocada en su cara. Llevaba una camisa rústica amarilla y shorts que hacían juego. Disfrutaba de su riqueza y yo disfrutaba del placer que él tenía en ella. Comprendí que la familia de su esposa le había dado la oportunidad de comenzar sus negocios, y que más bien los había sorprendido a todos con su éxito. Mónica, su mujer, no dijo mucho durante la comida, pero saltaba de su asiento a cada rato para ir a vigilar la cocina.

—Me trata como a un rey —dijo Bobby durante una de las excursiones de Mónica a la cocina—. Cuando vuelvo a casa me siento como un rey. Ella vive para ese barco…, se lo regalé para Navidad del año pasado. Chilló como un cachorro. ¿Qué sé yo de barcos? Pero a ella la hace feliz. Mira, si juegas al golf podríamos ir al club mañana. Tengo un juego de palos extra.

—Lo lamento, pero no juego al golf —dije.

—¿No juegas al golf? —Por un momento, Bobby quedó totalmente perplejo. Me había asimilado a su mundo de manera tan completa que había olvidado que yo no era un residente permanente del lugar—. Bien, carajo, ¿qué te parece si salimos en el barco a navegar, a tomar unas copas…? A Mónica le encantaría.

Dije que tal vez podría hacerlo.

—Bien, muchacho. Sabes, para eso fue esa escuela nuestra, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir, Bobby?

Su esposa volvió a la mesa y Bobby la miró.

—Saldrá con nosotros en el barco mañana. Echaremos los anzuelos, pescaremos para la cena, ¿eh?

Mónica sonrió débilmente.

—Claro. Será estupendo. Ahora, lo que te decía es… Nuestra vieja escuela tenía una sola meta, ¿no es cierto? Llevarnos al lugar donde yo estoy ahora. Y saber vivir una vez que uno llega ahí. Así lo veo yo. Convertirnos en la clase de personas que están bien en todas partes. Quiero escribir a esa revista de ex alumnos y decirles que pueden viajar por todo el sudeste y ver mi nombre cada vez que se detengan a orinar. Es casi cierto.

Mónica apartó la mirada y dio vuelta a una hoja de lechuga de su ensalada para observarla del otro lado.

—¿Ves a Marcus Reilly? —pregunté—. Sé que vive aquí.

—Lo vi una vez —dijo Bobby—. Fue un error. Marcus se metió en algo sucio… Le prohibieron ejercer la profesión. Apártate de él. Es un perdedor.

—¿De veras? —yo estaba sorprendido.

—Ah, durante un tiempo le fue muy bien. Luego supe que se había puesto raro. Sigue mi consejo… Te daré su número de teléfono si quieres, pero no vayas a verlo. Está hundido. Le cuesta esfuerzo sacar la cara por encima del agua para poder respirar.

A la mañana siguiente llamé al número que me había dado Bobby. Contestó un hombre que dijo:

—Wentworth.

—¿Marcus?

—¿Quién?

—¿Marcus Reilly? ¿Puede comunicarme con él?

—Ah, sí. Un segundo.

Sonó otro teléfono. Alguien descolgó, pero no dijo nada.

—¿Marcus? ¿Eres tú? —y di mi nombre.

—Ah, muy bien —respondió la voz ronca de Marcus Reilly—. ¿Estás en la ciudad? ¿Quieres que nos veamos?

—¿Puedo invitarte a almorzar hoy?

—Bien, perfecto. Estoy en el hotel Wentworth en Collins Avenue, a la derecha desde la calle Setenta y tres. Mira, nos encontraremos afuera. ¿Te parece bien? ¿A las doce?

Llamé a Bobby Hollingsworth para decirle que no podría salir con él en el barco.

—Está bien —dijo Bobby—. Ven la próxima vez, y saldremos con unas muchachas que conozco. ¿De acuerdo?

—Sí —dije.

Lo veía recostado en el sillón de cubierta, con una bebida apoyada en su panza cubierta de tela rústica amarilla, diciendo a una bonita prostituta que cada vez que fuera a orinar en el sudeste, podría leer su nombre con sólo mirar hacia abajo.

No había nada espléndido en la avenida Collins en el lugar donde vivía Marcus Reilly. Hombres con sombreros de lona y pantalones escoceses bajo sus prominentes vientres, viejas con vestidos deformados y gafas de sol caminaban bajo los toldos de la acera frente a los pequeños locales comerciales. Tiendas de ventas a crédito, bares, tiendas de novedades, donde todo estaba bajo varios centímetros de polvo. En el hotel Wentworth se veía la frase «Donde vivir es un placer» pintada sobre el yeso amarillo. La recepción parecía estar afuera, en una especie de galería en la acera.

A las doce menos cinco salió Marcus, con un traje escocés, caminando rápidamente entre las hileras de personas sentadas en sillas de plástico y aluminio, como si tuviera miedo de que alguna de ellas lo detuviera.

—Qué estupendo es verte, qué estupendo —dijo, estrechando mi mano.

Ya no se parecía al joven Arnold Palmer. Sus mejillas se habían hinchado y sus ojos parecían más estrechos. La humedad del aire rizaba sus cabellos. Como el del novelista expatriado, su traje era demasiado pesado para el clima, pero, a diferencia del novelista, no parecía un hombre habituado a vivir en interiores. Marcus chasqueó los dedos, batió palmas y miró hacia un lado y hacia otro de la calle. Yo sentía violencia en él, como a veces se siente en un perro.

—Por Dios, aquí estamos. ¿Cuánto ha pasado, quince años?

—Más o menos —dije.

—Vamos, hombre. Veamos un poco el paisaje. ¿Hace mucho que estás aquí?

—Sólo un par de días.

Marcus se apartó de mí y echó a andar por la calle.

—Qué lástima. ¿Dónde te hospedas?

Dije el nombre de mi hotel.

—Malísimo. Muy malo, créeme. —Dimos la vuelta a la esquina y Marcus abrió la puerta de un Gremlin verde con el guardabarro un poco oxidado a la derecha—. Es una palabra que podría usar para describir toda la ciudad —subimos al Gremlin—. Tira tus cosas atrás —empujé una pila de Herald de Miami y varias camisas sucias—. ¿Quieres almorzar primero o tomar una copa?

—Me vendría bien una copa, Marcus.

—Perfecto. —Puso en marcha el motor y avanzó velozmente junto al bordillo—. Hay un buen lugar a unas dos manzanas. —Doblamos la esquina, y Marcus hablaba como un poseso todo el tiempo—. Es decir, tiene sus cosas buenas, y yo todavía no las he descartado, pero es un lugar lleno de ingratos, ¿entiendes?, ¿entiendes?, y eso es lo que tenemos aquí… de pared a pared. Gente que yo traje, que empezó bien, que hizo todo para…, ¿sabes que me echaron?, ¿verdad? ¿Fue Bobby quien te dio mi número de teléfono?

—Sí —respondí.

—El rey de la mierda. «En seis Estados, puedes cagar sobre mi nombre», ¿entiendes? Bobby está tan gracioso ahora. Y yo lo ayudé cuando acababa de llegar a Miami. —Marcus transpiraba, guiaba el coche como si fuera tan pesado como un camión. Sus rizos estaban húmedos—. Nadie obtiene contratos como los obtuvo él, por más rica que sea la imbécil con quien te has casado, sin ayuda de gente que conoce otras gentes. En Miami no. Ni en ninguna otra parte. Y ahora me trata como a una basura. Ah, a la mierda con Bobby. Por la forma en que está engordando, se caerá muerto cuando tenga cuarenta años. Ya llegamos.

Marcus golpeó al Gremlin contra la acera y salió de su asiento. Casi corrió a un bar llamado Hurricane Pub. Estaba tan abierto a la calle que parecía que le faltaba una pared.

—¡Doctor! —gritó el camarero.

—¡Jerry! ¡Un par de cervezas! —Reilly se sentó en un taburete, encendió un cigarrillo y se puso a hablar otra vez—: Jerry, este tipo es un viejo amigo mío.

—Mucho gusto —dijo Jerry, y puso las cervezas ante nosotros.

Marcus vació la mitad de su vaso.

—En esta ciudad es una gran ayuda conocer a todo el mundo. De esa forma uno sabe dónde se entierran los cadáveres. Yo aún no he terminado. Tengo muchas cosas cocinándose. Mira, todavía soy joven. —Yo sabía su edad, porque era igual a la mía. Parecía al menos diez años mayor—. Y tengo la actitud mental adecuada…, a nadie se le excluye a menos que se excluya solo. Y, lo creas o no, me gusta estar aquí… incluso en el Wentworth. Las direcciones de la avenida Collins son de oro en esta ciudad. En dos o tres años me devolverán mi licencia. ¿Y quién te dice que el amigo Bobby no vendrá a pedirme un favor? Yo conozco a todo el mundo, a todo el mundo. Puedo lograr que las cosas se hagan. Y eso es lo que la gente de esta ciudad respeta. Un tipo que puede lograr que se hagan las cosas —consumió el resto de su cerveza.

—¿Quieres comer algo? —dejó dos dólares en el bar y salimos a la calle.

Unas manzanas más adelante, abrió la puerta de la Heladería del Tío Ernie.

—Aquí sirven bocadillos. —Nos sentamos a una mesita al fondo y pidió nuestros bocadillos—. Esa escuela donde fuimos…, ese lugar, muchacho, no puedo sacármelo de la cabeza. Por un lado, Hollingsworth siempre habla de eso… como si fuera Eton o algo así.

Aun cuando estaba sentado comiendo, Marcus se movía sin cesar. Movía los codos, tamborileaba con los dedos, se deshacía los rizos, se frotaba las mejillas.

—¿Recuerdas a la Serpiente y esa capilla?

—Recuerdo.

—Totalmente loco. Y Fitz-Hallan y sus cuentos de hadas. Por Dios, yo podría contarle algunos cuentos de hadas. El año pasado, cuando todavía tenía mi licencia, me mezclé con esa gente…, tipos importantes, ¿sabes? Eran personas serias. Tal vez yo no fui demasiado rápido, quién sabe, pero esa gente siempre necesita abogados. Y si quiero que perjudiquen a alguien, le perjudicarán. Sabes lo que digo. Y al mismo tiempo, a través de las relaciones con estas personas, me acerqué a unos haitianos. Esta ciudad está llena de haitianos, la mayor parte de ellos ilegales, pero estas personas eran diferentes. Son diferentes. ¿Ya has terminado tu bocadillo?

—No del todo.

El bocadillo de Marcus había desaparecido como si lo hubiera comido de un solo bocado.

—No te preocupes. Quiero mostrarte algo. Está en tu línea… Recuerda que conozco tu trabajo. Quiero mostrarte esto. Está relacionado con esta gente de Haití.

Terminé el bocadillo y Marcus saltó de su asiento y arrojó dinero en la mesa. En la calle soleada y sucia, el rostro florido de Marcus se acercó hasta estar a dos o tres centímetros del mío.

—Ahora estoy muy vinculado con ellos. Cuando a uno le han prohibido ejercer, ¿qué le importa si está con un haitiano? Ellos tienen una noción flexible de la ley. Vamos a hacer grandes cosas. ¿Sabes algo de Venezuela?

—No mucho.

—Pensamos comprar una isla frente a la costa…, una isla grande, clasificada como parque nacional. Uno de estos tipos conoce gente en la administración, la haremos reclasificar en un minuto. Ese es uno de los temas de los que hablamos. Además hay muchas cosas raras, ¿me entiendes? Raras. —Me tomó del codo y me llevó por la calle—. ¿Te molesta si nos detenemos en McDonald’s? Todavía tengo hambre.

Hice un gesto negativo, y Marcus me llevó al brillante restaurante. Estábamos parados frente a él.

—Big Mac, patatas fritas —dijo a la muchacha—. La próxima vez que vengas aquí, iremos al Joe’s Stone Crab. Un lugar fantástico. —Llevó su comida a una mesa y comenzó a engullir de pie—. Bien, hablemos. ¿Qué piensas de ese asunto del que hablaba Fitz-Hallan?

—¿Qué asunto?

—Sobre las cosas que están bien por arte de magia. ¿Qué quiere decir eso?

—Dímelo tú.

—Bobby piensa que eso es lo que él tiene. El barco, la casa, los zapatos de doscientos dólares. Tú probablemente piensas lo mismo.

—A veces —dije.

El Big Mac había desaparecido, y las patatas fritas también.

—Bien, creo que está loco. He visto mucho de esto, con esos tipos. Tienen… tienen muchas creencias extrañas. —Las patatas fritas habían desaparecido, y Marcus salía del restaurante, limpiándose los dedos en los pantalones—. Pueden volverte ciego y sordo, hacerte ver cosas, o eso creen ellos. Magia. Yo digo que si es magia no puede estar bien. No hay magia buena, eso es lo que yo sé.

—Tú sabes algo sobre Tom…

—Flanagan. Sí. Hasta fui a verlo, allá. Pero… —De pronto su rostro se descompuso. Era como derrumbarse un complicado edificio público—. ¿Ves un pájaro, allá?

Miré: unos edificios con las fachadas descascaradas, los viejos siempre presentes.

—Olvídalo. Salgamos a dar un paseo —eructó, y noté el olor a carne.

Miré mi reloj. Deseé haber salido en el barco de Bobby y estar sentado en medio de las aguas lisas, escuchando la charla de Bobby sobre el negocio de los aparatos sanitarios.

—Realmente tengo que irme.

—No puedes irte —dijo Marcus, que parecía consternado—. Vamos. Quiero mostrarte algo —y me empujó hacia su coche con la fuerza de la desesperación.

Nuevamente en el Gremlin, recorrimos la parte alta de Miami Beach durante media hora, y Marcus habló todo el tiempo. Doblaba las esquinas sin prestar atención, a veces retrocedía como si tratara de no encontrarse con alguien, a veces se cruzaba peligrosamente delante de otros coches.

—Mira, allí está la biblioteca… ¿Y ves esa librería? Es extraordinaria. Te gustaría. En Miami Beach hay muchas cosas para un tipo como tú. Yo te presentaría a la gente más interesante, te conseguiría un material como nunca soñaste, hombre. ¿Alguna vez has estado en Haití?

Nunca había estado.

—Tendrías que ir. Grandes hoteles, playas, buena comida. Aquí hay un parque. Un hermoso parque. ¿Alguna vez has estado en Key Biscayne? ¿No? Está cerca, ¿quieres ir allá?

—No puedo, Marcus —respondí.

Hacía tiempo que sospechaba que lo que él quería hacerme ver no existía. O que él había decidido finalmente que yo no lo vería. Finalmente lo persuadí de que me llevara de vuelta a mi hotel.

Cuando me dejó allí, tomó una de mis manos entre las suyas y me miró con sus azules ojos acuosos.

—Lo hemos pasado muy bien, ¿no crees? Ahora, presta atención, compañero. Leerás sobre mí en los diarios.

Se alejó haciendo rugir el motor, y me pareció ver que hablaba solo, dentro de su coche deteriorado, mientras rodaba por la avenida Collins. Yo me di una ducha, pedí una bebida al servicio de habitaciones, me acosté en la cama y dormí tres horas.

Dos meses después me enteré de que Marcus se había suicidado… Me había nombrado albacea de su patrimonio, pero no había patrimonio excepto algunas ropas y el Gremlin, donde se mató. El abogado que me llamó por teléfono dijo que Marcus se había pegado un tiro en la cabeza alrededor de las seis de la mañana, en un estacionamiento entre una pista de tenis y el North Community Center. Estaba a unas tres manzanas del McDonald’s donde me había llevado.

—¿Por qué me habrá nombrado albacea? —pregunté—. Apenas lo conocía.

—¿De veras? —pregunto el abogado—. Dejó una nota en su habitación diciendo que usted era la única persona que comprendería lo que él iba a hacer. Escribió que le había mostrado algo… cuando usted lo visitó aquí.

—A lo mejor creyó mostrármelo —dije.

Recordé que me preguntó si yo había visto un pájaro mientras se le contorsionaba la cara, como si alguien estuviera cosiéndolo desde adentro.

2

Tom y Rose

La muchacha no lo miraba a los ojos. Estaba sentada en la cama de Del, mirándose los pies, como si él la hiciera sentir incómoda. Tom se dio cuenta de que ella pensaba que él se había burlado de ella… Del lo miraba, asombrado, y dijo:

—Lo lamento. No sé cómo dije eso. No quise decir nada en especial.

—Sé quién eres —dijo ella. Luego levantó el rostro y le miró con sus ojos pálidos e iridiscentes que casi lo hicieron salir volando de la habitación—. Todos dicen que serás un gran mago.

—Mira, estoy un poco harto de oír eso —respondió Tom, hablando con más intensidad de la que hubiera querido. Rose Armstrong daba la impresión de que iba a derretirse si se le decía una palabra fuerte. La seda de su camisa brillaba en sus brazos—. ¿Quiénes son «todos», de todas maneras?

—Del y el señor Collins. Especialmente el señor Collins.

—¿El te habló de mí?

—Claro. De vez en cuando. El invierno pasado.

Del sonrió, y Tom los miró a los dos, perplejo.

—Pero ni siquiera me conocía el invierno pasado.

—Sí que te conocía.

Y, aparentemente, así quedarían las cosas. La muchacha unió sus manos y lo miró a los ojos. A pesar de lo que Tom había pensado, se la veía tranquila. Era tan esbelta y tan parecida a una flor, un año mayor que los dos muchachos, y para Tom, de pronto, fue como si tuviera diez años más…, parecía enorme e imposible de conocer. Sin embargo, su rostro, con sus labios llenos y su frente alta, transmitía vulnerabilidad. Los cabellos húmedos se aplastaban contra su cabeza. Tom se dio cuenta de que envidiaba la intimidad entre Del y Rose Armstrong. La muchacha parecía perfecta como una estatua.

Una estatua viva.

—El me obligó —dijo Rose con actitud valiente.

La incomodidad de Tom creció.

—Nunca había pensado nada hasta conocer al señor Collins —dijo ella, y él se relajó—. Yo no era nada. —La expresión de haber recibido una herida profunda apareció nuevamente en su rostro—. Yo se lo perdonaría todo.

—¿Tienes que perdonarle muy a menudo?

—Bien, él bebe mucho, y eso no me gusta. A veces cambia cuando ha bebido demasiado.

Tom asintió. Había tenido la prueba de ello. Preguntó:

—¿Por qué saliste a la roca vestida como si fuese invierno? Y abriste esa bomba de humo.

—El me lo ordenó. Me dio las ropas.

—¿Y eso es suficiente?

—Por supuesto.

—¿Sabías que debíamos verte?

—Sabía que alguien debía verme. De otra manera no tendría sentido.

—¿El te perdona a ti también?

—¿Por qué tendría que perdonarme?

—Porque cuando yo venía hacia aquí, me encontré con él en el vestíbulo. Estaba borracho. Dijo que haría una advertencia a Del, pero que yo podía hacerla por él. Creo que tenía que ver con el hecho de que estuvieras aquí.

Rose se sonrojó.

—Yo pensaba…, creo que no debiera estar aquí. Pero mañana probablemente estará bien.

—¿Quieres decir, cuando esté sobrio?

Ella asintió con la cabeza.

—Pero no debo quedarme. Del, yo…, tú sabes.

Tom sintió otra vez la puñalada de los celos. No lo había llamado ni una vez por su nombre.

—Sí, creo que sí —dijo Del.

Tom la miró ponerse de pie, y contemplarle como si estuviera impresionada… Pero eso era sólo parte de su cara, tal vez, como la sonrisa de Bobby Hollingsworth…

Finalmente ella se quitó la camisa. Tom rompió aquel silencio extraño.

—Antes de que te vayas, ¿puedo pedirte algo?

La muchacha asintió.

—¿Hay hombres cerca de este lugar? ¿Has visto un grupo de hombres en los alrededores?

—Sí. —Miró a Del—. No han estado aquí hace un año o dos. Están en una cabaña del otro lado del agua. Son amigos suyos.

—Muy bien —dijo Tom.

—Solían trabajar con él —agregó ella. Con otra mirada a Del, agregó—: No me gusta cuando están aquí. No son como él —sostenía la camisa frente a ella, escudándose—. Están muertos.

Esto fue totalmente inesperado.

—Eso es ridículo.

Vio que se trataba de algo que Collins le había dicho, y que ella había aceptado.

—Piensa lo que quieras. El me lo dijo. Cómo sucedió.

—De todas maneras es ridículo. —Oyó la repetición y pensó que sonaba tan estúpida como lo que decía la muchacha—. ¿Te indicó él que nos dijeras esto?

—No. Tengo que irme.

Tom sintió una ardiente impaciencia, junto con un deseo igualmente fuerte de retener a Rose Armstrong en la habitación.

—¿Dónde vives tú? ¿En la casa?

—No puedo decírtelo. No debo. —Dejó la camisa en la cama y sonrió a Del—. Veo que es la primera vez para tu amigo.

—¿Podrías despachar una carta para mí? ¿Llevarla al correo?

—De aquí no puede salir nada —dijo ella, y comenzó a dirigirse lentamente hacia la puerta del vestíbulo—. Pero podrías pedírselo a Elena.

—¿A esa mujer? No habla inglés.

—Estoy segura de que comprende la palabra «correo» —sonrió por primera vez—. Espero que estés de mejor humor la próxima vez que nos encontremos. —Entonces llegó a la puerta y pasó del otro lado como una sombra—. Adiós, Del. —Volvió sus ojos iridiscentes hacia Tom—: Adiós, gruñón —y desapareció.

El rostro de Del estaba embebido. Tom oyó el ruido de los pies desnudos en el vestíbulo en la dirección que él había seguido para perseguir a la mujer llamada Elena. Y luego una puerta se abrió suavemente.

Tom se volvió hacia Del, que aún parecía fascinado.

—Vi a los hermanos Grimm abajo —dijo—. Supongo que están muertos, también. —Del se limitó a sonreírle—. ¿Qué le sucede, está hipnotizada o algo así?

Del no habló ni se movió. Tom se apartó de él y salió por la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y silencioso. En los bosques las luces ardían como señales. Fue hasta el cristal y levantó las manos hasta su cara para borrar su reflejo. Rose Armstrong caminaba por las losas; comenzó a bajar por la escalera de hierro.

Tom permaneció en el vestíbulo hasta que un rayo de luna en el agua iluminó un brazo plateado que se alzaba; espuma en el lugar donde salpicaban sus pies.

—Ahora sabes —dijo Del a sus espaldas.

Tom asintió. Percibía la desconfianza en la voz de su amigo.

3

Guerra

—Esta es una historia verdadera —dijo el mago—, y se llama «La muerte del amor». Ah, un melodrama.

Sus espesos cabellos blancos se agitaron con la ligera risa. Los tres estaban sentados en la playa de piedra, Collins frente a la elevación del terreno y los muchachos mirándole a él y al brillante lago de color azul oscuro detrás de él. A la derecha de todos ellos el muelle deteriorado se alzaba en el lago; más allá se veía el refugio de los botes sobre pilares de hormigón. Como había sugerido Rose Armstrong, Collins no mostraba nada de su fría furia de la noche anterior. Había colocado una nota en las bandejas del desayuno de los chicos, pidiéndoles que se viesen con él en la playa a las diez de la mañana. Los dos pensaban aún en el encuentro con Rose Armstrong y descendieron por la insegura estructura de hierro a las diez menos cuarto; Collins, con un sombrero blanco en la cabeza, una manta arrollada y una canasta de picnic bajo el brazo, bajó la escalera veinte minutos después. Llevaba una camisa azul de mangas largas, pantalones de color gris y sandalias. La camisa y los pantalones le iban un poco grandes, como si recientemente hubiera adelgazado.

—Buen día, aprendices —dijo—. ¿Todos habéis dormido bien después de los esfuerzos de ayer?

Collins desplegó la manta en la playa, y colocó la canasta de mimbre sobre ella. Se quitó el sombrero y lo puso sobre la canasta.

—Sentaos, muchachos; lección de historia, si no estáis demasiado dormidos para escucharla. Es hora de contar una de esas historias que os he prometido. Miradme, así. Si os aburrís, podéis mirar el agua y soñar con la señorita Armstrong —sonrió—. Esta es una historia verdadera.

—Ahora los dos sabéis ya más sobre las operaciones de la verdadera magia que el noventa y nueve por ciento de la población, incluidos otros magos, y quiero transportaros a la época en que yo mismo aprendí estas cosas… A la época en que por primera vez comencé a dominar mis propias fuerzas. Nos remontamos a cuarenta años atrás, un poco antes de la década de los veinte, en realidad estamos en el año 1917, el año en que Norteamérica participó en la Gran Guerra. Entonces mi nombre era todavía Charles Nightingale… El padre de Del, mi hermano, era doce años menor que yo, todavía un muchacho, y un desconocido para mí. Yo había estudiado medicina y me ganaba la vida como mago durante mis estudios. Era hábil y manejaba bien las cartas. Destreza manual. Quería ser cirujano. Entonces la magia era sólo un pasatiempo, aunque siempre sentí que era algo que iba más allá de los simples trucos que yo había aprendido, algo profundamente poderoso. La medicina me parecía lo único en el mundo práctico que se aproximaba a ese reino de responsabilidad y admiración al que yo aspiraba. Me refiero al mundo (que sólo percibía oscuramente) en que la capacidad de lograr cambios fundamentales es tan grande como para inspirar automáticamente una mezcla de miedo y admiración. Si yo hubiera sido convencionalmente religioso, supongo que habría entrado en la iglesia. Pero siempre fui demasiado ambicioso para eso. En 1917 recibí mi título de médico e inmediatamente me dieron un destino y me enviaron a Francia en un barco con tropas. Estaba destinado a un puesto militar en Cantigny. Llevaba pocas cosas conmigo, ropa, barajas y algunos libros escritos por un francés llamado Eliphas Levi, un mago muerto en 1875. Los libros eran los dos volúmenes de Le Dogme et Rituel de la Haute Magie, escritos de manera un poco exagerada, con verbosidad, pero llenos de evocaciones de ese poder que yo buscaba. Levi me ayudó a entender que el Bien y el Mal son distinciones terrenales… Cuando alguien basa sus opiniones en este principio generalmente está en un terreno muy cenagoso. También llevé un libro escrito por Cornelius Agrippa, el mago del Renacimiento, quien, cuando le preguntaban cómo podía el hombre poseer poderes mágicos, contestaba esto… Recuerden, muchachos: «Sólo tiene este poder quien ha cohabitado con los elementos, ha vencido la naturaleza, ha subido más alto que los cielos, se ha elevado por encima de los ángeles…» Vencer la naturaleza. Los inéditos también lo intentan, pero con qué torpes armas: escalpelos y suturas.

—Llegamos a Brest en el Seattle y fuimos inmediatamente a los barracones de Pontanzen para descansar unos días antes de ser enviados a la zona de Gondrecourt, para recibir un entrenamiento rudimentario. Viajamos como parte de una división, con un camión, dos ambulancias y un coche Packard en el que íbamos otros dos jóvenes médicos y yo. Seguíamos el camino de Beaumont-Mandres. Desde Mandres debíamos ir a la División HQ en Menil-la-Tour. Parecía fácil, pensándolo en Boston, pero en Boston yo nunca había contemplado un país destrozado por la guerra. Los únicos cadáveres que había visto estaban en mesas de disección. Y piensen que mi período de entrenamiento militar había sido ridículamente breve. Ni siquiera recuerdo lo que esperaba encontrar: algo parecido a los carteles de propaganda para reclutamiento, supongo, soldados jóvenes y valientes mostrando cascos alemanes, como trofeos: «¡Y decían que no sabíamos luchar!».

»Sólo habíamos recorrido un breve trecho del camino de Beaumont-Mandres cuando pasamos por un viejo campo de batalla. La tierra mostraba aberturas, había trozos de alambre de púas que colgaban por todas partes, y una aterradora y claustrofóbica sensación de muerte en todo el lugar… nos invadía y nos dejaba sin aliento. Las trincheras alemanas habían estado ocupadas desde 1914 y corrían paralelas al camino de Firey-Bouconville. Oíamos la artillería en la distancia. Yo jamás había visto nada ni remotamente parecido…, nada parecido a ese campo nevado y destruido, ni a la escala de muerte que implicaba. Para mí, en ese momento, se parecía particularmente a los desperdicios que quedan en el fondo de una chimenea. Montones de objetos destrozados, pilas de basura aquí y allá, nada ordenado, nada siquiera reconocible excepto por medio de un esfuerzo de la imaginación. Esa fue probablemente la última imagen civil de la que disfruté durante dos años. La guerra sólo puede compararse consigo misma…, la guerra es algo encerrado en sí mismo. Apenas uno entra en contacto con ella se da cuenta de esto.

»Mi primer contacto real fue en el Packard para cinco pasajeros. Nuestro grupo fue atacado con ametralladoras, y muy fuertemente. Esto, por supuesto, fue producto de la mala suerte, pero el camino de Beaumont-Mandres era atacado día y noche, y nuestros superiores seguramente decidieron que era un riesgo que debían correr. Si hubieran sabido que sólo un hombre de todo el grupo sobreviviría, supongo que habrían decidido otra cosa.

»Yo oía a los soldados del camión que cantaban: “¡Gloria, gloria! ¡Un barril de cerveza para nosotros!” Era una canción favorita, lo mismo que Perla con corazón de nieve y Digan au revoir pero no adiós. Luego, oí un silbido además de la canción. Supe de inmediato lo que significaba.

»Nuestro conductor murmuró: “Ella dijo que habría días como éste”, y el camión que iba delante de nosotros explotó. “¡Dios mío!”, gritó el conductor, y frenó. Vi un cuerpo que saltaba hacia arriba, como si un hombre hubiera echado a volar; la base del camión volcó, escupiendo fuego, y los trozos de metal se esparcieron por todo el camino. Caímos en una vieja mina… todos en el Packard gritaban algo. Había explosiones alrededor de nosotros, ensordecedoras. Tuve una vaga conciencia de una ambulancia que volaba en el aire como el juguete de un niño. Los hombres gritaban y gemían. Un brazo con una manga de lana cayó sobre el capot del Packard. Todos luchamos por salir del auto, y cayó otra granada muy cerca.

»Recobré la conciencia en el campo. Tenía la cara y las manos quemadas, me dolía todo el cuerpo y me parecía que me habían partido la cabeza, pero en general estaba bien. Había tenido una suerte increíble, y a partir de ese momento supe que me había salvado para algún gran propósito. Las granadas caían en todo el camino, y en nuestro convoy no quedaba nada racional, nada sensato; en pocos segundos se había transformado en una escena del infierno. Las ambulancias estaban destruidas. Había hombres muertos en todo el camino. Una rueda de motocicleta arrastraba un objeto destrozado hasta el camión. El resto de la motocicleta, que había avanzado a un lado del convoy, ni siquiera era visible. La parte trasera del Packard, que emergía del hoyo cavado por la explosión, parecía un enorme queso gris. Extendí una mano y levanté mis libros de la nieve. Al principio pensé que era el único hombre que había quedado vivo en el convoy. Ante mis ojos había una destrucción casi increíble. Cuerpos y partes de cuerpos que salían de los agujeros hechos por las granadas, de los vehículos en llamas…, y siguieron cayendo granadas durante un tiempo, destrozando las ambulancias rotas y arrojando los muertos por todas partes. Debe haber sido un incidente menor en la guerra, aquel bombardeo que destruía toda una unidad médica. Luego vi moverse a alguien, un hombre en la zanja entre el camino y el campo. Yo le conocía.

»Había estado en el Packard conmigo. Se llamaba teniente William Vendouris, y era un nuevo medito militar, como yo. Las esquirlas le habían abierto los intestinos, o una parte rota del camión…, no lo sé. Estaba tendido en la zanja, en un lago de su propia sangre. Se sostenía los intestinos con las manos. Se le escapaban como cuerdas de color púrpura.

»—Dame algo, por Dios —susurró.

»Yo no tenía nada. Nada excepto el libro de Eliphas Levi y un mazo de naipes y Cornelius Agrippa. Los suministros del camión se habían hecho pedazos.

»—Por Dios, ayúdame —gritó Vendouris.

»Me arrodillé junto a él y le toqué la herida, aunque sabía que no podía ayudarlo. Tendría que haber estado inconsciente, pero no lo estaba. Sentía latir su sangre en mis manos.

»—Quédate quieto, amigo —dije—. No hay suministros. Todo desapareció con el camión.

»—Llévame hasta el C.G. —rogó. Puso los ojos en blanco, y el blanco estaba tan rojo que me pareció que explotaría—. Sólo faltan cuatro kilómetros y medio. Dios mío, llévame allá.

»—No puedo —dijo—. Morirías si te moviera. Sólo una cuarta parte de ti sigue viva.

»—¡Me caigo! —gritó.

»Los intestinos se le escapaban de las manos, caían casi hasta el suelo helado. Estuvo a punto de desmayarse, y yo deseé que eso sucediera. Recuerdo que tenía dientes perfectos, blancos, que parecían pertenecer a otra persona…, esos dientes tendrían que haber adornado otro cuerpo.

»Se elevó un trozo del terreno nevado, y di un salto de treinta centímetros… Estaba aterrado, y pensé que había un hombre muerto de pie en medio de todo aquel desastre. El suelo volvió a moverse y me di cuenta de que era un gran pájaro blanco. Una enorme lechuza blanca. Volvería a verla nuevamente, en Francia, durante la guerra, pero entonces pensé que era una alucinación. La lechuza batió las alas…, tendría un metro de envergadura, aparentemente…, y se acercó al paisaje de hombres destrozados.

»Vendouris también la vio, y comenzó a delirar:

»—Es mi alma, es mi alma —gritaba.

»La sangre brotaba de su cuerpo. El pájaro se posó sobre unos alambres y nos miró enloquecido. Entre mi consternación y los delirios de Vendouris, creo que casi lo oía hablar.

»—Pégale un tiro —decía—. Es la única forma.

»Toqué el revólver en su cartuchera sobre mi cabeza.

»Vendouris comprendió el gesto.

»—Ay, Dios, Dios mío, por favor, no —rogó.

»Entonces puse mis manos sobre sus hombros y traté de levantarlo.

»Dejó escapar un chillido más horrible que cualquier otro sonido que haya oído en mi vida, y en el campo creí oír el chillido de la lechuza también, como si realmente fuera su alma.

»—Si te levanto —dije—, una mitad de tu cuerpo permanecerá aquí. No es posible.

»—Entonces ve a buscar a alguien. —Su cabeza cayó hacia atrás, pero todavía estaba vivo. Esos dientes perfectos que tendrían que haber adornado algún anuncio brillaban en su rostro gris—. No puedes pegarme un tiro. Ni siquiera hace un mes que estoy aquí.

»Esa extraña racionalidad, una excusa como la de un alumno de tercer grado. Sentía la presencia de ese pájaro tal vez inexistente detrás de mí, y era una sola cosa con la carne quemada que de pronto sentía en mi propio rostro, el olor a heces y a gases intestinales que venía de Vendouris…, todo esto junto con un gran alivio por el peculiar ruego infantil de Vendouris. Algo se movió en mi mente: yo estaba en la guerra, y la guerra sólo podía compararse a sí misma.

»—No es posible —dijo Vendouris, y supe que no era posible que esto le hubiera sucedido a él. Mentalmente seguía siendo un civil.

»Pensad en mis opciones. Yo podía levantarlo, como él deseaba, y matarlo… con una muerte terrible. Podía quedarme a su lado y dejarlo morir. Tal vez habría durado media hora más, o el tiempo que le llevara comprender realmente su estado. En esa media hora habría sufrido todas las agonías posibles para el hombre. Matarlo levantándolo habría sido más piadoso. Su dolor comenzaba a borrar su shock. Yo podría haberlo dejado allí, para caminar los cuatro kilómetros y medio hasta el hospital, y dejarlo morir solo.

»Comenzó a jadear, como un perro cansado.

»En realidad sólo había una solución. Saqué mi revólver de la cartuchera. El me vio hacerlo con sus ojos agrandados, y por un segundo recuperó la cordura. Trató de moverse hacia atrás, y la mayor parte de sus tripas salió afuera.

»Tal vez murió en ese momento. Pero no lo creo. Creo que lo que le mató fue la bala que le metí en la cabeza.

»Me rodeaban olores terribles: mi propia carne quemada y la transpiración; los horribles olores de Vendouris al morir, sangre, materia fecal. Cogí mis cosas y caminé hasta el borde del camino en dirección al fuego de artillería. Debería haber tenido miedo. Debería haber tenido ganas de correr al puerto y ocultarme en el próximo barco a Norteamérica. Pero en cambio sentí que caminaba hacia mi destino, por el cual el pobre William Vendouris y otros cuatro hombres ya habían dado sus vidas.

»Dos meses más tarde, en el Field Hospital había una desesperante escasez de personal, más aún ahora que Vendouris estaba muerto, y los otros dos médicos y yo dormíamos tres horas cada doce, turnándonos en un catre en una pequeña tienda a pocos metros de la tienda más grande que era nuestra sala de operaciones. Esto significa que respirábamos guerra, bebíamos guerra y dormíamos guerra todos los días. Nuestro trabajo consistía en vendar heridas, cerrar heridas del pecho y controlar hemorragias a los soldados que venían de los campos de batalla y de las trincheras, traídos por las ambulancias de Norton-Harjes y la Cruz Roja. Si amputábamos una pierna o enyesábamos una fractura, los heridos eran enviados a hospitales para un tratamiento más extenso. La pérdida del camión en que yo había estado significaba no sólo la falta de otro médico, sino también de una cantidad suficiente para tres meses de morfina y otras provisiones para el hospital… De manera que la mayor parte de nuestras operaciones se hacían con poca o ninguna anestesia. A menudo trabajábamos con antorchas como las que vosotros veis en los bosques allí, trasladándonos con las idas y venidas de la guerra a Les Islettes, Cheppy Varennes. Las tropas con que trabajábamos eran principalmente hombres de Nueva York, Pennsylvania y Connecticut, muchachos de diecinueve y veinte años que se despertaban en la mesa de operaciones y se llevaban la mano a la entrepierna con su primer movimiento consciente, para asegurarse de que no habían perdido nada. No había pasado una semana cuando el personal médico y muchas de las tropas se enteraron de lo sucedido a Vendouris. Los otros médicos, un georgiano alto y pelirrojo llamado Withers y un neoyorquino calvo, inteligente y haragán llamado Leach, parecieron aprobar lo que yo había hecho, lo mismo que la mayoría de los soldados.

»Pero me pusieron un apodo. ¿Lo adivináis? Me llamaban el “Cobrador”. Ese acto de piedad con un hombre fatalmente herido me apartó de los demás, aun en las condiciones de hacinamiento y anormalidad que prevalecían en el Campamento 84. A veces, cuando entraba en el comedor, oía murmurar mi nombre. Y una vez, cuando estaba operando a un pobre tirador del batallón de Pennsylvania, tratando de volver a colocar su estómago en su lugar, abrió los ojos (lo sostenían dos ordenanzas), me miró y susurró: “El cobrador…”, y se murió.

»Leach me dijo:

»—No te preocupes por eso. Si alguna vez me sucede algo así, espero que me hagas el mismo favor. La mayoría de los muchachos están tan trastornados por la guerra que ya no piensan.

»Había otra razón para el nombre. Durante un tiempo gané bastante dinero jugando a las cartas con los oficiales y con otros médicos. Os aseguro que no hacía trampas. Sólo que sabía mucho más sobre naipes que ellos. Pero después de un tiempo ya no deseaban que yo participara en los juegos… Supongo que había ganado la cuarta parte del dinero del regimiento, y la mayor parte a Withers, que era un hombre rico. Withers había llegado a sentir desagrado y desconfianza hacia mí: después de ponerse a mi lado inicialmente en el asunto de Vendouris, comenzó a pensar que había algo sucio en ello. Cuando trajeron los cadáveres no había dinero en los bolsillos de Vendouris. Y, por supuesto, siendo lo que era, Withers desconfiaba de toda la gente del norte por principio. Odiaba a los negros de la misma manera. Y es cierto que el trabajo, los horarios y los bombardeos casi constantes también me habían afectado a mí. Había adelgazado veinte kilos. Cuando no estaba de guardia, bebía para poder dormir. Y aunque aún me aceptaban en las partidas de cartas, jugaba febrilmente, descuidadamente… y a menudo ganaba grandes sumas a Withers.

»Pero después de tres o cuatro meses de esta vida terrible, comencé a padecer las consecuencias. Empecé a imaginar que yo era el pobre William Vendouris. Mi destino, que parecía estar misteriosamente cerca el día que fui hacia el frente, se había desvanecido en forma igualmente misteriosa. A menos que Vendouris fuera mi destino. Un día lo vi tendido en una camilla que acababan de sacar de una de las ambulancias Norton-Harjes, con una mueca de dolor que revelaba sus dientes perfectos, y sosteniéndose la tripa con las dos manos. Me miró y dijo:

»—¡Dios mío, Cobrador, mi alma!

»Me tambaleé y Leach me vio y se hizo cargo de mi trabajo.

»Al día siguiente lo vi claramente: yo era Vendouris. Simplemente me habían dado documentos equivocados. Se lo expliqué a Leach y a Withers, y ellos me hicieron sentar y llamaron al coronel. Le expliqué también a él que mi nombre no era Nightingale, sino Vendouris, y que Nightingale había muerto en su primer día en Francia. Cuando me miré al espejo, vi la cara de William Vendouris. Cuando me vestí, me puse las ropas de Vendouris. Pregunté al coronel si podía conseguir el domicilio de mi esposa y mi familia, porque la guerra me lo había borrado de la cabeza.

»El coronel me hizo enviar al Hospital Neurológico de Tours, y una semana después me trasladaban al Hospital de Base 117 en la Fauche, donde perdí mi tiempo haciendo carpintería y tallando madera… Podrían haberme enviado de vuelta a casa o a trabajar y decidieron enviarme a trabajar. A Ste. Nazaire.

»Fue en Ste. Nazaire donde finalmente me encontré con mi destino. Y fue mi destino que me enviaran allí, porque un día después de partir, el Field Hospital 84 fue alcanzado de pleno por una bomba alemana, y el doctor Leach y todos los hombres excepto Withers murieron instantáneamente. Sólo Withers, que estaba en el catre en la tienda aparte, y que me odiaba, sobrevivió. Y él también fue una parte de mi destino.

4

—Estuve acuartelado en una fábrica incautada por el ejército —prosiguió Collins, y Tom levantó la mirada al ver que estaba oscureciendo. El sol era una bola roja sobre los árboles del otro lado del lago. Su reloj decía que eran apenas las diez y media. “Es un truco —se dijo—. Relájate y disfrútalo.”

»Por supuesto no había muchos indicios de lo que el lugar había sido antes de la guerra. Creo que los alemanes lo habían pasado antes que nosotros. Las líneas estaban desmanteladas y había hileras de catres para los hombres que llenaban las tres cuartas partes del enorme piso. Los oficiales como yo tenían pequeños cubículos con puertas que podían cerrarse con llave. En el segundo piso de la fábrica había algunas oficinas para el personal…, el personal médico también podía usar un gran sótano iluminado a gas con divanes con los resortes rotos y sillas deterioradas. El hospital estaba frente a la fábrica, y durante casi todo el día y la noche se veían jóvenes médicos sin afeitar dormidos en los divanes, respirando nubes de humo de pipas de tercera mano. Supongo que la idea era que yo sufría una afección temporal y que recuperaría la razón estando lejos del frente en una atmósfera más o menos médica. Y si no la recuperaba…, bien, en cuanto estuviera lo suficientemente firme como para operar, no importaría lo que yo pensara sobre mi nombre. Había escasez de médicos y nadie sugirió jamás que me enviaran a casa.

»El asistente que me llevó a mi cubículo me llamaba teniente Nightingale, y yo le decía:

»—Es un error. Me llamo teniente William Vendouris. Por favor, trata de recordarlo, asistente.

»El me miró, un poco asustado, y desapareció.

»Dormí unos dos días seguidos, y me desperté hambriento. Me alisé el uniforme, anudé los cordones de mis botas y crucé la calle para ir a la cantina del hospital.

»Unos camareros negros servían la comida y el café, y yo me puse en la fila, pensando que ahora las cosas comenzarían a andar bien. Entonces oí una voz con fuerte acento del sur que venía de una de las mesas y decía:

»—Ah, allí está el Cobrador. El Cobrador de Monedas.

»Me di la vuelta. El doctor Withers me miraba, exhalando odio hasta por sus cabellos. El también había sido transferido al Ste. Nazaire. Se inclinó sobre la mesa y comenzó a murmurar algo al médico que comía con él. De pronto me pareció que toda la gente de la cantina me miraba. Dejé mi bandeja y salí. En la calle compré un pan, un poco de queso y una botella de vino y volví a mi cubículo. Más tarde salí a comprar más vino. Me sentía totalmente desinflado e inútil. Sabía que Withers difundiría historias terribles sobre mí. Quería volver a trabajar para probarme a mí mismo, pero sólo debía comenzar a hacerlo cinco días después. Hasta entonces, yo no existía excepto como un nombre…, un nombre equivocado…, en la puerta de un cubículo.

»La bebida es un sacramento, como ustedes saben. Cualquier bebida es un sacramento, y el alcohol afloja las cuerdas que retienen al Dios que llevamos dentro. Leí unas páginas de Le Dogme et Rituel y vi más en ellas que lo que había visto antes. Luego arranqué una larga tira de papel donde escribí “Vendouris” y la fijé sobre la inscripción que decía “Teniente Nightingale” en mi puerta. Después busqué mis naipes y jugué con ellos durante un par de horas. Si yo no existía a los ojos del ejército, éste era un lugar perfecto para que floreciera la magia…, un limbo oficial. Y durante cinco días bebí vino y comí pan y queso y me empapé de la práctica de la magia. Era una nueva dedicación. ¿Acaso no era yo un hombre que se había alzado de entre los muertos? ¿Un hombre con poderes secretos en los dedos? Tal vez fue el período más intenso de mi vida, y cuando terminó supe que la medicina sólo había sido un camino de acceso, y que la magia era el camino principal. Creo que leí el libró de Levi tres veces seguidas, volviendo las páginas con los dedos de Vendouris, leyendo las letras con los ojos de Vendouris.

»En el sexto día me di una ducha, me cambié la ropa y me presenté en el hospital. El mayor que estaba a cargo de la administración me admitió y me examinó, sabiendo que yo estaba loco. No le gustaba ocuparse de casos psiquiátricos, y eso era yo, pero nadie le había dicho que yo no podía trabajar con los mejores hombres de su personal. Dijo:

»—Tengo entendido que ya no aceptará el nombre de Charles Nightingale, teniente.

»Sólo quería que yo saliera de su oficina y comenzara a trabajar, porque allí él no tendría que presenciar mi locura. Respondí:

»—Correcto, mayor. Pero para evitar problemas hasta que se corrija este asunto, no tengo objeciones si el personal desea llamarme doctor Cobrador. —Parpadeó—. Es un apodo —expliqué.

»Por supuesto, él ya se lo había oído a Withers.

»—Llámese como quiera, teniente. Su hoja de servicios es excelente. Lo único que no quiero son problemas.

»Yo veía su aura mientras hablaba con él. Estaba sucia, inflamada. Ese hombre era un cobarde, un enfermo. No como vosotros dos, muchachos. Vosotros tenéis auras maravillosas, sanas. ¿Veis la mía?

El sol rojo formaba una bruma brillante detrás de la cabeza del mago: Tom necesitaba entrecerrar los ojos para ver a Collins. A su alrededor había un resplandor rojo.

—Sí —dijo Del. Unas flechas negras atravesaban el rojo.

—Un mes más tarde conocí a un hombre notable, con un aura como un arco iris, que parecía arder.

Collins dejó esta imagen en el aire durante un momento, y luego continuó con la historia.

—Al principio hubo muchas sospechas sobre mí, pero mi conducta en la sala de operaciones les tranquilizó gradualmente. Era una versión un poco más tranquila del Hospital 84… La mayor parte del tiempo teníamos morfina, y no teníamos que coser las heridas con cordones de zapatos o hilo de cañas de pescar. Pero se trabajaba nueve o diez horas al día en medio del olor de la sangre y de los gritos de los pobres diablos que nos rodeaban. Yo sabía que era más fuerte de lo que jamás había sido en mi vida; sentía los comienzos de esa fuerza que siempre había sentido dentro de mí, fija y dura como la luz de una estrella. Mi única mañana libre iba a las librerías que habían sobrevivido a los bombardeos y encontré traducciones francesas de los escritos de Fludd y Campanella, los famosos magos del siglo dieciséis, y una traducción de Mather de La clave de Salomón. Aun en medio del trabajo sangriento de curar a los soldados para que pudieran volver a las trincheras a que los mataran, yo sentía la fuerza de mi otra profesión. Me gustaba que me llamaran doctor Cobrador, finalmente sólo Withers siguió desconfiando de mí…, aún imaginaba que le había robado su dinero en la mesa de juego, y se negaba a trabajar conmigo o a comer junto a mí.

»Por supuesto, yo había comenzado a recordar mi propio pasado, incluido el momento en que disparé contra Vendouris. Hasta ahí la terapia del coronel había tenido éxito. Pero yo era el Cobrador: le había cobrado a Vendouris, o él me había cobrado a mí, y yo conservaba su nombre en la puerta de mi cubículo. Parecía que una porción de su alma había entrado en la mía, y que yo era parte de eso que me daba fuerza.

»Y un día, después de recordar el momento en que puse la bala en la cabeza de mi colega moribundo, sentí que mi personalidad reprimida volvía a mí; estaba cosiendo una herida a un soldado llamado Tayler, de Fall Ridge, Arkansas, después de extraerle una bala del pulmón. Para trabajar en el pulmón hay que cortar las costillas y abrirlas hacia atrás como una puerta de la cavidad torácica. Retiré la bala, junto con una tercera parte del pulmón de Tayler, que estaba casi gangrenado por la infección. Pensaba que tenía buenas posibilidades de sobrevivir…, actualmente serían muy buenas. No se trataba de una operación excepcional, en realidad era la tercera de ese tipo que hacía aquella semana. Pero Tayler murió mientras lo estaba suturando. Sentí que su vida se detenía: como si hubiera oído un cese repentino de un pequeño ruido, oí la ausencia del sonido. Luego, aunque antes no había prestado atención a su aura, cosa que nunca hacía mientras operaba, vi la suya, negra y sucia. En ese mismo momento un gran pájaro blanco salió volando de su pecho: un gran pájaro blanco como el que había visto en el campo lleno de cadáveres. Ascendió sin hacer ruido: los otros miraron pero no lo vieron. La lechuza salió por la ventana cerrada, y supe que iría hacia el hombre que había disparado contra el pequeño Tayler.

»Al día siguiente, curé a un hombre usando únicamente los dedos.

—Era un negro, un negro norteamericano llamado Washford. Los negros servían en la División 92, y tenían sus propios oficiales; estaban rígidamente segregados. En una situación normal, los únicos que veíamos trabajaban como criados o asistentes de cocina u ordenanzas en el hospital. Tenían sus propios lugares de reunión, sus propias muchachas, su propia vida social, aparte del resto de nosotros. Bien, Washford había recibido un tiro en las costillas y la bala había recorrido su cuerpo y había llegado a sus intestinos.

»Cuando el asistente lo trajo en la camilla, Withers acababa de terminar con su último paciente, y el hombre llevó a Washford a su mesa. Withers se apartó sin mirar, se lavó las manos en la palangana y luego volvió a la mesa. Quedó inmóvil.

»—No trabajaré con este hombre —dijo—. No soy veterinario.

»Era de Georgia, no lo olvidéis, y era el año 1917… No es una disculpa, pero contribuye a explicar. Sus enfermeras se miraron y los otros médicos dejaron momentáneamente su trabajo. Washford corría peligro de desangrarse a través de las vendas, mientras decidíamos cómo resolver la negativa de Withers.

»—Te cambio este paciente por el tuyo —dijo finalmente, se apartó de su mesa y vino hacia la mía—. No me importa si lo matas, Cobrador. Pero quedarás decepcionado…, no tiene bolsillos.

»Le ignoré, fui hacia Washford y aparté los vendajes empapados. La enfermera le colocó un algodón con éter en la nariz y la boca. Corté y comencé a mirar. Extraje la bala y comencé a reparar el daño. Luego sentí un cambio en todo mi cuerpo: me sentí tan liviano como si yo hubiera aspirado el éter. Mi mente comenzó a zumbar. Sentía cosquillas en las manos. Temblé, sabiendo lo que podía ser, y la enfermera vio cómo me temblaban las manos y me miró como si pensara que yo estaba borracho. Todos sabían que yo bebía, pero en realidad todos bebíamos todo el tiempo. Pero no era el alcohol, era el shock del conocimiento que me golpeaba: yo podía curarlo. Dejé los instrumentos y pasé mis dedos por los vasos sanguíneos rotos. Una radiación…, una radiación invisible salía de mí. Los destrozos causados por la bala desde el pulmón hasta el hígado se cerraron…, toda esa carne y esos tejidos destrozados…, tomaron un color rosado y parecían virginales, podía decirse. La enfermera retrocedió, haciendo ruiditos bajo la máscara. Yo me sentía arder. Mi mente saltaba. Aparté los instrumentos, pasé dos dedos sobre la incisión y la cerré, soldé la piel dejando sólo una suave línea rosada. La enfermera de Withers se arrancó la máscara y salió corriendo de la sala de operaciones.

»—Llévatelo —dije al asombrado asistente que dormitaba al fondo de la habitación.

»Había visto salir corriendo a la enfermera, pero nada de la operación. Washford salió por un lado, yo por otro…, todavía flotaba. Salí al enorme corredor con mosaicos. La enfermera me vio y se apartó. Me eché a reír, y me di cuenta de que todavía tenía puesta la máscara. Me la quité y me senté en un banco.

»—No tenga miedo —dije a la enfermera.

»—Santa Madre de Jesús —dijo ella. Era irlandesa.

»Ese poder milagroso se estaba esfumando. Levanté las manos hasta mi cara. Parecían muy delgadas, con los ajustados guantes quirúrgicos.

»—Santa Madre de Jesús —repitió la enfermera. Su rostro pasaba del blanco al rosado intenso.

»—Olvide esto —dije—. Olvide lo que vio.

»Ella corrió al interior de la sala de operaciones. Yo todavía no podía comprender lo que acababa de sucederme. Era como si me hubieran elevado a un lugar muy alto y me hubieran mostrado todas las cosas de este mundo y me hubieran dicho: “Puedes tener lo que quieras.” Por un segundo sentí que mi presión sanguínea subía, y me daba vueltas la cabeza.

»Luego, gradualmente, todo volvió a la normalidad. Pude ponerme de pie. Entré nuevamente en la sala de operaciones, donde Withers terminaba con el muchacho que tenía en la mesa. Me miró con asco, terminó sus suturas y volvió a su propia mesa. Ese día hice cinco operaciones más, y no volví a sentir el poder que había curado a Washford.

El mago levantó la mirada.

—Es de noche. —Tom, sorprendido, vio lámparas encendidas en los bosques, luces en la playa, que proyectaban sombras del lado del lago—. Es hora de ir a la cama. Mañana os hablaré de mi encuentro con Speckie John y lo que sucedió después de la guerra.

—¿Hora de acostarse? —preguntó Del—. ¿Qué sucedió con…?

Los dos muchachos vieron simultáneamente los envoltorios aplastados de los bocadillos y los platos de papel llenos de migajas.

—Ah, sí, habéis comido —dijo Collins. Su rostro estaba sereno y cansado.

—Sólo hace… —Tom miró su reloj, que indicaba las once—. Sólo hace una hora…

—Habéis estado aquí todo el día. Os veré mañana a la misma hora. —Se puso de pie, y ellos, un poco mareados, le imitaron—. Pero sabed esto. William Vendouris, cuyo nombre usé por un tiempo, me creó una ansiedad. Sin Vendouris tal vez sólo habría llegado a ser un mago aficionado, separado de lo que más deseaba descubrir.

5

Tom y Del subieron solos los escalones inseguros. Sus mentes y sus cuerpos les decían que aún era de mañana, pero el mundo decía que era de noche: el espeso follaje de la orilla se fundía en una masa vibrante que respiraba. Llegaron a lo alto y se detuvieron, iluminados por la pálida luz eléctrica amarillenta, mirando hacia abajo. Coleman Collins estaba de pie en la playa, mirando hacia el lago.

—¿Sabías que era médico? —preguntó Tom.

—No. Pero eso explica por qué no mandó llamar a un médico cuando me fracturé la pierna aquella vez. Esta historia explica eso. —Del se puso las manos en los bolsillos y sonrió—. Si no me hubiera curado bien, habría actuado como lo hizo con este hombre de color.

—Así lo creo —respondió Tom con pocas ganas—. Sí, así lo creo. —Miraba a Collins; el mago había extendido un brazo, como si señalara a alguien al otro lado del lago. Un momento después su brazo bajó y Collins comenzó a andar por la playa en dirección al refugio de los botes—. ¿Es posible que hayamos estado aquí todo el día?

Del asintió.

—En realidad esperaba verla hoy. Pero se ha ido todo el día.

—Bien, así es —dijo Tom—. Se fue. Eran las diez de la mañana, ha pasado alrededor de una hora, y ahora son las once de la noche. Nos ha robado trece horas.

Del lo miró, inseguro como un cachorro.

—Lo que quiero decir es esto: ¿qué le impedirá robarnos una semana? ¿O un mes? ¿Qué es lo que hace, nos hace dormir?

—No lo creo —dijo Del—. Creo que todo se acelera alrededor de nosotros.

—Eso no tiene sentido.

—No tiene sentido tampoco decir que te encontraste con los hermanos Grimm —el tono de Del era ansioso, pero por un momento en su rostro se vio cierta amargura—. Yo tendría que haberme encontrado con ellos.

—Bien, yo nunca me encontré con Humphrey Bogart ni con Marilyn Monroe.

—El tío Cole dijo que tenía que guardarme de tu envidia —explotó Del—. Es decir…, dijo eso una vez que estábamos solos. Dijo que algún día te darías cuenta, y querrías la Tierra de las Sombras para ti solo.

Tom luchó contra el impulso de decir exactamente lo que Collins había dicho sobre su sobrino.

—Es una locura. Quiere destruir nuestra amistad.

—No, no —Del era implacable—. Sólo dijo…

—Que yo me pondría celoso. Muy bien. —Tom pensaba que, al fin y al cabo, Collins tenía razón: aunque no era la Tierra de las Sombras lo que le ponía celoso, sino Rose Armstrong—. Te diré una cosa. ¿Realmente quieres encontrarte con los hermanos Grimm?

—¿Ahora mismo? —Del desconfiaba.

—Ahora mismo.

—¿Estás seguro de que se puede?

—No estoy seguro de nada. Tal vez ni siquiera estén allí.

—¿Dónde?

—Ya verás.

Del se encogió de hombros.

—Claro. Claro que me gustaría.

—Vamos, entonces.

Del miró, preocupado, hacia la playa. Collins había desaparecido dentro del refugio para botes. Entonces siguió a Tom por la puerta de corredera al living.

—Creo que en realidad deberíamos acostarnos —dijo Del con cierto nerviosismo.

—Puedes acostarte si quieres. —Luego lamentó haber sido tan rudo—: ¿Estas cansado?

—Realmente, no.

—Yo tampoco. Creo que son las once menos diez de la mañana.

Lo dijo como desafío a toda la evidencia física. Toda la Tierra de las Sombras parecía dormir, aunque sus principales ocupantes aún no estaban en la cama. Había una lámpara encendida junto a un diván; y la alfombra mostraba las huellas de la aspiradora. En las mesas de los extremos, los ceniceros brillaban. Tom caminó por la habitación oscura y silenciosa, casi esperando ver a Elena escondiéndose silenciosamente entre los muebles.

—¿En el piso alto? —preguntó Del.

—No.

Tom entró en el vestíbulo. Una de las luces difusas daba una iluminación color naranja.

—¿En el Pequeño Teatro?

—No.

Tom se detuvo en el lugar en que el corto corredor daba al vestíbulo principal y a los teatros.

—Ah, no —dijo Del—. No podemos.

—Ya lo hice.

—¿Y te vio?

—Me esperaba cuando salí.

—¿Estaba furioso?

—Creo que sí. Pero no sucedió nada. Ya viste cómo estaba hoy. Tal vez lo haya olvidado. Estaba muy borracho. Quiere que les veamos, Del. Por eso están aquí.

—¿Simplemente están sentados? ¿O puedes hablar con ellos?

—Hablan hasta cansarse —dijo Tom—. Vamos. Quiero hacerles algunas preguntas.

Entró en el corredor y abrió la pesada puerta.

6

—Otra vez ha venido nuestro joven visitante, Jakob —dijo el del rostro maduro y amable.

—Y detrás de él, ¿no hay otro pequeño Geist?

—Ese nunca fue curioso antes.

—Antes nunca había recibido la ayuda de su valiente hermano.

Los dos dejaron sus plumas y miraron inquisitivamente a Tom, pero Tom no avanzó. Sentía a Del que venía de puntillas detrás de él, tratando de ver por encima de su hombro. En lugar del taller atestado de cosas y acogedor donde los había visto antes, los dos hombres con levitas y pañuelos al cuello estaban en medio de una habitación igualmente atestada pero más adecuada a sus actividades. Las paredes eran de tierra, y se desmoronaban aquí y allí. Habían introducido clavos en ellas, y de los clavos colgaban chaquetas color caqui, sombreros puntiagudos y cascos metálicos. Sobre un amplio tablero colgaban complicados mapas de color verde y blanco. En una mesa de caballete había una gran caja, y también mapas arrollados, rollos de papel atados con cordones de zapatos, avíos militares, una chaqueta con forro de cordero y una lámpara de petróleo. La mesa estaba rodeada de simples sillas de madera. En este curioso entorno, los dos hombres estaban sentados ante sus adornados escritorios.

«Una habitación de soldados —fue todo lo que pudo pensar Tom—. ¿Una habitación para el personal?».

—Sí, pequeño —dijo Wilhelm—. Nos permiten trabajar aquí.

—Porque nuestro trabajo continúa —agregó Jakob, poniéndose de pie y haciendo una seña a los dos muchachos para que entraran en la habitación.

Tom avanzó y percibió el olor de la tierra; y el del humo de los cigarros. Del lo siguió. Desde lejos, tal vez desde kilómetros de distancia, llegaban estampidos de armas de fuego.

—Seguimos y seguimos. Lo hacemos por los cuentos.

—¿Dónde están ustedes ahora? —preguntó Tom.

—En la Tierra de las Sombras —contestaron ambos hermanos—. Siempre es la Tierra de las Sombras.

—¿En Francia? ¿En Alemania?

—Las cosas están empeorando —dijo Jakob—. Tal vez tengamos que trasladarnos nuevamente, y llevar con nosotros a nuestra familia y a nuestro trabajo. Pero de todas maneras las historias continuarán.

—Aunque Europa se esté muriendo, hermano.

—Los gorriones han perdido sus voces.

—Ellos lo eligieron.

Del miraba a los hermanos, fascinado.

—¿Ustedes están siempre aquí?

Wilhelm asintió con la cabeza.

—Siempre. Te conocemos, muchacho.

—Quiero preguntarles algo —dijo Tom, y los hermanos volvieron sus rostros hacia él, amables y atareados. Afuera seguía el bombardeo, lejano y resonante.

—Por eso nos has encontrado —señaló Jakob.

Tom vaciló.

—¿Conocen la expresión «crear una ansiedad» o «crear un sufrimiento» en algo?

—No es una expresión que nosotros usemos, pero la conocemos —dijo Jakob. Su expresión decía: «Sigue por este camino, muchacho».

—Muy bien. ¿El tío de Tom «creó un sufrimiento» en este tren? ¿Hizo que se estrellara?

—Por supuesto —respondió Jakob—. Qué inteligente eres. Le ocasionó un sufrimiento…, lo hizo estrellarse. Para dar lugar a la historia en la que tú te encuentras.

Tom se dio cuenta de que estaba temblando; dos granadas explotaron muy cerca, y saltó polvo de las paredes de tierra.

—Una pregunta más —dijo Tom.

—Por supuesto, niño —contestó Jakob—. ¿Quieres saber algo del Cobrador?

—Sí —dijo Tom—. ¿El Cobrador es Esqueleto Ridpath?

Vio que el otro, Wilhelm, se esforzaba por no sonreír.

—Para tu historia —afirmó Jakob—. Para tu historia, lo es.

—Un momento —dijo Del—. No comprendo. ¿El Cobrador es Esqueleto Ridpath? No es más que un juguete…, una especie de broma…, hace años que está aquí.

—A cualquiera se le puede «cobrar» en cualquier momento —dijo Wilhelm.

—Pero no es más que una broma —insistió Del—. Y no creo que mi tío haya hecho estrellarse al tren. Jamás haría una cosa parecida.

Wilhelm preguntó:

—¿Conocéis nuestro cuento titulado El muchacho que no podía temblar? También es una especie de broma. Pero es una de las cosas más aterradoras que se hayan oído. Muchas cosas aterradoras ocultan chistes, y muchos chistes tienen hielo en el corazón.

De pronto, Tom tuvo miedo. Los hombres eran tan enormes, y la amabilidad había desaparecido de sus rostros.

—En cuanto a tu segundo comentario —dijo Jakob—. ¿Los dos conocéis la canción del ratón al conejo?

Menearon la cabeza.

—Escuchen.

Los hermanos se pusieron delante de los escritorios, con las rodillas ligeramente dobladas, y echando atrás la cabeza, cantaron:

En el fondo del cubo de la basura

encontré una lata y un terrón de azúcar.

Comí el azúcar y di un puntapié a la lata,

y me divertí mucho.

En el fondo del cubo de la basura…

De pronto las luces se apagaron: un segundo después se oyó una enorme explosión. Tom sintió caer escombros sobre su cabeza. Toda la habitación se sacudió, y momentáneamente perdió el equilibrio. Dos manos rudas lo empujaron golpeándole en el pecho, y le hicieron caer sobre Del.

Sintió olor a salchicha, a humo, a aliento alcohólico: alguien susurraba en su oído.

—¿El ratón hizo daño al terrón de azúcar, muchachos? ¿O el ratón hizo daño al conejo?

Las manos le empujaron hacia atrás. Del, trastabillando detrás de él, le dio un puntapié en la pantorrilla. Se oían golpes: las cosas caían de las paredes, los clavos se desprendían. Las manos, las de Jakob o las de Wilhelm, seguían empujándole hacia atrás. El rostro del hombre estaba a centímetros del rostro de Tom.

—En el fondo del cubo de la basura, encontré un muchachito… y nadie volvió a vernos a ninguno de los dos.

Un vacío más sentido que visto se abrió ante él: oyó una confusión de pasos que se alejaban.

—Voy a salir de aquí —dijo Del, con voz aterrada.

Entonces la puerta se abrió y pasó por ella. Tom buscó el picaporte, pero Del le tomó del codo: la puerta se cerró de un golpe.

—¿Estás loco? —dijo Del. Su rostro estaba verde como una manta del ejército.

—Quería ver —dijo Tom—. Ahora veo. Por una vez, quise ver algo más de lo que él pensaba permitirnos.

—No puedes luchar contra él —dijo Del—. No debes.

—Ay, Del.

—Bien, no quiero que nos vea aquí.

Tom pensó que tampoco él deseaba que Collins lo viera detrás de esa puerta. Del ya estaba perdido: el miedo brillaba en sus ojos.

—Bien. Vamos arriba.

—No necesito tu permiso.

7

En el corredor frente a sus habitaciones, miraron por las grandes ventanas y vieron a Coleman Collins que llegaba a lo alto de la escalera de hierro. Las luces proyectaban una larga sombra detrás de él en las piedras.

—Al menos estuvo allí abajo todo el tiempo —dijo Del.

—Sabía dónde estábamos nosotros. Usó los efectos sonoros, ¿verdad?

—Entonces fue un error entrar en esa habitación. Lamento haberlo hecho. —Del lo miró con ferocidad, y Tom se preparó mentalmente para un ataque—. Antes eras mi mejor amigo, pero creo que él tiene razón en lo que dice sobre ti. Estás celoso. Quieres crearme problemas con él.

—No… —Tom comenzó a negar de una manera general, pero su desconcierto era enorme. Tan pronto después de la amenaza de uno de los «hermanos Grimm», el ataque de Del lo dejaba sin palabras—. Ahora no —fue todo lo que pudo decir.

Del se apartó de él.

—Hablas como una niña. —Cuando llegó a la puerta, Del se volvió y lo miró nuevamente con furia—. Y tú actúas como si fueras el dueño de este lugar. Yo debo mostrarte las cosas, y no tú a mí.

—Del —rogó Tom, y el muchacho más pequeño hizo una mueca como si le hubiera pegado.

—¿Quieres saber algo, compañero? ¿Algo que nunca te dije? Creo que recuerdas aquella vez que mi tío apareció en Arizona…, en el partido de fútbol y en Ventnor. Bien, tú querías saber por qué nunca te hablé de eso.

—Porque estabas confundido —dijo Tom, feliz de estar nuevamente en un terreno más o menos sólido—. Porque no te pregunté lo bastante sobre él. Y él estaba aquí, no allí, y…

—Cállate. Por favor, cállate Te vi con él, tonto. Estabas junto a él…, caminabas con él, como si algo estuviera por suceder. Te vi, diablos. Ahora sé por qué. Siempre lo quisiste para ti. Y él trataba de mostrarme cómo eras realmente.

Del le amenazó con los puños, mientras las lágrimas rodaban de sus ojos, y desapareció por la puerta. Un segundo más tarde, Tom oyó el golpe de la puerta de corredera.

De pésimo humor, Tom entró en su propia habitación.

8

Sus sueños fueron instantáneos, vividos, y peores que cualquiera de los aparecidos en el tablero de la escuela Carson. Estaba operando a un hombre muerto en una sala quirúrgica improvisada, sabiendo que el hombre estaba muerto pero incapaz de admitirlo ante los otros que rodeaban la mesa de operaciones; él era un cirujano, pero no tenía idea de lo que había causado la muerte del hombre, ni cómo proseguir. Los instrumentos que tenía en la mano le eran extraños. «Muy, muy adentro en sus tripas —murmuró una enfermera de cabellos rubios y ojos pasivos—. Le cobraron. ¿Verdad? ¿Verdad?». Algo se movió bajo sus manos ensangrentadas, y la cabeza de un buitre saltó como un juguete, limpia y calva, de la cavidad abierta del pecho. Las grandes alas se movieron en la masa sanguinolenta.

—Quiero ver —gimió Tom a la enfermera, sabiendo que, por encima de todo, no quería ver…

Coleman Collins, con una chaqueta de smoking de terciopelo rojo, se inclinó hacia él.

—Ven conmigo, muchachito, ven, ven…

Y Esqueleto Ridpath, que no tenía edad, se apoyó en una silla y miró con su rostro vacío y ávido. Tenía una lechuza de vidrio en las manos y le sangraban los ojos…

Y un hombre con un rostro de mago cuadrado, serio, elegante, estaba en un corredor de luz, con una lechuza de verdad en las manos. Los ojos de la lechuza brillaban, dirigidos a él. «Déjala entrar», dijo el mago. «Déjame entrar», ordenó la lechuza… Tom se agitó, y finalmente oyó una voz en la puerta que decía:

—Déjame entrar. Déjame entrar.

Recordó, como en un relámpago, que el hombre que tenía la lechuza en las manos era Bud Copeland.

—Por favor —dijo la voz en la puerta.

—Muy bien, muy bien —dijo Tom—. ¿Quién es?

—Por favor.

Tom encendió la lámpara de noche, se puso los tejanos y comenzó a ponerse la camisa. Caminó descalzo hacia la puerta y la abrió.

Rose Armstrong estaba de pie en el pasillo oscuro.

—Quería verte —dijo—. Este lugar no es bueno para ti.

—Tú me lo dices —replicó Tom, recordando que tenía los cabellos despeinados y el pecho desnudo. Sentía la cara hinchada de sueño.

Rose pasó a su lado y entró en la habitación.

—Pobre Tom gruñón —dijo—. Quiero salir de aquí, y quiero que tú y Del me ayudéis.

9

Ahora Tom estaba totalmente despierto: sus pesadillas se esfumaban, y sólo percibía a esa bonita muchacha con su rostro semiadulto, inmóvil frente a él, con su blusa amarilla y su falda verde. «Los colores de Carson», observó.

—No quiero decir de inmediato, porque no podríamos —explicó ella—. Pero pronto. Tan pronto como podamos. ¿Me ayudarías?

—¿Te ayudaría Del? —preguntó él. Conocía la razón más fuerte para la negativa de Del—. No sé mucho sobre Coleman Collins, pero apuesto a que si Del se escapa de aquí, jamás podrá volver.

—Tal vez ni siquiera querrá volver. ¿Puedo sentarme?

—Ah, sí, perdona.

La vio ir hacia la silla y sentarse cuidadosamente, sin dejar de mirarlo: estaba aliviada, era evidente… ¿O tal vez su rostro volvía a ser así, algo que expresaba sin razón el miedo al rechazo? El hecho de que la muchacha estuviera en la habitación le ponía nervioso; ella parecía mucho más segura de sí misma que él. Había expresado la idea que él debería haber tenido, si no hubiera estado tan anclado en la Tierra de las Sombras…, la simple idea de escapar.

—Creí que habías dicho que le debías todo a Collins —y Tom se sentó en el suelo, porque no había otro lugar donde sentarse excepto la cama.

—Es cierto, pero él está cambiando demasiado. Este año todo es diferente. Creo que porque tú estás aquí.

—¿En qué sentido es diferente?

Ella se miró las manos, chiquitas.

—Antes era divertido. El no estaba borracho tan a menudo. No estaba tan enojado y tan… agotado. Ahora es como si hubiera perdido el control. Me asusta. Este verano, todo es tan extraño. Es como una máquina que da vueltas cada vez más rápido, lanzando chispas, humo, pronta a explotar. Al menos eso es lo que siento.

—¿Qué puedo tener que ver yo con eso?

La miró como si ella fuera un oráculo: sus rodillas brillantes, sus cabellos sedosos peinados hacia atrás, su frente alta. Hasta la forma en que la muchacha hablaba le producía pequeñas conmociones, el acento cortado, ligeramente nasal de Vermont. De pronto su propia voz le pareció extraña en su boca, demasiado lenta y se diría polvorienta.

—Creo que está celoso de ti. Ve algo en ti…, algo que según él tú eres demasiado joven para ver. Podrías ser mejor que él. Quiere poseerte. Quiere que te quedes aquí para siempre. Desde la primera vez que Del te mencionó, comenzó a hablar de ti. Le oí hablar de ti muchas veces en el invierno y la primavera pasados. Hablaba todo el tiempo de ti y de Del.

Le echó una mirada inexpresiva que penetró profundamente en él, y Tom se vio levantando un tronco con la sola ayuda de su mente, y haciéndolo girar locamente en el aire.

—En realidad, creo que debes salir de aquí. No lo digo solamente porque quiero que me ayudes.

—¿Por qué necesitas ayuda?

—Ah, porque… —comprendió lo que sentía Tom. Se echó los cabellos detrás de las orejas—. ¿Crees que podrías levantarte del suelo y sentarte aquí? —miró hacia la cama; luego volvió a mirarlo a él.

El se movió como si cumpliera una orden.

Cuando se sentó en el borde de la cama, el rostro desconcertante de la muchacha estaba sólo a treinta centímetros del suyo. Los ojos de ella, permanentemente abiertos y con reflejos celestes, dorados y verdes, lo atraían.

—Necesito ayuda porque estoy asustada. Esos hombres…, tú los mencionaste aquella primera vez, en la habitación de Del.

—¿Te molestan?

—Podrían hacerlo. Podrían. No les importaría. Ya sabes cómo son. Son animales. El señor Collins solía vigilarlos, pero este verano parecen estar libres. Tienen trabajo…, trabajan para él, tú sabes…, pero tengo miedo de que cuando tengan un par de días libres… —echó atrás nerviosamente sus cabellos, otra vez—. Saben dónde estoy. Beben mucho, además, y antes el señor Collins no se lo permitía. Nunca me gustaron. Pero antes yo era pequeña. Era una niña pequeña.

Lo que implicaba era claro.

—¿Por qué no te vas?

—Creo que alguien siempre sabe dónde estoy. A veces puedo escurrirme y cruzar el lago nadando. No les importa que nade. Hoy tenía que comprar algunas cosas en la ciudad y me permitieron ir. Saben que a veces hablo con Del. Eso tampoco les importa. Se ríen de ello. —Su rostro quedó inmóvil, duro y reconcentrado por un momento—. Les odio. Realmente les odio. Si el señor Collins estuviera como siempre, todo estaría bien, pero… —la frase se interrumpió—. Y quería decirte lo que pensaba. ¿Quieres marcharte de aquí?

—Tendría que confiar en ti —dijo Tom.

—¿Por qué? Ah, ¿quieres decir que tal vez es un truco?

Tom asintió.

—Todo es un truco aquí.

—Bien, ¿confías en mí? ¿Qué puedo decir para hacerte sentir que…? —ella se ruborizó—. Tom, estoy completamente sola. Tú me gustas. Quiero conocerte mejor. Me alegro de que hayas venido este verano. Simplemente pienso que podemos ayudarnos.

—Creo que puedo confiar en ti —dijo Tom.

En realidad, le resultaba imposible no confiar en ella.

Ella sonrió.

—Sería terrible si no confiaras. Quiero ayudarte, Tom. Quiero ayudaros a los dos.

A los dos. La palabra fue directamente al corazón de Tom, junto con las miradas rápidas e intencionadas de la muchacha.

—Del te aprecia mucho —señaló Tom.

—Yo también lo aprecio mucho a él —la frase colocó a Del a distancia de ella.

—Es decir, te quiere.

—En realidad, Del es un niño pequeño —dijo Rose, mirándolo a los ojos, y Tom sintió el cambio en el universo moral que lo rodeaba, expandiéndose con demasiada rapidez como para poder seguirlo—. Físicamente es un niño pequeño. Mentalmente tiene mucha sofisticación debido a la manera en que lo han criado, pero en realidad tú eres mucho mayor que Del. Eso es lo primero que percibí cuando te conocí. Además, estabas alterado.

—¿Alterado? ¡Estaba nervioso como un cachorro!

Rose rió; luego, volvió el rostro hacia él, le tomó las manos y se inclinó hacia adelante. Se había ruborizado.

—Tom, mi vida ha sido tan extraña…, te pido que me rescates, creo…, parece tonto, como si yo fuera una princesa de un cuento. Casi ni te conozco, pero siento que ya estamos cerca. Tendrás que convencer a Del de que abandone a su tío, y eso lo hará sufrir mucho…

Se acercó un poco más, y frente a Tom su rostro llenaba la habitación, grande, enigmático y hermoso como el rostro de una modelo en un anuncio. Cuando sus labios se encontraron, todo el ser de Tom parecía concentrarse en los pocos centímetros de piel que tocaba la boca de ella. Por instinto, pero con torpeza, la rodeó con sus brazos.

Ella se apartó.

—No me creerás, pero desde la primera vez que te vi, quise besarte.

—Yo pensaba que tú y Del…

—Del es un niño pequeño —repitió ella, y volvieron a besarse—. Podemos encontrarnos afuera, de vez en cuando. Te diré cómo. Yo lo organizaré. Y ya sé cuándo podemos escapar. El señor Collins está preparando un gran espectáculo…, algo importante…, para dentro de poco tiempo. Si tú y Del ayudáis, todos podremos escapar entonces.

—Pero ¿adonde podremos ir?

—Al pueblo. Desde allí podemos ir a cualquier parte. Pero estaríamos seguros en Hilly Vale.

—Tengo que enviar una carta.

—Dásela a Elena. Es la única que va regularmente al pueblo. Creo que ella la despachará. —Rose se puso de pie y se alisó la falda. Parecía tensa y un poco retraída—. Pero ten cuidado. Y no prestes atención a nada que me veas hacer…, sólo lo hago porque debo hacerlo. Porque él me obliga. Espera a que yo te avise. ¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—¿Y confías en mí?

—Sí. Confío en ti.

—De ahora en adelante tendremos que confiar el uno en el otro.

Tom asintió y ella le sonrió y salió de la habitación.

Un minuto más tarde él estaba en el balcón, aspirando el aire cálido y fragante. La vio desaparecer en el bosque junto al lago, y permaneció en el balcón hasta que la vio entrar en uno de los círculos de luz. Ella se volvió y le saludó con la mano; él devolvió el saludo a aquella silueta delgada y decidida.

10

Después de eso no pudo volver a dormirse. Recordaba el rostro de la muchacha frente al suyo, tornándose más nítido y más hermoso a medida que se acercaba. Era maravilloso que ella le hubiera permitido besarla; no se parecía nada a besar a Jenny Oliver o a Diane Darling. Rose Armstrong era algo ajeno a su experiencia de mil maneras imaginables. Lo desconocido la rodeaba, daba relieve a todas sus palabras y gestos…, su rostro ansioso, hermoso e inseguro se elevaba ante el suyo, lo llamaba, mas bien exigía que pedía confianza, de algún modo la esencia de la Tierra de las Sombras. En realidad aquello era tan inesperado como todo en la Tierra de las Sombras; y además, por su carácter repentino, era igualmente parecido a un sueño. Y Rose Armstrong besaba mucho mejor que las otras muchachas. Eso, la aguda respuesta física de su boca, no se parecía a los sueños.

Tom estaba tendido en su estrecha cama, pensando. ¿Qué le prometía ella? Del no es más que un niño pequeño. No podía soportar la idea de Rose Armstrong en compañía de los brutos del señor Peet, pero, perversamente, su mente no abandonaba esas imágenes: en cuanto cerraba los ojos, veía a Seed o a Thorn abalanzándose sobre ella, con sus panzas y sus barbas. Luego la veía como la había visto con Del, nadando en el agua oscura.

Media hora después apartó las sábanas y se levantó. Se sentía impaciente, oprimido por la habitación. Como no tenía otra cosa que hacer, decidió escribir a su madre. En el escritorio había papel y sobre. Todavía en ropa interior, se sentó y escribió.

Querida mamá:

Te echo de menos. Echo de menos a papá también, como si estuviera vivo y como si pronto, al volver a casa, yo fuera a volver a verlo. Creo que sentiré eso durante mucho tiempo. Del y yo llegamos bien, pero el tren anterior al nuestro tuvo un accidente serio. Este es el lugar más extraño que puedas imaginar. El tío de Del es tan buen mago que realmente puede embrollar la mente. Siempre dice que yo también seré un buen mago, pero yo no quiero ser como él.

Quiero volver a casa. No es sólo por nostalgia. De veras. Si logramos salir de este lugar, ¿podrías volver a casa tú también? Creo que no recibiré carta tuya durante unas dos semanas, pero, por favor, ¿podrías…?

Esto no estaba bien. Arrugó el papel y lo arrojó al suelo.

Querida mamá:

Te lo explicaré más tarde, pero Del y yo tenemos que salir de esta casa. ¿Podrías interrumpir tu viaje y volver antes de lo que pensabas? Envíame un telegrama. Es urgente. No estoy bromeando, ni se trata solamente de que extrañe la casa.

Cariños,

Tom.

Dobló la carta y la metió en un sobre, escribió la dirección de Londres donde se encontraba Rachel Flanagan, escribió «vía aérea» en el sobre, y lo dejó sobre el escritorio. Lo miró, sabiendo que de esa manera trataría de que Del saliera también de la Tierra de las Sombras. Ahora era realmente el traidor que el mago pensaba que era.

Pero podía ser mago sin Coleman Collins, y Del también. No era necesario que se encerrara en una fortaleza y se convirtiera en aprendiz de un loco alcohólico… Estas ideas resonaban en un rincón de sí mismo cuya existencia él no quería reconocer, pero que de todas maneras existía; parte de él estaba fascinado por la Tierra de las Sombras, e intrigado por los Poderes que Coleman Collins podía encontrar en él. Tienes la edad exacta…, dos meses y medio no es suficiente. Esto seguía siendo tentador. Después de ver trabajar a Collins, la única carrera que le interesaba era la de mago.

Tom se vistió, sabiendo que no podría dormir. Puso el sobre en su billetera, y la billetera en el bolsillo del pantalón. Durante un rato se paseó por la austera habitación, sabiendo que tenía algo que hacer, algo que le había sugerido un comentario de Rose Armstrong, pero no recordaba qué era.

Quería mirar algo…, eso era todo lo que recordaba. Se dejó caer en la silla…, la silla donde ella había estado sentada…, y tomó el libro. Se obligó a leer el recorrido de Nero Wolfe por la habitación color orquídea, la cocina y el despacho, pero sólo llegó a leer diez páginas. Este mundo ordenado, adulto, no era el suyo. Su estómago hacía ruido. Decidió ir abajo a ver qué había en la nevera. Collins se lo había prohibido.

Salió al corredor y cerró la puerta tras él. La habitación del mago estaba a oscuras…, ¿cómo sería, del otro lado de las puertas de vaivén? ¿Tan oscura como la habitación de Tom? ¿O se parecería a la habitación de Del en su casa, llena de fotografías y aparatos de magia? No tenía ganas de descubrirlo.

Abajo, llegó en la oscuridad al largo pasillo.

Había luces difusas en el cielo raso. Esta vez recordó que debía detenerse ante los carteles.

Estaba mirando uno del Gaiety Theater, de Dublín.

Una noche de espectáculo y encantamiento, decía en letras muy adornadas. En medio de la lista de nombres, Tom encontró a herbie butter, el asombroso mago mecánico y acróbata. Debajo, pero en letras del mismo tamaño, se leía lo siguiente: Asistido por speckle john, maestro del misterio negro. Debajo de esto, en letras un poco más grandes: MARAVÍLLENSE CON SUS BRUJERÍAS, ADMIREN SUS HABILIDADES OCULTAS. Más abajo, en la lista de nombres, en su mayoría irlandeses, Tom encontró El asombroso señor Peet y los Muchachos Vagabundos…, música y, locura. Tom buscó una fecha en el adornado cartel y la vio cerca de la parte superior: 21 de junio de 1921.

El siguiente cartel estaba en francés, y mostraba el dibujo de un mago con sombrero negro que salía de una nube de humo. ¿Sería de allí que Del había tomado la idea para el comienzo de la actuación de los dos? monsieur herbie butter l’original, avec speckle john. La fecha de éste era 15 de mayo de 1921.

Había otros carteles de Londres, Roma, nuevamente París, Berna, Florencia. En algunos de ellos el nombre de Speckle John precedía al de Herbie Butter. El señor Peet y los Muchachos Vagabundos aparecían en la mayoría de ellos. Las fechas de las actuaciones iban desde 1919 hasta 1924. El último rótulo, del Wood Green Empire de Londres, anunciaba la última aparición en el escenario del querido Herbie Butter. Actuación de despedida. Emoción, sorpresas y sustos garantizados. Aquí la ilustración era la de un muchacho de rostro plácido que flotaba frente a un público asombrado, con los brazos extendidos hacia delante, las piernas juntas como un hombre que se está zambullendo. Bajo la ilustración había una frase que indicaba que el señor Peet y los Muchachos Vagabundos asistirían. Con una presentación del Cobrador. Hechos de poder mental. Desafío a la gravedad. Fuego. Hielo. ¡El asombroso Cobrador! ¡Invisibilidad! Brujerías sin parangón…, hazañas nunca intentadas antes en un escenario inglés. Una extravagancia mágica.

La fecha del cartel era 27 de agosto de 1924.

Luego algo se movió, y una forma pasó del living al corredor. Tom contuvo el aliento y giró sobre sí mismo para enfrentarse a ella.

La vieja Elena le miraba furiosa. En un segundo desapareció nuevamente en el living.

—¡Elena! —llamó Tom—. ¡Por favor!

Corrió por el pasillo y entró en la habitación. La mujer estaba junto a un diván, retorciéndose las manos. Parecía muy incómoda. Tom dejó de correr y levantó las manos con las palmas hacia arriba.

—Por favor —dijo. Los ojos negros de la mujer lo taladraron—. ¿Carta? ¿Correo?

Ella dejó caer las manos, pero su rostro no cambió. Tom sacó su billetera y le mostró la carta.

—¿Correo? ¿Puede despacharla?

La mujer seguía mirándole. Miró la carta que tenía en las manos.

—¿Correo?

Sí. Da. Sí. Por favor.

Elena señaló la carta con un dedo.

—¿Mamá? ¿Tu mamá?

Tom asintió.

—Por favor, Elena, Ayúdame.

—Bien. Correo.

Arrancó el sobre de sus manos y lo metió en un bolsillo de su delantal. Luego pasó junto a él sin decir palabra.

De manera que estaba arreglado. Sólo pasarían a lo sumo dos semanas antes de que él, Del y Rose se marcharan de la Tierra de las Sombras.

11

Tom encendió las luces de la cocina. La cocina y la nevera eran muy grandes y de acero inoxidable…, como en los restaurantes. Y cuando abrió la enorme puerta de la nevera, vio pilas de bistecs, jamones, lechugas, bolsas de tomates y pepinos, tarros grandes de mayonesa, carne asada…, nunca había visto tanta comida en un solo lugar. ¿Todo esto para un hombre y su empleada? ¿Y una cocina como la de los restaurantes? Por supuesto…, era para el señor Peet y los Muchachos Vagabundos, además de Collins y Elena. Tom buscó un cuchillo en los cajones, encontró uno con mango de hueso y cortó un trozo de jamón.

Mientras masticaba recordó lo que quería hacer, y la idea casi le hizo atragantarse. Por lo que habían dicho los «hermanos Grimm», había decidido mirar una vez más al Cobrador en el espejo del baño.

Por el bien de su historia, es él.

Del había dicho que la cara se acercaba hasta quedar junto a la de uno, y luego se retiraba.

Era una broma cruel, una broma al estilo de la Tierra de las Sombras. Lo único que quería hacer era ver hasta qué punto ese rostro horrible se parecía realmente al de Esqueleto Ridpath. Eso era todo lo que quería, pero seguía asustado.

Tom salió de la cocina y caminó nuevamente por el corredor hasta la puerta del baño. Se detuvo allí un momento, pensando que la idea de inspeccionar la broma macabra de Coleman Collins era tonta.

En realidad no, pensó. Porque sería mejor descubrir que el Cobrador no se parecía más a Esqueleto Ridpath que Snail o Root… Así se liberaría de la sensación de que él o Del todavía estaban ligados de alguna manera con Esqueleto Ridpath: que la graduación no había apartado a Esqueleto de sus vidas.

«Pero claro que sí —pensó, poniendo la mano en el picaporte—. Se ha ido para siempre». Entonces Tom recordó el día, años atrás, cuando Esqueleto, que entonces estaba en el octavo curso, le había derribado en el campo de juego de la Escuela Elemental; y le había derribado otra vez, y luego le había partido el labio con los puños. «Irlandesito sucio, negro irlandés de mierda», le había escupido eso distraídamente, mientras sus ojos demostraban que su cerebro estaba en otra cosa. Esqueleto le golpeó en la cara y babeó de alegría, volvió a golpearle en la cara, haciéndole sangrar la nariz. Tom se defendía, pero Esqueleto tenía tres años más que él; nunca llegó a acercarse lo suficiente como para darle un puñetazo, y Esqueleto seguía golpeándole en la cara. Esto podría haber continuado hasta el final de la pausa si uno de los profesores no hubiera separado a Esqueleto de él y lo hubiera enviado a su casa.

La humillación fue peor que el dolor. El dolor pasó, pero Esqueleto Ridpath volvió a la escuela y al patio de juegos con su categoría de alumno de octavo curso, a quien le bastaba mirar a Tom para tiranizarlo. Mucho antes de la llegada de Del a Carson, Tom se sentía perseguido por el hijo del instructor. Las prácticas de fútbol, en las que podía dominarlo, le habían ayudado a enfrentarse a Esqueleto durante todo el período del problema con Del.

Muy bien. Tragó saliva, diciéndose que sólo era un truco y que Del lo había visto un centenar de veces, y abrió la puerta. Encendió las luces. Su propio rostro le miró, preocupado, desde el espejo. El botón, el que hacía venir al Cobrador, estaba junto al interruptor de la luz. «Simplemente se acerca y luego se esfuma en el espejo». Respiró profundamente y oprimió el botón.

La luz amarilla se tornó instantáneamente púrpura.

El otro rostro apareció en el espejo como algo oculto en su propio rostro. Por un segundo, sus propios rasgos lo oscurecieron. Supo, por la sensación en el estómago, que había cometido un error.

Luego el rostro ávido, voraz, cobró vida. De color púrpura, con la boca distorsionada y la piel muerta bajo los ojos. Tom gimió, y se apoyó en la pared. Era el rostro de Esqueleto Ridpath, sin duda: Esqueleto reducido a su esencia, despojado de todo lo humano y lastimoso que pudiera tener. Esqueleto le hizo una mueca y avanzó.

Las rodillas de Tom parecían de goma. La figura levantaba las manos. «Imagen en el espejo», pensó Tom, con extraña racionalidad. Ahora todo el tronco se asomaba por el espejo, se inclinaba hacia él.

Tom retrocedió, y a causa del pánico se olvidó del interruptor. El rostro de Esqueleto estaba iluminado. Se sostenía en el borde del espejo, apoyándose en los brazos para colocar la rodilla sobre el marco de plata.

—Vete —susurró Tom.

La rodilla de Esqueleto apareció en el borde del espejo. Abrió la boca en un mudo grito de alegría y pasó la pierna por el espejo.

—No —dijo Tom, con voz apenas audible.

El rostro horrible se estremeció con el sonido de su voz; la boca distorsionada comenzó a babear. El Cobrador era ciego. Sonrió, mostrando una negrura purpúrea en lugar de dientes. Apoyado en el lavabo, cayó sin ruido a sus pies en el suelo.

Tom chocó con la puerta, se movió hacia un lado, y luego se dio cuenta de lo que significaba la puerta. La abrió ligeramente, el rostro del Cobrador estaba vuelto hacia él y saltó por la abertura. Cerró la puerta de un golpe y oyó los pies de Esqueleto en la puerta.

Cobrando ánimo, Tom empujó con todas sus fuerzas: en un instante, el mundo se había vuelto del revés y su mente se había convertido en gelatina. Sintió un suave empujón desde dentro, luego un empujón más intenso que casi lo movió. Apoyó la mejilla y el hombro contra la puerta. Se oyó a sí mismo haciendo ruiditos como silbidos con la garganta. Sólo podía pensar en mantener la puerta cerrada. El siguiente empujón le hizo tambalear, pero sus pies permanecieron en su lugar. Esqueleto hizo otro intento de escapar del baño, golpeó la puerta y la abrió unos centímetros antes de que Tom pudiera volver a cerrarla.

Se vio allí toda la noche, manteniendo a Esqueleto encerrado en el baño.

El quinto empellón le hizo caer…, cayó en el corredor y la puerta se abrió bruscamente. El Cobrador estaba en el umbral, con los brazos colgantes, el rostro volviéndose ávidamente hacia uno y otro lado. Llevaba el antiguo traje negro del mural, que también tenía un débil brillo purpúreo. Se echó hacia adelante. Tom retrocedió y se puso de pie, haciendo suficiente ruido como para que la figura se enfrentara directamente con él. El rostro del Cobrador se abrió en una mueca de brillo vacío.

—Excelente partido —susurró con una voz que era una sombra de la de Esqueleto.

Se tambaleó hacia adelante.

—Te dije que no te acercaras al piano. Quítate esa camisa. Quiero ver piel.

Tom sonrió.

—¡Flanagini! ¡Flanagini! ¡flanagini!

Jadeando, Tom entró en el living. ¿Si se escondiera detrás de un sofá, de una cortina? Apenas podía pensar. A su mente acudieron imágenes de escondites demasiado pequeños para él. De Rose Armstrong a esto…, como si hubiera una línea divisoria entre ambas cosas.

Pero, claro, pensó Tom en medio del pánico: Rose quería salir de la Tierra de las Sombras, Esqueleto quería salir del espejo. Era simple.

—Vi tu lechuza, Vendouris —suspiró una voz detrás de él—. Eres mío.

Tom giró sobre sí mismo y vio a Esqueleto de color púrpura que avanzaba hacia él. Dejó escapar un chillido y se hizo a un lado. Esqueleto estiró un brazo y hundió los dedos en su hombro. Los dedos flacos ardían como hielo sobre la camisa de Tom.

—¡Sucio negro irlandés!

Tom golpeó con el puño la cabeza de Esqueleto, que estaba ladeada, y perdió el equilibrio. Esqueleto se acercó; Tom giró y golpeó contra un pecho duro como una roca, y cuando volvió a moverse, los dos cayeron sobre el diván floreado.

—Gran partido —susurró el Cobrador—. Quiero ver piel.

Las manos heladas encontraron el cuello de Tom.

Tom miraba el rostro inhumano…, las bolsas bajo los ojos vacíos eran negras. Tenían mal olor, olor a polvo y a cerrado. Tendido sobre él, Esqueleto parecía un saco de leña, pero sus manos lo apretaban como una prensa.

—Negro irlandés…

Una repentina luz le hirió los ojos; las manos heladas se apartaron de él. Se puso de pie, tambaleando, y sólo vio las puertas de corredera y los bosques iluminados en el lugar donde tendría que haber estado Esqueleto. De pronto el espacio que tenía ante él le pareció cargado como un vacío; luego todo volvió a sus límites habituales.

Coleman Collins, con una bata de color azul oscuro y un pijama de color azul más claro, entró renqueando en la habitación.

—Yo oprimí el botón, pequeño idiota —dijo el mago—. No emprendas cosas que luego no sabes cómo terminar porque estás demasiado nervioso. —Se volvió para marcharse, luego se volvió a mirar a Tom—. Pero acabas de probar tu importancia como mago, si es que eso te interesa. Hiciste que esto sucediera. Y una cosa más. Yo te salvé la vida…, te salvé de las consecuencias de tu propia habilidad. Recuérdalo.

Miró a Tom de arriba abajo y se marchó.

12

Tom retrocedió hacia el corredor. Collins se había esfumado en uno de los teatros o tal vez en la escalera que llevaba a su dormitorio. La casa estaba nuevamente en silencio. Tom miró en dirección al baño del corredor, y tembló involuntariamente; luego fue hacia la escalera.

Desde arriba vio el color anaranjado…, la única luz que quedaba durante la noche todavía estaba encendida. Subió lentamente la escalera; al llegar arriba, sacó el pañuelo de su bolsillo y se enjugó la cara. Luego, tan cansado que pensó que podía caerse por la escalera, se obligó a llegar hasta el rellano.

Con una bata de color azul oscuro como la de su tío, Del estaba en el corredor en penumbra ante la puerta de su dormitorio. Miraba rígidamente por la ventana.

—¡Shhh! —ordenó Del—. Es Rose.

Tom se acercó a él, y Del se alejó unos centímetros. Cuando Tom miró hacia abajo, su corazón se conmovió.

Rose Armstrong estaba en la zona iluminada más cercana, cerca de la casa; casi había llegado a la playa. Su cuerpo se hallaba cubierto de harapos sucios; sus cabellos brillaban a la luz. Clavada en un árbol, crucificada, colgaba la cabeza gris de un caballo. En el borde de la zona iluminada había dos figuras enmascaradas: un hombre corpulento con un rostro juvenil, pálido y aristocrático, y una mujer pequeña, con la máscara burlona de una bruja. Los dos llevaban puestas vestiduras doradas. ¿El señor Peet y Elena? Al principio Tom pensó que la cabeza de caballo estaba embalsamada o era de paño, pero un segundo después vio la sangre que corría por la corteza del árbol.

—Ah, Dios mío —exclamó.

Recordó la difusa imagen de un caballo gris en la oscuridad cuando Collins había entrado en sus dominios la primera noche; el caballo gris que avanzaba por la nieve, llevándolo hacia la escuela incendiada. Había insectos en los bordes de la herida, que se elevaban en pequeñas nubes. Rose levantó sus manos unidas en un gesto de ruego. De pronto la luz del lugar donde estaba Rose se apagó, y los dos muchachos vieron sus propias imágenes en el vidrio de la ventana.

—Falada —dijo Del—. La Muchacha de los Gansos, ¿recuerdas?

Ah, pobre princesa desesperada,

si tu querida madre supiera,

su corazón se partiría en dos.

—Magia, Tom. Para esto vivo. Estoy de este lado…, estoy del lado de lo que vimos allá. No me importan las cosas que encuentras cuando merodeas por las noches, porque yo no estoy más de tu lado. Recuérdalo.

—Todos estamos del mismo lado —respondió Tom tranquilamente.

Del le miró con rechazo e impaciencia y volvió a su habitación.