1

El sentido de orientación de Richard Allbee, siempre infalible, había sorprendido a su propio dueño al funcionar bajo tierra. Después de abandonar el sótano de Bates Krell, había seguido la pared del Norte y torcido hacia el Este, y ahora seguían en dirección Nordeste. Pensó que esta ruta los llevaba a Kendall Point: el campo de enterramiento de Gideon Winter parecía ser el lugar inevitable para su definitivo enfrentamiento. Richard no quería demostrarlo, pero le preocupaba que sus amigos no estuviesen preparados para este encuentro.

Tanto Graham Williams como Patsy McGloud parecían medio aturdidos por lo que les había sucedido; buena parte de su estupor se debía a la visión de Tabby, evidentemente muerto, emergiendo de la hedionda charca. Ni Graham ni Patsy habrían sobrevivido en el túnel de no haber sido por la actuación de Richard; después de caer el pálido cadáver sobre Patsy, el aturdimiento de Graham había sido tan grande que sólo le había permitido golpear a aquél en la cabeza. Evidentemente, Winter le reservaba alguna tortura especial, pensó Richard, algún espectáculo peor que el de la «Gran Central» de los muertos de la que acababan de escapar; y se preguntaba si Patsy, en particular, sería capaz de actuar rápida y lógicamente. Patsy, que caminaba a su lado, manteniendo el paso, miraba a Richard como si necesitase de toda su energía para no desmayarse.

Pasara lo que pasara, pensó Richard, tendría que valerse por sí solo para salvarse. Y, al mismo tiempo, tendría que proteger a Patsy y a Graham, para que éstos no cayesen en la trampa.

Delante de ellos había aparecido una luz débil, y Richard sintió que, involuntariamente, sus músculos se ponían rígidos. Su ordalía, fuese la que fuese, estaba allí, y Richard se debatió ante la alternativa de volver por donde habían venido o correr hacia delante para acabar cuanto antes. Siguió andando, y la luz, juguetona, se alejó.

Sus testículos parecían haberse congelado y reducido al tamaño de los de un niño. Patsy apoyó una mano en su brazo.

A cada paso que daban, retrocedía la luz, sin cambiar nunca su intensidad, no más fuerte que la de una lámpara de mesita de noche en la habitación de un niño. Richard apretó el brazo de Patsy contra su cuerpo; su corazón pareció dar tumbos dentro de su pecho.

Avanzó otro paso, y la pálida luz retrocedió de nuevo. Se preguntó qué ocurriría si disparaba contra ella. Patsy y él dieron otro paso juntos, y la movediza luz retrocedió una vez más.

Entonces, de pronto, aquella luz, sin estar más cerca le resultó familiar. La conocía. La había visto en alguna parte, pero sin fijarse en ella: era algo referente a su trabajo, un elemento de un escenario.

Exacto.

Sabía lo que era, y al avanzar de nuevo Patsy y él, la luz ya no retrocedió. Dieron otro paso y Graham los siguió en el discretamente alterado espacio. «Un escenario —pensó Richard—. ¿Qué otra cosa podía ser?» Las paredes del túnel se habían ensanchado y aparecían con más detalle. Había objetos envueltos en sombra a su alrededor. A pocos palmos de la pálida luz —era, en efecto, una lámpara de mesita de noche infantil—, un gallardete triangular celebraba a ARHOOLIE.

Vio sus largos esquíes apoyados en la pared junto al armario ropero.

La luz se difundía en el dormitorio, dando realidad indiscutible a su infantil contenido. Si daba una patada a aquella silla, se haría daño en el pie. Si arrojaba los esquíes por la ventana, caerían en un jardín real. Richard oyó ruido abajo: eran los operarios y los hombres de las cámaras que se movían de un lado a otro; todos los que habían constituido su verdadera familia durante aquellos años. De algún lugar más próximo, llegó el zumbido cansado y estival de un par de moscas.

Un momento antes que los otros, Richard vio los cuerpos destrozados sobre la cama de Spunky Jameson. Las moscas que habían oído corrían sobre ellos, se elevaban y se posaban de nuevo. Era casi imposible reconocer a Tabby y a Laura. Desnudos, yaciendo de costado y enfrentados como dos amantes, su esposa y el muchacho aparecían llenos de cortes y de heridas, despellejados, pisoteados, aplastados. Sus caras habían sido casi arrancadas del cráneo. ¿Podrían Graham y Patsy soportar esta horrible visión de Tabby? Richard se volvió, pensando que quizá debería taparles los ojos con las manos; pero ellos lo habían visto ya y se hacían la misma pregunta acerca de él.

—¡Oh, Richard! —exclamó Patsy.

Y Richard advirtió que estaba más preocupada por él que por ella misma.

Entonces, un gato gris avanzó hacia ellos sobre la alfombra, y Richard sintió que todos sus músculos se ponían rígidos de nuevo. El gato se detuvo a tres o cuatro palmos de Richard y Patsy, y se sentó, mirándolos sin pestañear. Un segundo más tarde, Billy Bentley entró también, viniendo de ninguna parte.

2

Richard se apartó de Patsy y desafió la cara burlona y picada de viruelas de Billy.

—Tú eres Gideon Winter —dijo.

La cara sombría de Billy esbozó otra sonrisa divertida.

—No, no lo soy. Ya lo verás, hermano.

—Queremos a Tabby Smithfield —dijo Richard—. No me importa quién seas o lo que seas, pero quiero que saques a Tabby del maldito agujero en que se encuentra y lo traigas aquí.

Billy arqueó las cejas.

—Vivo o muerto —dijo Richard—. Devuélvenoslo.

—¿Como te devolví a tu sexy esposa? —preguntó Billy—. Supongo que te gustó.

El gato abrió la boca y rió con risa de mujer.

Algo golpeó el suelo delante de Billy; el gato dio un salto y se alejó corriendo, y un modelo de avión dio otra voltereta y se detuvo. Graham se plantó al lado de Richard, cerrando con fuerza los ojos. La vieja «Purdy» tembló en las manos de Richard.

Billy Bentley levantó los brazos con cómico espanto.

—¡Piedad! ¡No seas violento!

—Queremos el cuerpo de Tabby —dijo Richard.

—Está bien, tomadlo. Te daré dos por el precio de uno, Spunks; harás un buen negocio. —Inclinó la cabeza y señaló magnánimamente los cadáveres de encima de la cama—. Pero antes de irte, queremos presentarte a alguien. Alguien a quien quieres conocer, Spunks… No te engaño, hombre. Es verdad.

—No sé… —empezó a decir Richard.

Pero el espacio que le rodeaba estaba cambiando de una manera que ahora le resultaba ya familiar, elevándose y alargándose, y comprendió que lo que él quisiese o no quisiera carecía de importancia.

Muy apartados a uno de sus lados, bajo un teatral chorro de luz, un hombre y una mujer estaban sentados a la mesa del comedor de Jameson. Ambos le miraban cariñosamente, y aunque trató de resistirlo, Richard se sintió conmovido por la sinceridad de aquel afecto. La emoción era real, aunque no lo fuese todo lo demás. Ruth Branden, la mujer sentada a la mesa, le había querido de verdad. Durante un rato, Richard contempló a la mujer: era la primera vez que veía una Ruth Branden viva, desde que él tenía catorce o quince años. La temprana muerte de ella le había privado de conocer a su «madre» como adulto. A los catorce años, Richard había estado enamorado de Ruth Branden, y ahora comprendía perfectamente la razón: era una mujer muy hermosa, y la mitad de su belleza estaba en la inteligencia y la generosidad que brillaban en su rostro. Era una belleza del alma, imposible de ocultarse o falsearse. El Dragón había hecho un buen trabajo.

El hombre sentado frente a Ruth era un desconocido para Richard, pero demostraba también la excelencia de aquel trabajo, y aún lo demostraba de un modo más concluyente, puesto que aquel hombre bajo y rechoncho era sólo un desconocido en el sentido más técnico de la palabra. Richard supo instintivamente —en su espina dorsal, en sus entrañas, en sus células— que era Michael Allbee, su progenitor. Michael Allbee tenía unas facciones amables aunque bastante confusas, y parecía un marino mercante o un poeta bohemio con muchas botellas en su historia.

Su padre le miraba con la mezcla adecuada de curiosidad, simpatía, regocijo y cansancio. Oh, sí, el Dragón había hecho perfectamente su trabajo; tan perfectamente que el chispeante personaje que Richard tenía delante ejerció un inmediato e ilógico poder sobre sus emociones. Richard luchó contra esto, comprendió muy bien lo que le sucedía; pero la visión de aquel truhán de cabellos grises sentado frente a Ruth Branden le produjo el efecto de un mazazo en la cabeza.

Incluso adivinó cuáles serían las primeras palabras de aquel hombre —estaban preordenadas—, pero también ellas le trastornaron.

Su padre se levantó y dio la vuelta a la mesa. Richard vio que tenía exactamente la misma estatura que él.

—Papá está aquí, Richard —dijo—. Papá está ahora aquí y todo irá bien. Quisiera que bajases esa estúpida escopeta. Está descargada, ¿verdad?

La pasión hirvió dentro de Richard con fuerza tan inmediata que hasta que oyó sus propios gritos no se dio cuenta de lo irritado que estaba y de lo que iba a decir.

—¡Tú me abandonaste! —exclamó—. ¡Te fuiste! ¡Maldito seas!

Y cuando hubo pronunciado estas palabras, no se arrepintió de haberlo hecho; el furor seguía latiendo en todo su sistema.

Su padre sonrió y dijo:

—Tienes mis genes, muchacho; llevas mucho de mí en tu interior. Esto es lo que cuenta. —Sus ojos brillaron—. Sea como fuere, volvemos a estar juntos.

Richard apartó la mirada de aquella cara burlona y cansada, y vio que Ruth Branden seguía sentada y le sonreía; pero no era más que un esqueleto con vestido casero y delantal escarolado. Sus lustrosos cabellos oscuros habían caído sobre sus hombros y sobre su falda. Mechones de ellos parecían puntear el suelo: comas y apostrofes de cabellos castaños oscuros.

Su padre y Billy Bentley se acercaban lentamente a él. Richard se dio cuenta de que sólo tenía diez años. Sus brazos y sus piernas eran delgados como palos, y tenía que levantar la cabeza para ver la cara de su padre.

—Baja ese trasto tan pesado, Spunks —dijo Billy—. ¿No lo has oído, muchacho? Hemos vuelto atrás… ¡Jesús! Hemos vuelto atrás. Ahora podremos seguir eternamente.

Richard sintió que Patsy y Graham tiraban de él, tratando de apartarlo de allí…, de despertarlo.

—Quiero a Tabby —dijo, pero la frase sonó con la voz aguda de un niño de diez años, sin consistencia alguna.

Trató de levantar la escopeta y apuntar, pero era demasiado pesada para él. Los cañones oscilaron y bajaron. ¿Estaba realmente descargada? Miró hacia arriba y vio que su padre avanzaba en su dirección, radiante, como si se sintiese de pronto orgulloso de su hijito.

—¡Qué diablos, Spunks! —murmuró Billy—. Ya sabes lo que ha sido de ese niño; lo has visto en la cama.

Richard sabía que Tabby estaba realmente muerto; estaba muerto y todo se había perdido. Sus brazos eran demasiado cortos para sostener la escopeta como era debido, y el retroceso le rompería el hombro.

—¿Y sabes otra cosa, Spunks? —siguió diciendo Billy—. Lo que has visto allí… es lo que habría debido sucederte a ti, en Providence. Pero te largaste, y tuve que sustituirte por tu esposa. ¡Qué vergüenza, Spunks!

La habitación se balanceó y giró, y el chiquillo que era Richard Allbee vaciló perdiendo el equilibrio; se había doblado el peso que tenía en los brazos. El eje que formaba con su cuerpo, la resistencia que daba a sus músculos, su densidad, todo había pasado imperceptiblemente a una nueva dimensión, y, al ascender y girar la habitación, a punto estuvo de caer al suelo.

—¿No lo crees? —murmuró Billy Bentley, inclinándose más sobre Richard con su cara de buen conocedor.

Richard trató de clavar su espada en la picada mejilla de Billy, pero éste la esquivó echándose atrás.

Era una espada: blandía una brillante espada de doble filo, dos veces más pesada que la «Purdy», y lo había comprendido de algún modo antes de saberlo.

—¡Oh! Eso no te servirá —dijo su padre, con voz serena y amable—. Es muy pesada. —Al inclinarse sobre él, la cara de Michael Allbee pareció alargarse, y su pecho se hizo más largo y más delgado—. Pienso que ese viejo trasto es demasiado pesado para un chiquillo.

El pesado metal era como hielo en la mano de Richard, tan frío que le quemaba los dedos y chamuscaba la piel que lo tocaba. Richard gimió al caer la espada de sus manos y resonar en el suelo, Michael Allbee, en medio de una gozosa transformación, estiró los brazos hacia él.

Richard lanzó un grito inarticulado, y la pistolita de Patsy McCloud, sostenida por ésta, apareció al lado de su cabeza. Richard comprendió, como si lo viese en movimiento retardado, que Patsy iba a disparar contra su padre. ¿Daría resultado? Vio que el dedo índice de Patsy apretaba despacio el gatillo.

La explosión pareció haberse producido dentro de su cabeza.

Un agujero apareció súbitamente en mitad del pecho de Michael Allbee. Richard supo que Patsy lo había salvado, y al ver surgir una llama y una voluta de humo de aquel agujero, supo también que se había convertido de nuevo en adulto. Volvía a tener su propia estatura. Unas moscas irritadas brotaron del pecho de su padre. Otra voluta de humo las persiguió.

Su padre chilló de dolor y de rabia. Richard se agachó para recoger la escopeta. Al cerrar la mano sobre la empuñadura, vio que Michael Allbee se había convertido en una alta columna de sangre, por un momento intacta en el aire encima de ellos. Entonces la torre de sangre se desintegró sobre ellos, empapando al instante sus ropas y su piel, resbalando por su cuello, quemando dolorosamente sus ojos y sus bocas…

3

… sensaciones que cesaron casi con tanta rapidez como habían empezado. Cuando Richard abrió los ojos, vio que Patsy McCloud lo miraba enloquecida al bajar la mano de sus ojos. Detrás de Patsy, una docena de abetos blancos extendían largas y plumosas ramas en el aire gris. El mar susurraba contra una playa pedregosa casi visible detrás de los árboles; marea alta. Richard estaba de pie a medias sobre una enorme roca gris y una capa de hierbajos amarillos. Bajó de la roca. Patsy miraba ahora, pasmada, la pistola que tenía en la mano; después la arrojó a un pedregoso montículo de tierra, y la pequeña «22» cayó entre unas matas de ortigas y bardanas. Richard se volvió en redondo: el aire fresco era como algo deliciosamente vivo sobre su piel, en movimiento, con perfumes de agua salada y de lozana vegetación. Cardos y hierbas húmedas se adherían a sus pantalones, y tallos sin cabeza pendían de los cordones de sus zapatos.

Al volverse, vio que detrás de él había un corte profundo en la tierra, demasiado hondo para que pudiese verse lo que había en el fondo de las herbosas paredes. Aunque debía hallarse bastante alejado en la tierra que conducía a este promontorio, vieron un largo edificio blanco con una desmesurada ventana correspondiente al bar. Un rótulo anunciador de una cerveza resplandecía en una ventana del piso alto.

Graham Williams estaba sentado con la espalda apoyada en una raíz del tamaño de un taxi, que había brotado del suelo y se había hundido de nuevo en él. La llamativa ropa de Graham estaba sucia de barro, y el agua había ennegrecido las vueltas de su pantalón.

Richard miró más allá dé Patsy los abetos blancos que bajaban suavemente los brazos como en un ademán de rendición. Entre ellos, el Sound centelleaba al romper sobre la playa pedregosa.

—Estamos en Kendall Point —dijo.

—Y algo más —dijo Graham, respirando con fatiga—. En el lugar preciso. Y él está aquí. ¿No lo sentís? Gideon Winter tiene a Tabby, y está aquí. Esperándonos.

Patsy dijo con voz monótona:

—Tabby está muerto.

—No puedo creerlo —dijo Graham—. Winter quiere que los cuatro muramos juntos…, creo que se sentiría realmente satisfecho si lo consiguiese. Por eso estamos aquí, ¿no?

—Sí —dijo Richard—. Supongo que sí.

Graham apoyó los hombros en la monstruosa raíz que tenía detrás.

—Bueno, ojalá salga y ponga manos a la obra. —Miró a un lado y otro como si esperase que Gideon Winter saliese del Sound y se acercase a él—. Empiezo a tenerle menos respeto que antes. Sólo emplea lo que nosotros le damos, ¿lo habéis advertido? No sabe nada, salvo lo que nosotros le decimos. Está claro. Patsy ve personas muertas, y él le muestra una especie de «Waldorf Astoria» de difuntos. Tú, y Papá está aquí. A pesar de todo su poder, parece tener limitaciones, ¿no?

—¿Limitaciones? ¿Es esto lo que crees?

La voz vino de detrás de Patsy, de entre los altos abetos. No era una voz humana, pensó Richard, no lo era en absoluto. Demasiado gruesa, demasiado untuosa, y tan fuerte que parecía transmitida por un micrófono a un altavoz.

—Mis queridos hijos. Todavía no conocéis al verdadero Gideon Winter.

Graham se había puesto en pie en cuanto había oído las primeras palabras, y Patsy, Richard y él miraban ahora una enorme forma oscura que yacía tranquilamente a la sombra del abeto más alto. Entonces la forma se levantó, y vieron aquel ser que les había hablado.

¿Era de veras? ¿Podía ocurrir una cosa así? Era tan inverosímil como todo lo demás que les había sucedido; pero los tres estaban en un sitio real, en la mitad de un día real. Primero vieron su cara, de tamaño al menos doble del de un rostro humano, y de facciones grotescamente exageradas. A escala humana, estas facciones habrían parecido casi hermosas; pero, tan grandes, parecían la viva imagen de la maldad. Las orejas eran largas y colgantes; los ojos negros y brillantes; la nariz, firme y aguileña; el mentón, fuerte y puntiagudo. Una lengua larga y carnosa lamía los torcidos labios.

Aquella criatura avanzó, envuelta en un olor a excrementos, a sudor y a piel sucia. Debajo de la cintura, arrancaban unas ancas y unas patas de macho cabrío. El monstruo transportaba el cuerpo de Tabby Smithfield sobre un hombro. Se echó a reír al ver la expresión de sus semblantes; después se irguió y levantó una pata. Un chorro espeso de líquido humeante cayó sobre el suelo y formó riachuelos entre la hierba seca. Una profusión de diminutos y activos bichitos nadaban en los orines de la criatura; pero Richard no quiso mirarlos…, no podía apartar los ojos del cuerpo de Tabby.

Al lado de Richard, Patsy McCloud transmitió desesperadamente una llamada (¡Tabby! ¡Tabby!) y sólo le respondió el vacío frío y muerto que ambos esperaban y temían.

—¡DÁNOSLO! —rugió de pronto Graham.

La diabólica criatura miró de soslayo a Graham, levantó a Tabby de su hombro y sólo necesitó emplear una mano para arrojar el fláccido cuerpo del muchacho sobre un montón de tierra que había a su lado.

—Lo que tú mandes —se burló el demonio, y empezó a andar hacia ellos.

Inmediatamente se hizo de nuevo la oscuridad, como cuando habían puesto los pies en Poor Fox Road. La criatura que se acercaba a ellos rió entre dientes, y Graham, Patsy y Richard, se dirigieron tambaleándose hacia el sitio donde se hallaba el inerte Tabby. A un lado, el agua se elevaba en grandes olas y rompía sobre la playa pedregosa de Kendall Point. La enorme y estrafalaria forma del diablo quedó atrás, recortándose a la luz de la luna que fluía en todas partes. Richard hurgó en los bolsillos de su chaqueta en busca de cartuchos, pero se encontró con que no le quedaba ninguno: sin duda los había perdido en algún lugar del túnel. Confiando en la magia y en lo que le había ocurrido al enfrentarse con Billy Bentley, levantó la «Purdy». Pero la «Purdy» se negó tercamente a convertirse en un cuchillo de Boy Scout, y mucho menos en una espada.

Patsy y Graham se arrodillaron junto a Tabby. Delicadamente, Graham se cargó al muchacho al hombro.

Cuando Patsy repitió su intento, oyó un débil

(…)

—¡Dios mío! Está vivo —murmuró Patsy tan rápidamente que pareció una sola palabra.

Después sollozó blandamente, tontamente…, produciendo un sonido de confusa emoción.

—Claro que está vivo —dijo Graham, pero sus ojos también estaban húmedos.

—Mirad —dijo vivamente Richard—. Mirad eso.

La pesada silueta de la criatura se estaba transformando a la luz de la luna. El cabrío cuerpo crecía, se estiraba; lo que parecía una gruesa cola restalló entre las oscuras matas. Incluso Patsy miró hacia arriba, después de oír otro soplo de vida de Tabby, y vio momentáneamente a la criatura a la luz de la luna, al empezar a sumergirse en la profunda grieta del borde interior de la Punta. Una cabeza de mandíbula larga y mortífera, con afiladas púas a lo largo del morro de reptil, y ojos malignos incrustados en hueso…, la misma cabeza que había visto surgir de la Historia de Patchin de Dorothy Bach, en el cuarto de estar de Graham.

(¿dragón? ¿Qué… dragón? ¡Patsy!)

El pecho de Tabby se dilató al aspirar aire el muchacho, y sus párpados se abrieron en una rendija tan pequeña que sólo Patsy la advirtió.

(¿qué… qué?)

—Un dragón —dijo Richard, como si hubiese oído los mensajes dirigidos a Patsy McCloud—. ¿Qué diablos…?

Uno de los grandes abetos se derrumbó detrás de ellos; el tronco se partió como tronchado por la mano de un gigante invisible. Cuando el árbol chocó contra el suelo, pareció que la tierra saltaba.

—Marchémonos de aquí —dijo Richard.

La tierra tembló al derrumbarse otro abeto. Richard se arrodilló y pasó los brazos por debajo de Tabby; cobró aliento; levantó al muchacho.

—¡Huy! —exclamó Tabby.

Una ancha grieta se abrió en el suelo, anunciándose primero con un rumor de tierra suelta cayendo en la abertura y después con el chasquido de raíces al quebrarse, y Richard vio la redonda copa de un rododendro silvestre inclinarse a cinco metros de él y rodar por una abrupta pendiente… «¡Salta!», gritó Graham detrás de él, y por fin comprendió lo que ocurría, un instante antes de que la tierra se abriese a sus pies. Sosteniendo a Tabby en sus brazos, se agachó y dio el salto más largo de su vida.

Sus pies tocaron tierra sólida, pero había perdido el equilibrio al iniciar el salto. Se tambaleó y cayó de bruces, con Tabby, sobre un suelo rocoso. Volvió la cabeza y vio que la grieta se tragaba los dos abetos caídos. Una gruesa raíz cayó detrás de los troncos cortados.

Tabby murmuró:

—¿Tratas de matarme, Richard?

Richard le estrechó más fuerte.

De la profunda grieta abierta delante de ellos brotó una lengua de llamas que se extendió entre las altas hierbas, quemando todo lo que tocaba. Tabby había cerrado de nuevo los ojos, pero estiró el cuerpo como un bebé en la cuna, apoyando la cabeza en el pecho de Richard.

Éste oyó un ruido que se acercaba a él, y vio a Patsy y a Graham deslizándose en la oscuridad y evitando las múltiples y pequeñas fogatas provocadas por el último aliento del Dragón. Graham se sentó a su lado y Patsy tomó a Tabby de sus brazos y lo acomodó en los suyos. Algo frío y duro tocó la palma de la mano de Richard, y, al apartar la mirada del laxo rostro de Tabby, vio que Graham le había devuelto la escopeta.

—No sé qué decirte —dijo el viejo—. Pero ya sabes lo que tenemos que hacer si queremos salir de aquí con vida.

—Sí, lo sé —dijo Richard, consciente de su impotencia—. Tenemos que matar a esa cosa. Tenemos que bajar a la hondonada y destruir al Dragón. Pero ¿cómo diablos vamos a hacerlo?

—Eso te pregunto yo —dijo Graham.

Richard pensó en levantarse y dirigirse a la pequeña quebrada del Dragón, blandiendo su escopeta. Pero no viviría más de cinco segundos. El Dragón le echaría su aliento, y su piel se volvería roja y después negra, y arderían sus cabellos y reventarían sus ojos, y antes de caer al suelo no sería más que una corteza. Y después saldría el Dragón y haría lo mismo con Patsy, Graham y Tabby. «Un buen material para interesantes artículos necrológicos en el New York Times», pensó Richard, salvo que nadie del Times se enteraría nunca.

—Estoy dispuesto a hacerlo —dijo Richard—, pero quiero saber cómo.

Graham asintió con la cabeza.

—¡Maldición! —exclamó Richard. Y después—: ¿Cómo está Tabby?

Patsy lo estaba meciendo sobre su pecho.

—Está mejor.

Richard vio que una sonrisa iluminaba el semblante de ella y, por un instante, tuvo celos de Tabby Smithfield…, le habría gustado estar él en aquellos brazos y haber provocado aquella sonrisa. Patsy le miró, pestañeando, y él sintió una complicada mezcla de diversión y contrariedad y satisfacción, y se preguntó si ella habría recibido sus sentimientos de la misma manera que podía percibir los del muchacho. Patsy había vuelto a mirar a Tabby con una lentitud casi deliberada.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Richard.

El murciélago de fuego se cernió de nuevo en el aire, incendiando un abeto.

—Creo que no es conveniente que Tabby esté dormido —dijo Richard.

—Probaré una cosa —dijo Patsy—. Le pediré que cante.

—¿Que cante? Que cante, ¿qué? —preguntó Graham.

—Cualquier cosa que se le ocurra.

El abeto ardiente chasqueaba y silbaba detrás de ellos.

—¿Por qué no? —preguntó Richard. Casi podía captar la canción inaudible y familiar, y, por un instante inexplicable, sintió el peso de la espada de doble filo sobre sus músculos—. Sí, prueba —dijo—. Prueba, Patsy.

Patsy acercó la boca al oído de Tabby y murmuró:

—Cántanos algo, Tabby. Canta la primera canción que se te ocurra… Nosotros te ayudaremos.

—Que Dios nos ampare si es una pieza de rock and roll —dijo Graham.

La imagen de Tabby Smithfield cantando y de todos ellos haciéndole coro resonó en su mente con la misteriosa claridad que había sentido un momento antes. Graham le miró de un modo extraño, pero no añadió más.

—Cántanos una canción, Tabby —susurró de nuevo Patsy.

Entonces, según les dijo Tabby más tarde, el muchacho rebuscó en su memoria y encontró algo: una vieja canción infantil de la casa de Mount Avenue. Era una canción que solía cantarle su madre, mucho antes de que ocurriese nada malo, cuando era un chiquitín con una linda mamá y un papá que jugaba al tenis y un abuelo que lo quería mucho. No se le ocurrió que la canción pudiese tener alguna significación para Richard Allbee. Había vuelto a la casa: de su abuelo.

Débilmente al principio, y después con un poco más de fuerza, Tabby cantó When the red, red robín goes bob, bob, bobbing along. (Cuando el rojo petirrojo llegue dando saltitos.)

Richard se quedó boquiabierto mirando al muchacho: era la canción no escuchada.

No habrá sollozos cuando empiece a cantar su vieja canción —cantó sorprendentemente Graham, con destemplada voz de bajo.

La escopeta que descansaba en los brazos de Richard empezó a temblar súbitamente, con el frenesí de un faisán levantando el vuelo desde un refugio, y él lo apretó con los dedos para que se estuviera quieta.

Despierta, despierta, dormilón —cantó Patsy, uniéndose a los otros dos.

Richard no había oído nunca la letra de esta canción, durante todos sus años en Papá está aquí. Por consiguiente, cuando se incorporó al coro, dijo: Alégrate, alégrate, alégrate, el sol está rojo, aludiendo inconscientemente a Poor Fox Road.

La escopeta resplandeció de pronto con una luz blanca.

—Eres un genio —dijo Richard a Patsy—. ¿Qué te hizo pensar…?

—Habría podido ser cualquier cosa, cualquier cosa —dijo Graham—. La cuestión es que lo hagamos juntos los cuatro.

—Bueno, sigamos —dijo Patsy—. ¡Tabby! ¡Más fuerte esta vez!

Y los cuatro, agrupados, cantaron otra vez la estrofa, recordando añadir esta vez un verso olvidado:

Cuando el rojo petirrojo llega dando saltitos,

No habrá más sollozos cuando empiece a cantar su vieja y dulce canción.

Despierta, despierta, dormilón,

Levántate, levántate de la cama,

Alégrate, alégrate, alégrate, el sol está rojo…

Richard se levantó oyendo cantar todavía las palabras en su mente. Sostenía una larga espada de doble filo, aunque no había tenido conciencia de ninguna transformación, ni de un momento concreto en que el objeto que tenía en las manos hubiese dejado de ser una escopeta. Tenía la boca muy seca. «Dormilón», se dijo en voz alta, sin saber por qué. Las voces de los otros rompieron a cantar de nuevo la canción, y después se extinguieron. Un enorme y pesado cuerpo paseaba arriba y abajo en la quebrada, incansable como el perro gigante del jardín de Graham… Richard avanzó en su dirección, con los aires de un hombre mucho más valiente que él.

Detrás de él, sólo Patsy cantó: Patán, patán, patán, / Ahora camino a través / De campos floridos: / Puede brillar la lluvia, / Pero yo sigo escuchando, / Durante horas y más horas…

El propio vallecico se había alterado, y el lugar donde estaba tan profundamente oculto el Dragón parecía ahora un arco dentro de la tierra, una caverna frondosa. Richard confió en que algunos de ellos saliesen vivos de Kendall Point.

Vuelvo a ser un niño, cantaron Patsy y Tabby, Volviendo a hacer lo que hice, Cantando una canción.

4

Sin dejar de cantar, Patsy se levantó y observó cómo se acercaba Richard a la grieta de la tierra que se había convertido en guarida del Dragón. Caminaba él con una especie de aplomo natural que Patsy encontró muy conmovedor: igual habría podido ir él a comprobar el comedero de un pájaro. Si Richard Allbee tuviese que subir al cadalso, sin duda lo haría con esta misma visible e inconsciente confianza. Ella sabía que no miraría atrás al pasar entre las dos grandes piedras que se alzaban en el borde de la garganta y parecían marcar la entrada de la caverna, y no miró. Richard pasó entre aquellas piedras tan altas como hombres como si no las viese, y empezó a bajar la pendiente. Inesperadamente, Patsy oyó que la mente de Richard hablaba a la suya… como le había parecido oír anteriormente, cuando ella mecía a Tabby en sus brazos. Richard quería volverse y mirarlos una vez más: era esto lo que Patsy oía, y sólo la presencia de Tabby a su lado hizo que contuviese sus ganas de llorar.

Se concentró en la canción. Tenía ahora tanto miedo por Richard, tanto miedo por todos ellos, que cantar era para ella un remedio necesario. Había logrado contener el llanto, pero no podía abstenerse de temblar. También su mente parecía fuera de control. Desde que había rozado los pensamientos de Richard, sentía que su mente se doblegaba de un modo alarmante…, como si un nuevo color pasara por ella, y le asustaba esta sensación.

Pasó un brazo sobre los hombros de Tabby. La espada que blandía Richard centelleó al hundirse con él en aquella profunda y frondosa oscuridad. Oyó la voz cascada de Graham Williams cantando Levántate, levántate, levántate de la cama, una voz monótona que era medio susurro y medio pensamiento. Patsy tembló violentamente y sintió que se le ponía la piel de gallina en los brazos.

… el sol está rojo…

(el sol está rojo)

—No puedo aguantar esto —dijo Tabby.

Ella alzó la cabeza y advirtió que lo que había tomado por dos lunas era en realidad el sol y la luna…, rojo aquél y blanca ésta. La boca abierta, roja y grande, quería devorarlos.

(¡Vive, ama, ríe y sé feliz!)

y arrancarles del mundo para siempre.

—Iré con él —dijo Tabby—. No puedo estarme aquí plantado.

—Todavía estás muy débil, muchacho —dijo Graham.

—Estoy bien —dijo Tabby, escurriéndose por debajo del brazo de Patsy—. Voy a bajar con Richard.

Avanzó unos pasos y se volvió a mirar a Patsy.

(¡tengo que hacerlo!)

(¡oh, Tabby!)

Tabby siguió andando hacia las piedras. Gruñidos y rugidos salían de la caverna. ¿Acaso no les había avisado el Dragón, aquella primera noche en casa de Graham, que no debían llevar las cosas tan lejos? Patsy dirigió una mirada angustiada a Graham.

—Tengo que ir con él —dijo.

Abrió la boca y volvió a cerrarla inmediatamente; cualquier cosa que dijese sería mera repetición. Haciendo un gran esfuerzo, se apartó del bulto protector de Graham. Después del primer paso, pudo correr.

—¡Maldita sea! —exclamó Graham—. Creo que voy a unirme al grupo. Pero no esperes que corra.

Tabby se detuvo, se metió las manos en los bolsillos y esperó. Patsy dejó de correr y, cuando Graham la alcanzó, los dos se acercaron a la delgada figura de Tabby en la oscuridad.

—Bravo —dijo Tabby.

Una ola de calor cayó sobre ellos al acercarse a las rocas. Patsy apoyó la mano en una de ellas para mirar hacia abajo y sintió el calor que brotaba de la piedra. La mitad de la pendiente que llevaba a la entrada de la cueva estaba en llamas. Todos los pequeños arbustos estaban ardiendo, y la propia tierra aparecía chamuscada en algunos lugares. Richard Allbee era vagamente visible a un buen trecho cuesta abajo, tanteando el camino entre el fuego para llegar al fondo.

Un humo pálido brotaba de la caverna. Patsy vio que Richard vacilaba un segundo y seguía andando después hacia las rocas planas.

Tabby saltó sobre el borde y resbaló un par de metros, enviando una cascada de chinas y de tierra suelta sobre un ancho cinturón de llamas. Graham siguió inmediatamente al chico, con mucha más lentitud y asegurándose de afirmar sólidamente ambos pies antes de seguir bajando de costado.

Patsy se volvió de lado y dio un paso cuidadoso sobre el borde. Extendiendo los brazos para conservar el equilibrio, hincó el pie izquierdo en la pendiente y bajó el derecho un par de palmos. Unas piedras sueltas rodaron debajo de su zapato, y se tambaleó. Entonces advirtió que la nube de humo que había salido de la cueva no se alejaba ni se disipaba, sino que ascendía recta, como si lo hiciese adrede, como si tuviese mente propia. Cuando alcanzó el borde superior de la caverna, Patsy dio otro medio paso hacia abajo, temblando como si soplase un viento helado.

(¡Maldición!) oyó que pensaba Graham al fallarle momentáneamente un pie y resbalar con una lluvia de tierra.

Dentro de la nube estacionaria, se movió algo enorme y de muchos brazos, empujando masas y jirones de aquel pálido humo. Aquella cosa se agitaba y zumbaba dentro de la nube, queriendo salir de su prisión. Cuando Patsy abría la boca para llamar a los otros, la nube se deshizo y apareció otra más oscura en su lugar, que estalló en súbito movimiento. Partículas del tamaño de petirrojos giraban alejándose, se agrupaban de nuevo y volvían a separarse. No una criatura, sino muchas, estaban atrapadas en la nube. Patsy vio unas alas correosas y se estremeció, pensando que aquellas criaturas eran murciélagos. Un ruidoso grupo de ellas se arremolinó sobre una piedra plana del tamaño de un perro de pastor, y una corriente de fuego fluyó inmediatamente sobre la piedra, formando un arroyo de un líquido amarillo que cubrió el lado de aquélla y empezó a deslizarse hacia el fondo entre los pedruscos. Al volar las criaturas junto a la pendiente, Patsy vio sus diminutas bocas y sus cuellos largos de reptil. Pequeños dragones… No eran murciélagos, sino pequeños dragones.

(Todo irá bien), le transmitió Tabby.

(Procura no morir por segunda vez, amigo.)

Entonces se dio cuenta de que parte de su temblor no era debido al miedo…, era el efecto de su alivio al ver que Tabby había sobrevivido a su secuestro por Gideon Winter. Sin darse plena cuenta de ello, había compartido los pensamientos de Tabby desde que éste había abierto los ojos: no sólo los mensajes que él le había enviado, sino todos sus pensamientos, cada destello que pasaba por su mente. Todas aquellas ideas que eran como pájaros habían alimentado su confianza; aunque habían sido silenciosas, casi inaudibles, su canto la había acercado más a Tabby.

En vez de dar una voz de alerta, Patsy empezó a cantar. Todas aquellas ideas como pájaros vibraron de nuevo en su mente, añadiendo otra franja de color (o al menos le daba esta impresión) a la primera. Empezó a cantar suavemente, insegura de sí misma: una parte de Patsy pensaba todavía que era una estupidez cantar en voz alta en una cuesta ardiente que conducía a la caverna de un dragón…, a la caverna inexistente de un dragón inexistente.

Y a fin de cuentas, ¿no era normal que, en semejante situación, mantuviesen las mujeres la boca cerrada y esperasen a ser rescatadas?

¿No era exactamente esto lo que había hecho durante casi todo su matrimonio, mes tras mes, desde que Les se había vuelto agrio e inseguro, envenenado por su propio éxito? ¿No había mantenido la boca cerrada, esperando que la rescatasen?

Un áspero, asustado, pero todavía tenaz retazo de pensamiento voló en su dirección, y reconoció en él la contextura, el color, el gusto de Graham Williams; o era inarticulado o no podía oír las palabras, pero éstas no le hacían falta para identificarlo.

Cuando el rojo petirrojo llega dando saltitos…

Su voz pura y aguda brotaba de ella y ascendía, más fuerte a cada palabra. Desde un par de metros más abajo, y tratando de no verse obligado a saltar en el aire, Graham Williams se volvió a mirarla, asombrado y, al principio, también furioso. Se había esforzado en hacer el menor ruido posible, pensando que, aparte de la espada, la sorpresa era la única arma que tenían. La canción de Patsy era como un anuncio a Gideon Winter de que los cuatro le esperaban en la boca de la cueva. No habrá más sollozos cuando él empiece a cantar su vieja canción. Entonces, al cobrar vigor la voz de Patsy, se sintió dominado por ella, casi como si aquella voz lo envolviese físicamente. Bajó fácilmente otros dos metros, moviendo las piernas como un joven de veinte años. Y empezó a murmurar la letra al mismo tiempo que Patsy, súbitamente seguro de que ella podía oírlo aunque, en realidad, sólo cantaba mentalmente.

Porque en aquel instante la sintió junto a él: sintió que, donde se hallaban, se derrumbaban todas las barreras de la edad y el sexo, de la fealdad y la belleza, de todas las lecciones contradictorias enseñadas por la experiencia.

Graham comprendió, incluso antes que la propia Patsy, que, hiciera lo que hiciera Richard con la espada, sería Patsy quien salvaría sus vidas. Se sentía vigorizado; en medio de su auténtico terror, lo que le enviaba Patsy, lo que le hacía Patsy, le fortalecía. Aunque sólo esbozaba las palabras, podía oír su propia y ronca voz cantando en su mente.

Y Patsy, encima de él, sabía todo lo que Graham acababa de experimentar.

(Canta, Tabby, ¡canta!) transmitió al muchacho, y pronto oyó las dos voces de él, la voz interior y la voz física, haciendo eco a su canción.

Ahora podía oírlos a todos en su mente: el canturreo nada musical de Graham, el ansioso pensamiento de Richard que había cogido el ritmo de su canción, y el de Tabby funcionaba en perfecta coincidencia con la suya. Como ella había sentido la impresión de fortalecimiento encontrada en Graham, Tabby la había sentido también.

Un grupo de pequeños dragones en formación que recordaba una cometa voló en dirección a ella, incendiando una franja de más de un metro de longitud en la pendiente, y se alejó de nuevo.

La canción no importaba, pensó Patsy; la canción era ridícula; el hecho de cantar era lo poderoso, y lanzó al aire las absolutamente inadecuadas palabras Vive, ama, ríe y sé feliz, Patsy bajó hasta la mitad de la pendiente, viendo cómo Richard se acercaba a la boca de la cueva, y por un instante pensó que empezaba a hallar la conclusión a que la habían estado impulsando su energía y sus dotes. Su personalidad se alargó y ensanchó casi físicamente dentro de ella. Sintió que la sangre subía a su cara, y se animó su corazón; lo que Graham Williams había creído ver en ella, fuese lo que fuere, y lo que le había dado a él aquel aumento de vigor, casi se manifestó visiblemente en ella.

Por un instante, Patsy se vio como una red tendida debajo de sus amigos: una Patsy gigantesca, dispuesta a cogerlos si se caían. Sus voces diferentes cantaron dentro de ella. Sintió que su rubor se hacía más febril… y entonces, en vez del olor a hierba quemada y a tierra tostada (un olor parecido al sabor del ginseng), y a humo, percibió un olor a pescado El poderoso movimiento interior cesó de pronto, tan extrañamente como cesan las contracciones durante el parto.

Un hombre corpulento y desnudo, de barba negra, estaba plantado a su lado. Sonreía, pero su sonrisa no tenía nada de agradable. Patsy vio la larga cicatriz que le cruzaba el vientre de una cadera a otra. El concentrado olor a pescado brotaba de su piel, de sus poros. Bates Krell se acercó a Patsy. Ella sintió una morbosa ola de pasión, más fuerte que aquel olor, brotando de él: una pasión negra y retorcida, más fuerte a causa de su perversidad.

Detrás del cuerpo amenazador de Bates Krell, vio Patsy la cabeza cornuda del Dragón surgiendo de su cueva.

La sonrisa de Krell se hizo más auténtica y aún más desagradable. Sus ojos tenían un brillo negro; eran los mismos ojos, surcados de venas y de iridiscentes hilos verdes, que había visto salir de las páginas de un libro siguiendo a una espiga que se deshacía.

Entonces, un movimiento invisible causó un gran desplazamiento de aire, un río de fuego de un metro de anchura surcó el suelo delante de ella, y el Dragón de la caverna volvió la cabeza hacia ella. Bates Krell se había desvanecido en humo, y el Dragón que salía de la caverna miraba fijamente a Patsy con los ojos del pescador.

—Cuando el…

Las palabras se extinguieron en su boca, y las otras voces en su mente, que parecían aspectos de una sola voz, menguaron de intensidad. El Dragón se arrastró otro paso en dirección a Patsy, y de pronto pareció más grande.

—«¡Rojo!» —gritó Tabby—. «¡Rojo petirrojo!»

La voz grave y monótona de Graham medio gritó y medio cantó:

Llega dando saltitos…

Y oyó que Richard cantaba también, cantaba desesperadamente en su mente.

El Dragón volvió la cabeza, y un pequeño cuerpo alado cayó del cielo a los pies de Patsy. El minúsculo dragón plegó las alas y corrió unos centímetros cuesta abajo. No era mayor que un ratón. Patsy sintió náuseas, pero lo pisó. Las alas se estremecieron. Ella levantó el pie y pisó de nuevo el pequeño dragón, y sintió que reventaba como un escarabajo.

—¡No habrá más sollozos! —gritó Tabby—. ¡Cuando empiece a palpitar!

Todas sus voces volvieron a ella, y vio su propia imagen y la de Tabby delante de la vieja casa Smithfield… No era una imagen enigmática. Patsy sintió agitarse una fuerza dentro de ella, y sintió que casi había llegado irreflexiblemente a esta conclusión antes de que apareciese Bates Krell para asustarla: uno de los otros estaría ahora en el mismo peligro de que la habían salvado a ella, y al estrujarse las manos y buscar con la mirada a Richard Allbee, vio que él estaba a sólo cinco metros del Dragón.

—¡Dulce canción! —gritó él.

Y esto la impulsó a avanzar resueltamente sobre el borde. Patsy abrió su mente a todos ellos; desplegó sus alas y éstas se extendieron más que las del murciélago de fuego. Era como abrir su cuerpo, comunicando su esencia a todos ellos, y por un instante fue tan físicamente receptiva que pensó que podía ver el mapa de sus arterias y sus venas impreso sobre su piel. Una vez, medio desesperada, había escrito una lista de los hombres con quienes se imaginaba que podría hacer el amor; pero, al aceptar ahora su mente a Tabby Smithfield, a Graham Williams y a Richard Allbee dentro de ella, al desplegar sus alas sobre ellos, se convirtieron en los únicos varones sobre el planeta. Se confundían con ella, y esto era insoportablemente fuerte y sensual, y era su fuerza.

Los pequeños dragones empezaron a caer del cielo alrededor de Patsy. Ésta aplastó los más que pudo, y vio que otros caían al suelo, como habían caído los pájaros a finales de mayo.

Cuando los tocaba con el pie, estallaban en pedazos, lanzando humo y chispas.

«¿DRG? —se preguntó Patsy—. ¿Los está matando el DRG?»

Rozó con el pie otro dragoncito del tamaño de un ratón, que se arrastraba por el suelo, y se abrió a lo largo de la cresta de la espina dorsal. Un chorrito de fuego salió de la abertura, y las alas de la criatura chisporrotearon y se convirtieron en una especie de telaraña y después en negros burujos.

5

Richard estaba a cinco metros de la boca de la cueva y oyó cantar a Patsy en su mente con mayor fuerza que antes. Aquella voz era más que una simple voz, era el sonido mismo de su propio cuerpo, la corriente de sangre en sus venas, los latidos de su corazón. La enorme cabeza negra verdosa del Dragón bajó hacia él casi confusa, y él sintió, más que oyó, los chasquidos de los hijos de aquél sobre las rocas. Richard levantó la espada, calculando que tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de acercarse lo bastante para herirle en el cuello antes de que el monstruo se recobrase.

(Richard-Richard)

Entonces sintió que Patsy McCloud se metía dentro de él, en su cabeza y en su cuerpo, en su corazón, en sus costillas, en sus pulmones, en sus ojos y en sus manos…, con tanta fuerza que a punto estuvo de caerse. Sintió el sabor de ella: durante un vivido momento, la voz de ella se hinchó en su mente, y sintió en ésta aquel sabor. Casi sintió que se elevaba del suelo, como si la presencia de Patsy dentro de él le librase de la fuerza de gravedad.

Richard miró hacia arriba y vio que dos de los pequeños dragones caían del cielo como murciélagos moribundos.

Ignoraba si lo veía con sus propios ojos o con los de Patsy.

Su mente se vertió irremisiblemente en la de ella; al menos fue esto lo que sintió, como si sus mentes diferentes fuesen dos líquidos mezclados en la misma jarra. En un instante, habían pasado más allá de la intimidad, a un reino de conocimiento y aceptación totales, a una cámara rosada y palpitante donde se revelaban total y recíprocamente; como si Patsy McCloud y él llevasen cuarenta años casados, y cada cual supiera la pasta dentífrica que prefería el otro, cómo le gustaban los huevos, cuáles eran sus chistes y novelas preferidos, qué películas le gustaban o disgustaban, a qué personas quería y a qué personas aborrecía. Todo este conocimiento tenía algo de sexual, estaba teñido de colores sexuales: la sexualidad de Patsy lo llenaba todo. Era como si toda ella se hubiese abierto y hubiese introducido sus nervios y su torrente sanguíneo en el organismo de él.

Un dragoncito del tamaño de una ardilla cayó junto a sus pies con el ruido de una bolsa de papel al reventarse; pocos segundos después, brotó humo de su correosa piel.

Graham Williams y Tabby Smithfield estaban en el fondo de la barranca, delante de la cueva, expuestos a las iras del Dragón; Patsy estaba en mitad de la pendiente, aislada al parecer por un acto espiritual que Richard no empezaba siquiera a comprender. Podía oír a Graham y a Tabby cantando aquella tonta canción. Un grueso capullo de humo envolvía ahora completamente el dragoncito a los pies de Richard. Un ruido de siseos y chisporroteos brotaba de aquella bolita de humo aparentemente sólida. Patsy cantaba también, pero su boca estaba cerrada.

La espada que Richard tenía en la mano adquirió un color más fuerte, se alzó por sí sola, como una vara. Ahora tenía un brillo rojizo de oro, y la empuñadura desprendía un calor que le llegaba al codo. El aliento de Patsy dilataba sus pulmones. A un lado de él, Tabby y Graham estaban rodeados de una luz fluctúante, dorada y rojiza, del mismo color que la espada.

Otro dragón diminuto cayó sobre las rocas y se partió en dos trozos ardientes.

Richard tuvo tiempo de pensar: «Esto no puede ser verdad.»

Y el enorme y viejo Dragón, que parecía entumecido en la entrada de su caverna, volvió la cabeza y fijó en él sus ojos sin pupilas. Abrió la ancha boca. Richard saltó a un lado, rozando con el pie algo viscoso y caliente, y el Dragón siguió el movimiento con sus ojos de piedra. Un terror absoluto inmovilizó momentáneamente a Richard. El aliento de Patsy sacudió sus pulmones, y Richard gritó: «¡ROJO PETIRROJO! ¡SIGUE SOLLOZANDO!» Ya no sabía de cierto la letra ni el orden de las palabras, pero veía a Patsy en su mente, la veía plantada desnuda en aquella cámara rosada donde estaban aún absolutamente unidos; y entonces vio a Laura en pie, desnuda, detrás de ella; Laura, con su bello vientre grávido.

Risas femeninas llegaban hasta él, desde todo su alrededor al parecer, desde todas partes, desde el mismo mundo.

Richard vociferó: «¡DORMILÓN!», y levantó su resplandeciente espada.

Entonces, su sueño, el sueño de todos, cobró realidad a su alrededor, y ya no supo si estaba despierto o soñando, y volvió a gritar: «¡DORMILÓN!», y dio un paso adelante.

La tierra se estremeció; un fluido negro se filtró y surgió de entre las rocas, y un fino alud de chinas y de tierra repiqueteó en las paredes de la quebrada. Richard avanzó directamente hacia el Dragón expectante y oyó que alguien gritaba: «¡DORMILÓN! ¡DORMILÓN!» El hediondo líquido negro cayó sobre las rocas planas, pero Richard oía las risas de mujer y sabía que aquello no podía perjudicarlo…, ni siquiera tocarlo. Pensó que sabía lo que era: aquella cosa negra que goteaba del ataúd de Emme Bovary. Él y Laura habían dejado aquel libro por terminar, entre un millón de cosas no terminadas. Una gruesa pared de llamas se echó sobre él y lo envolvió; pero Richard sabía que podía caminar entre las llamas: no tenían poder para dañarlo.

Los otros tres vieron que Richard Allbee avanzaba hacia el Dragón y pasaba entre las fulgurantes llamas como si éstas no existiesen; parecía encerrado en una lustrosa armadura de acero. Vieron que alzaba la espada en medio de las llamas, y le oyeron gritar «¡DESPIERTA!» en el momento de descargar aquélla. Richard no podía oír lo que gritaba, y en realidad no se daba cuenta de que había gritado. El Dragón rugió furioso, con un ruido ensordecedor. Sus afilados dientes eran del tamaño de postes de vallados. El hedor a muerte y podredumbre, el hedor del túnel, atacó a Richard al mismo tiempo que las inofensivas llamas.

Él saltó hacia el Dragón y descargó la resplandeciente espada sobre el largo hocico. El filo se hundió en la carne del Dragón y se alzó de nuevo, arrancando un trozo de pellejo verdoso. Un fuego líquido brotó de la pequeña herida, y el Dragón retrocedió unos centímetros y rugió. Cuando Richard se acercó de nuevo, el dragón atacó y a punto estuvo de apresarle entre sus mandíbulas. Richard blandió la espada y le pinchó en la boca. Retrocedió y saltó a un lado, cuando el Dragón adelantaba la cabeza, arrojándose sobre él. Esta vez consiguió introducir la espada debajo de la mandíbula inferior.

Un chispeante chorro de fuego brotó de la herida, y el Dragón aulló de dolor y atacó. La larga cabeza buscó de nuevo a Richard, y éste, en vez de apartarse a un lado, levantó la espada como en su sueño y la descargó con toda su fuerza. La espada se hundió en la punta del morro. Un río de fuego brotó de la cola del Dragón.

Enfurecido, rugiendo de dolor, el Dragón se estiró y se irguió. La espada latió en la mano de Richard, y ésta saltó hacia delante, colocándose debajo del largo y curvo y poderoso cuello de la criatura. Richard asió la espada con ambas manos, sintió hincharse sus bíceps y los músculos de los hombros, y levantó aquélla en el revés más formidable de su vida. La hoja rasgó la gruesa piel y se adentró en el hueso. Richard empujó con toda la fuerza que le quedaba y partió el obstáculo. Una húmeda llamarada cayó sobre las manos de Richard. Entonces, el Dragón estalló.

Richard se apartó, tambaleándose, de aquella masa de fuego, y vio restos de llamas cayendo sobre las piedras. La espada se desprendió de sus manos; ya no era una espada. Él dijo: «Despierta», y cayó de rodillas.

6

Graham y Tabby avanzaron despacio entre las piedras, seca la garganta y temblorosas las piernas. Richard estaba doblado sobre las rodillas, casi tocando con la cabeza su larga sombra la roca.

—¡Richard! —gritó Graham, con voz ronca.

Richard se estremeció. No podía, o no quería, mirarlos.

—¿Estás bien? —preguntó Tabby.

—No —respondió Richard.

—Lo has conseguido, Richard —dijo Graham, en voz baja.

—Dime lo que he conseguido —dijo Richard a la piedra.

—Yo te lo diré —dijo Graham—. Te lo mostraré. Ni siquiera tendrás que caminar; te bastará con levantar la cabeza.

Richard levantó despacio la cabeza y lo único que vieron los otros en su cara macilenta fue una profunda desorientación; y parecía quince años más viejo. Largas arrugas surcaban sus mejillas. Todavía temblaba, y estaba muy pálido.

—Vuelve a ser de día —dijo.

Graham y Tabby apenas si habían advertido que volvía a brillar el sol. Richard vio la expresión de sus caras y dijo:

—Confío en no tener peor aspecto que vosotros dos. —Se pasó las manos temblorosas por la cara—. ¿Qué vas a mostrarme?

—Ahí viene, sí, ahí viene —dijo Graham, pareciendo de pronto nervioso y tímido—. Patsy.

Tabby se volvió como un hombre en trance hipnótico, y Richard se agarró al brazo de Graham y se puso en pie. Patsy descendía el último tramo de la abrupta pendiente y saltó sobre las rocas entre un débil repiqueteo de chinas. Estaba sofocada, pero al acercarse a ellos, la envolvía la aureola de un gran triunfo, un aire de significación casi épica que le sentaba tan bien como su ropa. Si alguno de ellos hubiese estado a solas con ella en aquel momento, habría llorado y la habría abrazado; pero el conocimiento de la presencia de los otros impedía estas demostraciones.

—¡Oh, Patsy! —dijo Tabby—. ¿Cómo has…?

Ella sacudió la cabeza, avanzando hacia ellos. Las mejillas de Patsy tenían una rojez febril.

Tabby trató de hablarle en aquel lenguaje particular que sólo había sido de los dos, pero sus pensamientos perdieron el rumbo…, envió su mensaje y comprendió que no había llegado a su destino. Aquella dimensión los había abandonado.

La tierra tembló debajo de ellos, pero apenas lo notaron.

—Quiero que veas… —empezó a decir Graham, y su voz tembló también.

—Sostenedme —le interrumpió Patsy, y alargó los brazos al correr ellos a su encuentro.

Y así, los tres rodearon a Patsy con sus brazos y se abrazaron entre ellos, formando un círculo… Ninguno de los hombres podía escapar al sentimiento de que ahora pertenecía a Patsy McCloud, de que era parte de ella.

Por fin, Patsy se echó atrás, y los brazos se separaron.

—Ibas a enseñarme algo, querido Graham —dijo Patsy.

Ahora fue Graham quien enrojeció. Señaló la pendiente rocosa donde había estado la cueva del Dragón. Éste, lo mismo que todos los pequeños dragones, había desaparecido. Apoyado contra la pared de la quebrada, había un pequeño esqueleto. Todos vieron que sus piernas estaban un poco deformadas, torcidas. El cráneo, de un tamaño y longitud casi arrogantes, parecía haber sido diseñado para otro cuerpo. Cuatro mellados agujeros del tamaño de monedas de cinco centavos aparecían en las partes superior y posterior del cráneo.

Debajo de sus pies, las piedras se movieron perceptiblemente hacia la izquierda y volvieron a su posición.

—Todos nuestros antepasados… acabaron con él. Lo mataron juntos. O sucesivamente, o como fuera. Pero todos lo mataron. —Graham se metió las manos en los bolsillos y miró a los otros con algo de su antigua vehemencia—. Y nosotros lo hemos hecho aún mejor. ¡Maldita sea! Creo que ese monstruo ha terminado para siempre.

Las rocas temblaron una vez más debajo de ellos y, desde el extremo de Kendall Point, oyeron una serie de fuertes golpes y chasquidos, seguidos del sonido de objetos pesados chocando con el agua del mar. Piedras sueltas repicaron a su alrededor.

Patsy levantó la cabeza, alarmada; Richard la asió de un brazo y empezaron a subir la cuesta que llevaba a la base de la Punta. Confiaron en que los otros los siguiesen. Richard llevó a Patsy a tierra llana y la condujo hasta cerca de la carretera.

—Quédate aquí —le dijo, y volvió atrás para ayudar a Graham.

Cuando miró por encima de la Punta, vio que un gran pedazo del extremo se había desprendido y caído al agua. Una enorme fisura se abrió en la tierra a un metro y medio del mellado borde, y otro trozo de la Punta resbaló y se hundió en el Long Island Sound. Richard se deslizó por la pendiente hasta que casi chocó con Tabby Smithfield, que tiraba de Graham cuesta arriba. Asió el otro brazo del viejo, y entre los dos izaron rudamente a Graham sobre el borde.

—Creo que debo daros las gracias —dijo Graham.

Se reunieron con Patsy junto al murete y observaron cómo se desgarraba Kendall Point. La tierra retumbó; se abrieron grietas en el suelo, dividiéndose y ensanchándose, uniéndose con otras grietas y fisuras. Las rocas sobre las cuales se habían enfrentado con el Dragón se alzaron en un terremoto que lanzó otros dos metros de la Punta al agua. Los abetos que quedaban en pie oscilaron locamente y cayeron los unos encima de los otros; segundos después habían desaparecido, sorprendidos por otro estremecedor desplazamiento. El esqueleto de Gideon Winter apareció momentáneamente en su campo visual, agitando los brazos y las piernas como si estuviese vivo, rodó sobre el borde y cayó al agua. Un peñasco que se derrumbaba lo enterró inmediatamente.

Entonces, una grieta del suelo se ensanchó y se prolongó en dirección a ellos, y retrocedieron corriendo y saltaron el murete que había en el extremo de la carretera.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Tabby, señalando el largo y blanco bar que se levantaba cerca del principio de la Punta.

La destrucción aumentaba, reclamando más tierra, y una enorme fisura se había alargado rápidamente hacia el edificio, como si conscientemente quisiera devorarlo. El patio cercado delante de la larga ventana de la parte posterior del edificio se perdió ruidosamente de vista, y las gruesas paredes y el suelo de hormigón crujieron como pan seco. Todo el edificio resbaló unos metros hacia delante… y hubo más ruidos de cosas que se quebraban o se partían, de tuberías arrancadas y de tabiques de yeso que se derrumbaban. Oyeron gritos, y se abrió una puerta por la que salieron tres mujeres jóvenes y cuatro o cinco hombres maduros. Dos de éstos llevaban botellas de cerveza en la mano. El asustado grupo corrió hasta la carretera y observó cómo el bar daba un nuevo paso de baile hacia delante, sacudía las caderas y caía en la grieta. Un lado del edificio se desprendió y cayó como una lámina plana, dejando al descubierto un suelo embaldosado, un bar curvo de madera y, en una habitación del piso alto, un farolillo de papel amarillo oscilaba furiosamente a un lado y otro, como si un niño lo hubiese golpeado con un palo. Entonces el edificio pareció gemir, mil tablas de madera se arrancaron de sus clavos, y toda la estructura se dobló sobre sí misma y cayó en la fisura.

Las personas que habían escapado se volvieron, aturdidas, a nuestros cuatro amigos. Una de las mujeres y los dos hombres dieron unos pasos vacilantes hacia delante. Era la primera vez que Patsy, Richard, Tabby y Graham veían aquella expresión de admiración perruna que más tarde les sería familiar. Les hizo sentirse incómodos. «¡Mierda!», exclamó uno de los otros hombres, y todos se volvieron. Graham había estado seguro de que aquellas tres personas, que ahora se volvían a mirar cómo una hilera de casas se hundía en el Sound, se disponían a pegarles.

Las desvencijadas casas contiguas al arrumado bar se estremecían y movían como juguetes mecánicos. Trozos de ellas se desprendían con el movimiento, y lienzos de pared se derrumbaban. La creciente grieta que había engullido el bar las empujó inexorablemente sobre una franja de arena demasiado mísera para ser una playa y las arrojó al agua. Después, la franja de arena cayó pesadamente en el hoyo.

Desde el otro lado de la Punta, en dirección a Greenbank y Mount Avenue, llegó otra serie de angustiosos ruidos producidos por un gran edificio que moría violentamente. Piedras, maderas y cristales parecían gritar al romperse y caer. Articulaciones y ligamentos proyectados para durar cien años más se partieron, tejidos que debían permanecer enteros se rasgaron por la mitad. Y cayeron maderos, ladrillos, hierros, plomo y porcelana.

Después de esto terminó la destrucción. Un silencio absoluto y abrumador lo envolvió todo a su alrededor y flotó hacia arriba, sólo turbado por el deslizamiento de un lagarto sobre la arena o el rebote de una última piedra suelta en una profunda grieta.

El grupo que había salido del bar miraba ahora sin disimulo a Richard y a los otros. Los hombres miraban a Patsy con franco pavor: también ellos percibían la aureola que la rodeaba.

—Vayamos a casa —dijo Graham.

Tabby le preguntó si pensaba que también Greenbank había sido destruido.

—Pronto lo sabremos. Pero no nos separemos cuando pasemos por delante de esa gente.

Los tres hombres rodearon a Patsy y subieron despacio carretera arriba. No miraron a los del bar, que se echaron atrás para dejarlos pasar. Nadie habló ni hizo el menor movimiento, pero Richard y los otros sintieron que los hombres del bar eran presa de confusas emociones.

Cuando Bobo Famsworth salió jadeando de los bosques rocosos de la izquierda, habiendo sin duda atajado desde Mount Avenue, nuestros amigos se detuvieron. Los que estaban detrás de ellos empezaban ya a alejarse.

7

Bobo se detuvo a unos seis metros de la carretera. El uniforme azul estaba manchado de barro, y una de las perneras de su pantalón se pegaba húmeda a la pierna. Parecía presa de una súbita y nada característica timidez en él; como si ya no estuviese seguro de poder acercarse a estas cuatro personas. Bobo miró a Patsy, después a Richard Allbee y finalmente de nuevo a Patsy.

—¡Ah! —dijo—. Quería verte.

Su cara se frunció a causa de alguna aflicción particular, y el hombre se movió indeciso a un lado; después dio un paso al frente, igualmente indeciso. Entonces se permitió mirar de nuevo a Patsy McCloud y, casi como disculpándose, salió a la carretera.

—¿Qué ha pasado, Bobo? —preguntó Richard.

La verdad es, aunque esté mal decirlo, que los cuatro que se enfrentaban con el ahora mudo Bobo deseaban que se explicase de una vez y se largase. Todos ellos apreciaban de veras al alto policía y, en cualquier otra circunstancia, habrían aceptado de buen grado su compañía. Naturalmente, estaban más agotados de lo que ellos mismos advertían, y eran tan incapaces de olvidar lo que acababa de sucederles como de arrojar a Bobo Famsworth por el acantilado que había sido Kendall Point. Pero la verdadera razón de que considerasen a Bobo un intruso era que se sentían unidos como amantes. Se necesitaban mutuamente sin reservas, y también necesitaban tiempo para descubrir lo que esto significaba y cuáles eran sus dimensiones. Lo único que querían era meterse en una habitación y cerrar la puerta.

Así, el amable Bobo era una distracción, y la pregunta de Richard un acto de pura caridad.

—A mi coche se le acabó la gasolina —dijo, de un modo poco esperanzador—. No se encuentra gasolina en toda la villa; la aguja estaba tan baja que casi no se veía, pero pensé que podría llegar hasta aquí. Tuve que recorrer la mitad de Mount Avenue y cruzar todo Hillhaven para llegar aquí. —Miró de nuevo a Patsy, todavía respirando fuerte. Su honda preocupación se reflejaba en su boca y en sus ojos—. No me preguntéis cómo, pero sabía que estaríais todos aquí…, y tenía que veros. Las cosas no son…, no son… —Se cubrió la cara con las manos, como un chiquillo—. Pienso que Ronnie se está muriendo. Incluso es posible que esté ya muerta. Sé que la noche pasada estuvo a punto de morir. —Sus palabras sonaban ahogadas; bajó las manos—. Esta mañana me ordenó salir. No quería que estuviese allí. —Bobo observó la gravilla de la orilla de la carretera, luchando contra su aflicción y las sensaciones que le producía el hecho de expresarla—. Tengo miedo de volver a su casa. Si entrase allí y la encontrase muerta, no podría soportarlo.

—Pienso que la encontrarás mejorada —le dijo Graham—. En realidad, estoy seguro de ello. Y apuesto a que se sentirá encantada de verte.

Esto resultó verdad en sólo un cincuenta por ciento.

—¿Estás seguro? —preguntó Bobo.

—Ya te lo he dicho.

El policía asintió con la cabeza.

—Gracias —dijo seriamente—. Gracias. Gracias por todo. De veras.

Ninguno de ellos respondió a esto, y Bobo rebulló un momento.

—Bueno, supongo que podremos volver juntos.

—Como quieras —dijo Richard, todavía caritativo, pero un poco menos.

Anduvieron en silencio hacia el final de Mount Avenue en Hillhaven. Bobo quería andar más de prisa que los otros, y no paraba de volver la cabeza y de esperar a que lo alcanzasen.

—Puedes adelantarte, Bobo —dijo Graham—. Comprendemos que estás ansioso por volver junto a Ronnie.

—Prefiero ir con vosotros —dijo lisa y llanamente Bobo.

Cuando hubieron dejado atrás la playa de Hillhaven, Richard llevaba casi a cuestas a Tabby. Graham y Patsy se sostenían mutuamente, cada cual con un brazo ceñido a la cintura del otro, mientras avanzaban hacia Beach Trail con mecánica determinación. Ninguno de ellos había respondido a los distraídos intentos de Bobo de iniciar una conversación, y hacían todo lo posible por ignorar sus frecuentes y apremiantes miradas.

—Estamos llegando, Patsy —dijo Graham.

—Claro que sí —convino Bobo.

Al fin llegaron a su coche patrulla, aparcado debajo de los árboles a un lado del camino.

—Ese hijo de perra —dijo Bobo, golpeando el techo del automóvil con el canto de la mano.

Anduvieron otros veinte metros en silencio, y Bobo exclamó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Mirad eso!

La vieja casa de Monty Smithfield se había derrumbado sobre la pendiente de atrás y dejado un extraño e inquietante agujero en el paisaje. Brotaban surtidores de agua de las rotas cañerías; columnas de piedra se destacaban de los cimientos. Una polvareda espesa como humo flotaba todavía en el aire.

—¡Oh, Dios mío! —repitió Bobo—. Esa horrible casa… Habrá ido a parar al agua, ¿no? Ese terremoto o lo que fuese la ha derribado de la colina. No pensé que una casa tan sólida pudiese… —Saltó sobre los mirtos para acercarse a la valla—. Espero que otras casas no sufran la misma suerte.

—Ésta será la única —dijo Graham.

—Tengo que ver lo que ha ocurrido ahí —dijo Bobo—. Tal vez alguien necesite ayuda. —Rebulló indeciso junto a la valla, no queriendo separarse de ellos—. Podréis llegar a casa, ¿no?

—Seguro —dijo Graham, y los cuatro se dispusieron a caminar el breve trecho hasta Beach Trail.

—¿Por qué tiene que ser ésta la única casa que desaparezca de este modo? —preguntó Bobo.

—Adiós, Bobo —dijo Graham—. Eres un buen muchacho. Todo terminará bien.

—Os he visto…, os he visto en Kendall Point —farfulló Bobo, y se evidenció que había estado dudando en hacer esta revelación desde que se había encontrado con ellos.

Incluso Patsy y Tabby lo miraron ahora.

—Estaba lo bastante alto para ver casi todo el espacio hasta…, ¡hum…!, aquella garganta. —Ahora parecía casi avergonzado, temeroso de que lo acusasen de espiarlos—. ¿Qué era aquella cosa de allá abajo? Estabais luchando contra ella, ¿no? ¿Qué era?

—¿Qué viste tú? —preguntó Richard.

Tabby, Graham y Patsy se habían acercado instintivamente a él.

—Creo que una especie de animal —dijo Bobo—. Muy grande… ¡Oh…! Me fastidia decir esto…, pero, me pareció que tenía un rostro humano.

—Ojalá pudiese explicártelo —dijo Richard—. En serio, Bobo…, quisiera poder hacerlo.

—Ya —dijo Bobo—, también yo lo quisiera. —Hizo una pausa—. Será mejor que eche un vistazo a los restos de esta casa. —Pero aún se entretuvo junto a la valla—. Ahora cuidad bien a esa dama.

—Nos veremos más tarde —dijo Graham, tirando de Patsy y empezando a andar.

Ninguno de los cuatro oyó que Bobo se apartase de la valla antes de doblar la esquina hacia Beach Trail.

Graham abrió la puerta y cedió el paso a los otros. Patsy cruzó el umbral y se apoyó en la pared. La cabeza cayó sobre su pecho.

—Lo siento —dijo—. No me queda una pizca de energía. Nada en absoluto.

Richard y Tamby se empujaron en el pasillo abarrotado de libros, deseosos de ayudarla. Pero fue Graham quien puso un hombro debajo del brazo de ella y la ayudó a entrar en el cuarto de estar.

—Sólo necesito estar un rato echada —dijo Patsy.

Graham la condujo al canapé y la ayudó a tumbarse sobre un costado. Los ojos de Patsy se cerraban ya. Él le puso las piernas sobre el diván y buscó una manta a cuadros que había al lado de su mesa escritorio. La sacudió y cubrió a Patsy con ella. Incluso durmiendo, la cara de Patsy aparecía macilenta y tensa, casi angulosa, tirante la piel sobre los huesos.

—Puedes sentarte, Tabby —dijo Graham—. No se moverá de aquí en un par de horas.

—Yo tampoco —dijo Tabby, apartándose del diván y dirigiéndose al sillón de detrás de la mesa.

Pero se detuvo antes de llegar a él, se volvió a mirar a Patsy y regresó junto al canapé. Tampoco Richard había podido alejarse mucho de Patsy, y estaba plantado de cara al otro lado de la mesita de café.

—Muchachos, parecéis leones en una biblioteca —dijo Graham—. Hacedme el favor de sentaros. Nadie irá a ninguna parte durante un rato… En esto estoy de acuerdo con Tabby.

—Está bien —dijo Richard, acercándose al raído sillón de cuero.

Tabby se sentó al lado del diván, lo bastante cerca para acariciar los cabellos de Patsy si estiraba el brazo.

—Supongo que así está bien —dijo Graham—. Voy a echar un trago. Tengo unas ganas de acostarme… Me siento como si no hubiese dormido en tres días. Pero confío en que los dos os quedaréis aquí hasta que hagamos nuevos planes.

—No quiero hacer más planes —dijo Richard.

—Está bien —dijo Graham, y sonrió—. Aquí hay mucho sitio. Arriba hay habitaciones que no he visto en quince años. Está bien. Me alegro.

—¿Me quedaré yo también? —preguntó Tabby, pareciendo de pronto impresionado.

—Si tratas de ir a alguna parte, te encadenaré a la mesa —dijo Graham—. Bueno. Asunto resuelto. ¿Alguien más desea un trago? Todavía queda un poco de aquella ginebra que gustaba tanto a Patsy.

Los tres contemplaron a la joven, que respiraba suavemente bajo la manta a cuadros.

—Yo sí —dijo Richard.

—Yo también quisiera un poco, por favor —dijo Tabby—. Es decir, sí…

—Hoy tendrás todo lo que quieras —dijo Graham.

Se dirigió despacio a la cocina, y empezó a echar hielo en los vasos.

Tabby recordó a Berkeley Woodhouse sacudiendo el hielo de la bandeja sobre el fregadero de «Cuatro Corazones», y encogió las rodillas y las rodeó con los brazos.

—¿Richard?

—¿Qué?

—¿Está bien que nos quedemos aquí durante un tiempo?

—Sí.

—¿Todos juntos?

—Todos juntos.

—En realidad, no quisiera estar en ninguna otra parte.

—Lo sé. Todos sentimos lo mismo, Tabby.

—¿Crees que ese policía, Bobo, vio realmente un animal con cara humana?

Richard se retrepó en el sillón.

—Probablemente hablaremos de Kendall Point durante el resto de nuestras vidas. Ahora es demasiado pronto, Tabby. Ni siquiera sé lo que pienso.

Graham se acercó a ellos con tres vasos medio llenos de hielo y un líquido claro.

—Richard tiene razón, Tabby. Es demasiado pronto. A propósito, he puesto un poco de agua en tu bebida. —Les dio un vaso a cada uno y dejó el suyo sobre la mesa del café—. Volveré en seguida. Tengo que hacer algo mientras aún me queden fuerzas.

Tabby sorbió la bebida e hizo una mueca.

—¿Os parece bueno esto?

—Nos parece el mejor de los venenos.

Sonaron las lentas pisadas de Graham en la escalera.

—¿Qué va a hacer?

—Se lo preguntaremos cuando vuelva.

—Me parece que nunca podré separarme de Patsy —dijo el muchacho.

—Sí —dijo Richard—. Y a mí me parece que nunca podré levantarme de este sillón.

Graham bajó la escalera y reapareció, cargado con un fajo de papeles de un palmo de grueso. Sin decir palabra, pasó junto a ellos y entró en la cocina. Pocos segundos más tarde, Richard y Tabby oyeron que algo pesado caía en el cubo de plástico de la basura.

Graham volvió al cuarto de estar, con una expresión peculiarmente animada en el semblante. Se acercó cojeando a la mesa del café, cogió su vaso, engulló un tercio de su contenido y, también cojeando, se dirigió al sillón de la mesa escritorio.

—¡Caray! —exclamó. Sonrió a su vaso y, después, a la dormida Patsy—. Acabo de liberarme. Perdí tanto tiempo en ese libro que no podía admitir que murió hace cosa de un año. Lo único que hacía era darle vueltas a lo mismo. No quiero volver a verlo.

—¿Ha tirado su libro? —exclamó Tabby, con asombro.

—Escribí trece novelas —dijo tranquilamente Graham—. Tengo que llegar a catorce antes de hacer mis bártulos. —Sorbió otro buen trago de ginebra y se enjuagó la boca antes de engullirlo—. Creo que, durante un tiempo, lo único que haré será ayudaros a cuidar de Tabby.

No dijeron nada durante un largo rato…, el silencio se alargó y se alargó, llenándose con sus pensamientos. Todos observaban a Patsy, inhalando y exhalando bajo la manta.

Tabby agachó la cabeza sobre las rodillas; su boca había empezando a temblar y le escocían los ojos.

—Está bien —dijo Graham—. Habla.

Tabby levantó la cara y miró de nuevo a Patsy.

—Ella… —empezó a decir, y no pudo continuar—. Ella…, ¡oh…!

No podía decirlo.

—Lo sé —dijo Richard—. Se ha casado con nosotros.

Tabby se levantó impulsivamente y besó a Patsy McCloud en la mejilla.

—Sí —dijo Richard, y, dejando el vaso en el suelo, pasó alrededor de la mesa y puso los labios sobre la frente de Patsy.

Entonces, Graham cruzó cojeando la estancia y besó a Patsy cerca de la ceja izquierda. Era como un rito; era como la firma de un contrato o el reconocimiento de un sacramento, y hubiese debido significar alguna transformación importante e inmediata. Pero permanecieron inmóviles junto a ella, y Patsy siguió durmiendo.

Graham gruñó y volvió a su silla de trabajo. Tabby se sentó en el suelo. Richard se arrellanó en el viejo sillón de cuero. No hablaron. Graham apuró su bebida, hizo girar el viejo y agrietado vaso en su mano y sintió una alegría total. Le dolía el pecho, le ardían los pies, cinco minutos antes había tirado muchos años de trabajo (e incluso ahora pensaba si no podría recuperar algunas de aquellas páginas de la basura), estaba al borde de una fatiga alucinante, pero, por un tiempo inconmensurable, era irreflexiva y absolutamente feliz. Cada uno de los tres que se hallaban en su cuarto de estar resplandecía con una esencia única y necesaria…, resplandecía como la espada de Richard en Kendall Point. ¿Se había desarrollado realmente la escena en aquel lugar y de aquella manera? No importaba, ahora no importaba. Se sentía más feliz que en cualquier momento de su vida; había ido más allá de la felicidad, pensó, y se imaginó que percibía reinos más allá de los reinos, mundos empapados de sol donde jugaban los dioses. Abrió los ojos con el tiempo justo de no dejar caer su vaso. Richard y el muchacho dormían, tan inocentemente como Patsy McClaud. Graham se levantó de su silla, llevó el vaso a la cocina y recuperó los capítulos más plausibles, sacándolos del alto cubo de plástico de la basura. Después subió la escalera, dejando el cuarto de estar lleno con la respiración, las suaves inspiraciones y sutiles exhalaciones, de sus amigos dormidos.