DESPUÉS DE QUE LA LUNA…
Después de que la luna hubiese salido y se hubiese puesto una veintena de veces, Hampstead habla adelantado mucho en la curación de sus fiebres y de sus ataques; las visiones que habían asomado en los armarios, llamado a las puertas y circulado al fin libremente por las calles, se encerraron y desvanecieron en los bolsillos fuertemente abrochados de la mente; Hampstead empezó a contar sus pérdidas y a llorar a sus muertos…, estaba en condiciones de reintegrarse al mundo. Y el mundo, para bien o para mal, no sólo estaba dispuesto a recibir a Hampstead, sino que corría a abrazarla y a prodigarle sus deslumbrantes y entremetidas atenciones. Hampstead, como todas las poblaciones afectadas, estaba pálida y delgada, pero ahora podía andar, y su voz era de nuevo cuerda. No era una amenaza, sino una valerosa víctima. Se quitaron las barreras de las carreteras y los reporteros, los articulistas y las cámaras de Televisión acudieron en tropel.
En definitiva, la mayoría de los moradores de Hampstead había hablado con un periodista o con alguien que lo había hecho, y los cuatro habitantes de la casa de Graham Williams no eran ninguna excepción. Durante este período, en que la vida parecía imitar la normalidad más que haberla alcanzado, Patsy, Richard, el viejo y el muchacho consideraban a menudo que lo que les ocurría ahora era tan extraño como todo lo que les había ocurrido antes.
Al principio, fue lo que Richard llamaba su «estrellato». Durante poco más de una semana, no pudieron salir de la casa de Graham sin que se formase un pequeño séquito tras ellos. Casi siempre, el seguimiento era callado y pasivo: si Richard se detenía en la esquina de Main Street, esperando que cambiase la luz del semáforo, las otras dos o tres personas que esperaban se volvían en su dirección. Según su temperamento, lo miraban descaradamente o con discreción; querían hablar, pero no se atrevían. No estaban seguros de saber lo que querían decir. Al menos algunos de ellos lo seguían tímidamente por Main Street, fingiendo mirar los escaparates.
Una vez, mientras Patsy estaba comprando en la todavía mal provista «Greenblatt’s», una anciana con pesados brazaletes de oro le tocó el brazo con mano temblorosa, amparándose en el pretexto de admirar su blusa. Otro día, una joven abrazó a Tabby Smithfield en la zona municipal de aparcamiento de detrás de «Anhalt’s». Richard dijo: «Creo que empiezo a comprender a Frank Sinatra», pero lo que pensaba en realidad era que aquella gente tenía una pizca de aquel talento propio de Patsy y de Tabby: el suficiente para proyectar una especie de foco sobre ellos cuatro. Incluso los periodistas parecían dar vueltas a su alrededor siempre que podían.
A ellos no les gustaba salir. Lo único que querían realmente era su mutua compañía. Pero cuando se veían obligados a salir de la casa, lo más probable era que apareciese alguien con una libreta de notas y una pluma, o alguien con un micrófono, y empezase a hacerles preguntas. Lo difícil era contestar de manera que no pudiesen tacharles de visionarios o de locos. No podían aludir a ellos mismos y a Gideon Winter, único tema que les interesaba aquellos días, y trataban de dar respuestas lo más sencillas y vulgares que les era posible; todos los demás estaban excitados con las querellas y los pleitos contra «Telpro Corporation», y con las investigaciones del Departamento de Defensa; pero Richard Allbee y sus compañeros no habían llegado aún a esto.
—¡Oh! Creo que la población se está levantando de nuevo —dijo Richard a la «CBS»—. Es curioso, pero a la mayoría nos cuesta incluso recordar lo que ha pasado este verano.
—Temo que he estado tan absorta en mis propios asuntos, que he descuidado un poco lo del verano —dijo Patsy a Newsweek—. No pienso querellarme contra nadie.
—Somos un grupo muy resistente —dijo Graham a la «NBC»—. Ningún gas puede aturdimos mucho tiempo.
—¿Hemos tenido verano este año? —preguntó Tabby a Eyewitness News.
Al cabo de una semana, advirtieron que las miradas y las preguntas habían menguado, y dos semanas más tarde volvieron a ser ciudadanos anónimos, con gran satisfacción por su parte.
Los trenes de cercanías volvieron a detenerse en las estaciones de Hillhaven, Greenbank y Hampstead. «Greenblatt’s» y las otras tiendas de comestibles volvieron a llenarse gradualmente de productos frescos y de tajadas de carne, al enterarse los almacenistas y los transportistas de que sus camiones ya no corrían peligro en Hampstead. La tercera semana de setiembre, todos los escaparates de Main Street habían sido nuevamente instalados. Y una semana después, mientras Graham y Richard reparaban desde fuera el marco de la ventana y las tablas rotas debajo de ella, Graham vio que un gorrión salía de entre los árboles del fondo de su jardín. Pocos días después, aves de todas las clases habían regresado a Hampstead: gaviotas, cardenales, petirrojos, pinzones, tordos y grandes y agresivos cuervos.
Volvieron toda clase de pájaros errantes. Una mañana, Graham y Patsy se tropezaron con Evelyn Hughardt, cuando daban un paseo hacia la playa. Mrs. Hughardt se apeaba de su coche, y cuando Graham le dijo «Hola, Evvy, me alegra ver que has regresado», ella miró su reloj, lo miró a él, dijo «¿De veras?», y echó a andar hacia la puerta de su casa.
—Ahora sé que todo vuelve a la normalidad —dijo Graham.
Charlie Antolini contrató a un pintor, sacó de su casa todos los muebles que había pintado de color de rosa y los amontonó junto al bordillo. El aparato de televisión, dos divanes, un juego de sillas, una mesa grande de comedor: todo ello embadurnado con la llamativa pintura rosa de Charlie. Al ver aquellos patéticos pero en cierto modo esperanzadores muebles, Graham evocó las exactas sensaciones del verano. Recordó el olor del elixir dentífrico de Norm Hughardt cuando había rodado sobre el cuerpo del médico; percibió el sabor salino de la sien de la dormida Patsy cuando la había besado. Veinte minutos más tarde, un camión «Goodwill» se llevó los muebles.
A veces —y durante mucho tiempo— la vista de un error de imprenta en la Gazette de Hampstead podía dar a Graham una impresión de recuerdo total de lo que había sido vivir en unos tiempos en que todas las normas y convenciones estaban en suspenso; pero, en realidad, ahora no había más errores de imprenta que antiguamente. La única diferencia entre la Gazette de septiembre y el mismo periódico de los pasados abril o mayo, era que no publicaba una columna de sociedad y chismorreos. Sarah Spry no había sido una gran escritora, pero sí insustituible.
Las que habían sido víctimas más tristes del verano, los pacientes del doctor Chaney, habían muerto a mediados de octubre; pero entonces ya no parecían seres humanos, y cuando dejaron uno a uno de dar señales de vida, incluso Chaney se sintió aliviado. Ahora escribiría un libro.
Cinco semanas después de la noche en que Graham Williams se fue a la cama y dejó a sus amigos dormidos en el cuarto de estar, Richard y Tabby se trasladaron a la casa de Richard, al otro lado de la calle. Esta división —que sólo lamentaron un poco menos al comprender su necesidad— se debió, en buena parte, a que la casa de Graham era inadecuada para tres o cuatro moradores adultos. Las habitaciones no utilizadas del piso alto eran hornos en verano y neveras en invierno. Patsy dormía todas las noches en el diván, y Tabby acabó por hacerlo en una pequeña y atestada habitación contigua a la cocina. Si Graham hubiese estado dispuesto a mudarse de casa, probablemente habrían ido todos al otro lado de la calle… y habrían permanecido juntos durante otras pocas semanas de creciente incomodidad. Graham echaba en falta su soledad, y Richard Allbee quería alojarse en su casa o venderla; la necesidad obsesiva de estar siempre juntos había menguado. La realidad, el mundo de la otra gente, los reclamaba, y ellos habían empezado a responder a la llamada. Tabby había vuelto al colegio, y Richard quería asegurarse de que tuviese un lugar tranquilo donde estudiar; también quería volver a trabajar con regularidad y dejar de apoyarse en John Roehm. Quizá Graham era a veces dictatorial; quizá Richard se impacientaba a veces.
El viejo no había esperado nunca que Richard vendiese su casa, y no se disgustó cuando Richard le dijo que, a fin de cuentas, había resuelto conservarla.
—¿Vas a adoptar a Tabby? —preguntó Graham.
—Me gustaría hacerlo —dijo Richard, admitiéndolo conscientemente por primera vez.
—Eso está bien —dijo Graham, que no tenía motivos para interrogarle acerca de Patsy.
Todos la querían, pero de una manera que, misteriosa pero firmemente, prohibía la expresión física del amor… Graham no comprendía la razón, pero lo que había hecho Patsy por ellos en Kendall Point había sellado aquella puerta para siempre.
Como una excéntrica parodia de vida social suburbana, los moradores de ambas casas comían a menudo juntos, salían de paseo, reían tomando unas copas e incluso iban al cine. Richard pensó que nada le impedía adoptar a Tabby e inició el procedimiento legal a finales de octubre. Graham y Patsy convivieron cómodamente durante un tiempo, como si fuesen padre e hija.
Pero al fin advirtió Graham que sus papeles se habían invertido. En vez de cuidar él de ella, Patsy parecía ahora protegerlo, mimarlo, casi cuidarlo como a un enfermo. Para Graham, esto era terriblemente desconcertante. No quería sentirse tan viejo. Como Richard, quería volver a su trabajo. Y, en definitiva, Patsy tomó la decisión.
Richard Allbee ayudó a Graham a empezar de nuevo. Tomaban unas cepas juntos en el cuarto de estar de Graham, la víspera de Navidad. Un arbolito de plástico sobre un estante era la única señal de aquel momento, Graham vivía ahora solo y se sentía ligera y secretamente aliviado de que la mujer a quien más quería en el mundo no le obligase a tomar su desayuno todas las mañanas. Richard también estaba solo: Tabby le había persuadido de que lo dejase ir a Aspen con la familia de un amigo del colegio. Los dos hombres celebrarían solos su pequeña y desafiadora Nochebuena. Richard estaba asando un pavo, y había traído dos botellas de excelente «Margaux» para regarlo.
—¡Eh! Yo soy un ex alcohólico —protestó Graham—. No puedo beber toda una botella de eso.
Se había acicalado para la cena; había desenterrado en el desván una chaqueta smoking de terciopelo verde con solapas negras de seda, y esta maravillosa prenda de etiqueta cubría una camisa de lana azul pulcramente planchada y encuadraba una corbata de punto con irregulares rayas horizontales. Calzaba unos pesados zapatos negros a los que no se había molestado en quitar el polvo.
—Entonces deja de beber ginebra —le dijo Richard.
—¡Oh! Casi nunca la tomo… Sólo en ocasiones especiales, ya sabes.
Por un momento, pareció que Patsy McCloud estuviese con ellos en la habitación; tan claramente la había evocado aquella alusión.
Graham rompió el silencio.
—¿Has sabido algo de Tabby últimamente?
—Me llama cada dos días; precisamente hablé con él antes de venir aquí. Lo está pasando en grande. Le echo en falta, pero me alegro de haberle dejado ir allá.
Ambos sabían que el otro estaba pensando aún en Patsy.
—Graham —dijo Richard—. Todavía no sé lo que ocurrió en realidad.
—No —dijo el viejo.
—Pensé que, de algún modo, lo entendería mejor con el paso del tiempo. Creí que llegaría a pensar que el asunto de «Telpro» fue más importante de lo que nos pareció entonces.
—La instalación de «Telpro» estaba allí —dijo Graham—. Creo que Gideon Winter pudo apoderarse de ella y utilizarla debido al nombre: DRG. O quizás el nombre fue pura coincidencia, y el accidente fue un verdadero accidente, y Winter se limitó a aprovechar la ocasión. Existe otra posibilidad, pero no me gusta.
—Que nosotros fuimos en parte responsables del llamado accidente —dijo Richard.
—Que contribuimos a que el veneno se extendiese en todo el Condado de Patchin. —Graham hizo una mueca de disgusto—. Pienso que fue lo que aquel investigador, Wise, dijo que era: una carta loca. Pienso que, cuando se dio cuenta de lo ocurrido, el Dragón se hizo cruces de su suerte. Todo contribuía a aumentar su fuerza. En realidad, habría podido causar otro «Verano Negro». Bueno, supongo que lo causó. —Alzó la cabeza y miró casi alegremente a Richard—. Al menos sabemos lo que causó el incendio de «Royal Cotton».
—¿Piensas que fue el Dragón? ¿Lo piensas de veras?
—Tú lo mataste, ¿no?
—Pienso que Patsy lo mató —dijo Richard—, fuese aquello lo que fuere. —Guardó silencio unos instantes—. Deberías escribir toda la historia, Graham; escribirlo todo tal como nos pareció. Al menos aclararía las cosas para nosotros.
—Me sentiría demasiado tentado a inventar cosas —dijo Graham—. Inventaría diálogos. Especularía sobre lo que les ocurrió a ciertas personas. Sin darme cuenta, escribiría una novela.
—Tampoco estaría mal —dijo Richard—. Es lo que parece.
Graham asintió con la cabeza.
—Pero aún es imposible. A pesar de lo mucho que hemos hablado, todavía no sé bien lo que estuvisteis haciendo, tú y Patsy, en los meses de mayo y junio. Tendría que inventarlo, y probablemente os defraudaría lo que escribiese de vosotros.
—Dejaré que uses mi Diario —dijo Richard.
—Lo pensaré.
—Patsy lleva también un Diario —dijo Richard, sonriendo.
—Lo sé. Pensaré en esto.
A la mañana siguiente, Graham telefoneó a Richard y le pidió que le trajese su Diario.
Dos años más tarde, poco antes de que Graham Williams acabase de escribir su excelente libro Dragón, Richard Allbee llevó a su nueva esposa, a un nuevo bebé y a Tabby Smithfield a Francia, para unas cortas vacaciones. Había terminado dos importantes trabajos de restauración en Nueva Inglaterra, y pronto empezaría otro en Virginia. Había sido invitado por una asociación francesa de arquitectos a pronunciar una conferencia en su asamblea general, y Richard aprovechó encantado la oportunidad de llevar a su nueva familia a París. Su esposa, que tenía diez años menos que él y trabajaba en el «Museo de Arte Moderno», hablaba un francés casi perfecto. Regresarían dos días antes del ingreso de Tabby en la Universidad de Connecticut para estudiar el primer curso, y el pequeñín sólo tenía tres meses, no estaba sujeto al calendario y era sumamente manejable.
Richard los llevó a los museos, a los parques y a restaurantes: dio su conferencia en un francés inculcado por su esposa; acompañado de ésta y de Tabby, paseó la murmuradora criatura por calles elegidas al azar y sintió una alegría inverosímil. Si algún poder maligno le había dado el verano de 1980, otras fuerzas le habían dado éste.
Entonces, dos días antes de aquel en que debían regresar, Richard, esta vez sin acompañamiento, sacó el cochecito del bebé por la lujosa entrada del hotel «Intercontinental» y, por ninguna razón particular, se dirigió a la Place Vendóme. Su esposa se había llevado a Tabby de compras —había dicho que para una hora— y Richard quería que su hijo disfrutase de un poco de aire fresco; además, como su estancia en París tocaba a su fin, no quería perder el poco tiempo que le quedaba. Vagó distraídamente por la Place Vendóme, mirando los escaparates, y con igual indiferencia tomó la dirección de la Ópera. Después de andar cinco o seis manzanas, empezó a pensar en lo agradable que sería tomar una cerveza, y miró a su alrededor buscando un café.
Entró en una calle que no conocía y vio un grupito de mesas en la próxima esquina. Empujó el cochecito hasta el café, eligió una mesa exterior y se sentó. El niño hacía ruidos de motor con la boca y, muy contento, movía las manos arriba y abajo. El camarero se acercó y él pidió la bebida con un acento que su esposa habría calificado de «serbo-francés». Richard miró a los otros nueve o diez parroquianos del café, confiando en que ninguna señora amante de los niños se acercase a hacerle mimos a su hijo y le obligase a seguir exhibiendo su «serbo-francés». Oui, rnadame, il est tres beau. Poco podría decir aparte de esto. Entonces vio un hombre grueso y de cabellos grises sentado de cara a él en el lado opuesto del café, y pensó que había perdido la cabeza. El verano de 1980 volvió hacia él con todo el peso de su locura. Reconoció aquella cara y, por un instante, se quedó paralizado. El Dragón le había mostrado aquella cara en un túnel interminable, y había tratado de asesinarlo con ella.
Unos fríos segundos más tarde, se dio cuenta de que aquel hombre no iba a hacer nada semejante. El individuo era justamente lo que parecía, y no una criatura letal de Gideon Winter. Richard apreció detalles que había observado en el túnel, el aire que este hombre tenía de ser un marino mercante o un poeta bohemio, pero también se fijó en su apariencia completamente normal: era un hombre a quien le gustaba dar la imagen tradicional del poeta típico. Su padre pudo ser un buen conversador, un buen bebedor, y en muchas ocasiones un buen trabajador; su irresponsabilidad esencial le debió de aparecer sólo en caso de ser presionado. Siempre tuvo muchos amigos. Richard comprobó hasta su propio parecido con aquel hombre. Dentro de veinticinco años no sería muy distinto a él.
Richard se marchó de allí con su hijo y se dirigió al lado opuesto del café. Sujetaba al niñito en sus brazos y, mientras el corazón le latía apresuradamente, dijo:
—Michael Allbee, es Michael Allbee.
Un desconocido, desconcertado, levantó el rostro hacia él. No se trataba de su padre; ni siquiera se parecía ya a la figura del túnel. Aquel hombre era un ciudadano parisino, que parecía asombrado y ofendido en igual medida. Richard se fue de aquel lugar con el niño, el cual empezó a chillar.
Un misterio tras otro. Richard se dirigió con el pequeño Michael hacia donde él creía que se encontraba el «Intercontinental», pero casi inmediatamente advirtió que se había extraviado. Prácticamente por vez primera en su vida, le había fallado el sentido de la orientación. Desistió de encontrar el camino y paró un taxi cuando el bebé, que todavía mamaba, empezó a chillar pidiendo leche, en tono fantástico y dominador. Él no habló a su sensata, atractiva y agresiva segunda esposa, de su ridículo encuentro con su «padre»; ella presumía que su padre y su madre estaban muertos desde hacía tiempo. Richard no volvió a sentirse realmente cómodo hasta que se halló con toda su familia en el gran reactor de «Air France» con rumbo al aeropuerto «JFK».
Un misterio tras otro.
Patsy McCloud se había desvanecido de sus vidas, aunque ninguno de ellos había aceptado la realidad de esta desaparición. Durante sus semanas con Graham, Patsy había tomado la costumbre de salir sola por la noche. Graham Williams solía acostarse antes de las diez, y no podía oponerse a sus no explicadas salidas, sobre todo habida cuenta de que sólo se enteraba de ellas porque el ruido de la puerta del garaje al cerrarse de golpe lo despertaba a las tres de la madrugada. Siempre que ocurría esto, Patsy le saludaba seis horas más tarde, ofreciéndole café recién hecho y dándole órdenes sobre el desayuno; se mostraba enérgica y jovial, parecía descansada, y se empeñaba en que él consumiese huevos. Grandes cantidades de ellos.
Al fin confió a Graham que había conocido a un hombre que le gustaba. Este hombre era un abogado de Chappaqua, Nueva York, y era viudo; había conocido a Patsy hacía años, en el «Club Med» de Martinica, donde había ella pasado diez días con Les y otras cuatro parejas de la compañía. El hombre había visto su retrato en Newsweek, se había enterado del número de su teléfono por el servicio de información, y había logrado comunicarse con ella en una de las raras horas que pasaba en su casa de Charleston Road. Se llamaba Arthur Powers. Se había acordado de ella, y lo que más había gustado a Patsy había sido que Arthur Powers no le había gastado bromas sobre los sucesos del último verano.
Patsy vendió su casa por medio de Ronnie Riggley: Hampstead era todavía un grande y conveniente dormitorio para la gente de Nueva York, y el accidente químico de unos meses atrás no podía mantener a la gente alejada por mucho tiempo, en especial cuando las fincas habían bajado tanto de valor. Les había tenido un seguro de hipoteca y una importante póliza de seguro de vida. Si Patsy perdió dinero con la venta de la casa, le quedó casi tanto como el que había heredado y despilfarrado Clark Smithfield.
Patsy pasó la Navidad de 1980 en Chappaqua con Arthur Powers.
Por aquellos días, se había ido ya definitivamente. Después de las cinco semanas de estancia en casa de Graharn, se había marchado a Manhattan, a casa de una amiga, sin darle más explicaciones. «Te quiero mucho —le había dicho por teléfono—, te quiero porque no puede ser de otra manera», y estas palabras le hicieron desear ardientemente que volviese, aunque lo incordiase con el desayuno.
Doce días más tarde, Graham recibió una postal desde alguna isla. El matasellos borraba la inscripción, y por mucho que trató de descifrarla, las negras rayas ocultaban todo lo que había debajo. El texto decía: AP ha sido todo un hallazgo, a fin de cuentas. Te echo muchísimo en falta. Arena blanca. Cálido sol. Delicioso. Tómate un martini «Bombay» y piensa en mí. Te quiere, P. La foto de la postal mostraba un sol poniente, unas palmeras, un mar lánguidamente azul. El brutal matasellos apenas si le permitió identificar un sello británico. ¿Británico? ¿Las Bermudas? ¿O parecía realmente británico lo que podía ver del sello?
Patsy le telefoneó desde Nueva York, desde Chappaqua. Siempre tenía prisa, siempre se mostraba cariñosa. Arthur Powers y ella pensaban comprar juntos una casa. «¡La suya se parece demasiado a la tuya, Graham! Soy una chica malcriada. Necesito aislamiento.»
Después, le envió una tarjeta con una dirección: The Birches, 28 Woodland Glen, Chappaqua, Nueva York. Casada de nuevo, pero todavía Patsy McCloud, os quiero a todos siempre y para siempre, rezaba la nota manuscrita que figuraba en la tarjeta.
Se había ido; para siempre. Richard conoció a la mujer con quien se casaría en una fiesta celebrada en Nueva York, y le preguntó si había estado alguna vez en Hampstead.
—¿En Londres? Claro que sí.
—No. En Connecticut.
—¿Todavía vive alguien en Connecticut?
Sobrevivieron a esta conversación.
Tabby se enamoró de una chica de su clase, no tuvo suerte, y después volvió a enamorarse. Graham trabajó en su intrigante libro. Richard pasó más y más tiempo con la mujer que había conocido y por fin la trajo a casa para presentarle a Tabby.
Patsy se había ido. Estaba casada con un abogado llamado Arthur Powers y vivía en Chappaqua. O no estaba casada y no vivía allí. Una noche, Graham trató de averiguar su número de teléfono por el servicio de información del Condado de Westchester, pero le dijeron que ningún Arthur Powers y ninguna Patricia McCloud figuraban en la lista de Chappaqua. Richard envió una carta a 22 Woodland Glen para notificar a Patsy que pensaba casarse de nuevo, pero la carta le fue devuelta con el sello de dirección desconocida.
Todos soñaban en ella. Richard soñó en Patsy McCloud plantada en la cima de una colina, la noche antes de su boda. Ella le sonreía, y él comprendió al fin que lo quería bien.
Su teléfono sonó a las cuatro de la mañana del día en que nació su hijo; acababa de llegar del hospital.
—¿Te ha ocurrido algo feliz esta noche? —le preguntó la voz querida de Patsy.
—¡Oh, Patsy! —exclamó él—. Ha sido algo maravilloso: acabo de ser padre. Pero ¿cómo diablos lo has sabido?
—Las Tayler tenemos nuestros secretos —dijo ella—. Ahora me siento feliz. ¿Lo eres tú?
—¿Ahora? Estoy a punto de reventar. Soy muy feliz.
—Bravo —dijo ella—. Si sientes esto, yo también.
—Te envié una carta —consiguió decir él, pero Patsy hablaba de nuevo, y las palabras de él oscurecieron las de ella.
¿La recibí? ¿Cambié de casa? Podía ser cualquiera de ambas cosas.
—Perdón —dijeron los dos.
—Tengo que irme —dijo la voz clara de Patsy—. Me alegro de que al fin seas padre.
—¿Cuál es tu número de teléfono, Patsy? Hemos tratado de llamarte…
—Vamos a cambiarlo. Te mandaré el nuevo número cuando lo tenga.
—Hazlo, por favor. Quiero verte de nuevo, y Graham te añora, y Tabby quiere contarte todo sobre su amiguita.
Ella se echó a reír.
—Bueno, ¡habéis hecho algo grande!
—Nosotros hicimos algo grande una vez —dijo Richard, pero se había cortado ya la comunicación.
Tomó el dragón, la serpiente antigua,
que es el diablo, Satanás, y le encadenó
por mil años.
Apocalipsis XX, 2