1

—El marido no lo hizo —dijo Ronnie Riggley a los Allbee el miércoles por la mañana, al salir del centro comercial—. Había algo raro en esa dama. No quiero decir que fuese una cualquiera, pero sí que era amiga de hacer favores. Bobo piensa que su marido lo sabía. El sábado estuvo en «Franco’s» y se encontró allí con un tipo. No se quedaron mucho rato, y ninguno de los que estaban en el bar reconoció al hombre.

—Sería forastero —sugirió Laura.

—Podría ser, pero es lo que decirnos siempre en Hampstead —dijo Ronnie, echándose a reír—. Si se produce un robo en una casa, como ocurre con frecuencia, la gente siempre dice que el ladrón venía de Norrington o de Bridgeport. Pero lo cierto es que los tipos del bar miraron a Stony y no se preocuparon de mirar dos veces al hombre. Bobo dice que la Policía tiene cinco descripciones diferentes de él. Igual podía ser un rubio de cuarenta años que un sesentón de cabellos blancos. Lo único en que están de acuerdo es en que no era un parroquiano de «Franco’s». En cambio, supongo que unos cuantos reconocieron a Stony. No debería decirles esto antes de que ustedes se hayan establecido aquí, pero sospecho que algunas de nuestras esposas de ejecutivos frecuentan «Franco’s». No sé lo que esperan encontrar allí, ¿Leñadores? Tal vez soy demasiado rígida, pero me parece de mal gusto.

—En todo caso, pudo ser el marido —dijo Laura—. Ha dicho usted que estaba enterado de sus aventuras.

—Oh, tiene una coartada —dijo Ronnie—. El bueno de Leo Priedgood estuvo en Woodville toda la tarde. Trabaja pura una gran corporación, y no sólo un par de personas pueden atestiguar que estuvo allí, sino que habló dos veces por teléfono con el general Haugejas.

—¿Henry Haugejas? —preguntó Richard, sorprendido—. ¿El que estuvo en Corea?

—¿Existe otro? —preguntó Ronnie—. Argolla de Hierro. Uno de los detectives habló con él personalmente. Dijo a Bobo que se mantuvo en actitud de firmes todo el rato que estuvo hablando por teléfono.

—Todo un carácter, supongo —dijo Richard—. ¿Va todavía rodeado de cañones?

—Hace dos años le pegó un tiro a un ladrón —dijo Ronnie—. ¿Se imagina? En el centro de Nueva York. —Ronnie se echó a reír—. Iremos primero a ver una casa de cuatro dormitorios en el límite de Hampstead y Old Sarum. Tiene mucho carácter. Y después veremos otra en Greenbank. Creo que ésta les gustará.

2

Richard estaba convencido de que Ronnie hacía todo lo que podía. Cualquier agente de la propiedad inmobiliaria se ve limitado por las ofertas existentes en el mercado. Además, los precios de las casas se habían triplicado en los últimos diez años, los tipos de interés de las hipotecas eran los más elevados de la historia, y muchas de las casas que les gustaban a Laura y a él estaban fuera del alcance de su bolsa.

—Old Sarum es mucho más rural que Hampstead —dijo innecesariamente Ronnie, después de recorrer casi kilómetro y medio sin ver ninguna casa—. A mucha gente le gusta esto.

Laura emitió un sonido que no comprometía a nada desde el asiento de atrás.

—Desgraciadamente, la propietaria estará en la casa cuando yo se la muestre. Supongo que debió de ocurrir algo. En realidad, se empeñó en estar en casa. Es viuda.

Por fin llegaron a un camino cubierto de hierba. Era una casita de campo a la que diversos dueños habían añadido habitaciones. Un estudio con paredes de cristales se levantaba sobre el moderno garaje. Todo el edificio había sido construido en la falda de una colina muy boscosa, y parecía trepar por ella abriéndose paso hacia la cima como una masa de hiedra.

—¿Cree realmente que podríamos pagarla? —preguntó Laura.

—Mrs. Bamberger tiene prisa por vender —dijo Ronnie, al apearse todos del coche—. Se marcha a Florida dentro de un par de semanas. En todo caso, pensé que valía la pena echarle un vistazo. —Lanzó una mirada temerosa a Laura y a Richard—. Aunque tengo miedo de que les rompa los tímpanos con su garrulería.

Mrs. Bamberger, gruesa anciana de traje azul oscuro con pantalones, les recibió en la puerta. Unos lentes con montura de oro pendían de una cadena alrededor del cuello.

—Hola, Mrs. Riggley —dijo a Ronnie—. ¿Mr. y Mrs. Allbee? Pasen y vean la casa. Los dejaré solos.

Pero, tal como había predicho Ronnie, no les dejó solos, sino que les acompañó en su visita, describiendo la casa y cuanto había en ella. Todo era uniformemente excéntrico. Las habitaciones estaban tan atestadas de pesados muebles antiguos que Richard tenía que esforzarse para hacerse una idea de sus verdaderas dimensiones. Algunas habitaciones tenían comunicación entre ellas, de manera que pasar de unas a otras era como recorrer una hilera de vagones de ferrocarril. En algunos casos tenían que subir unos peldaños para entrar en la pieza contigua. Mrs. Bamberger no paraba de hablar. Aquella pantalla de la chimenea la compramos nosotros. La porcelana de Meissen fue un regalo de… ¿No les gustan las chimeneas? A mis hijos les gustaban. Los techos de casi todas las casas eran sólo unos centímetros más altos que las cabezas de Richard y Laura. Mrs. Bamberger no cesó en sus comentarios hasta que llegaron al estudio de encima del garaje, donde pareció relajarse un poco.

—Ésta es la única parte que añadimos nosotros —dijo—. Es un sitio maravilloso para contemplar las bestezuelas del exterior. Y también los pájaros. Está en una zona separada, de modo que uno puede sentarse aquí en la estación fría, sin tener que gastar dinero en calentar el resto de la casa.

—Está muy bien —dijo Richard, absteniéndose de añadir; que se tendría que andar medio kilómetro para llegar a la cocina.

—Probablemente, a ustedes les gustaría que toda la casa fuese así —dijo Mrs. Bamberger—. La mayoría de los jóvenes piensan de esta manera. A mi marido y a mí nos gustaba la vieja casa de campo, con sus techos bajos y todo lo demás. Nos recordaba a Miss Marple.

Richard lanzó una carcajada; esto era perfecto. El edificio primitivo sólo necesitaba una cubierta de ramaje para que pareciese una casita de campo inglesa de las novelas de Agatha Christie.

—¿Quieren preguntar algo más a Mrs. Bamberger acerca de la casa? —terció Ronnie, con cierta impaciencia.

Los Allbee se miraron. «Marchémonos de aquí.»

—Desde luego, tengo demasiada imaginación —dijo Mrs. Bamberger—. Mi marido solía decírmelo. Pero sé algo que no es imaginación. Usted es Richard Allbee, ¿verdad?

—Sí —dijo Richard.

«Ya estamos», pensó.

—Nació usted en Hampstead al final de la guerra. Y le llevaron a California antes de que fuese a la escuela.

Richard, intrigado, asintió con la cabeza.

—Entonces, conocí a su padre —dijo ella.

Richard se quedó boquiabierto.

—Yo no —consiguió decir—. Bueno, quiero decir que no llegué a conocerle. Por lo visto no le gustaban mucho los niños.

Mrs. Bamberger lo miraba fijamente. De pronto, le recordó a su maestra de quinto curso.

—Nunca debió casarse, eso es todo. Pero le dio a usted su bella cara. Era también bajito, como usted. Y muy educado. Pero Michael Allbee era un mariposón. No podía apegarse a nada.

Richard sintió que el suelo oscilaba bajo sus pies. Sabía que siempre recordaría estos momentos, que serían parte de él en adelante: la gorda anciana con pantalones de poliéster plantada delante de una estantería de libros en una habitación con paredes de cristal. Entonces, conocí a su padre. Michael Allbee. Era la primera vez que oía el nombre de pila de su padre.

—¿Qué más puede decirme? —preguntó.

—Era bueno con sus manos. ¿Y usted?

—Sí. Sí, lo soy.

—Y era encantador. Sólo que andaba descarriado. Michael solía venir aquí para ayudarnos en las reparaciones y a cuidar el césped. Trabajaba en casas en toda la villa. Pero cuando conoció a Mary Green dejó de venir, y esto causó un gran disgusto a mi marido. Íbamos a ayudarle para que cursase estudios superiores. Pero entonces tenía el dinero de los Green para resguardarle, y ya no nos necesitaba. —Sonrió a Richard—. En muchos sentidos, era un buen hombre. Nada de qué avergonzarse. No se casó por el dinero. Su padre no era de esta clase.

—¿Trabajaba en las casas? —preguntó Richard, casi sin creerlo.

—Hacía de todo. Mi marido siempre decía que habría podido ser arquitecto. Pero, sin duda, habría podido ser contratista, o algo por el estilo.

—¿Sabe usted si vive?

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé. Era uno de esos hombres que nunca pensaba en el futuro; por consiguiente, es posible que aún lo tenga. Hoy tendría poco más de sesenta años.

En algún lugar del mundo, un hombre de cabellos blancos y con su semblante estaría comprando un periódico o segando hierba. Viviendo en una pensión barata. Jugando con chiquillos que podrían ser sobrinos o sobrinas de Richard. Plantado en la cubierta de un buque de carga fumando una pipa. Durmiendo en una choza en una playa. Mendigando a desconocidos con el atuendo de Bill Bentley.

—¿Vive todavía su madre? —preguntó Mrs. Bamberger.

—No. Murió haca seis años.

—Mary era muy enérgica. Apuesto a que le hacía trabajar. Debía de tener miedo de que le diese aquella ventolera irresponsable.

—Sí, sí. Yo trabajaba.

—Bueno, ha venido usted al sitio adecuado —dijo la vieja—. Por parte de su madre, se remonta aquí a los primeros tiempos. Un remoto antepasado suyo fundó esta población en 1645. Josiah Green. Uno de los primeros colonos. Tiene usted pura sangre de Hampstead en las venas. La sangre de Greenbank. Aquí es donde empezamos.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Richard.

—Sé de esta población más que cualquiera, excepción hecha del viejo Graham Williams y del bibliotecario Stanley Crane. Y tal vez sé casi tanto como ellos. Lo estudié, Mr. Allbee. Sé todo lo referente a los granjeros de Greenbank. Un vivales llamado Gideon Winter llegó y se hizo con la mayor parte de sus tierras, Tengo algunas ideas acerca de él, pero a usted no le interesarían. Está buscando una casa, y le tiene sin cuidado lo que pueda decirle una vieja en toda la mañana.

—No —dijo Richard—. No es verdad. Yo…, hum…, yo…

Ella irguió los hombros.

—¿Va a comprar mi casa?

—Bueno, tenemos que hablar de ello; hay muchos factores…

Ella siguió mirándole a los ojos.

—No —dijo Richard.

—Entonces, otro la comprará. Los acompañaré a su coche.

Al abrir la puerta, dijo a Richard:

—Su padre tenía mucho que ofrecer. Confío en que usted también lo tenga, joven.

Cuando estuvieron a salvo en el «Ford» de Ronnie, Laura preguntó:

—¿Cómo te sientes?

—No lo sé. Me alegro de haber venido. Pero estoy como aturdido.

—Bueno, volvamos al pueblo para almorzar o tomar café o alguna otra cosa —dijo Ronnie—. Me parece que le conviene.

Él asintió con la cabeza, y ella sacó el coche del camino. Justo antes de llegar a la calle, dijo Ronnie:

—¿Quiere que vaya en la otra dirección? Podría ver dónde vivió su padre. Sólo hay un par de casas más arriba. Tiene que ser una de ellas.

—No —dijo él—. No, gracias. Volvamos a la villa.

3

Así fue cómo llegaron los Allbee a Greenbank y a Beach Trail. Llegaron bajo la luz crepuscular de una revelación, y compraron la primera casa que vieron.

—Creo que ésta les gustará —dijo Ronnie, mientras bajaban por Sawtell Road. Torcieron a la derecha entre el vivo tráfico y entraron en Greenbank Road—. Pertenece a otra viuda, Bonnie Sayre. Sayre se marchó la semana pasada, y la casa sólo lleva un par de días en el mercado. La pusimos el lunes en nuestra lista. Tiene cuatro dormitorios, un cuarto de estar y un hermoso estudio que Richard podría emplear como oficina. Tanto el cuarto de estar como el estudio tienen chimenea. También hay un bonito porche. La casa fue construida en los años de 1870 por la familia Sayre, y nunca estuvo en el mercado antes de ahora. Sayre hijo está en Arizona, y su madre se fue a vivir con él.

Pasó por el puente que cruzaba la I-95 y después el más pequeño y un tanto convexo que pasaba por encima de la vía férrea.

—Y Greenbank es una zona especial. Tiene oficina de Correos y número postal propios, y es la parte más antigua de Hampstead. Bueno, esto ya lo saben ustedes. Incluso tiene quizá su nombre de alguno de sus antepasados.

—Mi madre nunca hablaba mucho de Hampstead —dijo Richard—. Lo único que yo sabía era que mi padre y yo habíamos nacido aquí. Y también los padres de Laura.

—¿De veras? —exclamó Ronnie, entusiasmada—. Entonces es como una vuelta a casa. Oh, miren a la derecha. Aquella casa grande junto al Sound es la del doctor Van Horne. Ahora estamos en Mount Avenue. La llaman «La Milla de Oro».

—¿Cuánto costaría una casa como ésa? —preguntó Richard.

La casa del doctor Van Horne, tres pisos de madera blanca inmaculada, era larga como un hotel. La fachada daba directamente sobre el último trecho de Gravesend Beach. Un largo paseo serpenteaba en lo que parecía un parque.

—En la actualidad, yo diría que unos ochocientos mil dólares. Y esto sin la pista de tenis ni la piscina.

—No nos conviene este barrio —dijo Laura, siempre práctica.

—La casa Sayre es más barata que la que estuvimos viendo antes —dijo Ronnie—. Tiene dos inconvenientes. Esperen. El primero es que la fachada está en la parte de atrás. El paseo de entrada lleva a la parte posterior de la casa. Hay una pequeña colina, y supongo que el primitivo Sayre, el que construyó el edificio, quería contemplar el bosque que había allí.

—¿Y cuál es el segundo? —preguntó Laura.

—Bueno, creo que Mrs. Sayre vivió mucho tiempo sola. Tenía una enorme cantidad de gatos. Supongo que se chifló un poco unos años después de la muerte de su marido. En realidad, daba albergue a todos los gatos que se presentaban. Debía tener un centenar. La gente la llamaba la dama de los gatos.

—¡Oh, no! —exclamó Laura.

—Bueno, ya no están allí —dijo Ronnie—. Pero el recuerdo subsiste. ¡Una suerte para ustedes! De no haber sido por todos aquellos gatos, la casa se habría vendido el lunes. Alguien estaba dispuesto a pagar el precio pedido, pero se echó atrás al percibir el olor.

—¿Tan malo es? —preguntó Laura.

—Sólo olor a gatos —dijo Ronnie, riendo.

—Sé cómo arreglar esto —dijo simplemente Richard—. Vino blanco, vinagre y bicarbonato sódico. Y, después, grandes cantidades de jabón y agua.

El coche subió por Beach Trail. Ronnie sabía, aunque no lo dijo a los Allbee, la razón de que todas las cortinas estuviesen corridas en la casa de Hughardt. Charlie Antolini, todavía demasiado feliz para ir al trabajo, les saludó con la mano desde la mecedora del porche. Se cruzaron con un individuo de mísero aspecto, con zapatos negros de tenis, gorro yanqui y una camiseta negra que le estaba grande. El viejo se dirigía a su casa a pata, en el último trecho de su paseo diario. Ellos no lo advirtieron, pero, como era curioso, él sí que se fijó en ellos.

Vi a tu madre, Bultito. Debiste de ser una belleza.

4

Momentos más tarde, los Allbee vieron su casa por primera vez.

5

Del Diario de Richard Allbee:

Volvemos a tener casa propia, o la tendremos en cuanto consiga una hipoteca. Esta tarde hemos firmado los documentos y pagado el primer plazo, muy módico, en la oficina de Ronnie. ¿Existe realmente alguien que, cuando compra una casa, sepa que hace lo más conveniente? Me imagino que esta noche me levantaré y empezaré a pasear arriba y abajo, preguntándome si la cocina es aún más pequeña y oscura de lo que me pareció. ¿Están rotos todos los cordoncillos de las ventanas? ¿Encontraré la manera de pasar los cables eléctricos por toda la casa sin agujerear las paredes? (La instalación es muy antigua.) ¿Cuánta agua debió pasar por el deteriorado tejado? ¿Habrá vigas podridas? ¿Habrá que derribar alguna chimenea? La lista de preguntas podría continuar indefinidamente. Y existe el olor, naturalmente. Lo bastante malo para dañar el cerebro. Toda la casa fue una enorme jaula de gatos.

Pero es una casa hermosa. Cuando Laura y yo entramos en ella, tuvimos uno de esos destellos de percepción extrasensorial marital y dijimos al unísono: «Ésta es.» Creo que a Laura le encantará, y esto hace que todo lo demás carezca de importancia. Es una casa Segundo Imperio; tejado a la Mansard, buhardas, columnas junto a la puerta, y buena y abundante ornamentación. La clase de casa que Laura y yo esperábamos encontrar, pero temíamos no poder pagar. La parte de atrás, que da a la calle, es muy vulgar, pero la fachada es asombrosa e incluso la vista de los campos y huertos de la pequeña colina es muy hermosa. Me gusta el lugar; incluso me complace la posición Invertida de la casa, que parece muy adecuada para mi trabajo. Y cuando miro al futuro —nuestro futuro, el de Laura y mío—, pienso que la vieja mansión de los Sayre será un lugar perfecto para criar a nuestros hijos. Habitaciones grandes, 0,80 hectáreas de terreno alrededor, un ático que puede convertirse en cuarto de jugar…, sí, ha sido una suerte fantástica, fantástica. Hace un par de noches pedí a Dios que nos ayudase, y creo que lo ha hecho.

Hoy he adquirido una casa y un padre, y no puedo mantener a éste alejado de mi pensamiento. Michael Allbee. Estoy seguro de que todavía vive. Y me pregunto si trabajaría en la vieja casa Sayre cuando vivió en Hampstead. Si era una especie de carpintero autónomo, es posible que lo hiciese.

Tal vez haya sido un golpe de suerte que marque el principio del fin de nuestras preocupaciones. Tal vez, por fin, dejaré de soñar en Billy Bentley.

Es un comienzo tan feliz que no quisiera mencionar el sueño que tuve la noche pasada, pero lo referiré, aunque sólo sea para que me haga sonreír dentro de unos años. Yo me hallaba en el cuarto de estar de una casa extraña. Totalmente desnuda de muebles. Fuera, rugía una violenta tormenta. Miré por la ventana y vi una figura que paseaba por el jardín, y, al observarla mejor, comprobé que era Billy Bentley. En aquel instante, giró en redondo y se puso de cara a mí. Me asustó. Es la manera más sencilla de decir el efecto que me produjo. Me estaba haciendo furiosas muecas. La lluvia había aplastado sus largos cabellos sobre el cráneo. Era la viva imagen de la mala suerte, de la perdición inminente. El cielo estaba enfurecido, y un rayo cayó en el suelo detrás de Billy. Éste sabía que yo no le quería en la casa…, que se convirtió de pronto en el elemento crucial. Él tenía que quedarse fuera en plena tormenta. Sumamente agitado, empecé a correr alrededor de la habitación vacía, y me desperté casi incapaz de abstenerme de bajar corriendo la escalera para asegurarme de que las puertas estaban cerradas.

Pero basta de esto. En cuanto hayamos asegurado la casa, iré a Rhode Island a buscar un contratista que se encargue de las obras a realizar en ella. Tengo un par de proyectos…

6

«Telpro» había concedido una semana de licencia a Leo Friedgood, y él había pedido otra, prometiendo volver a la oficina el lunes 2 de junio. Durante siete días, había pasado casi todas sus horas de vigilia en compañía de policías, ya en su casa, ya en una oscura y pequeña habitación de la atestada y vieja Comisaría de Hampstead. Durante estas sesiones, se había visto obligado a confesar que su esposa había sostenido relaciones íntimas con otros hombres, y que él había consentido, sino fomentado, sus actividades sexuales. Esta confesión había hecho que Leo se sintiese como desnudo. Era una humillación peor que cuantas hubiese sufrido jamás. La Policía, al principio compasiva, se había vuelto fría, casi despectiva a su respecto. Un corpulento y viejo polizonte, a quien los otros llamaban Tortuga, chusco los labios la tercera o cuarta vez que fue él a la comisaría. Que este desastrado viejo bruto, un fracasado incluso a escala de la Policía, pudiese expresar la misma actitud de los otros agentes y detectives, incordiaba a Leo. Él había triunfado, y ellos no. (En opinión de Leo, ningún policía podía triunfar.) Él pagaba en impuestos sobre la renta más de lo que ganaban ellos en un año. Era más poderoso que ellos, contribuía más que ellos a mover el mundo. Su reloj de pulsera valía un tercio de su salario, y su automóvil, tres cuartos de lo mismo. Pero estas cosas, que significaban tanto para Leo, parecían contar muy poco para el policía que le interrogaba. Incluso cuando había dejado de ser ligeramente sospechoso, había sentido su desprecio. «¿Cuántas veces al mes iba su esposa a “Franco’s”? ¿Cuántas veces fue el mes pasado? ¿No le preguntó nunca los nombres de los hombres que traía a casa? ¿Tomó alguna fotografía?»

La cara de aquel viejo y gordo desgraciado llamado Tortuga, frunciendo los carnosos labios…, ¡puah! Estaba seguro de que se reían de él en aquellas pequeñas habitaciones. Y esta convicción, tanto como su sincero dolor por la muerte de Stony, hacía que se quedara en casa, incapaz de trabajar.

Por primera vez en su vida, empezó a beber por la noche. Calentaba platos mientras veía la tele o quemaba hamburguesas en la parrilla, y buscaba en la bodega buenos vinos para malgastarlos con aquellas terribles comidas. Antes de cenar, se tomaba varios whiskies. Con un correoso y salado goulash en una fuente de latón, se bebía una botella de «Brane-Cantenac 1972 Margaux», mientras la televisión atronaba con melifluas estupideces. Después de arrojar la mitad de la horrible comida al cubo de la basura, empezaba con whiskie de malta o con coñac, hasta que se quedaba dormido. Un día descubrió un licor israelí a base de chocolate, y se zampó toda la botella en dos noches. No podía llorar, como si la visión del cuerpo mutilado de Stony despatarrada sobre su cama hubiese evaporado todas sus lágrimas. A veces ponía un disco y evolucionaba en el cuarto de estar en una danza solitaria de borracho, con los ojos cerrados y vertiendo el contenido del vaso que llevaba en la mano, simulando que era un desconocido bailando con su esposa.

¿No le importa a tu marido que hagas estas cosas?

¿Importarle? Asi se libra de mí.

Dormía en la habitación de los invitados. Si conseguía llegar a la cama antes de quedar inconsciente, llevaba un vaso consigo. En dos ocasiones, se despertó por la mañana y sintió un olor parecido al de la muerte, que brotaba de un vaso medio lleno y perfectamente equilibrado sobre su pecho. La colcha de color castaño claro tenía una mancha húmeda y en forma de riñon que olía también a destilería y a cementerio. El aparato de televisión, colocado delante de la cama, mostraba a enloquecidas parejas americanas saltando boquiabiertas delante de un engomado caballero con traje de carreras de caballos y cabello teñido. Todo un espectáculo. «¡Oh, Dios mío!», dijo Leo. Tenía la cabeza, la boca y el estómago revueltos. Tenía que ir a la Comisaría de Policía dentro de tres horas. Tal vez el llamado Tortuga volvería a estar allí, burlándose de él.

Saltó apresuradamente de la cama, apagó el televisor y entró en el cuarto de baño. Sus tripas soltaron un chorro de llamas en la taza. Graduó la ducha hasta una incómoda temperatura y se metió en ella. El agua cayó hirviente sobre sus cabellos y su cara. Buscó a tientas el jabón. Se frotó el pecho, la panza y lo demás. El hedor de la noche pasada fluyó hacia el desagüe. Se enjabonó de nuevo, más concienzudamente, y no se sintió peor que en las nueve mañanas anteriores. Dejó que el agua repiquetease sobre su piel y le hiciese cosquillas en la lengua. Por un momento, se olvidó de Tortuga Turk, de Stony, del general Haugejas, de «Woodville Solvent» y del DRG.

Cuando cerró la ducha, advirtió las manchas en sus manos.

Las miro sin comprender, vagamente consciente de que la aparición de aquellas manchas blancas significaban algo importante para él, pero sin saber de momento cuál era su significado. Entonces recordó lo que le había ocurrido al cuerpo de Tom Gay.

«¿Eh?», dijo Leo, agarrando una toalla. Se secó rápidamente y mal, tratando de tener siempre las manos a la vista. Se puso el pantalón vaquero, la camisa polo, los zapatos de marinero. Se lamió las manchas y las encontró insípidas y resbaladizas. Se frotó el dorso de las manos en los jeans. Unas cuantas manchas eran ahora sonrosadas, como labios menudos. Después observó, atemorizado, que el blanco sustituía gradualmente al rosa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Tuvo la impresión de que su mente se helaba al contacto de un hilo frío que venía de su vientre. El pánico evocó en él la visión incongruente de un coche ardiendo debajo de un camión, y el recuerdo más pertinente de tres cuerpos en una cámara de cristal.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

El teléfono sonó cuatro veces detrás de él. Después, se quedó en silencio.

Leo siguió contemplando los dorsos de sus manos, planas ahora sobre la arrugada colcha. ¿Cuántas manchas había en ellas? ¿Diez, en total? En la izquierda, describían un óvulo irregular desde la base del dedo pulgar hasta la del meñique; en la derecha, se abrían en abanico desde la muñeca. Rascó con el índice: se desprendió una pizca de algo resbaladizo. Se estremeció. Todavía en las primeras fases del pánico, empezó a pasear arriba y abajo por la habitación, con las manos levantadas delante de él.

Sobre el tocador había monedas desparramadas, cajas de cerillas, botones de cuello, cinturones enrollados, un par de suspensorios y un cuchillo rojo del Ejército suizo que Stony le había regalado hacía años. Cogió el cuchillo y se sentó en la cama.

Sacó la hoja más corta de las dos que tenía el cuchillo y rascó con ella una de las manchas. Aquella cosa blanca pasó, transparente, a la hoja, pero volvió a formarse instantáneamente. Volvió a rascar, con el mismo resultado. Con más brusquedad, hincó la punta de la hoja pequeña en la mancha de la base del meñique y la revolvió. Una débil punzada de dolor, y salió sangre de la cavidad. La secó con el pañuelo y vio que había cesado la pequeña hemorragia. Un punto blanco aparecía en medio de la roja herida.

Leo corrió al cuarto de baño para observar su cara en el espejo. Un poco oscuras las ojeras, pero ninguna mancha blanca. Se quitó la camisa y se bajó los pantalones. Tenía una manchita exactamente sobre la clavícula izquierda, y otra en el antebrazo del mismo lado. Debajo de la cintura no había nada.

De nuevo, y con perfecta claridad, vio Leo la blanca y espumosa esponja que había sido la cabeza de Tom Gay… escurriéndose por el desagüe.

Pero aquello había sido instantáneo. Quizás estas poquitas manchas blancas de su cuerpo no tenían nada que ver con el destino de Tom Gay, quizá no eran más que síntomas de alguna clase de infección. A modo de prueba, apretó la mancha de la cara interna del brazo izquierdo. Una pizca de sangre apareció a través de la blancura, y esto no le dijo nada. Desnudo, volvió al dormitorio y cogió una caja de cerillas de encima del tocador.

Sentado a la mesa, encendió una cerilla y aplicó la llama en una de las manchas de la mano izquierda. El dolor le hizo estremecerse.

«Quémalo», dijo para sus adentros. Encendió otra cerilla y tocó con ella otras tres manchas. Sudando, empleó otra cerilla para cauterizar la última mancha de la mano Izquierda. Olió a carne quemada. La mano izquierda le dolía terriblemente. Parecía una ilustración de un texto de medicina. Con el semblante contraído, volvió al cuarto de baño y puso la mano debajo del grifo de agua fría. Cuando se hubo mitigado el dolor, se envolvió la mano lesionada con un una toalla y se sentó en el borde de la bañera. Frialdad de porcelana en las nalgas. Cerró los ojos y sintió que le daba vueltas la cabeza. Amargor de bilis en la boca seca por la resaca del whisky, El suelo parecía también oscilar, igual que su cabeza.

Por fin se atrevió a desenrollar la toalla. El dorso de la mano le pareció espantosamente diferente de como solía ser. Había ampollas sobre la carne negruzca y rojiza, de la que manaba un fluido claro. Cerró de nuevo los ojos. No había visto nada blanco. Al cabo de un momento, se levantó para vendarse la mano y volver a las cerillas.

7

Del Diario de Richard Allbee:

Hoy he tenido noticias del Banco; nos han concedido la hipoteca que necesitábamos, a un tipo de interés casi razonable para estos tiempos. Llamamos a Ronnie, que se alegró mucho, y lo celebramos con una botella de champaña. Así, pues, es cosa hecha: volvemos a estar en la tierra de nuestros padres y de nuestros abuelos.

Desgraciadamente, no he podido quitarme de encima lo que parece ser mi obsesión de Papá está aquí. Ahora sé lo que es: es volver adonde vivió Michael Allbee y despertar todo lo que yacía enterrado dentro de mí acerca de él, sin yo saberlo. Papá está aquí. Papá está aquí. Mirad si es sencillo. Pero el hecho de conocer la razón, no impide que siga teniendo esos sueños, el de Cárter Oldfield golpeando la puerta del dormitorio con un hacha, y el del pobre Billy plantado ahí fuera bajo la lluvia. Billy en la cama con Laura. Billy acercándose a la ventana para romperla. Siempre el mismo tema: caos, violencia, un trastorno que tengo que impedir que entre en mi casa.

Un pensamiento absurdo. Tal vez temo por Laura, no por mí. Encinta y en un lugar extraño…, debe de ser inquietante para ella.

Pero no sueño que Laura esté en peligro.

A menos, y ésta es otra idea, de que Laura sea la casa en estos sueños…, aunque no sé cómo interpretar esta idea. ¿Restaurar nuestra casa, igual a restaurar a Laura? ¿Salvar la casa, igual a salvar a Laura? Puedo ver que ella está a menudo a punto de llorar, en un estado en que el tedio y la depresión corren parejas. Cuando hablamos, sólo dice que añora Londres, una añoranza casi física, que quiere ver Kensington High Street y Rolland Park, y caminar por Ilchester Place. Quiere ir al «Standard Restaurant» para una comida india, tomar el Metro hasta el West End para almorzar, volver a su oficina en Covent Garden. Sabe el nombre del hospital donde debería nacer nuestro hijo, ese enorme y nuevo hospital de Holland Road. En esto pensaba ella mientras brindábamos con champaña por nuestra nueva casa.

No quisiera escribir esto, pero creo que tengo que hacerlo. El otro día, Laura y yo estuvimos en un supermercado de Port Road. Salimos cargados de bolsas de comestibles. Nos dirigíamos a nuestro coche y pasamos por delante de una especie de café, lo que yo suelo llamar un café. Una tasca. Un mostrador en la parte delantera, y mesitas al fondo. Miré al interior. Laura dijo: «¿Qué pasa?» Sacudí la cabeza. La seguí hasta el coche. No pasaba nada. Pero no le dije que, por un segundo, al mirar a través del cristal, había visto a Cárter Oldfield, a Ruth Branden y a Billy, sentados alrededor de una de las mesitas del fondo…, los había visto con toda claridad. Habría podido describir la ropa que tenían puesta. Billy llevaba sus prendas de vagabundo urbano y un gorro de punto; y me había mirado.

Y la expresión de su cara era… de triunfo, de verdadero triunfo.

En cuanto sacudí la cabeza, mi pequeña familia se transformó en lo que era realmente, en un grupito de adolescentes. Uno de ellos, el que no era un monstruo, me miraba fijamente, pero, a fin de cuentas, yo le había mirado a él, sin duda con una expresión peculiar en el semblante. Ambos sostuvimos la mirada, y tuve la seguridad de que el muchacho, que era rubio y delgado, me conocía o creía conocerme; había reconocimiento en su rostro, pero también puro miedo. Uno de los monstruos gemelos, que llevaba mono con pechera, le pinchó la mano con el tenedor, y el chico dejó de mirarme.

Cuando acabe de escribir esta introducción, abriré una lata le cerveza y escucharé el disco de Warren Vaché que Laura me compró: Polished Brass.

Debería añadir aquí que Laura fue hoy a ver al doctor Van Horne, y piensa que es excelente. Por lo visto es un médico de la vieja escuela, muy serio y amable. Le dio el nombre de una tocóloga, a la que llamó Laura en cuanto llegó a casa. Por consiguiente, no le faltará asistencia médica.

Confío en no tener pesadillas esta noche.

8

Del Diario de Richard Allbee:

Días hermosos, noches terribles. Mi subconsciente no atiende mi súplica de que me libre de esas absurdas pesadillas sobre Cárter Oldfield y Billy Bentley. Evidentemente, todavía me preocupan, en cierto modo, los efectos que el traslado puede tener sobre Laura y sobre mí, el caos contra el orden, el legado de Michael Allbee…, que probablemente no perdió un minuto de su vida preocupándose por estas cosas. Ha habido dos casos de caos que han turbado nuestra pequeña versión del orden aquí; uno leve y el otro grave, pero ya llegaré a esto.

Conocí a la famosa Sarah Spry cerca de la sección de verduras del establecimiento de comestibles de Greenblatt. Me dijo: «Allbee. Richard Allbee. Es tal como me lo imaginaba. Pensaba llamarlo. Supongo que vio su nombre en mi columna.» Tiene unos cincuenta años, es menuda y enérgica, lleva gafas de buho, y sus cabellos, peinados hacia atrás, son más rojos que los de Laura. Sabía que comprábamos la vieja casa de los Sayre. «John Sayre se suicidó, ya sabe —me dijo—. Un hombre encantador. No es extraño que la pobre Bonnie se volviese loca después. ¿Cuándo podrá concederme una entrevista? Me gustaría celebrarla en cuanto se hubiese instalado en la casa.» No es mujer de la que pueda uno librarse con vanas excusas; por consiguiente, me entrevistará el día siguiente a nuestro traslado. Media hora, me dijo; ninguna vida era tan interesante que mereciese más de treinta minutos de su tiempo. Lo que no dijo fue que en media hora podía exprimirle completamente a uno. Pero tal vez la entrevista dará pie a algún nuevo negocio.

El domingo por la noche estamos invitados a una casa muy próxima a la que hemos comprado, para una velada organizada por Ronnie Riggley. Los dueños se llaman McCallum. ¿O McClaren? Ronnie les vendió también la casa. Y por fin conoceremos a Bobo, cosa que me interesa mucho.

Y ahora pasemos a los dos incidentes. Nuestro buzón de correos en Fairytale Lane fue destrozado la noche pasada. Oímos el ruido a eso de las diez, y los dos nos alarmamos. Salí y vi un coche negro que se alejaba a toda velocidad. Además del buzón, los vándalos rompieron media docena de estacas de la valla, partiéndolas por la mitad. Debieron emplear un bate de béisbol o algo parecido. Es curioso lo mucho que le trastornan a uno los pequeños actos de violencia, como si fuesen anuncio de otros peores, cuando en realidad sólo se trata de muchachos que rondan las calles buscando algo que puedan romper. Pero tendré que reparar la valla y comprar un buzón nuevo.

Y, dejando lo peor para el final, ha habido otro asesinato. Éste se perpetró ayer, viernes 30. Como la otra vez, una mujer fue muerta en su casa. Ronnie conocía todos los detalles, que eran espeluznantes. Aparentemente, no había señales de que hubiese sido forzada la entrada. El cadáver estaba en la cocina, más o menos destripado. La mujer te llamaba Hester Goodall, tenía cerca de cincuenta años y desempeñaba muchas actividades en la iglesia. Esta vez no era cuestión de promiscuidad. Sus hijos estaban en el colegio, y su marido, ausente de la población. Según Ronnie, los Goodall vivían cerca del «Club de Campo» y Sawtell Beach.

Sea quien fuere el asesino, espero que lo apresen pronto.

9

Los Allbee pasaron de Mount Avenue a Beach Trail, cruzaron Cannon Road, miraron reflexiva y orgullosamente su nueva casa, entraron en Charleston Road y encontraron el número 3 en el sitio exacto que les había indicado Ronnie. Era una casa de dos pisos, de madera tosca y parda, y con una pequeña extensión de césped detrás de la herrumbrosa valla. El «Datsun» azul con placas de RONNIE estaba ya aparcado junto a la casa, y Richard detuvo su coche junto a aquél, de modo que también él quedaba frente a la doble puerta del garaje. Una magnolia junto al camino de entrada había alfombrado la hierba y el asfalto con sus pétalos en forma de lágrimas, y Richard y Laura caminaron sobre ellos al apearse del coche.

—¿Te contó algo Ronnie acerca de los McCallister?

—Su nombre es McCIoud —dijo Laura—. Patsy y Les McCloud. Ronnie les vendió la casa y dice que «son muy divertidos», aunque no sé lo que esto significa. Creo que Les McCloud es una especie de ejecutivo, y que han ido mucho de un lado a otro.

—Verdadera gente del Condado de Patchin —dijo Richard, y tocó el timbre.

Un gigante abrió la puerta. Tenía al menos un metro noventa y cinco de estatura, y llevaba una chaqueta de pana y un jersey de color chocolate y con cuello de cisne sobre el robusto pecho. Con su amplia y blanca sonrisa, su poblado bigote y sus cabellos crespos, no parecía tener más de veinticinco años.

—Hola —dijo—. Adelante.

—¿Mr. McCloud?

El gigante se echó a reír, estrechando la mano de Richard.

—¡Oh, no! No soy más que Bobo Farnsworth, el polizonte del barrio. Les está arriba en la cocina, y Patsy y mi amiga están en el cuarto de juego. —Les introdujo en el pequeño vestíbulo. Apenas si tenía un metro cuadrado; en realidad, era un descansillo en la escalera que subía a la parte principal de la casa y bajaba a un cuarto familiar contiguo al garaje—. Usted debe de ser Richard, el famoso actor. Y supongo que usted es Laura.

Le hizo una reverencia. Richard pensó que Bobo hacía buena pareja con Ronnie Riggley.

—Si es usted el policía del barrio, me siento ya más seguro —dijo Richard.

Bob rió de nuevo y les señaló la escalera.

—Tomo pildoras para crecer.

Richard subió el primero. En cuanto hubo entrado en el cuarto de estar —largo sofá funcional pon rayas rojas y azules en zigzag, brillante mesita de café sobre una alfombra azul oscuro, y un póster con marco de una cubierta del New Yorker, de Steinberg— oyó una voz que gritaba:

—¿Es Dick Allbee? ¡Saldré en seguida!

Un hombre quince centímetros más bajo que Bobo Farnsworth entró en la estancia, tendiendo una mano húmeda. Llevaba muy corto el cabello de color de arena, y tenía la cara rolliza, de esas que parecen siempre tostadas.

—¡Patsy! —chilló—. ¡Dick Allbee está aquí!

La fría mano se cerró, y Les McCloud acercó la cara a diez centímetros de la de Richard, mientras le sacudía el brazo. Un inconfundible vaho de alcohol brotaba de él, así como un aire de intimidad posesiva.

—Me encantó tu serie, sencillamente me encantó. Es muy buena, ¿sabes? ¡Patsy! —gritó por encima del hombro—. Admiro lo que sois capaces de hacer, ¿sabes? Yo soy Les McCloud, y os doy la bienvenida. ¿Ya conoces a ese peludo? Bien. Y ésa debe de ser tu Frau. Me alegro de conocerla. ¿Laura? Estupendo. Patsy estará aquí dentro de un segundo y podréis hablar de cosas de mujeres. Bueno, Dick, te has puesto muy elegante.

Les llevaba un suéter colorado con cuello de marinero y unos pantalones desteñidos y con vueltas. Parecía un tipo de Darmouth, cosecha del 59.

—Quítate la corbata, Dick. ¿O quizá te llaman Dirkie?

—Richard.

—Lo mismo da. —McCloud soltó por fin la mano de Richard—. Patsy está poniendo cubitos de hielo en los vasos. ¿Qué prefieres? ¿Y tú, Laura? Yo hago los mejores «Martinis» de todo Connecticut.

—Nada para mí —dijo Laura.

—Sólo una cerveza —dijo Richard.

—¿Quieres esa nada con aceitunas o con unas pastas? ¿Trabajas también en el teatro, Laura?

—No; yo…

—Esta noche tenemos dos abstemios. ¿Qué hacéis para relajaros? ¿Navegáis a vela o algún juego de pelota?

Seguía mirando directamente a Richard a la cara, con una cordialidad tan agresiva que era casi hostilidad.

—Nada de eso —dijo Richard—. No tenemos ninguna barca y hace mucho tiempo que dejamos de jugar al tenis.

—Es un alivio —dijo Patsy McCloud.

Los Allbee se volvieron a mirarla. Plantada junto a Ronnie Riggley, huesuda, rubia y rebosante de salud, parecía frágil, con sus delgados hombros descubiertos, sus enormes ojos castaños y sus cabellos negros, lisos y no muy aseados. Tenía finas facciones. Unas arrugas casi invisibles se formaban alrededor de su boca al sonreír. Y, al hacerlo, mostraba unos dientes pequeños, blancos y ligeramente irregulares. Hubiérase dicho el aperitivo de su marido.

—Ahora no me digáis que hacéis jogging juntos. Yo soy Patsy McCloud. Sed bien venidos, Richard y Laura.

Su apretón de manos fue rápido y gracioso.

—Yo no corro, y Laura no puede hacerlo —dijo Richard.

—Todo el mundo puede correr —afirmó Les.

—No las mujeres encinta —dijo Patsy—. Al menos, yo lo creo así. ¿Tenéis otros hijos?

A Laura le sorprendió la intuitiva observación de Patsy.

—No; es el primero.

Les volvió a meterse en la cocina, y Patsy besó a los dos Allbee.

—Me alegro muchísimo de que os trasladéis aquí.

—Gracias.

—Es verdad.

—¿Lleváis mucho tiempo aquí tú y tu marido? —preguntó Richard.

—Dos años. Antes estuvimos un año en Los Angeles. Y con anterioridad en Inglaterra. Les ha sido muy afortunado.

Esta observación pareció ambigua a Richard, como si Putsy se distanciase de los viajes y de la carrera de su marido.

—Sí, en Belgravia —siguió diciendo Patsy—. Les lo aborrecía. Estaba impaciente por volver aquí. Detestaba Inglaterra. Y yo no estaba en condiciones de discutir con él. —Apretó los largos dedos sobre el vaso chato que llevaba en la mano—. Acababa de tener un aborto.

Incluso Bobo Farnsworth pareció un momento afligido. Les volvió con la cerveza de Richard y dijo:

—¡Qué caras tan lúgubres! Patsy debe de haber dicho algo. Mi mujer es capaz de matar la alegría como nadie. ¿Has dicho algo triste a esta buena gente, pequeña? —Tenía fus mejillas coloradas; Richard vio al fin que el hombre estaba ya borracho. La velada sería un tormento—. Hagámoslo ahora, querida. ¿Qué te parece?

Patsy asintió con la cabeza, con expresión sombría y distante.

Les McCIoud miró fieramente a Richard. El bruto de la clase, pero ya maduro.

—Bueno Dick, haznos un favor, ¿quieres? Di lo que solias decir. Di «Oh, mamá, quiero todo un plato de caramelos».

—¡Oh, mamá, quiero todo un plato de caramelos! —dijo Richard, y agradeció la risa de Ronnie Riggley.

—Los tendrás —dijo Les, y corrió de nuevo a la cocina. Volvió con un tazón lleno de «Oreos»—. Vamos, toma uno. Los he comprado para ti.

—¡Oh, no! —exclamó Bobo Farnsworth.

Pero Les acercó el tazón a Richard, que tomó un «Oreo» y se lo metió en el bolsillo. Patsy McCIoud, visiblemente contrariada, preguntó:

—¿Queréis ver la casa, como es de rigor?

La velada discurrió pesadamente. Vieron la casa, admiraron las máquinas eléctricas con bolas y el tocadiscos en el cuarto de jugar, e hicieron los adecuados comentarios durante la cena, de mediana calidad y preparada con prisa. Los «fetuccini» («La pasta es el prólogo», dijo Richard, ganándose una de las mejores sonrisas de Patsy McCloud) estaban demasiados cocidos, y la carne de corderok, demasiado cruda en el centor. Kes MacCloud bebía sin parar, llenando el vaso de Patsy casi con tanta frecuencia como el suyo. Laura empezó a cansarse pronto, y Richard sólo deseaba llevarla a casa.

Bobo Farnsworth casi salvó la velada. Con su inagotable buen humor, bebió «Coca-Cola», comió de lo lindo e hizo divertidos comentarios sobre el trabajo de la Policía. Como Ronnie, había simpatizado con los Allbee desde el primer momento. Las anécdotas fluían de su boca.

—Iba en el coche patrulla por Post Road, persiguiendo al caballo desbocado, y encendí los faros. Párate de una vez querido, le dije al caballo.

Bobo hacía todo lo posible por alegrar la velada, y los Allbee agradecían su presencia. Patsy McCloud respingó cuando Les, queriendo competir con Bobo, contó un chiste verde.

—Bueno, no te gustan los chistes —dijo Les—. A mí me gusta el trabajo de la Policía. ¿Por qué no pilláis a ese tipo que anda por ahí matando mujeres? Para eso os pagan. A ti no te pagan para estarte aquí sentado zampándote mi comida, sino para que des caza a los delincuentes ahí fuera.

—Y hay mucho delincuente ahí fuera, Les —dijo Bobo en tono majestuoso—. Estamos trabajando en ello.

—Escuchad, ¿por qué no solimos todos a hacer una excursión en barca de vela el próximo fin de semana? —preguntó Les—. Somos un grupo estupendo. Iremos en barca, y mi esposa hará su truco.

Patsy miró su plato.

—No os dirá lo que es. ¡Qué caray! Ni siquiera permite que os lo diga yo.

—Yo no hago trucos.

Patsy parecía realmente incomodada.

—Lo cierto es que Patsy es una hechicera —dijo Les, y sonrió como si hubiese dicho algo gracioso—. Dick, tú y Patsy tenéis algo en común. ¿No dijo Ronnie que tu familia contribuyó a descubrir esta zona? Bueno, también lo hizo la familia de Patsy. Es una Tayler. Los suyos vinieron aquí antes de que la propiedad inmobiliaria tuviese el menor valor. Por esto es tan fachendosa, Pero no es la razón de que sea una hechicera. Escuchad esto. Cuando estábamos en el college, Patsy solía predecir la nota exacta que obtendría yo en los exámenes. Y cuando estábamos en la escuela superior, sabía que John Kennedy sería asesinado. —Les miró a todos, inmóviles en sus sillas—. ¿Está esto en la sangre de las familias yanquis? ¿Hiciste algo parecido, Dick?

La incomodidad de Patsy McCloud se había convertido en verdadera turbación. Estaba pálida, parecía abrumada. Los enormes ojos castaños de su cara infantil parecían pedir ayuda a Richard. Éste pensó que iba a desmayarse o a gritar… Era como si su esposo la hubiese abofeteado.

Y Richard comprendió de pronto que lo había hecho. Este era el significado de la escena. Les McCloud pegaba a su mujer, y la pobre y atrapada Patsy se lo permitía. Y entonces se le ocurrió una segunda idea. No una idea, sino una imagen. La cara horrorizada de Patsy le recordó el semblante de un adolescente mirándole a través de los cristales de una tasca de Port Road.

—Quien calla, otorga. Otra bruja yanqui —gritó jubilosamente Les.

Richard tenía que reparar esto inmediatamente. También Laura estaba más inquieta de lo que requería la situación.

—No exactamente —dijo—. No, nada de eso.

—Entonces, ¿qué?

—Yo sólo tuve un par de pesadillas —dijo.

—Tendrías que ver al psiquiatra de Patsy —le dijo Les—. El bueno y viejo doctor Lauterbach. ¿Cuánto tiempo hace que le visitas, querida? ¿Cuatro meses? ¿Cinco?

—Lo siento, pero estoy muy cansada —dijo Patsy.

Se levantó. Sus largos dedos temblaban. Su mirada se cruzó con la de Richard, y también esta vez comprendió él su juego. «No nos juzgues por esto. No siempre somos tan malos.»

—Disculpadme, pero quedaos vosotros, por favor. Lo estábamos pasando tan bien…

Una brillante sonrisa dirigida a todos, y se fue. Les iba a detenerla, pero Bobo interceptó su acción.

—Yo también tengo que marcharme, Les. Esta noche estoy de servicio desde las doce hasta las ocho.

Y todos se pusieron en pie, sonriendo tan falsamente como Patsy, tratando de disimular su afán de llegar a la escalera.

—Lo repetiremos, ¿eh? Supongo que no hubiese debido…, bueno, ya sabéis. In vino veritas, etcétera, etcétera. Venid cuando queráis. Saldremos todos en barca algún fin de semana.

—Sí, desde luego —dijo Richard—. En cuanto hayamos arreglado nuestra casa. Tendremos trabajo durante muchos fines de semana.

Por fin salieron al exterior. Ninguno de los cuatro dijo nada hasta llegar a sus coches. Entonces, Ronnie murmuró:

—¡Caray! Siento haberos metido en esto. Siempre me habían parecido encantadores. No sé qué mosca le habrá picado a Les. Sinceramente, ha estado horrible.

Bobo dijo:

—Podemos reunimos los cuatro otro día, ¿no? Bueno, no conocía a ese tipo. No sabía que fuese un sádico.

—Sí —dijo Richard—. Sí, nos veremos. Y estoy de acuerdo en que es un sádico. ¡Pobre mujer!

—Lo único que tiene que hacer es dejarle —dijo Laura—. Vayamos a casa. Por favor.

Ronnie arrancó antes que ellos, y Laura se arrimó a Richard en el asiento delantero de su coche.

—No puedo soportarlo. No puedo soportarlo —dijo—. Ese hombre, ese gordo carnívoro. ¿Tendremos que vivir con esa clase de gente? Lo odio, Richard…, lo odio.

—Yo también.

—Quiero que nos amemos. Volvamos a esa horrible cama lo antes posible.

10

Así, aquella suave noche en Hampstead Connecticut, al menos dos parejas lo pasaron lo mejor posible. Mientras Bobo Farnsworth, de veintiocho años, se duchaba antes de ir a su trabajo, Ronnie Riggley, de cuarenta y uno, se despojó de su ropa y compartió con él el cálido rocío de la ducha. Reía entre dientes, y él soltó una carcajada. Juntos olvidaron el resabio de Les McCloud, y Bobo volvió jubiloso a su trabajo. Los Allbee se desnudaron al mismo tiempo en la habitación de Fairytale Road, pero a ambos lados de la cama, como suelen hacer los casados. Y, como suelen hacer los casados, colgaron su ropa.

—Él le pega, ¿verdad?

—Creo que sí.

—Vi una moradura en su brazo cuando se le escurrió la manga. Le pega en los brazos para que nadie lo sepa.

—O tal vez a ella le gusta —dijo él, y le sonó como una traición.

Sabía que no era verdad.

Laura estaba en pie como un tótem de tribu, sueltos los claros cabellos, gordos y colgantes los senos, ligeramente abombado el vientre de piel tirante y surcado de venas azules. Richard no había sospechado lo atractiva que puede ser una mujer embarazada. La Naturaleza, cumplidos sus fines, recompensaba a sus siervos con su propia moneda.

Pero el semblante de Laura estaba tan tenso como el de Patsy McCloud. Le agarró de los hombros cuando estuvieron juntos, de frente, tocándose sus caderas, ligados en un estrecho abrazo. Respiraban al unísono, suavemente. La cama parecía bostezar cómicamente.

—Eres un encanto. Incluso dijiste que irías en su barca.

—Prefiero estar en la tuya.

Silencio durante un rato. Placer intenso, ardiente: un placer prolongado hasta el punto de parecer dolor y hacerles jadear.

—No tengas más pesadillas —murmuró Laura a su oído—. Quédate así, no tengas pesadillas. Me espantan.

Estaban en casa, juntos.

Richard se despertó horas más tarde, sintiéndose limpio y fresco en espíritu…, como si le hubiesen lavado el alma. Suavemente, retiró el brazo de debajo del hombro de Laura. Le besó la espalda y le supo a sal y a especias, y volvió a dormirse. Sin pesadillas: se habían acabado las viejas pesadillas, al menos por la noche.

11

Graham

Mi Diario me recuerda que consideré pacífica aquella noche de domingo, incluso aburrida, y así fue para mí, al menos hasta que, algún tiempo después, hice mi tardía entrada. Había leído la sección bibliográfica del Times en un complicado estado en el que se unían la ira y la incredulidad, y escrito después algunas páginas. Después de comer un bocadillo de queso y una naranja, me dormí sobre la mesa con el lápiz en la mano. Soñé en mis cuartillas y comprendí que no estaban bien. En ellas, una mujer acababa de encontrar al hombre que había sido su amante. El problema era explicar cómo lo había conocido. Tenía que haber una tendencia erótica, y en esto me había armado un lío. Desgraciadamente, mi propia experiencia de las tendencias eróticas, de la clase que fueren, era muy anticuada. Sin embargo, podía recordar cómo conocí a mi primera esposa y también a la segunda. Ambos acontecimientos tuvieron lugar en salas de tribunales. Las primeras emociones fueron de tedio y de lujuria. Lo otro vino más tarde. Cuando me desperté, volví a escribir la escena y guardé las cuartillas en una carpeta para transcribirlas más adelante. Es una manera elegante de decir para escribirlas a máquina.

Pero corrientes de otra clase, no eróticas, pasaban por Hampstead. Los bares estaban abiertos hasta la una, Tabby Smithfield rondaba con sus nuevos amigos, Bobo Farnsworth patrullaba satisfecho en su coche blanco y negro, y resolvió hacer una buena acción. Gary Starbuck había robado ya en una casa de Redcoat Lane y se disponía a robar en otra. El doctor Wren van Horne, mi viejo amigo y viudo como yo, estaba todavía levantado en su espléndida mansión, pensando en comprar un espejo para llenar un hueco de una pared del cuarto de estar. Charlie Antolini yacía en su hamaca, sonriendo feliz a las estrellas, mientras su mujer lloraba en el dormitorio. Esta noche, empezaron a caer pájaros muertos o moribundos desde el cielo. En mi imaginación, fantásticos mercenarios alemanes alborotaban en una Mount Avenue desprovista de sus grandes casas. Entre ellos estaba un tipo al que mi mente daba la cara plana y patilluda de Bates Krell, el pescador de langostas que, al parecer, se había largado. Pero no se había largado. Yo lo había ahogado. Y Joey Kletzka, el jefe de Policía de aquellos tiempos, sabía que yo lo había hecho. No creía una palabra de lo que yo le decía acerca del caso, al menos no lo creía conscientemente; pero sí que pensaba que Bates Krell era responsable de la desaparición de cuatro mujeres, y veía las manchas de sangre en la barca cuando yo se las mostraba.

Otra persona supo pronto de mí y de Bates Krell. Tabby Smithfield. Lo supo porque lo vio como veo yo el incendio de Greenbank por los hombres del general Tryon: mentalmente. Tabby lo vio la primera vez que se encontró conmigo, aquella noche de domingo. Dicho lisa y llanamente, me reconoció, y esto nos espantó a los dos.