DOS

EL REY DE LOS ELFOS

Del tomó su maleta y fue directamente hacia el auto, el Lincoln más grande y más negro que jamás se hubiera visto…

1

Sin decir palabra, Del tomó su maleta y echó a andar hacia los escalones que bajaban al estacionamiento. Con una confusión tan grande que era casi un dolor, Tom observó al muchacho más pequeño que avanzaba ante él, y luego volvió a mirar al mago. El rostro helado de Coleman Collins le dedicó una sonrisa. «No creía que fuese tan viejo —pensó Tom—. Es todavía más viejo que el señor Thorpe».

—Saluda a tu tío —dijo Collins. Aunque estaba ligeramente velada por el alcohol, su voz era resonante y culta—. Ha esperado mucho para oír tu saludo.

Del se detuvo. Dejó caer su maleta, y en el instante de silencio que siguió, los insectos volvieron a comenzar su sinfonía.

—Lo sé. Lo siento —dijo Del, volviéndose a medias para mirar a su tío—. Lo siento. Hubo un gran accidente… Un tren descarriló…

Del se apartó bruscamente otra vez, y Tom vio con asombro que su amigo estaba llorando o al borde de las lágrimas.

—Un gran accidente. Un accidente muy, muy grande, ¿verdad? ¿No un accidente chiquitico? No es que se haya volcado café, o un golpe en las vías, o una pequeña conmoción… ¿No te manchaste la ropa, con todo el café volando por el aire?

—No fue en nuestro tren —dijo Tom.

El mago centró sus ojos helados en Tom…, quien se sintió aliviado al notar, bajo el enojo real y supuesto, un matiz de ironía.

—Ah. El misterio se hace más profundo —se apoyó contra la barandilla—. Seguramente uno de ustedes podrá explicar por qué un accidente con el que no tuvieron nada que ver, todo ese café volando por el aire en otro tren, me hizo estar sentado aquí la mayor parte del día. ¿Puedes explicarlo, Del?

Del se volvió y explicó. Entrecortadamente mal, con algo que parecía miedo a actuar ante el público…, pero explicaba, hablaba con su tío, y Tom sentía que la extraña tensión entre ellos se disolvía en la atmósfera.

Cuando Del terminó, su tío dijo:

—¿Y no viste el lugar, muchacho? ¿El lugar del accidente? ¿No hubo imágenes de sangre, de vagones destrozados, de sobrevivientes consternados y heridos, de periodistas ansiosos, de Polizei de mirada dura? —Sobresaltó a los dos muchachos echándose a reír—. No había cadáveres, no…

—Tío Cole —dijo Del.

El mago lo miró con ojos brillantes.

—Sí, querido.

—¿Rose Armstrong está aquí este verano?

Collins pareció considerar la pregunta.

—Rose. Rose Armstrong. Bien, creo que he oído…, ¿una prima enferma en Missoula, Montana? ¿O eso le sucedió a otra Armstrong? Sí. Una persona llamada Armstrong, no nuestra pequeña Rose de Vermont. Sí, creo que esa muchacha debería tomar parte en nuestros ejercicios. Si es que logramos empezarlos.

—Entonces está aquí.

—Sí, la verdadera Rose.

—Tío Cole —dijo Del—. Lamento que hayamos llegado tan tarde.

—De manera que eso es todo —dijo Collins—. Ay, Dios mío. Vamos a ver…

Extendió la palma de una mano y apareció un dólar de plata entre el índice y el dedo medio. Movió la mano, y la moneda se había colocado en el espacio entre los dos dedos siguientes. Cuando volvió a mostrar la palma a los muchachos, la moneda había desaparecido. Mostró el dorso de su mano: no estaba allí. Pero estaba en la otra mano, y se movía rápidamente entre sus dedos, como si tuviera vida propia. Lanzó la moneda al aire y la atrapó.

—¿Ya podéis hacer esto?

—No tan rápido como tú —dijo Del.

—Vamos a casa —dijo Coleman Collins.

2

El coche del mago era el único que había en el estacionamiento: un Lincoln blanco, sin una sola marca, largo como un banco, y mucho más impresionante porque tenía por lo menos diez años de antigüedad. Las maletas entraron en el enorme baúl, y los muchachos ocuparon el asiento junto al tío de Del. El interior del Lincoln olía a whisky y a cigarrillos, y, un poco menos, a cuero. Collins miró a Tom por encima de la cabeza de Del al salir del estacionamiento.

—Entonces tú eres el famoso Tom Flanagan.

—Soy Tom Flanagan, nada más. El famoso Tom Flanagan toca el piano.

—Modesto y bueno, muy bueno para el trabajo, según me dicen. Bien venido a Vermont. Espero que te ofreceremos un verano que recordarás en mucho tiempo.

—Sí.

Entraban en una zona de pequeñas tiendas oscuras y estaciones de servicio vacías. El mago parecía sonreírle.

—Yo vivo para estos veranos, ¿sabes? Podría haber sido diferente… Del debe haberte contado algo sobre mí. Pero yo tenía una sola ambición. ¿Adivinas? Ser el mejor mago del mundo. Y seguir siendo el mejor mago del mundo. Y eso he hecho. Cartas… Recibo correspondencia de todo el mundo pidiéndome consejos. ¿Pueden conocerme? ¿Pueden estudiar conmigo? No, no, no, no. Tengo un solo discípulo. Ahora, dos. Eso, y el conocimiento… es suficiente.

—¿El conocimiento?

—Ah, sí, el conocimiento. Ya verán. Ya lo experimentarán. Y eso es todo lo que les voy a decir en este momento.

Ahora recorrían un ancho camino, que atravesaba el centro de la pequeña ciudad a oscuras; pronto pasaron a un camino angosto que conducía directamente a las profundidades del bosque. Collins tenía una botella entre los muslos, la levantó y bebió un sorbo. Pronto los árboles ocultaron las estrellas.

3

El camino angosto serpenteaba por el bosque, y cuando comenzó a ascender se convirtió en dos. Collins tomó el de la izquierda…, era de tierra y muy empinado. Después de unos minutos, Tom vio una pradera al lado del camino: un caballo gris, casi invisible en la penumbra, se aproximó a una valla, seguido por dos sombras negras que debían ser caballos también. Luego los árboles volvieron a cerrarse.

—¿Cómo es este lugar en invierno?

—Nevado, pajarito. Muy hermoso.

Siguieron ascendiendo por el camino estrecho e irregular.

Tom preguntó:

—¿Tiene vecinos?

—Todos mis vecinos están en mi cabeza —dijo Collins y volvió a reír. Echó una mirada a Del—. ¿Y te sientes feliz de haber vuelto, a pesar de los accidentes y los otros problemas?

—Ah, sí —susurró Del.

—Ah.

Después de unos veinte minutos, Collins torció por un sendero pavimentado que hacía una curva hacia atrás y luego otra más amplia descendente que terminaba en unos grandes portones de hierro sostenidos por pilares de ladrillo. A continuación de los pilares había una pared a cada lado.

—Perdona mis precauciones, Thomas —dijo Collins, frenando con suavidad—. Soy viejo, y estoy totalmente solo en estos bosques. Por supuesto los vándalos aún vienen desde el lago en invierno, para llegar a las casas de verano.

Dejó la botella en el asiento y salió para tocar una serie de botones numerados en uno de los postes. El portón se abrió.

El coche siguió adelante, tomó una curva y vieron la casa. Parecía una casa de verano victoriana a la que generaciones de propietarios hubieran hecho añadidos: un edificio de tres pisos con aleros y ventanas en punta, flanqueado por alas más modernas. Tom necesitó un momento para ver por qué le resultaban extrañas… Las paredes de madera blanca no tenían ventanas.

Los faroles colgados en la madera iluminaban brillantes círculos en las fachadas sin aberturas; había faroles colgados de los árboles a cada lado de la casa. Daba una cierta sensación de unidad… y también de alguna otra cosa.

—La escuela —dijo Tom—. Es decir…, esto me recuerda a nuestra escuela.

Del lo miró con sorpresa.

—Tienes suerte —murmuró Collins. Abrió la puerta—. Deja tus cosas en el coche. Alguien las entrará más tarde. —Trastabilló un poco al salir del auto, pero se puso la botella medio vacía bajo el brazo con una rapidez casi militar—. Anden rápido y sin hacer ruido, pero entren. No podemos quedarnos aquí toda la noche.

Tom salió y vio la alta figura de Collins recortada contra la amplia casa. Entre los árboles muy separados había franjas de luz en el bosque; otros rayos de luz estaban tan juntos como para recordar a Tom los círculos luminosos en los que caminaba Jimmy Durante al final de su espectáculo, inmediatamente después de decir: «Buenas noches, señora Calabash, dondequiera que esté usted». Había muchas más luces que las que había visto desde el auto.

—¿Por qué ilumina el bosque de esa manera? —preguntó.

—¿Por qué? Para que veamos qué sale de allí y qué va hacia allí —respondió Collins—. Y qué ojos tan grandes tienes, abuelita. ¿Listos?

Collins abrió la puerta de entrada y se hizo a un lado para dejarlos pasar. Del entró primero, y cuando Tom pasó al interior oscuro, su amigo lo miró con un rostro brillante y exaltado. Entonces comprendió por qué. Había velas encendidas en toda la entrada: velas casi consumidas en la mesita llena de periódicos, velas casi consumidas sobre el estante donde Coleman Collins dejó caer sus llaves.

—Creo que han saltado los fusibles en esta parte de la casa —dijo Collins—. Tal vez alguien esté tratando de arreglarlo ahora. Fueron muy amables al traer estas velas para nosotros. El resplandor es muy acogedor, ¿no creen?, ¿o piensan que son demasiado parecidas a las de Halloween?

—Tú lo sabías —dijo Del—. Como el día de la inscripción… como dijo Tom, en la escuela. Tú lo sabias.

—No sé de qué hablas —dijo Collins—. Debo bañarme y descansar un rato. Encontraréis comida en vuestras habitaciones. —Se apoyó en la pared de la entrada, con los hombros contra el estante, y cruzó los brazos sobre su pecho. Tom captó otra brillante mirada de Del—. Lavaos en el baño aquí abajo. Luego subid. La habitación de Tom está junto a la tuya, Del. El estará en la antecámara. Cuando hayáis comido, bajad y os veré en el Pequeño Teatro. ¿Lo encontraréis?

—Por supuesto que lo encontraré.

—Estupendo. Os veré allí a… —miró su reloj—. ¿Digamos a las once?

Del asintió.

—Muy bien, Tom, a esta hora no podrás ver muy bien el lago, pero mañana sí. Es un paisaje muy tentador. —Otra vez había una sugerencia de burla y significados ocultos en su voz. Hizo un gesto afirmativo y comenzó a subir la escalera. A mitad de camino se volvió, y los muchachos quedaron clavados en el suelo, temiendo que pudiera caerse, pero se enderezó, apoyando una mano contra la pared, y dijo—: Eh —y siguió subiendo.

Del sacudió la cabeza, aliviado.

—Vamos a lavarnos las manos.

Llevó a Tom al bañito junto a la entrada. Mientras Del se enjabonaba las manos en el lavabo, Tom esperó en la puerta.

—¿Los bosques siempre están iluminados de esta manera?

—Es la primera vez. ¡Pero esas velas! Yo tenía razón.

—¿Al decir que era como en la escuela?

—Ya veremos —dijo Del—. Te toca a ti.

—Bien, espero que no sea como en la escuela.

Tom pasó junto a Del para acercarse al lavabo.

—Ah, ¿sabías que ésta era una casa embrujada? —preguntó Del en tono juguetón.

—Vamos, Florencia.

Del apretó un botón bajo la llave de la luz, y la iluminación se tornó bruscamente roja. En el lavabo, las manos de Tom adquirieron un púrpura más claro y más vibrante. Se miró en el espejo… Del reía, y vio su cara, del mismo color púrpura, que desaparecía bajo una horrible máscara que daba la impresión de extenderse hacia adelante en el cristal. El efecto era más bien cómico, un poco amedrentador. El rostro, con los labios gruesos y distorsionados y la piel muerta, el verdadero rostro de la voracidad, de la avidez convertida en hambre pura, lo miró con sus propios ojos. Avanzó lentamente hacia adelante, lentamente, y se convirtió en lo único que había en la habitación. Finalmente, Tom se echó hacia atrás, incapaz de enfrentar esa cosa horrible, y chocó con Del. El rostro colgaba, vibrante, en el aire.

—Ya sé —rió Del—. Pero simplemente se acerca y luego se funde nuevamente con el rostro del espejo. Es un gran truco. La primera vez que lo vi, aullé como un loco.

Oprimió el botón, y Tom apareció nuevamente en aquel cuarto de baño de empapelado corriente. Su rostro era el mismo, conocido pero pálido.

—El tío Cole lo llama «Cobrador» —dijo Del—. No me preguntes cómo funciona. Subamos a comer.

—El Cobrador —repitió Tom, ahora verdaderamente sacudido. Eso era precisamente lo que parecía.

Sus habitaciones, en el ala izquierda de la casa, no tenían ventanas, eran brillantes, incongruentemente modernas y «escandinavas»; podrían haber sido habitaciones de un motel caro. Paredes de color crema con cuadros coloridos y abstractos, de líneas blandas, pulcras camas con colchas de pana azul, gruesas alfombras que mostraban las huellas de sus pisadas. Las puertas blancas de los profundos armarios estaban abiertas, y en ellos habían colgado o doblado ya sus ropas. Las maletas estaban apiladas al fondo. Contra las paredes había escritorios blancos con lámparas. En la habitación de Del, comunicada con la de Tom por puertas corredizas, había una mesa puesta para dos. Junto a las fuentes y a la ensaladera tapadas había una jarra de cristal llena hasta la mitad de vino tinto.

—Bueno, bueno —dijo Tom, oliendo los bistecs.

Del fue hacia la mesa, se sentó y extendió la servilleta sobre las rodillas. Sirvió vino en el vaso de Tom y en el suyo.

—¿Te permite beber vino?

—Claro que sí. Le resultaría difícil ser puritano sobre la bebida, ¿no te parece? Y además, realmente, cree que la cena no está completa sin el vino. —Del dio un sorbo de su vaso y sonrió—. Cuando yo era más chico solía ponerle agua. Este no tiene agua.

—Bien, esto no se parece mucho a la escuela —dijo Tom.

La carne todavía estaba caliente, roja en el centro y delicadamente tostada por fuera. Otros platos tapados ocultaban espinacas, champiñones y patatas fritas. Tom levantó su vaso y bebió: un sabor áspero, como de uva, muy agradable…, cuanto más lo retenía uno en la boca, más sabor percibía.

—De manera que así es el buen vino —observó.

—Así es el Margaux —dijo Del, masticando rápidamente—. Nos da algo bueno porque ésta es la primera noche. —Y un momento después dijo—: Sabía. Sabía lo de las velas. Aunque yo no estaba seguro. Pero él sabe todo lo que sucedió.

—De todas maneras, tu Rose Armstrong estará cerca —señaló Tom, y el rostro de Del se sonrojó de placer.

—Será un verano perfecto —afirmó.

Cuando salieron de la habitación de Del para ir abajo, se detuvieron un minuto para mirar por una de las grandes ventanas del pasillo. Desde allí se veía una gran extensión de bosque; los reflectores o antorchas iluminaban un grupo de ramas o unas piedras, aberturas en el bosque. Donde terminaba el bosque, comenzaba algo negro que debía ser el lago. Tom vio barandillas de hierro que bajaban por un acantilado detrás de la casa. Muy lejos, en los bosques que rodeaban el otro lado del lago, ardían luces similares… movedizas como linternas japonesas.

—Es hora de bajar —dijo Del, y se apartó de la ventana.

Para Tom era como el escenario de una fiesta que aún no había comenzado, llena de promesas y anticipaciones.

—Vamos —dijo Del, ansioso por estar abajo.

Tom echó una última mirada y vio el primer invitado de la fiesta. Un lobo, o algo que parecía un lobo. Entró en uno de los círculos de luz, con la lengua afuera, y miró hacia la casa. A lo lejos, en el centro de la luz, el lobo parecía estar en medio de un escenario, posando para una foto. Hubiérase dicho una señal, una advertencia.

—¡Eh! —exclamó Tom.

—Vamos —dijo Del desde la escalera—. Tenemos que llegar al Pequeño Teatro.

—Ya voy —dijo Tom.

El lobo había desaparecido. Pero ¿había estado realmente allí? ¿Un lobo, en Vermont?

Al bajar, advirtió que la casa era mucho más complicada de lo que parecía. En lo alto de la escalera una puerta de vaivén antiguo los separaba de un gran espacio negro en el que Tom distinguió la forma de una puerta alta.

—¿Qué hay allí atrás?

—Ah, la habitación de mi tío. Tenemos que bajar.

Bajaron la escalera corriendo y entraron en la parte central de la casa antigua. Pasaron por un living donde había una lámpara encendida en una mesa entre dos divanes cubiertos con una tela inesperadamente femenina, cruzaron por la entrada hasta una cocina alargada. Del abrió otra puerta que, suponía Tom, debía conducir afuera; pero los llevó a otro corredor de «motel», con alfombras de color marrón oscuro, y el cielo raso iluminado con luces indirectas. Al comienzo de este corredor, se abría otro vestíbulo que terminaba en una puerta con barrotes tan impresionante como la de Laker Broome.

—¿Y qué hay allí atrás?

—No lo sé. Nunca me permite ir allá.

Del siguió por el corredor hasta llegar a una puerta negra en un pequeño vestíbulo iluminado por una sola luz. En la puerta había una chapa de bronce colocada a una altura por encima de las cabezas de los muchachos, pero no tenía inscripciones. Del comprobó rápidamente la hora en su reloj.

—Bien. Tenemos un minuto.

«¿Y ahora qué? —se preguntó Tom—. ¿Una oficina como la de la Serpiente? ¿El aula de bloques de hormigón que daba sobre el bulevar Santa Rosa?»

Pero lo que vio cuando Del abrió la puerta fue, primero, un teatrito muy pequeño con unos cincuenta asientos. Aunque estaba vacío, parecía lleno de vida, y medio segundo después Tom observó que las paredes mostraban pinturas de filas de personas en sus asientos…, personas con rostros fascinantes, una de ellas bebía de un vaso con una pajita, otra tenía una caja de bombones. Y había algo grotesco en el medio… pero Del lo empujó hasta la primera fila y le obligó a volverse.

—Esto es increíble —dijo Tom.

Estaban frente a un diminuto escenario. Una mesa pulida y una silla Shaker ante unos cortinajes de terciopelo marrón. Miró rápidamente por encima de su hombro para ver lo que le había llamado la atención, y lo distinguió de inmediato. Era el Cobrador, con traje negro, unas filas más atrás y junto al hombre que bebía con una pajita: adelantando su rostro fascinado, voraz, como si deseara tragarse todo lo que veía en el diminuto escenario; un chiste grotesco.

Luego a Tom le sobresaltó la idea de que la figura grotesca se parecía a Esqueleto Ridpath.

Sus ojos captaron otra visión sorprendente, al tiempo que oía el ruido de una puerta detrás de las cortinas de terciopelo; a pocos asientos del Cobrador, un grupo de hombres con ropas anticuadas pero elegantes y con barbas cuidadas y cigarros en la boca, un grupo de muchachos que ha salido a pasear… Del le dio un codazo en las costillas, y él volvió la cabeza en el momento en que Cole Collins abría los cortinajes y se sentaba en la silla Shaker. Sus hermosos ojos azules, ligeramente entrecerrados, estaban vidriosos, pero su rostro se veía rosado. En lugar del traje, el mago llevaba un pullover color verde oscuro con un pañuelo verde y rojo cuidadosamente anudado al cuello. Sonreía, contemplando todo el salón, y Tom sentía la presencia de los hombres pintados detrás de él. Algo le molestaba en la nuca.

—El mago y su público —dijo el tío de Del con el aire de alguien que abre un arcón—. Un tema que ustedes deberían considerar. ¿Cuál es su relación? ¿La de un actor que trata de conmover, de entretener? ¿La de un atleta y el público ante el que demuestra sus habilidades? No exactamente, aunque tiene elementos de ambos —su sonrisa no abandonaba su rostro—. El público siempre lucha contra el mago, muchachos. Nunca está realmente de su lado. Siente hostilidad hacia él: porque sabe que lo están tomando por tonto.

«No, no puede ser —pensó Tom—. Bajaron del tren en Nueva York, son parte de alguna otra historia. Y ese chiste horrible no puede tener nada que ver con Esqueleto».

—El mago debe hacer que disfruten. Es el narrador cuya única historia es él mismo, y todos los hombres del público, todos los borrachos, todos los inteligentes escépticos, todos los que dudan, buscan un fallo en su historia que puedan usar para destruirlo.

Tom se obligó a mirar hacia adelante: mantenía el cuello rígido por la fuerza de su voluntad. Sentía como si el señor Peet y los otros se estuvieran moviendo en sus asientos.

—El mago es un general con un ejército lleno de desertores y traidores. Para conservar su lealtad, debe inspirar y entretener, asustar y atraer, desconcertar y ordenar. Y cuando lo ha logrado, podrá conducirlos.

En medio de su tensión, Tom percibía un creciente cansancio, y se dio cuenta de que el vino y el discurso de Collins le daban sueño.

Ahora la sonrisa era dura y se dirigía a Tom.

—Digo que la práctica de la magia tiende a la auto-destrucción…, éste es uno de sus grandes secretos. Cuanto más se permitan ustedes acercarse a esa verdad, más grandes serán. Escuchen: la magia sólo se usa para inspirar miedo y para conceder deseos… aun aquello que ustedes no deseen tener. En sí misma no es importante. Suficiente.

Dedicó a Tom una sonrisa con cierta furia.

—¿Quieres aprender a volar? ¿Te gustaría elevarte de la tierra, muchacho?

—Usted nos llamó pájaros —dijo Tom; y pensó por primera vez en muchos meses en la lechuza de Ventnor.

Collins asintió.

—¿Tienes miedo?

—Sí —respondió Tom; tenía un terrible deseo de bostezar y sentía que sus labios se estiraban.

—Ni siquiera has comenzado a tener una idea de lo que es la magia —dijo Collins.

Tom pensó: «No puedo pasar todo el verano con este loco».

—Pero aprenderás. Eres un muchacho único, Tom Flanagan. Lo supe cuando oí hablar de ti por primera vez. La Tierra de las Sombras te dará todos los dones que tiene, porque tú podrás aceptarlos. Y tienes la edad exactamente adecuada. ¡Exactamente!

Miró a Tom y luego a Del, luego otra vez a Tom, con sus ojos como bolitas de vidrio.

—Qué experiencias les esperan. Les envidio…, me cortaría las manos por tener lo que ustedes poseerán. Ahora, algunas reglas fundamentales. ¿Recuerdan todo lo que he dicho hasta ahora? ¿Comprenden lo que dije? —Los dos muchachos asintieron simultáneamente—. ¿Con quiénes trata el mago?

—Con traidores —dijo Del.

Con los ojos llenos de triunfo y la mirada vaga de la borrachera, el mago miró solamente a Tom.

—Reglas básicas. Las reglas que seguiréis en esta casa. ¿Habéis visto la puerta de madera en el pequeño vestíbulo camino de este teatro? —Tom asintió—. Está prohibido abrir esa puerta. Podéis andar por donde queráis, excepto en esa habitación y en la mía, que está detrás de las puertas de vaivén en lo alto de la escalera. ¿Comprendido?

Tom volvió a asentir, y sintió que Del hacía lo mismo.

—Esa es la regla número uno, entonces. En este teatro practicamos con naipes y monedas, el trabajo que se hace de cerca. Mañana veremos Le Granda Théâtre des Illusions, y allí aprenderéis a volar. Siempre que os entreguéis totalmente a mí. —Luego agregó, bruscamente—: ¿Tu padre ha muerto?

—Sí —susurró Tom.

—Entonces durante el verano yo soy tu padre. Esa es la regla número dos. En esta casa yo soy la ley. Cuando diga que no podéis salir, os quedaréis dentro. Y cuando os diga que permanezcáis en vuestras habitaciones, me obedeceréis. Siempre habrá una razón, os lo aseguro. Muy bien. ¿Alguna pregunta?

Del estaba silencioso como una piedra. Tom preguntó:

—¿Hay lobos en Vermont? ¿Usted ha visto alguno?

Collins ladeó la cabeza.

—Por supuesto que no —y lanzó una mirada equívoca, juguetona. Luego se echó hacia atrás en su silla—. ¿Alguna vez oíste la historia de cómo comenzaron todas las historias?

Los dos muchachos sacudieron la cabeza. Tom sintió una repentina e inmediata resistencia a todo lo que le rodeaba. Este hombre no era su padre. Sus historias serían mentiras: no había nada en él que no fuese peligroso.

—Esta historia —dijo Collins, tirando delicadamente de un pliegue del pañuelo y exponiendo otra parte de su dibujo sobre el suéter verde— es… o más bien podría ser…, sí, podría ser sobre la traición. Y podría ser sobre la destructividad de la magia. Vosotros decidís.

4

«La caja y la llave»

—Hace mucho, mucho tiempo, en un país del norte donde nevaba ocho veces al año, un muchacho vivía solo con su madre en una casita de madera al pie de una empinada colina. Llevaban una vida decente, con buenos propósitos, y llena de trabajo. Siempre había tareas que realizar, provisiones para salar, madera que cortar y almacenar. El trabajo era interminable, y había poco de lo que los muchachos de hoy llamarían diversión, pero mucha alegría. Todo el universo del muchacho era la acogedora casa de madera con su fuego encendido y su piso lustrado, los animales que él cuidaba, su trabajo, su madre y la tierra que habitaban. La vida describía un círculo perfecto, una órbita perfecta, en la que cada acción y cada emoción eran útiles, coincidentes consigo mismas y con todas las otras acciones y emociones.

»Un día la madre del muchacho le dijo que saliera a jugar en la nieve mientras ella preparaba algo en el horno. Imagino que no quería verlo colgado de sus faldas, persiguiéndola para que le dejara probar lo que estaba guisando. Le puso ropas abrigadas, gruesos suéteres, calcetines y botas, y un gran abrigo azul con una gorra de lana, y le dijo:

»“Vete afuera a jugar una hora.”

»El muchacho preguntó: “¿Puedo subir la colina?”.

»“Puedes subir hasta la cumbre si lo deseas —dijo la madre—. Pero dame una hora para cocinar esto.”

Entonces el muchacho salió…, le encantaba subir a la colina, aunque a veces su madre decía que los animales que merodeaban por allí la hacían peligrosa. Desde arriba veía su casita, con la chimenea y las ventanas, y todo el valle donde se encontraba la casa, esa casita acogedora en un valle del norte donde los oscuros abetos crecían en la nieve.

»Le llevó media hora, pero finalmente llegó a lo alto de la colina. Mirando hacia un lado, veía colina tras colina extendiéndose en un frío infinito. Y al mirar en la otra dirección, veía su propio valle. Allí, con aspecto de una casa de muñecas, estaba su hogar. Salía humo por la chimenea, se ondulaba y desaparecía, y su madre pasaba una y otra vez ante la ventana de la cocina, llevando recipientes y bandejas para el horno. Parecía tan cálida esa casita, con esa mujer atareada y su ondulante columna de humo.

»El muchacho, solo en la colina nevada, decidió ponerse a cavar. Tal vez construiría un fuerte bajo la nieve. Sacó un puñado de nieve, luego otro, y todo el tiempo era consciente de lo que había en el valle… La casa abrigada, su madre pasando frente a la ventana de la cocina.

»Cavó durante un rato, mirando desde uno y otro extremo de su agujero en la nieve hacia la casa y hacia su madre; de pronto se dio cuenta de que le quedaba poco tiempo para jugar. Volvió a mirar su casa y a su madre en la ventana, y sacó unos puñados más de nieve.

»Era hora de emprender el regreso. Miró el humo que salía de la chimenea.

»Entonces oyó una voz en su mente que le decía: “Saca otro puñado.”

«Volvió a mirar la casa abrigada, y metió la mano más profundamente en la nieve.

»Sus dedos tocaron algo duro y liso y más frío que el hielo. Volvió a mirar la casa, donde su madre sacaba tortas calientes del horno con una larga espátula de panadero; y luego miró nuevamente el agujero que había hecho, y cavó rápidamente alrededor, palpando los lados y los bordes de lo que había encontrado.

»Era una caja… Una caja de plata, tan fría que quemaba las manos a través de los guantes. Esa voz en su mente, que era su propia voz, dijo: “Donde hay una caja, hay una llave.”

»Entonces volvió a mirar hacia la casa y sintió su calor…, vio el humo que salía de la chimenea…, vio a su madre que miraba hacia la ventana. Y metió una mano y raspó delicadamente el fondo del agujero.

»Sus dedos tocaron una llavecita de plata.

«“Donde hay una llave, hay una cerradura”, dijo su propia voz dentro de su cabeza.

»Movió la caja de plata con sus manos y vio que la cerradura estaba disimulada en un complicado diseño grabado junto al borde de la tapa. Miró una vez más la casa cálida y a su madre enjugándose las manos en el delantal ante la ventana. Y puso la llavecita en la cerradura.

»La caja se abrió.

»Luego por última vez miró la casa cálida y a su madre, y todo lo que había conocido, y levantó la tapa de la caja.

Coleman Collins levantó las manos, con las palmas encaradas a unos treinta centímetros de distancia, y de pronto las extendió hacia arriba.

—Y todas las historias del mundo, todas las historias que jamás se hayan contado, salieron de la caja. Príncipes y princesas, brujos, zorros y gigantes y brujas y lobos y leñadores y reyes y gnomos y enanos y una hermosa niña con una caperuza roja, y por un segundo el muchacho lo vio todo perfectamente, mirando silenciosamente en el aire. Luego el viento los atrapó y comenzó a llevárselos, a unos por un lado y a otros por otro.

Volvió a poner las manos sobre la mesa, sonriendo. Parecía totalmente borracho, pensó Tom, pero la voz resonante llenaba los espacios amodorrados de su mente y producía ecos aun cuando Collins no estuviera hablando.

—Pero me pregunto si algunas de esas historias no se habrán mezclado con otras historias. Tal vez el viento arremolinó todas las historias, y cambió a los gigantes por reyes y puso cabezas de zorro en los hombros de los príncipes y mezcló a la bruja con la hermosa niña de la caperuza roja. A menudo me pregunto si no habrá sucedido eso.

Se apartó de la mesa y se puso de pie.

—Este ha sido el cuento de antes de dormir. Id a vuestras habitaciones y acostaos. No quiero que salgáis de vuestras habitaciones hasta mañana por la mañana. Corred.

Hizo un guiño, y desapareció detrás de los cortinajes, dejándoles momentáneamente solos en el teatro vacío.

Luego su cabeza sin cuerpo apareció en la juntura de las cortinas.

—Ahora mismo. Id arriba. Enséñale el camino, señor Nightingale.

La cabeza desapareció detrás de los cortinajes.

Un momento después reapareció, como un muñeco de resorte.

—Los lobos, y quienes los ven, son muertos de un balazo en el mismo lugar. A menos que se trate de un lupus in fábula, que aparece cuando se habla de él.

La cabeza abrió la boca en una risa sin sonido, mostrando dos hileras de dientes irregulares y ligeramente manchados, y desapareció detrás de la cortina.

—¿Lupus in fábula? —preguntó Del, volviéndose hacia Tom.

—El señor Thorpe solía decir eso a veces. El lobo en el cuento.

—Que aparece cuando…

—Cuando se habla de él —dijo Tom, pesaroso—. No se refiere a lobos reales, sino a…, ah, no me acuerdo.

5

El lobo en el cuento

—Este verano no es como otro cualquiera —dijo Del, al pasar por el breve corredor que terminaba en la puerta con barrotes—. Nunca me había contado un cuento antes. Me gustó. ¿A ti no?

—Sí, creo que sí —respondió Tom, e hizo una pausa—. ¿Nunca sentiste curiosidad por lo que hay detrás de eso?

Del se encogió de hombros y se le veía incómodo.

—¿Quieres decir que yo debería haber mirado sólo porque él me dijo que no?

—No exactamente. Pero ¿es tan importante que no nos permite verlo? Sólo me preguntaba si tendrías curiosidad.

—Nunca tuve tiempo de tener curiosidad —dijo Del—. Ha dicho que subamos. Debemos estar en nuestras habitaciones.

—¿Lo hace a menudo, eso de ordenarte que te quedes en tu habitación toda la noche?

—A veces.

Del empujó firmemente la puerta que daba a la parte más antigua de la casa y atravesó la cocina y luego el living.

—Pero ¿acaso no ibas a quedarte? ¿Por qué convertirlo en una orden? ¿Por qué habríamos de levantarnos de la cama en medio de la noche, y andar vagando en la oscuridad…? Si lo convierte en una orden, sólo logra que pensemos en hacerlo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Bien, me voy a dormir —dijo Del, mientras subía la escalera.

—¿Y si quieres un vaso de agua? ¿Y si quieres mear?

—Hay un baño junto a tu habitación.

—¿Y si quieres mirar afuera? No tenemos ventana.

—Mira, ¿no estás cansado? —preguntó Del con furia—. Yo me voy a dormir. No me quedaré levantado a mirar cosas que no debo ver. No voy a mirar las estrellas, simplemente me voy a la cama. Tú puedes hacer lo que quieras.

—No te enojes tanto.

—Estoy enojado, carajo —dijo Del, y se apartó de Tom, para abrir su puerta y desaparecer en su cuarto.

Tom le siguió. Del se quitaba la camisa por encima de la cabeza, sin molestarse en desabotonarla. Las camas estaban abiertas.

—Pero ¿por qué te pones tan furioso de repente?

—Me voy a la cama.

—Del.

Su amigo se ablandó.

—Mira, estoy tan cansado que me caigo. Es nuestra primera noche aquí. —Del se sentó en la cama y se quitó los zapatos. Se desabrochó el cinturón, se puso de pie y se bajó los pantalones—. Y voy a cerrar estas puertas de manera que no me entere si tú te metes en líos.

—Pero Del, él quiere que nosotros pensemos en…

—Estás cansado, ¿verdad? —dijo Del corriendo una de las puertas.

—Sí.

—Entonces vete a la cama y olvídate.

Fue hacia la otra puerta corrediza y la cerró, separando su habitación de la de Tom.

—¿Del? —dijo Tom a la puerta.

—Te veré por la mañana. Estoy demasiado cansado para pensar en nada.

Tom se apartó. Su propia habitación brillaba: la cama estaba tan impecable que parecía abierta con un abrelatas, las luces eran suaves. El segundo libro de Rex Stout que había traído en la maleta estaba sobre su mesa de noche. Pulsó el interruptor junto a la puerta, y las luces de arriba se apagaron. La luz junto al libro convertía ese sector de la habitación, el libro, la cama y la lámpara, en algo atractivo como una cueva.

Se desvistió rápidamente, se quedó en calzoncillos y se metió en la cama. Tom tomó el libro de Rex Stout y lo abrió por la primera página. Pocos minutos después las letras comenzaron a bailar, y le pareció que hacían comentarios inconexos pero muy interesantes sobre alguna otra historia. Se dio cuenta de que soñaba que leía. Tom apagó la luz y apoyó la cabeza en la almohada.

Pasó un tiempo indeterminado y el ladrido de los perros lo despertó. Primero un perro, luego dos. Se oyeron ruidos de pelea. Una puerta se cerró de golpe en alguna parte, unos hombres echaron maldiciones, un perro aulló de furia o de dolor. Una hombre gritó: «¡Hijo de puta!», y el ruido agónico del perro se convirtió en un chillido. Tom se sentó en la cama. Tenía la mano dormida, y la frotó hasta sentirla latir. Abajo, unos hombres andaban pesadamente por la habitación, entrando y saliendo. Se rompió un vaso, el otro perro comenzó a gruñir.

—¿Del? —llamó Tom.

Varias fuertes voces masculinas se elevaron de inmediato.

Tom fue a las puertas corredizas y las entreabrió unos centímetros. Del estaba tendido boca arriba en la oscuridad, respirando profundamente. Tom corrió nuevamente las puertas y caminó a tientas por la habitación hasta la puerta que daba al corredor, esperando encontrarla cerrada con llave.

Pero no: la entornó un ápice. El corredor estaba débilmente iluminado. Ahora oía las voces y los perros con más claridad. Los hombres parecían tan brutos como los animales. Tom abrió bien la puerta y se vio reflejado en una gran ventana frente a él. Las luces en el bosque brillaron a través de su cuerpo. Salió al corredor. Abajo, en la parte trasera de la casa, un hombre gritaba:

—¡Atrapa a ese perro… carajo… atrápalo…!

No era la voz de Coleman Collins.

De pronto apareció una luz en la terraza embaldosada bajo su ventana, dibujando la alta sombra de un hombre. Tom se apartó de la ventana. Un hombre fornido, con chaqueta de uniforme del ejército, apareció llevando a un gran perro negro con una cadena. El perro se volvió a ladrarle y el hombre dio un salto hacia adelante y le puso un bozal.

—¡Dios mío! —vociferó el hombre.

De uno de los bolsillos de su chaqueta verde salía el cuello de una botella. Dejó caer la cadena, desapareció un momento bajo la ventana y reapareció con una pala. Amenazó al perro con ella, la dejó y desapareció nuevamente dentro de la casa. Cuando volvió llevaba unas tenazas de mango largo con refuerzos de metal en el extremo. Esto también cayó en las baldosas y el hombre echó a andar hacia la casa gritando algo. Tenía una barba castaña, corta e hirsuta. Uno de los hombres del tren: el corazón de Tom estuvo a punto de detenerse, y dirigió la mirada hacia los bosques iluminados.

Ay, no.

Sobre una piedra chata iluminada por un reflector, tan lejos que Tom no podía ver detalles del rostro ni de las ropas, una pequeña silueta con un largo manto azul y gorra roja sobre unos cabellos rubios sostenía una cajita brillante. La pequeña silueta daba vueltas a la caja en sus manos. Luego volvió la cabeza y lo miró directamente. Retrocedió, presa del pánico, y la cabeza del muchacho miró hacia otro lado, primero a un costado, luego al otro.

—Del —murmuró Tom. Volvió a mirar al muchacho en la piedra—. ¡Del!

El muchacho seguía dando vueltas a la caja entre sus manos. Tom se acercó a la puerta de Del y golpeó dos veces con los nudillos.

—Ven aquí —dijo, pero ya no susurraba.

Volvió a golpear… El ruido abajo era tan intenso que no le oirían aunque diera martillazos a la puerta. El muchacho rubio dejó la caja en la piedra y soñadoramente pasó sus dedos por ella.

—Tienes que ver esto —dijo Tom, hablando casi normalmente.

La puerta se entreabrió.

—Vete. Vete a tu habitación.

—Mira —dijo Tom.

Ahora el muchacho levantaba un objeto que debía ser una llave de plata.

—Ah —dijo Del, y abrió totalmente su puerta, avanzando un paso.

Los hombres que estaban abajo gritaban.

En su pequeño escenario de piedra, el muchacho acercó la llave a la caja.

—Quería que lo viéramos —susurró Tom.

En pijama, Del se acurrucó junto a él. Uno de los perros negros volvió a chillar… ¿El hombre de la barba lo habría golpeado con las tenazas? No quería acercarse a la ventana lo suficiente como para averiguarlo.

El muchacho del abrigo azul acercó la caja a su oreja y luego la alejó de ella. Seguramente había usado los pulgares para abrir la tapa.”

Salía un humo negro de la caja. Vieron que la figura parada en la roca la dejaba caer, y luego el humo ocultó aquella escena con su masa ondulante.

—Como nuestro espectáculo —murmuró Tom—. Cuando se va el humo, el muchacho ha desaparecido.

—No era un muchacho —dijo Del, volviendo a su habitación.

—¿Era una chica? —preguntó Tom.

—Era Rose Armstrong. Ahora vete a la cama —dio media vuelta y cerró su puerta.

Tom volvió a mirar la luz: los últimos vestigios de humo negro se esfumaban sobre una roca desierta. Las hojas que la rodeaban se agitaban. Bajo las ventanas, los perros continuaban su pelea.

Se elevó la fuerte voz de un hombre.

—Atrapa a ese maldito…

Otro respondió:

—Ahora mismo. ¿Estás bien?

—Ah, estoy muy bien.

Coleman Collins dijo muy claramente:

—¿Estáis listos, por fin?

La puerta se cerró de un golpe y se extendieron las sombras sobre las baldosas, inmediatamente seguidas por una multitud de hombres, la mayoría de los cuales llevaba palas, y dos de ellos tiraban de los perros atraillados. Coleman Collins venía detrás, y ahora vestía una brillante camisa escocesa, pantalones jeans, botas con cordones; parecía un maderero.

—Dame esa botella —ordenó.

El hombre que llevaba una chaqueta del ejército sacó la botella de su bolsillo. Collins se la llevó a la boca y luego se la devolvió.

—Muy bien. Volveré después de…

«¿De inspeccionar a mis invitados?». Tom se apresuró a volver a su dormitorio.

Se metió en la cama de un salto, se cubrió con las sábanas y esperó. «Hasta podría dormirme —se dijo—, y no tendría que hacer nada más». Pero su corazón latía fuertemente, sus nervios vibraban, oía los ruidos de los hombres que caminaban al azar sobre las losas y luego ruido de botas que subían la escalera.

Tom se puso tieso. Las botas venían por el corredor hacia la habitación de Del y se detenían. La puerta de Del se abrió, un segundo de silencio; la puerta de Del se cerró y las botas avanzaron hasta su propia puerta. Se abrió, y se filtró la luz en la habitación.

—Debes mantener la cabeza bajo el ala —dijo suavemente Collins; parecía casi tierno.

La puerta se cerró y la habitación quedó otra vez a oscuras. Tom oyó a Collins que caminaba por el corredor, y luego bajaba la escalera.

Esperó sólo un segundo, luego saltó de la cama y buscó a tientas su camisa y sus pantalones. Sus pies encontraron los zapatos. Cuando abrió la puerta y se puso de rodillas junto a la ventana, vio a los hombres y a los perros que se dirigían por las losas hacia los bosques. Algunos de los hombres llevaban antorchas encendidas. Detrás de ellos, caminaba Collins, con un bastón. En cuanto salieron de las losas, Tom corrió hacia la escalera y comenzó a bajar.

6

En la entrada las velas aún ardían, y se habían acortado mucho. Cuando volvió hacia el cuerpo principal de la casa, vio una débil luz que salía del living y llegaba al vestíbulo. Pasó junto a una hilera de carteles enmarcados…, una serie de anuncios teatrales detrás de un vidrio, como cápsulas de tiempo. Relucían junto a él, el vidrio reflejaba un poco de la luz escasa del living, y algo más del perfil de Tom. En medio del silencio, se sintió observado.

Las sillas del living habían sido movidas de un lugar a otro, aún ardían cigarros en los ceniceros, los vasos estaban vacíos sobre las mesas de madera junto a los divanes y sobre la mesita central.

Las puertas de vidrio del lado más distante del living estaban abiertas al patio de losas. Más allá del desorden de la amplia habitación, Tom vio las luces de las antorchas de los hombres que avanzaban por los bosques. Caminaba sobre una alfombra suave y espesa. En el aire persistía el humo de los cigarros.

¿Mantendría la cabeza bajo el ala? Esquivaba los muebles, en su camino hacia las puertas de vidrio abiertas, envuelto por el humo del cigarro, el olor de los árboles, la tierra y la noche. ¿La cabeza bajo el ala, Tom?

—Al diablo —susurró, y pasó por las puertas de vidrio y echó a andar sobre las losas.

7

Las antorchas se veían en el bosque unos cien metros más adelante, y aparecían y desaparecían a medida que los hombres que las llevaban pasaban detrás de los árboles. Tom oía sus fuertes voces que se mezclaban con los ladridos de los perros, y sentía su ansiedad sin oír sus palabras. Iban hacia el lado izquierdo del lago, por la curva de la colina donde él y Del habían visto a Rose Armstrong.

Salió de las losas, preguntándose si la estarían buscando. A su derecha, una larga escalera de hierro bajaba por la pendiente hasta el lugar donde la luna ponía una estela de plata en el lago. Tom descendió como habían hecho los hombres, y su corazón se detuvo cuando la escalera de hierro retembló; llegó a una pequeña playa. Sobre el agua oscura se recortaba una construcción que debía haber sido un depósito para botes; a menos de dos metros de este depósito había un muelle blanco que se adentraba en el lago. No, esa escena en la roca iluminada había sido un acto público; pero lo que estaban haciendo ahora el señor Peet y los demás no lo era.

Sin embargo, se preguntó qué harían hombres como ésos si atrapaban a una muchacha. Luego se preguntó qué harían si lo atrapaban a él.

Afortunadamente, podía seguir las antorchas y mantenerse bastante rezagado para que no lo vieran. Miró hacia atrás en cuanto llegó al bosque y vio que las luces de la casa le daban una clara indicación para su regreso.

Dos veces chocó contra un árbol, raspándose la frente, y casi llegó a caer. La luna, a veces tan brillante que le permitía ver las hojas de hierba como pequeñas olas plateadas de un océano, por momentos se detenía bruscamente detrás de unos altos árboles negros y Tom se preguntaba hacia dónde ir en aquella vastedad negra marcada solamente por la trayectoria de las antorchas.

Como Hansel, seguía mirando hacia atrás, y veía retroceder la casa hasta convertirse en un punto nebuloso entre ramas y hojas de los arbustos. Pronto la casa dejó de ser una señal para constituir media docena de puntos de luz en el bosque.

Esto era la naturaleza tal como sólo la había visto en los libros… La naturaleza luchando por sí misma, repleta y enmarañada, poblada por cien formas enredadas. Cada paso lo acercaba a los dedos y los brazos del bosque que lo atraía; sus zapatillas resbalaron en el musgo húmedo. La tercera vez que chocó con un árbol, porque de pronto la luna había dejado de iluminar, cayó al suelo.

Luego las luces de las antorchas desaparecieron. Tom se quedó absolutamente inmóvil, con temor a darse la vuelta… si perdía la orientación, se perdería realmente. Pensó: insectos. Desde que salió de la casa, no había oído ninguno; unas horas antes, en la estación, sus rumores invadían la oscuridad.

Desde la elevación donde habían desaparecido los hombres con los perros y las antorchas, llegaban gritos incomprensibles.

Siguió avanzando muy lentamente, con las manos delante de la cara. Algo, un animal o un pájaro, parloteó desde arriba: echó el cuello hacia atrás y unas agujas le rozaron la frente. La idea de que era una araña le hizo salir corriendo hacia adelante. Se enganchó un pie en una raíz fija como un yunque, y cayó sobre la cara y los codos en el barro.

Tenía conciencia de los fuertes latidos de su corazón, de que tenía el rostro embarrado y la camisa empapada. Se frotó la cara con las manos y siguió adelante arrastrándose.

Finalmente oyó las voces muy cerca. Estaba boca abajo, avanzando por la pequeña ladera detrás de la cual habían desaparecido las antorchas. Un hombre dijo:

—Buster está listo.

Los perros gruñeron; algunos de los hombres rieron. Coleman Collins dijo con voz aguda:

—Cuidado con ese fuego, Root. Necesitas ver bien.

—¿El enchufe estaba en el lugar adecuado? —preguntó antes con voz espesa, probablemente Root.

Collins respondió:

—Dije que sí, ¿verdad? Cuidado con la mecha. ¡Cuidado cómo usas eso! Queremos un resplandor, no un incendio.

Arrastrándose hacia adelante, con miedo de que lo vieran que se le congelaba el aliento en la garganta, Tom veía ahora las luces de las antorchas… o del fuego producido por Root…, enrojeciendo los árboles ante él.

—Herbie, ¿estás seguro de que éste es el lugar? —preguntó el señor Peet.

—Claro que sí —respondió Collins.

¿Herbie?

Tom se arrastró hasta la parte superior de la loma y espió desde detrás del tronco de un árbol resplandeciente por el fuego.

El señor Peet y Coleman Collins estaban juntos ante una gran fogata que vigilaba un hombre grueso con camiseta amarilla y amplios pantalones de carpintero: Root. Tenía la cabeza casi totalmente afeitada. Los otros habían plantado sus antorchas en la tierra blanda y cavaban furiosamente. Volaba el polvo.

—Aquí está tu parcela —dijo Collins, señalando un montículo cubierto de hierba del otro lado del fuego. Con su camisa de leñador, su rostro enrojecido por el fuego, el mago parecía extravagantemente saludable, musculoso como el señor Peet—. ¿Dónde conseguiste los perros esta vez, Thorn? —preguntó.

El hombre con chaqueta del ejército se acercó desde el otro lado del montículo, sosteniendo a ambos perros negros por sus cadenas alrededor del cuello.

—La misma porquería de siempre. Pagué cincuenta y cinco por cada uno…, dice que son los más fuertes que tiene. No conseguí bull-dogs —el rostro de Thorn se había convertido en una linterna—. Los bull-dogs son los mejores para esto.

—Bull-dogs o terriers —dijo Collins.

—Los bull-dogs son los mejores —repitió Thorn.

—Thorn, eres un idiota. Dame otra vez esa botella. —De mala gana Thorn sacó el whisky de su bolsillo. Collins bebió y pasó la botella al señor Peet—. Esos dos servirán. Estoy satisfecho. Ahora, dale las cadenas a Root para ayudar con el pozo.

—Sí —dijo Thorn; se apartó para hacer lo que le indicaban.

—En, enviemos al pequeño —dijo Root.

—Por Dios —dijo uno de los hombres que cavaban—. ¿Por qué no nos tomamos un descanso? O si no, ven aquí y sigue cavando tú, porquería.

—Ahora… —dijo Peet a manera de advertencia, pero demasiado tarde.

Root había atado las cadenas a un árbol y se enfrentaba con el hombre que tenía una pala. Los otros dejaron de cavar y miraron al hombre que se afirmó sobre sus pies y golpeó a Root con la hoja de la pala. Root recibió el golpe en un costado, y cayó.

—Mierda —dijo el hombre.

—Bien, Pease —dijo el señor Peet con calma—. Root, contén a los perros. Es demasiado pronto para que comiencen. Alimenta el fuego.

—Imbécil —murmuró el que se llamaba Pease, tomando la pala; cavó con tanta fuerza que la tierra llegaba hasta Root.

Media hora más tarde, los cuatro hombres que cavaban habían abierto un pozo de un metro y medio de profundidad y un metro veinte de largo. Root sacudía las cadenas de los perros cada vez que, en forma inexperta, arrojaba más leña al fuego. Tom observaba todo esto, y de vez en cuando se dormía, fascinado. ¿Qué tendrían que hacer los perros? ¿Para qué esa larga trinchera? Tenía el desagradable aspecto de una tumba.

Finalmente, el mago dijo:

—Hay que azuzarlos. Seed, tú y Rock poneos a trabajar en la parcela.

—Sí —dijo uno de los que cavaban, un hombre grueso con barba que parecía un Burl Ives depravado; sonrió, mostrando un típico hueco de jugador de hockey en el lugar donde debía haber tenido los incisivos.

Seed se puso de pie de un salto para salir de la trinchera, seguido por otro hombre. Llevaron sus palas hasta el montículo e inmediatamente comenzaron a arrojar tierra desde allí.

—Más rápido, más rápido —ordenaba el señor Peet—. Quiero que sepan que estás aquí.

—Mierda, nos oyen perfectamente —dijo Seed, mostrando el hueco entre sus dientes.

—¿Sabes cuántos hay, Herbie? —preguntó Rock.

—Con uno es suficiente —respondió Collins—. Mira, saquemos a ese otro hombre del pozo. Snail, ve del otro lado.

Snail, Seed, Rock, Pease, Thorn, Root: ¿eran apellidos?

El que se llamaba Snail se arrastró desde el pozo, fue al montículo, tomó su pala y dio un golpe con la parte plana de la hoja en la tierra.

—Hay que sacudirlos bien —dijo, y comenzó a arrojar tierra con tanta diligencia como Seed y Rock.

Parecían tres monstruosos enanos, estos hombres corpulentos. Snail y Rock tenían tatuajes en los poderosos bíceps; y cuando Snail se quitó la camisa, Tom vio que su pecho estaba cubierto de tatuajes: una calavera blanca con orificios oculares oscuros, de la cual salía la cola de un dragón con escamas y alas de águila.

—Señor Snail, mueva esas alas —ordenó Cole Collins, y el hombre tatuado rió y se puso a cavar más ferozmente.

—Un tremendo agujero —gritó Snail—. Aquí hay uno de los malditos agujeros.

Thorn salió del pozo de un salto, gritando como un lunático, y se abalanzó sobre Snail; en lugar de atacarlo, como temía Tom, que ahora se había despertado del todo con el barullo, Thorn clavó su pala en la tierra y comenzó a quitar tierra en la entrada del agujero.

—Mete ese pequeño allí, Root —dijo el señor Peet.

—Me gustaría que tuviéramos un bull-dog —dijo Thorn, con el rostro brillante.

Root levantó al perro más pequeño, le quitó la cadena, y señaló el agujero descubierto.

—Métete ahí —dijo Root, pero el perro no necesitaba órdenes: entró de inmediato en el agujero.

—Bien, prepara el otro —dijo el señor Peet—. Apuesto veinte a que saldrá en menos de un minuto.

Miró su reloj, y Thorn dijo:

—Veinte.

Los tatuajes de Snail se ensancharon y temblaron a la luz del fuego. El efecto era tan perturbador que pasó un momento antes de que Tom se diera cuenta de que se reía.

—La trituradora.

—Un minuto —dijo Thorn, encogiéndose de hombros.

Aullidos, gruñidos, ladridos, salían del agujero. Luego el ruido de unos gritos que Tom había oído en el dormitorio.

—Cuidado con la cola, muchachos —señaló el señor Peet, y un segundo más tarde el perro salió disparado del agujero; unas líneas rojas le cruzaban la cabeza.

—Veinte de Thorn —dijo el señor Peet—. Haz entrar al otro.

Y Root colocó en posición al segundo perro, que temblaba. Pease y Seed, el gordo parecido a Burl Ives, comenzaron a remover con sus palas la parte superior del montículo.

Durante horas, o al menos eso le pareció a él, Tom estuvo tendido al pie del árbol, durmiéndose y despertándose ante algún nuevo horror…, los perros recorrían los túneles que Pease y Seed descubrían en la parcela, salían gimiendo y sangrando, y los obligaban a entrar nuevamente. El dinero pasaba de mano en mano entre los ocho hombres, y la mayor parte la retenían Root, el señor Peet y Collins. Durante uno de los períodos en que estuvo despierto, Tom vio que Collins tomaba una pala que tenía Snail, el de los tatuajes, y atacaba la parcela con tanta fiereza como cualquiera de los hombres más jóvenes. Se dio cuenta de que Collins no renqueaba, y estaba tan cansado que sólo pensaba que frente a estos hombres él tampoco renquearía.

—¡Tierra buena! ¡Tierra buena! —gritaba el que se llamaba Rock.

Había otra cosa, se dijo Tom, algo más que uno no percibiría a menos que mirara a esos hombres durante largo tiempo: todos eran muy blancos. Su piel parecía marchita, de mala calidad; eran fuertes, pero eran hombres acostumbrados a estar en el interior de una casa.

Puertas adentro, hombres que trabajan por la noche y que en ese momento trabajaban afuera, la ferocidad de su trabajo y de sus gritos, las antorchas y las llamas, los gritos y los intercambios de dinero y los perros ensangrentados…, esta escena fantasmagórica se desplegaba ante Tom y a veces parecía tan irreal que pensaba que estaba nuevamente en su cama en la habitación sin ventanas… Luego realmente se quedó dormido, y soñó que Del estaba tendido en la pequeña colina junto a él, explicándole cosas.

—El señor Snail es el tesorero de una gran corporación en Boston, el señor Seed y el señor Thorn son los dos abogados, el señor Pease y el señor Root son accionistas importantes de la U. S. Steel y todos los años corren por la Copa de América…, el señor Peet es el secretario de Comercio de los Estados Unidos.

¡Preparen esas pinzas! —gritaba alguien—. ¡Tomen esas malditas pinzas!.

Tom gimió y se dio vuelta, tocando las ramas más bajas del árbol con el codo; luego recordó dónde estaba, y se apretó contra el suelo todo lo que pudo, nuevamente boca abajo. Le dolía el cuello, le dolían las rodillas, la cabeza le estallaba de dolor; pero al mirar a los hombres el sueño lo perseguía, y veía al secretario de Comercio tomando las pinzas y maldiciendo al tesorero de la corporación para que retrocediera. Uno de los principales accionistas de la U. S. Steel tenía a un perro preparado junto al pozo. Un abogado con cara de calabaza, que vestía chaqueta del ejército, gritaba:

—¡Atrápalo! ¡Atrápalo!

Otro abogado tenía en el puño varios billetes doblados: en lo profundo del pozo, el segundo perro aullaba como un alma atormentada en el infierno.

—Pronto —dijo el secretario, y el tesorero de Boston se puso en cuclillas, con una sonrisa tensa como la de un mono.

Luego sucedieron dos cosas perturbadoras, en tan rápida sucesión que fueron casi simultáneas. Escupiendo sangre, un perro torturado salió del pozo; un abogado cuyo cuerpo estaba cubierto por el tatuaje de un dragón le echó una mirada y levantó el hacha sobre su cabeza. Tom vio una pata delantera que colgaba de un hilo sanguinolento, costillas al descubierto que parecían fósforos pintados, y luego al abogado inclinándose para destrozar la cabeza del perro. De una patada, el abogado lanzó el cuerpo del perro entre los árboles.

La segunda cosa horrible fue como la primera, una sucesión de imágenes de colores tan brillantes que podían haber sido una serie de diapositivas. Una cabeza peluda, mojada de sangre, apareció durante un segundo: el secretario de Comercio estaba armado con las pinzas de metal, y todos los financieros gritaban alegremente; el secretario alzó los brazos enérgicamente hacia arriba como un hombre que juega a un juego desconocido, y las abrazaderas de metal de las pinzas aferraron la panza de un tejón enloquecido, sangrante, y lo llevaron, trazando un amplio arco, a través del aire iluminado por el fuego. El secretario giró sobre sí mismo, lanzando el pesado cuerpo que tenía entre las pinzas, y dejando caer al animal en el pozo. El accionista de la U. S. Steel soltó al perro, que echaba espuma y que también cayó de cabeza en el pozo. Instantáneamente los jugadores comenzaron sus apuestas. Las apuestas, comprendió repentinamente Tom, eran sobre cuánto tiempo viviría el tejón.

Los hombres que gritaban cerraron el círculo alrededor del pozo, pasándose dinero unos a otros, y Tom no veía lo que sucedía adentro. Pero podía imaginarlo, y eso era aún peor. Por momentos, cuando saltaba la sangre, uno de los jugadores retrocedía, maldiciendo, y Tom veía pelos que volaban por el aire. El dragón sangraba por sus escamas iridiscentes; una rosa abierta apareció en un bíceps; apareció sangre milagrosa en una camiseta amarilla, deslumbrante e inesperada como un estigma.

Después de veinte minutos un hombre levantó los brazos y gritó. Le llegó dinero en grandes cantidades. Luego sólo se oyó el sonido de varias respiraciones: la respiración agitada de hombres que habían trabajado intensamente y la respiración dificultosa de un perro malherido. El secretario de Comercio sacó una pistola del bolsillo y lo hizo caer al pozo de un balazo.

Tom volvió a temblar, estremeciéndose contra el suelo como una hoja.

—Muy bien. Ya han tenido su sangre —dijo Coleman Collins; pero era demasiado tarde, porque el mago se había vuelto hacia él y lo miraba a los ojos, y decía—: Allí hay otro para el pozo. Vete a dormir, muchacho.

Un hombre corpulento, con rostro de imbécil, giró sobre sí mismo y corrió hacia él; y Tom se desmayó.

8

«Vete a dormir, muchacho». Tom se encontró nuevamente en el tren que iba hacia el norte desde Boston. Coleman Collins, y no Del, estaba sentado junto a él, y decía:

—Por supuesto, éste no es tu tren. Este es Nivel Uno.

—Trance —dijo Tom—. Voz.

—Eso es. Excelente memoria. Mientras estemos aquí, quiero agradecerte todo lo que hiciste por Del. Hace mucho que necesita de alguien como tú.

Una ola de sentimientos enfermizos, disfrazados de amabilidad, fluía del mago, y Tom supo que su situación era peor que la que podría haberle causado cualquiera de aquellos hombres.

—¿Te gustaría ver ventriloquismo? Es divertido. Siempre me divierte el ventriloquismo —sonrió al muchacho; ambos iban mecidos por las sacudidas del tren repleto—. Esto es todo muy elemental, por supuesto. Espero que te quedes el tiempo suficiente como para que te muestre algunas de las cosas más difíciles. Todo está dentro de tus posibilidades, te lo aseguro.

—Estaremos con usted todo el verano.

—Dos meses y medio no es tiempo suficiente, pajarito. No es suficiente. Ahora bien. ¿De dónde vendrá esa voz? De allí, supongo —levantó su rostro distinguido e hizo un gesto hacia una rejilla, en el techo del vagón.

Instantáneamente una voz histérica gritó:

—¡URGENTE! ¡URGENTE! ¡SUJÉTENSE AL ASIENTO QUE TIENEN DELANTE! ¡SUJÉTENSE…!

El mago había desaparecido. Una mujer gorda que estaba en el pasillo junto al asiento de Tom chilló; tenía una bandeja de cartón que contenía varias tazas de café. Cuando gritó, el café saltó hacia arriba, en un remolino.

Ahora muchos chillaban. Tom bajó la cabeza hasta ponerla entre sus rodillas y sintió el café caliente que se derramaba por su espalda.

El golpe lo arrancó totalmente del asiento, y el ruido del desastre era como un clavo en sus oídos. Veía a la mujer que retrocedía por el pasillo, con el terror pintado en la cara. El vagón levantó la parte delantera en el aire y comenzó a caer hacia un costado.

—¡Me he roto una pierna! —gritó el hombre—. ¡Dios mío!

Su grito fue lo último que oyó Tom antes de una explosión intensa como la de una bomba a poca distancia en las vías.

—Luz —dijo la voz del mago.

Surgió una blancura enceguecedora, causada por otra explosión, que iluminó todo el vagón. A unos centímetros de la cabeza de Tom, una lámpara explotó en llamas. Tom manoteó, pero no pudo ver dónde la lanzaba.

—¡Por Dios! —chilló el hombre de la pierna fracturada. El coche ladeado se inclinó mucho más a la derecha y comenzó a caer.

Alrededor de Tom, que ahora estaba tendido boca arriba en el pasillo, con las quemaduras en su espalda como una herida abierta, la gente gemía y gritaba: el coche parecía un zoológico ardiente.

Se aferró a uno de los soportes de los asientos y pensó: «Moriré aquí. ¿No murieron muchos?».

Cuando el coche tocó el suelo los gritos se intensificaron, se tornaron casi exaltados.

9

Tom abrió los ojos. Estaba tendido en el agujero donde Pease y Thorn y los otros habían trabajado lanzando carnada a los tejones. Coleman Collins, rubicundo y saludable, diez años más joven con su ropa deportiva, echó un trago de una botella y le hizo un guiño desde el lugar donde estaba sentado junto al montículo.

—Eso no fue simplemente magia —dijo Tom.

—¿Qué es «simplemente magia»? —el mago le sonrió—. Estoy seguro de que no existe tal cosa. Pero te dormiste. Supongo que soñabas.

Levantó una rodilla y extendió su brazo sobre ella. Parecía un jefe de boy-scouts que charla junto al fuego con un muchacho favorito.

—Yo estuve allí… —señaló Tom—. Usted dijo: «Muy bien. Ya han tenido su sangre». Luego me vio. Y dijo: «Hay otro para arrojar en el pozo. Duérmete, muchacho».

—Ahora sé que estás cansado —dijo Collins, reclinándose contra lo que quedaba del montículo—. Has tenido un día muy largo. Te aseguro que nunca dije nada de eso.

—¿Dónde están todos los demás? Tom se incorporó y miró alrededor en el claro. La luz del fuego mostraba un montículo de tierra en el lugar donde había estado el pozo.

—No hay otros. Sólo tú y yo. Y eso, supongo, es lo que querías.

—Señor Peet —insistió Tom—. El estaba aquí. Y muchos otros… con nombres extraños, como un montón de duendes. Thorn y Snail y Rock y Seed…, usted trataba de hacer salir a un tejón de su madriguera. Había dos perros…, el señor Peet le pegó un tiro a uno de ellos.

—¿De veras? —el mago cambió su posición contra el montículo y miró a Tom con indulgencia—. Yo pensaba que me seguías porque querías hablar. Me desobedeciste, es cierto. Pero cualquier buen mago sabe cuándo quebrar las reglas. Y al hacerlo demostraste coraje e inteligencia, me pareció… Fuiste curioso, querías saber cómo era el terreno.

Terreno significaba algo más que la tierra donde se encontraban. Tom asintió.

—Creo también que debes leer algunos de mis carteles…, reliquias de mi carrera pública. ¿No es así?

—Los he visto —admitió Tom; pensó que Coleman Collins era la persona en quien menos confiaba sobre la tierra.

—Ya te enterarás de todo… Este verano me liberaré de mis cargas. —Collins levantó las rodillas, miró seriamente a Tom y luego unió sus manos sobre ellas. De pronto a Tom le recordó a Laker Broome—. Por ahora, quiero decirte algo sobre Del. Luego hay una historia que quiero que tú…, sólo tú…, oigas. Y finalmente, será hora de irte a la cama. Mi sobrino ha tenido una vida irregular. Estuvo a punto de ser expulsado de Andover cuando los Hillman se mudaron. Bien, tal vez no tengas muy buena opinión de los Hillman… Ya ves que soy muy franco contigo… Pero a pesar de todos sus defectos, desean proteger a Del. Y él necesita protección. Sin una buena ancla, sin un Tom Flanagan, se estrellará contra las piedras. Necesita de toda mi ayuda, y de la tuya también. Vigílalo. Pero además obsérvalo.

—¿Observarlo?

—Para asegurarte que no profundice demasiado. Del no tiene la misma relación sana que tú tienes con el mundo —levantó un poco más las rodillas—. Del robó esa lechuza en la Escuela Ventnor. ¿Lo habías adivinado?

—No —respondió Tom.

—Me enteré del robo por los Hillman. Ellos saben que él la cogió, también. Pero no querían que lo expulsaran de otra escuela más.

—Otro muchacho la cogió. Algunos lo vieron.

—Del quería que otro muchacho la robara. Del es mago también: mejor de lo que él piensa, aunque nada parecido al mago que tú podrías ser. Del robó esa lechuza, y no importa qué manos la tomaron. Cuídate de Del. Conozco a mi sobrino.

—Esto es una locura —dijo Tom, aunque una diminuta duda había comenzado a abrirse dentro de él—. Y aquí hay algo más que realmente es una locura… Todo este asunto de que yo soy mejor que Del. Del es mejor de lo que yo seré jamás. La única cosa que realmente importa es la magia.

—Es mejor en las cosas que tú aprenderás muy rápidamente. Pero tú tienes dentro de ti poderes de los que nada sabes, mi pájaro —miró a Tom con una especie de omnisciencia paternal—. No estás convencido. ¿Te gustaría tener una prueba, antes de oír la historia? ¿Sí? —volvió la cabeza—. Hay un tronco caído allí, ¿lo ves? Quiero que lo levantes. —Cuando Tom comenzó a ponerse de pie, dijo—: Quédate donde estás. Levántalo con tu mente. Yo te ayudaré. Vamos. Inténtalo.

Tom veía el borde del tronco que aparecía en el claro. Era uno de los que Thorn había arrojado al fuego, tenía unos noventa centímetros de largo, estaba seco y carcomido. Pensó en un lápiz en su escritorio, ascendiendo hacia arriba, al final de una de las clases de Fitz-Hallan.

—¿Tienes miedo de probar? —preguntó Collins—. Hazme el favor. Dentro de ti di: «Tronco, sube.» Y luego imagina que sube. Por favor, inténtalo. Prueba que me equivoco.

Tom quería decir: «No lo haré», pero se daba cuenta que sería algo infantil. Cerró los ojos y se dijo a sí mismo: «Tronco, sube.» Entreabrió los ojos: el tronco estaba tendido en la hierba.

—No sabía que eras un cobarde —dijo el mago.

Tom siguió con los ojos abiertos y pensó que el extremo del tronco se levantaba. Sin embargo, no se movió. «Tronco, sube. ¡Tronco, sube!». El extremo del tronco se estremeció y Tom miró el rostro divertido de Collins.

—¿Un ratón? —dijo el mago.

«¡Arriba! —pensó Tom, de pronto lleno de furia y sabiendo que no se movería—. ¡Arriba!».

Pero el tronco obedientemente se puso vertical como si alguien hubiera tirado de un cable. «¡Arriba!». Se elevó y se agitó en el aire. Luego Tom sintió una oleada de invencible negrura que invadía su mente como las náuseas, y el tronco comenzó a girar sobre sí mismo, cada vez más rápido hasta que su imagen se tornó borrosa. «No. Basta», dijo mentalmente, y el tronco cayó de golpe en la hierba. Lo miró, consternado. Le dolían los ojos; en el estómago tenía la sensación de haber comido arañas. Quería escapar…, tenía miedo de vomitar. Oyó aplausos, y vio que era Collins quien aplaudía.

—Lo hiciste —dijo Collins, y Tom sintió un sabor espantoso en la boca—. Apenas te ayudé, eres un muchacho notable. Ahora, escucha el cuento. Un día, en un bosque, un gorrión se posó junto a otro gorrión en una rama. Hablaron durante un rato de asuntos de gorriones, y era una charla vivaz, insustancial, como suelen ser las charlas de los gorriones, y el segundo gorrión dijo: «¿Sabes por qué los sapos saltan y por qué croan?». «No. Y no me importa», dijo el primer gorrión. «Cuando lo sepas, te importará», prometió su compañero. Y eso es todo lo que le dijo. Pero yo te lo contaré a mi manera, no a la manera del gorrión.

Tom vio que el tronco giraba con furia en el aire.

10

«La princesa muerta»

Hace mucho tiempo, cuando todos vivíamos en el bosque y ninguno de nosotros vivía en otra parte, un grupo de gorriones volaba en la parte más profunda y más oscura del bosque, volaba sin rumbo fijo lejos de sus rutas normales, pues de momento no necesitaban buscar comida.

Como suelen hacer los gorriones, prestaban poca atención a las cosas y se contentaban con perseguirse y charlar entre ellos, volar de aquí para allá, comentar.

—Todo está tranquilo —dijo un gorrión.

Y otro respondió:

—Sí, pero estaba mucho más tranquilo ayer.

Y otro pronto expresó su desacuerdo…, y poco tiempo después todos expresaban su asentimiento o su desacuerdo.

Finalmente describieron círculos en el aire sobre los árboles, escuchando para ver cuánta quietud había realmente, para poder discutir el asunto con más exactitud. En ese momento los gorriones, aunque hasta entonces no se habían dado cuenta de ello, estaban casi sobre el palacio del rey que gobernaba toda esa parte del bosque. Y no había ningún ruido.

Y eso era realmente extraño. Porque si el bosque estaba normalmente lleno de ruidos que los gorriones conocían de toda la vida, el palacio era una verdadera colmena…, los caballos pateaban en sus establos, los perros resoplaban en los patios, los sirvientes charlaban en los espacios abiertos. Para no mencionar el entrechocar de las ollas en la cocina, el golpeteo en los talleres del palacio, el bing, bing, bing del herrero… En lugar de todos estos sonidos que los gorriones deberían haber oído, sólo percibían el silencio.

Ahora bien, los gorriones son tan curiosos como los gatos, de manera que naturalmente descendieron en su vuelo para echar una mirada…, habían olvidado su discusión. Siguieron bajando, y bajando, y bajando, pero aún no oían nada.

—Vayámonos —dijo uno de los gorriones más jóvenes—. Algo terrible ha sucedido aquí, si nos acercamos demasiado, puede sucedemos a nosotros también.

Por supuesto, nadie prestó atención. Siguieron bajando, bajando, bajando, hasta quedar dentro de los muros del palacio. Algunos se posaron en los alféizares de las ventanas, otros en las piedras de las calles, algunos en las alcantarillas, otros en las puertas del establo; y los únicos ruidos que oían eran los que ellos mismos hacían.

Entonces vieron por qué. En el palacio todos dormían. Los caballos dormían en los establos, los sirvientes dormían apoyados en las paredes, los perros dormían en los patios. Hasta las moscas dormían sobre los picaportes.

—¡Una maldición, una maldición! —gritó el joven gorrión—. Vamos, vámonos ahora, o nos sucederá lo mismo que a ellos.

—Basta —dijo uno de los gorriones más viejos, porque finalmente había oído algo.

Era el débil sonido de una voz humana, no la voz de cualquiera, sino la del rey. «La pena soy yo, la pena soy yo…». Eso era lo que el rey se decía a sí mismo, en lo alto de una de las torres, con tanta desesperación que todos los gorriones sintieron inmediatamente tristeza y simpatía por él.

Luego otro gorrión, muy valiente, oyó otro sonido. Alguien se paseaba por el largo edificio que había junto a ellos. Se asomó a la puerta para ver quién estaba despierto además del rey. El gorrión vio una larga habitación polvorienta, con una enorme mesa justo en el centro. Se filtraban rayos de luz desde las altas ventanas, y cada uno de ellos caía por turno sobre la espalda de una mujer que llevaba un largo y lujoso vestido largo, y que se iba alejando. Cuando llegó al fondo del comedor, porque ése era el lugar donde había entrado el gorrión valiente, ella se volvió sin ver lo que la rodeaba y fue hacia él. Se retorcía las manos; fruncía las cejas. Él corazoncito del gorrión deseaba ayudarla, y pensó que si podía socorrer a esta hermosa y desesperada señora de alguna manera, lo haría de inmediato. Por supuesto, sabía que ella era la reina…, los gorriones tienen una intensa conciencia del rango. Cuando ella lo vio frente a la puerta, el gorrión inclinó la cabeza y la miró con una expresión tan inteligente y bondadosa que ella se detuvo.

—Ah, gorrioncito —dijo la reina—. Si al menos tú me entendieras. —El gorrión inclinó aún más la cabeza—. Si tú me entendieras, te contaría cómo nuestra hija, la princesa Rose, enfermó y se murió. Y cómo su muerte se llevó toda la vida del palacio… De nuestro reino también, gorrioncito. Te contaría cómo todos los animales se quedaron dormidos primero, tan profundamente que no pudimos despertarlos, y luego todas las personas excepto el rey y yo sucumbieron a la misma enfermedad y se quedaron dormidas donde estaban. Y más que nada, gorrioncito, te contaría cómo la muerte de mi hija está causando la muerte del reino, porque como ves ahora, sin duda todos nos estamos muriendo, todos, en el palacio y en el bosque, el rey y el campesino, el lobo y el oso, el caballo y el perro. Ah, casi creo que me entiendes —agregó, y volvió la espalda al gorrión para continuar su triste paseo.

El gorrión voló hasta la pesada puerta de roble y se acercó a sus compañeros. Les silbó para que guardaran silencio y luego les contó exactamente lo que había dicho la reina. Cuando terminó, uno de los gorriones mayores dijo:

—Debemos hacer algo para ayudar.

—¿Nosotros? ¿Nosotros? ¿Ayudar? —comenzaron a piar todos los gorriones más jóvenes, saltando de aquí para allá muy agitados; porque una cosa era presenciar acontecimientos interesantes y trágicos, y otra tratar de hacer algo al respecto.

—Por supuesto que debemos ayudar —dijo el gorrión mayor.

—¿Ayudar? ¿Nosotros? —piaban los gorriones más jóvenes—. ¿Qué podemos hacer?

—Hay una sola cosa que podemos hacer —dijo el gorrión mayor—. Debemos ir a ver al brujo.

Bien, esto realmente los dejó consternados, y hubo muchos saltitos y peleas. Hasta los gorriones más jóvenes habían oído hablar del brujo, pero nunca lo habían visto. Además, la sola mención del brujo los asustaba. Algo que todos sabían sobre el brujo era que si bien era justo, siempre obligaba a pagar los favores que hacía.

—Es lo único —dijo el gorrión mayor.

—¿Dónde vive? ¿Es lejos? ¿Podemos encontrarlo? ¿Está vivo aún? ¿Nos perderemos? —un montón de preguntas piadas.

—Una vez vi donde vivía —dijo el gorrión mayor—. Y creo que puedo volver a encontrar el lugar. Pero queda muy, muy lejos, del otro lado del bosque.

—Entonces te seguiremos —dijo el gorrión valiente, y todos se elevaron y volaron en círculos apartándose del terrible silencio del palacio.

Durante horas volaron sobre los espesos árboles y las grandes praderas del bosque, sobre ríos espumosos y grandes valles. Sobre las cavernas de los osos y las cuevas de los zorros, sobre los troncos huecos donde dormitaban las hormigas, sobre los ponies salvajes que dormían en los acantilados rocosos.

Finalmente vieron una pequeña columna de humo que subía entre las copas de los árboles, y el gorrión mayor dijo:

—Esa es la casa del brujo.

Y comenzaron a descender en círculos cada vez más abajo, más abajo entre los árboles. Y finalmente vieron una casita de madera con dos ventanitas junto al pórtico de la entrada.

Uno por uno los gorriones descendieron en una rama frente a las ventanas, cuando la rama estuvo tan llena de gorriones que se doblaba, siguieron posándose en la más alta; y así sucesivamente hasta que los gorriones llenaron todo el árbol. Luego todos comenzaron a cantar juntos.

La puerta de la casita de madera se abrió, y el brujo salió a la luz. Era un hombre muy, muy viejo, con piel del color de la leche. Las oscuras vestiduras que usaba llevaban bordadas la luna y las estrellas; alguna vez debían haber sido impresionantes, pero ahora estaban tan gastadas que se veía la tela a través de las estrellas. Levantó la mirada hacia el árbol con sus ojos claros y dijo:

—Veo que los gorriones han venido a visitarme. ¿Qué querrán?

Entonces el gorrión mayor miró al gorrión valiente y éste habló, tal vez su voz tembló, porque el brujo lo asustaba, y ahora que realmente estaban allí deseaba estar en otra parte, pero contó al brujo toda la historia, como la había contado la reina.

—Ya veo —dijo el brujo—. ¿Y ustedes desean que yo devuelva la vida a la princesa Rose?

—Eso es —dijeron los gorriones.

—¡No es difícil! —dijo el brujo—, pero deben estar de acuerdo en sacrificar algo para que yo lo haga.

Entonces todos los gorriones comenzaron a piar y a protestar.

—¿Renunciarían a sus alas?

Se oyó un fuerte murmullo.

—No, eso es imposible —dijo el gorrión mayor—. Sin nuestras alas no podríamos volar.

—¿Renunciarían a sus plumas?

Los ruidos de los gorriones se hicieron aún más intensos después de esta pregunta.

—No, no podemos —dijo el gorrión mayor—. Sin nuestras plumas moriríamos congelados en el invierno.

—¿Renunciarían a su canto?

Los gorriones guardaron silencio por un momento y luego hablaron en voz más alta que antes.

—Sí —dijeron los gorriones—. Ese será nuestro sacrificio.

—Está hecho —dijo el brujo—. Vuelvan al palacio.

Como un solo pájaro, y con su velocidad intensificada por el nerviosismo, salieron del árbol, describieron un círculo sobre la casa del brujo y comenzaron el largo vuelo a través del bosque.

Horas después, cuando llegaron al palacio, todo estaba como antes…, todos los habitantes del palacio excepto la reina y el rey seguían durmiendo. Los gorriones se miraron entre ellos con inquietud, preguntándose si el brujo aceptaría su sacrificio sin darles nada a cambio.

Luego, desde la parte inferior del palacio, oyeron una vocecita que llamaba:

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Papá!

Y una gran puerta de madera se abrió y una niñita salió frotándose los ojos.

De manera que los caballos se despertaron en los establos, los perros se despertaron en los patios, las moscas volaron alejándose de los picaportes, los sirvientes se estiraron y bostezaron, y en lo profundo del bosque los zorros también bostezaron y se estiraron, los osos sacudieron sus grandes cabezas, los lobos se desperezaron bajo los árboles.

En ese instante todos los gorriones del palacio comenzaron a sentir una transformación dentro de ellos: como si una mano fría se hubiera metido en su interior, y moviera sus vísceras de un lugar a otro. Sus mentes se nublaron; sus cuerpos engordaron, se alteró su organismo, sus picos se ablandaron y se ensancharon, sus pies crecieron.

Y en lugar de pájaros, ahora había sapos en los alféizares de las ventanas, sapos en las barandillas, sapos que saltaban sobre las piedras.

Afortunadamente el rey presenció esta transformación y comprendió lo que había sucedido. Levantó los brazos en acción de gracias y dijo que desde ese día todos los sapos de su reino serian protegidos, porque alguna vez habían sido gorriones que acudieron al brujo para devolver la vida a su hija.

—Y por eso los sapos croan, y por eso dan saltitos —dijo un gorrión a otro en una rama en el bosque.

Alguna vez fueron pájaros, pero un gran brujo les tendió una trampa, y ahora aún tratan de cantar y de volar. Pero sólo pueden croar y dar saltitos.

11

—Bien, ése es el segundo cuento para que te duermas —dijo el mago—. Ahora creo que debo irme. Pronto encontrarás tu camino de vuelta a la cama. Estoy seguro. —Comenzó a ponerse de pie, pero la expresión del rostro de Tom lo detuvo—. ¿En qué piensas, Tom?

—En el día de la inscripción en nuestra escuela —comenzó Tom, con el rostro enrojecido y furioso—. El director retuvo a Del y a otro chico en su despacho. Les contó una especie de cuento de hadas. Usted lo sabía.

El mago se levantó, se llevó las manos a la espalda y se estiró de pies a cabeza.

—Piensa una cosa, Tom. ¿Qué darías tú por salvar una vida? ¿Tus alas, o tu canto? ¿Serías un gorrión… o un sapo?

Sonrió seductoramente al muchacho, levantó los dos brazos en el aire y desapareció.

—¡No! —gritó Tom, y dio un salto hacia adelante.

Cayó de rodillas en el lugar donde Collins había estado, y sólo sintió la hierba y la tierra. Miró desesperado alrededor, esperando ver a Collins corriendo por el bosque, pero sólo vio el fuego que se extinguía y los árboles. A lo lejos en el bosque percibió una de las luces que ardía sobre un escenario improvisado. No había señales de Collins. Tom quedó tendido en la hierba áspera, gimiendo: su mente daba vueltas. Rose muerta, gorriones convertidos en sapos, el viejo bruto, lo que había hecho con el tronco…, mientras estés aquí seré tu padre.

Tom se levantó; suponía que podría arrastrarse hasta la casa. Pero al dar el primer paso, el bosque que le rodeaba pareció esfumarse.

Al principio pensó que volvería a desmayarse y a encontrarse en el tren accidentado, en medio de los gritos y el ruido de metal destrozado, casi palpable en el aire a su alrededor…

Y el café que le quemaba la espalda.

(¿No te manchó la ropa, todo ese café derramado?)

Y se dio cuenta de que el mago sabía en la estación de Hilly Vale que iba a ponerlo en el tren accidentado. (¿Ni siquiera se volcó un poco de café, no hubo un topetazo en la vía, alguna pequeña conmoción?), y en el segundo antes de que el bosque desapareciera como Coleman Collins, Tom tuvo tiempo de pensar que Collins había causado de alguna manera ese accidente para ponerlo dentro de él seis horas más tarde.

Esto es Nivel Uno. Cualquier buen mago sabe cuándo infringir las reglas.

Podría haber gritado tanto como cualquiera de las pobres personas que viajaban en el tren, pero su miedo ahogaba sus gritos. Los árboles se habían esfumado como acuarelas bajo un chorro de agua; todo se deslizaba y se disolvía hasta tomar un pálido color verde. Una niebla verde lo rodeaba, abstracta y fresca, y sentía como si se estuviera cayendo de un avión.

De pronto unos pilares tomaron forma tan repentinamente como si acabaran de aparecer. El suelo se movió, se hizo más duro, menos ondulado. Al dar un paso adelante, su pierna chocó contra la parte trasera de metal de una silla tapizada.

—Ah, Dios mío —susurró.

Estaba en una gran habitación abovedada, con un escenario con telón en un extremo. Tom se hallaba en medio de una hilera de asientos. Las paredes de color verde neblinoso, con pilares blancos, llevaban al escenario. Había algunas luces encendidas en él.

Estaba en el teatro grande donde Collins les enseñaría a volar.

—Ay, Dios mío —dijo—. Ni siquiera he estado afuera.

Tom siguió andando ciegamente por un costado de las filas de asientos y salió del salón. Aquí también había algunas luces encendidas. Estaba sólo a un metro y medio de la entrada del Pequeño Teatro. Cerró la puerta tras él y buscó la chapa de bronce: Le Grand Théâtre des Illusions. Detrás de la chapa de bronce había una hoja de papel blanco que decía: «Vete a la cama, hijo.»

Siguió por el vestíbulo y las luces se apagaban tras él. Ahora no podía atar los cabos de las cuerdas por las que Collins lo había hecho saltar. «Y por eso los sapos croan y por eso dan saltitos. Alguna vez fueron pájaros, los engañó un brujo, y ahora siguen tratando de cantar y siguen tratando de volar.»

12

—Contesta tú primero mi pregunta.

—No, contesta tú la mía. Háblame de Rose Armstrong.

—No lo haré hasta que me cuentes lo que hiciste anoche.

—No puedo.

—¿El tío Cole te dijo que no me contaras?

—No.

—Entonces puedes contármelo. ¿Fuiste abajo? ¿Saliste? —Del removía con su cuchara la papilla de cereal—. ¿Alguien te vio?

—Muy bien. Bajé. Luego seguí a estos tipos afuera.

—¿Qué hiciste?

Del había perdido completamente su seguridad. Miraba a Tom con ojos desorbitados.

—Salí. Creo que salí. Luego todo se puso muy raro Terminé nuevamente en el gran teatro.

—Ah —Del se aflojó—. Entonces tenías que salir.

—¿Lo sabes con seguridad?

—Sí —dijo Del. Estaban tomando el desayuno en la habitación de Del. Había aparecido una bandeja en la puerta a las nueve—. He pasado por esto un millón de veces, ¿recuerdas? Hizo alguna magia contigo. Ni siquiera puedes contarme realmente qué sucedió porque todo está mezclado en tu cabeza. Eso es normal. Es parte de lo que nos espera aquí. De manera que ahora puedo tranquilizarme. Pensé que nos echarían a los dos.

—Bien, ahora que te has tranquilizado, háblame de Rose Armstrong.

—¿Qué quieres saber sobre ella?

—¿Por qué hace lo que tu tío quiere que haga? Es decir, ¿por qué va a sentarse en una roca en mitad de la noche? ¿No tiene nada mejor que hacer?

Del apartó su plato.

—Bien, creo que quiere ayudar al tío Cole. ¿Por qué otro motivo lo haría?

—Pero ¿por qué querría ayudarlo?

—Porque él es un gran hombre. —Del lo miró como si hubiera confesado que no sabía multiplicar seis por dos—. Ella lo respeta. Le gusta trabajar para él.

—¿El le paga?

—Mira, no sé, ¿eh? Sé que sus padres han muerto. Vive en la ciudad con su abuela. Debes saber que el tío Cole es famoso aquí… Hace mucho tiempo viajaba por todo el mundo, y aquí aún lo recuerdan. Es la celebridad de Hilly Vale. Lo adoran. ¿Leíste sus carteles, abajo?

—No —respondió Tom—. Quiero mirarlos hoy.

—Bien, ya verás. Fue a todas partes. Luego decidió que estaba desperdiciando su talento, y vino aquí.

—¿Qué edad tiene ella?

—Aproximadamente nuestra edad. Tal vez un año más.

—¿Tú la quieres?

—Claro que la quiero.

—¿La quieres mucho?

—¿Qué quieres decir con eso de si la quiero mucho?

—Sabes lo que quiero decir.

—Bien, la quiero mucho.

—¿A veces sales con ella?

—Tú no entiendes —dijo Del—. No es así.

—Bien, ¿alguna vez viene para que tú puedas hablar con ella? ¿Puede contarte en qué anda tu tío?

—Sí, viene, y puedes hablar con ella. Pero no conoce las razones de las cosas que él le pide que haga. Es como… un gran enigma. Ella no es más que una pequeña pieza.

—¿Y tú y ella os besáis y cosas así?

—Eso es asunto mío —dijo Del.

—¿Flirteáis? Ella es un año mayor, ¿verdad? ¿Te deja flirtear con ella?

—Sí —dijo Del—. A veces.

—¿Es bonita?

—Eso lo dirás tú.

—Te hacías la mosquita muerta, Nightingale —dijo Tom. Estaba encantado—. ¿Y en todo este tiempo no me lo habías contado? ¿Es tu novia? ¿Pasas todo el verano con una muchacha que es un año mayor que nosotros? Caramba.

—Tenemos que bajar —dijo severamente Del—. ¿Alguna vez saliste con Jenny Oliver? ¿O con Diane Darling?

Eran chicas del seminario Phipps-Burnwood; Tom había llevado a las dos a bailes de la escuela.

—A veces —dijo Tom—. Claro, a veces.

—Muy bien —dijo Del, y se puso en pie.

—Mosquita muerta —dijo Tom.

Se levantó también y salieron al vestíbulo soleado. Mientras bajaban la escalera, dijo:

—Dime cómo es. ¿Es rubia?

—Sí.

—¿Qué más?

—Es rubia, tiene dos ojos, una nariz y una boca. Tiene más o menos tu misma altura. Su rostro es… ah, ¿cómo se describe el rostro de otra persona?

—Inténtalo.

Se detuvieron juntos frente al living. Estaba inmaculado, observó Tom, como si los duendes del señor Peet jamás hubieran estado en la casa.

—Bien, ella parece un poco… —Del vaciló—. Un poco… bien, ofendida.

—¿Ofendida? —esto estaba lejos de cualquier cosa que Tom hubiese esperado, y se rió.

—Sabía que no podría explicarlo —dijo Del—. Vamos. El nos estará esperando.

Tom miró por encima de su hombro la serie de carteles en la pared, y sólo vio que estaban impresos con letras muy antiguas y que ninguno de los nombres que veía le resultaba conocido. Luego siguió a Del. Estaba de mejor humor: había tomado un buen desayuno, estaba descansado, y en esa mañana de sol veía la diversión que ofrecía la Tierra de las Sombras, un juego mucho más atractivo que los que jamás había jugado. La noche anterior no le habían amenazado ni dañado: simplemente le habían hecho un truco, el truco que sólo un gran ilusionista podía conseguir.

La hoja de papel escrita a mano había desaparecido de la puerta. Pero ¿había estado allí alguna vez?, se preguntó Tom, y pensó que ahora empezaba a impregnarse del espíritu de la Tierra de las Sombras.

—¿Alguna vez oíste el nombre Herbie…, significa algo en especial para ti? —preguntó.

—¿Herbie? Ya verás a Herbie —prometió Del, que caminaba más adelante.

En el interior del largo teatro, las paredes eran nebulosas y verdes entre los pilares, los asientos parecían hileras de bocas abiertas; la iluminación había sido cambiada. Cuando entró Tom, Del, en su asiento en primera fila, reía de algo que veía en el escenario. Tom se volvió para mirar, y se desconcertó ante el espectáculo de un maniquí de tienda, sentado en una silla alta. Los brazos estaban extendidos hacia los lados, las piernas hacia adelante. El maniquí iba vestido con ropa de gala negra; su rostro estaba empolvado o pintado de blanco. En su cabeza había una peluca de rizos rojos.

—Ese es Herbie —dijo Del mientras Tom se sentaba junto a él—. Herbie Butter.

—¿Un muñeco?

—Shhh.

Una de las manos del muñeco se movió hacia arriba en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El movimiento era el de un robot, no el de un ser humano. La cabeza giró, inexpresiva y perfecta, primero hacia un lado, luego hacia el otro. El otro brazo se alzó con los mismos movimientos repentinos y angulares de robot. Tom se relajó en su asiento, disfrutando de lo que veía.

—El Asombroso Mago Mecánico y Acróbata —susurró Del.

Una pierna, y luego la otra, se doblaron; el maniquí-robot salió de la silla, y Tom casi oía el ruido de los engranajes. Comenzó a deslizarse ridículamente por el escenario, tropezó en el borde en cierto momento, luego caminó con gran dignidad hasta llegar al telón y permaneció chirriando en ese lugar hasta que los mandos de su mecanismo lo obligaron a ponerse en movimiento.

—¿Es tu tío?

—Por supuesto que sí —murmuró Del.

—Es extraordinario.

Del se encogió de hombros. La grandeza de su tío era incuestionable.

Por unos minutos, Coleman Collins, Herbie Butter, se movió jocosamente por el escenario, siempre al borde de la destrucción, o por lo que parecía, al borde de provocarla. Sus ojos eran perfectamente redondos y vacíos, sus movimientos los de un juguete de cuerda; el rostro, cubierto de polvo, era joven y sin sexo…, excepto el traje masculino y formal, el rostro blanco y el cabello rojo podían haber pertenecido a una bonita joven de poco más de veinte años.

Luego Collins demostró otra de sus habilidades.

Se detuvo bruscamente en medio del escenario, giró para enfrentarse a los muchachos y permaneció inmóvil durante no más de un segundo y medio.

—Mira esto —dijo Del.

Antes de que Del terminara la frase, la figura de robot saltó; se volvió en el aire y aterrizó sobre las manos. Luego saltó de un lado a otro, separó las piernas y ejecutó una serie de piruetas impecables.

Aterrizando otra vez sobre las manos, la figura saltó hacia atrás y cayó sobre sus pies; luego otra vez, dando una voltereta en el aire, a una velocidad enceguecedora.

Luego Collins se estiró y cayó boca abajo en el escenario… Un robot inmovilizado por control remoto. Con lo que seguramente era un terrible esfuerzo de habilidad muscular, se enderezó, sin que sus brazos y sus piernas cambiaran de posición en ningún momento, tan lentamente como una caída a cámara lenta.

—Por Dios —murmuró Tom.

Herbie Butter hizo una reverencia y un guiño; un segundo más tarde estaba otra vez en el centro del escenario, empujando la mesa de mago sobre la cual se veía un alto sombrero de seda.

—Imaginen un pájaro —dijo, y la voz no era la de Coleman Collins, sino una voz más alegre, más joven.

Pasó brevemente un pañuelo de seda blanco sobre el sombrero, y de él salió una paloma blanca.

—Imaginen un gato.

Un gato caminó por el borde del sombrero. El gato comenzó inmediatamente a perseguir al pájaro aterrado.

Herbie Butter dio uno de sus increíbles saltos y quedó boca abajo apoyándose en las yemas de los dedos, luego saltó hacia adelante al lugar donde había estado, y dejó caer el pañuelo blanco sobre el gato.

El pañuelo aleteó hasta la superficie de la mesa.

—Y eso es todo, ¿verdad? Gato y pájaro. Pájaro y gato.

Esa primera mañana les contó a Tom y a Del la historia que terminaba con las palabras: «Entonces soy el rey de los gatos».

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo Tom, levantando la mano como si estuviera en la clase de latín.

—Por supuesto.

El mago estaba sentado sobre una mesita; su voz seguía siendo alegre y sin sexo.

—¿Cómo puede usted hacer estas cosas…, estas piruetas gimnásticas…, si cojea?

Sintió la desaprobación de Del, fuerte como un olor, pero el mago no se molestó.

—Una buena pregunta, y demasiado franca como para ser grosera, sobrino, de manera que no te ofendas. La verdadera respuesta es «porque debo hacerlo», pero eso no será suficientemente preciso para ti. Te lo explicaré de manera más completa, Tom, dentro de poco tiempo… porque espero que llegues a hacer algo muy similar. Te lo prometo. Lo sabrás. ¿Eso es todo?

Tom asintió con la cabeza.

—Levántate y dame la mano. Por favor.

Fascinado, Tom se puso de pie y fue hacia el mago, quien bajó de la mesa y se acercó al borde del escenario. Herbie Butter se inclinó hacia adelante para tomar su mano; pero en cambio, sus dedos se cerraron alrededor de la muñeca de Tom. Tom levantó bruscamente la cabeza y miró ese rostro blanco y anónimo. En él no había nada de Coleman Collins.

—Para tu beneficio —los dedos se apretaron alrededor de su muñeca—, todo lo que verás ahora, y verás muchas cosas extrañas, viene de tu propia mente…, sale de ti. Viene de la reacción de tu mente con la mía. Nada de ello existe en ninguna otra parte.

Herbie Butter soltó la muñeca de Tom.

—Durante tres meses, durante todo el tiempo que estéis aquí, éste es vuestro mundo. Que vosotros ayudaréis a crear —sonrió—. Ese es uno de los significados del Rey de los Gatos.

«Sí», pensó Tom.

—Entregaos a él. Os lo pido porque sois de las pocas personas que pueden hacerlo.

«Sí, yo puedo», pensó Tom. Percibía la atenta mirada de Del.

—Y vosotros estáis solos este verano. Tu madre se va a Inglaterra mañana. Su prima Julia se casa con un…, con un abogado, ¿no es cierto? Y después de la boda, tu madre viajará por Inglaterra. ¿No es verdad?

—¿Pero cómo…?

—De manera que éste es el verano en que Tom Flanagan crecerá y yo me liberaré de muchas cosas. Eres un muchacho muy especial, Tom. Como me demostraste anoche.

Le habría preocupado la expresión en el rostro de Del en ese momento, que era oscura y meditativa, pero miraba el rostro blanco y asexual y veía en él a Coleman Collins…, al robusto Collins de la noche anterior.

—Gracias —dijo.

13

—¿Y si nos divertimos un poco? —dijo el mago—. Será necesario que cerréis los ojos.

Tom cerró los ojos, sintiendo aún la dureza de los dedos de Collins en la muñeca, aún encantado con el elogio, le oyó decir al mago:

—Este es el Nivel Dos.

Abrió los ojos, recordando el tren accidentado, y furioso consigo mismo por dejarse engañar tan fácilmente; suponía que Del había abierto también los ojos. Se volvió para mirar, pero Del evitó su mirada.

Todavía estaban en el teatro grande. En el escenario ante ellos ya no había una mesa, sino una gran construcción de madera muy complicada como una ilustración de un libro… tan extraño, pensó Tom. Sobre ellos sonaba una música metálica: para dos chicos de quince años en 1959 este jazz simple era irresistible, como las bandas sonoras de los viejos dibujos animados que veían por la televisión los sábados por la mañana. El edificio era a la vez complicado y cómodo, lleno de ángulos extraños y ventanitas. Sobre el gran ventanal de la fachada había un letrero: boticario.

—Bien, miremos adentro —dijo Collins.

Ahora llevaba gafas y un delantal rayado; su rostro brillaba, limpio de polvo…, parecía el tío favorito de todo el mundo.

La casa se abrió y se volvió del revés. Los costados retrocedieron y revelaron hileras de frascos y botellones, un mostrador y una alta caja registradora negra.

—¿No necesitarán algún medicamento para la tos, jóvenes?

Una hilera de frascos que decían «Jarabe para la tos» tosió y se agitó en el estante.

—¿Píldoras para dormir?

Otra hilera de frascos se puso a roncar fuertemente…, y casi se veían las «zzzz» dentro de globos blancos.

—¿Tónico para adelgazar?

Dos frascos se redujeron a la mitad de su tamaño.

—¿Guantes de goma?

Una caja con guantes de goma que había en el mostrador se enderezó sobre un costado y tocó música alegre: el mismo tipo de jazz que había comenzado en cuanto cerraron los ojos. Tom vio la campana de una trompeta, una parte de un trombón…

—¿Crema de limpieza?

Un botellón que había cerca de los guantes de goma desapareció lentamente. Del reía junto a él; Tom rió también.

—¿Tarjetas de felicitaciones?

El chiste se cumplió.

Una pila de tarjetas que había sobre el mostrador gritaba: «¡Hola!» «Eh, ¿cómo te va?» «¡Hola, vecino!» «¡Que te vaya bien!» «¡Que te repongas pronto!» «¡Que tengas buen viaje!» «¡Tómalo con calma!» «Bonjour!» «Shalom!».

—Vengan a comprar sus localidades para el match de boxeo —dijo el buen farmacéutico.

Mientras se levantaban de sus asientos, las tarjetas que hablaban y los guantes de goma que tocaban la trompeta, los frascos que tosían y los frascos que roncaban se lanzaron hacia adelante. En medio del escenario un ring de boxeo cerrado por cuerdas estaba ocupado por un gordo personaje de historieta con una gran mandíbula y una cabeza chata y malévola. De la persistente cinta musical surgían gritos y abucheos. El hombre hizo una mueca con ferocidad de historieta, se golpeó el pecho e hinchó sus bíceps tatuados.

—Brutus —dijo Del, encantado.

Y Tom respondió:

—No, creo… —no podía recordar qué pensaba.

Sonó un timbre con imperativa y clara insistencia, y el amable y viejo farmacéutico, que ahora llevaba una gorra de tweed y una llamativa chaqueta a cuadros, gritó:

—Apresúrense a ocupar sus asientos para el primer round.

Treparon al escenario y ocuparon sillas de metal colocadas junto al ring.

—Es la gran pelea, ¿sabes? Ganará el más marrullero —dijo un fanático del boxeo. Tenía un monóculo, dientes salientes y una voz ridícula, levemente inglesa—. Bien, nuestro héroe está… Ah, sí, Jack llega un poco tarde.

Un conejo muy conocido entró en el ring y se tomó las manos sobre la cabeza para responder a los saludos de la masa. El villano estaba encantado. Escupió en sus guantes y los frotó. El conejo, que era casi tan alto como un hombre, se abalanzó hacia el villano y le inmovilizó los brazos junto a la obesa cintura. Dio un par de saltos en el ring, luego uno o dos más, y luego un salto tan poderoso que el y el villano salieron volando por el aire. Tom torció el cuello: los dos personajes seguían subiendo. Eran apenas un punto en el cielo. Ahora bajaban. Se estrellarían. El conejo sacó una sombrilla con volantes y regresó flotando al ring; el villano cayó cuan largo era en el suelo.

Se levantó y sacudió su cuerpo bidimensional. Su carne se hinchó milagrosamente. Estaba furioso, con la brutal necesidad de castigar. El conejo describía círculos alrededor de él, bailaba ligeramente con sus grandes patas traseras, dándole golpes breves pero muy intensos. El villano tatuado echó un puño hacia atrás repentinamente; el puño era del tamaño de un jamón, y lo lanzó hacia adelante con increíble fuerza. Toda la parte superior de su cuerpo estaba tensa por el esfuerzo. La brisa achataba las orejas del conejo; y el impulso del golpe erizó los cabellos de Tom, le tiró de la camisa.

Algo más que la parte superior del cuerpo del villano debía haberse expandido. La parte trasera de su calzón de boxeo se abrió con un ruido terrible, revelando sus calzoncillos de lunares. La cara del hombre se puso de color rojo brillante, rojo como el de una señal de semáforo, y se inclinó hacia adelante y se tapó los calzoncillos con las manos enlazadas; anduvo a saltitos por el ring, mientras su rostro enrojecía como un cartel de neón.

—Un poco grosero, ¿no? —preguntó el fanático del boxeo—. Pero yo creo…

Bugs, que había desaparecido momentáneamente, volvió ahora en bicicleta. Llevaba una levita y una campana en la mano. La bicicleta iba de un lado a otro siguiendo el ritmo del badajo. Colgado del cuello llevaba un cartel que decía «Stychen Tyme, Sastre al Instante».

«Tyme», pensó Tom. Bien, ¿quién? Recordó. El reverendo señor Tyme que decía tonterías pomposas en el funeral de su padre. Abril: el viento hacía volar arena sobre las tumbas, estropeaba las flores; se le enfrió el cuerpo. Tuvo la percepción, como si estuviera a gran distancia de sus propios sentimientos, de que estaba horrorizado. No podía haber sido una referencia accidental.

Bugs se acercó al hombre tatuado, moviendo una larga aguja hacia un lado y otro. De vez en cuando se tocaba la cara con los dedos y asentía, como había hecho el reverendo Dawson Tyme: la furia de Tom estalló. Mientras Bugs cosía al villano con una gran cantidad de hilo, realizaba una parodia de las actitudes del ministro. Levantaba la cabeza, movía las mandíbulas, se mostraba camarada y superior y pomposo a la vez… Tom olía su aliento con aroma de menta.

Cuando Brutus con sus tatuajes (¿Snail?) se tornó invisible, atado como un gusano que se retorciera, Bugs saltó de su bicicleta y se puso a trabajar en ella con sus rápidas manos; en un segundo quedó vertical, en columna, y el asiento sostenía un libro abierto: era un atril. Bugs hizo una reverencia, juntó las manos, rezó en silencio sobre el cuerpo atado…, con gestos cómicamente untuosos. Tom sintió un enorme alivio al ver al reverendo señor Tyme parodiado en forma tan deliciosa.

—Un viejo aburrido, ¿eh? —preguntó el espectador de Bugs.

—Sí. Sí —respondió Tom.

«Esto es lo que puede hacer la magia», pensó; la magia existía a pesar de todos los hipócritas y de todos los aburridos, a pesar de todas las convenciones sociales. Rara vez se había sentido tan bien.

Las manos de Bugs se pusieron a trabajar de nuevo en la bicicleta: se oyó sonar un martillo, saltaron tornillos y tuercas. Se vieron chispas más arriba. Cuando la levantó, era un rifle. Bugs rasgó la parte delantera de la chaqueta de etiqueta, la volvió del revés y quedó convertida en un uniforme militar. Salió una trompeta de un bolsillo lateral, y Bugs tocó atención. Pasó el rifle a su hombro, apuntó por encima del asiento de la bicicleta, y disparó una salva de saludo. Luego clavó el rifle por el cañón en el suelo, lo atrajo hacia sí y el cuerpo envuelto cayó por una trampa.

El conejo bailó un momento, sacudió el rifle hasta que se transformó nuevamente en una bicicleta, montó en ella y se alejó hasta convertirse en un punto en la neblinosa distancia verde.

—Espero que te haya gustado —dijo Cole Collins.

Tom se volvió eufórico hacia el entusiasta del boxeo y vio que ahora ése se había convertido nuevamente en el mago, con su traje rayado. Parecía cansado y jovial: un tío de edad madura que brindaba un buen momento a su sobrino y al amigo de su sobrino.

—Veo que sí —dijo Collins. Extendió la mano y la colocó cuidadosamente sobre la cabeza de Tom—. Eres un chico maravilloso.

La expresión de alegría de Tom se puso rígida.

—¿Sabes qué día es?

Tom sacudió la cabeza, y el mago suavemente la mano.

—Es domingo. Estaría mal que yo no incluyera alguna instrucción religiosa en este pequeño espectáculo. Los domingos, siempre es bueno demostrar un poco de piedad.

Golpeó las manos, y la parte del escenario que estaba ante ellos comenzó a girar. La música alegre que habían oído hasta ese momento cambió. Se transformó en un ritmo más suave, aunque siempre vivo. Tom comenzó a marcar el ritmo con el pie, y el mago hizo un gesto de aprobación.

El escenario dio una vuelta completa, mostrando una larga mesa de comedor con cubiletes de vino y platos; la mesa se encontraba ante una ventana que mostraba un gran paisaje italiano, muy verde, en un brillante atardecer. Trece hombres con lujosas vestiduras estaban sentados a la mesa, y sus cabezas y sus cuerpos presentaban actitudes tan familiares como las del conejo, pero no tan inmediatamente reconocibles.

Del rió en voz alta. Luego Tom reconoció la escena y las posturas: once hombres que se inclinaban o miraban hacia el hombre alto con barba sentado en medio, uno de ellos, incómodo, dirigía la vista hacia otra parte.

—En ese cuadro —dijo.

Collins sonrió.

La música adquirió un ritmo más rápido, y comenzó a sonar ligeramente más fuerte. Un piano marcaba el compás. Los hombres sentados a la mesa comenzaron a mover sus manos al unísono, luego se pusieron de pie, bailaron alrededor de la mesa y cantaron:

¡La ba la ba, la ba la ba!

¡La ba la ba, la ba la ba!

Hay pescado para la cena,

primero una cosa, luego otra,

tenemos pescado para la cena,

primero una cosa, después otra.

No tenemos menú,

pero mandaremos pescado,

Tenemos pescado para la cena,

primero una cosa, luego otra.

Anoche comimos pan y pescado,

esta noche tenemos pescado y pan.

Mañana por la noche cambiaremos el plato,

y comeremos pescado solo.

¡Ah!

Tenemos pescado para la cena,

pero primero una cosa, luego otra,

tenemos pescado para la cena,

primero una cosa y otra.

Un saxofón salió de debajo una túnica con tanta facilidad como había salido la trompeta de la chaqueta militar de Bugs. El hombre con barba que tenía el saxofón tocó un solo mientras otros agitaban las manos y bailaban. Otro discípulo sacó una trompeta y tocó. Los discípulos bailaron y agitaron las manos: después del coro todos mostraron los dientes y gritaron:

¡Ahí!

Tenemos pescado para la cena,

pero primero una cosa, luego otra.

(El escenario comenzó a girar otra vez.)

Tenemos pescado para la cena,

pero primero una cosa y otra.

(Ahora los hombres y la mesa habían desaparecido.)

La música había terminado. Estaban mirando una pared chata y negra.

—Simples juegos teatrales —dijo Collins—. Ahora, ¿os gustaría pasar al Nivel Tres y volar?

—Ah, sí —dijeron los dos muchachos a la vez.

14

Entonces todo se esfumó como el polvo, como un sueño, y era de noche y hacía mucho más frío que antes…

Y se deslizaba, desnudo y envuelto en una manta de pieles, en un trineo, con Coleman Collins. Había una tempestad de nieve, que impedía ver el caballo que los arrastraba. Seguían un sendero que ascendía entre árboles oscuros; seguían ciegamente adelante, y la silueta del caballo se recortaba, gris, contra el blanco que la rodeaba.

El mago se volvió hacia Tom, y el muchacho se apoyó en el frío borde de metal del trineo. El rostro era huesudo, duro y blanco como una calavera.

—Te he traído aparte —fueron las palabras que siguieron a esta aparición—. Todo es como era, pero por un momento nos hemos apartado. Para decirte algo en privado. —El rostro ya no era huesudo, sino animal…, era el rostro de un lobo blanco—. No te prohíbo nada. Nada —dijo el horrible rostro—. Puedes ir adonde quieras… Puedes abrir cualquier puerta. Pero, pajarito, recuerda que debes estar preparado para aceptar lo que encuentres —las largas mandíbulas se extendieron en una sonrisa llena de dientes.

El caballo avanzaba locamente en medio del viento y la nieve.

—¿Qué noche es ésta? —gritó Tom.

—La misma, exactamente la misma.

—¿Y yo he volado?

El lobo rió.

Puedes abrir cualquier puerta.

Subían una pendiente en medio de una oscuridad y un frío cada vez más intensos; el caballo luchaba contra la nieve.

—Es la misma noche, pero seis meses después —dijo el lobo—. Es la misma noche, pero de otro año —y rió.

Todo el cuerpo de Tom sufría el frío, trataba de escapar al interior de sí mismo.

—¿Volé?

Collins dijo, a través de su cara de lobo:

—Eres mío. Nada de lo que es magia será un secreto para ti, muchacho. Porque no perteneces a nadie sino a mí.

Los árboles quedaron atrás; y avanzaban en un entorno totalmente estéril.

Tenemos pescado para la cena: Jesús bailando.

El lobo dijo:

—Una vez fui Tom. Una vez fui Del. —Se volvió y sonrió al muchacho helado envuelto en las pieles—. Pero aprendí de un gran mago. El gran mago se asoció conmigo, y juntos viajamos por Europa hasta que él hizo algo indescriptible. Después de haber hecho esa cosa indescriptible, ya no pudimos seguir juntos…, nos habíamos convertido en enemigos mortales. Pero él me había enseñado todo lo que sabía, y por entonces yo también era un gran mago. Y vine aquí, a mi reino.

—Tu reino —dijo Tom.

El lobo le ignoro.

—Me enseñó a hacer una cosa en particular. A poner dolor en las cosas. Esas fueron sus palabras. Así hablaba. Y finalmente puse dolor en él —los largos dientes centellearon.

—¿Pusiste dolor en el tren? —preguntó Tom.

El lobo azotó al caballo: no era un lobo, sino un hombre con cabeza de lobo.

—Sólo tú comprenderás tu futuro. Serás como el hombre que hace aparecer diamantes, y los demás dicen: «¿Esto es brea?». Serás como el hombre que hace aparecer vino y los demás dicen: «¿Esto es arena?». —El largo hocico se dirigió a Tom—. Cuando eso suceda, muchacho, tendrás que poner dolor en ellos.

El caballo llegó a lo alto de la pendiente y se detuvo. Echaba vapor en el aire helado, con el cuello bajo. Tom vio espuma en los flancos del caballo.

—Mira hacia abajo —le ordenó la figura sentada junto a él.

Tom miró al caballo que echaba vapor, con los flancos cubiertos de espuma en medio del paisaje blanco. La tierra bajaba en pendiente, reaparecieron los abetos verdes. En el fondo del valle había un lago helado. Más arriba, en la parte más alejada, estaba la Tierra de las Sombras sobre un acantilado, como una casa de muñecas enjoyada. Sus ventanas brillaban.

—Supongamos que ése es el mundo. Es el mundo. Puede ser tuyo. Todo lo que hay en el mundo, todos los tesoros, todas las satisfacciones, están allí. Mira.

Tom miró hacia la brillante casa y vio una muchacha desnuda en una de las ventanas del piso alto. Ella levantó los brazos y los extendió: él no la veía con toda la claridad que deseaba, pero lo que veía era como un dedo apoyado contra su corazón. La conmoción y la ternura vibraron al mismo tiempo en su pecho. Ver la muchacha no era como mirar fotografías de mujeres desnudas en una revista…, toda esa carne esponjosa tenía solamente una fracción del voltaje que esta muchacha le enviaba.

—Y mira.

En otra ventana unos hombres jugaban a las cartas: uno de los jugadores metía la mano en una gran pila de billetes y monedas. Tom volvió a mirar a la muchacha, pero en el lugar donde había estado sólo quedaba un brillo incandescente. ¿Tú también eres suya, Rose?.

—Y mira —ordenó el hombre con cara de lobo.

Otra ventana: un muchacho que abría una puerta alta, que vacilaba un momento, recortado en la luz, y luego era repentinamente invadido por la luz. Tom comprendía que este muchacho… ¿él mismo?… estaba pasando por una experiencia de tal magnitud, tal alegría, que su imaginación sólo podía percibirla vagamente; tragado por la luz, el muchacho, que podía ser él mismo, había encontrado una incandescencia y una belleza mayores que los de la muchacha…, tan intensos que la muchacha debía ser parte de ellos.

—Y ahora mira —le ordenó.

En el resplandor de otra ventana vio solamente una brillante habitación vacía con paredes verdes. La columna de un pilar. El gran teatro.

Luego se vio a sí mismo flotando frente a la ventana, a bastante altura del suelo. Su cuerpo pasó, seguramente se volvió en el aire, y volvió a flotar ante la ventana y giró con la facilidad de una hoja.

—Ya he mirado —susurró, y ahora ni siquiera sentía el frío.

—Claro que sí —dijo el mago—. Alis volat propriis.

El mago rió, desde la ladera de la colina, desde el valle, desde el caballo humeante y el aire helado.

—No esperes a ser un gran hombre… —se oyó decir a la voz flotante del mago, y Tom cayó hacia atrás y a través de la piel y el metal, cayó a través de la ladera de la colina y del caballo que reía del viento—… sé un gran pájaro.

Recordó.

En la gran habitación verde. Coleman Collins frente a él y a Del, diciendo:

—Sentaos en el suelo. Cerrad los ojos. Contad hacia atrás conmigo desde diez. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Estáis en paz, totalmente relajados. Lo que hacemos aquí es fisiológicamente imposible. De manera que debemos entrenar el cuerpo para que acepte lo imposible, y entonces se torne posible. No podemos respirar dentro del agua. No podemos volar. No podemos hasta que encontremos los músculos secretos que nos permiten hacerlo. Extended las manos, muchachos. Extended los brazos. Quiero que veáis vuestros hombros dentro de vuestras mentes. Ved esos músculos, ved esos huesos. Pensad en esos hombros que se abren, se abren…, pensad en los hombros abriéndose.

Tom recordó…, vio lo que había visto. Sus músculos que se ensanchaban, algo nuevo y audaz que se movía en su mente.

—Cuando yo diga uno, inspiren; cuando diga dos, exhalen el aire y piensen con mucha calma en elevarse de tres a cinco centímetros del suelo. Uno.

Tom recordó que había llenado su pecho de aire: la nueva sensación en su mente comenzó a arder con un color amarillo brillante.

—Dos.

Dentro de la memoria del teatro, floreció otra memoria: Laker Broome empujando enloquecidamente a los muchachos por los pasillos de la capilla, haciendo gestos autoritarios, gritando. Se llenó de odio, y soltó todo el aire que tenía en los pulmones. El piso de madera parecía temblar debajo de él.

—Dejen vagar la mente —se oyó decir a la voz tranquila y fuerte.

Se había visto a sí mismo flotando como un globo inflado con gas: luego vio nuevamente a Laker Broome gesticulando como un actor frente al auditórium lleno de humo, dando órdenes inútiles; había visto al reverendo señor Tyme haciendo piruetas en el funeral de su padre; había visto a Del levitando en el dormitorio oscuro. Luego había visto las imágenes más perturbadoras de todas, tanques y soldados y cadáveres ensangrentados y mujeres con cabezas de bestia todos barnizados en un cielo raso sobre su cabeza, imágenes llenas de tanto horror y rechazo que parecían girar alrededor de la imagen de un hombre con un impermeable con cinturón y sombrero de ala ancha que los hacía bailar…

«Pero, claro —pensó—. Así.»

Y de pronto no tenía peso, había quedado de espaldas sin tocar el suelo. Su mente parecía estar en llamas.

Luego llegó otra imagen a su mente, aún más horrible que la anterior: vio el auditórium lleno de muchachos y profesores, a él mismo y a Del en el escenario, como Flanagini y Night. El estaba mucho más alto que los demás, y le dolían los ojos, la cabeza le estallaba por la presión. Su largo cuerpo sentía como agujas que lo pincharan. Veía con los ojos de Esqueleto Ridpath, y su cuerpo era el cuerpo de Esqueleto, inmediatamente antes del incendio. Cayó pesadamente en el suelo de madera. Le salió sangre de la nariz.

—Entonces ahora ya ves —susurró Collins—. ¿No sabes ahora que podrías respirar en el agua? —preguntó Collins.

A Tom le dolía todo el cuerpo; el frío le lastimaba.

—El secreto es el odio —agregó Collins con suavidad—. Más bien, el secreto reside en odiar bien. En ti existe el germen de alguien que odia bien.

Tom se envolvió mejor en la manta de pieles. Tenía las orejas tan frías que le parecía que podían caerse de su cabeza.

—Quiero mostrarte una cosa más, amiguito.

—Pero realmente no volé —dijo Tom—. Sólo me elevé… y me di vuelta…

—Una cosa más.

El viento helado les azotaba, y la cara de Collins se transformó una vez más en una cara de lobo. Chasqueó el látigo en el aire, tiró de las riendas con la otra mano e hizo sonar el látigo una vez más, mientras el caballo echaba a andar por la nieve.

Cuando el látigo cayó, el caballo gritó y echó a correr cuesta abajo como una bala de cañón. La cara de lobo se volvió y le sonrió mientras el viento le nublaba la vista, y el mundo se tornaba tan neblinoso como las paredes del gran teatro. Tom levantó la manta de piel sobre su cara y aspiró su aroma frío, polvoriento, ligeramente animal, hasta que sintió que el trineo aminoraba la marcha.

Estaban en una planicie. Una gran planicie nevada, iluminada por la luna, como una habitación sin paredes. En el centro de la planicie había un alto edificio en llamas.

Tom miró el edificio en llamas mientras se acercaban a él: ardía, y parecía disminuir de tamaño. Se acercaron tres metros más, hasta estar lo suficientemente cerca como para sentir el calor que salía de las llamas.

—¿Lo reconoces?

—Sí.

—Baja del trineo —ordenó el mago—. Acércate a él.

Al principio no se movió, y Collins lo tomó por un codo a través de la manta, le hizo pasar por encima de su cuerpo y lo arrojó en la nieve. La manta se abrió, y Tom trató de envolverse nuevamente en ella para conservar el calor. Se puso de pie; sus pies apenas tocaban la superficie dura de la nieve.

—¿Estamos realmente aquí? —preguntó.

—Acércate y mira realmente —su voz pronunció esa palabra como si fuera un chiste.

Tom se acercó renqueando al borde del incendio. La casa no era más alta que él. Estaba la habitación de Fitz-Hallan, y la de Thorpe. Había varas de metal retorcidas en medio de las llamas. Tom oía los paneles de vidrio que se rompían y saltaban en pedazos alrededor del patio cerrado. ¿Y habría también un limero enano, encogiéndose y ennegreciéndose? El edificio se convirtió en algo muy pequeño. ¿Sería sólo una película…, una proyección desde alguna parte? Le calentaba como un fuego.

Se echó a llorar.

—¿Qué te dice? —preguntó Collins.

Y Tom giró sobre sí mismo para verlo. Parecía un noble ruso con su abrigo con cuello de piel.

—Es demasiado —logró decir Tom, odiándose porque no podía evitar llorar.

—Claro que sí. Eso es parte del problema. Vuelve a mirar.

Tom se volvió nuevamente y miró la escuela en llamas.

—¿Qué te dice? Ábrele tu mente y déjala hablar.

—Dice… «Sal de aquí».

—¿De veras? —el mago rió: él sabía mejor que él lo que decía.

—No.

—No. Dice: «Vive mientras puedas. Obtén lo que puedas mientras puedas». En eso no te ha ido mal, ya sabes.

Tom comenzó a temblar. Tenía los pies helados, la cara ardiente como el fuego. Coleman Collins parecía ver dentro de él, y dejar de lado cínicamente lo que veía. Como toda persona joven, Tom tenía una gran intuición de las actitudes de los demás hacia él, y por un momento se le ocurrió que Coleman Collins les odiaba a Del y a él mismo. El secreto reside en odiar bien. Temblaba tan violentamente que la manta se le habría caído de los hombros si no la hubiera sostenido con las dos manos.

—Por favor —dijo, pidiendo algo tan grande que no podía encerrarlo en palabras.

—Es de noche. Debes ir a acostarte.

—Por favor.

—Ahora éste es tu reino, hijo. Siempre que lo hagas tuyo. Y siempre que puedas aceptar lo que encuentres en él.

—Por favor…, lléveme de vuelta.

—Encuentra tu propio camino, pajarito.

Collins hizo restallar el látigo, y el caballo se lanzó hacia adelante. El mago pasó velozmente a su lado sin mirarlo. Tom trató de encontrar la barra en el extremo del trineo, no la encontró y cayó. El frío le llegaba a los muslos, le azotaba el pecho. Levantó la cabeza para encontrar el fuego, pero también había desaparecido. El trineo de Collins ya se perdía entre los abetos.

Tom se puso de rodillas y luego de pie, con dificultad, sosteniéndose la manta. Desde el otro lado de la planicie nevada venía un viento, visible por el remolino de nieve que levantaba. La huella del viento se dirigía hacia él; se volvió para recibirlo de espaldas y vio manchitas verdes inmediatamente antes de que el viento lo arrastrara y lo depositara…

Sobre nada, sobre el aire verde en el cual caía sin caer, giraba sin moverse. Extendió los brazos y se aferró al brazo tapizado de un sillón.

15

Estaba nuevamente en Le Grand Théâtre des Illusions. Había una luz melancólica que revelaba en el claroscuro sus ropas esparcidas por el suelo. Tom se puso rápidamente los pantalones y metió los pies en los zapatos; hizo un bulto con sus calcetines y su ropa interior y los metió en un bolsillo. Luego se puso la camisa. Hizo todo esto mecánicamente, sin sentirlo, con la mente vacía.

Miró su reloj. Las nueve. Durante nueve o diez horas, Coleman Collins lo había sometido a sus trucos de ilusionista.

Bajó al vestíbulo oscurecido. ¿Qué había estado haciendo Del todo este tiempo? Pensar en Del le revivió…, quería verle, comparar su historia con la de Del. Esa mañana había estado casi contento en la Tierra de las Sombras; ahora se sentía nuevamente en peligro. El calor comenzaba a volver a los dedos helados de sus pies.

Tom llegó a un lugar del corredor, antes del recodo que conducía hacia la parte más antigua de la casa y frente al corto pasillo que llevaba a la puerta prohibida. Tom se detuvo en el cruce de los dos corredores mirando la puerta cerrada. Recordó las palabras de Collins: «Este es también tu reino, hijo». Pensó: «Bien, veamos lo peor.»

Y como había dicho a Del la primera noche, ¿la orden misma de no abrirla no era acaso una sugerencia disfrazada para que mirara detrás de la puerta?

—Lo haré —dijo, y se dio cuenta de que había hablado en voz alta.

Antes de poder discutir consigo mismo esta forma de desafío, avanzó por el corto pasillo y puso la mano sobre el picaporte. El metal le congeló la mano. Volvió a pensar en la tercera cosa que le había mostrado Collins, en medio de la nieve: un muchacho que abría una puerta y se veía rodeado de una luz lírica y musical.

¿Tus alas, o tu canción?

Abrió la puerta prohibida.

16

Los hermanos

—Mira, Jakob —dijo un hombre, levantando la mirada del escritorio.

Sonrió a Tom, y el hombre sentado en otro escritorio frente a él alzó la cabeza de los papeles que tenía ante sí y lo miró de la misma manera enigmática y acogedora.

—¿Ves? Un visitante. Un joven visitante —su acento era alemán.

—Tengo ojos. Puedo ver —dijo el otro hombre.

Los dos hombres eran maduros, totalmente afeitados; llevaban lentes tan anticuados y extranjeros como su vestimenta, y los lentes modificaban sus rostros duros, dándoles un aire de estudiosos. Estaban sentados ante sus escritorios en una pequeña zona de luz que provenía de las velas; detrás de ellos había altas estanterías de libros.

—¿Lo invitamos a entrar? —preguntó el segundo hombre.

—Creo que debemos. ¿Quieres entrar, muchacho? Por favor, entra. Entra, chico. Así. Al fin y al cabo, estamos trabajando para ti tanto como para los demás.

—Nuestro público, Wilhelm —dijo el segundo hombre, y miró a Tom con una sonrisa radiante.

Era más corpulento, de tórax más amplio que el del hombre de rostro amable. Se puso de pie y se adelantó, y Tom vio botas enlodadas y olió humo de cigarro.

—Por favor, siéntate. Allí —indicó un sofá chesterfield, a la derecha del escritorio.

Mientras Tom avanzaba por la habitación sombría, tuvo una visión más clara de los detalles: las paredes cubiertas de cuadros oscuros y paneles empapelados, un pájaro disecado en un estante alto, flores secas bajo una campana de vidrio.

—Sé quién eres. Quien tienes que ser —dijo.

Se sentó en el mullido chesterfield.

—Somos lo que tenemos que ser —dijo el que se llamaba Wilhelm—. Ese es uno de los grandes goces de nuestra vida. ¿Cuántos pueden afirmar eso? Descubrimos que teníamos que ser jóvenes, y lo hemos sido desde entonces.

—Compartimos el mismo placer en coleccionar cosas —afirmó Jakob—. Aun cuando niños. Toda nuestra vida ha sido una prolongación de ese temprano placer.

—Sin mi hermano, me habría encontrado perdido —señaló Wilhelm—. Es una gran cosa tener un hermano. ¿Tienes un hermano, chico?

—En cierto modo —dijo Tom.

Los dos hermanos rieron, con tanta inocencia y alegría que Tom rió con ellos.

—¿Y qué hacéis aquí? —preguntó Tom.

Se miraron muy divertidos, lo cual de alguna manera incluía a Tom.

—Bien, estamos escribiendo cuentos —dijo Jakob.

—¿Para qué?

—Para asombrar. Para aterrorizar. Para deleitar.

—¿Por qué?

—Por los cuentos mismos —dijo Jakob—. Eso debe quedar claro. Bien, nuestras vidas han sido como cuentos. Incluso los errores fueron felices. Muchacho, ¿sabías que en nuestro cuento original la pobre huerfanita llevó un zapato de piel al baile? ¡Qué mala traducción tan inspirada la que lo convirtió en un zapatito de cristal!

—Sí, sí. Y tú recuerdas el extraño sueño que tuve contigo, hermano mío: yo estaba frente a una jaula, en lo alto de una montaña…, nevaba…, tú estabas en la jaula, helado…, yo tenía que mirar entre los barrotes de la jaula…, tan parecido a uno de nuestros tesoros…

—Que decidimos mostrar al mundo la maravilla que sentíamos al descubrirlos, sí. Tú estabas aterrorizado…, pero era un terror lleno de maravilla.

—Estos cuentos no son para todos los niños… No son adecuados para todos los niños. El terror está allí, y es real. Pero nuestra mejor defensa es la naturaleza, ¿verdad?

Tom respondió:

—Sí —porque sentía que ellos esperaban una respuesta.

—De manera que ya ves. Tú aprendes bien, niño. —Jakob dejó la pluma de ganso con la que había estado jugando—. El sueño de Wilhelm. ¿Sabes que cuando Wilhelm se estaba muriendo, habló con tranquilidad y alegría de su vida?

—Ya ves, abrazamos nuestros tesoros, y ellos nos dieron otros mil tesoros —dijo Wilhelm—. Era en el país donde mejor vivíamos. Si nuestro padre no hubiera muerto tan joven…, si nuestra infancia hubiera durado el tiempo normal…, tal vez nunca habríamos descubierto lo que es vivir en este país.

—¿Oyes lo que te estamos diciendo, muchacho? —preguntó Jakob—. ¿Entiendes a Wilhelm?

—Creo que sí —dijo Tom.

—Los cuentos, nuestros tesoros, son para los niños, entre otros. Pero…

Tom hizo un gesto afirmativo: comprendía. No era un asunto personal.

—Ningún niño puede prescindir todo el tiempo de ellos —dijo Wilhelm.

—Nosotros dimos nuestras alas —señaló Jakob—. Porque nuestra canción era nuestra vida. Pero, en cuanto a ti…

Los dos hermanos lo miraron con indulgencia.

—No desperdicies ninguno de tus dones —dijo Jakob—. Pero cuando te llamen…

Nosotros respondimos. Todos debemos responder —afirmó Wilhelm—. Ay, Dios mío, ¿qué le estamos diciendo a este chico? Es tarde. ¿Te importaría interrumpir el trabajo hasta mañana, hermano? Es hora de que nos reunamos con nuestras esposas.

Volvieron hacia él sus grandes ojos pardos, y era evidente que esperaban que se fuese.

—¿Pero qué sucede después? —preguntó Tom, casi creyendo que ellos eran quienes aparentaban ser y podían decírselo.

—Todas las historias se desarrollan —dijo Jakob—. Pero dan muchas vueltas antes de llegar a su final. Abraza el tesoro, muchacho. Es nuestro mejor consejo. Ahora debemos irnos.

Tom se levantó del chesterfield, confundido: ¡cuántas cosas de las que sucedían aquí terminaban con una partida repentina!

—¿Adonde van? Según ustedes, ¿dónde estamos?

Wilhelm rió.

—Pues en la Tierra de las Sombras, muchacho. La Tierra de las Sombras lo es todo para nosotros, y tal vez también para ti. La Tierra de las Sombras es el lugar donde pasamos nuestras activas vidas. Puedes estar dentro de un bosque…, dentro de un bosque de varios pisos…

—O envuelto en una manta de pieles en un trineo sobre la nieve…

—O muriendo de amor por una princesa dormida…

—O sentado ante el fuego con la cabeza llena de imágenes…

—O también dormido con la cabeza llena de telarañas y de sueños…

—Pero sigues estando en la Tierra de las Sombras.

Los dos hermanos rieron, y apagaron las velas que había en sus escritorios.

—Quiero hacer otra pregunta —dijo Tom en la oscuridad.

—Pregúntaselo a los cuentos, niño —replicó la voz de alguien que partía.

Se oyeron algunos ruidos, luego, silencio: Tom supo que se habían marchado.

—Pero nunca dan las mismas respuestas —dijo a la habitación oscura.

Avanzó a tientas hacia la puerta.

17

Cuando torció para entrar en el corredor principal, vio a Coleman Collins ante él en la semioscuridad, bloqueándole el paso. Tom sintió por un instante un miedo ingobernable…, había infringido una de las reglas, y el mago lo sabía. Seguramente le había visto salir del pasillo.

La actitud de Collins no le sugería nada; no veía su rostro, que se encontraba en la sombra. Las manos del mago estaban en sus bolsillos. Tenía los hombros encorvados. No se veía ningún detalle en la parte delantera de su cuerpo, sólo algunos botones que brillaban oscuramente: ojos de tigre.

—Entré en esa habitación —dijo Tom.

Collins asintió con la cabeza. Seguía con las manos en los bolsillos y los hombros encorvados.

—Usted sabía que yo entraría.

Collins volvió a asentir.

Tom se acercó un poco más a la pared. Pero Collins le bloqueaba el paso deliberadamente.

—Usted sabía que yo entraría, y quería que lo hiciera. —Se acercó valientemente unos centímetros más, pero Collins no se movió—. Puedo aceptar lo que vi —dijo Tom. Oyó la nota de insistencia, de miedo, en su voz.

Collins bajó la cabeza. Uno de sus pies avanzó en la alfombra. Ahora Tom le veía la cara: pensativa, reconcentrada. El mago ladeó la cabeza y echó una fría mirada a los ojos de Tom.

Había algo teatral en todo esto; Tom no podía describirlo. Sólo sabía que Collins lo asustaba. Solo en el corredor, daba más miedo que en el trineo helado. Collins era más autoritario que una docena de señores Thorpe. La expresión que apareció en sus ojos inmovilizó a Tom contra la pared.

—¿No es eso lo que dijo? ¿No era eso lo que quería?

Collins sopló, con los labios fruncidos. Finalmente habló:

—Mocoso arrogante. ¿Acaso sabes lo que yo quiero?

A Tom se le congeló la lengua en la boca. Collins retrocedió y apoyó la cabeza contra la pared. Tom percibió repentinamente un olor a alcohol.

—En dos días me has traicionado dos veces. No lo olvidaré.

—Pero yo creía…

El mago movió bruscamente la cabeza hacia adelante. Tom se echó atrás, y tuvo miedo de que Collins le pegara.

—Tú creías. Me desobedeciste dos veces. Eso es lo que pienso —sus ojos se clavaron en los de Tom—. ¿Qué harás ahora? ¿Entrar en mi habitación? ¿Saquear mi escritorio? Creo que necesitas más dibujos animados y diversiones, niñito.

—Pero usted me dijo que podía…

—Te dije que no podías.

Tom tragó saliva.

—¿No querías que los viera?

—¿Que vieras a quiénes, traidor?

—A los dos que estaban allí. Jakob y Wilhelm. Quienquiera que sean.

—Esa habitación está vacía. Por ahora. Andando, muchacho. Iba a decir a tu amigo una palabra de advertencia. Tú puedes hacerlo por mí. Vamos. Fuera de aquí. ¡Ahora!

—¿Una advertencia sobre qué?

—El ya sabe. ¿No me has oído? Fuera de aquí. —Se hizo a un lado y Tom pasó junto a él—. Me voy a divertir contigo —dijo el mago a sus espaldas.

Tom fue lo más rápidamente que pudo hasta el pie de las escaleras, sin correr. Se dio cuenta de que transpiraba…, de que hasta sus piernas estaban sudadas. Oyó renquear a Collins por el vestíbulo en dirección a los teatros.

Un segundo después tuvo una nueva sorpresa.

Al mirar por la escalera, vio una vieja con cara de loca, vestida de negro, que lo miraba horrorizada. Levantó las manos y desapareció de la vista.

—¡Eh! —gritó Tom.

Corrió tras ella por la escalera. La oía avanzar frenéticamente como una ardilla, tratando de huir de él. Cuando Tom llegó a lo alto de las escaleras, corrió pasando ante los dormitorios y vio el borde de un vestido negro que desaparecía en el extremo del vestíbulo. A un lado, a través del vidrio y a lo lejos, vio luces en el bosque que se reflejaban en el lago negro.

Llegó hasta el extremo más distante del vestíbulo y se dio cuenta de que nunca había estado antes allí. La vieja había abierto una puerta que daba afuera, cuya puerta Tom tampoco había visto jamás, y comenzaba a bajar por una escalera externa que se curvaba hacia el patio y hacia la casa. Tom pasó por la puerta antes de que se cerrara y aferró a la vieja por un hombro.

Ella se detuvo tan bruscamente como una liebre paralizada. Luego lo miró a la cara con una mezcla densa y comprimida de emociones en su rostro seco y viejo. Se veían algunos pelos blancos sobre su labio superior. Sus ojos eran tan oscuros que parecían negros, y sus cejas eran fuertes, sorprendentemente negras. Tom comprendió dos cosas a la vez: la mujer era extranjera, y estaba profundamente avergonzada de que él la hubiese visto.

—Lo lamento —dijo.

La vieja liberó su hombro de la mano de Tom.

—Sólo quería hablar con usted.

La mujer sacudió la cabeza. Sus ojos eran piedras frías y chatas hundidas entre profundas arrugas.

—¿Usted trabaja aquí?

No hizo el menor movimiento, esperando que él le permitiera irse.

—¿Por qué yo no debía verla? —Nada—. ¿Conoce a Del? —Vio en los ojos de ella un destello de reconocimiento al oír el nombre—. ¿Qué sucede aquí? Es decir, ¿cómo funciona todo esto? ¿Por qué no debemos saber que está usted aquí? ¿Usted cocina? ¿Hace las camas?

Ninguna señal de nada, sólo impaciencia por apartarse de él. Tom hizo la pantomima de romper un huevo y echarlo en la sartén, y freírlo. Ella hizo un breve gesto de asentimiento. Inspirado, Tom preguntó:

—¿Usted habla inglés?

No: un breve movimiento negativo con la cabeza. Le echó otra mirada ceñuda, se volvió bruscamente y echó a correr escaleras abajo.

Tom permaneció un momento junto al pequeño balcón. Desde el pie de la larga colina, bordeada de bosques, el lago brillaba enigmáticamente como si lo mirara. Trató de encontrar el lugar donde lo había llevado Coleman Collins en el trineo, pero no encontró ningún pico suficientemente alto… ¿Realmente todo eso había sucedido dentro de su cabeza? A la distancia oyó a un hombre que gritaba en el bosque.

Su habitación estaba preparada para la noche. La cama estaba abierta, la lamparita encendida sobre la edición de bolsillo de Rex Stout Esta, y los problemas que contenía, le parecían muy remotos…, no recordaba nada de lo que había leído la noche anterior. La puerta corredera que separaba su habitación de la de Del se encontraba cerrada.

Fue hasta la puerta y llamó suavemente; sin respuesta. ¿Dónde estaba Del? Probablemente explorando…, imitando las acciones de Tom de la noche anterior. Probablemente la «advertencia» se refería a eso. Tom suspiró. Por primera vez desde que había subido al tren con Del, pensó en Jenny Oliver y en Diane Darling, las dos muchachas de la escuela vecina; tal vez Archie Goodwin se las traía a la memoria, pero deseó poder hablar con ellas, con cualquiera de ellas. Hacía mucho que no hablaba con una muchacha: recordó a la muchacha en la ventana que le había mostrado el mago…, que le había mostrado con tanta frialdad como un almacenero que muestra un estante con judías en lata.

Su habitación estaba vacía y solitaria. Su limpieza, sus ángulos rectos, sus colores simples, lo rechazaban. No le gustaba estar solo, y se dio cuenta de ello; pero ahora no podía ir a ninguna otra parte. La soledad lo invadía. Echaba de menos a Arizona y a su madre. Por un momento Tom se sintió totalmente abandonado: huérfano. Se sentó en la cama dura y pensó que estaba en la cárcel. Todo Vermont parecía una prisión.

Tom se levantó y comenzó a pasearse por la habitación. Como tenía quince años y estaba sano, el solo hecho de moverse le hacía sentirse mejor. En ese momento, en uno de esos gestos particularmente adultos que me parecen característicos del joven Tom Flanagan, llegó a una conclusión y tomó una decisión. La Tierra de las Sombras, por lo que había visto, era un examen mucho más difícil y más importante que cualquiera de los que hubiese dado en Carson: y no permitiría que la Tierra de las Sombras le derrotara. Usaría la teoría de Collins contra el propio Collins, si era necesario, y descubriría cómo hacer lo imposible.

Hizo un gesto afirmativo, sabiendo que se estaba armando para una batalla, y se dio cuenta de que ya no tenía ganas de llorar como un momento antes. Luego oyó un ruido que venía de detrás de la puerta corrediza. Era una leve cascada de risas, ahogada, como si el que riese se tapara la boca con la mano. Tom volvió a golpear la puerta.

Llegó otra vez el sonido, aún más claramente.

—Del…, ¿estás ahí?

—Por Dios, en voz baja —llegó el susurro de Del.

—¿Qué sucede?

—Habla en voz baja. Voy para ahí.

Un momento después la parte izquierda de la puerta se abrió unos centímetros y Del le miró con el ceño fruncido.

—¿Dónde has estado todo el día? —preguntó Del.

—Quiero hablar contigo. Me hizo creer que era invierno…

—El entorno ilusorio —dijo Del—. Pasa mucho tiempo contigo, y me dejas solo…

—Y recuerdo haber volado.

Tom sintió que su rostro asumía una expresión absolutamente nueva para él, al decir esto. En parte esperaba que Del lo negara.

—Muy bien —dijo Del—. Lo estás pasando muy bien. Me alegro.

—Y me encontré con una vieja. No habla inglés. Prácticamente tuve que hacerle una zancadilla para que no se escapara. Y tu tío…

Su voz se interrumpió. Una muchacha acababa de entrar en la diminuta zona de la habitación de Del que podía ver. Llevaba una de las camisas de Del sobre un traje de baño negro. Sus cabellos estaban húmedos y tenía ojos dorados.

Del miró por encima de su hombro y luego a Tom con irritación.

—Bien, ya la has visto. Estaba nadando en el lago después de la cena, y la invité a que subiera. Creo que también tú puedes venir.

La muchacha retrocedió hasta la cama, con sus piernas desnudas. A Tom le resultaba imposible no mirarla. No tenía la menor idea de si era hermosa o no. No se parecía en absoluto a las muchachas de más éxito de Phipps-Burnwood. Pero no podía dejar de mirarla. Los ojos de la muchacha bajaron a sus propias piernas desnudas, y luego volvieron a él. Se cerró la camisa de Del que llevaba puesta.

—Probablemente ya lo has adivinado, pero ésta es Rose Armstrong —dijo Del.

La muchacha se sentó en la cama.

—Yo soy Tom Armstrong —dijo—. Ay, no. Flanagan, quise decir.