1

El lunes, 9 de junio, había circulado por la villa la noticia de que el asesino de Stony Friedgood y de Hester Goodall había sido muerto mientras cometía un robo en Golden Mile; nadie del departamento de Policía había expresado públicamente esta opinión, pero los agentes fuera de servicio de Hampstead habían dicho en los bares de Post Road y de Riverfront Avenue que un médico bajito pero con muchas agallas, llamado Wren van Horne, había entrado en su cuarto de estar con una pistola y abatido a un ladrón armado que había sacado su propia pistola, resuelto a matar al propietario. Era un punto decisivo. «Ya verán —decían los agentes a los ávidos oídos que escuchaban—, cómo no habrá más muertes en Hampstead durante mucho tiempo. El culpable ha sido liquidado.»

Los camareros y los parroquianos de los bares se fueron a casa y dijeron a sus esposas y maridos y parientes que Hampstead volvía a ser una población segura, y las esposas y maridos y parientes fueron a las tiendas de comestibles, a las boleras, a los salones de gimnasia y a las clases de baile, y dijeron a los dependientes, a los profesores y a sus compañeros, que ya no había en Hampstead ningún motivo de preocupación. El monstruo que había asesinado a Mrs. Friedgood y a Mrs. Goodall estaba muerto. «Desde luego, nunca podremos demostrarlo —habían dicho las señoras a sus peluqueros y a los vendedores de baguettes—, pero tiene que ser él. Ni siquiera era de aquí. He oído decir que vino de Florida… de Nueva York… de Illinois.»

Sarah Spry respondió al teléfono el lunes por la mañana y escuchó a Martha Gable, una de sus más antiguas amigas, farfullando durante diez minutos sobre alguien que había sido muerto de un tiro, y alguien que tenía una bolsa llena de plata antigua, y alguien que había dejado de ser un problema, y al fin tuvo que decirle:

—Creo, Martha, que deberías hablar más despacio y explicarme las cosas una a una. Hasta ahora no he sacado nada en claro.

Cuando pudo enterarse al fin de la historia por boca de Martha, se maldijo por no haber llamado a los agentes de guardia en la Comisaría de Policía en el momento de llegar. Generalmente lo hacía, pero, esta mañana, su director le había dado la noticia acerca de los niños O’Hara, y le había sugerido que, antes de encontrarse con Richard Allbee para su entrevista, pasara por la casa de los O’Hara y hablase con la madre de los chicos.

—¿Y qué sacaremos con esto? —había saltado ella, tratando de ver algo en la muerte de aquellos dos muchachos, a los que sólo había visto una vez al mes desde que habían nacido.

—Es amiga de los O’Hara, ¿no? —le había preguntado Stan Brockett.

—¿¡Y qué!? —había dicho ella, casi a gritos—. ¿Quiere que le pregunte a Mikki O’Hara qué se siente cuando a una se le ahogan dos hijos? ¿Quiere que le pregunte si la muerte de sus hijos afectará a su trabajo?

Mikki Zaber O’Hara era una de las muchas pintoras semiprofesionales de Hampstead. Hacía exposiciones en galerías de arte locales; su marido, tasador de joyas con una oficina en Gramercy Park y otra en Palm Springs, había hecho construir un estudio para ella en su ático, pero Mikki vendía sus pinturas casi únicamente a su familia y a sus amigos.

—No —había dicho Stan Brockett—. Sus obras han sido siempre mamarrachadas de colores, y usted lo sabe. Quiero que le pregunte qué estaban haciendo sus hijos en la playa a las tres de la mañana.

—¿Qué quiere usted decir con eso de las tres de la mañana? Mikki O’Hara no habría permitido nunca que sus hijos jugasen fuera de casa a tales horas.

—Él forense dice que debieron de meterse en el agua aproximadamente a las tres. Por consiguiente, pregúnteselo.

—Lo haré —había accedido Sarah—, pero sólo porque estoy segura de que se equivoca. Y sus pinturas son buenas. Yo tengo una colgada en mi cuarto de estar.

—Entonces debería hacer un comentario de sus exposiciones —había dicho Stan Brackett—. Trate de concertar la entrevista para las dos o las dos y media, ¿de acuerdo? Quiero tener ambos artículos a las seis de la tarde.

Tenía, pues, una hora y media para escribir cada artículo, lo cual no era problema para ella; y le quedaba aún toda la mañana para hacer la columna «¿Qué ha visto Sarah?» y la crítica de Hot L. Baltimore de la «White Barn Players’ Production». Estaba reuniendo la información para su columna cuando sonó el teléfono, y oyó a Martha Gable tratando incoherentemente de decirle que el asesino de las dos mujeres había sido muerto de un tiro por el doctor Wren van Horne, durante un robo frustrado.

—Se lo oír decir a Mr. Pascal, en «Everything Bread», y explicó que se lo había dicho un parroquiano que lo había oído decir a un policía —dijo Martha Gable—. Por esto he querido llamarle, para saber si es verdad. Pero, Sarah…, el policía dijo que era verdad. Dijo que ya no habría más preocupaciones por causa de aquel hombre.

En cuanto pudo librarse de Martha, Sarah llamó a Dave Marks en la Comisaría de Policía. Dave Marks estaba de guardia casi todas las mañanas cuando Sarah se dirigía al trabajo, y, con los años, habían establecido una relación mutuamente satisfactoria. Dave Marks daba a Sarah información sobre cualquier suceso importante ocurrido durante la noche, y ella hacía que la foto de Dave apareciese en la Gazette de Hampstead siempre que podía. Cuando la Gazette publicaba imágenes del desfile del «Memorial Day», el agente Dave Barks se destacaba marchando entre sus compañeros; cuando la Gazette insertaba un artículo sobre adolescentes bebiendo a altas horas de la noche en Sawtell Beach, aparecía una foto del agente Dave Marks inclinado sobre la barandilla del aparcamiento de la playa, con aire juvenil y autoritario. Sarah obtenía información antes que sus competidores de Highlife de Norrington o del Patchin Advócate, y Dave Marks conseguía llamar mucho la atención a los miembros femeninos de la Policía, que lo tenían por una celebridad.

—Ese tipo era Gary Starbuck, un pájaro de cuenta —dijo Dave Marks a Sarah—. Se había pasado toda la vida robando en las casas y viajando por todo el país. Apuesto a que tenía seiscientos o setecientos u ochocientos mil dólares repartidos aquí y allá, en diferentes cuentas. Vamos a abrir su casa para que la gente pueda identificar objetos de su propiedad; pensamos que al menos había cometido veinte robos en Hampstead desde su llegada. Deberías ver ese lugar, Sarah. Parece una caverna llena de cosas. Supongo que la suerte le volvió la espalda. El doctor Van Horne sólo le disparó una vez; no hizo falta más.

—¿Será sometido a juicio Wren van Horne? —preguntó Sarah.

—¡Claro que no! —dijo el agente Marks—. Mató a Starbuck durante un robo a mano armada. Y el hijo de perra tenía su propia pistola en la mano. Van Horne tendrá suerte si el Jefe no le hace venir a la Comisaría, convoca una conferencia de Prensa y le pone una medalla. Hace al menos quince años que los polis de todo el país estaban buscando a ese tipo. Una cosa curiosa: era como su padre. Éste había vivido de la misma manera. Saqueaba una población, cargaba con el botín, salía pitando y alquilaba una casa en otra parte. Le pillaron sólo una vez en su carrera de cuarenta años, y pasó catorce meses en la cárcel. El viejo murió dos años después, en un sanatorio de Palm Beach, dejó un montón de dinero a su hijo, y éste continuó su trabajo. Como un negocio de familia, ¿sabes?

—¿Cometió Starbuck los asesinatos? —preguntó lisa y llanamente Sarah—. Lamento decirlo, pero me parece que no pertenecía a esa clase de personas.

Dave Marks guardó silencio durante un largo rato. Después suspiró.

—Esta mañana he recibido tres llamadas en este sentido. La gente quiere creer lo que le conviene, ¿sabe? Nosotros no hemos podido relacionar a Starbuck con los asesinatos, ni nunca podremos hacerlo. Puede haber un par de nuestros chicos que piensen que fue él; pero ya sabes lo que pasa, Sarah. Es duro para un policía reconocer que un tipo como ése anda libre por ahí. Cada día que pasa sin cogerlo puede significar otro crimen, ¿lo ves?

—Sí, lo veo —dijo Sarah—. Y me da miedo. Pero muchas personas creerán que ya no tienen que temer que un extraño se presente en la puerta de su casa.

—Si es un extraño —dijo Dave Marks—. Bueno, no hablemos más de esto. ¿Quieres las otras novedades, o prefieres esperar el informe oficial?

—¿Algo importante?

—Un accidente de tráfico. Un tal Leslie McCloud, de Charleston Road. McCloud rodaba a toda velocidad por la I-95 y mató a un par de muchachos de West Haven que volvían a casa desde Nueva York.

—¿Estaba borracho?

—Una armada habría podido navegar en el licor que llevaba dentro —dijo Dave Marks.

—Esperaré el informe oficial.

—Parece que era un tipo importante.

—Esperaré el informe.

2

Patsy no sabía nada del súbito final de Gary Starbuck, ni de que ahora se daban por resueltos los asesinatos. No había ido a la peluquería, ni a un gimnasio, ni a una clase de baile, ni siquiera a una tienda de comestibles desde el sábado por la noche. Había vuelto a casa, desde la de Graham Williams, poco después de la una y media, visto sin sorprenderse mucho que Les no estaba en casa, y se había acostado en la habitación sobrante. Había advertido que se había llevado los palos de golf. Les jugaría al golf durante todo el día, comería en el club y se sentaría en el salón hasta la hora de cerrar. Crecerían su irritación y su borrachera, y al emborracharse más, se irritaría más. Mañana estaría hecho una furia y empezaría a pegarle de nuevo.

Pero esta vez se defendería, se juró Patsy. Esta vez no permanecería pasiva. Le daría de patadas, le daría una patada en los testículos, a la menor oportunidad. En la casa de Williams había pasado por una extraordinaria serie de emociones, desde el terror hasta la humillación y hasta el amor, y lo más extraordinario para ella era que los otros tres no se habían sentido amenazados ni asqueados por todo lo que le había ocurrido. Simplemente, tranquilamente, maravillosamente, ellos habían estado allí y la habían aceptado. Si se hubiese puesto tanto de manifiesto delante de Les, éste la habría echado de la habitación. Que hubiese sufrido un ataque (dejando aparte las causas, de momento), que se hubiese desmayado y hubiese experimentado después un claro amor por los dos hombres que habían impedido que se lesionase o que se mordiese la lengua, que hubiese descubierto entonces que tenía un lazo telepático con una adolescente…, todo esto lo habría considerado Les como una amenaza a su posición.

Era inconcebible que la esposa del vicepresidente de una corporación pasara de este modo la noche del sábado. A pesar de su terrible agotamiento, Patsy sintió odio: Les le había puesto una camisa de fuerza; su matrimonio la había encerrado entre las murallas de hierro de los convencionalismos. Ahora recordaba todas las discusiones que había tenido con Les poco después de su matrimonio. «“No puedes actuar así, Patsy” —le decía Les—. “¿Cómo?” “Como si estuvieses actuando con Johnson (o Young, u Olson, o Gold).” “No hice nada de particular.” “Lo sé, pero parecía que estuvieses flirteando con ellos. Y si la gente pensara que flirteabas con Johnson (o Young, u Olson, o Gold, o cualquiera de los ejecutivos a los que había adelantado hábilmente Les), nunca lograría un puesto en Chicago.”»

Les había conseguido el puesto en Chicago, elevándose tanto sobre Johnson y los otros que podía verles la raya de los cabellos desde arriba, y se habían trasladado a un apartamento dos veces más grande que el que tenían en Nueva York. Pudo comprarse cinco trajes y un puñado de corbatas a rayas, poner su nombre en la puerta y uno alfombra lujosa en el descansillo… Y había empezado a pegar a su mujer. Tomaba dos copas en vez de una cuando volvía de la oficina a casa. Había dejado de hablarle, e incluso de escucharla. Hacía jornadas de nueve horas, de diez horas y, por último, de doce horas. Los fines de semana jugaba al golf con clientes, con expertos en contabilidad, nunca con personas. Les ya no conocía a nadie. A causa de un cliente, le dio por el tiro al plato. A causa de otro, empezó a asistir a los partidos de los «Bears» en otoño. Otro le metió en el «Athletic Club». Les McCloud era ambicioso, triunfaba y lo admiraban. Cuando llegaba a casa por la noche y se reunía con la mujer que le había conocido cuando sólo era ambicioso, tomaba sus dos copas, gruñía sobre la comida que había preparado ella y volvía a las andadas. Entonces veía ella que Les se volvía violento y medio tonto por las jornadas de doce horas, por la presión constante de los informes y las decisiones y la responsabilidad. Y entonces él empezaba a pegarle.

Si lo intenta otra vez, se juró Patsy, no sólo le daré una patada en los testículos, sino que lo perseguiré con un cuchillo. No puede venir cargado después de haber estado todo el día jugando al golf y decidir que ha llegado el momento de mostrarle a la pequeña Patsy quién es el amo. Si lo intenta de nuevo, le rajaré el brazo.

Era como si toda la historia de su matrimonio, desde que Les le había reprochado su manera de tratar a Teddy Johnson, la autorizase a clavar un largo cuchillo de cortar carne en el brazo de su marido. Se quedó dormida con esta imagen en la mente, donde siguió latiendo con el brillo de una satisfacción moral.

Poco después de las cuatro de la mañana, Bobo Farnsworth, que todavía hacía un doble turno, despertó a Patsy para decirla que su marido había muerto en un accidente fatal, en los carriles en dirección este de la carretera I-95.

Patsy sabía que Les había sido bueno antaño, todo lo bueno que permitían su mundo y su carácter, y que su bondad había sido destruida por lo que alimentaba su carrera. Su antigua timidez se había convertido en agresividad social, como la noche de la horrible cena con los Allbee, Ronnie y Bobo; su optimismo se había transformado en cordialidad calculada; su humor se había vuelto ácido, y su sincero amor por ella se había trocado en un tosco y celoso afán de posesión. Ahora lamentó lo que podía lamentar. Por un instante, se había sentido culpable al pensar que Les se había inmolado en su «Mazda» mientras ella se imaginaba que le clavaba un cuchillo en el brazo, pero este sentimiento de culpabilidad sólo duró hasta que pudo reconocer lo que realmente era. En cierto sentido, Les había dejado de ser su esposo el día que ella se había negado a prepararle el almuerzo —el día en que había conocido a Tabby Smithfield durante la hora con el doctor Lauterbach—, y aquella culpabilidad momentánea no valía la pena. Si tenía que lamentar algo, era el dolor de otra mujer. Eran los adolescentes a los que había matado Les.

Aquel lunes, Patsy disponía de toda la mañana antes de ir a la empresa de pompas fúnebres para consultar a Mr. Holland. Un encuentro que no esperaba con ansiedad. Mr. Holland era un hombrecillo bullidor tan bien adiestrado en su profesión por su padre y por su abuelo que nunca revelaba el menor sentimiento humano; era una máquina de hacer dinero, y la sensibilidad que hubiese podido tener alguna vez la había gastado totalmente hacía años. Mr. Holland conocía a los McCloud, y no le gustaría la idea de la cremación. No sólo porque preferiría venderle un caro ataúd, sino también porque querría evitar una escena con los padres de Les.

Patsy abrió el ropero de Les, un compartimiento forrado de madera de cedro a pocos pasos de la cama. Él lo había reclamado inmediatamente como propio al instalarse allí cediéndole a ella el armario más oscuro y menos cómodo junto a la puerta del cuarto de baño. En él pendían sus veinte trajes y sus diez chaquetas; en él estaban sus quince pares de zapatos, limpiamente alineados y con sus hormas de madera. Las camisas y los suéteres estaban pulcramente amontonados en departamentos aislados. De un gancho detrás de las hileras de trajes pendían cuatro pares de tirantes, uno de ellos con un dibujo de calaveras. Los cajones guardaban montones de pañuelos almidonados y de calcetines planchados.

«Le incineraré —se dijo Patsy—. Palabra.»

Pasó los dedos sobre la manga de una chaqueta de cachemira de color azul oscuro, y la retiró rápidamente. Parecía que el suave material la rechazaba.

¿Qué podía hacer con todas aquellas ropas? ¿Darlas a los parientes de él? ¿O a la beneficencia? Tenía que elegir el que le daría al empresario de pompas fúnebres.

No quería tocar su ropa, no quería ir a «Bornley & Holland» a ver a Mr. Holland, no quería aguantar a sus suegros y escuchar la inevitable retahila de críticas y excusas. («Lamento decirlo, Patsy, pero ¿está siempre tan desordenada su casa? Desde luego, sé que vosotras, las jóvenes, consideráis ahora estas cosas de modo diferente»)

Si tuviese más carácter, pensó Patsy, daría la ropa a la beneficencia y metería a Bill y a Dee en un motel. Laura Allbee sería capaz de esta actitud.

Patsy volvió a la habitación sobrante. Era donde se sentía más cómoda. Suponía que, cuando llegasen Bill y Dee, tendría que cederles esta habitación y volver a la otra, que olía tanto a Les y a su matrimonio. Arrancó las sábanas que había estado utilizando, y puso en la cama las nuevas, las más lindas.

3

Cuando Mikki O’Hara abrió la puerta de su larga y blanca casa de madera en el elevado lado norte de Hampstead, Sarah Spry le dijo: «¡Oh, Mikki!», y tendió los brazos y la abrazó, Mikki O’Hara era un palmo más alta que Sarah, y tuvo que agacharse. Sarah la besó en la sien, dejando una ligera huella de lápiz de labios, y le dio unas vivas palmadas en la espalda.

—¡Oh, Mikki! —repitió—. ¡Cuánto lo siento!

Estrechó a la alta mujer unos segundos, antes de soltarla.

Cuando se separaron, Sarah vio confirmada su impresión de la madre de los niños muertos. Mikki tenía la cara macilenta; parecía veinte años más vieja. Sus ojos ardían dentro de su cabeza, y tenía oscuras las mejillas.

—Sinceramente —dijo Sarah—, si no te sientes en condiciones de hablar conmigo, volveré inmediatamente a mi coche y seguiré mi camino. Me importa un bledo que Stan Brockett se enfade. Lo comprenderá perfectamente.

—No seas tonta —dijo Mikki O’Hara—. Prefiero estar en compañía. Por alguna razón, me siento absolutamente sola.

—¿Sola? —preguntó Sarah, extrañada—. ¿Dónde está Des?

—Des se fue a Australia con un cliente. Están haciendo algo en el interior, en un lugar llamado Coober Pedy, y hasta la noche pasada no pude hablar con él. Vuelve, pero no llegará hasta mañana.

Un débil aunque penetrante olor a whisky acompañaba sus palabras. Sarah pensó que era comprensible. Mikki O’Hara había identificado los cuerpos hinchados de sus hijos, hablado con la Policía y pasado un día y una noche sola. Probablemente había pasado la noche con tranquilizantes, pero Sarah no pensaba que hubiese tenido más de una hora.

—Entra, ¿quieres? —dijo Mikki—. No te quedes en la puerta; me pones nerviosa.

—¿Deseas que te acompañe esta noche? —preguntó Sarah—. No deberías quedarte sola.

—Mi hermana viene de Toledo; pero gracias de todos modos, Sarah. ¿Quieres beber algo?

Entraron en el cuarto de estar, que había sido decorado al estilo contemporáneo, con sillas italianas de alto respaldo y tapizadas de color castaño claro, mesas cubiertas de cristal y lámparas iluminando las brillantes y acuosas abstraciones de Mikki. El carrito de las bebidas estaba arrimado al borde del largo diván.

Sarah iba a decir «no», pero miró las ocho o nueve botellas del carrito y el hielo que se fundía en el cubo de plata, y la compasión le hizo decir:

—Sí; sólo un poco de lo que tengas a mano.

Mikki anadeó hacia el canapé, envuelta en su largo caftán de brocado, y dijo:

—Bien, bien, bien.

Se sentó pesadamente, cogió un vaso limpio del estante inferior del carrito y miró a Sarah, que se había sentado en el enorme sillón frente al canapé. La cara de Mikki estaba muy pálida; el decorativo caftán y los claros muebles de la iluminada estancia, incluso sus propias pinturas llamativas e inofensivas, parecían conspirar contra su semblante dolorido. Allí no había sitio para el dolor, ni se habían tomado medidas para recibirlo.

—Entonces, Brockett piensa que soy de interés público, ¿eh?

Sarah sacó del bolso la libreta de notas y la pluma.

—Si quieres, sólo me quedaré sentada y tomaré una copa. Lo digo en serio.

—¡Oh, Sarah! Tú hablas siempre en serio. Bebe un poco de whisky escocés. —Mikki escanció un dedo de whisky en el vaso de Sarah, sacó con los dedos unos cubitos de hielo medio derretidos que flotaban en el cubo y tendió el vaso a Sarah—. Cógelo.

Sarah se levantó y tomó el vaso de la mano de Mikki.

—En realidad —dijo ésta—, no me importa hablar de ello. De veras. —Cogió su propio vaso del carrito y sorbió lo que parecía whisky solo—. No pienso en otra cosa. ¿Por qué no habría de hablar? Lo único que tienes que prometerme es que no te molestarás si lloro. Tómalo con paciencia y espera a que acabe.

—Está bien, Mikki —dijo Sarah.

—¿Sabes lo que es más raro? —preguntó Mikki O’Hara—. Los niños no salían nunca de noche, y menos ellos solos. Nunca. No lo habían hecho nunca. Y jamás iban a la playa sin permiso. Creo que a Tommy, en particular, no le gustaba la playa. Le gustaba navegar a vela, ¿te acuerdas? Le encantaba. Íbamos a comprarle una pequeña «Sunfish» para su décimo cumpleaños…, le habría entusiasmado. —Frunció el semblante y le temblaron los labios. Bebió un largo trago de whisky—. Pero te diré lo que realmente no entiendo. ¿Sabes qué es, Sarah? Cómo llegaron los chicos a Gravesend Beach. Está a seis kilómetros de aquí. Seis kilómetros. No, ellos no hicieron a pie este trayecto. Alguien los llevó. Alguien los llevó hasta allí. Alguien malvado cogió a mis hijos y…

Mikki agachó la cabeza y sollozó, mientras Sarah permanecía rígidamente sentada, despreciándose a sí misma.

—¡Maldita sea! —exclamó al rato Mikki—. No puedo decirlo sin llorar, pero creo que esto fue lo que ocurrió. Ellos no hubiesen andado todo aquel trecho. El pequeño Martin todavía usaba un biberón. Yo solía decir que acabaría llevándose el chupete a la Universidad.

—Pero salieron solos de la casa —dijo Sarah—. Al menos, no he oído que nadie considerase la posibilidad de un secuestro.

—Fue cosa de Tommy —dijo Mikki—. Tuyo que ser cosa de Tommy. Debió de incitar a Martin. Debió de sacarle de la cama, vestirlo y contarle alguna historia absurda…, y saldrían los dos. —Los ojos hundidos de Mikki echaron chispas y, por un instante, recordó a Sarah una de esas viejas locas que se ven en las calles de Nueva York, una vieja desdentada y con un saco lleno de papeles desgarrados y de ropa—. En verdad te digo que si Tommy apareciese en la puerta en este instante, probablemente lo mataría a palos.

Los furiosos ojos se cerraron de nuevo y los hombros temblaron bajo el caftán de brocado. Mikki gemía ahora como un gato pequeño. Sarah trataba de no sentirse como un ladrón de tumbas: no podía imaginarse por qué Stan Brockett la había enviado aquí.

Sarah se levantó, pasó junto a la mesita de café y se sentó al lado de Mikki. Pasó el delgado brazo sobre la ancha espalda de Mikki. Después atrajo a ésta. También ella estaba llorando.

Los sollozos de Mikki se extinguieron al fin en un fuerte temblor.

—¡Oh, mis pobres hijitos! —gimió, y fluyeron más lágrimas de las comisuras de sus párpados, rodando por sus mejillas hasta el borde del mentón—. Martin estaba impaciente por crecer. Quería ser un muchacho como su hermano. Y Tommy le llamaba estúpido y todos los demás insultos que los chicos suelen dirigir a sus hermanos, pero, en el fondo, estaba orgulloso de que Martin lo idolatrase tanto. —Mikki se irguió despacio y apuró lo que quedaba en su vaso—. Quiero que cojan al tipo que se llevó a mis hijos a la playa y los mató. Quiero que empalen al hijo de perra sobre un hormiguero. Quiero que lo despellejen mientras aún esté vivo. —Ahora volvía a tener los ojos enloquecidos de la vieja del saco—. Quiero verlo sufrir todo lo posible sin que le mate el dolor. Y después quiero matarle con mis manos.

Entonces Mikki sorprendió a Sarah apoyando una mano en su rodilla y acercándose a ella como si fuese a confiarle un secreto.

—Hice algo, ¿sabes? Tuve un sueño. —Se echó de nuevo atrás y sonrió a Sarah con sus ojos abrasados—. ¿Recuerdas cuando te dije que, si aparecía Tommy, le molería a palos?

Sarah asintió con la cabeza.

—Bueno, soñé que Tommy entraba. En mi dormitorio. Tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes. Le tendí la mano y él la asió. Estaba completamente mojado. Yo podía oler el agua, ¿te imaginas? Se estaba helando. Helando. Por consiguiente, le atraje hacia mí, levanté la sábana e hice que se metiese en la cama a mi lado. Entonces traté de calentarlo abrazándolo, abrazándolo.

Sarah rodeó de nuevo a su amiga con los brazos. Y ahora, se preguntó, «¿querrá Brockett que ponga esto en mi artículo?»

4

El lunes por la mañana, Richard recibió una llamada telefónica de un hombre, que le dijo:

—Oiga, soy de «Baumeister Trucking», y estoy en Post Road. ¿Cómo puedo llegar a Beach Trail?

Richard se lo dijo.

—¿Quién era? —preguntó Laura; entrando en la cocina con un bote de detergente y una bayeta mojada.

—Nuestras cosas no tardarán en llegar. Era el conductor del camión.

—¿Por fin nos traen nuestros muebles?

—Sí —dijo él.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo Laura—. La he reservado para hoy.

—Yo tengo también una para ti. Cuando estuve esta mañana en el supermercado, oí que dos mujeres hablaban de la muerte del hombre que mató a dos mujeres en esta villa.

—¿De veras? ¡Oh, gracias a Dios! —Laura se había llevado las manos a la boca, cruzándolas en un inconsciente ademán de oración—. Gracias, Dios mío. ¡Me alegro tanto! Bueno, no quiero decir que me alegre de que haya muerto, sino de que ya no ande suelto por ahí. Es un alivio, sobre todo yéndote tú mañana a Providence.

—Pensé que te gustaría saberlo —dijo Richard—. Pero no sabía que te preocupase tanto mi ausencia. Sólo estaré un par de días fuera, querida.

—Lo sé, pero estaba nerviosa a pesar de todo. No quería hablarte de ello, para que no pensases que me oponía a tu marcha.

—Soy yo quien empieza a oponerse —dijo Richard—. Esta casa será un campo de Agramante.

—Espera. Esta noche lo habremos desempaquetado todo, montado los muebles y guardado toda la vajilla. No habrá tanta confusión. Si sólo estás fuera un par de días, lo soportaré. Al menos volveremos a tener nuestra cama.

—Adiós a Surf City —dijo Richard, y la abrazó.

—Estás seguro de que aquellas mujeres dijeron esto, ¿verdad? —preguntó Laura.

—Claro que sí. ¿Piensas que lo he inventado?

—¿Cómo murió ese hombre?

Aún le tenía abrazado, y apoyaba la cabeza sobre su pecho.

—Supongo que ocurrió en Mount Avenue. El hombre entró a robar en una casa, y el dueño estaba allí con una pistola. Lo mató de un tiro.

—Me alegro de que esto haya terminado —dijo Laura.

Richard vio llegar un camión de color castaño por el paseo.

—Ahí está el resto de nuestra vida —dijo a Laura.

Un hombre como una bolita y con un cigarro en la boca se apeó de la cabina y avanzó despacio hacia la puerta de atrás. Las puertas posteriores del camión se abrieron, y dos musculosos adolescentes negros saltaron al suelo.

—¿No se habrán equivocado de dirección? —preguntó Laura.

—Su esmerado servicio tiene fama —dijo Richard—. Ante todo, tratan de que la mayor parte de los muebles cargados lleguen a su destino.

Sarah Spry detuvo su coche en el paseo de entrada en el momento en que los dos adolescentes bajaban tambaleándose la rampa tendida entre la parte de atrás del camión y el suelo. Llevaban un pesado sofá Victoriano entre los dos. El conductor seguía entronizado en su cabina, demasiado majestuoso para ayudar a los muchachos. Cajas llenas, medio llenas o vacías —las mismas cajas grises y amarillas que los Allbee habían visto en Londres— llenaban el suelo de la cocina y del cuarto de estar. Dos sillones que hacían juego con el sofá estaban todavía envueltos en papel castaño a ambos lados de la chimenea.

Richard mantuvo la puerta abierta y Sarah entró, puso los brazos en jarras y miró a su alrededor con admiración.

—Es usted un brujo —dijo—. Aquel espantoso olor ha desaparecido por completo, y ya ha empezado la instalación en la vieja casa.

—Bueno, quisimos hacer lo más posible antes de que llegasen los muebles —explicó Richard.

Los modales de Sarah Spry eran como los que él recordaba, pero su cara parecía extraña… Tenía los ojos hinchados y ribeteados de rojo, como irritados.

—Sé que le parezco rara —dijo la periodista—. He estado llorando. Tuve que hacer algo muy desagradable antes de venir aquí. ¿Ha oído hablar de dos muchachos que se ahogaron en la playa, cerca de la carretera? Ocurrió el sábado por la noche. Tenía que ver a su madre, que es antigua amiga mía. Hola, usted debe de ser Laura —dijo a ésta, que estaba plantada en el umbral de la puerta de la cocina, con las cejas fruncidas—. Tiene usted unos cabellos maravillosos. Yo los tengo rojos como el hierro en una fragua; pero los suyos, querida, parecen de princesa de cuento de hadas. Bueno, como iba diciendo, lloramos las dos a mares, según solía decir Julie London.

Los dos mozos pasaban ahora trabajosamente por la puerta, con los bíceps hinchados de levantadores de peso. Richard sabía que el sofá debía pesar casi ciento cincuenta kilos.

—De cara a la chimenea —dijo Laura, y ellos se dirigieron tambaleándose al cuarto de estar.

—Una cosa terrible —dijo Richard.

Laura asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Está ella bien?

—Emborrachándose —dijo Sarah—. Su marido está en algún rincón de Australia, cosa que suele ocurrir en el Condado de Patchin. Los maridos recorren todo el mundo como insectos.

—¿Quiere un poco de café? —preguntó Laura—. Acabo de descubrir una cafetera y nuestras viejas tazas. Trajimos café instantáneo de nuestra otra casa.

—No sólo parece usted un ángel, sino que lo es por su temperamento. El café es una espléndida idea. Y el instantáneo me gusta mucho, dicho sea de pasada. Es prácticamente lo único que bebo. Estos días no hay tiempo para más.

—¿Dos niños que se ahogaron? —preguntó Richard, recordando las palabras de ella—. ¿Quiere decir que se suicidaron? ¿Dos hermanos?

—No quise hacerlo parecer peor de lo que es. Debieron de ir a nadar a hora muy avanzada de la noche…, alrededor de las tres de la madrugada. Parece como si hubiesen nadado hasta que les faltaron las fuerzas. O tal vez uno tuvo dificultades, y el otro murió al tratar de salvarlo. Esto es probablemente lo que sucedió.

—¿Eran adolescentes?

—Tenían nueve y cuatro años.

—¡Dios mío! —exclamó Richard.

Sarah Spry asintió tristemente con la cabeza.

—Ha sido terrible. Pero Hampstead ha tenido muchas experiencias terribles en el curso de los años. ¿Sabía usted que uno de mis primeros trabajos como reportero fue ir al Club de Campo a ver el cadáver del hombre que fue dueño de esta casa, de John Sayre? Pues sí. Y deje que le diga que fue un suicidio.

—Sí, lo sé —dijo Richard.

—Hable con su vecino de enfrente y se lo dirá. El viejo Graham Williams. Estaba allí aquella noche. Fue uno de los últimos en ver vivo a John Sayre.

—Graham es amigo mío —dijo él.

—Entonces tiene usted más buen gusto que la mayoría de la gente de esta villa.

Habían entrado en el grande y vacío cuarto de estar, y Sarah se sentó en el enorme sofá. Abrió el bolso y sacó la libreta de notas y la pluma.

—Hábleme de usted —dijo, abriendo la libreta—. ¿Le gustaba trabajar en Papá está aquí? ¿Qué piensa ahora de ello? ¿Volverá a trabajar como actor?

Él habló de Papá está aquí. Expuso el respeto que le inspiraba Cárter Oldfield, y su amor por Ruth Granden. No mencionó a Billy Bentley; no quería pensar en Billy Bentley.

—Bueno, esto suena muy bien —le dijo Sarah Spry.

Laura entró con tres tazas de café y se sentó en el sofá con la periodista.

Richard podía ver que estaba furiosa con Mrs. Spry por quedarse tanto rato, furiosa por haber dado a entender que él le había mentido. Sabía que estaba furiosa porque permanecía inmóvil y pasaba largos ratos sin pestañear. Laura no quería a nadie en casa.

—En cuanto a lo que hago ahora —dijo él—, creo que estoy tratando de revivir el pasado.

Pensó que había elegido mal las palabras, considerando lo que había estado hablando con Williams y Patsy; pero siguió describiendo su casa en Londres y lo que se había derivado de ella.

—Perdón —dijo Sarah Spry—, pero he perdido el hilo. ¿Quiere usted repetir lo que acaba de decir?

Laura balanceó una pierna, arriba y abajo, con una impaciencia que sólo Richard podía ver.

—Claro —dijo Richard—, pero temo que después tendremos que suspender la sesión. Laura y yo tenemos muchísimo que hacer…

Se interrumpió al ver que la periodista miraba fijamente su libreta y se ponía colorada.

—Perdón —repitió Sarah—. Parece…, parece que no…

Sonó el teléfono en la cocina.

5

Allí, en mitad de su libreta de notas, estaba lo que le había hecho perder el hilo de la entrevista. Sarah sabía que se estaba ruborizando, pero no podía evitarlo, como no había podido evitar en sus años ruborosos que cualquier alusión de un chico a sus cabellos rojos hiciese subir la sangre a sus mejillas. Contemplaba las frases, pero éstas no querían borrarse. Supongo que trato de resucitar el pasado. Nadadores desnudos. Creo en las estructuras de estas viejas casas, y creo en los valores que expresan, y…

Más abajo, en la misma página, con su pulcra y pequeña escritura, estaba el segundo error. Me educaron para ser arquitecto, pero, en realidad, no empecé a hacer el trabajo que me gustaba hasta que compramos nuestra primera casa en Londres. Estoy perdido. Aquella primera casa fue mi verdadera universidad. Tengo miedo. Mi negocio arrancó cuando unas cuantas personas…

Sarah dejó caer la pluma al suelo.

Nadadores desnudos.

Estoy perdido.

Tengo miedo.

Era como si aquellos dos niños perdidos, Martin y Tommy O’Hara, le hubiesen hablado directamente a través de la pluma. No había oído decir estas palabras a Richard Allbee; no las había escrito conscientemente: había habido un momento parecido a aquel en que se escapa una marcha, o en que la imagen se hace borrosa en la pantalla del televisor, y después otro momento semejante, y en estos dos momentos de confusión mental las palabras no pronunciadas se habían manifestado por sí solas a través de la pluma sobre el papel. Perdido. Miedo. Se inclinó para recoger la pluma, y tuvo la impresión de que la cabeza se desprendía de su cuerpo y observaba con fría indiferencia la mano que buscaba a tientas la pluma.

—Lo siento —dijo, y oyó que decía esto y vio que sus dedos se cerraban sobre la pluma—. Parece que estoy (en apuros)… Parece que tengo (cierta dificultad en mantenerme serena)…

Cuando sonó el teléfono, estuvo a punto de caer de rodillas para expresar su gratitud.

6

—A Patsy le ocurre algo —oyó Richard que decía Graham—. No sé qué, pero nos necesita, Richard. Créame, no le llamaría en un día como éste si no pensara que la cosa es grave.

—¿Algo como lo del sábado por la noche? —preguntó Richard, imaginándose a Patsy temblando y retorciéndose sobre un suelo extraño.

—No lo sé. No lo creo. No me pareció una cosa así. Pero necesita nuestra ayuda, Richard.

—¿Dónde está?

En la funeraria de Rex Road, junto a Post Road, después de la esquina del «Tack Room». «Bornley y Holland».

—Trataré de escaparme —dijo Richard.

Cuando volvió al cuarto de estar, Laura se había levantado del diván y estaba en la puerta de atrás con los dos muchachos.

—Todo ha sido descargado, Richard —dijo ella—. Una de las sillas del comedor tiene una pata rota, pero es el único desperfecto que he podido advertir.

Él miró a Sarah Spry, que estaba agarrando su pluma y se inclinaba sobre las rodillas como una estudiante de tercer año que tuviese que ir a lavabo. El rubor se había desvanecido de sus mejillas, y su marchito semblante parecía encogerse y mirar hacia dentro.

—Está bien —dijo Richard—. Si vemos alguna otra cosa, escribiremos a la empresa. Vosotros habéis hecho un buen trabajo.

Dio diez dólares a cada uno.

—Caballero, ¿está bien esa señora? —preguntó uno de los muchachos.

—Creo que sí. Aquí tenéis cinco pavos para el conductor, aunque no se los merece.

Los muchachos se marcharon, y él se volvió a la periodista.

—Siento tener que dar por terminada la entrevista —dijo—. Pero he de ir a la ciudad. ¿Tiene todo lo que necesitaba?

Ella asintió con la cabeza, apoyó las manos en las rodillas y se dobló un poco al levantarse.

—Sí. Tengo mucho material.

—¿Quiere descansar un poco antes de salir? ¿Puedo ofrecerle algo?

Ella sonrió.

—No, gracias.

—Me pareció que estaba…

Se interrumpió, pues no quería decir trastornada; entonces se dio cuenta de que asustada era la palabra más adecuada.

—¡Oh! Le pareció esto, ¿verdad? —dijo Sarah, sin dejar de sonreír—. Creo que la conversación de esta mañana me trastornó un poco. No fue tan agradable como ésta. No; estoy bien, Mr. Allbee. Y tengo que irme. La entrevista aparecerá en la Gazette del viernes.

Él la acompañó a la puerta de atrás. El camión de mudanzas se había ido, y una montaña de papeles castaños y de cajas de cartón rotas se alzaba junto al paseo de entrada. Al lado de la montaña parda y amarilla humeaban dos colillas de cigarro del tamaño de excrementos de perro.

Richard agitó la mano al subir ella al coche y después se volvió a Laura. Ésta estaba de pie a pocos pasos de él y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Una negra mancha de polvo dividía su frente.

—Es increíble que esa mujer viniese a entrevistarse el día de nuestro traslado. Si no te trata bien en su artículo, iré a su oficina y le quemaré la mesa.

—Bueno, la cosa terminó —dijo Richard. Se palpó los bolsillos para localizar las llaves del coche—. El momento no puede ser más inoportuno, pero, por lo visto, Patsy McCloud está en dificultades. Me ha telefoneado Graham Williams. Patsy está en una funeraria de Rex Road. No tengo más remedio que ir, y me gustaría que me acompañases.

—¿No puede Graham Williams resolverlo él solo? —Laura se miró las palmas de las manos y las frotó en sus jeans para quitarles el polvo—. Se diría que Graham y tú formáis la «Sociedad de Adoradores» de Patsy McCloud. Os pasáis toda la noche del sábado con ella, y ahora tenéis que correr para ayudarla a enterrar a su marido.

—Sé que parece extraño; sé que suena extraño e incluso que huele extraño, pero ella necesita ayuda. Estoy seguro. Quisiera que vinieses conmigo.

—No me lo perdería por nada del mundo —dijo ella—. Pero la verdadera razón de que esté molesta contigo es que has olvidado por completo tu regalo, y me pasé una semana buscándolo.

—¿Mi regalo? —preguntó estúpidamente él—. ¡Dios mío! Me habías comprado un regalo. Y yo lo había olvidado. Con los de la agencia de mudanzas, y después Sarah Como-se-llame, y después la llamada de Graham… Oh, Laura, lo siento. Lo siento de veras.

—Deberías sentirlo, amigo —dijo ella—. Lo escondí en una alacena de la cocina. ¿Tienes tiempo de verlo ahora, o tenemos que ir en seguida al encuentro de tu preciosa Patsy?

—Veámoslo primero —dijo él, rodeándola con un brazo y dirigiéndose a la cocina.

Laura se agachó y abrió una de las puertas inferiores de la alacena. Sacó una caja gris de un palmo y medio de altura.

—Espero que te guste —dijo, irguiéndose y ofreciéndole la caja—. Es un obsequio de la casa. Jamás había gastado tanto en un objeto.

Él tomó la caja y la dejó sobre un tablero. Pesaba menos de lo que, por alguna razón, había esperado. Levantó la tapa y miró de reojo a Laura. Todavía estaba un poco amoscada, pero aún más ansiosa de ver cómo reaccionaba él.

—Sobre todo, que no se te caiga —dijo.

Richard levantó el envoltorio de papel y metió la mano en la caja. Tocó una porcelana fría, de lisa superficie amarilla. Sus dedos encontraron la base cuadrada. Era hueca, y esto explicaba el poco peso del objeto. Apretó los dedos en la base y lo sacó de la caja.

Su sonrisa expectante se heló en su semblante. Sostenía una cabeza amarilla de dragón con las fauces abiertas. Dos cuernos brotaban de su frente plana, y un ala gruesa, como una ola congelada, se alzaba detrás de la cabeza.

—Es chino —dijo Laura—. Un dragón ornamental para el techo. El color significa que perteneció a un palacio imperial. Pensé que nos traería suerte.

—Sí —dijo él, casi incapaz de respirar.

—Ya veo que tu entusiasmo es grande. Mételo en la caja y lo devolveré en cuanto acabemos de desempaquetar las cosas.

—No —dijo él—. Quiero conservarlo. Creo que es muy hermoso.

—¿De veras?

—Sí. Me encanta. Sólo fue la sorpresa. Palabra. Me encanta.

—Pero veo algo extraño en ti.

—Recordé algo que me dijo Graham Williams… Por aquí estuvo un hombre al que llamaban el Dragón.

Era cuanto podía decirle a Laura sobre la noche del sábado.

—¿Lo conoció tu padre?

Esto le hizo sonreír.

—No; fue hace muchísimo tiempo…, cuando la fundación de Greenbank.

—Bueno, esto es otra cosa —dijo Laura—. Busquemos un sitio donde ponerlo.

Richard llevó la cabeza del dragón al cuarto de estar, y la puso sobre la repisa de la chimenea. Después abrazó a Laura. Una parte de su ser sentía que el caos había penetrado, que le habían franqueado la entrada, que la puerta de su sueño se había abierto y había entrado Billy Bentley como un vendaval, con los cabellos aplastados sobre la frente y la ropa empapada por la tormenta.

—¿Te gusta de veras? —preguntó Laura—. ¿No lo dices por cumplido?

Él sintió entre los dos aquella especie de cojín que era Bultito Allbee, el niño más sano del mundo.

—Me encanta —dijo—. Claro que sí.

7

Patsy había llegado a la funeraria todavía impresionada por la segunda llamada telefónica que había recibido aquella mañana. Su marido viajaba a lomos del Dragón. Estas palabras habían sido pronunciadas por una voz autoritaria de varón que, cuando la recordaba, era peor que todas las que podía imaginar. Alguien de fuera, alguien que no era simplemente una visión surgiendo de un libro, sabía su nombre y su número de teléfono… y sabía lo de Les sólo unas horas después de que se enterasen sus nuevos amigos.

Alguien de fuera…, alguien que caminaba por Charleston Road y miraba a sus ventanas…, alguien que había engendrado hijas llamadas Vergüenza y Pena y Anochecer.

Cuando abrió la pesada puerta del fúnebre salón, trató de alejar de su mente estas fantasías. Mr. Holland la estaba esperando, y su cara larga, al avanzar el hombre sudoroso sobre la alfombra, era un obstáculo a toda fantasía. Patsy sabía que, en realidad, era un hombre amable y nervioso, pero la Naturaleza o la herencia habían dado a Franz Holland la cara y la complexión de un villano de Dickens: cejas arqueadas y retorcidas, nariz puntiaguda, hombros encorvados. Siempre cubría su flaco esqueleto con ropas caras. Sus labios eran demasiado rojos para su pálido rostro. Quería que lo creyesen «civilizado» y «superior», y por eso adoptaba todos los amaneramientos que representaban para él la distinción. Le gustaba apoyar oblicuamente un dedo sobre el labio superior, o plantarse con las caderas erguidas y un pie ligeramente adelantado, o pasear con las manos cruzadas a la espalda. Al acercarse a Patsy sobre la gruesa alfombra, combinó ahora dos de estos ademanes, sosteniendo el índice izquierdo oblicuamente sobre el labio superior y manteniendo la mano derecha detrás de la espalda. Patsy pensó que parecía un pájaro pomposo suplicando silencio.

Al llegar junto a ella, Mr. Holland bajó lánguidamente la mano izquierda, la asió flojamente con la derecha e hizo una ligera reverencia.

—Mrs. McCloud, muchas gracias por acudir a nosotros —dijo, con agradable voz de barítono—. Recuerde que estamos aquí para facilitarle y hacerle menos doloroso este trámite. Como le dije ayer por teléfono, Mrs. McCloud, la última ceremonia que ofrecemos a nuestros seres queridos puede ser tan hermosa como las demás…, tan hermosa como un bautizo o una boda. Y, ahora, ¿ha traído un traje?

Ayer, Mr. Holland había asegurado a Patsy que, si bien las quemaduras de Les en el incendio que siguió al accidente no permitían un ataúd abierto, había quedado de él lo suficiente para ataviarlo con su traje predilecto.

—Esto nos consuela, ¿verdad, Mrs. McCloud? Mi padre solía decir que nos gusta pensar que nuestros seres queridos entran bien ataviados en la gloria, y nadie como «Brooks Brothers» para conseguirlo. ¿Ha traído usted algún traje, camisa y corbata, que gustasen particularmente a Mr. McCloud…?

Patsy le entregó la bolsa de papel castaño que traía. Franz Holland se la puso bajo el brazo con la misma naturalidad que si hubiese contenido su almuerzo.

—Los padres de Mr. McCloud llegarán hoy, ¡¿no es cierto?!

—Sí —dijo Patsy—. Tomarán el avión de Connecticut en «Kennedy». Yo iré a recogerlos.

—¡Ah! —dijo Mr. Holland, inclinándose y cruzando las manos detrás de la espalda—. Desde luego, recuerdo muy bien al matrimonio McCloud. Acudieron a nosotros cuando el abuelo de su marido pasó a mejor vida, y creo que quedaron muy satisfechos de lo que hicimos por ellos. Lo cual nos lleva a una cuestión importante. ¿Ha pensado usted en la clase de ataúd que prefiere para los restos de su esposo?

La condujo, sin llegar a tocarle el codo, a una gran habitación llena de ataúdes apoyados en las paredes.

—Verá usted que tenemos una gran variedad, Mrs. McCloud —dijo, casi señalando las hileras de ataúdes abiertos—. Y estoy seguro de que convendrá con nosotros que, en estos materiales tan personales, la elección es crucial. Y si me permite preguntarlo, la señora es una Tayler, ¿verdad?

Patsy tardó un segundo en darse cuenta de que Mr. Holland se refería a ella.

—Sí.

—Mi padre y yo nos encargamos del entierro de la abuela de la señora. «Bornley y Holland» han trabajado con muchas generaciones de Tayler, Mrs. McCloud.

—Pero no con Josephine Tayler —dijo Patsy.

—¿Perdón?

—Ustedes no trabajaron con Josephine Tayler, ¿verdad? Era mi abuela. Tayler era su apellido de soltera; ella y mi abuelo eran primos lejanos. Ustedes enterraron a su marido, pero no a ella. A él lo metieron en una de sus cajas, pero a ella no.

—La abuela de la señora cayó enferma, ¿no? —preguntó Mr. Holland, retrocediendo un paso—. Fue un caso muy triste. La abuela de la señora era una mujer encantadora. Creo que se tomaron otras disposiciones.

Patsy no hubiese podido decir por qué sentía tanta hostilidad. Sí, se habían tomado otras disposiciones. La abuela de la señora era la loca del pueblo, y por eso su distinguido esposo la había metido en un manicomio durante la mayor parte de su vida.

El dedo había vuelto a su sitio sobre el labio superior.

—Es una historia trágica, Mrs. McCloud. Y, sin duda, las circunstancias la traen de nuevo a su memoria. Pero si algo nos enseña esta historia, señora, es que debemos velar por nuestros seres queridos lo mejor que podamos cuando ellos ya no son capaces de valerse por sí mismos.

—Quiero que mi marido sea incinerado —dijo Patsy—. Casi lo fue ya, ¿no es cierto? Quiero terminar la obra. Véndame el ataúd más caro que tenga y quémelo dentro de él.

Franz Holland se impresionó visiblemente.

—Creo que hay que considerar a los otros miembros de la familia…

—No pienso quemar a otros miembros de la familia, al menos por ahora —saltó ella—. ¡Sólo quiero incinerar a mi marido! Y si usted no quiere hacerlo, ¡buscaré otro que lo haga!

—Mrs. McCloud —dijo lastimeramente Holland, y en aquel momento, antes de perder ella completamente el control, le compadeció. A fin de cuentas, era un hombre sensible y, si hablaba de esta manera, era porque su padre se lo había enseñado—. Mrs. McCloud, como esposa del querido difunto, su deseo es soberano, y haremos lo que más le acomode. Pero, precisamente, pensando en usted, le pido que considere…

Patsy estuvo a punto de desmayarse. Mr. Franz Holland estaba muerto. La agradable y modulada voz de barítono brotaba de una boca rota, descolorida. El labio superior estaba rajado hasta la nariz, y vio la encía contraída y las raíces de los dientes sobresaliendo como venas hinchadas. La lengua estaba ennegrecida. La piel de Mr. Holland era seca y apergaminada, de color ligeramente pardusco. En algunos sitios parecía haber estallado, dejando unos agujeros mellados a través de los cuales veíase un horrible amasijo de órganos viscosos y purpúreos. Por último, Palsy vio que la criatura que estaba ante ella llevaba solamente una pechera y una corbata. La piel de las caderas se habían contraído alrededor de los huesos, y el pene se había encogido hasta desaparecer casi del todo.

Patsy chilló, al recobrar la voz.

La criatura dio un salto, y después alargó una mano.

—¡No me toque! —chilló Patsy.

La criatura retrocedió, arrastrando los pies muertos sobre la gruesa alfombra.

Esto era lo que había visto su abuela. Josephine Tayler había aguantado lo más posible, viendo a amigos y desconocidos que pronto iban a morir, como si sus cuerpos se estuviesen ya corrompiendo, hasta que no había podido soportarlo más y se había aislado del mundo. Mr. Holland moriría antes de un mes, y éste sería entonces su aspecto.

Aunque nadie lo vería cuando lo tuviese.

—Mr. Holland —dijo Patsy, con voz temblorosa y mirando la alfombra—. Lamento haber gritado. Estoy pasando por momentos difíciles. No se acerque, por favor. Le pido disculpas por mi arrebato. Temo estar un poco trastornada.

—Desde luego, Mrs. McCloud —dijo aquella voz grave, y Patsy se estremeció.

—¿Podría usar su teléfono? Debo llamar a un amigo para que me ayude. No; por favor, no se acerque a mí, Mr. Holland. Indíqueme solamente dónde está el teléfono.

Los pies esqueléticos y arrugados retrocedieron, y Patsy vio que una de las garras señalaba hacia el pasillo.

—Gracias —dijo—. Lo encontraré.

—Sobre la mesa de la alcoba contigua a la Capilla de Descanso —dijo aquella cosa, y Patsy pasó rápidamente por delante de ella, mirando al otro lado—. ¿Qué he hecho yo? —oyó que preguntaba él—. ¿Tanto la he ofendido? —Parecía a punto de llorar—. Naturalmente, si desea incinerar a su marido…

—Sí —le gritó ella—. Quédese donde está, Mr. Holland, por favor.

Vio la alcoba medio oculta detrás de una cortina de terciopelo rojo. Allí estaban la mesa y el teléfono. La guía se encontraba en el cajón de arriba de la derecha; buscó rápidamente el número de Graham Williams y le pidió que viniese lo antes posible.

—Sí, también Richard —dijo—. Los dos. Vengan y sáquenme de aquí.

8

Lo que ocurrió cuando llegaron los otros tres a la funeraria nada tuvo de extraordinario, y puede referirse en unas pocas palabras. Laura Allbee, que sabía de Patsy mucho menos que los otros, pareció comprender la situación en «Bornley y Holland» mucho mejor que su marido y que Graham Williams. Se dirigió inmediatamente a Patsy y la abrazó. Patsy rompió a llorar y, al cabo de un instante, Laura hizo lo propio. Richard y Graham se atrabancaron tontamente detrás de Patsy, dándole palmadas en los hombros y mirando vacilantes hacia Franz Holland, que parecía dudar entre quedarse o salir del salón de los ataúdes. Por fin, Richard se dispuso a hablarle, pero Laura le gritó al director de pompas fúnebres:

—No hay problema en lo de la cremación, ¿verdad?

—No, si éste es el deseo de Mrs. McCloud —dijo Holland—. Tomaré las medidas necesarias.

—Entonces, todo arreglado —dijo Laura. Se levantó, y Patsy se levantó también, pero siguió agarrada a ella—. Ahora podemos ir todos a casa.

Graham llevó a Patsy a Charleston Road, conviniendo en que iría a buscarla más tarde para ir a recoger el coche de ella.

—He tenido una visión a la manera de Josephine —le dijo Patsy—. Pero, al menos, sé que todos ustedes tendrán una larga vida.

—Josephine Tayler no pudo nunca saber cuándo morirían sus familiares o sus amigos —le dijo Graham—. Sólo desconocidos o personas a las que conocía poco. Pero gracias de todos modos.

A la mañana siguiente, Richard se dirigió a Rhode Island para su primera cita con Morris Stryker. Laura y él se despidieron con un prolongado abrazo después de su primera noche en su nueva casa, y con la promesa de ir a ver a Patsy McCloud cuando él regresara.

9

Dos noches más tarde, mientras Richard Allbee empezaba a confesarse que no podía soportar a su cliente, y que Morris Stryker también sentía probablemente muy poco afecto por su restaurador, Bobby Fritz seguía lamentando ante Bobo Farnsworth y Ronnie Riggley la pérdida de su mejor cliente. Los tres estaban sentados en el compartimiento lateral de después del mostrador del «Pennywhistle Cafe», frente a dos jarras vacías en medio de la mojada mesa. Ronnie trazaba círculos en la cerveza derramada, y Bobby sabía —como había sabido o sospechado muchas veces— que aburría a Ronnie: ésta pensaba que era retrasado o estúpido, que era un patán, indigno de ser amigo de Bobo. Bobo sólo había entrado tres o cuatro veces en el «Pennywhistle», bar predilecto de Bobby en Hampstead y antaño también de Bobo, desde que su relación con Bobo era una cosa seria. Y dos de aquellas veces, lo había hecho estando de servicio.

—Me despidió, hombre —dijo Bobby, aunque sabía que ya lo había dicho hacía menos de cinco minutos.

—¿No crees que podrías pedirle que te devolviese el empleo? —preguntó Ronnie, sin dejar de trazar círculos en el charquito de cerveza.

Ronnie Riggley —pensaba él— era una de las mujeres más guapas que jamás había visto. Si su puntuación no era 10, era al menos 8 ½. No importaba un ardite que tuviese diez años más que él y que Bobo. Ni siquiera importaba que Ronnie no hiciese nada por parecer más joven. No hacía falta. Incluso cuando parecía cansada y apagada, como esta noche, Bobby sentía ganas de meterle mano; y cuanta más cerveza bebía, más ganas tenía de hacerlo. Aunque temía que ella se riese en sus narices si intentaba algo.

—No puedo suplicarle, Ronnie, ya él me despidió —explicó—. Pero me indigna pasar por allí con mi carretilla y ver el estado de su jardín. Allí crecen toda clase de hierbajos; allí hay alfalfa y hierbas silvestres, y pronto habrá retama del aguazal… No quiero pensar siquiera en lo que le ocurre a ese jardín.

—Pienso que Ronnie tiene razón —dijo Bobo, rodeándola con su brazo y causando a Bobby un exquisito dolor—. Ve y llama a su puerta. Dile lo mucho que te importa eso. Tal vez podáis llegar a un acuerdo.

—Un acuerdo, ¿eh? —dijo Bobby—. Si me acercase a su casa, probablemente me mataría de un tiro. ¡Jesús! Debe de tener muy buena puntería, ¿no? Mató a ese Starbuck con su pistola, ¿verdad?

—Al menos le encontramos con ella en la mano —dijo Bobo.

En realidad, aunque Bobo no quería decirlo, el doctor Van Horne se había convertido en una pequeña celebridad en la Jefatura de Policía de Hampstead. Tortuga Turk incordiaba a los jóvenes diciéndoles que deberían tomar lecciones de tiro de Van Horne.

—Pero los asesinatos han terminado, ¿no? —dijo Bobby.

Ronnie asintió con la cabeza; pero Bobo dijo:

—Starbuck era un ladrón, no un maníaco. Son demasiados los que creen que estamos a salvo. El día menos pensado, habrá otro asesinato. Espera y verás.

—Eso lo dices tú —dijo Bobby—. Yo digo que se acabó. Y ésta es, en parte, la razón de que los otros polis se sientan jodidamente dichosos, ¿eh? —Se golpeó la frente con la mano—. Perdona, Ronnie; debería cuidar más mi lenguaje. Pero esta noche no me encuentro bien.

—Has bebido mucha cerveza —dijo Ronnie—. No te lo censuro, pero te has bebido la mayor parte de estas jarras, y ahora la emprendes con la tercera.

—¡Caray, no estoy borracho! —exclamó, dándose cuenta de su tono agresivo.

Y se vio a través de lo que pensaba que eran los ojos de Ronnie Riggley: inmaduro, no demasiado brillante, borracho de cerveza.

—Bueno, os diré una cosa —dijo—. Si le veo alguna vez, quiero decir al doctor Van Horne, le hablare con toda cortesía (Ronnie le sonreía, y Bobby tuvo la súbita impresión de que podía enderezar las cosas) y le halagaré un poco, y le diré que cuidaré gratuitamente su jardín. Dos veces al mes. Servicio gratuito. Porque no puedo soportar que sé vaya al infierno de este modo. Y entonces, ¿qué apostáis a que me aceptará? Vaya que sí. Volverá a tomarme a su servicio.

—Estás como una cuba, tonto —dijo Bobo, estirando un brazo sobre la mesa para darle unas palmadas en la cabeza—. Ronnie y yo te llevaremos a casa.

—Trabajaré gratis. ¿No veis lo brillante que es esta idea? ¡No tendrá más remedio que aceptarme!

—Vamos —dijo Bobo.

—Sólo si puedo sentarme delante y al lado de Ronnie —dijo Bobby—. Y, a propósito, ¿cómo has conseguido una mujer así?

La expresión del rostro de Bobo le dijo que, a fin de cuentas, tal vez era verdad que estaba borracho.

La casita donde vivía Bobby con sus padres estaba en Poor Fox Road, aunque un antiguo concejal la había llamado «Hampstead’s Appalachia». La calle discurría a lo largo de la ribera de lo que era un estuario en marea alta y terminaba antes de chocar con la estación de ferrocarril de Greenbank. La identidad del Poor Fox, fuese humano o canino, y lo que le había sucedido, había sido olvidado hacía mucho tiempo, pero el nombre seguía siendo adecuado. Poor Fox Road era la única calle de Greenbank que permanecía oculta, ya que para llegar a ella había que tomar una calleja inverosímilmente estrecha que arrancaba de Mount Avenue, frente a la entrada de Gravesend Beach, y seguir después junto al estuario hasta llegar a una serie de arruinadas casas de madera. Antaño, éstas habían sido dependencias de la Academia de Greenbank, pero ésta las había vendido después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, un pintor chiflado y nada sociable vivía en una casa particularmente siniestra; un joven que trabajaba en una tienda de prendas de vestir de Rivenfront Avenue había alquilado otra; otra estaba desocupada desde hacía al menos cincuenta años, y la última pertenecía a la familia Fritz.

Al entrar en Greenbank Road, la idea de poner la mano sobre el muslo de Ronnie se hizo obsesiva en la mente de Bobby. No podía dejar de imaginarse lo que sentiría si acariciaba a Ronnie Riggley, y de preguntarse si ella sentiría lo mismo. Pero también sabía que, si cedía a su poderoso impulso, ocurrirían dos cosas: Ronnie vería confirmada la pobre opinión que tenía de él, y Bobo le echaría del coche y no volvería a dirigirle la palabra. Por consiguiente, dijo:

—Bobo, déjame a la vuelta de la esquina, por favor.

—¿Quieres hacer un poco de ejercicio? —le preguntó Bobo.

—Sí; quiero despejarme la cabeza antes de llegar a casa.

—Buena idea —dijo Bobo, y, en cuanto entró en Mount Avenue, detuvo el coche a un lado de la calle—. Ahí es donde ocurrió —dijo, señalando con la cabeza las luces de la casa de Van Horne, visibles entre los árboles.

—Bravo por él —dijo Bobby—. Lo digo en serio. Bravo por él.

Se apeó del coche y agitó una mano, mientras Bobo arrancaba y subía por Mount Avenue.

En cuanto echó a andar, Bobby se dio cuenta de lo borracho que estaba. Las orillas de Poor Fox Road parecían torcerse y enredarse, y a poco de entrar en ella se encontró con hierbajos hasta la rodilla.

—¡Oh, desdichado de mí! —exclamó, y retrocedió hasta la calzada.

Sus pies le condujeron al otro lado de la calle, y entonces se irguió y se esforzó en avanzar en línea más o menos recta en dirección a su casa. Por un instante, vio dos lunas en lo alto y dos calles delante de él, pero frunció los párpados y juntó las dos imágenes. Dos jarras y media de cerveza zumbaban en su sangre; dos jarras y media de cerveza nublaban su cabeza.

Repentinamente, sintió unas ganas terribles de orinar.

—Señor, señor, señor —canturreó.

Se volvió hacia las matas del borde de la calle, descorrió la cremallera del pantalón y sacó el miembro justo a tiempo. El pipí describió un amplio cerco entre los hierbajos y los troncos de los árboles. Sintió una humedad creciente en la pierna derecha.

—Mierda —dijo, y, cerrando la cremallera, volvió de nuevo a Poor Fox Road.

La luna parecía dos veces más grande de lo debido. Era una esfera hinchada y podrida que se abalanzaba sobre él. Una luz fría caía de la enorme luna en su dirección: sintió que la mancha de la pernera derecha se enfriaba hasta el punto de congelación.

La luz de la luna parecía quebrarse sobre su piel. Poor Fox Road tenía un brillo sobrenatural. Bobby vio las sombras perpendiculares proyectadas por piedras sobre la calzada. Después vio una cara en la luna. Una cara tosca y burlona, de crueldad inhumana. Bobby levantó las manos, como si éstas pudiesen protegerle del terror anunciado por aquella cara horrible, y vio, bajo aquella luz, que parecían cubiertas de un vello de plata.

La luna se acercó a su propia cara y murmuró: Mira hacia abajo.

Bobby miró hacia abajo. Fluía en la calle una perezosa corriente de sangre, lamiéndole los zapatos. Le envolvía su olor…; la calle apestaba como una carnicería. Como ahora estaba tan cerca la cínica luna, la lenta corriente de sangre era negra.

Mira hacia arriba, susurró la luna en aquel mundo negro y blanco, y Bobby levantó la cabeza. Vio árboles de plata, hojas negras, una comba negra y plateada en la calle.

Él viene, sopló la luna en una ráfaga de viento hediondo, y abrió su hinchada boca e hizo una mueca.

Bobby oyó pisadas a través de la corriente de sangre. Trato de retroceder, y una enredadera empapada en sangre restalló desde el borde de la calle y se enroscó en su tobillo, haciéndole caer en la fría y lenta corriente.

Vengo, susurró la luna en su cogote, y Bobby se puso trabajosamente en pie. Tenía las manos negras de sangre; los jeans se pegaban a sus piernas.

No podía moverse en aquel mundo negro y blanco, en aquel mundo de plata. La loca idea de que toda aquella sangre de la calle era suya se abrió paso en su mente: estaba muerto, aunque no había muerto todavía.

Sabía que algo horrible avanzaba en su dirección, y se dispuso a hacerle frente, levantando los puños.

Casi sintió desilusión cuando nada más espantoso que un hombre dobló la plateada esquina. La luna cabalgaba pesadamente detrás de él, y Bobby no podía verle la cara. Ésta y toda la parte de delante del cuerpo eran como un manto de negrura.

—No te acerques —dijo Bobby, con voz débil y estridente.

Una voz conocida dijo:

—¿Estás bien, muchacho? Bueno, creo que te has divertido demasiado.

La negra figura avanzó de nuevo, y Bobby vio que ningún río de sangre bajaba por la calle. Su propia orina pegaba los jeans a una de sus piernas. A la luz de la luna, sus manos dejaron de ser negras, sólo estuvieron pintadas de plata. Él hombre que avanzaba hacia él era alguien en quien confiaba.

—Has bebido mucha cerveza esta noche, ¿verdad, Bobby? —preguntó el hombre, y entonces levantó la cabeza y Bobby vio los cabellos blancos y la cara cortés del doctor Wren van Horne.

—¡Oh! Precisamente estuve hablando de usted, doctor —dijo Bobby, con voz más fuerte de lo necesario—. En serio. ¿Y sabe qué dije? Bravo por él. Eso dije: bravo por él, y también entonces hablaba en serio.

—Gracias.

El médico se acercó despacio a Bobby bajo el chorro de luz de la luna.

—No hay pájaros —dijo Bobby—. ¿Se ha dado cuenta? Ningún ruido de pájaros. Generalmente, se oye algún buho, si se viene aquí de noche.

—¡Oh! Ahora los buhos están muertos —dijo el doctor Van Horne, avanzando hacia Bobby en medio de la calle iluminada por la luna.

—No se burle. He visto muchos pájaros muertos en mis jardines, ¿sabe? Cada día un par más… Me repugna aplastarlos con mi máquina segadora, ¿sabe? Produce un ruido terrible. —Entonces se formó una asociación de ideas en la mente de Bobby, y prosiguió—: Esto me recuerda lo que quería decirle. Doctor Van Horne, no puedo soportar ver su jardín arruinado de este modo. Deje que venga a cuidarlo gratuitamente durante una pequeña temporada.

Ahora el doctor Van Horne estaba sólo a dos o tres palmos de Bobby en la estrecha calle. Bobby podía ver una aureola de cabellos de plata destacando contra la todavía enorme esfera de la luna, pero la cara del médico volvía a ser una plancha negra en la que flotaban manchas de un negro más denso.

—¿Qué dice usted? —preguntó.

Y retrocedió, porque el hedor a cloaca y a podredumbre lo envolvía de nuevo, y era todavía peor, era el olor de algo muerto en una espesura y que semanas más tarde es encontrado por una pala y derrama su hedor casi líquido.

—¿Quieres trabajar para mí? —le preguntó el doctor Van Horne.

Bobby retrocedió y sintió que la corriente de sangre le lamía los tobillos. El doctor Van Horne le tendió la mano y llevaba en ella una pequeña hoja curva de acero. Antes de que Bobby pudiese reaccionar, la hoja cortó el aire y se clavó en su cuello debajo de la oreja izquierda. El médico movió rápidamente la hoja hacia abajo y hacia un lado, y un enorme chorro de sangre brotó del cuello de Bobby.

Bobby cayó de rodillas. No sintió el menor dolor; lo único que sentía era el calor y la dulzura de la sangre que corría por su cuello y por su pecho. Toda la vida, ¡saliendo a borbotones de él! El doctor Van Horne golpeó de nuevo, y esta vez sintió Bobby un gran dolor, porque el medico le había cortado un trozo de la oreja izquierda. Bobby levantó una mano, sin poder creer que aquello le ocurriese a él, y el pequeño y curvo bisturí se hundió entre los dedos índice y medio y le abrió la mano. El bisturí se retiró una vez más, y el corazón impulsó sumisamente otro chorro de sangre, y Bobby perdió el conocimiento un momento antes de que el doctor Van Horne le rajase la mejilla izquierda.

Bobby Fritz, el excelente Jardinero de Greenbank, se dobló hacia delante y se hundió en una enorme oscuridad. El doctor Van Horne le dio la vuelta, le arrancó la camisa y empezó a arreglar lo que había debajo de ella. Abrió el pecho de Bobby, descubrió las costillas, las separó, desprendió la materia que envolvía el corazón y extrajo éste. Lo puso en la mano que había rajado. Después desabrochó el cinturón de Bobby y le bajó los jeans. Finalmente, le cortó el pene y los testículos y los puso en la mano izquierda del muerto.

Todo esto lo había hecho ya dos o tres veces con anterioridad y volvería a hacerlo otras tres. Después no habría más víctimas.

Arrastró el desfigurado cuerpo de Bobby hasta la zanja llena de hierbas de la orilla de Poor Fox Road. Cuando estuvo bien oculto, sacó una hoja de papel del bolsillo de la cadera y la introdujo en el pecho de Bobby. La hoja y la poesía escrita en ella, en caracteres tan anónimos que habrían podido ser impresos por una computadora, no fueron descubiertas hasta varias horas después de ser encontrado el cadáver, lo cual ocurrió al cabo de dos días, el 13 de junio.

10

Fue un cartero quien encontró a Bobby Fritz. Roger Slyke recorría todas las mañanas la mayor parte de Greenbank en una furgoneta azul y blanca, y después pasaba casi toda la tarde en la central de Correos de Tampstead, clasificando la correspondencia. Desde hacía dos o tres días, se sentía extrañamente desorientado: le dolían las muelas, le zumbaban casi constantemente los oídos y a veces se daba cuenta de que iba a echar alguna carta en un buzón equivocado. Y se preguntaba cuántas veces lo habría hecho sin advertirlo en los dos últimos días. El miércoles por la mañana, cuando hubiese debido girar hacia Charleston Road, se encontró con que se había desviado de su ruta y estaba en Oíd Sarum Road, sin tener la menor idea de cómo había llegado allí.

El mediodía del viernes, 13 de junio, Roger Slyke había recorrido todo el trayecto hasta el final de Poor Fox Road, sólo para entregar una carta de la campaña presidencial a Harold Fritz, que era demócrata de toda la vida, pero no se habría levantado de la cama para ir a votar una vez más. En el camino de regreso, empezó a darle vueltas la cabeza y tuvo el desagradable sentimiento —un profundo sentimiento de miedo y de que algo andaba mal— que le acometía a veces cuando miraba la casa deshabitada entre la de Fritz y el lugar donde el muchacho tenía aquel montón de coches destrozados. Roger detuvo la furgoneta del correo. Había percibido un hedor espantoso. Por un instante, tuvo la seguridad de que había visto, en pleno día, que la luna le hacía muecas. Entonces saltó de la furgoneta y se agarró la cabeza, que parecía que iba a estallar.

Pero no había echado el freno, y, mientras sostenía su atribulada cabeza, la furgoneta se deslizó unos centímetros y rodó dentro de la zanja. Volcó sobre un costado y cientos de cartas cayeron entre las matas.

Roger miró con ojos enrojecidos y dijo: «¡No!» Se acercó a la zanja y miró hacia abajo, meneando la cabeza. Después de asegurarse de que no estaba llena de ortigas —llevaba pantalones cortos—, saltó dentro de la zanja. Se acercó a la furgoneta y la empujó. Con la ayuda de otro hombre, podría levantarla. Se arrodilló y empezó a recoger las cartas y los periódicos desparramados entre los hierbajos. De pronto, aquel olor a zarigüeya aplastada se hizo más fuerte que nunca, y, al mirar entre la verde maraña de vegetación, vio la cara de Bobby Fritz inmovilizada en una mueca. Roger Slyke lanzó un grito, salió a toda prisa de la zanja y corrió hasta la entrada de Gravesend Beach. Allí había un teléfono en la caseta del guarda. Cuando la Policía encontró la poesía en letra de imprenta en el pecho de Bobby Fritz, descubrieron que varias cartas de Roger se habían deslizado hasta allí. Las cartas apestaban también, pero Roger Slyke las entregó al día siguiente.

La Policía del Estado no reconoció el poema, como tampoco los policías de Hampstead.

Que no confíe el rico en su tesoro,

Pues la salud no comprará con oro.

Incluso el médico ha de fenecer;

Todo está hecho para perecer.

Llega la plaga sin dejarse oír;

Estoy enfermo, tengo que morir…

¡SEÑOR, TEN PIEDAD!

La belleza no es más que una exquisita

Flor que pronto se arruga y se marchita;

La brillantez se apaga en las estrellas;

Han muerto reinas jóvenes y bellas;

La mirada de Elena vi extinguir;

Estoy enfermo, tengo que morir…

¡SEÑOR, TEN PIEDAD!

En la tumba el vigor de los humanos

cesa, y es Héctor pasto de gusanos;

nada puede la espada contra el sino;

Abierta está la puerta del destino;

¡Ven, ven!, tañen campanas al gemir:

Estoy enfermo, tengo que morir…

¡SEÑOR, TEN PIEDAD!

Nadie pudo identificar este poema hasta que se le ocurrió a Bobo Farnsworth llamar a su antigua maestra, Miss Threadgill, que era ahora directora del departamento de Inglés en «J. S. Mills».

—¿Desde cuándo te interesa la poesía inglesa, Bobo? —le preguntó.

—Sólo este poema, Miss Threadgill —dijo él.

—Lo que me has leído es la segunda, tercera y cuarta estrofas de un famoso poema de Thomas Nashe titulado En tiempos de peste. Nashe fue, en general, un escritor bastante febril y violento, el más grande folletista isabelino. Tenía predilección por lo grotesco.

En tiempos de peste, de Thomas Nashe —dijo Bobo—. Gracias, Miss Threadgill.

—¿Qué diablos estáis haciendo en la Comisaría de Policía? —preguntó Miss Threadgill.

Y Bobo le respondió que ya lo leería en los periódicos.

11

El lunes siguiente, las estrofas de Thomas Nashe aparecieron en la primera página de la Hampstead Gazette; pero ya habían sido publicadas en un artículo de la Sección Metropolitana del New York Times titulado ¿El Destripador de Connecticut? Al lado del artículo aparecían fotografías de Stony Friedgood, Hestar Goodall y Bobby Fritz.

En una larga conversación sostenida con Patsy McCloud el martes por la noche, Graham dijo:

—Es poesía, ¿no lo ve? Se refiere deliberadamente a Robertson Green, al Príncipe Green. El padre del joven Green afirmaba que había sido corrompido por la poesía. Y hubo un periódico que publicó un artículo sobre el Destripador Poeta. Quiere que lo sepamos, Patsy. Quiere que sepamos quién es.

Durante toda esta conversación, Graham Williams oyó el rumor de las alas del dragón: lo oyó mientras Patsy le hablaba de su matrimonio; lo oyó en el título de la poesía de Nashe, en la primera página de la Gazette; lo oyó especialmente en una lista de nombres de niños consignados en otro artículo de la Gazette.

La noche del 13 —del viernes 13, día en que Roger Slyke encontró por casualidad el cadáver de Bobby Fritz—, Richard Allbee telefoneó a Laura desde Providence; le dijo que tenía más problemas de lo que esperaba en lo referente a su empleo y que tendría que quedarse cuatro o cinco días más, o quizás una semana, en Rhode Island. Laura le respondió que no se preocupase por ella, que estaba bien, que lamentaba que tuviese dificultades, pero que sabía que las resolvería. Añadió que todo estaba tranquilo en Richmond.

Laura no podía hablarle de Bobby Fritz, porque no se enteró del descubrimiento de la tercera víctima del asesino hasta la mañana siguiente, cuando Ronnie Riggley la llamó para darle la noticia. Sin embargo, habría podido decirle, y no se lo dijo, que otros cinco niños habían seguido el ejemplo de Thomas y Martin O’Hara y se habían ahogado. Ésto había ocurrido la noche del 11, la misma noche en que Bobby Fritz había sido muerto y mutilado y escondido en una zanja de Poor Fox Road; y no se lo dijo porque pensó que esto le preocuparía y se inquietaría por ella, y no quería causarle más preocupaciones. Laura había leído el primer artículo sobre los cinco niños en la Gazette del viernes, y sus nombres aparecieron de nuevo en el periódico del lunes, que Graham Williams y Patsy McCloud abrieron sobre la mesa.

Dentro de lo que se conoce hay siempre un profundo elemento desconocido. Nadie de la Gazette lo dijo en letra impresa, pero la población estaba aterrada: la pesadilla de unas muertes sin relación entre ellas no había terminado a fin de cuentas, y parecía que había empezado un ciclo todavía peor. Nadie de la Gazette quería hacer más que relatar los hechos, escribir lo que se sabía: esto era todo, pensaban.

Y éstos eran los hechos conocidos. En la noche del 11 de junio, o a primeras horas de la mañana del jueves, 12, tuvieron lugar los singulares sucesos: un muchacho de doce años llamado Dylan Steinberg se metió en el agua en Sawtell Beach, después de dejar su ropa cuidadosamente doblada debajo de sus zapatos sobre la arena, había nadado hasta que el cansancio le había impedido ir más lejos, y entonces se había hundido y ahogado; separadamente, dos niños llamados Monty Sherbourne (hijo del director de la «J. S. Mill’s Middle School») y Annette Cowley (hija de un cronista de viajes del Times), de siete y trece años, respectivamente, se ahogaron con la misma loca deliberación en Gravesend Beach; y un niño de cinco años de Redhill, llamado Hank Hawthorne (hijo de un ejecutivo de Milburn, Nueva York), saltó de la cama en mitad de la noche, se quitó el pijama y lo arrojó sobre el lecho, bajó la escalera, abrió la puerta y se ahogó en la poco profunda piscina del jardín. Esto era cuanto sabían la Policía y los reporteros de la Gazette; habrían podido añadir que no hacía falta describir el efecto de esta información sobre la población de Hampstead. Era evidente: no estaba impreso en el periódico, pero sí en las caras de los que compraban salsa para espagueti o lechugas en «Greenblatt’s» o de los que compraban papel, o simplemente contemplaban la gran batalla de televisión en «Anhelt’s» de Main Street.

Pero incluso allí había un profundo elemento desconocido. Los que compraban comestibles en «Greenblatt’s» o artículos de escritorio en «Anhelt’s» podían saber que los padres de los niños muertos estaban desconsolados, emocionalmente trastornados, traumatizados; Hampstead era una población experimentada, y aquellos compradores podían predecir que algunos padres recurrirían a la psicoterapia y otros a los tribunales de divorcio. Y siendo gente elocuente y de experiencia, habrían podido describir los sentimientos de culpabilidad que debían de sufrir aquellos padres; habrían especulado sobre cultos y fases de la Luna y manchas solares (como pronto haría Sarah Spry); habrían mencionado otros casos de histerismo infantil colectivo, como parecía ser el actual, y, si tenían hijos, les habrían encerrado en sus habitaciones por la noche o les habrían llevado a la ciudad para que estuviesen seguros. Pero probablemente nadie, salvo Mikki Zaber O’Hara —y posiblemente Sarah Spry—, habría adivinado que Mrs. Shernourne y Mrs. Francis y Wendy Hawthorne, de Redhill, habían soñado, la noche del suicidio de sus hijos, que consolaban a sus mojadas criaturas, metiendo los helados cuerpos en su cama y estrechándolos sobre el pecho, dándoles palmadas en la espalda y sacudiendo arena de su torso.

12

Cuando Richard habló con Laura el viernes por la noche, no tuvo que decirle que su cliente era la causa de los problemas que le retendrían en Providence, pues, cuando había algún problema, era generalmente el cliente quien lo provocaba. Laura sabía esto, y había visto a su marido triunfar de clientes que no acababan de decidirse, que cambiaban de idea en mitad de la transacción o que pensaban que ellos mismos podían hacer mejor el trabajo. Richard no había contraído amistad con todos sus clientes, pero al menos estaba en buena relación con todos ellos. Laura sabía todo esto, pero no conocía a Morris Stryker. Morris Stryker había destruido la mayoría de las esperanzas de Richard, y éste había empezado a pensar, el viernes por la noche, que Stryker le derrotaba.

La cosa había empezado mal, y tal vez este principio había dado origen a todos los contratiempos subsiguientes. La primera impresión de Richard sobre Morris Stryker era que se parecía mucho al conductor de camión que había dejado una montaña de cascotes en medio del paseo de entrada de su casa. Stryker era grueso y fofo, y estaba siempre acariciando un cigarro con los labios; Stryker era un bruto que había aterrorizado a su secretaria y acobardado al contratista de la obra, Mike Hagen, que ahora asentía a cuanto decía él. Y, por su parte, Stryker pensó que Richard era un simulador: había esperado que fuese inglés.

Richard había descubierto esto tres días atrás, cuando había ido a la obra por primera vez. Había llegado a Providence por la I-95, había tomado habitación en el hotel, se había lavado y mudado de ropa, y se había dirigido en su coche a Collega Street. Stryker y Mike Hagen estaban ya allí, sentados en el asiento de atrás del «Cadillac» de Stryker. Cuando Richard se apeó de su coche y cruzó la calle, mirando la deliciosa pero estropeada mansión del siglo XVIII que debía restaurar, Stryker y Hagen bajaron del «Cadillac» para recibirlo. Él supo inmediatamente quién era el contratista y quién era el cliente, pues Stryker llevaba un traje azul claro, camisa azul marino, zapatos blancos y una cadena de oro alrededor del cuello. Los contratistas, según sabía Richard por experiencia, solían vestir de una manera que parecía que se hallasen en su elemento en los camiones de transporte.

—¿Allbee? —preguntó el grueso Stryker—. ¿Mr. Allbee?

—Sí. Me alegro de conocerle, Mr. Stryker —dijo Richard—. Veo que tendremos que trabajar en una magnífica casa georgiana.

—Si, Mr. Allbee —dijo Mr. Stryker—, se tratará de un trabajo a nuestra medida.

Luego le miró de un modo extraño.

—Le presento a Mike Hagen, encargado de la obra. Mike y yo fuimos juntos al colegio, aquí, en Providence.

—Hola —dijo Hagen, plantado detrás de Stryker, con las manos en los bolsillos.

—Bueno, Mr. Stryker —dijo Richard—, va a ser un proyecto muy interesante. Ofrece grandes oportunidades para emplear técnicas modernas, por ejemplo, en la pintura.

Richard pensaba a toda velocidad, imaginando los pigmentos que emplearía para dar más brillantez a un interior del siglo XVIII.

—¡Eh! Usted no es inglés —dijo inopinadamente Stryker—. Tenía entendido que lo era.

—Nací en Connecticut —dijo Richard—. Mi esposa y yo vivimos doce años en Londres, y allí empecé a hacer trabajos de restauración. Probablemente fue ésta la causa de que usted creyese que era inglés.

—¡Toby! —gritó Stryker, volviéndose al «Cadillac»—. Ven inmediatamente, Toby.

Un hombre pálido y rubio abrió la portezuela y se quedó nerviosamente plantado junto al automóvil.

—No es inglés, Toby —dijo Stryker, bajando el tono de la voz.

—¿No? —chilló Toby—. Yo pensaba que lo era. Quiero decir que…, es de Londres, ¿no?

—Mr. Allbee sólo trabajó allí, Toby. Es de Connecticut, y tú hubieses debido averiguarlo, ¿no es verdad, Toby?

—Sí, señor —dijo Toby.

Mike Hagen seguía plantado con las manos en los bolsillos, sin mirar nada ni a nadie. Conocía muy bien a Morris Stryker.

Stryker meneó la cabeza, se inclinó y escupió el cigarro.

—Pero trabajó en Inglaterra, ¿eh? —preguntó a Richard.

—Hasta ahora, todo mi trabajo lo he hecho en Inglaterra.

Stryker meneó de nuevo la cabeza.

—Bueno, será mejor que entremos —dijo, y miró fijamente a Richard—. Pensaba que era inglés, ¿sabe?, y que sólo había venido a Connecticut para trabajar en este país. Yo quería un inglés.

—Puedo hacer que su casa parezca tan inglesa como quiera —dijo Richard, y esto fue un error.

13

Era el sábado 14 de junio, una semana después del robo frustrado en la casa Van Horne, y Tabby Smithfield se despertó en mitad de la noche, confuso y sintiendo de algún modo que el tiempo se le escapaba. Tenía que darse prisa, debía correr, no sabía adonde. Se levantó jadeando de la cama y buscó su ropa. Llegaría tarde al colegio…, llegaría tarde a una cita con su abuelo. Se puso los jeans y la camisa de día, pasándola por encima de su cabeza. Se anudó los zapatos de carreras en la oscuridad. Sabía que no podía hacer ruido; su padre estaba en la habitación de abajo con Berkeley Woodhouse, y se pondría furioso si Tabby le molestaba.

Berkeley Woodhouse era la mujer a quien había visto Tabby con su padre, antes de tener aquella serie de visiones en la biblioteca. Clark la había invitado a «Cuatro Corazones» para cenar, y ella había dado un beso a Tabby que le había dejado una marca de lápiz de labios en la mejilla. Clark y Berkeley estaban ya borrachos cuando llegaron a la casa y se emborracharon aún más durante la cena. Ella habló de su marido divorciado, y él habló de Sherri. Berkeley no había parado de estirar el brazo sobre la mesa para asir la mano de Tabby. Inmediatamente después de cenar, Clark había encendido la televisión y llevado a Berkeley arriba. La orden estaba clara.

Pero ahora, Tabby tenía que salir de casa, tenía que emprender su camino. Su abuelo lo estaba esperando, y Dicky Norman lo estaba esperando, y también Gary Starbuck.

Salió de su dormitorio, consciente de que algo andaba mal en su pensamiento; pero tenía demasiada prisa y estaba aún demasiado adormilado para saber lo que era. Bajó rápidamente la escalera. La casa estaba completamente a oscuras. Abrió la puerta principal y salió a la luz de la luna más brillante que había visto en su vida.

Su abuelo lo estaba esperando. No; lo estaba esperando otra persona.

Miró hacia arriba y hacia atrás, al sitio donde debía estar la luna, y vio la cara de Gary Starbuck bajando en su dirección. «¡CORRE! —le ordenó Starbuck, adelantando su enorme cara blanca a través de millones de kilómetros de aire vacío—, ¡CORRE!»

La cara de Starbuck estaba muerta, muerta como las montañas de la Luna, y tenía el color del queso blanco.

Tabby corrió, huyendo de la Luna que tenía la cara de Starbuck.

Salió de Hermitage Road y dobló la esquina de la larga cuesta descendente de Beach Trail. Su impulso le lanzó hacia delante y, durante unos segundos, que le paralizaron el corazón, pareció que volaba sobre el suelo como en un salto de esquí. Después, sus pies tocaron de nuevo la calzada y se afirmaron en ella, y corrió Beach Trail abajo. Éste parecía bajar en línea recta y no estar revestido de asfalto, sino de barro resbaladizo. Cuando uno de sus pies tocaba el suelo, resbalaba locamente y tenía que esforzarse en mantener el equilibrio hasta poner el otro pie delante de él, y entonces empezaba de nuevo toda la maniobra.

Al correr velozmente hacia la casa de Graham Williams, la vio envuelta en un rojo resplandor. Siguió avanzando y bajando; la pendiente parecía mucho más fuerte de lo que él sabía que era. Había un enorme círculo quemado en el césped donde había arrojado la radio de Starbuck siete días antes, y una raya de hierbas chamuscadas y todavía encendidas conducían directamente desde aquel negro círculo hasta la puerta principal. Tabby se acercaba más y más a la casa del viejo, incapaz de detenerse o de salir de Beach Trail, y veía que el resplandor que envolvía la casa lanzaba rojos destellos.

Detrás de él, la luna-Starbuck soplaba en su dirección y casi le derribaba con su aliento.

Ahora podía ver el interior de la casa resplandeciente, podía ver todas sus habitaciones. Los libros revoloteaban perezosamente como alcotanes en el cuarto de estar, y un diablo de historieta infantil estrangulaba a Graham Williams en el dormitorio de arriba. Al acelerar Tabby su carrera, realmente incapaz de detenerse, el diablo, que era rojo y tenía cuernos y gruesa cola de saurio, apretó aún más el cuello de Graham y se volvió de lado para mirar a Tabby. Sonreía. Su cara era enorme, y una lengua larga como un bate de béisbol pendía de su boca y bailaba y se enroscaba. Su grueso pene estaba dividido en dos púas erectas y vibrátiles. El diablo retorció la cabeza de Graham y levantó el cuerpo para mostrar a Tabby que estaba inerte.

Tabby gritó, pero su grito se extinguió detrás de él, y se encontró subiendo hacia Mount Avenue, con grandes esfuerzos para sostenerse en pie. El aliento muerto de la Luna le golpeaba la espalda y le hacía volar sobre Mount Avenue.

Cuando pasó por delante de la histórica lápida delante de los muros de la Academia de Greenbank, aquélla se alzó del suelo como una losa sepulcral con goznes, y el murciélago de fuego se alzó volando del suelo. El murciélago de fuego se cernió sobre el veloz Tabby Smithfield, lo miró con ojos vacíos y remontó su vuelo. Tabby lo vio alejarse rápidamente, blanqueado su fuego por la helada luz de plata de la Luna. El murciélago agitó las alas sobre la casa Van Horne, y voló sobre el agua. Tabby vio que se dirigía hacia Mill Pond.

Desde luego, no podía ver Mill Pond, que se hallaba a kilómetro y medio de distancia; además, había árboles y casas que se interponían en su campo visual. Pero, al saltar o ser impulsado sobre la valla del breve camino hacia Gravesend Beach, observó dos zonas que brillaban como si estuviesen ardiendo. Estas zonas estaban más o menos equidistantes de él, y ninguna de ellas era normalmente visible. Lejos, a su derecha, el murciélago de fuego se posaba sobre la lengua de tierra llamada Shrink’s Row, Kendall Point tenía también un fulgor rojo. Tabby miró a la derecha, y vio que las alas del murciélago rozaban las cimas de las lindas casitas de madera y que surgían llamas de debajo de los aleros; miró a la izquierda, y vio que toda Kendall Point resplandecía como un hierro al rojo.

Entonces bajó hacia la playa a la luz normal de la Luna. El cielo estaba un poco enrojecido sobre las copas de los árboles de la derecha, pero no podía ver las llamas.

Tenía la impresión de que, durante los últimos diez minutos, se había movido en una loca pesadilla. Miró con inquietud la Luna, que ya no se parecía en nada a Gary Starbuck. Se detuvo en el estrecho camino de la playa. El aire se había inmovilizado también a su alrededor. El suelo era sólido. Aquel matiz rojo sobre las copas de los árboles que le separaban de Shrink’s Row podía proceder, pensó, de un coche de la Policía.

No creía que aquellas casas estuviesen ardiendo, como no creía que un enorme murciélago de fuego hubiese salido del suelo, debajo de aquella lápida.

Tabby miró una vez más aquella rojez, desafiándola a manifestarse en verdaderas llamas, y después siguió el camino hacia la playa. «Espera un momento —pensó—. ¿Por qué voy por este camino? ¿Por qué no vuelvo a casa?»

—¿Crees realmente que podrás dormir? —se preguntó en voz alta—. No podrás hacerlo en una semana. Además, tengo que…

Tienes, ¿qué?

… que ir al agua.

¿Para qué?

Para verla.

Tenía que ir al Sound y mirar el agua. Sencillo, ¿no? Y todo lo demás que había ocurrido —Gary Starbuck, el diablo, Graham Williams y el murciélago de fuego— habían sido pequeños incidentes e incitaciones para traerlo hasta aquí, donde sólo tenía que andar una veintena de metros para llegar a la arena y poder echar un buen vistazo al mar.

Desde donde estaba podía ver una larga y negra franja de agua. No quería acercarse más a ella.

Por favor.

El invento lo empujaba hacia delante, soplando detrás de él.

Por favor.

Como quieras.

Una parte de él quería ver lo que iba a pasar allí; otra parte de él quería descubrir cual sería el último acto de la función de esta noche.

Avanzó, y el viento jugó con sus cabellos y agitó su camisa. Se le encogió el estómago y, por un momento, temió que iba a vomitar. Dio otro paso adelante y después caminó resueltamente hasta el muro de contención del fondo de la zona de aparcamiento, saltó y cayó con ambos pies sobre la arena. Ahora estaba en territorio del Dragón.

Miró hacia arriba. La Luna se había retirado y el mundo estaba tranquilo. Lejos, a su derecha, el cielo conservaba su rojo matiz sobre los árboles. A su izquierda, estaba la curva de la playa y, después, la serie de pequeñas playas particulares, marcadas todas ellas con una hilera de losas verticales como lápidas de tumbas, La última de estas playas, que se adentraba en el agua al pie de una colina boscosa, había pertenecido antaño a su abuelo. Olitas oscuras salpicaban de espuma el borde de la arena.

El único ruido audible era el susurro de las ondas. La brisa le empujaba suavemente desde atrás; el murmullo de las olas le decía que avanzase. Tabby caminó sobre la arena hacia la franja de chinas revestidas de algas que marcaban el límite de la marea alta.

—Muéstramelo —dijo.

La espuma de las olas se volvió roja al correr hacia sus pies. Cuando miró el agua hirviente, vio que también ésta era ahora roja, de un rojo espeso y fuerte que se volvía negro en los senos entre las olas que se alzaban. El aire olía a sangre, y entonces aparecieron las primeras moscas.

Habían despertado al olor de tanta sangre, y Tabby tuvo la impresión de que, en pocos segundos, todas las moscas de Hampstead habían acudido a Gravesend Beach para alimentarse. El silencio se había convertido en un zumbido único e intenso. Tabby agitó frenéticamente las manos ante la cara, tratando de evitar que las moscas se introdujesen en sus ojos y en su boca. Ahora, las chinas y toda la franja de la playa eran como una negra y brillante alfombra de moscas. Sintió que subían sobre sus pies y se introducían en las vueltas de su pantalón. El zumbido se hizo más y más fuerte, más rítmico, al agolparse otros cientos y miles de moscas sobre la arena empapada en sangre.

—¡Muéstramelo! —gritó Tabby.

Escupió con asco las moscas que se habían metido en su boca y observó cómo una gigantesca ola roja se hinchaba a la luz de la Luna. La ola siguió creciendo al avanzar hacia la playa, hasta alcanzar —pensó Tabby— tres metros de altura. Se echó atrás y sintió crujir las moscas bajo sus pies. Otras zumbaron furiosamente alrededor del su cabeza. Media docena o más se introdujeron por debajo del cuello de su camisa. La imponente ola se arqueó sobre Tabby, y éste vio a su padre y a Berkeley Woodhouse dando tumbos dentro de ella. Estaban desnudos y muertos, haciendo volteretas dentro de la ola, hasta que ésta rompió sobre la playa y ellos rodaron en la arena. Inmediatamente, bajaron miles de moscas, y cuando la expulsó la ola siguiente, su monótono zumbido se hizo aún más fuerte y más hipnótico.

—¡Muéstramelo! —chilló Tabby, y vio a lo lejos, en el Sound, otra ola que venía rápidamente hacia él, creciendo a cada palmo que avanzaba.

La ola había alcanzado unos diez metros de altura y seguía creciendo al llegar sobre la playa. Tabby retrocedió sobre el hervidero de moscas, mirando la ola arqueada.

Primero vio a Graham Williams, con los flacos brazos y piernas extendidos al ser levantado por el agua; después apareció el cuerpo de Richard Allbee, no sólo desnudo, sino tajado y mutilado; y después, el cuerpo muerto y desnudo de Patsy giró a impulso de la ola, que la lanzó más allá del cadáver de Richard.

La ola de sangre se alzó sobre Tabby, pareciendo caminar sobre la arena, y las moscas la atacaron.

Cuando rompió, lanzando los cuerpos de sus amigos sobre la arena, derribó también a Tabby. Éste quedó inmediata y totalmente empapado del espeso y pesado fluido. Después fue arrastrado sobre la playa por el reflujo de la sangre. Durante un momento horrible, miró los ojos muertos de Richard Allbee, cuyo cadáver fue barrido junto a él. Tabby clavó los dedos en la mojada arena y agitó las piernas, tratando de levantarse. Sintió que la humedad cubría de nuevo sus manos, y entonces vio que manaba sangre de los sitios donde sus dedos se habían clavado en la arena. El cuerpo de Richard Allbee se deslizó hacia el Sound. No pudo ver los otros cadáveres. Apartó las manos de la sangrienta arena y se puso en pie. Las moscas mojadas se debatían en los charcos de sangre que salpicaban la playa; otras, a miles, se echaron sobre Tabby.

Se posaban en sus párpados, en sus cabellos, y se introducían en sus oídos. Otras cubrían sus manos.

Tabby restregó las manos sobre su camisa mojada, poniendo en fuga a cientos de moscas y matando a otras tantas. Después se frotó los ojos.

—¡MUÉSTRAMELO! —gritó—. ESO NO ES MÁS QUE AGUA, ¡Y AQUÍ NO HAY NINGUNA MOSCA! ¡MUESTRA LO QUE ERES REALMENTE CAPAZ DE HACER!

Por un instante, un instante tan breve que casi transcurrió antes de que él se diese cuenta de lo que significaba, Tabby se encontró de pie y con la ropa seca en la Gravesend Beach de siempre; allí no había moscas.

Entonces el mundo cambió de nuevo, y volvió a encontrarse empapado en sangre; el aire apestaba, y ejércitos de moscas subían y bajaban alrededor de su cabeza.

Gruñó y retrocedió tambaleándose. Después comprendió lo que había ocurrido y se echó a reír. Había parado la acción por un segundo; había sorprendido al Dragón y hecho que se detuviese el tiovivo, aunque sólo momentáneamente. Se echó a reír; las moscas penetraron en su boca, pero siguió riendo. Después, gritó de nuevo:

—¡HE TRIUNFADO! ¡HE TRIUNFADO!

Las moscas se alejaron de él en una masa zumbadora y volaron sobre la franja de chinas, buscando un nuevo objetivo. Tabby siguió en pie, sobre sus mojados zapatos, respirando hondo. Dondequiera que mirase sobre la roja arena, las moscas se apretujaban en codiciosos montones.

—No están muertos —dijo en voz baja—. Mis amigos no están muertos.

Todavía no, susurró la roja espuma.

Las moscas que le habían abandonado cayeron sobre otro cuerpo arrojado sobre la roja franja de chinas y algas. Su zumbido aumentó y alcanzó el ritmo frenético y hambriento que había oído antes. Al principio, Tabby pensó que se arrojaban sobre el cuerpo de Patsy, y patrulló sobre la arena para alejarlas.

Pero, al acercarse, le pareció que aquel cuerpo era demasiado grande para ser el de Patsy, y después advirtió que lo habían cortado y descuartizado como el de Richard… Pero era un cuerpo de mujer. Tabby se quedó como petrificado a pocos palmos del cadáver. Había visto que el vientre estaba horriblemente rajado y que un burujo de carne que podía ser un feto estaba junto al cuerpo de la mujer. Las moscas revoloteaban y corrían también sobre el feto. Tabby vio los dedos increíblemente pequeños cerrados en un puño. Entonces supo quién era la muerta. Era la esposa de Richard, Laura Allbee. Se echó a temblar… Después de todo lo que había pasado, lo que más le impresionaba eran aquellos dedos cerrados de la nonata criatura.

El agua roja empezó a susurrar con más fuerza, y una ola viscosa lamió el feto de Laura. Tabby empezó a andar hacia atrás, incapaz de apartar la mirada de aquellos cuerpos enlazados. Oyó que el agua empezaba a encresparse y a rugir, como hacía durante una tormenta.

Las nubes se agolparon, velando la luna. A la derecha, la rojez del cielo nocturno era inconfundible: había casas que ardían. Tabby olió ahora el humo, y percibió otro olor más fuerte entre el hedor penetrante de la sangre. Las olas rompían sobre la costa, empujadas por el viento. Una espuma roja hervía a cada oleada sucesiva y saltaba en el aire como harapos ensangrentados.

Otro cuerpo había sido arrojado sobre las piedras. Laura Allbee y el pequeño feto habían desaparecido, absorbidos por el sangriento Sound, y otro cuerpo más voluminoso yacía medio sumergido en las violentas olas. Las moscas formaban entre él y Tabby un velo granuloso y zumbador. El abultado cuerpo avanzó al impulso de una ola grande que llegaba y después alargó un brazo y se apoyó sobre el codo fuera del agua.

Un rayo cayó del cielo y se introdujo visiblemente en la arena a la izquierda de Tabby.

El cuerpo, en la orilla del mar, se estaba poniendo de rodillas. Uno de sus hombros parecía un coche destrozado… Un hueso manchado de rojo sobresalía de la carne rasgada.

Tabby retrocedió hacia el muro de contención y la zona de aparcamiento del final del paseo. El cuerpo trataba de ponerse en pie, pero le costaba levantarse. Tabby vio la cara de Dicky Norman en aquel cuerpo. Otro rayo cegador restalló sobre el Sound. Por fin, Dicky se puso en pie. Las largas cicatrices de la autopsia dividían su frente y su pecho. Tenía la boca abierta, y la sangre del Sound fluía sobre su mentón. Dicky empezó a moverse en dirección a Tabby.

Ahora, el viento, que había empujado a Tabby hasta aquí, lo empujó de nuevo hacia la playa. Surgieron chispas en la dirección del incendio y flotaron en las vertiginosas corrientes de aire.

—No, Dicky —dijo Tabby.

Dicky Norman rechinó los dientes al oír la voz de Tabby.

—No eres real —dijo Tabby, golpeando el muro de hormigón con la cara posterior de los muslos.

El viento se llevó sus palabras y las rompió en sílabas sin sentido. Dicky estaba ahora en mitad de la playa, apoyándose en su único brazo, doblándose cara al viento. Saltaba arena manchada de sangre. Una maleta blanca de McDonald saltó de la zona de aparcamiento, dio varios botes sobre la arena, que la manchó de rojo, y se sumergió en las turbulentas aguas.

—Vuelve atrás, Dicky —dijo Tabby, sin ruido.

Dicky movió las mandíbulas; más líquido rojo brotó de las comisuras de sus labios. Tabby pensó que el cuerpo destrozado de Dicky Norman había murmurado: «Estoy cansado.»

Sin más razón que una busca instintiva de seguridad, Tabby dejó que su mente dijese: «¡Patsy! ¡Patsy!»

Dicky Norman dio otro paso bajo el fuerte viento. Tabby sintió que su mente buscaba a Patsy y que no la encontraba, y esto le dio pánico. Por un instante, tuvo la impresión de que su mente caía en un gran vacío, en una especie de agujero negro psíquico, y Dicky inclinó la cabeza sobre el hombro destrozado y le sonrió como si acabase de contarle un chiste.

«¡Patsy!»

Sintió una respuesta confusa, tan débil como la señal de una emisora bíblica de Tennessee en la radio de un coche.

«¡PATSY! ¡AYUDAME!»

Patsy dormía. Dicky dio otro paso en su dirección, sin dejar de mirarlo fijamente. La cálida respuesta que había recibido se redujo a una punta de alfiler. ¡PATSY! ¡AYUDAME!

(«Oh, querido Tabby, ¿qué…? ¡Tabby…!»)

No era mucho, sólo un momento de oscuro contacto, pero Dicky Norman cayó de rodillas a dos metros de Tabby. Éste buscó de nuevo mentalmente a Patsy, pero sólo encontró una débil chispa de calor. Dicky luchaba por darse la vuelta, tendido de bruces sobre la ensangrentada arena. El viento había amainado y volvieron las moscas, primero al hombro de Dicky, después a los charcos de la playa, después a Tabby. Éste las oxeó de su cara. Ahora el hombro de Dicky estaba negro de moscas. Dicky hundía los pies en la arena y empujaba, meneando las caderas a uno y otro lado. Nuevas bolsas de sangre se abrían donde Dicky rascaba con los pies, debajo de la superficie de la playa. Como un tractor averiado, Dick reptaba hacia el.

Tabby sabía que no había triunfado, pero al menos había acabado en tablas. Y lo había conseguido gracias a la ayuda casi inconsciente de Patsy. Ahora percibía Tabby claramente el olor de los incendios a lo largo de la orilla de Mill Pond.

Dicky Norman llegó a la franja de chinas y algas y se arrastró en el agua poco profunda. Mientras Tabby observaba, el Sound perdió varios grados de rojez, pasando a un color rosado mate, después al violeta y, por fin, a su antiguo azul de tinta.

Estaba loco. No había moscas, ni manchas de sangre en su ropa ni en la arena. En la rompiente, las mansas olas depositaban una espuma blanca. Tabby subió corriendo los peldaños conducentes a la casa de baños y el teléfono público.

14

Bien entrada la noche de aquel sábado, ocurrieron tres sucesos de diferente importancia, relacionados con los temores de Richard Allbee y de Tabby Smithfield y que anunciaban el rumbo que tomarían las cosas ahora que se había franqueado el umbral. Aquella noche de sábado, Hampstead había entrado irrevocablemente en la segunda fase de su destrucción.

El primero de aquellos sucesos fue que Richard Allbee telefoneó a Laura a las once y media, aproximadamente en el momento que Tabby Smithfield se despertaba presa de inexplicable angustia. Estaba fuera de sí después de una larga velada escuchando cómo destruía Morris Stryker sus planes para la casa de College Street, y lo bastante borracho para pronunciar confusamente las palabras. Stryker se había empeñado en poner una botella de coñac de cincuenta años encima de la mesa y en que Toby Chambers sirviese la bebida a todos ellos. El propio Chambers podía excusarse de beber, pero Stryker había dejado bien claro que Hagen y Richard tenían que beber tanto coñac como él.

Laura contestó al teléfono a la octava llamada, y él se sintió de pronto mucho mejor.

—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Sé que es muy tarde para llamar, pero estaba preocupado.

—Preocupado, ¿por qué? —dijo Laura.

—Por…, ya sabes tú por qué. El cliente acaba de decirme que ha habido otro asesinato en Hampstead. Pensaba que era muy gracioso.

—¿Estás borracho? —preguntó Laura.

—Claro que estoy borracho. He estado todo el tiempo con Morris Stryker, y la pena de no emborracharse es ser quemado a fuego lento. No podía arriesgarme.

—¡Oh, querido! —dijo Laura—. No lo estás pasando muy bien, ¿verdad?

—Lo estoy pasando terriblemente. Ser quemado a fuego lento puede ser una bendición, comparado con esto. Pero dime lo que ha pasado. ¿Quién es el muerto?

—Ningún conocido nuestro. Un jardinero que trabajaba por aquí. Creo que le había visto un par de veces.

—Claro que lo habías visto. Siempre estaba trabajando. ¿Es éste el muerto? ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde?

—No estoy segura. El cadáver no fue encontrado hasta ayer. Creo que el hombre llevaba un par de días muerto. Estoy muy cansada, Richard. Me has despertado, y ahora no quiero hablar de esto. Quiero que vuelvas a casa. Quiero que impresiones a Mr. Stryker, hagas tu trabajo y vuelvas a Bultito y a mí. Sobre todo a mí.

—Ojalá pudiese —dijo él—. Tendré que rehacer una buena parte de mi trabajo, por lo que, probablemente, tendré que estar aquí otro par de días. Por favor, ten cuidado.

—Lo tendré —dijo ella—. Y la próxima vez llama a una hora normal. Me vuelvo a la cama.

—Te llamaré mañana —dijo Richard—, en cuanto pueda librarme de Iván el Terrible.

—Te quiero.

—Yo también. ¿Por qué no estás aquí conmigo?

—Fuiste tú quien se marchó —dijo ella.

Poco tiempo después de esto, Patsy McCloud se agitó en sueños. Sus parientes políticos se habían marchado por la tarde para volver a Phoenix, y Patsy no había podido mantener los ojos abiertos después de las diez.

Un segundo más tarde, algo penetró en su sueño con la fuerza de un golpe, y ella sacudió la cabeza, todavía dormida. Vio a Tabby Smithfield delante de ella, un Tabby que la necesitaba con urgencia para algo indefinido; era como si Tabby fuese hijo suyo, y su condición de madre le hubiese dicho que él la necesitaba. Le vio, no herido, pero sí en un posible y terrible peligro, como si él fuese a beber un vaso de ginebra y ponerse al volante de un coche veloz…, y envió al confuso Tabby un mensaje en el que le comunicaba toda su preocupación fragmentada. Pestañeó durante un segundo. Percibió un olor a humo a través de la ventana abierta. Después, el cuerpo de Patsy se relajó, y el olor se fundió en una imagen onírica de ella misma como una bruja que cocía algo en un caldero negro y enorme en la orilla de un bosque, hasta que esta imagen se fundió en un incesante flujo.

Cuando Tabby Smithfield telefoneó a los bomberos de Hampstead desde la cabina de pago de Gravesend Beach, éstos habían recibido ya dos llamadas sobre el incendio de Mill Lane (nombre oficial de «Shrink’s Row»). Dos camiones habían salido del cuartelillo de Riverfront Avenue, seguidos de otros dos de la estación central de detrás de Main Street. Cuando los primeros bomberos informaron de la importancia del siniestro, Hampstead pidió dos camiones más a Old Sarum para que colaborasen con los otros cuatro.

Para llegar a Mill Lane había que cruzar un estrecho puente sobre el Millpond, y, por supuesto, los camiones no podían atravesar tal puente. Los primeros dos camiones llegaron a la explanada del aparcamiento de Millpond, al mismo tiempo que el ayudante, Harry Yochen, detuvo allí su coche. Mientras Harry cruzó el puente para ver cuántas casas estaban ardiendo, llegaron al aparcamiento los dos camiones de Main Street. Un minuto más tarde, el jefe de bomberos, Tony Archer, apareció tras los camiones. Archer se bajó de su coche y ordenó a sus hombres que prepararan las mangueras. Hasta él llegaba el intenso calor procedente del incendio, y estuvo persuadido de que, fatalmente, la mayor parte de aquellas casitas se perderían. Un momento después, Harry Yochen atravesó el puente, corriendo, y lo confirmó: todas las casas estaban ardiendo.

—¿Todas? —preguntó Archer—. ¿Cómo diablos es posible que todas se quemen tan pronto?

—Y hay algo más —dijo Yochen, secándose el sudor del rostro. El jefe Archer sabía lo que Yochen iba a decirle, y también por qué dudaba. Su ayudante estaba seguro de que un incendiario había provocado aquel fuego. Yochen pestañeó—. Hay una uniformidad en el incendio.

—¿En las ocho casas?

—Todas las casas empezaron a arder al mismo tiempo —afirmó Yochen.

—¿Ha podido usted hablar con alguien? —preguntó Archer.

—Están dentro. Todos ellos —respondió Yochen sacudiendo la cabeza.

—¡Santo cielo! —exclamó Archer, y a continuación se puso a dar órdenes mientras él y su ayudante cruzaban corriendo el puente con el segundo grupo de bomberos.

Tan pronto se halló en el caminito que había al final del extremo opuesto del puente, el jefe Archer comprobó lo que había hecho concebir sospechas a Yochen. Las llamas, que habían empezado en los tejados de los edificios de madera, habían alcanzado un punto paralelo en las ocho casas, precisamente encima de los marcos de las puertas. Alguien había incendiado estas casas. Y esta persona había matado a sus moradores. En estas viviendas, los dormitorios estaban en el segundo piso, inmediatamente debajo de los tejados. El humo los habría aturdido y el fuego habría hecho presa en los que yacían inconscientes en las camas. Mientras el humo brotaba a raudales de los edificios moribundos, los bomberos trabajaban con sus mangueras en las dos casas más próximas.

Archer y Yochen y todos los bomberos fruncían los párpados para resguardar los ojos del terrible y asfixiante calor. El césped empezó a arder, y un arce al otro lado del camino y delante de la casa amarilla del doctor Harvey Blou se inflamó súbitamente. Archer condujo a los hombres de Old Sarum al final del camino, para impedir que el fuego se extendiese al boscoso parque que separaba Mill Pond de Gravesend Beach. Percibía el hedor de las construcciones en llamas y de las plantas socarradas, y los fuertes chasquidos y elementales ruidos destructores del fuego —que absorbía ávidamente el aire como un animal presto a saltar— llenaban sus oídos.

«Todos están muertos —se dijo, pensando en la gente que había estado durmiendo en los pisos altos—. ¿Quién puede haber hecho una cosa así?» Parecía que Hampstead, residencia del jefe Archer durante los últimos veinte años, se había sumido en el salvajismo y la insensatez este verano, se había vuelto lóbrega y loca. Chiquillos ahogándose deliberadamente… Él conocía al pequeño Sherbourne, y lo que le había pasado no tenía sentido, como tampoco lo tenía que alguien hubiese vertido parafina líquida en los tejados de siete casas y les hubiese prendido fuego… Los incendios le parecían, más que nunca, cosas vivas.

Y este fuego estaba particularmente bien alimentado, pensó el jefe, ya que la mayoría de aquellos médicos traían a sus esposas o amigas cuando venían a Hampstead.

Contempló el humo que brotaba de los tejados de las casas incendiadas. Una hilera de llamas se extendía por debajo de los aleros, soltando pequeños globos de fuego que caían sobre la hierba como gotas de agua. Las gotas de llamas golpeaban el suelo y estallaban. Por un momento, el jefe pensó que aquellas llamas móviles parecían casi vivas, tan rápidamente se movían sobre la hierba seca. La masa de humo negro también parecía viva, girando y retorciéndose hacia arriba.

Entonces, el jefe Archer creyó ver algo que se movía en el humo. Dentro de aquella negrura, sombras aún más negras pasaban y fluctuaban. Antes de ir a reunirse con los primeros bomberos, Archer observó la retorcida y ascendente columna de humo que, procedente de las siete casas, se trenzaba y juntaba en el aire a seis metros de altura y seguía subiendo en la noche. «Pájaro —pensó—; algunos pobres pájaros han sido atrapados por el humo…» Entonces vio la forma de un ala y pensó que eran murciélagos.

—¿Qué pasa, jefe? —le preguntó Yochen.

Archer vio sus cuellos y sus bocas furiosamente abiertas: vio que revoloteaban entre el humo como nunca lo harían los murciélagos. Miles de pequeños dragones flotaban en la humareda, girando, elevándose y desapareciendo.

La primera brigada de bomberos se inflamó a seis metros de donde estaba él. Reventaron las mangueras que llevaban y varias toneladas de agua se convirtieron instantáneamente en vapor. Los de la brigada más próxima a ellos soltaron sus mangueras y echaron a correr hacia el otro lado del camino, apartándose de aquel vapor que quemaba. Sus propias mangueras debieron de calentarse en sus manos, porque las soltaron un momento antes de que reventasen. Ahora había hombres que gritaban; ocho de ellos estaban envueltos en llamas, y algunos se revolcaban sobre las hierbas caldeadas, encendiéndolas, mientras otros corrían como locos en dirección a las hogueras más grandes. Gotas líquidas de fuego caían de todas las casas y formaban charcos entre ellos.

—¡Rociad a esos hombres con las mangueras! —gritó Archer a Yochen.

Y entonces vio que miles de pequeños dragones salían del humo y revoloteaban sobre la cabeza de Yochen. Al volverse éste para obedecer, extendió súbitamente los brazos. De momento, el jefe Archer vio que salía humo de las mangas de Yochen. Después, todo el uniforme del subjefe Yochen se inflamó, y un segundo más tarde, se encresparon y erizaron sus cabellos grises. Sus pantalones echaron humo y ardieron. Archer se quitó a toda prisa la chaqueta para envolver con ella a Yochen y sofocar las llamas, pero la chaqueta pendía aún de una de las muñecas cuando Harry Yochen lanzó un grito apagado y entrecortado, y cayó al suelo completamente envuelto en llamas. Su piel se ennegreció y se arrugó, mientras Archer seguía luchando inútilmente con su chaqueta.

Tony Archer estaba en pie en medio de aquel infierno, con la chaqueta de golf colgando de una muñeca, escuchando el rugido del fuego y preguntándose cómo era posible que todo se hubiese puesto tan mal con tanta rapidez, cuando un chorro de fuego blanco brotó de entre las mangueras, le achicharró la cara, le quemó los pulmones y le arrancó la vida incluso antes de que su ropa empezase a arder.

El incendio de Mill Lane se extinguió antes de extenderse al parque, pero, al amanecer, las casas de «Shrink’s Row» no eran más que siete cimientos humeantes. Sus moradores fueron identificados por el sitio donde se hallaban sus huesos, lo mismo que los bomberos y todos los que perecieron en el horno en que se había convertido Mill Lane durante unos minutos de aquella noche.

Uno de los camiones del servicio contra incendios, el que se hallaba más cerca del puente, había estallado a causa del calor, pero, según la Gazette del miércoles, lo que dio realmente la medida de la temperatura de aquella noche en Mill Lane fue el hecho de que en Kendall Point, frente al extremo del Lane y separado de éste por Gravesend Beach y casi un kilómetro de agua, el suelo estaba todavía caliente y la corteza de muchos árboles echaba todavía humo el día siguiente.

15

Richard Allbee se había prometido que llamaría a Laura aquel domingo. Esperaría hasta después del desayuno, para asegurarse de que ella estaría en casa, pero a las ocho se sentó a la mesa de su habitación en el hotel, delante de su hoja de papel de dibujo, y se olvidó de la comida. Al mediodía, pidió un bocadillo y una cerveza, y siguió trabajando; había encontrado la manera de transigir con Stryker y dar un aire-contemporáneo a las formas georgianas y a las dimensiones de las habitaciones. Stryker podría tener sus paredes blancas e incluso su iluminación indirecta, si se empeñaba, y Richard metería de contrabando los detalles de la época. Cuando vio que estos detalles darían más valor al conjunto, el proyecto cobró vida de nuevo para él.

A las seis, se dio cuenta de que tenía un hambre atroz y bajó al restaurante del hotel, donde tomó unas escalopas, espárragos, media botella de Puligny-Montrachet frío y dos tazas de café. Durante la comida siguió tomando notas y, cuando hubo terminado su café, dio una buena propina al camarero y regresó a su habitación.

Cuando volvió a pensar en llamar a su casa eran ya las once y media. Demasiado tarde, pues no podía despertar a Laura dos noches seguidas. Momentáneamente satisfecho del trabajo realizado, se desnudó y se metió en la cama.

El lunes telefoneó a su casa a las diez de la mañana, y no le respondieron. Probablemente, Laura estaba en «Greenglatt’s», pensó. Se prometió llamarla antes de cenar, aunque tuviese que hacerlo a cobro revertido desde uno de los restaurantes de Stryker. Richard pasó toda la tarde del lunes en la casa de College Street, revisando sus planos y asegurándose de las medidas, y volvió al hotel antes de su cena ritual con Stryker. Llamó a Laura desde su habitación a las cinco y media, pero tampoco obtuvo respuesta. Preguntó en la conserjería, pero no había ningún mensaje para él.

Stryker le telefoneó a las seis y le dio la dirección de un restaurante llamado «Pickman’s». Resultó que este restaurante estaba a veinte minutos de distancia, en el lado norte de la ciudad, casi en el campo. Era una casa victoriana reformada, desde luego el más lujoso restaurante de todos los elegidos por Stryker. Un mozo se encargó del coche de Richard; éste entró y vio varios salones tan lujosos como el exterior. Sillones de cuero rojo, llores espléndidas, vasos centelleantes y plata resplandeciente. Richard se puso los planos debajo del brazo y se sintió mejor de lo que se había sentido nunca desde el primer encuentro con su cliente.

Stryker, Mike Hagen y Toby Chamliers se presentaron quince minutos más tarde. Stryker saludó apenas a Richard con un movimiento de cabeza, llamó al maitre y empezó a quejarse de la mesa. Estaba demasiado en el centro, había demasiado movimiento a su alrededor, ¿acaso nadie recordaba sus preferencias en lo tocante a la mesa? En medio de su diatriba, encendió un enorme cigarro y proyectó el humo sobre la mesa rechazada. El maitre hizo varias sugerencias; Stryker eligió una mesa en el último salón, en el rincón más apartado.

—Pero no nos sirváis como a los cerdos, por el hecho de estar en un rincón —dijo.

Entre mucho bullicio, fueron conducidos a la mesa del fondo. Stryker se sentó de espaldas a la pared, mirando hacia fuera.

—¡Oh, este sitio es una porquería! Me da jaqueca venir aquí —se lamentó, dirigiéndose a Richard.

—Entonces, ¿por qué viene?

—Para cambiar, para cambiar. Además, a Toby le gusta esta pocilga. —Stryker chupó su cigarro, se inclinó y dijo a Toby—: ¿Por qué no le dices a esa pequeña comadreja que venga, para que pueda hablar con él? El tocador de banjo, ¿eh? Llámalo y dile que venga.

Toby se alejó en busca del teléfono. Mike Hagen sonrió mirando al techo.

—¿No sale nunca con su esposa, Morris? —preguntó Richard, y Mike Hagen lo miró.

—¿Qué diablos le importa a usted? —preguntó Stryker, con voz fuerte—. Para mí, la cena es parte del trabajo. Trabajo y distracción, ¿lo entiende?

El camarero les trajo las bebidas. Stryker se inclinó hacia delante, como un búfalo.

—Bueno, ¿qué ha estado haciendo? —preguntó a Richard—. ¿Estuvo hoy en la casa? ¿Sí? Magnífico. ¿Qué hace usted los domingos? Iba a llamarlo para llevarlo al campo de golf, pero surgieron dificultades. Ese tocador de banjo…, eso fue lo que surgió. Tenemos que hacer que siente la cabeza.

—Trabajé todo el domingo —dijo Richard, mostrando el fajo de papeles que tenía al lado—. Creo que he encontrado realmente algo que puede sernos útil. Quiero mostrarle cómo podemos arreglar las habitaciones de la planta baja.

—Ahórrese el trabajo —dijo Stryker—. Ahora no estoy por estas cosas. No estoy por esto.

—Bueno, me habría gustado saber su opinión —dijo Richard—. He empleado mucho tiempo en ello, y tengo que volver pronto a Connecticut.

—Le he dicho que lo guarde, ¿no? —rugió Stryker—. ¿O es que está sordo? Me importa un bledo lo que haya trabajado, me importa un rábano que quiera volver a casa antes o después; esta noche no estoy por esa clase de gansadas. Permanezca ahí sentadito y zámpese las golosinas. Es cuanto tiene que hacer hoy.

En este momento, Richard estuvo a punto de marcharse, pero no lo hizo. Si hubiese tenido quince años menos, si Laura no hubiese estado embarazada, se habría largado inmediatamente; pero todavía estaba pensando en esto cuando el flaco Toby Chambers se dejó caer de nuevo en su silla.

—A las nueve y media —dijo Chambers.

Stryker gruñó. Puso los ojos en blanco y exhaló una nube de humo espeso y gris.

—Llámalo otra vez. Es demasiado pronto. No quiero ver su cara pringosa cuando se supone que me estoy divirtiendo. Dile que a las once. Todavía estaremos aquí.

Chambers descruzó las piernas y se alejó de nuevo.

«Necesito este trabajo —se dijo Richard—. Morris Strycker no es simplemente un bruto, sino que significa diez mil dólares más para criar a Bultito.»

Bebió la mitad de su vaso y aflojó los dedos de la mano izquierda.

—Tome otro —dijo Stryker—. Para esto ha venido esta noche, ¿no? Para regalarse el paladar.

Aquella noche, Richard no volvió a su hotel hasta las doce y diez minutos. Telefoneó a su casa y oyó la señal de ocupado. Marcó su número otras cinco veces entre la medianoche y la una, y siempre le respondió la señal de ocupado. Habló con la telefonista, la cual le dijo que probablemente habrían dejado descolgado el teléfono.

El lunes por la mañana, Richard intentó llamar de nuevo en cuanto se hubo duchado; con la toalla enrollada a la cintura y los cabellos chorreando, se sentó en la cama y marcó el número. Esperó un largo rato, convencido al principio de que oiría la señal de ocupado y, después, de que el teléfono llamaría. No ocurrió ninguna de ambas cosas. Y a punto estaba de colgar y llamar de nuevo cuando oyó el chasquido en la línea y la señal de marcar zumbó en su oído. Probó otra vez, con el mismo resultado. Una larga espera, dos chasquidos y la señal de marcar. La telefonista tampoco consiguió comunicar, llamó a la operadora de Connecticut e informó a Richard:

—Lo siento, Mr. Allbee, pero este número tiene una avería y está temporalmente fuera de servicio.

—¡Pero es mi número! —exclamó Richard.

—Está temporalmente fuera de servicio, pero ha sido comunicada la avería —dijo la telefonista—. Pruebe más tarde.

Richard colgó, se secó los cabellos con una toalla y se vistió. Pidió el desayuno, pero revocó la orden cinco minutos más tarde. No podía permanecer en su habitación; estaba demasiado nervioso. ¿Una avería en la línea? ¿Qué significaba esto?

A los pocos minutos estaba en la calle, vagando sin rumbo. Tenía que encontrarse con Stryker y Hagen en la casa de College Street a las once y media; faltaban aún tres horas. El aire era caliente y claro, y retumbaba en él el ruido de una obra de edificación. Cerca del hotel de Richard habían demolido un antiguo edificio y convenido toda una manzana en un solar; ahora se alzaba en él un andamiaje que parecía un patíbulo sobre un terreno yermo y lleno de hoyos. A través del humo y del polvo, Richard pudo ver unos hombres desnudos de la cintura para arriba y con grandes gafas protegiéndoles los ojos. Saltaban chispas entre el hirviente polvo y sonaban martillazos contra metal. Richard oyó vagamente las rítmicas y apasionadas maldiciones de un capataz.

Durante unos minutos, Richard contempló la obra como hipnotizado. Un hombre manejaba un gran martillo, levantándolo y dejándolo caer; otro trabajaba con un pesado taladro, que hacía temblar los músculos de sus brazos. De vez en cuando les envolvía una nube de polvo. Detrás de ellos, una grúa amarilla giraba perezosamente, realizando alguna función invisible.

Richard sintió que se le secaba la boca, sin saber por qué. Estaba temblando y no sabía el motivo. Brillaban pequeños fuegos en el hirviente humo y en el polvo. Era como mirar un pequeño infierno.

Levantó la cabeza para mirar la grúa y vio a Billy Bentley que corría sobre el brazo largo de la máquina, subiendo en un ángulo de cuarenta grados por el resbaladizo metal amarillo. Billy pasaba sobre un rótulo que decía «LORAINE» en letras negras. Llegó a la cima de la grúa, despreciando la gravedad, y saludó con la mano a Richard que seguía allí abajo.

Para su propio asombro, Richard vomitó. Su estómago se había contraído sin darle tiempo a pensar lo que iba a ocurrir, y ahora el hombre se quedó con un agudo pero menguante dolor de tripas y una mancha rosada sobre la sucia acera. Se apartó, miró hacia arriba y vio que Billy Bentley descendía agarrando con las manos el cable sujeto a la grúa.

Se volvió y echó a correr. Había detrás de él un infierno hediondo y bramador, y Billy Bentley salía de él y lo perseguía. Richard dobló la primera esquina y se alejó a toda prisa calle abajo.

La fabulosa Providence se extendía a su alrededor. Todavía podía oír, a su espalda, los martillazos y ruidos de la obra. Billy Bentley le saludó con la mano desde un portal del otro lado de la calle, y fingió que contaba dinero. Un olor a muerte y a podredumbre flotaba en el aire soleado.

Richard giró en redondo y cruzó la calle en dirección contraria. Sonaron claxons, y un hombre chilló. La luz del semáforo no había cambiado, y varios coches pasaron zumbando junto a él. Richard, mareado, temió caerse en medio de la calle y ser aplastado por las ruedas de un camión.

Pero consiguió llegar al otro lado de la calle. La Universidad se alzaba en la colina encima de él. La ciudad parecía llena de luz de sol, de polvo y de humo. Anticuadas farolas remontaban la cuesta en dirección a la Universidad. Detrás de ellas, las elegantes y sobrias casas del siglo XVIII parecían celebrar consejo en el aire alto y claro.

Billy había salido del infierno en la grúa «LORAINE», y ahora el infierno estaba en todas partes. Richard tenía que volver a Hampstead, a Greenbank y a Beach Trail.

Regresó a su hotel. Veía Beach Trail, veía la antigua casa Sayre con su luces encendidas, veía a Laura abriendo la puerta…

—Me iré dentro de quince minutos —dijo Richard al hombre del mostrador—. Le ruego que tenga mi cuenta preparada.

Puso sus cosas en la maleta, cerró ésta, salió de la habitación y pulsó el botón del ascensor. Esperó en el oscuro pasillo de color ciruela y escuchó el zumbido de los sables detrás de la gran puerta metálica. Entonces se encendió la luz de encima de la puerta, sonó una campana y se abrió la puerta de lo que parecía un espacioso ataúd. Salió de él un fortísimo olor que a punto estuvo de derribar a Richard. Billy Bentley estaba sentado en un rincón del ascensor, con las piernas cruzadas y una guitarra sobre la falda. Dirigió una amplia y consoladora sonrisa a Richard. Ahora pareció que la carne se desprendía de sus huesos, pero la expresión de Billy era tan animada que su cadáver-parecía singularmente bizarro con las piernas cruzadas sobre el suelo alfombrado del ascensor.

Richard no podía meterse en aquel ataúd viajero. Cuando se cerrase la puerta, el hedor sería fatal. Cogió sus bártulos y esperó a que la puerta volviese a cerrarse, cosa que ésta hizo sumisamente. Entonces se dirigió a la escalera y, cargado con su maleta, bajó los diez pisos hasta el vestíbulo.

A las once y media estaba sentado en su coche en College Street, donde llevaba ya veinte minutos. Tenía las portezuelas cerradas y subidos los cristales de las ventanillas. La radio tocaba piezas de Rickie Lee Jones. Stryker no estaba en la casa, y el «Cadillac» brillaba por su ausencia. Billy Bentley, apoyándose en los codos, lo miraba desde una de las ventanas altas del edificio. A las doce, Richard y Billy seguían en sus sitios, pero la emisora de radio transmitía ahora Poetry Man de Phoebe Snow.

A la una, Richard estaba medio muerto de hambre y medio loco de frustración; tenía que volver a Conneticut, pero no podía —no debía— marcharse sin hablar con Morris Stryker. Miró a la ventana y Billy sacudió la cabeza.

A la una y media se detuvo el «Cadillac» al otro lado de la calle, y Toby Chambers saltó del asiento delantero, dio la vuelta por detrás del coche y abrió la portezuela de atrás para que se apease Stryker. Stryker llevaba gafas negras de sol, relucientes zapatos negros, traje gris de una tela exquisitamente suave y camisa gris oscuro y de cuello superpuesto. Por una yez, tenía un cigarro en la boca. Con aire tranquilo y cordial —Richard comprendió que acababa de almorzar— Stryker cruzó la calle y se acercó a él.

—Me han entretenido —dijo Stryker—. Pero ahora tendré tiempo para sus planos. Entremos y echemos un vistazo a lo que ha hecho usted, ¿de acuerdo?

—Llevo más de dos horas esperando —dijo Richard—. ¿Sólo se le ocurre decirme que le «han entretenido»?

Stryker irguió la cabeza y lo miró fríamente.

—Me han entretenido. Tenía una cita en el restaurante, y en vez de una han sido cinco o seis. A veces ocurren estas cosas. ¿Quiere que le bese la mano?

—Quiero que me bese el culo, Morris —dijo Richard—. No puedo perder más tiempo en Providence. Dejo ahora mismo este trabajo y me vuelvo a casa. Como no entendería la razón, no le aburriré con explicaciones.

Richard abrió la portezuela de su coche y Stryker dijo:

—Se ha vuelto loco o algo parecido. ¡Toby! ¡TOBY!

Toby Chambers, que estaba hablando con Mike Hagen, cruzó corriendo la calle. Stryker se plantó en mitad de la calzada y miró hacia arriba, con expresión de fastidio.

—Me marcho, Toby —dijo Richard—. Estoy preocupado por mi esposa y tengo que regresar a Connecticut. Aparte de esto, no puedo soportar más a mi cliente. Es uno de los peores seres humanos que he conocido, y, por mucho que le desee, no puedo trabajar para él. No aguantaría otra semana teniendo que sentarme en esos restaurantes e inhalar el humo de sus cigarros. Adiós.

—Mr. Stryker puede impedir que consiga cualquier otro trabajo —dijo Toby, con mucha lentitud—. Mr. Stryker puede pensar incluso que necesita usted un poco de disciplina. Escuche. Sólo trato de ayudarlo, Mr. Allbee.

—Tengo mucha más disciplina que Mr. Stryker —dijo Richard—. Y ahora, apártese de mi camino, Toby.

Richard subió a su coche y cerró la portezuela.

Era el martes 17 de junio, y Richard Allbee llegó a la carretera nacional poco después de las dos.

16

A última hora de aquella tarde, Patsy McCloud estaba sentada en el gastado sillón de cuero del cuarto de estar de Graham Williams. Tenía en la mano un vaso alto medio lleno de una bebida acuosa, en la que flotaban tres cubitos de hielo. Graham Williams, con su camiseta de manga corta y su gorra yanqui, estaba sentado en el canapé. Lo mismo que Patsy, sudaba ligeramente. Sobre la mesa, entre las dos, había una botella de ginebra «Bombay», junto a un estuche medio vacío de seis botellas pequeñas de agua tónica, y un cubo de plástico para hielo, lleno de agua fría. Patsy, sin saberlo, estaba lamentando la muerte de Les, y lo hacía más satisfactoriamente de como lo hiciera nunca a solas y con los padres de él.

—Jamás dije a sus padres que él me pegaba —dijo—. Allí estaba yo, con mi última y grande oportunidad, y no podía hacerlo… Por mucho que me atosigase Dee acerca de la cremación, no podía decírselo. ¿A qué cree usted que se debió?

—A que es usted una persona decente —dijo Williams. Sorbió su bebida—. Y quizás a que nada habría cambiado. Su madre habría pensado que era mentira o que, si él le pegaba, era porque se lo merecía. En todo caso, llega un momento en que es doloroso para los padres saber esas cosas de sus hijos. Prefieren aferrarse al mito que conocen.

—Tiene usted razón: nada habría cambiado —dijo Patsy—. Ella nunca comprendió lo que era Les…, quiero decir que nunca comprendió lo que le pasó al salir de su hogar. No captó su éxito, y nunca vio cómo influyó este éxito en su personalidad. ¿Tuvo usted algún hijo, Graham?

—No —dijo él, y sonrió.

—¿Por qué sonríe? ¡Oh, ya sé! Lo había olvidado. Me lo había dicho antes. Nos lo había dicho a todos. Usted es el último de nuestros linajes. Al menos hasta que nazca el hijo de Richard.

Patsy miró a su alrededor.

—¿No tiene un tocadiscos o algo parecido, Graham? Me gustaría oír un poco de música. ¿No le gusta escuchar música?

—Tengo una radio —dijo él.

Se levantó, cruzó la estancia y encendió la radio. Encontró una emisora que ofrecía música de baile, grandes orquestas que interpretaban piezas conocidas, como Rose Room y There’s A Smalt Hotel, y bajó el volumen para que sonasen suavemente.

—Oh, es estupendo —dijo Patsy, golpeando el suelo con el pie—. No tardaré en pedirle que baile conmigo, Graham. Será mejor que se prepare.

—Será un honor.

—¿Sabe cuándo supe que era usted de los buenos? Fue aquella terrible noche en que Les anduvo por ahí blandiendo su pistola. Vi cómo se plantaba usted delante de Tabby. ¡Dios mío! Me pareció maravilloso. Podría haberle matado.

—Cualquiera habría hecho lo mismo.

Graham se inclinó y vertió más ginebra y más agua tónica en el vaso de ella. Después introdujo los dedos en el cubo del hielo, pescó tres pedacitos medio derretidos y los dejó caer en el vaso de Patsy.

—Esto lo dirá usted, amigo —dijo Patsy—. Pero se equivoca de medio a medio y, si lo piensa realmente, es porque es un buen muchacho. ¿Sabe qué pensé después? Pensé que había allí tres hombres, y que el mío era el peor. ¡Palabra!

—Al menos era el que estaba más borracho —dijo Graham.

—Veamos las cosas como son, Graham, viejo amigo. Él era el peor. Pero recordé algunas cosas de él cuando sus padres estaban presentes y, ¿sabe?, a veces lamento no haber podido tener otra oportunidad para arreglarnos.

Patsy siguió hablando de Les de un modo emocional y totalmente confuso y contradictorio, a veces con resentimiento y a veces con afecto. Continuó bebiendo, señalando con el vaso la botella de «Bombay» cuando quería que Graham lo llenase de nuevo, y, en un par de ocasiones, pareció a punto de llorar. A Graham no le disgustó nada de esto, sino que le causó satisfacción. Quería que ella dijese todo lo que le pasara por la cabeza. Lo escucharía todo con la misma seriedad y el mismo buen humor. Comprendía que con frecuencia era difícil tomar en serio a las mujeres, sobre todo a una mujer como Patsy, y pensaba que quizás había sido ésta la causa principal del fracaso de su matrimonio: Les McCloud se había tomado a sí mismo tan en serio, que no le había quedado seriedad para su esposa.