1

Skippy Peters se había vuelto loco, éste era el problema; aunque, si he de decir toda la verdad, siempre había estado un poco chalado. Cuando estudiaba sexto, se había afeitado las cejas, sustituyéndolas por betún de lustrar zapatos, y había hablado por teléfono con Dicky y Bruce Norman, los gemelos de la familia numerosa e irregular que vivía en el camping dirigido por Mr. Norman, tratando de persuadirlos de que hiciesen lo mismo. El día siguiente, los gemelos Norman (que habían dicho a Skippy que seguirían su consejo) se presentaron en el colegio con las cejas intactas en sus bulbosos semblantes, y se desternillaron de risa cuando el maestro envió a Skippy a casa. En el octavo curso, cuando estaban en la Escuela Media junto a J. S. Mili, Skippy Peters había sido sorprendido masturbándose en la ducha, por el profesor de gimnasia, extrañado de que tardase tanto rato: una suspensión de dos semanas. En su primer día de escuela superior, se había dado a conocer derrumbándose en «Cáncer Córner» —el rincón del fondo de la zona de aparcamiento, donde los chicos mayores iban a fumar— y simulando que echaba espumarajos por la boca. Una vez había tratado de que le tatuasen el trasero con la insignia del Cuerpo de Marina, pero el que hacía los tatuajes le había echado de su taller a cajas destempladas.

Los gemelos Norman apreciaban sobre todo a Skippy porque siempre estaba dispuesto a hacer cuanto ellos le sugerían. Cuando tenían quince años y estudiaban segundo en «J. S. Mili», los mellizos pesaban ochenta y cinco kilos cada uno y llevaban los negros cabellos de indio largos hasta los hombros. Tenían la cara redonda, cetrina y de gordas mejillas. De no haber sido por los ojos, astutos bajo los párpados fruncidos, habrían parecido retrasados mentales, con sus caras inhumanas, llenas de hoyuelos e inexpresivas; pero, en realidad, parecían malhechores natos. Se les achacaba, casi siempre con razón, todo lo que ocurría de malo cerca de ellos, y esto desde que habían salido de la primera infancia. Vivían por su cuenta en un remolque abandonado, en el hermoso camino y a cierta distancia de aquel en que sus padres y sus cuatro hermanos vivían sus turbulentas y desordenadas vidas. A veces comían en el remolque de sus padres, pero casi siempre lo hacían en «Burger King» o en «Carvel». Por la noche, cogían un herrumbroso «Oldsmobile» negro que habían reparado y se dirigían a Riverfront Avenue y al «Blue Tern Bar», donde obligaban a sus condiscípulos a traerles botes de cerveza, y es que los camareros y los mantenedores del orden en el «Blue Tern» los conocían y no les dejaban entrar en el bar. Cuando Bobo Farnsworth u otro policía de Hampstead pasaba por las zonas de aparcamiento del «Blue Tern» y de los almacenes próximos, los gemelos se retrepaban en el asiento del viejo «Oldsmobile» y sonreían; pensaban que Bobo Farnsworth era un zopenco. Todos los polis de Hampstead eran unos zopencos, salvo Tortuga Turk, que una vez había asustado realmente a Bruce Norman levantándole del suelo y amenazándole con arrojarlo desde el paso elevado de la Salida 18. Odiaban a Tortuga Turk.

Nadie confiaba en Dicky ni en Bruce; atraían el recelo, como los boxeadores atraen las moraduras, y por esto un chico como Skip Peters les resultaba muy útil. Hijo de padres opulentos, muchas veces de viaje y siempre distanciados, Skippy era un proscrito que al menos parecía normal. En el colegio, Dicky y Bruce habían descubierto que podían enviar a Skip a Greenbatts con una lista de cosas a hurtar, y que éste volvía con el doble de lo que le habían encargado: magdalenas, botellas de «Coca-Cola», pastillas de chocolate, botes de nueces del Brasil; era como una cesta de la compra ambulante. Skip Peters parecía tan buen chico, y también tan nervioso, que incluso cuando lo pillaban, los tenderos se compadecían de él y lo despedían con una advertencia.

Pero, a finales de mayo, este ansioso y errático instrumento de los gemelos Norman empezó a perder tanto su eficacia como su valor de diversión. Un martes, durante el primer período de la clase de Geometría, Skippy se levantó de su asiento en la última fila y gritó a Mr. Nord, el maestro:

—¡Estúpido! ¡Es usted un estúpido! ¡Lo está haciendo mal!

Mr. Nord se volvió de la pizarra, entre aterrorizado y enfurecido.

—Siéntate, Peters. ¿Qué estoy haciendo mal?

—El problema, estúpido. ¿No ve que el ángulo es…, es…?

Y rompió en sollozos. Mr. Nord le dijo que saliese de la clase.

Entre dos clases, Skip esperó en el pasillo a los gemelos Norman.

—Eh, chico —dijo Bruce—. ¿Qué te pasa?

Skippy estaba aún más pálido que de costumbre y tenía los ojos rojos como los de un conejo.

—Que eres un cerdo imbécil. Esto es lo que pasa. Dime dos números para que los multiplique.

—¿Qué?

—Vamos. Dos números cualesquiera.

—Cuatrocientos sesenta y ocho y tres mil novecientos cuarenta y dos.

—Un millón ochocientos cuarenta y cuatro mil ochocientos cincuenta y seis.

Bruce le largó un puñetazo debajo de la oreja y lo lanzó contra una hilera de armarios.

Los gemelos Norman debieron de cambiar impresiones; cuando Jix y Peters sacaron a Skippy de «J. S. Mill» el día siguiente y le enviaron a un lugar que parecía un hotel de descanso, con campo de golf, gimnasio y piscinas cubierta y descubierta, los mellizos Norman se tumbaron sin duda en su remolque y hablaron del chico recién llegado. Mientras comían chocolate, se pasaban cigarrillos, bebían cerveza y observaban La Cosa en su televisor robado, calcularon cómo podría serles útil, y concibieron un plan.

El mismo viernes en que un clérigo de Chicago llamado Francis Goodall, de vacaciones y ya tostado por el sol, entró en la lujosa cocina de su hermana y dejó caer, aterrorizado, una pesada bolsa de comestibles en lo que parecía un lago de sangre, Tabby Smithfield levantó la cabeza, sorprendido, cuando un vaso de «Pepsi-Cola», sostenido por una mano negra de grasa, fue rudamente depositado sobre la mesa delante de él.

—Eh, novato —dijo una voz desde arriba—, ¿tienes sed?

Tabby miró hacia arriba y fue incapaz de hablar. Los dos chicos más amenazadores de su clase le sonreían con sus caras monstruosas. Uno llevaba un mono sobre una camisa de manga corta, y el otro una sucia camiseta deportiva en la que aún podía leerse, aunque con dificultad, ROLL OVER. Pusieron sus bandejas sobre la mesa y se sentaron, uno a cada lado de Tabby.

—Yo me llamo Bruce, y éste es Dicky —dijo el de la camiseta deportiva—. Vamos, bebe; lo hemos traído para ti. Somos las damas del Comité de Recepción.

Mientras el jardín de Goodall se llenaba de vecinos, y Bobo Farnsworth trataba, simultáneamente, de impedir que Tortuga Turk le atizase un puñetazo en la mandíbula a un policía del Estado y de llevar a los dos aterrorizados niños Goodall a la casa de algún vecino al que pudiese arrancar de las ventanas de la cocina, Tabby Smithfield se sentaba en la última fila de la clase de Historia Universal. Dicky y Bruce Norman se colocaron a su lado como un par de enormes perros guardianes.

—Cuéntale lo de Skippy y las cejas —murmuró Bruce a Dicky.

Los dos hermanos olían —nostálgicamente, para Tabby— a cerveza.

2

Las relaciones entre Clark y Monty Smithfield se habían suavizado y mejorado al tocar los años setenta a su fin. Tabby era la razón de esto. Aunque Monty se había jurado, después de aquella terrible escena en el aeropuerto, que viviría como si su hijo hubiese muerto, era incapaz de imaginarse que también su hijo había dejado de existir. Soñaba con Tabby, y varias veces al mes se sentaba en la que había sido habitación del niño y contemplaba las hileras de juguetes que su nieto había dejado allí. Y como habían sido la causa de que perdiese a Tabby, llegó en definitiva a lamentar los insultos que había lanzado a su hijo. Tal vez no hubiese debido burlarse del tenis de Clark. Tal vez no hubiese debido insistir en que Clark colaborase con él en la compañía. Tal vez habría debido dejar que Clark vagase por el Oeste, jugando al tenis, tal como había querido hacer al salir del college. Tal vez había sido un error dar la mitad de la casa a Clark y a Jean…, tal vez aquella proximidad había sido la peor equivocación. Todas estas recriminaciones se sucedían en su mente.

Al cabo de un par de meses buscó a algunos amigos y condiscípulos de Clark. Les dijo que no intervendría en la vida de su hijo, que lo único que quería era enviarle dinero de vez en cuando. Un viejo tendiendo su talonario de cheques como si fuese su corazón… Dos amigos de Clark se compadecieron de él, Uno de ellos tenía una dirección en Miami; el otro, un número en una calle de Fort Lauderdale. Monty llamó al servicio de información telefónica de ambas ciudades, pero Clark no tenía teléfono. El día del cumpleaños de Tabby, envió sendos cheques y notas a ambas direcciones, y dos semanas más tarde recibió una carta dándole las gracias, escrita en la caligrafía infantil de Tabby y remitida desde Fort Lauderdale.

El día del cumpleaños de Clark, Monty le envió mil dólares, pero la carta le fue devuelta sin abrir. A partir de entonces, Monty envió todos los meses un pequeño cheque a Tabby, y éste le escribió cada vez que hacía con su padre uno de sus frecuentes traslados. Al cumplir los ocho años, envió a su abuelo una fotografía desde Cayo Hueso: una foto de Tabby Smithfield, moreno y descalzo, plantado en el extremo de un muelle. Cabellos descoloridos por el sol y ojos deslumbrados.

Poco después del undécimo cumpleaños de Tabby —otra fotografía de Tabby, ahora en una espléndida mecedora de mimbre, y enviada desde Orlando—, Monty recibió una nota casi cablegráfica de Clark, diciéndole que tenía una nueva nuera. Se llamaba Sherri Stillwell Smithfield. Sherri y Clark llevaban un mes casados.

Monty, que había aprendido la lección, no perdió el tiempo. Envió una carta de felicitación y, con ella, un cheque muy generoso. Esta vez, la carta no fue devuelta. Dos semanas después de que el Banco le enviase el estado de cuentas en que figuraba el pago del cheque, Monty recibió al fin una llamada telefónica de su hijo. Monty dijo a Clark:

—Quiero que sepas una cosa. Te dejaré esta casa cuando yo me vaya; será tuya, limpia de polvo y paja. Y si quieres traer a Tabby y a tu esposa a vivir en ella, me parecerá estupendo.

Durante todos aquellos años, la vida de Tabby había sido más extraña de lo que los gemelos Norman podían imaginar.

Él y su padre habían vivido en habitaciones únicas, en apartamentos que apestaban a cerveza sobre tabernas baratas, en hoteles para transeúntes donde tenían que cocinar en un hornillo y expulsar las cucarachas de la mesa y, en la época peor, habían pasado una semana viviendo en el viejo coche de Clark. Había conocido a muchos chicos que prometían llegar a ser como los gemelos Norman: la violencia, la estupidez y las malas artes no eran nada nuevo para Tabby. Había visto a su padre nadar peligrosamente en el alcoholismo y excederse más de lo debido; había visto a su padre brevemente encerrado en la cárcel, no sabía por qué delito; a sus diez años, sólo había terminado un curso en la misma escuela donde lo había empezado. Una vez, había visto a su padre llegar a casa resplandeciente y triunfal, y poner sobre la mesa de la cocina los tres mil dólares que había ganado jugando al tenis. Había visto morir a dos hombres, uno acuchillado en el bar donde trabajaba Clark y el otro muerto de un tiro durante una reyerta en la calle. Y una vez, al abrir la puerta del cuarto de baño sin llamar primero, había visto a un amigo de su padre, un pellejudo y esquelético travestí llamado Poche o Poach, sentado en la taza del retrete inyectándose heroína en el brazo.

Cuando tuvo catorce años, anotó todas las direcciones que pudo recordar de los lugares donde él y su padre habían vivido, empezando por la casa de Mount Avenue; sin la menor vacilación escribió nueve direcciones, incluidos tres establecimientos que se hacían llamar hoteles, una casa de huéspedes y una casa de caridad. Después de pensar unos minutos, pudo anotar tres más.

Sherri Stillwell había cambiado en definitiva todo esto. Era una rubia enérgica y leal, medio cubana, cinco años más joven que Clark. Su primer marido la había abandonado, y ella había empezado a frecuentar el bar «No Name» de Cayo Hueso donde trabajaba Clark. El padre de Sherri había trabajado en los pozos de petróleo de Texas y estado largas temporadas ausente de su casa, y ella había ayudado a criar a tres hermanos menores; le gustaban los niños. Sherri conservaba aún muchas cosas de Texas. Cuando fue a vivir con Clark, insistió en que Tabby se quedase en casa con ella por la noche e hiciese sus deberes escolares, en vez de rondar por las calles o estar sentado como una mascota en un rincón del bar. Sherri llenó las declaraciones fiscales de Clark, le libró de inútiles y delincuentes parásitos, como Poche, e hizo prometer a Clark que nunca le mentiría.

—Mira, querido, mi primer marido me endilgó tantas mentiras que llegué a creer que el cielo era rojo. Con una vez tuve bastante. Si haces alguna tontería, dime de quién se trata y lo solucionaré en seguida. Sólo quiero una cosa: que seas franco conmigo. Dime una mentira, sólo una, y todo habrá terminado entre nosotros.

Con sus cabellos oxigenados y sus ojos negros, Sherri no se parecía a nadie que hubiese puesto los pies en la casa de Mount Avenue, pero Monty Smithfield habría reconocido lo que se proponía hacer en pro de su amante y del hijo de éste. Fomentaba los ocasionales arranques de Clark, porque podían traer dinero inmediato, pero quería que dejase de trabajar en el bar y empezase algún negocio. Marcaba los anuncios de demandas. Concertaba citas para él. En definitiva, gracias a Sherri obtuvo Clark un empleo como vendedor. En esta época estuvieron en Orlando, en una casita de dos habitaciones, con un mezquino jardín arenoso, y empezaron a ahorrar algún dinero. Con el cheque que Monty les envió como regalo de boda, compraron un coche nuevo y algunos muebles. En realidad, fue Sherri quien convenció a Clark para que telefonease a su padre.

Durante estos años, Tabby había conseguido reprimir todas las señales de las desdichas que habían precedido y acompañado a su partida de Connecticut. Pensaba en su madre, pero cuidaba muy bien de borrar la visión del interior del ataúd que tanto le había impresionado momentos antes de su entierro; las extrañas visiones que había tenido en el aeropuerto, parte de un pánico general y abrumador, de una confusión dolorosa, fueron auténticamente olvidadas. De su vida en Connecticut recordaba principalmente cosas tan opulentas que parecían inventadas: la fachada de su casa, su pony y una profusión de juguetes mecánicos, el aspecto y la manera de vestir de su abuelo. Justo cuando estaba temblando en el borde de la pubertad, le dio en la cabeza un bateador de Louisville cuando estaba haciendo de catcher en un partido de béisbol escolar, dejándole inconsciente, y cuando recobró el conocimiento sobre la seca hierba del campo, con todos los demás inclinados sobre él, recordó momentáneamente haber visto a un hombre cortando a una mujer con un cuchillo, visión que tenía el sabor de la nostalgia. Una maestra arrodillada a su lado no paraba de decir: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!» De momento no reconoció a la maestra ni a ninguno de los chicos. ¿Dos personas desnudas en una cama, chapaleando una de ellas en su propia sangre? En medio de un horrible dolor de cabeza, vio de nuevo la escena, como si hubiese llenado su mente mientras estaba inconsciente, y de nuevo le pareció que había estado allí y presenciado el suceso.

—¡Oh, Dios mío! —repitió la maestra, y de pronto recordó él su nombre.

La extraña y poderosa visión se desvaneció; él enfocó la mirada.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó la maestra.

—Mi papá dijo entonces que no había hombres malos —le contestó Tabby.

3

Y sólo otras dos veces, durante su vida en Florida, demostró Tabby Smithfield que podía ser algo diferente del chico tranquilo y normal, hijo de un errante mozo de bar, que parecía ser.

La primera fue inmediatamente después de comprar Clark la casita en Orlando. Se habían mudado a ella aquella mañana, y Sherri estaba trajinando en la cocina y en el cuarto de estar, fingiendo que hacía algo. El remolque de la agencia de mudanzas estaba todavía delante de la casa, desenganchado, porque Clark estaba en el trabajo, y el suelo estaba lleno de cajas de platos y de ropa. Sherri esperaba el camión de reparto de «Sears», que traía una cama nueva. Tabby había encontrado su juego del «Monopoly» en una de las cajas, y jugaba sobre el suelo desnudo de su nuevo dormitorio. Había cuatro Tabbys, y cuando uno de ellos arrojaba el dado, los otros esperaban que fuese a parar a uno de sus hoteles. Hasta ahora Tabby II iba ganando, y Tabby III sólo tenía penalizaciones. Sherri había entrado en la habitación y, al ver lo que estaba haciendo, había dicho:

—A fe mía que estás como una cabra.

Y había salido de nuevo. Ruido de cajones abriéndose y cerrándose, y de cajas reventadas.

¡Maldita sea! —gritó Sherri desde el cuarto de estar—. ¡No puedo encontrarlo!

Él era entonces Tabby IV, un Tabby prudente, no un insensato como Tabby II, ni un desgraciado como Tabby III, con buenas posibilidades de alcanzar al II y, en definitiva, de ganar la partida. Gritó:

—¿Puedo ayudarte?

—¡No lo encuentro! —gimió Sherri, vivamente contrariada.

Tabby lo comprendió: mudarse de casa atacaba siempre los nervios. Y entonces, él, o para ser exacto, la parte de él que era el desgraciado Tabby III, comprendió aún más. Sherri había extraviado su cartera, y estaba nerviosa porque, si tenía que dar una propina a los hombres que traerían la cama, no tendría dinero para hacerlo. Comprendió todo esto en un instante, y entonces, como si Tabby III, con su menguante montoncito de dinero de juguete, se inclinase hacia él por encima de la mesa y le murmurase al oído, vio lo que había sucedido: vio a Sherri sacar la cartera de su enorme bolso y dejarla distraídamente sobre el frigorífico.

Tabby no se detuvo a reflexionar sobre esta visión, ni a preguntarse de dónde venía. Dejó el dado y se dirigió al cuarto de estar, donde Sherri paseaba arriba y abajo, mesándose los cabellos.

—Tu cartera está encima del frigorífico —le dijo.

—¿Te burlas de mí? —preguntó Sherri.

Pero fue trotando a la cocina y volvió un momento después, con la cartera en la mano y una sonrisa agradecida en el semblante.

—Eres un genio, muchacho —dijo—. Ahora dime qué fue de aquel brazalete amuleto que perdí cuando tenía dieciséis años.

—Está bien —dijo Tabby—. Cayó detrás del asiento posterior del coche de tu primo Héctor. Era un «Dodge» del 49. El brazalete estuvo allí mucho tiempo, pero cuando Hector vendió el coche como chatarra, el muchacho del taller de desguace lo encontró al desmontar los asientos. —Toda esta información le venía de Tobby III—. Lo regaló a su amiguita, pero ésta lo perdió en una fiesta y, de algún modo, fue a parar a un vertedero…

Se interrumpió, porque Tabby III acababa de darle una imagen muy clara de Sherri a los dieciséis años, sin falda y sin sujetadores. Sus cabellos eran tan negros como sus ojos.

Sherri le estaba mirando boquiabierta.

—¿Mi primo Héctor? ¡Jesús! ¿Te hablé alguna vez de él?

Entonces sonó el timbre de la puerta.

—Ya están aquí. Bueno, gracias, Tabby. Me estaba volviendo loca.

Se volvió, pero no antes de mirarlo desconcertada, casi espantada, con sus negros ojos.

El segundo suceso ocurrió tres años más tarde, en marzo de 1980, justo un mes antes de que volviesen a Hampstead. Monty Smithfield había muerto de un ataque al corazón, y su abogado había escrito a Clark para decirle que ira dueño de «Cuatro Corazones». Clark quería marcharse inmediatamente; Sherri no quería moverse de donde estaban, y discutieron por esta causa. Además de la casa había de por medio una cantidad de dinero que a todos les parecía fabulosa: cientos de miles de dólares.

—¿Y tu empleo?

—Que se lo guarden. Conseguiré otro empleo allí, Sherri. E incluso puedo estar mucho tiempo sin necesitarlo.

—No quiero trasladarme al Norte.

—¿Quieres quedarte aquí? ¿En esta pocilga?

—No sabría cómo comportarme. No me adaptaría. No tendría amigas. Quiero quedarme en mi ambiente.

Clark había vuelto en parte a las andadas, en la cuestión del alcohol, y estaba bebido. Como en los viejos tiempos de Mount Avenue, dejaba de trabajar dos días a la semana. Y había empezado a discutir con Sherri acerca de estas cosas.

—Tu ambiente está donde yo te lleve —chilló ahora Clark.

—Así, pues, soy como un objeto que metes en tu maleta, ¿eh?

Cuando Sherri se enfurecía, su voz sonaba más españóla.

Tabby salió de la casa, deseando alejarse del ruido de la disputa. Cruzó el pequeño jardín lleno de hierbajos. La voz de Sherri se elevó como una bandera en la casa a su espalda. Un cristal saltó hecho añicos.

Entonces volvió a ocurrir aquello, Él estaba en otra parle. Por primera vez, comprendió que preveía el futuro, que veía lo que iba a ocurrir. Era de noche, una noche unos grados más fresca que la actual. Los ruidos de la disputa se habían extinguido, y Tabby sabía, sin mirar atrás, que la casa se había desvanecido también. Le rodeaban unos árboles altos y oscuros: ante él había una encrucijada. La luz de varias casas grandes brillaba entre y alrededor de los árboles. Sabía que éste no era el paisaje que debía ser, sino un barrio rico propio de la tierra norteña. Antaño había conocido este lugar. Había ocurrido algo malo en él. Los faros de un coche, bajos sobre el suelo, giraron en su dirección. Al cabo de un momento, se echaron encima, deslumhrándole.

4

Y allí estuvo plantado seis semanas más tarde, de tiempo real, en la noche del 17 de mayo. Su padre decía que había encontrado ya un empleo; cuando llegaba a casa por la noche, hablaba de los «pedidos» que conseguía y de las comisiones que ganaba, todo ello sin dejar de beber en exceso. Sherri se había vuelto huraña porque no se sentía bien aquí. Odiaba Connecticut y el desdén con que la miraban en todas partes. Tabby sabía que Hampstead era completamente extraña y cruel para ella. Aquella noche, para no oír los reproches de la nostálgica Sherri y los brotes de discusión entre la pareja, Tabby salió de casa después de comer.

Vagó por las calles, buscando algo. En dos ocasiones se encontró delante de la verja de Mount Avenue, contemplando la vieja casa de su abuelo. Todavía no acostumbrado a las dimensiones de su nuevo hogar, apenas podía creer que él y su padre hubiesen vivido antaño en semejante mansión. Tenía dos veces el tamaño de «Cuatro Corazones». Pasmado, dio media vuelta y se alejó de allí. Le invadió un sentimiento de inmanencia. Algo, no sabía qué, tenía que ocurrir: había que sellar algún contrato. En el colegio, permanecía silencioso e indiferente, pensando a medias que su verdadera vida estaba en otra parte, estaba en las tranquilas calles de Greenbank, de noche.

Este sábado, Tabby se había sentido atormentado por la certidumbre de que aquello estaba a punto de ocurrir. Todavía no tenía la menor idea de lo que era, pero se cernía sobre Hampstead como una nube de tormenta. Su angustia le había impedido comer su tostada con leche y huevo para el desayuno, y leer un libro o ver las «Películas Espaciales» por el Canal 9. Clark había dicho:

—Con un día tan bueno, ¿por qué no salimos y jugamos un poco a la pelota?

Pero aquella sensación de fatalidad inminente le privaba de todo acierto. Se le escapaba la pelota o la lanzaba de cualquier manera.

—¡Presta atención! —le gritaba su padre, que, por fin, había renunciado, con irritación y disgusto.

Tabby había caminado kilómetros, bajando hasta Sawtell Beach, donde había comprado un perro caliente en el quiosco de la concesión y contemplado las caras de las personas que haraganeaban al sol. ¿Te ocurrirá a ti? ¿Lo harás ? Volvió a subir por Greenbank Road, mirando las caras en los coches que se cruzaban con él.

A la una se había sentado en Gravesend Beach y se había quedado dormido. Sueños vividos y ruidosos, llenos de gritos de auxilio habían pasado atropelladamente por su mente. Al despertar, se había encontrado mirando la casa Van Horne, resplandeciente de blancura sobre su cantil, dominando el rompeolas de hormigón. Y había gemido. Aquello se acercaba, y él no podría impedirlo. Las gaviotas que evolucionaban sobre las pequeñas olas imitaban los gritos que él había oído en sueños.

Había vuelto a casa, arrastrando los pies.

Después de comer, Tabby salió de nuevo. Esta vez no se dirigió a Mount Avenue, sino al pequeño laberinto de calles tierra adentro. Charleston Road, Hermitage, Beach Trail, Gravesend Avenue, Cannon Road. Miró por las ventanas, escrutando las caras. Un coche patrulla le adelantó y dio la vuelta para echar otro vistazo. Una mujer que hacía jogging se cruzó con él, y Tabby consiguió decirle «hola». Imperceptiblemente, se extinguió la luz.

Mientras subía por tercera vez por Charleston Road, le invadió una oleada de aturdimiento y de náusea. Olía la muerte, tan claramente como si estuviese junto a un cadáver, y, por un segundo, recordó una riña en una taberna de Fort Myers y un hombre clavando un cuchillo en el cuerpo de otro: había ocurrido, lo sabía, y entonces le asaltaron una serie de imágenes demasiado precipitadas e incoherentes para que pudiese entenderlas. Un jersey con el rótulo KEEP ON TRUCKING, un muchacho cayendo de una bicicleta sobre un montón de grava, un enorme camión volcado sobre un costado. Una mujer pidiendo auxilio con voz de pájaro.

Esto, esto estaba sucediendo y había sucedido detrás de él. Tabby se tambaleó, giró en redondo, corrió en sentido contrario por Charleston Road, y se encontró en una esquina, junto a un grupo de viejos robles, frente a unos litros que enfocaban el suelo y avanzaban en su dirección. Miró hacia Cannon Road. Allí estaba la casa, con sus ventanas iluminadas y la luz saliendo a raudales, estridente como los chillidos de las gaviotas: había ocurrido allí. Los faros del automóvil le iluminaron un momento, y después el «Corvette» dobló rápidamente la esquina. Por un instante, vio la expresión helada, desesperada, del rostro del conductor. Estaba donde le había llevado su sentido de inmanencia, en el sitio donde se había visto semanas antes. Tabby no pudo moverse hasta que los coches de la Policía pasaron zumbando por su lado. Entonces retrocedió, como espoleado, y corrió entre los árboles y las casas hasta que salió a la calle siguiente. Siguió corriendo, cuesta arriba, hasta el final de Hermitage Road. Una vez en casa, pudo oír a su padre y a Sherri en su dormitorio. Estaban copulando ruidosa y frenéticamente.

5

—Skippy solía acercar a veces la cabeza a los buzones —dijo Bruce Norman—, para ver si los petardos se habían apagado. ¡Caray! En más de una ocasión pudo volarse la cabeza. ¡Vaya una manía más descabellada!

Tabby Smithfield, que últimamente había intimado con los gemelos Norman, estaba colocado entre los dos en el asiento de atrás de su viejo y herrumbroso coche, en la zona de aparcamiento de «Blue Tern». Dicky Norman había puesto dinero en las manos de un súbitamente nervioso condiscípulo con jersey de marinero; le había dado instrucciones, y ahora estaban los tres un poco achispados —Tabby menos que los gemelos— por efecto de la cerveza. Eran las diez y media de la noche del domingo treinta y uno de mayo. Dicky y Bruce casi no habían perdido de vista a Tabby desde el viernes anterior. Al principio un poco temeroso de ellos, Tabby se había dado cuenta en seguida de que, si bien los gemelos estaban destinados a un fin nada glorioso, de momento no eran más que unos alborotadores infantiles. Su estatura y sus caras amenazadoras hacían presumir algo mucho peor. Hurtaban en las tiendas, causaban estropicios, fumaban porros y les gustaba la música estruendosa. Tabby había conocido a muchos como ellos. Él prefería la música de Ben Sidran y Steve Miller, pero se abstenía de decirlo.

—De todos modos, hemos dejado los petardos —dijo Bruce—. Ahora les atizamos con el Devastador. —Acarició el mango encintado de un bate de béisbol. Éste había sido revestido de laca negra, pero ahora se veían manchas blancas en sus melladuras—. Incluso el ruido es mejor, parece más decente. Pasas junto al buzón, le atizas un buen estacazo con el Devastador, y todo el costado de la caja se hunde. ¡Bang! ¿Quieres dar una vuelta con nosotros un poco más tarde?

—Muy bien —dijo Tabby—. Os acompañaré.

Dicky se incorporó, miró por la ventanilla de atrás y gruñó:

—Bobo el Payaso.

Los tres muchachos pusieron las latas de cerveza en el suelo, entre sus piernas.

Un momento más tarde, un coche de la Policía se detuvo a su lado. Bobo se apeó sonriendo y se acercó a su ventanilla.

—Vaya, los gemelos Bobsey. ¿No deberíais estar en casa durmiendo?

—Lo que usted diga, agente.

—¿Quién es vuestro compañero? Parece demasiado normal para ser amigo vuestro.

Tabby le dijo su nombre, y el agente le miró con expresión amistosa pero distante.

—Bueno, chicos, es hora de que os vayáis. Voy a echar un vistazo al bar y, cuando vuelva, no quiero ver vuestro coche aquí. Y os diré algo más. Siento que pronto tengáis que cumplir dieciséis años.

—Hacerse viejo es mala cosa —dijo Bruce.

—No creo que llegues tan lejos, Brucie.

Bobo dio una palmada en el techo del coche y se alejó.

En cuanto Bobo se hubo metido en el «Blue Tern», Bruce apuró su cerveza, y abrió la portezuela para pasar al asiento delantero.

—Ese idiota —dijo, haciendo girar la llave—. ¡Mira que llamarme Brucie! Es un maldito payaso. —Eructó con fuerza—. Vamos a dar unas vueltas por ahí. Dickie, ¿por qué no le das una explicación a Tabs?

—¿Has oído hablar alguna vez de un tipo llamado Gary Starbuck? —preguntó Dickie.

6

Cabía una remota posibilidad de que Clark Smithfield, ya que no Tabby, hubiese conocido a Gary Starbuck en Cayo Hueso a principios de los años setenta. El padre de Gary Starbuck había dicho a éste que la única manera de eludir la cárcel era cambiar continuamente de sitio, trabajar una temporada en una población y después hacer los bártulos y trasladarse al menos a setecientos cincuenta kilómetros de distancia. Siguiendo, a diferencia de Clark Smithfield el negocio de su padre, Starbuck había vivido de la rapiña en Cayo Hueso, mientras Clark trabajaba en el bar «No Name». En Cayo Hueso, Starbuck se llamó Delbert Tory; en Houston, Charles Beard; en Springfield, Illinois, Lawrence Ringler; en Cleveland, Keith Pepper. Cuando alquiló la casa de Frazier Peters en Beach Trail, se llamaba Nelson Sutter. De su padre había aprendido también a evitar el contacto con la gente, a sentarse solo en los bares, a cultivar una cortesía profesional. Este Starbuck era un joven rechoncho, de cabellos negros y anchos hombros, y no llevaba barba. Su cara era solemne y de larga nariz, en desacuerdo con su pesado cuerpo. Cuando no trabajaba, usaba camisas polo de color claro y pantalón bombacho. Conducía una furgoneta gris sin distintivos. Cuando trabajaba, llevaba una pistola.

Al llegar a Hampstead, alquiló una caravana en el solar próximo a Post Road. Los gemelos habían visto la camioneta aparcada junto a la caravana día tras día; a veces se iba los fines de semana, casi siempre por la noche. Por fin —aproximadamente cuando Starbuck encontró una casa para alquilar— Bruce y Dicky resolvieron echar un vistazo a la camioneta y a la caravana.

Bruce se metió un día en la camioneta, mientras Starbuck debía estar durmiendo. Estaba tan limpia por dentro como por fuera: limpia y vacía. Pero Bruce miró en la guantera y vio que el registro de California estaba a un nombre distinto de aquel con que había sido alquilada la caravana.

—Aquí hay algo raro, Dicky —dijo a su hermano.

La noche siguiente, emplearon una de sus llaves maestras para entrar en la caravana.

Y, superando todas sus esperanzas, vieron que estaba llena de aparatos de televisión, cubiertos de plata, montones de trajes y… media docena de cajas de zapatos llenas de dinero.

—Vaya, ese tipo es de mucha categoría —dijo Bruce, tan impresionado que se quedó de una pieza.

El día siguiente, al salir de la escuela, visitaron de nuevo la caravana. Pero esta vez llamaron. El ocupante abrió la puerta y les miró con recelo.

—¿Mr. Starbuck? —preguntó Bruce—. Perdón, quise decir, ¿Mr. Sutter?

Cuando salieron, tenían un nuevo aparato de televisión y un saquito de buena hierba mexicana. Gary Starbuck había recordado otro consejo de su padre: «Cuando tengas socios, aunque no los desees, trátalos bien. Un socio es un socio, aunque no sea bueno, y más pronto o más tarde, un poco de unto te librará de dar con tus huesos en chirona.» Además, estaba seguro de que los gemelos Norman podían serle útiles.

7

Patsy McCloud vivía con un temor muy grande, e incluso la noche de su fracasada cena con los Allbee y Ronnie Riggley, dominó todos sus otros temores más pequeños. Cuando tenía siete años, sus padres la habían llevado a la clínica mental donde vivía su abuela Tayler; sus padres visitaban a la abuela Tayler dos o tres veces al año, pero aquélla había sido la primera visita de Patsy. Su padre había gruñido durante todo el largo viaje de Hampstead a Hartford, pues no quería que su hija conociese a su madre; pero la madre de Patsy, que hasta entonces había respondido con incómodas evasivas a las cada vez más frecuentes peticiones de la vieja, se había mantenido firme.

Les habían hecho pasar a una amplia habitación pintada con colores primarios, como un parvulario. Las enfermeras sonrieron a Patsy, que estaba ya muy inquieta a causa de la tensión existente entre sus padres y de la gente extraña y trastornada que rondaba por el pabellón. Seres con la cabeza demasiado grande para sus cuerpos o sacando una lengua demasiado grande para sus cabezas. Un hombre que paseaba obsesivamente junto a una pared tenía una profunda cicatriz en forma de pala en la frente. Los cerrojos y las rejas que había visto al subir a esta habitación hacían que se sintiese como prisionera en el hospital. Tal vez había sido un truco, un ardid para llevarla allí, ¡y sus padres la dejarían en aquel lugar! Aunque era la única niña en la estancia, ésta parecía adecuada para los niños, con sus mesas llenas de lápices y con toscos dibujos infantiles enganchados en las paredes.

Su abuela entró por una puerta de brillante color naranja. La acompañaban dos enfermeros. Hablaba sola. La primera idea de Patsy fue que su abuela era la persona más vieja que había visto jamás; la segunda fue que estaba acorde con el ambiente. Sus cabellos blancos eran ralos y mates, y tenía los ojos vidriosos. Unos pelos blancos brotaban de su mentón. No prestó la menor atención a los padres de Patsy, sino que se sentó en el sillón que le acercaron los enfermeros, bajó la mirada y empezó a farfullar.

—Hemos traído a Patsy —dijo la madre de ésta—. ¿Recuerdas que preguntabas por ella? Queríamos que la conocieses, mamá Tayler.

El padre lanzó un gruñido de desagrado y les volvió la espalda.

Patsy contempló el vago y abstraído semblante de la anciana.

—¿No quieres decirle nada a tu nieta, mamá Tayler?

—Hay un ahorcado en el patio de atrás —murmuró la abuela, y Patsy se sobresaltó—. Colgado de una cuerda. Demasiadas facturas, facturas, facturas. Supongo que lo encontrarán la semana próxima. ¿Has traído a la niña de Danny?

Los vagos y pálidos ojos se alzaron y se encontraron con los de Patsy.

—Pobre niña —dijo la abuela—. Es otra. Muy bonita. Esto no le gusta, ¿verdad? Piensa que la dejaréis conmigo. Pobre niña. ¿Le encontrarán la semana próxima, pequeña?

Los pálidos ojos perdieron parte de su vaguedad, y Patsy vio en ellos el hombre colgando de la rama de un árbol. A través de una ventana, vio una mesa cubierta de papel.

—No lo sé —dijo, impresionada.

—Te querré mucho, si te quedas a vivir conmigo —dijo la abuela Tayler, y con esto terminó bruscamente la entrevista.

El padre agarró a Patsy y la llevó al coche. Diez minutos mas tarde, la madre se reunió con ellos. Ninguno de los dos volvió a sugerir la idea de llevar a Patsy a ver a mamá Tayler.

Dos días más tarde, había preguntado a su padre si habían encontrado ya al hombre. Su padre no había sabido de qué hablaba. Y Patsy había comprendido que se sentía profundamente irritado y avergonzado, tanto por él como por ella.

Pero recordaba la aceptación de la abuela Tayler. Pobre niña. Es otra. Cuando al fin se habían encontrado los ojos de la anciana con los suyos, los había visto transparentes como el cristal. En aquellos ojos había una desesperación total y una comprensión más allá de la muerte. La única diferencia entre Patsy y su abuela era que la abuela Tayler era mejor que ella. Antes de alcanzar la pubertad, Patsy era capaz de mover pequeños objetos sobre una mesa, de encender luces y de abrir puertas, sólo viendo estas cosas en su mente y rodeándolas de un fulgor amarillo de intención. Esta habilidad era su secreto, su secreto más grande. Inmediatamente había comprendido que la abuela Tayler podía hacer mucho más que esto; si hubiese querido, habría podido derruir las paredes del hospital a su alrededor y salir libre e indemne. Pero la abuela Tayler no quería hacerlo. Para Patsy, la anciana, con su semblante deliberadamente vago y su trastornada mente, era una imagen inexorable de su propio futuro.

Cuando tuvo su primer período, se extinguió su capacidad de mover objetos a voluntad. Sencillamente, la había perdido: la pubertad se la había llevado, dejando en su lugar calambres y hemorragias. Durante casi un año, fue una niña como todas las que conocía, y daba gracias por ello.

Entonces ingresó una chica nueva en su clase: Marilyn Foreman, una criatura de aspecto ratonil, con gafas, cabello mate y boca de rasgos duros. En el instante en que Marilyn Foreman apareció en la puerta, Patsy la conoció. Y Marilyn la reconoció a ella de la misma manera. La otra muchacha había sido un hecho inevitable: Marilyn era su destino, como lo había sido su abuela. Durante el recreo, la otra chica se había acercado a ella, reclamándola. «¿Qué haces tú? Yo veo cosas, y siempre ocurren.» «Apártate de mí», le había dicho Patsy, pero débilmente, y Marilyn se había quedado. Patsy permaneció pasiva a pesar de saber que Marilyn Foreman se llevaría a todas sus otras amigas, y que las dos se pertenecerían. «Sucederá», había dicho Marilyn, con su voz áspera y lenta. «A ti te sucederá también. Lo sé.» Incluso sin ningún lazo afectivo entre ellas, porque la otra no quería afecto, Patsy y Marilyn intimaron tanto que empezaron a parecerse, a mitad de camino entre la lindeza de Patsy y la vulgaridad de Marilyn. A veces, Patsy advertía que hablaba con la voz de Marilyn. Los Tayler nunca comprendieron cómo su hija, tan popular y atractiva, se dejaba influir tanto por la estrambótica Marilyn Foreman.

Viajaban juntas: esta palabra había sido idea de Marilyn. Se sentaban una al lado de la otra, en noches en que hubiesen debido estar haciendo sus deberes en casa, se asían las manos y cerraban los ojos. Patsy sentía invariablemente un estremecimiento de miedo, aunque agradable en cierto modo, y sus mentes parecían unirse y volar hacia lo alto. Viajando, veían extraños paisajes, cálidos colores fundidos; nunca sabían lo que iban a ver. Podía ser simplemente unas personas comiendo en un restaurante, o un muchacho de su clase dando un paseo por Sawtell Beach. Una vez vieron a un maestro y una maestra, no casados, cohabitando en el suelo de una habitación vacía. Otra vez vieron a un hombre al que reconocieron como el profesor de artes y oficios del «J. S. Mill», en un verde bosque, tendido desnudo sobre un muchacho del equipo de rugby de la escuela superior. «Esto es una asquerosidad», dijo Marilyn. Pero, generalmente, a Marilyn no le importaba lo que veían mientras viajaban. Le encantaba tanto observar a unos desconocidos comiendo en cualquier restaurante unos platos que ella no podía probar como contemplar sus más abigarradas visiones.

Otra visión pareció estar situada en el pasado, y era desacostumbrada por esta misma razón. Las dos muchachas vieron una calle que era sin duda alguna Riverfront Avenue, pero la compañía petrolera y el edificio de oficinas no estaban allí. Cortas y panzudas barcas de pesca estaban amarradas a los muelles; unos viejos y chatos automóviles descansaban en un terreno herboso convertido ahora, desde hacía tiempo, en zona de aparcamiento. En una de las barcas, un hombre barbudo y con gorro de punto vertía vino en una taza de café y en un vaso. Una mujer vestida de seda se apoyaba en la barandilla de la embarcación. «Mala cosa —dijo Marilyn—. No me gusta.» Había tratado de retirar la mano, pero Patsy la había asido con más fuerza: Marilyn no iba a privarla de aquello, aunque fuese terrible. Porque sería terrible, lo sabía. El barbudo sonrió a la mujer y puso el motor en marcha. La barca se adentró en el río y se dirigió lentamente hacia el mar. El hombre agarró a la mujer y simuló que bailaba. Se tambaleaba y arrastraba los pies; la mujer le sostenía y se reía. Patsy vio que el pescador tenía el salvaje atractivo de un toro. «Puerco», dijo Marilyn. El hombre, sonriendo, acarició el cuello de la mujer con sus dedos romos. Después cerró las manos y apretó la suave carne del cuello con los pulgares. Le brillaban los ojos. Se inclinó sobre la mujer y la hizo caer sobre la reluciente cubierta. Sus cuerpos se debatieron y rodaron hasta que el hombre levantó la cabeza de la mujer y la golpeó contra el suelo. Todos sus movimientos eran concienzudos, deliberados. Marilyn empezó a temblar. Cuando la mujer dejó de moverse, el hombre sacó un rollo de hule de un armario, la envolvió en él y la ató. Cuando hubo arrojado el cuerpo todavía vivo al Nowhatan, terminó su vino. Patsy sintió un escalofrío de asco: en cuanto la imagen del pescador plantado solo en su barca se confundió con la de otro desconocido, éste con americana cruzada y plantado en la que Patsy reconoció como playa del «Country Club», soltó la mano de Marilyn. Tenía la impresión de que estas escenas de muerte y violencia se sucederían cínicamente mientras ella las invitase a hacerlo. «¿Lo encontrarán la próxima semana, pequeña?» Cuando los Foreman se hubieron trasladado a Tulsa, Patsy no trató jamás de viajar por su cuenta. Ella y Les fueron al «State College» de Connecticut: presenciaron el largo drama del asesinato de Kennedy en el televisor de la hermandad escolar de Les. A veces, ella sorprendía a Les prediciendo correctamente las notas que obtendría en los exámenes. Si tenía sueños proféticos, los guardaba para sí. Les la llamaba la yanqui de los pantanos. Después de casarse, en 1962, vivieron en Hartford, Nueva York, Chicago, Londres y Los Ángeles, y fueron de nuevo trasladados a Nueva York. Compraron su casa en Hampstead, y Les viajaba diariamente a Nueva York para, según decía, «quemarse el trasero». Ahora no hablaban nunca de nada personal. En realidad, Les hablaba raras veces con ella. Había empezado a pegarle en Chicago, después de que su primer ascenso importante siguiese a los mejores informes de eficacia de su vida.

8

Les no pegó a Patsy aquella noche de domingo; sólo le dijo agriamente, con voz de borracho, que, comparada con Ronnie Riggley y con Laura Allbee, no era una mujer. Rondó por la casa, apurando una botella, mientras Patsy se retiraba al dormitorio. De vez en cuando le oía murmurar algo acerca de los «actores maricas». Cuando oyó que subía la escalera para ir a acostarse, Patsy huyó al dormitorio contiguo, donde había instalado unos estantes de libros, una mesa y una cama plegable. Un «Sony» en blanco y negro, con pantalla de seis pulgadas, estaba colocado sobre la estantería, y lo encendió para ver una película, mientras Les dormía profundamente.

A las doce y media, el ruido de algo que era golpeado y se rompía en el exterior la sacó de su modorra. A Les también le había despertado el ruido de la calle, y Patsy oyó que corría por el oscuro dormitorio. Después, la puerta se cerró de golpe. Ella lo llamó, pero, en vez de una respuesta, oyó que también se cerraba de golpe la puerta de la casa.

Miró por la ventana de su refugio. Al débil resplandor de las luces de seguridad de la mayor parte de las casas, vio un destartalado coche negro que doblaba a toda velocidad la esquina de Charleston Road. Un segundo después, vio que Les corría detrás del automóvil, en albornoz y zapatillas. Llevaba una pistola en la mano.

Conocía lo bastante a Les para saber que, si Richard Allbee y Bobo Farnsworth no hubiesen estado en su casa, Les habría dejado el arma. Pero la juventud y la fuerza del segundo, y la fama, aunque fuese insignificante, del primero, le habían provocado. Patsy bajó al vestíbulo, abrió la puerta y salió a la calle, corriendo en pos de su marido.

Un gorrión moribundo aleteaba patéticamente sobre la reja de un desagüe, al pie de una farola. En circunstancias normales, Patsy se habría detenido, pero oyó el zumbido de una sirena de la Policía detrás de la esquina, delante de ella, y corrió en su dirección, abandonando al tembloroso pajarillo.

En la esquina de Charleston Road y Beach Trail había una segunda farola, y una criatura, una niña pequeña con gafas y lacios cabellos castaños, estaba plantada debajo de ella, y la miraba. De momento, Patsy pensó que era muy tarde para que una chiquilla estuviese fuera de casa, y después aquella niña le pareció familiar. Su angustia por Les hizo que siguiese corriendo hasta llegar a la altura de la farola. Entonces vio un coche patrulla parado en Beach Trail, en dirección al camino de entrada de una casa, precisamente la que estaba detrás de la suya. Un policía estaba de pie junto a un encorvado anciano y un delgado adolescente, y Les estaba agachado delante de ellos, apuntándoles con su pistola.

—¡Oh, Dios mío! —jadeó Patsy.

Les se había vuelto loco y mataría a alguien, a menos que el policía disparase primero.

Entonces se dio cuenta de que la niña al pie de la farola era Marilyn Foreman. Involuntariamente, dejó de mirar a su marido, que seguía apuntando con la pistola al policía, y se volvió hacia la niña. Marilyn Foreman, con su corbata de lazo, sus calcetines blancos enrollados y su rostro pálido e indomable, estaba bajo la luz del farol, pero no proyectaba sombra alguna.

—No —dijo Patsy—. No es…

Marilyn abrió la boca y habló, pero ninguna palabra brotó de sus labios. Patsy oyó el ruido de un disparo, muy fuerte en la calle silenciosa.

9

—Gary Starbuck es un profesional —dijo Dick Norman a Tabby, al girar hacia Bridge Road y cruzar el Nowhatan—. Todo un tipo. Nadie sabe su verdadero nombre, salvo nosotros. Ése sabe lo que se hace, chico.

—¿Qué quieres decir, con eso de profesional?

Los dos hermanos se echaron a reír. Ahora corrían por Greenbank Road, con el motor reconstruido del «Oldsmobile» haciendo todo lo imaginable, salvo lanzar llamas por el tubo de escape.

—Coge cosas —dijo Bruce—. De las casas de la gente. Cuando acaba con una casa, sólo quedan las termitas. Apuesto a que Gary Starbuck gana más dinero en un año que todos los de aquí. Apuesto a que es millonario, con todo lo que tiene.

—¡Oh! —exclamó Tabby.

—Y vamos a colaborar con él —graznó Dicky.

—Esto no es para mí —dijo rápidamente Tabby.

—¡Oh! No esta noche. Esta noche sólo vamos a utilizar el Devastador. En Greenbank. Lo tenemos todo previsto. Llegaremos a Greenbank exactamente diez minutos después de que Bobo el Payaso arranque en dirección a Post Road. Le hemos tomado la medida a ese imbécil. Conocemos todos sus movimientos. Y quedará como el imbécil que es.

—¿No os habéis cargado ya unos cuantos buzones en Greenbank? —preguntó Tabby, que había visto la prueba de las hazañas de los gemelos.

—Sí, pero esto es especial para Bobo —dijo Dicky, apretando el bate con la palma de la mano—. Y, después, quizá tengamos una pequeña charla con Gary Starbuck. A menos que pienses irte a casa, amiguito.

—Creo que lo haré.

—Más tarde hablaremos de esto —dijo Bruce, desde el asiento delantero.

—Yo no robo las casas de la gente, y no quiero tratos con los que lo hacen —dijo Tabby, con un nerviosismo que hacía que pareciese remilgado—. No quiero destrozar los buzones de mis vecinos.

Dicky le dio unas palmadas en la cabeza.

—Vamos hombre.

—Es mi vecindario.

—Claro, es su vecindario —dijo Bruce.

Dicky bajó el cristal de la ventanilla y sacó el bate en el momento en que doblaban una esquina. Un buzón saltó de su soporte con un chasquido parecido al de un cuello al romperse. Dicky gritó, entusiasmado:

—¡Le he dado bien a ese mamón!

—Bueno, no queremos que hagas nada especial —dijo Bruce—. Sólo somos amigos, ¿de acuerdo?

—Sí.

—No sé, pero tú no pareces demasiado amigo nuestro —dijo Dicky, golpeándose la palma de la mano con el bate.

—El robo no entra en mis costumbres —dijo Tabby—. Sólo quise decir esto.

—Pero ese tipo corre con todo el riesgo —dijo Bruce—. No somos tan tontos como parecemos.

Tabby no dijo nada.

—Ahí viene otro —dijo Dicky.

Rodaban cerca de la verja de la «Academia de Greenbank». Dicky sacó el bate al reducir Bruce la marcha. Lo levantó con una mano y lo descargó con fuerza sobre el buzón de la Academia. Sonó un fuerte ruido, y Dicky gritó de nuevo con entusiasmo al acelerar Bruce la marcha.

Cuando giraron Beach Trail arriba, Tabby protestó:

—Ahí es precisamente donde vivo, chicos.

—Empiezas a fastidiarme, Tabs —dijo Dicky.

¿Por qué estoy aquí?, se preguntó de pronto Tabby.

¿Porque Sherri y mi padre están disputando siempre? ¿Porque esos dos patanes me han pagado una «Coca-Cola»?

—Tal vez os parezca extraño —dijo—, pero ¿habéis pensado alguna vez en haceros policías? Apuesto a que seríais un par de buenos polizontes.

—Mierda —dijo Dicky.

Y Bruce respondió simultáneamente:

—No hay dinero en eso, Tabs, no hay di-ne-ro. Todos los polis de Hampstead viven en Norrington, hombre, ¿no lo sabías?

—Tú te cargarás el próximo, Tabs —dijo Dicky.

Rodaban distraídamente Cannon Road arriba, y no vieron el coche patrulla de Bobo Farnsworth, que estaba aparcado detrás de unos árboles en el camino de entrada de Leo Friedgood. Leo había apagado las luces del patio.

—¿Sabéis lo que realmente me gustaría hacer? —preguntó Bruce—. Me gustaría liquidar un día a alguien muy importante…, como el presidente, chico, o a John Denver. Me gustaría ser el primero que tratase de cargarse de veras a John Denver.

Dicky puso el bate sobre el pecho de Tabby.

—Pasa al otro lado de la calle, Bruce.

—No al mío —dijo Tabby, viendo adonde iba Bruce—. No quiero hacerlo.

—Me fastidias.

—Bueno, está bien.

Bruce entró en Charleston Road, y pasó al otro lado de la calle, en contradirección.

—Arréale a ése, Tabs.

Furioso y desesperado, Tabby sacó el bate por la ventanilla, sosteniendo el mango encintado con ambas manos. Nunca había deseado nada menos que esto. El bate golpeó el buzón con una fuerza que pareció terrible, y a punto estuvo de saltar de las manos de Tabby.

—Está bien —suspiró Bruce—. Tienes sangre en las venas, hombre.

Dicky le golpeó la espalda. Le dolían los brazos a causa del choque, que parecía haberse transmitido con toda intensidad a lo largo del bate y hasta sus bíceps y sus hombros.

Bruce aceleró.

—Uno más para esta noche, pero deja que te diga lo que queremos hacer. ¿Conoces ese aparcamiento delante de la tasca, la que tiene un rótulo que da vueltas?

—¡Eh! Alguien corre detrás de nosotros —gritó Dicky, divertido—. Se imagina que podrá tomar el número de la matrícula. Debe de estar majareta.

Tabby miró hacia atrás y vio un hombre en pijama que corría detrás del automóvil.

—¡Adiós! —exclamó Bruce, girando a toda velocidad en la esquina de Beach Trail.

Alargó un brazo hacia atrás, y Dicky puso el bate en su mano.

—¡Ah! Casi estoy en casa —dijo apresuradamente Tabby—. ¿Por qué no me…?

Bruce cruzó la calle y arrancó un buzón de su soporte.

Al volar la caja sobre la calzada, oyeron la sirena de un coche de la Policía que bajaba por Canon Road.

—Dejadme salir —insistió Tabby.

—¡Jesús! —chilló Dicky—. ¡Gallina!

—Es como Skippy, hombre —dijo tranquilamente Bruce a su hermano—. Deja que se largue.

Dicky empujó en seguida a Tabby hacia la portezuela.

—Ten cerrado el pico y no te pasará nada —silbó—. No digas una palabra.

Tabby abrió la portezuela y salió corriendo, treinta segundos antes de que el coche de Bobo Farnsworth, tocando la sirena y con las luces centelleando, entrase en Beach Trail. Detrás de Bobo, Les McCloud salió corriendo de Charleston Road, agitando la pistola y gritando obscenidades.

10

En Greenbank, como en la mayor parte de Hampstead, había pocas luces encendidas en las casas. Los faroles de alto voltaje y las luces de seguridad iluminaban los campos de césped como escenarios de teatro. Nadie estaba despierto en la parte alta de Charleston Road, aunque había luz en dos ventanas de la casa de los McCloud; Patsy y Les dormían en habitaciones separadas, dedujo Bobo, sin sorprenderse. A veces lo llamaban allí para que pusiese fin a una pelea, y se encontraba con que la linda y tensa mujer tenía un ojo hinchado y un labio partido. Y después de pasar Les una noche en una celda, Patsy lo admitía de nuevo e inventaba el cuento de que se había caído de una escalera. No había luces en Beach Trail. Bobo se metió en Cannon Road y vio desde la esquina que, aunque las luces del patio estaban apagadas, las ventanas del cuarto de estar y del comedor de la casa de Leo Friedgood estaban iluminadas. Insomnio. Y él se había olvidado de correr las cortinas. A menos que estuviese borracho como una cuba, lo más probable era que Leo se alegrase de tener compañía.

Bobo metió su coche en la senda de entrada y lo aparcó junto a una hilera de árboles. No quería que, si un vecino había salido a dar un paseo a medianoche, pensara que los mejores de Hampstead seguían interrogando a Leo Friedgood. Al mirar hacia las ventanas iluminadas, vio moverse una sombra en la pared del cuarto de estar. Bobo subió los peldaños y tocó el timbre de la puerta.

Friedgood no respondió, y Bobo volvió a llamar.

—¿Quién es? —preguntó una voz apagada desde el otro lado de la puerta.

—Soy el agente Farnsworth. Estoy haciendo mi ronda, y me he detenido para ver si necesita usted algo.

Friedgood no respondió.

—¿O quiere que charlemos un rato?

—Vayase de aquí —dijo la voz.

—Me extraña que hable así. ¿Se encuentra bien, Mr Friedgood?

Las cortinas a la izquierda de Bobo se cerraron. Pareció que Friedgood emitía unos sonidos de enojo, de miedo.

—Abra la puerta, Mr. Friedgood. Deje que le ayude.

—¿Cree que puede ayudarme? Entonces, abra usted.

Bobo hizo girar el tirador y abrió la puerta. Casi inmediatamente, sintió olor a carne quemada. Friedgood se alejó, entrando en el cuarto de estar, a su izquierda. Bobo vio con sorpresa que Friedgood llevaba sombrero. Friedgood apagó las luces del cuarto de estar antes de volverse.

Lo primero que vio Bobo fue que los ojos del hombre estaban cubiertos por unas gafas oscuras, como las que suelen ponerse los aviadores. Llevaba el sombrero inclinado sobre la frente, y enguantadas las manos. La mitad de la cara de Friedgood parecía hinchada, torcida; la otra mitad, desde debajo de las gafas hasta el cuello de la camisa, tenía el color rojo de la carne cruda. El espeso bigote había desaparecido.

—No se acerque —dijo Friedgood. Tenía los labios blancos, y parecía que se los hubiese pintado—. Tengo algo. No se acerque más.

—¿Quién es su médico? —preguntó Bobo.

Friedgood levantó la mano derecha y la pasó por el lado rojo de su cara. Incluso en la oscuridad. Bobo vio que el guante estaba manchado de sangre. Parecía como si Friedgood tuviese la cara llena de pústulas y hubiese tratado de quitárselas cortándose o quemándose la piel.

—Mi médico no puede hacer nada. —Friedgood se hundió más en la penumbra—. ¿Está satisfecho? Ahora vayase. No quiero su compañía.

Bobo miró a Friedgood, que permanecía en la penumbra: el lado hinchado de su cara estaba tan blanco como sus labios. La mejilla del mismo lado, fuese el hueso o la piel que lo cubría, parecía moverse independientemente, como un ratón temblando al dormir.

—Quítese el sombrero y las gafas —dijo Bobo—. ¡Jesús! Nunca vi una cosa igual.

Oyó lo que parecía una explosión en algún sitio del exterior, y su corazón estuvo a punto de pararse.

Friedgood rió convulsivamente. Un coche se alejó zumbando.

—Será mejor que me vaya —dijo Bobo—. Ha sido otro de esos malditos buzones. Pero, si puedo traerle algo, servirle en algo…

—Vayase —dijo Friedgood—. No puede hacer nada por mí.

Bobo se volvió y salió corriendo, con la piel de gallina. Cuando llegó a su coche, vio que Friedgood había apagado todas las luces. Bobo se imaginó un momento a aquel hombre en la gran casa a oscuras, con la destrozada piel emitiendo un fulgor fosforescente…, y entró a toda velocidad en la calle, levantando gravilla.

Estaba buscando las luces traseras de un coche al doblar la esquina de Charleston Road, pero advirtió con el rabillo de un ojo que el buzón de la correspondencia de Les McCloud estaba aplastado en uno de sus lados. Al pasar por delante de la casa, se abrió la puerta de la entrada y brotó de ella un rayo de luz: Les iba a inspeccionar los daños. Bobo siguió adelante, mirando a un lado y otro en las encrucijadas por si veía una luz roja. Los vándalos podían haberse metido en el laberinto de calles de este sector de Green Bank, o bajar por Feach Trail para llegar a Mount Avenue. Apostó a que era esto último lo que habían hecho.

Entonces oyó de nuevo el estruendo de un buzón al ser destruido, puso en marcha la sirena y giró hacia Beach Trail.

Una manzana más abajo, vio movimiento, pero ningún coche. Delante de la vieja casa corroída por la intemperie, un buzón había rodado hasta la mitad de la calle, y un muchacho se disponía a recogerlo. Cuando el chico oyó la sirena, miró en dirección a Bobo, pero no echó a correr, sino que llevó la caja hacia su poste.

Bobo arrimó el coche a la orilla de la calle, apagó las luces y la sirena y se apeó.

—Espera, hijo —dijo al muchacho—. ¿Viste pasar algún coche? ¿Viste quién hizo esto?

El chico meneó la cabeza, y Bobo se acercó a él.

—¡Eh! Te he visto hace un momento. Estabas con los Norman.

—Sí —dijo Tabby—. Vivo en Hermitage Road. Vi esta caja en medio de la calle.

—No debemos tomarnos el trabajo de clavar de nuevo la caja en su soporte —dijo una voz tonante en el jardín, y Tabby y Bobo se volvieron y vieron a un hombre encorvado, de suéter gris y anchos pantalones blancos, avanzando despacio hacia ellos a través de la oscuridad—. Si yo lo hiciese, cualquier gamberro vendría y aún empeoraría la cosa; le han dado un buen golpe, pero la última vez lo destrozaron, aunque sin cortarle la cabeza.

Bobo vio que el chico dirigía al viejo una mirada sobresaltada de reconocimiento; como si éste, pensó Bobo, fuese alguien famoso, quizás un astro del cine. Tenía la cara llena de costurones y las mejillas hundidas. Los ojos brillaban bajo unas cejas hirsutas. Unos blancos cabellos caían desde la coronilla calva y pecosa del hombre y flotaban alrededor de sus grandes orejas. La cara era curtida, pero enérgica. Bobo comprendió inmediatamente que aquel hombre era alguien, aunque no lo reconoció, y cambió el tono que habría adoptado en otro caso.

El viejo captó la mirada asombrada del muchacho, que, según Bobo, abría más los ojos a cada momento, y después miró a Bobo con expresión divertida.

—Me llamo Graham Williams. No creo que ese chico sea el famoso asesino de buzones. ¿Lo eres, muchacho? ¿Eres el Ramón Mercader de las cajas de correspondencia?

Ni Bobo ni Tabby reconocieron el nombre del asesino de León Trotski, pero a Bobo le sonó el nombre del viejo.

—Williams… He oído hablar de usted.

—Pregúntele a Tortuga por mí —dijo el viejo—. Le contarán un montón de embustes. Hace entre treinta y cuarenta años, me metí en un lío con un par de bichos llamados Nixon y McCarthy. Otros bichos querían hacerme declarar ante un comité. Y a punto estuve de…

Unos gritos calle abajo impidieron que Bobo dijese que la única razón de que reconociese el nombre del hombre era que lo había oído a los del Servicio Médico de Urgencia.

Los tres miraron hacia el sitio de donde venían los gritos. Un hombre en albornoz subía corriendo por la calle en dirección a ellos. Sus zapatillas repicaban sobre la calzada.

—¡No huyáis! —chillaba—. ¡Os pillaré!

Tabby volvió los abiertos ojos hacia el viejo. Murmuró algo que Bobo no captó, pero que pareció sorprender a Williams.

El viejo se echó atrás y observó al chico.

—¿Eres el nieto de Monty Smithfield? ¿Aquél a quien llaman Tabby?

—En una barca —dijo Tabby.

—Detente, Les —dijo Bobo, desentendiéndose de lo que decían los otros—. No tienes por qué excitarte. —Entonces vio la pistola de Les y levantó la mano izquierda para distraerlo, mientras desabrochaba su propia pistolera con la derecha—. ¿Has visto un coche, Les? —preguntó, con voz tranquila.

—Apártate de mi camino, y deja tu pistola en la funda —gritó Les.

Ahora caminaba, resoplando después de la carrera.

—Estás borracho, Les. Guarda el arma.

—¡Al diablo contigo! —exclamó Les, colocándose en posición de fuego, con ambas manos estiradas y las rodillas ligeramente dobladas—. Ese chico ha destruido algo de mi propiedad.

—Te equivocas de muchacho —dijo Bobo.

Por encima del hombro de Les pudo ver a Patsy que doblaba la esquina de Charleston Road. Parecía moverse como en trance, y se detuvo a mirar el poste de una farola, casi con el mismo pasmo con que el chico miraba a Graham Williams.

—Y ésa es Patsy Tayler —dijo el viejo—. Tiene la cara huesuda de los Tayler. ¿No puede hacer que ese hombre baje la pistola?

—¡Están encubriendo a un vándalo! —gritó Les.

—Les —dijo suavemente Bobo—, ¿te has vuelto loco? Si no sueltas el arma, tendré que atizarte.

—¡Apártate de mi camino!

Graham Williams se puso delante de Tabby.

—Creo que su mujer está allí detrás —dijo, en tono persuasivo.

El cañón escupió una llamarada y la pistola hizo un ruido más fuerte que una tos y más flojo que un trueno, les giró en redondo después de disparar, y la pistola pendió de sus dedos. Patsy había empezado a correr en su dirección.

Bobo tenía su «44» en la mano y apuntaba a la espalda de Les McCloud. Se dio cuenta, con alivio, de que no sería la primera vez que tuviese que disparar su arma en acto de servicio. Les McCloud se tambaleaba como si anduviese sobre zancos.

—¡No! ¡No! —gritaba Patsy, sin dejar de correr.

La pistola cayó de la mano de Les y rebotó en el suelo. Un segundo después, Les se sentó como un niño, con las piernas estiradas. Bobo oyó que el viejo Williams suspiraba y comprobó en seguida que tanto éste como el chico estaban ilesos. Williams rodeaba con un brazo los hombros del muchacho.

—Quédate aquí —ordenó, y echó a andar en dirección a Les y Patsy.

Al acercarse, oyó que Les sollozaba de rabia. Bobo se agachó y cogió el arma, que era una «22» de cañón corto.

—Apunté por encima de tu cabeza, bastardo —le dijo Les. Después volvió la cara roja e hinchada hacia Patsy—. Vete de aquí con mil diablos, Patsy. No quiero verte.

—¡Jesús! Tendría que detenerte y encerrarte —dijo Bobo—. ¿Qué diablos te imaginas que estás haciendo? Podrían meterle en la cárcel por esto. ¿Y qué crees que te echarían, por homicidio frustrado? ¿Quince años? ¿Veinte?

—Sólo protegía lo que es mío.

Seguía llorando y cerró los ojos.

—Eres un asno y un imbécil —dijo Bobo. Y volviéndose a Patsy—. ¿No te pasará nada? ¿Quieres que lo encierre por esta noche?

Palsy sacudió la cabeza. Parecía impresionada y medio muerta del susto, pero resuelta. «Una buena mujer —pensó Bobo—, demasiado buena para este estúpido.»

—Lo llevaré a casa, Bobo —murmuró ella—. Por favor.

—No, no lo harás —dije Les, todavía en medio de la calle con las piernas estiradas.

Patsy alargó un brazo para tocarlo, pero él le apartó la mano.

—Vas a irte a casita —dijo Bobo, pasando las manos por debajo de los brazos de Les y poniéndolo en pie—. Dentro de un par de días, vendrás a la Comisaría a buscar esta «22». Y quiero ver tu permiso.

—Tengo permiso —gruñó Les.

—Si no hubiese estado comiendo contigo, te acusaría menos de empleo indebido de arma de fuego. Al menos.

—Disparé por encima de tu cabeza.

Les se tambaleó y, después, se irguió con el aplomo del bebedor inveterado.

—Con esa porquería de pistola, esto es más peligroso que apuntarme de veras —dijo Bobo—. Vete a casa.

Les dio unos pasos vacilantes calle arriba. Cuando Patsy trató de asirle del brazo para que mantuviese el equilibrio, la rechazó violentamente.

—Déjalo que vaya solo —dijo Bobo—. ¡Jesús! Es la primera vez que alguien me ha disparado un tiro, y ni siquiera he tenido la satisfacción de detenerlo. —Miró el rostro contraído de Patsy—. ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien —respondió Patsy—. ¿Tienes que preguntármelo para verlo?

—Dale media hora. Y tal vez harás mejor en dormir hoy en la habitación de los invitados.

Patsy asintió con la cabeza.

—¿Puede alguno de los presentes ofrecerme una taza de café?