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Todo el día siguiente, Clark y su amante estuvieron bebiendo con delicado abandono, como si participasen en un concurso y esperasen ganar un premio. Habían empezado con cerveza, botellas frías de «Molson’s Ale» sacadas del frigorífico, mientras Berkeley abría perezosamente un paquete de tocino ahumado y echaba toda la loncha en la ennegrecida sartén; habían pasado al licor fuerte alrededor de las once («Jameson’s» para Clark, vodka «Stolichnaya» para Berkeley, tan fría que daba dentera), y abrieron una botella de vino para beberla con el almuerzo. Éste fue a base de salchichas de hígado y pan de centeno —incluso estando serena, Berkeley Woodhouse pensaba que cocinar era una tarea servil que había que dejar para los otros—, pero el vino era un «Napa Valley Chardonnay». Hasta un par de horas después del almuerzo, Tabby pensó que su padre y Berkeley aguantaban la bebida un poco mejor que de costumbre, y que probablemente se dormirían viendo la televisión. Solían hacerlo de vez en cuando, y Tabby apagó las luces y pasó sobre sus piernas para irse a la cama. En realidad, pensó que parecían menos embriagados que de costumbre: Berkeley le revolvió los cabellos un par de veces y su padre hizo un chiste por primera vez desde la partida de Sherri Stillwell.
—Dios mío, Clark —dijo Berkeley—, acabo de darme cuenta de que estuviste dos veces casado, y apuesto a que no fuiste feliz más de seis meses con cada una de tus mujeres.
—La felicidad no compra el dinero —dijo Clark.
Berkeley soltó una carcajada y Tabby levantó la cabeza, sorprendido; el chiste disfrazaba una mentira, pero no dejaba de ser un chiste, a pesar de su amargura.
Después del almuerzo, incluso esta frágil ligereza desapareció.
Clark y Berkeley subieron al dormitorio, para echar «una siestecita», dijo Berkeley. El viejo eufemismo hizo que Clark frunciese las cejas.
—Esto significa un revolcón, muchacho, ¿lo entiendes? Un emparedado de piel, Una «siestecita», ¡qué tontería!
Y empujó a la mujer hacia la puerta.
Tabby conocía la mayoría de los ruidos que acompañaban a las fornicaciones de su padre, y para no oír una vez más el concierto de ronquidos y gruñidos, se metió en su propio cuarto. Veinte minutos más tarde, se sorprendió al oír ruidos procedentes del dormitorio de Clark; generalmente, no llegaban tan lejos. Y los propios sonidos parecían diferentes de los acostumbrados, que eran como de corral. Tabby pensó que su padre estaba llorando.
Alrededor de las dos, Clark y Berkeley volvieron a la cocina, donde estaba Tabby sentado a la mesa, leyendo una novela de H. P. Lovecraft que había encontrado en la biblioteca. Berkeley presentaba unos grandes tiznajos negros debajo de los ojos, y los cabellos de su padre estaban revueltos. Clark tenía la boca torcida en un gesto de amargura.
Berkeley fue directamente al congelador del frigorífico y sacó la botella de «Stolichnaya», vertió varios dedos en el vaso que había utilizado por la mañana, y añadió un puñado de cubitos de hielo.
—¡Clark! —dijo, con voz tentadora—. ¿Quieres un poco de whisky irlandés?
—¿Qué otra cosa puedo querer? —gruñó él—. ¡Maldita zorra!
Ella le preparó en silencio la bebida.
Clark la engulló con semblante hosco; hizo una mueca.
—No tienes que atropellarme de esta manera —dijo Berkeley.
—Dime dos buenas razones para no hacerlo —masculló Clark.
Tabby salió; pensó que aquel par de infelices apenas se habían dado cuenta de ello. Al subir la escalera para ir a su habitación, primero pensó que oía a su padre sollozando de nuevo, y después, que estaba gritando. Cerró la puerta y se tapó los oídos con las manos. Cuando cesaron los fuertes gritos, Tabby puso un disco —The Doctor Is In, de Ben Sidran— y borró todo lo demás aumentando el volumen hasta el máximo a que se atrevió.
A las cuatro, bajó de nuevo a la cocina para tomar una «Coca-Cola». Clark y Berkeley habían dejado abiertas las puertas de la nevera y del congelador, y Tabby las cerró cuando hubo sacado su botella. Platos grasientos de varios días estaban amontonados en el fregadero, y después de sorber su «Coca-Cola», Tabby vertió jabón líquido sobre ellos y abrió el grifo del agua caliente. Berkeley sentía tan poco interés por la limpieza como por la cocina. Cuando su padre lavaba los platos, los rompía adrede. Tabby lavó rápidamente todos los platos en el fregadero, se enjugó las manos y se dirigió a la biblioteca. Era una de las cuatro habitaciones que tenían chimenea, y un pequeño y humeante fuego ardía en el hogar. Tabby vio que la persona que había preparado el fuego había utilizado sólo papel de periódico para encenderlo, arrojando después más periódicos doblados sobre las débiles llamas. El televisor emitía estruendosamente un anuncio de pasta dentífrica para la vacía habitación. Tabby sintió el olor del papel quemado, del whisky, y una emoción tan fuerte y amarga…, mientras seguía pensando que la habitación estaba vacía; la amargura del sentimiento que se había derramado allí era tan fuerte como el olor del whisky irlandés de su padre.
Y entonces, por un instante, vio que las paredes se movían y oscilaban. Tuvo la débil impresión de que se deslizaban hacia él, y se apartó a un lado, recordando lo que le había ocurrido en la biblioteca…, un hombre con ojos de color de té levantando una pistola mientras estallaba una tormenta sobre sus cabezas…
«Tendrías que haber ido a Fairlie Hill con los otros, muchacho.»
Se le secó la boca; su corazón palpitó.
Si no hubiese oído el regüeldo de su padre en aquel momento, se habría desmayado.
Tabby giró en redondo, en dirección al ruido, y vio a Clark apoyado en las cortinas pardas que cubrían la ventana, y que le miraba echando chispas por los ojos. Sostenía con inseguridad un vaso lleno de un líquido de color castaño. Tenía los cabellos caídos sobre la frente. Clark parecía casi confundirse con las cortinas, a punto de volverse invisible. Un par de moscas pasaron zumbando por delante de su cara. Entonces vio Tabby que Berkeley Woodhouse yacía en el canapé adosado a la pared del fondo, con la falda descuidadamente arremangada y los cabellos esparcidos sobre la mitad de la cara. También ella tenía algo de fantasma…, como si el vodka ruso se hubiese llevado la mitad de su sustancia.
—Vete —dijo su padre, con voz ronca, desgarrada, rota por la emoción.
Tabby salió de la estancia.
Estuvo un rato sentado en la escalera, demasiado confuso por lo que les ocurría a él y a su padre para saber lo que tenía que hacer. Y mientras estaba allí, con los brazos cruzados alrededor de las rodillas, Clark pasó dos veces tambaleándose por delante del pie de la escalera, para ir a la cocina en busca de más bebida, que llevaba después, inseguro, a la biblioteca. La pequeña y mal encendida fogata lanzaba humo: Tabby podía oler sus acres ráfagas. Las voces de la televisión se confundían con los gritos de borracho de Clark.
—«Goteras» —oyó que decía su padre—. Goteras.
Y también le oyó decir:
—Yo no tuve la culpa.
Percibió de nuevo el acre olor de la chimenea y, por primera vez, se extrañó de que su padre se hubiese tomado el trabajo de encender fuego en un cálido día de agosto.
Clark echó otro montón de periódicos sobre las brasas humeantes, y Tabby oyó gemir a Berkeley. «Cuatro Corazones» parecía invadida por la noche; por sombrías intenciones que requerían la oscuridad de la noche y la embriaguez. Tabby estaba sobre todo seguro de una cosa: su padre estaba atormentado, y dañaría a cualquiera que tratase de ayudarlo o de calmarlo. También atormentado, Tabby volvió a su habitación. Se puso unos auriculares, cerró los ojos, y se sumergió lo más posible en la música.
Una hora más tarde, salió al pasillo, que estaba excesivamente caldeado; el aire era seco, como después de una tormenta de arena. El olor a fuego y a ceniza llegaba hasta él desde la planta baja. Tabby se acercó a la escalera.
—¿Papá?
La voz ebria y angustiada seguía sonando abajo…, retardada por el licor, pero inextinguible. Tabby oyó el crujido de la pantalla del hogar del cuarto de estar al cerrarse.
—¡Papá! ¿Qué pasa?
—¡Eh! —oyó que decía Clark. Unas fuertes pisadas se acercaron al pie de la escalera; después apareció su padre, sujetando el cuello verde de su botella de whisky con la mano ennegrecida, y con tiznajos de ceniza en el semblante—. Enciendo fuego, eso es todo. Fuego en todas las chimeneas de «Cuatro Corazones». Para calentar de nuevo esta maldita casa. ¿Vas a ayudarme?
—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó Tabby.
—Trae más leña de fuera…, montones de ella. Berkeley sólo arrojó periódicos al maldito fuego, y no es así como se hace. Sal fuera y trae más leña.
—¿Tienes frío?
—Ya no —dijo Clark—. Creo que casi lo he remediado.
Tenía los ojos empañados: parecían conchas pintadas. Las manchas de ceniza parecían endurecerse en su cara; y fuesen cuales fueren las emociones de Clark, también se endurecían en ella. Tabby pensó que la cara de su padre era como una armadura impenetrable.
—¿Estás bien, papá? —preguntó.
—¿Vas a traer esa leña, o tendré que obligarte?
El semblante acorazado, con sus pétreos ojos pintados, le miró fijamente.
Tabby bajó rápidamente la escalera y pasó por delante de su padre, sin atreverse a mirarlo.
El prudente Monty Smithfield había comprado tres quintales de leña cada invierno y gastado menos de dos en las chimeneas de «Cuatro Corazones». Ahora, los leños partidos y aserrados estaban amontonados contra la larga valla de atrás… y había al menos para tres crudos inviernos. Parte de ellos estaban tan secos que la corteza se había levantado de la madera gris y enroscado como una falda arremangada. Tabby descolgó el juego de correas de transporte del gancho de la puerta de atrás y salió al patio cubierto de mustias hierbas. Olió el humo de las chimeneas, levantó la cabeza y lo vio enroscarse sobre la casa. Negros jirones que debían haber sido hojas de periódico quemadas bajaban de lo alto.
Tabby dejó las correas sobre el suelo y cargó en ellas todos los trozos de madera vieja y seca que calculó que podría levantar. Respirando hondo, arrastró la pesada carga a través de la puerta, donde chocó contra los montantes.
—Muy bien —dijo su padre, con los ojos chispeantes en su rostro manchado de ceniza—. Echa eso en la chimenea de la biblioteca.
—¿Todo?
—Después, sal y trae más. Casi tanto como lo que has traído ahora. Y échalo en la chimenea del cuarto de estar.
—Papá…
—Lo necesitamos, Tabby —dijo Clark, y se bebió un trago de su botella.
—Pero aquí hace ya mucho calor…
—¿Vas a hacer lo que te digo?
Tabby, haciendo un gran esfuerzo, levantó las correas y, empleando ambos brazos, llevó la carga a la biblioteca.
La estancia estaba tan caliente como una sauna. Soltó las correas, retiró la pantalla y empezó a levantar trozos de leña del pequeño montón y a ponerlos sobre el fuego que chisporroteaba.
Una lengua de llamas brotó de una raja de la leña amontonada, y se enroscó en el aire; la siguió un brazo de llamas, rojo y musculoso. La leña seca ardía como una fogata de hojas muertas. Tabby retrocedió ante la súbita intensificación del calor y golpeó dolorosamente con la espalda el borde de bronce de una mesa de café. Se irguió, frotándose la espalda. Ahora surgieron muchas llamas del hogar y subieron hacia la chimenea, tan entrelazadas y numerosas, que formaron un cuerpo de fuego gigantesco y oscilante.
Detrás de Tabby, Berkeley Woodhouse gimió en su canapé. Tabby se dio la vuelta para mirarla, pues casi había olvidado su presencia en la estancia. Sostenía un vaso manchado de lápiz de labios, y Tabby se acercó rápidamente a ella y lo tomó de su mano.
—Ponme otro, querido —le pidió, y Tabby pensó por un momento que ella lo tomaba por su padre.
Pero Clark estaba ya detrás de él, y Berkeley pestañeó y su cara se cerró: ahora sabía quién era.
—El chico tiene trabajo, y va a hacerlo —dijo Clark, tomando rudamente el vaso de su mano—. Yo te serviré otro trago, si crees que lo necesitas.
—¿Por qué eres…? ¿Por qué eres…?
Berkeley luchó un momento con la frase, pero se dejó caer de nuevo en el diván, sin terminarla.
—Muévete —ordenó Clark a Tabby—. La leña, ¿te acuerdas? No eres el encargado del bar.
Clark parecía todavía afligido, pero ahora era una aflicción agresiva.
—Quieres más leña —dijo llanamente Tabby—. Para la chimenea del cuarto de estar. Después para la chimenea de la cocina. Y después para la de tu habitación.
Clark se limitó a mirarle.
—Muy bien —dijo Tabby—. Se hará lo que tú quieras.
—Lo que yo quiera —dijo Clark—. Exacto. No lo olvidéis, tú y esa zorra.
Sonrió fieramente a Tabby, y entonces levantó la mano que sostenía la botella verde de «Jameson’s» para oxear un par de moscas que revoloteaban delante de su boca. El whisky salió del cuello de la botella y se derramó en el suelo. Clark seguía sonriendo como un lobo.
—¿Sabes lo que quiero? Todo un plato de fuego. Esto es lo que quiero.
Tabby no reconoció el latiguillo de Papá está aquí; salió de nuevo y trajo más leña.
Al extinguirse la luz del sol, las habitaciones de «Cuatro Corazones» se enrojecieron con los fuegos; Tabby seguía yendo de la puerta de atrás al montón de leña y viceversa, y al aumentar la oscuridad vio que las habitaciones de la planta baja y el dormitorio de su padre eran casi imposibles de reconocer: las fogatas parecían hacer más ruido de lo que era normal, y las llamas saltarinas alteraban las dimensiones de las estancias a las que daban color, acercando una roja pared y alejando otra más oscura. Tabby podía oír en toda la casa el insistente y absorbente ruido del aire subiendo por las chimeneas; estaba pegajoso a causa del sudor, y su cara, como la de Clark, estaba tiznada de hollín y de ceniza. Al transcurrir las horas, Tabby dejó de preguntarse por qué insistía su padre en convertir la casa en un horno —era otra idea de borracho, forzosamente mala, y al día siguiente sería olvidada— y se concentró en satisfacer la obsesión de Clark. Le dolían los brazos, sentía palpitaciones en su cabeza; después de varias horas de alimentar los fuegos de su padre, apenas si podía recordar su nombre. Tenía una vaga conciencia de Berkeley Woodhouse rondando por la casa, desdeñada por su padre. Y pensaba que, una de las veces que había entrado en la casa trajinando cuarenta kilos de leña, había oído que su padre lloraba de nuevo y decía: «¡Jean! ¡Jean…!», como si viese el fantasma de su difunta esposa. Pero esto era imposible y, en todo caso, Tabby estaba entonces tan fatigado que casi no reconocía el nombre de su madre.
Berkeley abrió de golpe la puerta del frigorífico y sacó una vieja morcilla de «Greenblatt’s», la cual empezó a mordiscar; el calor y el dolor muscular mataron el hambre de Tabby. Por fin, éste subió al piso alto para lavarse la cara y las manos —demasiado cansado para una limpieza mayor— y dejó a su padre en la planta baja, sonriendo a las rojas y furiosas llamas.
En la pared de una habitación que había presumido que era la suya, vio un gallardete desconocido…, un gallardete de universidad o de escuela superior, ARHOOLIE. ¿Arhoolie? Tampoco pudo identificar esta palabra. Al tumbarse en la cama, la habitación pareció dilatarse y envolverlo. Sentía su piel como si la hubiesen asado a la parrilla.
—¡Todo un plato de fuego! —oyó que chillaba Clark, antes de sumirse en un pesado sueño.
Soñó, claramente, que viajaba hacia un inmenso bosque. Enormes árboles oscilaban en un llano, oscureciendo con sus sombras la tierra ante ellos. Sus frondosas copas oscilaban también; se inclinaban hacia el caminante Tabby, y sacudían las hojas en su dirección. Él sabía que debía correr, dar media vuelta y correr como un demonio…, incluso los árboles se lo estaban diciendo. Del inmenso bosque llegó una ola de aflicción, de maldad…, de lo que parecía maldad al muchacho, debido a la fuerza de su amargura. Tenía que echar a correr, pero debía acercarse más, debía ver lo que se ocultaba entre o debajo de aquellos árboles que se estiraban. Y al acercarse, cruzando el herbazal del llano, tostado por el sol, empezó gradualmente a oír ruidos de animales…, de animales que sufrían, chillaban o temblaban de pánico y de angustia, cruelmente heridos en combate. Acompañando los terribles ruidos de dolor y de muerte, sonaban los violentos sonidos de las luchas que proseguían: cuerpos estrellándose contra los árboles, la tierra rajada por garras y pezuñas. Algún animal chilló con voz de mujer, estridente y temerosa. En el bosque, las bestias se habían vuelto contra ellas mismas; se habían vuelto completamente salvajes, y si Tabby se aventuraba a dar un paso entre los espesos e inclinados árboles, saltarían sobre él y le arrancarían el corazón del cuerpo. En los últimos segundos de este sueño —parecía como si el mundo quisiera suicidarse, degollarse a sí mismo—, Tabby oyó que todos los locos y furiosos animales del bosque maldito advertían su presencia, y sintió que lo acechaban entre el follaje. Casi podía ver sus ojos enloquecidos. Aquel grito que parecía de mujer vibraba sobre su cabeza. Los asesinos sabían que él estaba allí.
Cuando abrió los ojos, con las manos agarrando el borde caliente de una sábana, vio un charco de luz blanca en medio de su oscura habitación. El charco de luz brillaba y se retorcía. Lo había visto antes de ahora, no recordaba dónde. Y entonces recordó a su padre sentado embriagado a la mesa de la cocina, unos días antes, y que la misma luz había jugado detrás de su cabeza.
En el cuarto de Tabby reinaba ahora un calor asfixiante. El olor a humo de leña, fuerte pero agradable, llenaba la habitación.
La temblorosa mancha de luz, más allá de los pies de su cama, se encogía, se concentraba. Todos aquellos animales enloquecidos del bosque… Tabby se acurrucó en la cama, consciente por primera vez de que su sudor había humedecido las sábanas.
Por un instante, estuvo seguro de que iba a ver que Dicky Norman tomaba forma en aquella oscilante mancha de luz…, Dicky, tan malo y tan loco como los animales de su sueño.
La variable mancha blanca se encogió, se retorció y convirtió en una cara de momento impersonal. Tabby contrajo el cuerpo sobre la cama húmeda y aspiró una gran bocanada de aire perfumado de humo. La cara que tenía delante, inmóvil y cambiante, era inexpresiva e infantil; pero la frente se inclinaba hacia atrás y tenía bultos sobre los ojos, y el mentón se alargaba como una pala, y las orejas se doblaban sobre ellas mismas. La cara que Tabby tenía delante se endureció e hizo una mueca.
Era la de Gideon Winter, la verdadera cara bajo la que se había mostrado al mundo.
La cara de Gideon Winter se estiró hacia él, como habían flecho los árboles frutales en su sueño. Tabby tuvo vaga conciencia de un ropaje negro impregnado del olor penetrante del humo de leña. La enorme boca se abrió: dientes afilados. Una lengua como una larga serpiente se enroscó, obscena, en dirección a Tabby.
Más allá de la ventana, el animal herido aulló de nuevo. Pero no era un animal: era el grito de una mujer.
La cara se evaporó ante él y osciló en el aire como una voluta de humo. Después se fundió en la nada, dejando sólo un olor acre en el aire.
Tembloroso, Tabby saltó de la cama; ahora se dio cuenta de que su habitación se había vuelto vaga no sólo a causa de la oscuridad, sino también del humo. Llegó a la ventana en el momento en que otro grito lastimero rasgaba la noche. Cuando miró hacia abajo, hacia el jardín de «Cuatro Corazones», vio dos personas que luchaban en la noche y entre el humo. Había visto muchas escenas parecidas en las últimas semanas; todos los de Hampstead habían presenciado estas oscuras pero apasionadas reyertas, y quizá por esto tardó Tabby unos momentos en identificar a las dos personas que reñían en su jardín.
Pero incluso cuando hubo visto las inconfundibles facciones, incluso cuando hubo visto el conocido color del lápiz de labios, se negó a identificar a los dos contendientes: su mente se esforzaba en rechazar su identidad. Eran su padre y Berkeley Woodhouse.
Clark parecía enardecido, lo bastante vigoroso para derribar un roble con la palma de la mano; tanto, que, incluso después de reconocerlo Tabby como su padre, llegó a dudar de que fuese verdad. Clark no había demostrado tener tanta energía, tanta confianza en su fuerza física, desde los casi olvidados tiempos de sus victorias en el tenis. La satisfacción se traslucía y el placer cantaba en los músculos de Clark, en sus batientes brazos y en toda su espalda. Una de las primeras cosas que advirtió Tabby fue que su padre no se había divertido tanto desde hacía años.
Y entonces vio que el simétrico rostro de Berkeley estaba manchado de sangre, no de lápiz de labios.
Los músculos de la espalda de Clark rieron de nuevo, y su puño aplastó la nariz de la mujer, convirtiéndola en una pulpa sanguinolenta. Al llevarse Berkeley las manos a la cara, Clark le segó las piernas de una patada. Y al caer su amante al suelo, empezó a patearle las costillas con regocijada exactitud. Otro aullido terrible llegó a los oídos de Tabby. Clark dio un salto impaciente, un paso de danza —para colocarse en posición de ataque— y largó una patada a la cabeza de Berkeley. Ésta lanzó un gemido y Clark saltó sobre la hierba apuntando al diafragma de ella. Las largas piernas de la mujer temblaban, se agitaban sobre las matas. Clark tomó puntería y le propinó una fuerte patada en el vientre; el cuerpo de ella retrocedió dos palmos. Tabby vio manar abundante sangre de su boca. Pero no pudo moverse.
Berkeley se estremeció de nuevo —una voluta de humo blanco ocultó momentáneamente su cara— y Clark pudo golpearle la cara sin los inconvenientes del movimiento. Tabby vio que la pierna de Clark se movía dos veces, como un pistón, e inmediatamente después observó que la hierba a los pies de su padre tomaba otro color, de un tono más oscuro. Aparecieron manchas rojas en los pantalones de Clark. La blanca ráfaga de humo se desvaneció, y Tabby vio lo que había sido de la cara de Berkeley Woodhouse. Entonces pudo moverse.
Tabby levantó el cristal de la ventana, se asomó al cálido exterior.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Basta!
Clark dio una última patada al pecho inerte de su amante, se revolvió en redondo y miró a su hijo. Su cara estaba tan gozosa como Tabby había temido, inconscientemente radiante: la cara de un gourmet que acaba de darse el mejor banquete de su vida.
—Vuélvete, Tabby —dijo Clark—. Ahora te toca a ti.
—Papá —jadeó Tabby—, voy a llamar una ambulancia.
—Mira a tu alrededor, Tabby —dijo Clark, con voz ligeramente incitante.
Su padre le sonrió —una sonrisa que no parecía de Clark, sino más dulce y más formal— y volvió hacia la casa, dejando descuidadamente detrás de él el cuerpo de Berkeley sobre la hierba oscura y brillante.
Tabby se inclinó más en la ventana y observó que la figura de su padre se acortaba al pasar por debajo de él. Clark desapareció bajo el tejadillo del porche. Tabby oyó que la puerta se cerraba de golpe. Miró angustiado la forma inmóvil de Berkeley Woodhouse, esperando que gimiese o se moviese… Pero sabía que estaba muerta. Estaba muerta, y su padre la había matado.
Se cerró una puerta interior…, la puerta de la biblioteca.
Tabby se volvió, y fue como si toda la casa estallase en carcajadas.
La habitación no era la suya. Era más pequeña, estaba más llena de cosas. Vio unos esquís apoyados en la puerta de un armario, una funda de trombón al lado de la cama, un atril delante de la ventana opuesta. Tabby no esquiaba ni tocaba el trombón; no sabía leer una partitura; y no había ninguna ventana en aquella pared. El gallardete ARHOOLIE que había visto antes, el heraldo de todo este cambio, parecía mirarlo desde su sitio sobre la cabecera de la cama.
Tabby miró rápidamente por encima del hombro, sintiendo una solidez donde sólo hubiese tenido que haber un vacío, oscuridad donde hubiese debido brillar una débil luz. La ventana a la que acababa de asomarse había desaparecido, y en su lugar se veía una pared. Un papel de pálido color de rosa, con un dibujo de hiedra entrelazada, cubría las paredes.
Todavía percibía el penetrante olor a humo de leña, aunque ya no lo veía.
Tabby cruzó con precaución la habitación desconocida, y se acercó a la ventana. Lo que vio al asomarse no era Greenbank. Estaba contemplando un jardín más largo, que no terminaba en talud sobre la calle, sino en una valla blanca. Al otro lado de la calle había modestas casas rústicas de madera, mucho más apretujadas que las de Hamnstead. Los árboles eran diferentes; recordaban a Tabby los que había visto en el norte de Florida. Negras rayas de húmedo alquitrán surcaban la calzada. En una esquina —una esquina inexistente— se veía un rótulo callejero sobre un alto poste. Tabby frunció los párpados para leerlo: MAPLE LANE.
Como todo el contenido de la habitación, esto no le era familiar, y sin embargo, le resultaba en cierto modo conocido; como si lo hubiese visto en sueños.
En la planta baja, su padre rugía como una bestia, y el pecho de Tabby se encogía al darse cuenta de que no eran rugidos, sino carcajadas.
Maple Lane. Una habitación empapelada con dibujos de hiedra y unos esquís apoyados en la puerta de un armario. Arhoolie. Pensó que casi sabía lo que encontraría detrás de la puerta. Se preguntó: si llamaba por teléfono, ¿le contestaría la Policía de Hampstead, o la Policía de un mundo inventado como éste?
Una nueva ráfaga de humo, una nueva conciencia del calor reinante en la habitación, hicieron que se volviese hacia la puerta. También ésta se hallaba en una ubicación desacostumbrada pero extrañamente conocida, a la izquierda de la camita del muchacho, y el cuerpo de Tabby o la habitación en que se hallaba parecieron oscilar y retorcerse.
Fuera, había un pasillo lleno de humo invisible. Un humo que era como papel de lija en los ojos de Tabby o como sal en sus pulmones.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Papá!
—¿Quieres algo? —preguntó tranquilamente la voz de su padre detrás de él.
Tabby giró en redondo, tan asustado, que se le removieron las tripas.
Era la voz de su padre, pero no su padre. Un hombre delgado, mucho más joven, se desprendió de la pared. Tenía la cara salpicada de pequeñas cicatrices de acné; a Tabby le pareció un tipo de los que habrían buscado los gemelos Norman: tenía un aspecto de delincuente. Llevaba gorra y lo que sólo ahora reconoció Tabby como un traje tweed perteneciente a su padre. Tabby dio un paso atrás.
—Vuelve a tu habitación, Spunks —dijo aquella criatura—. Tengo una bandeja llena de dulces para ti. —Sonrió, y su sonrisa dejó helado a Tabby—. Toda una bandeja, amiguito.
—Papá —dijo Tabby.
—Papá está aquí —dijo la criatura con la voz de su padre, y empezó a deslizarse en dirección a Tabby.
Tabby dio media vuelta y corrió a la escalera, que sabía misteriosamente que estaba al final de aquel pasillo. Detrás de él, la criatura se echó a reír con la voz de su padre.
El calor aumentó al bajar Tabby la escalera. Podía oír, pero no ver, las fogatas del cuarto de estar y de la biblioteca…, un ruido de chispas, de llamas devorando toda la leña que ponían. Llegó al pie de la escalera y corrió al cuarto de estar, decorado con un diván tapizado de cretona y visillos fruncidos en las ventanas. Un reloj de pie se alzaba sobre una arrugada alfombra junto a un hogar de piedra. La habitación estaba tan caliente que parecía que iba a inflamarse por sí sola. Puertas holandesas de madera separaban esta estancia de la gran cocina, y Tabby la cruzó corriendo, sólo deseoso de salir al exterior, al verdadero exterior, a Greenbank.
Una mujer que estaba de pie delante del fregadero se volvió y le sonrió. Y entonces se dio cuenta por primera vez de dónde estaba. Con un modesto vestido castaño con cuello blanco de Peter Pan, Grace Jameson —una Grace Jame-son con la cara de su verdadera madre— le saludaba en la cocina de Papá está aquí, donde habían tenido lugar tantos enfrentamientos y transacciones. Junto con el simple y primitivo olor del fuego, percibió el de carne asada. Se detuvo; dejó de respirar.
—¡Oh, querido! —dijo su madre—. Estás aquí. Te hemos estado esperando mucho tiempo. La comida está casi a punto. ¿No deberías ir a lavarte en tu habitación? Tu papá te está esperando, ¿sabes?
—Billy Bentley —susurró él, mirando ávidamente la cara de Jean Smithfield, que parecía igual que el día de su muerte, diez años atrás.
Pero era diferente de como él la recordaba; sus recuerdos habían sido indeleblemente alterados por fotografías que había conservado Clark, y ahora vio que ella había fruncido la boca y se había estirado para posar ante los fotógrafos. A los veintinueve años, su madre era más baja de lo que él pensaba, más dulce, más frágil.
—Ahora te estás portando como un tonto —dijo ella—. Vuelve arriba, jovencito.
—Mamá —dijo él.
Su madre le dirigió una mirada de tierno reproche…, una mirada que le hizo sentir decorosamente su pérdida. Vio, porque el Dragón se lo permitió, cuan profundamente le había amado aquella mujer, cuan íntimamente se adaptaban sus almas.
Jean Smithfield se acercó a Tabby, con aquella expresión de amor profundo mezclada con el reproche a un hijo difícil, pintada en su semblante; como si fuese a empujarlo escaleras arriba. Entonces sonrió y alargó un brazo, con aire juguetón, para asirle el hombro.
Tabby vio su sonrisa y el movimiento de su brazo para tocarle, y quiso arrojarse en sus brazos. Pero una ráfaga de aire cálido, como salida de un alto horno —un aire que parecía capaz de fundir el hierro—, fluyó hacia él, y Tabby se echó atrás, sobresaltado.
Su madre todavía le sonreía, pero sus manos eran los centros de dos bolas de llamas; en un momento, las llamas subieron por sus brazos y saltaron a sus cabellos. Detrás de la cara sonriente, Tabby vio el hueso blanco y brillante. Retrocedió de nuevo, y al avanzar su madre, tambaleándose, en su dirección, las llamas se extendieron por su cara y bajaron hasta el pecho.
Sin mirar, Tabby extendió una mano a un lado y sintió en ella el intenso calor de un fuego invisible; gritó de dolor, y su mente casi se paró como una máquina sobrecargada. La casa ardía a su alrededor, y él no podía ver las llamas.
Su madre cayó de rodillas, tendiéndole aún los brazos. Tabby se apartó del lado donde había tropezado con las llamas, pero sin poder apartar los ojos de su madre. Ésta era un montón amorfo de fuego, del que salían dos brazos levantados.
La mano quemada latía y se estremecía de dolor. Incluso antes de mirarla, supo que le salían ampollas y se ponía roja.
Su padre se echó a reír detrás de él, y Tabby giró en redondo, apercibiéndose para ver a Billy Bentley. Pero era su padre, vestido con su traje gris y sosteniendo en la mano un vaso lleno de whisky irlandés. Cuando Clark derramó parte del contenido del vaso en el suelo, pequeños dedos de fuego enjugaron el whisky en el momento de caer.
—¿No es estupendo? —preguntó Clark—. Todos juntos de nuevo por última vez…, ¡y también la Televisión! —Clark se tambaleó hacia un lado y se enjugó el sudor de la cara. Sonreía como un perro, estúpidamente—. Arriba, ha dicho tu madre; ya lo has oído, jovenzuelo. Sube, pues, y arréglate para la comida.
Unas fibras de la manga izquierda de su chaqueta habían empezado a echar humo y a oscurecerse.
Dentro del crispado montón de fuego que había consumido a Jean Smithfield, pugnaba por nacer una forma que Tabby había visto ya dos veces…, estirándose horriblemente, desplegando sus alas. El calor rugió alrededor de la cabeza de Tabby.
—Todo un plato de fuego —dijo reflexivamente Clark—. Era esto, ¿no? «Todo un plato de fuego.» Recuerdo que lo dijiste muchas veces. Aquí, en esta cocina.
Richard: esto se refería a Richard Allbee, no a él. El Dragón le estaba diciendo que también Richard iba a morir esta noche; el Dragón quería que lo supiese.
—Te ayudaré a subir la escalera, Spunky —dijo su padre, tambaleándose y acercándose a él.
Tabby se apartó otro paso de la parte más cálida de la habitación y miró de nuevo la cambiante y devoradora fogata en medio del suelo de la cocina. Casi podía ver la cabeza con sus grandes ojos vacíos, unos ojos llenos de noche, irguiéndose allí dentro. Después, otro movimiento le llamó la atención, y miró a través de las llamas que se estiraban, y vio a Billy Bentley apoyado en una pared ardiente, sonriéndole amablemente desde las profundidades de su cara picada de viruela. Billy descruzó los brazos, bajó una mano y mostró el dedo medio extendido, como en un truco de prestidigitación.
—Tienes que irte —dijo Clark, inquieto—. Es hora…, no queda mucho tiempo…
Tabby se retiró, sin saber adonde iba, queriendo sólo alejarse de aquella pira móvil y de aspecto casi sólido en medio de la cocina. Sentía que sus cejas se chamuscaban y que los pelitos de la nariz amenazaban con arder. Billy Bentley seguía tendiéndole el dedo, sin dejar de apoyarse en la pared ardiente.
—¿Es éste el fin de la serie? —preguntó Clark, pestañeando.
Billy abrió la boca en una muda carcajada.
Tabby iba a morir. La casa ardía, y él y su padre estaban tan atrapados en esta alucinación de Papá está aquí, que ni siquiera podrían encontrar la salida. Tabby retrocedió más, viendo ahora la cabeza del murciélago de fuego surgiendo de la pira, mirando en su dirección con las cuencas vacías de sus ojos. En cuanto le viese el murciélago de fuego, moriría… Toda la cocina y toda la casa estallarían como la «Estrella de la Muerte» en La Guerra de las Galaxias.
—¡Eh, muchacho! —preguntó Clark—. ¿Qué diablos le ha pasado a Berkeley? ¡Jesús! ¿Por qué está tan caliente esta maldita bebida?
—Papá —dijo Tabby—. ¡Sal! ¡Sal de la casa!
La cabeza del murciélago de fuego se volvió ávidamente hacia Clark; un ala muy grande salió restallando de las llamas y se desplegó en toda la anchura de la cocina, lanzando a su padre dentro del fregadero y cubriéndolo de llamas al instante. Tabby vio arder la bebida de Clark; después vio que la ropa se desprendía de su cuerpo. Su padre lanzó un grito de agonía al empezar a tostarse su piel.
—¡Nooo! —chilló Tabby, presenciando impotente la muerte de su padre.
Otra ala enorme surgió de las llamas. Tabby giró en redondo, sollozando, y se alejó corriendo del calor… No sabía adonde iba en la casa real que se ocultaba detrás de esta visión de la casa de Papá está aquí, pero la temperatura del aire le decía dónde era el fuego más débil.
Sus dedos tocaron una pared caliente. Oyó chasquidos de alas enormes detrás de él. Deslizó los dedos a lo largo de la pared, esperando estar equivocado y sabiendo que no lo estaba.
Una moldura de madera resbaló debajo de sus dedos. Encontró el borde de una puerta y tiró de él, casi sin creer que estaba allí… sintió una ráfaga de aire fresco y se arrojó en aquella abertura.
Una cuerda ardiente le golpeó la espalda, como una espada de fuego, y Tabby cayó en la oscuridad, fuera de control, chocando su cabeza y sus brazos y su espalda contra madera dura… Rodó y golpeó el fondo. Tenía la cara húmeda, fría. Pensó que estaba sangrando; le dolía la cabeza en una docena de sitios, donde había recibido los golpes, y se le hinchaban los labios. El aire parecía helado. Abrió cautelosamente los ojos y sólo vio oscuridad.
Poco a poco, se dio cuenta de que estaba en el sótano. Su mejilla descansaba sobre tierra apisonada. La humedad de su cara era sudor, no sangre… El sótano parecía una nevera, después del intenso calor de la casa. Se arrastró apartándose del pie de la escalera, temiendo que aquella cosa de arriba lanzase llamas detrás de él. Le dolían las piernas y los brazos, pero podía moverlos: no se había roto nada al caer por la escalera. Tabby consiguió ponerse en pie; de momento, se quedó plantado, agitando la mano quemada en el aire y respirando despacio. Retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Sintió, más que supo, que estaba llorando.
Caminó junto a la pared, arrimados los hombros al bloque de hormigón, trasladándose a la zona de mayor oscuridad. Llegaban desde el techo ruidos de guerra y de tumulto; podía oír que el fuego cobraba intensidad, reclamando más y más trozos de la casa. Y en medio de aquel ruido, oyó una corriente subterránea de voces que gritaban algo confuso y que podía ser su nombre.
Aspiró y contuvo el aliento, tratando de interrumpir su inútil llanto. Se enjugó la cara con la mano ilesa.
Ahora pudo oír las voces que gritaban su nombre. Se alejó lo más posible de la escalera.
Una sola voz gritó:
—Sube, hijo.
Era la voz de su padre. Tabby vio a Clark saltando en el jardín, destruyendo a patadas la vida de Berkeley.
—Sube. Ahora.
Tabby giró en redondo y apretó la cara contusionada en el duro y frío bloque de hormigón. Era áspero, y pareció clavar alfileres en su piel. Tabby se apretó temblando a la incómoda pared.
Se oyó un fuerte rugido y una nube de calor entró en el sótano… Tabby volvió rápidamente la cabeza, pero antes vio que una pared de fuego rodaba escalera abajo. Se pegó con más fuerza a la pared.
Oyó que el fuego devoraba la escalera y empezaba a morder el suelo.
Levantó la cabeza y vio la tierra ardiente reflejada en uno de los ventanucos del sótano.
2
Nueve horas antes, Graham Williams había mirado desesperadamente a un joven de camisa a rayas rojas, corbata de lazo y chaqueta azul, sentado a una mesa antigua en un elegante edificio georgiano de arqueada fachada, en la «Old Post Road» de Hillhaven. El edificio albergaba la sección de Hampstead de la «Sociedad de Historia», y el joven —única persona en la casa, aparte Gram.— era uno de los estudiantes graduados de su personal. Aunque momentáneamente confuso, el joven parecía hallarse en la «Sociedad de Historia» como en su casa, y a esto se debía en parte la irritación de Graham: aquel mozalbete se comportaba como si hubiese nacido en las estanterías de libros de referencia.
—Va a tener más problemas de los que se imagina, muchacho —dijo Graham, metiéndose las manos en los bolsillos de los holgados pantalones y encorvándose más que de costumbre y frunciendo el ceño para clavar al joven en su sillón de cuero—. Olvídese de ese nuevo y presunto reglamento que acaba de inventarse. Olvídelo.
—Ya se lo he dicho. El director insistió en esto. No podemos admitir al público en los archivos. Este verano tuvimos demasiados problemas… No puede usted imaginarse algunos de los…
—Y no me interrumpa, amiguito. Le he dicho que olvide esas monsergas. Si se llama usted historiador, tiene un verdadero problema. Es usted un ignorante. Nunca oyó hablar del «Verano Negro». Fue uno de los períodos más cruciales de la historia de esta región, y para usted no es más que una página en blanco.
El chico suspiró y se inclinó a un lado en su suntuoso sillón, como si quisiera librarse de la mirada de Graham.
—Estoy especializado en Historia de Europa. Usted habla de intereses regionales… No creo que esté capacitado para atacarme como historiador…
—Yo he visto más historia que la que usted ha leído.
—Mr. Williams. Así no vamos a ninguna parte. En realidad, he oído hablar de ese «Verano Negro», aunque es verdad que no estoy al corriente de todo lo que ocurrió entonces, y si quiere usted sentarse a una de las mesas, iré a los archivos y buscaré todo lo que parezca guardar alguna relación con ello. ¿Le basta con esto?
—Me conformaré, pero la respuesta es: No.
Williams dio un paso atrás y renunció a fulminar al chico con la mirada.
—Ahora vamos a alguna parte —dijo el muchacho, levantándose y abrochándose la chaqueta. Parecía relamido, un poco meticuloso a los ojos de Graham; pasó por detrás de la mesa con una sonrisa casi invisible de satisfacción en los labios—. Si quiere sentarse en el salón de lectura, Mr. Williams…
Graham volvió a mirarlo con ceño.
—Dice que ha oído hablar de ello. ¿Qué ha oído usted?
El joven irguió la cabeza.
—Trataré de recordarlo cuando coja sus libros de las estanterías.
Graham le volvió la espalda, disgustado, y pasó de la antesala con paneles de caoba al mucho más amplio salón donde la «Sociedad de Historia» había instalado largas mesas de lectura. Mapas con marco y cuadros de hombres y de casas cubrían las paredes; vitrinas adosadas a los muros contenían manuscritos encuadernados y libros de apuntes y dibujos. Graham dejó caer sus plumas y sus blocs sobre una de las mesas de delante, lo más ruidosamente posible. Entonces volvió a meter las manos en sus bolsillos e inspeccionó rápidamente las pinturas, todas las cuales había visto muchas veces con anterioridad. Se detuvo delante de un mapa pintado a mano de las costas de Hampstead-Patchin; marismas y aguazales habían sido esbozados en él; un indio levantaba su arco en el lugar de la matanza de 1645; un soldado de casaca roja aparecía plantado en actitud de firmes sobre Kendall Point. El autor del mapa, que había diseñado con muy poca exactitud la forma de la costa y calculado mal las distancias entre los puntos de referencia, había escrito la fecha en el ángulo inferior derecho: 1803. Graham había lamentado muchas veces no poder conocer al anónimo cartógrafo, para sugerir que esperase otros ocho años antes de acabar su trabajo. Si hubiese dibujado el mapa en 1811, Graham estaba seguro de que habría colocado otra imagen más interesante sobre Kendall Point.
—¿Mr. Williams? ¿Mr, Williams?
Graham se volvió vivamente, casi con nerviosismo, apartándose tanto del mapa pintado a mano como de sus preocupaciones. El joven estaba plantado delante de un montón de libros y papeles; parecía incluso más satisfecho de sí mismo que antes.
—He encontrado muchísimo material —dijo—. Aquí tiene ejemplares de los periódicos y folletos de New Haven correspondientes a los meses de verano de 1873; ejemplares del periódico de Patchin; todos los libros que he pensado que podían serle de alguna utilidad… y he recordado aquella otra cosa a la que me referí. —Con el índice empujó sobre la mesa un libro delgado con encuadernación gris de biblioteca—. ¿Oyó hablar alguna vez de Stephen Pollock?
Graham sacudió la cabeza con impaciencia.
—Se presume que Pollock influyó en Washington Irving. En todo caso, Pollock escribió un libro titulado Viajes curiosos, un libro de viajes. Y esto es lo que antes pensé. Estuvo en Connecticut en 1873, y tomó un carruaje desde Nueva York hasta New Haven. —Sonrió entusiasmado y señaló la puerta de entrada con un bolígrafo de oro—. Lo cual significa que pasó por delante de esta casa. Estuvo en Old Post Road.
Graham dejó a un lado el libro de Pollock, con la intención de verlo más tarde, y pasó varías horas repasando las copias de los periódicos del verano de 1873. Lo más sorprendente, pensó, era la tremenda indiferencia, la calma, con que se había tomado «El Verano Negro». De vez en cuando aparecía una referencia al cambio de horario de las diligencias o de los planes de embarque; y en el periódico de Patchin encontró una jocosa referencia a la súbita prosperidad de los empresarios de pompas fúnebres de la zona, y la profusión de monedas en los bolsillos de los enterradores. Lo más sorprendente era que nadie había parecido sorprendido…; la mitad de la población había muerto, y los moradores de los pueblos vecinos cerraban los ojos y gastaban bromas sobre los ricos sepultureros. Habían pasado años pretendiendo que Hampstead había dejado de existir.
Sin tomar aún el libro de Pollock, Graham envió al estudiante graduado al archivo, en busca de información sobre el incendio de Patchin en 1779: quería repasar los diversos acontecimientos ocurridos en el ciclo de treinta años. Tyron desembarcando en Kendall Point; los ingleses y los mercenarios Jaeger desparramándose sobre la boscosa y pedregosa tierra; incendiando casas y granjas con inusitada violencia.
Los soldados habían pasado sobre la tumba de Gideon Winter para saquear la villa.
Kendall Point. A veces Kendall Point parecía alargar los brazos hacia Hampstead, agarrarla…, como si se alimentase de la población.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Graham, y se vio tal como era, un hombre viejo y encorvado, ya no muy vigoroso…, y cuya parte más fuerte era ahora su voz. Y ésta era la que se proponía emplear contra Kendall Point y Gideon Winter; debido a las ideas que había perseguido durante cincuenta años; debido a que una vez había luchado contra un hombre malvado y vil en una barca, e imaginando que tal vez había luchado todavía más.
¿Cuánto tiempo hacía que no había visto Kendall Point? Graham se dio cuenta de que no había estado allí desde que había empezado a estudiar la historia de Hampstead; en aquellos tiempos, siendo todavía un muchacho, había ido allí a echar un vistazo. Y había visto… nada. Había mirado los árboles, las rocas, el agua. Había bajado a las grietas dejadas por la catástrofe de 1811, y también allí había observado los guijarros, la tierra descubierta, cavernas destruidas por la erosión, ásperas hierbas correosas cubriéndolo todo. Nada. Había mirado, pero no había visto. Había estado pensando en los soldados de Tyron y en cómo habían desembarcado; no había prestado bastante atención a la Punta misma, al corazón de todo lo que le rodeaba.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, Graham se separó de la larga mesa y se puso en pie. Aún sentía la impresión de carne de gallina en la espalda y en los brazos.
Volvió al mapa pintado. En su ligero marco de madera, tenía un aspecto de cuadro al pastel, decorativo, como algo encontrado en la habitación de un niño pequeño. Graham se acercó al ingenuo e inexacto mapa. «Kendall Point —murmuró para sus adentros—. Kendall Point y Greenbank.»
Donde estaba Greenbank, el cartógrafo había dibujado dos casitas de campo y una extensa marisma. Graham las observó un momento, pensativamente, y después miró de nuevo Kendall Point.
Era más grande, más importante que en la realidad. El casaca roja estaba en posición de firmes en medio de esta deformada punta, con el mosquete rígidamente apoyado en el hombro. Graham frunció los párpados y se acercó más al mapa; en realidad, nunca había observado con atención la cara del pequeño soldado.
Entonces se quedó petrificado, con la cara a pocos centímetros del cristal que protegía el mapa, porque había visto que aquella figurita se movía. El casaca roja bajaba su mosquete, separaba las piernas.
La boca del pequeño personaje se abrió en amplia sonrisa: ya no era un dibujo; era un tipo raro vivo, y bajaba el mosquete. En medio de su pasmo, Graham tuvo vaga conciencia de que las líneas del mapa desaparecían, formando dibujos dentados alrededor del soldadito. El casaca roja guiñó un ojo a Graham, levantó el arma y apuntó. Cuando apretó el gatillo, Graham oyó un ¡plop!, como la explosión de un globo pequeño.
Un segundo después, un agujerito estrellado apareció en el cristal que cubría el mapa. Graham dio un salto atrás, temiendo por un instante haber sido alcanzado por la bala. Entonces la vio, incrustada en el vidrio roto: una manchita de metal, del tamaño de un mosquito. Una llama diminuta saltó en mitad del pecho del casaca roja.
Un momento antes de que el joven de la corbata de lazo entrase corriendo en el salón de lectura, Graham advirtió al fin lo que había pasado a las líneas del mapa. La costa desde New Haven hasta el límite de Norrington era el hocicudo y cornudo perfil de un dragón. Lanzó un gemido, sintiendo como si hubiese recibido un balazo real en los intestinos, una viva contracción de súbita angustia.
—¡Mr. Williams! ¿Ocurre algo? —dijo el joven.
Había entrado con tanta prisa, que no se había abrochado la chaqueta. Entonces vio el mapa.
—¿Qué ha hecho usted? —gritó a Graham, que había vuelto a acercarse a la pared.
Brotaban llamas debajo del cristal, enroscándose sobre la deformada representación de Kendall Point. La figura del casaca roja aparecía encogida y arrugada.
—¡Dios mío! —exclamó el muchacho. Corrió hacia el mapa y tocó el marco para descolgarlo. Inmediatamente retiró las manos y lanzó un gemido—. ¡Está ardiendo! —gritó, todavía aturdido.
Se quitó la chaqueta y la empleó para agarrar uno de los lados del marco. Descolgó torpemente el mapa de la pared, y el cristal chocó con las tablas.
—¿Qué…? —dijo el chico, mirando furiosamente a Graham.
—El extintor de incendios —dijo Graham—. Necesita un extintor.
—En el despacho —dijo el chico—. Espere aquí, Mr. Williams. Lo digo en serio. No se mueva de aquí.
—Creo que debe darse prisa —dijo Graham.
El joven miró angustiado las llamitas que surgían del mapa, se volvió y salió corriendo del salón de lectura.
Graham se acercó más al mapa. Pisó las llamas y las apagó. En el fondo del edificio, el muchacho abrió de golpe una puerta. Graham se acercó despacio a la larga mesa y recogió sus plumas y sus libretas de notas. Todavía sentía retortijones y dolor en la panza. Deslizó los Viajes curiosos de Pollock entre su montón de papeles. Salió por la puerta principal y recorrió la mitad del paseo empedrado para volver a su viejo coche, antes de que sonase de nuevo la puerta en el fondo del edificio.
Respirando fuerte, hizo girar la llave de contacto. Antes de arrancar, miró de soslayo las arqueadas ventanas de la «Sociedad de Historia» y vio la cara del joven en una de ellas, gritándole desesperadamente algo. Graham metió la marcha, pisó el acelerador e hizo una de las arrancadas más imponentes de su vida.
Marchaba en dirección a Patchin, alejándose de Hampstead, y puso el intermitente antes de doblar la esquina de la manzana; pero cuando hubo girado hacia el Sur, no continuó en línea recta por Harbor Road, ni retrocedió hacia Mount Avenue y Greenbank. Iba a Kendall Point.
La carretera terminaba en un montón de cascajos delante de un muro en ruinas. Graham aparcó allí su coche y cruzó lentamente la rota calzada asfaltada hacia el montón de cascotes. Apoyó un pie sobre el murete, sintiendo una excitación a duras penas reprimida. Era el tono que antes no había comprendido, el febril y jubiloso tono del Dragón.
Mirando hacia Kendall Point, Graham sintió que tenía veinte años menos, quizá treinta. Notaba un dolorcillo en el pecho, latidos en la rodilla derecha y pinchazos regulares en la espalda, pero estaba al borde del descubrimiento, de dar el paso decisivo. Lo sabía. Y el Dragón lo sabía también. Como Tabby Smithfield, solo en Gravesend Beach, Graham habría podido gritar: «¡Muéstramelo!», con la misma voz desafiadora de Tabby.
Delante de Graham había una herbosa garganta, tal vez de seis metros de profundidad, de márgenes suaves y grandes piedras en el fondo que facilitaban el paso al otro lado. Más allá, había un llano cubierto de hierba, con un bosquecillo de viejos robles y abetos en su centro; en sus bordes, este llano degeneraba en marisma, que degeneraba a su vez en playa rocosa frente al agua. Desde donde estaba Graham, al final de la carretera, hasta el extremo de la Punta, había una distancia de unos doscientos metros.
La tierra deshabitada a la que se llegaba por la terminación de Harbor Road —terreno que quedaba ahora detrás de Graham— parecía, sorprendentemente, igual que la última vez que Graham Williams había venido a Kendall Point. La Depresión había alcanzado de algún modo a este oscuro rincón de Hillhaven diez años atrás, y no lo había abandonado.
Tal como Graham lo vio ahora, el Dragón había asolado este lugar. Precisamente al lado del curvo final de la carretera, se alzaba un edificio blanco con una terraza de hormigón, parcialmente visible detrás de una alta valla. El edificio tenía una larga ventana en la planta baja de cara al sur, e hileras de ventanas más pequeñas en los pisos superiores; en una de éstas, unos pantalones estaban tendidos a secar en un cordel; en otra, centelleaba una lámpara «Budweiser». Graham había estado siempre seguro de que aquel edificio era un bar, pero no tenía nombre, ni rótulo alguno; por esta razón y por la hilera de ventanitas, presumía también que era un prostíbulo; tenía todo el aspecto de un prostíbulo, y de los peores; uno de esos lugares donde pueden robarle a uno, y darle de palos si se queja. En la mal cuidada calle, más allá del gran edificio blanco, había media docena de casas pequeñas, el equivalente, en Hillhaven, de Poor Fox Road. Lo mismo que una generación y media atrás, aquellas casas parecían abandonadas, traidoramente vacías, invitaciones a la tragedia: si un niño entraba en una de ellas para jugar, se caería al ceder un suelo podrido y se rompería el espinazo, o caería por una escalera rota… y las ratas se ensañarían con él. Ahora tuvo Graham la impresión, al observar la hilera de casas arruinadas y traidoras, que estaban allí esperando a sus víctimas.
Graham subió al murete, miró hacia atrás a su coche y al amasijo de edificios, y saltó a la tierra del Dragón.
Primero tenía que bajar a la pequeña garganta, cruzarla pisando las piedras del fondo y subir por el lado opuesto a lo que era la Punta propiamente dicha. El descenso hasta los guijarros parecía bastante fácil: si hubiese sido un chiquillo, habría tratado de deslizarse sobre las suelas de los zapatos. Pero como no lo era, los rododendros silvestres que crecían en los lados de la quebrada casi parecían invitar a Graham a emplearlos como agarraderos o como freno, si bajaba con demasiada rapidez.
Moviéndose con gran cuidado y apoyándose sobre todo en el pie derecho, Graham empezó a descender poco a poco la pendiente. La tierra se mantenía sólida bajo sus zapatos de baloncesto. Tendió el brazo izquierdo para conservar el equilibrio y bajó unos cuantos pasos más. Pronto llegaría a los rododendros y podría agarrarse a ellos durante casi todo el trecho hasta los guijarros. Unos pocos pasos más, y sus tobillos empezaron a protestar por la forma en que les obligaba a doblarse. Graham se inclinó un poco más hacia la pared y apoyó en el suelo los dedos de la mano derecha, estabilizándose.
El pie izquierdo encontró un punto de apoyo a un palmo cuesta abajo; el derecho pasó torpemente sobre él y encontró otro punto en que apoyarse. Graham suspiró, casi gimiendo: esto era más difícil de lo que había pensado. Bajó de nuevo el pie izquierdo y sintió que la suela del zapato resbalaba sobre musgo. Vaciló un momento, a punto de soltarse, y clavó los dedos en la hierba: su pierna resbaló debajo de él hasta que el calzado de baloncesto encontró tierra sin hierba y quedó clavado en ella.
«¡Jesús! ¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó Graham, salvando un metro de pendiente gracias a clavar los dedos de la mano derecha en la tierra, agarrándose a raíces y a unas matas de hierba. «¿Por qué he bajado aquí?» Miró hacia arriba, hacia lo alto de la garganta, y vio que el cielo giraba oscuramente sobre el borde y que la tierra se elevaba a su espalda como una pista de montaña rusa.
Graham gimió en voz alta. La pendiente a la que se agarraba se alzaba como una escalera de mano que se pusiese de pronto perpendicular. La luz se había apagado. Graham tuvo absurda conciencia de la esfera luminosa de su reloj… y de un sonido ahogado y asmático que pensó era la risa de las arruinadas casas, hasta que se dio cuenta de que salía de su propio pecho.
Su cabeza oscilaba hacia atrás, y sus pies hacia delante, en la súbita noche. Donde había clavado los dedos, la tierra le quemó la mano. Una raíz tubular adosada a la palma de su mano pareció de pronto una tubería de agua caliente.
Graham agitó los brazos, buscando cualquier agarradero que se pusiese a su alcance, e inmediatamente resbaló ocho o diez palmos cuesta abajo, y las afiladas piedras le arañaron el vientre y la cara. Entonces pareció que un rododendro entrelazaba los tallos alrededor de sus manos, evitando deliberadamente que cayese sobre los guijarros. Graham se agarró al arbusto, y tuvo la impresión de que éste aceptaba sus manos y buscaba después sus piernas. Momentáneamente, se sintió a salvo.
—¡Auxilio! —gritó, pensando que alguna de las chicas del bar podría oírle—. ¡SOCORRO!
Sabía, y lo lamentó, que las chicas de aquel lugar debían de oír muchos gritos extraños desde Kendall Point, sin prestarles atención.
—¡AUXILIO! ¡SOCORRO…!
El arbusto o la pendiente, o ambas cosas a la vez, se aflojaron y le soltaron. Sintió que los músculos de la tierra se contraían, que las ramas y las hojas del arbusto al que se agarraba se enroscaban y se hinchaban monstruosamente, y después sólo sintió que el aire escapaba de sus pulmones y que su estómago caía más de prisa que él.
Mucho después de chocar con los guijarros, no sintió nada.
Mucho después, Graham abrió los ojos y se encontró en un llano inmenso y rojo. Gimió, se lamió los labios, movió las piernas. Le dolía todo el cuerpo, y tan intensamente que no se daba cuenta de ninguna lesión particular; todo él estaba lesionado. Sin embargo, al cabo de unos minutos, empezó a percibir síntomas aislados: su cabeza estaba sumida en un dolor enorme, y la mejilla derecha había doblado su tamaño; el brazo derecho le dolía terriblemente si trataba de levantarlo, y el dolor se extendía y después se contraía para concentrarse en el codo; sus caderas le enviaban mensajes de entumecimiento y confusión. Con el tiempo, también éstas gritarían de dolor.
Pestañeó dos veces rápidamente, y después otras dos. Levantó cuidadosamente la mano izquierda y exploró su cara; se frotó los ojos. Encima de él, el mundo tomaba forma de nuevo, surgiendo de aquella rojez.
El borde de la quebrada era como una raya negra debajo del azul estrellado y oscuro del cielo. De momento, Graham no recordó por que no estaba en su casa, y miró intrigado el paisaje vertical que tenía delante. Podía recordar que había estado contemplando el mapa en la «Sociedad de Historia»… Después de esto, todo se confundía en una oscuridad precipitada que, de algún modo, había culminado en su actual dolor.
Recordó un orificio estrellado abriéndose en la superficie de un cristal. ¿Qué lo había producido?
Graham se valió del brazo izquierdo para incorporarse. El mundo se volvió de nuevo rojo y giró a su alrededor en grandes y mareantes órbitas. Graham trató de serenarse; esperó a que cesara el movimiento; jadeó. Movió el brazo derecho, y el codo reaccionó como si le hubiesen dado una coz. Gimiendo de dolor, abrió de nuevo los ojos y vio que estaba muy cerca del borde de la quebrada. Si pudiese mover las piernas, podría subir.
El dolor del codo cedió un poco al apretarlo él con la mano izquierda. Graham pensó que podría moverse. Cuidadosamente, bajó el brazo derecho y apoyó la palma de la mano izquierda en la suave superficie de la piedra, para ponerse en pie. Las caderas le dolían terriblemente, pero pensó que sólo se había contusionado un hueso o desgarrado algún ligamento; en realidad, se congratulaba de haber sobrevivido a la caída sin sufrir lesiones graves. Al mirar ahora la pendiente, vio unas rayas oscuras que eran las huellas de sus zapatos al bajar; terminaban a unos cuatro metros del pedregal, y a media distancia entre la última señal y la roca, había un sitio en que el musgo y las hierbas habían sido eliminados, arrancados. El rastro de la cadera de Graham. Era una suerte que estuviese vivo, y más aún que estuviese entero. Casi entero. Deslizo la mano izquierda sobre la plana y lisa superficie de la roca y trató de persuadir a sus piernas de que lo aguantasen.
La mano se posó sobre un charquito de algo pegajoso y Graham lo miró con curiosidad y después con sorpresa. Era negro…, parecía negro a la luz de las estrellas. Graham no identificó aquel fluido como sangre hasta que lo olió, y entonces sacudió débilmente la cabeza, preguntándose si la herida del lado de su cara sería peor de lo que había imaginado.
Confuso, apartó la mano a un lado, y tocó otro cuerpo que había estado yaciendo al lado del suyo. Era más pequeño que el cuerpo de un adulto. Graham gimió de nuevo y, esta vez, se obligó a ponerse en pie. Entonces pasó tambaleándose alrededor de la roca, para poder ver la cara. Se inclinó hacia delante, a pesar del dolor de las caderas. Sintió un nudo en las tripas y en el corazón: era la cara de Tabby.
Tabby tenía un corte en el cuello, tan profundo, que casi lo habían decapitado. Le habían matado en el borde de la quebrada y habían arrojado el cuerpo junto al de Graham: aquel cuerpo tenía la flaccidez de un muñeco tirado a la basura.
—¡Oh, Dios! —exclamó Graham—. ¡Oh, Dios mío!
Empezó a llorar e, inconscientemente, se llevó la mano derecha a la nariz… El codo protestó. Graham hizo una profunda inspiración, se agarró la muñeca derecha con la mano izquierda, y alzó el brazo derecho sobre el izquierdo para poder frotarse la nariz con la manga.
—¡Oh, Dios mío! —repitió, y acudieron las lágrimas a sus ojos—. ¡Tabby!
Tabby abrió los ojos, y los pies de Graham se inmovilizaron sobre la piedra.
—Estoy muerto. Estoy muerto, y tú tienes la culpa.
Graham estuvo a punto de caerse de la peña. El rostro de Tabby era implacable.
—Tú deberías estar muerto, no yo —dijo Tabby—. Él quiere que lo sepas.
El viejo pudo ver en los ojos de Tabby los puntitos de luz que eran las estrellas.
—Él me ha matado…, me ha matado porque tú te entrometiste…, me ha matado porque nos llevaste a aquella lápida y nos leíste su nombre… ¡Maldito seas! ¡Maldito seas! —La cabeza del niño cayó de nuevo sobre la roca y brotó más sangre de la mellada boca—. Tú provocaste esto, ¡tu alma arderá en el infierno!
—Tabby —dijo Graham—. Si eres realmente Tabby, sabes que yo nunca habría…
La cabeza del niño rodó hacia atrás, riendo y escupiendo grumos de sangre.
—Tú sabes lo que ocurrió en «El Verano Negro», ¿no? ¿No lo sabes? ¿NO LO SABES?
Graham sacudió la cabeza.
—No todo. Tabby…
—Tú no…, tú no sabes nada. Porque esto es lo que ocurrió. Esto. —La cabeza se volvió a un lado, mirando a Graham con ojos de idiota regocijo—. Yo. Yo soy lo que pasó. Yo. ¡Cabezota estúpido! Nunca lo supiste. Y esto no es aún lo que parece ahora…, tampoco sabes esto. ¿Quieres verlo? ¿Quieres ver lo que soy realmente ahora? Lo verás de todos modos, y quizá sabrás lo que estás buscando.
—¿Lo que estoy buscando?
—«Cuatro Corazones» es ahora un solo corazón, Graham.
Los labios babosos se abrieron en una carcajada, y entonces todo el cuerpo se encogió súbitamente, se ennegreció, hasta convertirse en una momia enana. La seca y pequeña cascara sobre la llana superficie de la roca. Pedazos cenicientos se desprendieron de ella.
Graham miró horrorizado los ennegrecidos restos del cuerpo de Tabby. Temblando, se inclinó hacia delante, sin darse ya cuenta del dolor del codo y de las caderas, y tocó con la punta de los dedos la negra corteza. En cuanto lo hubo tocado, la pequeña cascara se rompió en innumerables pedazos…, y se elevó un polvo gris, más ligero que el aire, de sus fracturas. Los millares de hebras de ceniza se agitaron sobre la superficie de la roca, se rompieron en partículas del tamaño de moscas y se separaron girando locamente.
Todavía temblando, Graham se irguió dolorosamente. Durante un segundo, el mundo se volvió de nuevo rojo y ascendió oblicuamente como la cubierta de un buque en el mar…, mientras él se agarraba el codo derecho y su cara se fruncía en una mueca de viejo maya. Tabby estaba muerto. «Cuatro Corazones» había ardido y Tabby había muerto allí. El Dragón había convertido al simpático Tabby en una especie de capullo seco y negro. Apretando el codo lesionado contra las costillas, Graham lloró por Tabby…, y también por su propia flaqueza.
Por último se apartó de la lisa superficie de la roca y volvió a la pared de la garganta. Maldito seas, le había dicho Tabby con sus labios manchados de sangre y su cuello desgarrado. Y había condenado su alma a arder en el infierno. Los cansados pies de Graham subieron de costado la musgosa pendiente; a través de la humedad de sus ojos, vio el sitio donde había arrancado un trozo de arbusto. Hojas negras, tallos moribundos, tapizaban el suelo. «Tu alma arderá en el infierno. Maldito seas.» Cuando llegó a la cima de la pequeña garganta, las luces de las ventanas del bar le hirieron los ojos como alfileres. Detrás de los cristales, hombres y mujeres, también condenados, aparecían y desaparecían a través de una luz submarina. Peces en una pecera, pensó Graham; peces en un barril. Cayó una vez al suelo mientras se dirigía a su coche.
3
Tres días antes, Richard Allbee había iniciado a pie el trayecto hacia su lugar de trabajo en Hillhaven. John Roehm, que no sabía nada de lo que le había ocurrido a Richard la semana pasada, le había animado torpemente a dejar su coche en casa. Por lo visto, Roehm creía que, cuando a uno lo derriba su caballo, tiene que volver a montarlo en seguida. Algo desagradable le había ocurrido a Richard durante su caminata; había dejado de ir a pie; por consiguiente, lo adecuado era hacer frente a lo que fuese y subir andando por Mount Avenue, con una sonrisa entre los labios. «El mejor ejercicio del mundo», había dicho Roehm, mientras el aserrín saltaba de la sierra a su barba y caía como caspa dorada sobre su camisa roja. «Conservarás la salud toda la vida, si andas tres kilómetros cada día.» Richard había accedido —mejor dicho, se había rendido— y, a pesar de sus temores, las caminatas se habían desarrollado sin tropiezos.
Desde luego, los propios temores hacían que el paseo de tres kilómetros fuese inquietante. Siempre que se acercaba un coche, Richard miraba fijamente hacia delante y mantenía el paso regular, aunque el ruido le daba ganas de saltar y echar a correr. Si había algo extraño oculto detrás del volante de los coches que le adelantaban, no quería verlo. Y si pasaba otro peatón, un jogger o un paseante, Richard cruzaba automáticamente la calle, Su miedo —su expectativa miedosa de algún fuerte desastre emocional— lo acompañaba; no podía ser de otra manera.
La benigna sonrisa de aprobación total del barbudo John Roehm al saludarle en las dos primeras mañanas, fue como una recompensa. El tercer día —el día del fuego en «Cuatro Corazones»— la sonrisa se repitió, pero Richard estuvo menos seguro de la prudencia de aplicar en el Condado de Patchin metáforas de adiestramiento de caballos.
Se acercaba al punto de su trayecto donde el peligro parecía siempre más inminente, cuando el desastre emocional que temía se le vino clamorosamente encima; era el sector de Mount Avenue comprendido entre las dos puertas de piedra, treinta metros más abajo de la casa que había habitado Tabby en su infancia. Al pasar por delante de la mansión gris, Richard irguió los hombros y apretó el paso, sudando durante toda aquella distancia y esperando solamente llegar al otro extremo del paseo.
El día en que ardería «Cuatro Corazones», matando a todos los que estaban allí, Richard Allbee había recorrido sólo la mitad de la distancia entre las dos puertas de piedra cuando vio que habría recibido de buen grado la visión del febril y pequeño Charle Daisy. Una mujer, con un vestido largo que él recordaba bien, salió de detrás de un árbol y le esperó. Iba descalza y sus pies aparecían pálidos en contraste con el oscuro mirto que crecía entre los postes de hierro de la valla y la calzada. Aquella mujer era Laura. En cuanto él la vio, empezó a avanzar ella en su dirección.
El sudor brotó en seguida copiosamente del cuerpo de Richard, empapando su camisa. Apretó el asa de su cartera de mano, sujetó con fuerza los planos enrollados bajo el brazo, y mantuvo firmemente fija la mirada en la calzada de la calle. Chinas, grietas del asfalto, una pluma de pichón mellada con un viejo cepillo de dientes, surgieron como aumentados por una lupa y desaparecieron al pasar él sobre ellos.
Ella quería que él la mirase, pero él no lo haría, no podía hacerlo. Su cuerpo no le permitía ver lo maltratado que había sido el de ella.
Sintió la súplica de Laura y meneó la cabeza. Si la veía desgarrada y destruida —si la veía una vez más—, sería el fin para él, Ella se apoderaría de él. Sintió susurrar sus pies sobre las hojas gomosas del mirto. Su silencio era peor de lo que habrían sido las palabras… Oyó también que el vestido se deslizaba sobre las caderas, rozaba las pequeñas plantas gallardamente erguidas sobre la tierra parda. ¿Morirían al tocarlas el vestido? No miraría atrás para saberlo; frunció los párpados, apretó los dientes y siguió adelante. Ella era como una mariposa gigantesca, aleteando en su aflicción. Si él seguía moviéndose, si fingía no sentir que ella sacudía sus emociones, no podría detenerlo. De vez en cuando, echaba una rápida mirada a la tela blanca del vestido y sacudía la cabeza como un caballo molestado por las moscas.
Cruzó la segunda puerta —al otro extremo del largo paseo hacia la antigua casa de Monty Smithfield— y gruñó con fuerza al advertir que el espectro de Laura no desaparecía. Allí ya no había mirtos, y los pies de Laura avanzaban sobre la gravilla, produciendo un ruido parecido al de unos dados al rodar.
No lo dejó hasta que él llegó a la curva del camino, exactamente delante de la larga y blanca franja de la playa de Hillhaven. Ahora no había niños en ella —los padres temían dejar que sus hijos se acercasen al agua—, pero hileras de mujeres en bikini yacían en la arena, leyendo novelas de verano y tostándose al sol. Richard tenía los ojos casi cerrados; fruncía los párpados para ver lo menos posible sin echarse de cabeza contra un coche que viniese en sentido contrario. Sintió, y después vio con sus ojos empañados, que la playa estaba cerca; entonces supo que ella se había ido. Sólo oía el agua deshaciéndose en la suave espuma que susurraba sobre las piedras; percibió el apartamiento de Laura de su lado como una súbita ráfaga de aire cálido contra sus rodillas.
En la obra, John Roehm le echó una mirada y le dejó solo toda la mañana; un sacrificio para él, pues al viejo le gustaba charlar. Richard sabía que se estaba preparando para poner aceite de linaza sobre el nuevo entarimado del comedor, y que quería conversar sobre la cantidad de color a añadir al aceite. John Roehm podía estarse media hora debatiendo ideas sobre un tema como aquél. Pero Richard conferenció con el cliente, que no pareció advertir nada desacostumbrado en él; retocó un poco más sus planos, y trabajó dos horas solo, dando forma a una cornisa del techado. Pero no podía concentrarse en nada; su oído interno seguía oyendo el susurro de los pies descalzos sobre las verdes hojas de mirto.
Laura volvió para Richard mientras el inconsciente Graham Williams se movía sobre una roca plana, y mientras Tabby Smithneld se apretaba contra la pared del sótano y trataba de no oír aquella voz, que era la de su padre pero procedía de un ser que no era su padre. Llegó por la noche, y Richard estaba casi preparado para recibirla.
Se había acostado temprano, prometiéndose que mañana volvería a recorrer a pie Mount Avenue, y pasado mañana, y todos los días hasta que Laura dejase de aparecer. Ni siquiera cruzaría la calle. Haría lo mismo que hoy: seguir andando leyendo, La mujer de blanco, y trató de perderse en los problemas de Marian Halcombe. La letra impresa parecía huir de él, y más de una vez releyó el mismo párrafo sin darse cuenta: había presumido que le costaría dormirse, como solía ocurrirle estos días, y esta presunción le impidió advertir que, en realidad, estaba ya amodorrado. Durante un rato, luchó con la prosa de Wilkie Collins, con tanta terquedad que en dos ocasiones volvió a coger el libro que se le había caído de las manos. La tercera vez, el libro le cayó sobre el pecho, y puso el marcador entre las páginas y dejó la novela sobre la mesita de noche. Y, al hacerlo, se dio cuenta de que no sólo había presumido que estaría despierto la mayor parte de la noche, sino también que quería estarlo; el estado de vigilia era como una protección. Cuando esta idea se hizo consciente, vio que era una tontería. Richard apagó la luz y se deslizó entre las sábanas. La casa estaba a oscuras.
Un momento después, se encendieron las luces del pasillo y un chorro de luz entró en la habitación. El corazón de Richard latió con fuerza, sobresaltado. Se incorporó y vio la puerta abierta, el pasillo iluminado y la puerta de la nursery también abierta de par en par. Aquella puerta había estado cerrada desde que el último policía había salido de la casa. Richard no había querido nunca entrar de nuevo en aquella habitación. Si hubiese encontrado la llave, la habría cerrado con ella definitivamente.
—¿Quién está ahí? —preguntó, esperando que hubiese habido un contacto en la vieja instalación, provocando que se encendiese la luz—, ¿Quién está ahí?
Laura salió por la puerta de la nursery al iluminado pasillo. Por un instante, se quedó plantada fuera de la habitación de Richard, completamente inmóvil. Su cara y su pecho estaban manchados de sangre, y se veían coágulos en sus cabellos; debajo del tórax, había una enorme herida abierta, y las partes del cuerpo que estaban enteras parecían pintadas con sangre. Esta vez, él tuvo que mirar. No se atrevió a apartar los ojos de ella, Laura deseaba que él supiese —o el Dragón quería que él supiese— lo que le había ocurrido.
Miró el cuerpo mutilado de su esposa y saltó de la cama. El Dragón la había enviado; o ella misma era el Dragón. Recordó aquella noche, después de la espantosa cena en casa de los McCloud, en que él y Laura se habían desnudado al mismo tiempo y hecho el amor en su casa alquilada. Amor en una cama de agua, amor de panzuda estufa. Ella le había parecido totémica, absolutamente hermosa. «No quiero perderte, Richard.» Ahora estaba temblando, no sabía si de miedo o de asco o de rabia. Había sido él quien la había perdido.
Laura se acercó, y Richard comprendió que el Dragón le hacía esto deliberadamente. El Dragón quería que viese una vez más el cuerpo destrozado de Laura; el Dragón quería arruinar su vida antes de quitársela. Richard retrocedió hacia el cuarto de baño, manteniendo la cama entre él y Laura. Ésta salió despacio de la luz y se sumió en la oscuridad del dormitorio; durante un largo momento, sólo fue una sombra, una silueta con la forma de Laura contra la luz, y Richard se sintió desfallecer: su esposa había vuelto. Entonces percibió los olores que otro espectro, el de Billy Bentley, le había lanzado desde un ascensor de un hotel de Providence: de podredumbre de cloaca, de gases de pantano, de heces, de muerte.
—Vete de aquí —dijo.
Ella avanzó en dirección a él, dando vuelta a los pies de la cama. Sus ojos tenían un brillo blanco. La herida del vientre se agitaba como el faldón de una camisa.
—Tú no eres Laura —dijo él.
La comisura de los labios de ella se alzó en una inquietante media sonrisa.
—¿Vas a tratar de matarme? —preguntó él—. Está bien, mátame. No puedo soportarlo más. Me volví loco al morir tú. ¿Piensas que quiero vivir aquí yo solo? La mayor parte del tiempo desearía estar muerto.
Si la criatura que estaba ante él era su esposa, pensó, todo esto sería verdad; pero se había parecido más a Laura, había habido en ella más de Laura, cuando se le había aparecido por la mañana en Mount Avenue.
Pero es Laura, pensó, cuando la vio pasar alrededor de los pies de la cama. No podía moverse: estaba como petrificado, tan irremediablemente perdido como habría estado por la mañana si la hubiese mirado.
Ella pasó a través de una rígida sombra vertical, y al salir de nuevo a la luz del pasillo, su pie estaba entero. La sangre y la herida habían desaparecido, como si los recuerdos de Richard la hubiesen creado de nuevo. Ahora volvía a ser su esposa, que se acercaba más y más bajo la pálida luz.
A Richard se le cortó la respiración; sintió un cosquilleo en la piel, súbitamente fría.
Laura se puso delante de él, jugando todavía en su boca aquella media sonrisa. Alargó un brazo, y él se echó atrás: los dedos sólo rozaron su pecho.
La piel se irritó, y surgieron ampollas donde ella lo había tocado. Sintió un dolor como si le hubiesen clavado unos cuchillos. Fuese o no fuese Laura, era lo bastante real para matarlo. Ella volvió a avanzar, sonriendo y estiró el brazo.
—No —dijo él, retrocediendo hacia la puerta del cuarto de baño—. Vete, No puedo luchar contra ti.
Ella le obligó a entrar en el cuarto de baño, y él siguió retrocediendo. El blanco de los ojos de ella brillaba en la oscuridad del cuarto de baño, y la piel de Richard se estremeció de miedo.
Podía escapar por la puerta del cuarto de baño que daba al pasillo; no estaba acorralado, disponía de toda la casa. Laura se acercó y él dio un salto atrás, buscando a su espalda el tirador de la puerta del pasillo.
Aquí, la luz de encima de la escalera, la luz que había anunciado la presencia de Laura, daba a todas las cosas su aspecto corriente; ya no estaban en el claroscuro del dormitorio, con sus sombras y su media luz, ni en el oscuro cuarto de baño, sino en la cima de la escalera principal. Bajo una luz real. Y su desnuda esposa salía alegremente en su busca desde el cuarto de baño, y la luz real iluminaba su carne verdadera y sus cabellos. Su sonrisa era ahora la típica de Laura. Richard retrocedió despacio, tocando la punta del pasamano. Aquí, a la luz, la presencia de Laura parecía casi natural. Ella levantó la cabeza, hizo un pequeño movimiento juguetón en dirección a él, y Richard saltó hacia atrás.
Durante un momento, permanecieron inmóviles en lo alto de la escalera. Richard sabía que ella quería matarlo, y aquí, bajo la luz vulgar cotidiana, le pareció imposible que hubiese estado dispuesto a morir. Ella no era Laura, era una criatura del Dragón. Laura había sido de un mundo de afecto, de amistad y de trabajo. Lo que tenía ante él, tan perfecto, era una imitación de ella.
Richard, que conocía palmo a palmo su nueva casa, sabía que uno de los barrotes que sostenía el pasamano era como un diente flojo; veinte veces lo había sacudido, prometiéndose arreglarlo. Observando cautelosamente a Laura retrocedió otro paso y estiró el brazo hacia atrás y hacia abajo; su mano tocó una madera tallada que osciló a su contacto. Él tiró con fuerza, y el barrote se desprendió del único clavo que lo sujetaba. Antes de que pudiese empuñar con seguridad aquel trozo de madera de tres palmos, Laura se lanzó contra él.
Richard trató de apartarse de un salto y golpearla. Ella alargó los brazos, pero él se movió a un lado y golpeó con el barrote. Éste alcanzó el hombro suave e hizo que ella diese contra el pasamano; al contacto de su piel, la madera se ennegreció y soltó una nubecilla de humo.
Laura se enderezó y, después, tocó deliberadamente el extremo del pasamano, con el dedo índice. Una llamita anaranjada, del tamaño de una cerilla, brotó de la madera tallada, provocando ampollas en la capa de barniz. Richard recordó el dolor que le había producido su contacto. La llamita se apagó. Laura se arrojó sobre él, y Richard golpeó de nuevo, alcanzándola en un brazo. Una llamita brotó del barrote y se extinguió cuando Richard blandió su arma en el aire.
El terrible hedor a podredumbre y muerte le atacó de nuevo. Vio que la alfombra estaba negra y chamuscada donde Laura había puesto los pies. Ésta le embistió de nuevo, obligándole a retroceder a través de la puerta abierta de la nursery.
Al entrar ella, Richard descargó el barrote contra su cabeza y los brazos de ella se levantaron demasiado tarde para evitar el golpe. El impacto la hizo caer de lado; quedó despatarrada sobre las duras tablas del suelo, ennegreciendo el barniz. Richard saltó hacia delante y descargó de nuevo el barrote, golpeándole la frente. Lo que estaba haciendo le parecía casi geométrico, una serie de pasos que tenía que dar limpiamente, en perfecto orden y sin emoción. Largas contusiones aparecían ya sobre la piel de Laura; su brazo derecho pendía inerte. Le golpeó de nuevo la cabeza, y ella estiró un brazo y le asió el tobillo con la mano izquierda.
El agudo dolor le hizo caer al suelo. Ella le sonreía, y era como si un caimán hubiese cerrado sus mandíbulas sobre el tobillo de él. Enfurecido ahora, Richard clavó el mellado extremo del barrote en la cara de ella. El barrote se inflamó, y ella soltó el tobillo.
Richard se puso de rodillas y la golpeó mientras ella trataba de acercarse arrastrándose.
Entonces ocurrió algo que él no comprendió, que ni siquiera estuvo seguro de que hubiese ocurrido, hasta que Graham Williams habló con ellos más tarde aquella noche. El barrote, que ardía ahora como una antorcha, parecía temblar en sus manos, parecía vivo. Richard lo dejó caer sobre la cabeza de aquella cosa que parecía Laura y, por un instante, semejó iluminado por dentro, con una luz plateada. Él lo levantó y golpeó de nuevo y tembló en sus manos como si fuese un pájaro.
—Tú no eres Laura —jadeó él, golpeando de nuevo la cabeza.
Ella ya no se movía. Él se apartó, arrastrándose en el suelo.
Una película de llamas azules cubrió ligeramente el cuerpo desnudo sobre el suelo de madera y centelleó débilmente sobre las piernas descubiertas. Richard se incorporó y observó cómo las llamas se alimentaban las unas a las otras, enrojecían y crecían, No se había portado como un geómetra; había derrotado a aquella cosa en la misma habitación donde había sido asesinada su esposa, y ahora le invadía un sentimiento de rabia y de triunfo.
Una forma se movió y creció dentro del fuego que cubría el cuerpo de Laura; antes de que aquélla se definiese, Laura rodó dentro de las llamas y se consumió. Entonces se concentraron las llamas, y Richard vio que unas grandes alas salían del centro de la hoguera; se echó atrás, para librarse de la súbita intensificación del calor, y un murciélago hecho de llamas se elevó rápidamente del chamuscado suelo.
La ola de calor cayó sobre Richard, se metió dentro de él y le lanzó contra la pared…, como empujado por la mano de un gigante. Por un instante, resplandeció débilmente toda la estancia; rayas azules de fuego se persiguieron por el suelo y las paredes, y entonces la ventana estalló y el flexible murciélago de fuego estalló con ella.
Richard se apartó de la pared. Tenía la cara dolorida y seca, como quemada por el sol. La nursery estaba llena de cenizas flotantes y de un olor de madera quemada. En el suelo había un gran círculo socarrado dentro de cuyo perímetro yacía su barrote, o lo que quedaba de él. El fragmento de madera estaba también ennegrecido, y unos destellos rosados aparecían y se extinguían en toda su longitud. Richard consiguió ponerse en pie. Avanzó lentamente sobre el suelo quemado hasta el agujero donde había estado la ventana. Un furioso incendio se elevaba con sus propias alas en el cielo negro. Cuando miró hacia abajo, vio a Tabby Smithfield plantado en su jardín, mirándolo con una cara que parecía una mancha blanca.
—Y miré hacia abajo —le dijo Tabby, con voz temblorosa— y vi un tubo de plomo…, tirado en el suelo del sótano. Por consiguiente…, lo cogí y rompí el cristal de la ventana…, sí, lo rompí… Había allí algunos trastos viejos, baúles y otras cosas de mi abuelo, y los amontoné y me subí encima de ellos. Y entonces salí por la ventana. Me hice algunos cortes, pero nada grave. La cuestión es que pude salir… Vi que mi casa estaba ardiendo…, era como un inmenso mar de llamas…, y supe que mi padre había muerto. Entonces vine corriendo aquí.
—Y viste el murciélago de fuego. ¿No lo llamas así?
Tabby asintió con la cabeza.
—¿Cuándo lo habías visto anteriormente?
—Una noche que estaba en la playa… Aquella noche ardieron todas las casas de Mill Lane. Y murieron todos aquellos bomberos.
—¡Jesús! —exclamó Richard.
—Y esta noche, en mi casa. Pero más bien parecía la casa de Papá está aquí.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Richard, recordando la pesadilla de sus primeros días en Hampstead—. Billy Bentley.
—Él estaba allí. ¿No deberíamos llamar a Mr. Williams y a Patsy? ¿No cree que deberíamos asegurarnos de que están bien?
Richard no quiso decir al chico que había tratado ya de llamar a Graham y a Patsy; mientras Tabby se lavaba la cara en el cuarto de baño de la planta baja, Richard había marcado los números de ambos. Ni Graham ni Patsy estaban en casa. Dijo:
—Mira, son casi las once de la noche. Graham estará en la cama, durmiendo como un bendito. Y, probablemente, también Patsy. Los llamaremos por la mañana. Mientras tanto, pienso que deberías quedarte aquí como en tu casa, si no te parece mal. También yo necesito compañía.
Tabby se metió en la cama de la habitación de invitados de Richard, y ahora se dio media vuelta y hundió la cara en la almohada. Le temblaron los hombros; Richard, demasiado cansado para ser perceptivo, comprendió al fin que el chico estaba llorando. Le acarició la espalda y estuvo sentado a su lado unos minutos. Por último, dijo:
—Tu padre y mi esposa. Supongo que deberíamos compadecernos el uno al otro en vez de llorar por nosotros. ¿Quieres que lo probemos?
Tabby asintió sin levantar la cabeza de la almohada. Richard le dio unas palmadas en la espalda y dijo:
—Además, tú necesitas alguien como yo y yo necesito alguien como tú. Mañana iremos a comprarte alguna ropa y todo lo demás que necesites. ¿De acuerdo?
Sin dejar de llorar, Tabby asintió de cara a la almohada; no quería que Richard le viese el semblante.
—Me voy a la cama —dijo Richard—. Si necesitas algo, mi habitación está al final del pasillo.
Y se dirigió a su dormitorio, después de pasar por la cocina para coger una botella de whisky.
Richard pensó que no podría dormir; estaba agotado, pero el pulso le latía con fuerza. Yació en su cama, con todas las luces apagadas, tratando de calmar su motor interno que roncaba y roncaba, diciéndole que se vistiese y saliese en busca de Graham y de Patsy, y lo habría hecho, si hubiese tenido la menor idea de dónde se hallaban. Él y Tabby habían escapado del Dragón, ¿podrían Patsy y Graham hacer lo mismo? Con estos angustiosos pensamientos sobre aquellos dos mezclábase su preocupación por el muchacho que dormía en la otra estancia; una parte de Richard sabía ya que deseaba que Tabby Smithfield lo acompañase de un modo permanente, pero ¿lo aceptaría el chico como padre adoptivo? ¿Y podría ser él un verdadero padre adoptivo? ¿No rechazaría Tabby cualquier intento de remplazar a su verdadero padre? ¿Y no tendría parientes, familiares, a quienes correspondiese ciudar de su educación? Pero cuando Richard pensó en la familia de Tabby Smithfield, se vio a sí mismo y a Patsy McCloud y a Graham Williams. ¿Dónde estaban éstos ahora? ¿Los había visitado también el murciélago de fuego? ¿Estaban vivos? En medio de este torbellino, Richard se quedó dormido. Y soñó inmediatamente…
Llevaba una espada enorme y pesada en las manos; tan grande que tenía que apoyarla en el antebrazo, y tan pesada que le dolían todos los músculos de los brazos. Pero no podía detenerse, no podía descansar. Le rodeaba el puro y primigenio País del Mal: un húmedo paisaje de cráteres y de árboles sin hojas, de casas de campo incendiadas y charcas hediondas. Las ratas chillaban en humeantes montones de basura. Animales moribundos yacían en los campos lejanos. El humo se elevaba y se deslizaba en el aire cansado. Richard avanzaba, temblando los brazos de dolor, hacia un horizonte llano y amarillo. A su debido tiempo, cuando hubo llegado al lugar adecuado, se detuvo. Ahora, las casas incendiadas estaban muy lejos detrás de él; de la superficie de la laguna gris, unos siete metros delante de él, se alzaba un remolino de humo o de niebla, Afirmó los pies sobre el húmedo suelo; la espada se hizo más ligera en sus brazos, empezó a brillar. Agarró la empuñadura con ambas manos y la alzó lo más posible en el aire. Entonces, al empezar a bajarla, vio que Laura yacía en el suelo directamente delante de él. Laura estaba desnuda y tenía los ojos cerrados. Richard gritó, pero no pudo detener el descenso de la espada; ésta rajó el cuerpo de Laura y se clavó en el suelo. De ambas heridas brotó un manantial de sangre, que empapó e inundó inmediatamente todo el paisaje. Richard gimió, abrió los ojos y esperó ver un mundo rojo…, pero, en vez de esto, vio la cara de Tabby, contraída por una enorme preocupación.
—Se trata de Patsy —dijo Tabby—. Va a morir.
4
Patsy estaba sola, y había tratado de llamar a Graham Williams; al no responderle éste, había marcado los cuatro primeros dígitos del número de teléfono de Richard, y entonces había vacilado…, pensando que quizá no debía incomodar a Richard Allbee. Sobre todo a una hora tan avanzada de la noche, y considerando el estado de ánimo en que se hallaba. Patsy se había sentido inquieta, casi atolondrada, durante la mayor parte del día, y había tenido muy poco que hacer, salvo leer y ver la televisión. Había encontrado un ejemplar de uno de los libros de Graham, Corazones Retorcidos, en «Books’n Bobs», y había leído la mitad, pero no quería tragárselo de golpe… Era demasiado bueno para esto, pensó Patsy. Le había sorprendido un poco lo mucho que le gustaba la novela de Graham. Pero ahora no tenía ganas de leer, y la televisión sólo daba las sandeces de costumbre. Le habría gustado pasar unas horas con Richard, sólo para ver lo que ocurría si se encontraban a solas en la misma habitación. Pero sabía que Richard no se insinuaría nunca con ella; le faltaba práctica, había estado casado demasiado tiempo. No estaba seguro de sí mismo. Y Patsy no estaba segura de que pudiese iniciar algo con Richard, ni de que estuviese bien intentarlo. Richard estaba aún en pleno luto, y sus emociones eran muy confusas. Si ella iniciaba algo con él, lo tomaría demasiado en serio…, le afectaría muy profundamente. Si Patsy quería a Richard, al menos no quería un Richard subordinado a ella. ¿Y no parecería demasiado conveniente, casi vulgar…, el viudo y la viuda? Sería antiestético. Patsy colgó suavemente el teléfono. Debía tomarse un baño. Si mañana se sentía como ahora, saldría y gastaría demasiado dinero en trapos. Cuando cogiese su tarjeta de crédito, sólo quería’ saber lo virtuosa que era. Se apartó del teléfono, preguntándose qué estaría haciendo Graham Williams a las nueve y media de la noche, y qué habría ocurrido si hubiese acabado de marcar el número de Richard.
Se había alejado unos seis pasos del teléfono cuando resolvió llamar a Richard de todos modos: no necesitaba un baño, y no tenía ganas de ir de compras. Giró en redondo y precisamente entonces sonó el teléfono. Habría apostado cien dólares a que la persona que la llamaba era Richard Allbee.
Pero los habría perdido. El que llamaba dijo:
—Patsy, me alegro de que esté en casa. Soy Graham.
—¡Acabo de llamarlo! —exclamó ella—. ¡Y usted no estaba!
—Acabo de llegar. He descubierto algo, Patsy, y podría ser la clave de todo… Pienso que sé dónde está él, Patsy. Y quién es.
—Dígamelo —pidió ella—. ¿O no puede decírmelo por teléfono? ¿Por qué no viene y hablamos de ello? Tendremos que hacer algunos planes y, después, llamar a Richard y a Tabby…
—Todavía no —dijo la voz de Graham—. De momento, debe quedar entre nosotros. Confíe en mí, Patsy, hay un motivo para ello. Quiero que se reúna conmigo en algún lugar.
—Desde luego —dijo ella, complacida y un poco halagada…—. Dígame dónde.
—¿Conoce Poor Fox Road? ¿En Greenbank?
—Nunca lo oí nombrar —dijo Patsy.
—Está un poco oscuro, pero es…
—¡Ah, ya sé! Ahora me acuerdo. Es donde mataron a aquel hombre llamado Fritz. El jardinero.
—¿Podrá encontrarlo? Es al otro lado de Mount Avenue, frente a la entrada de Gravesend Beach. Aunque tendrá que fijarse para verlo…, pues no hay rótulo. Parece un camino para el ganado más que una calle urbana.
—Creo que lo he visto —dijo Patsy.
—Bueno, hay tres o cuatro casas al final de la calle. Ahora están desocupadas todas ellas. Quiero que nos encontremos en una pequeña construcción de tablas de color castaño, junto a una casa cuyo patio está lleno de coches destrozados. El lugar es un asco…, lo descubrirá en seguida.
—¿No tiene número?
—No lo tiene, pero no puede confundirse. Tablas de madera de color castaño. Techumbre combada. Busque el lugar que eligiría si quisiera guardar una colección de cabezas reducidas de tamaño. Entre. Si no estoy allí, llegaré al cabo de un momento. Tengo que recoger algunas cosas…, algunas cosas que quiero enseñarle.
—Tablas de color castaño, techumbre combada, colección de cabezas. Parece usted muy excitado, Graham.
—Pronto sabrá la razón. Nos veremos en Poor Fox Road en cuanto pueda llegar allí.
Y colgó.
Patsy fue directamente en busca de su bolso, que estaba abierto sobre la tabla de la cocina, y empezó a buscar las llaves del coche en su interior.
Sólo cinco o seis minutos más tarde, pisaba el pedal del freno y miraba por la ventanilla lo que casi con toda seguridad debía de ser Poor Fox Road.
Los faros iluminaron un camino estrecho sobro el que parecían inclinarse unos árboles desmesurados y unos bustos altos como bambúes. Patsy captó la inquietante imagen de la luna deslizándose en el cielo —sólo una imagen entre dos altos y negros arces— y por fin, al cabo de un momento, comprendió que su inquietud se había debido a que la luna parecía demasiado grande, de un tamaño casi el doble del normal.
Avanzaba muy despacio, todavía no del todo segura de ir por el buen camino, y cuando dobló el recodo donde Bobby Fritz había tenido la mala fortuna de encontrar al doctor Wren van Horne, empezó a oír lo que parecía un ruido de maquinaria en funcionamiento: un golpeteo rítmico. Patsy presumió, sin razonar exactamente por qué, que el ruido procedía de la Academia. Entonces sus faros iluminaron la primera casa; después la segunda, que se levantaba junto a un cementerio de automóviles, y después la tercera. Y se le encogió el corazón.
Era de color castaño, o algo parecido, y de madera. Y la línea de la techumbre aparecía claramente combada. Unas ventanas negras centellearon al detener ella el coche delante de la casa; pero inmediatamente vio que se había equivocado, porque los cristales habían desaparecido hacía tiempo. Este error parecía a tono con la casa. Lo que había causado su impresión de angustia no había sido el aspecto ruinoso del inmueble, pues esto lo esperaba, había sido el ambiente que lo rodeaba, un ambiente de soledad permanente, de encierro en sí mismo. No quería entrar allí. Los faros del coche acercaban el edificio, acentuaban su aislamiento y su rigidez. Patsy paró el motor y apagó las luces.
Contempló la casa. Examinó las masas claramente definidas de los árboles y los bultos de los coches abandonados…, algo casi bello a la fuerte luz de la luna. Miró sin interés las otras casas que podía ver, y advirtió que ninguna de ellas estaba habitada. Poor Fox Road era una pequeña ciudad fantasma. Miró otra vez la casa que le interesaba y descubrió que había perdido todas las particularidades que había tenido antes. No era más que otro edificio vacío. Realmente, no había razón para no echarle un vistazo…, y Graham estaba tan excitado.
Abrió la portezuela del coche y se apeó. El ruido de maquinaria, aquel golpeteo como de martillos mecánicos trabajando en el centro de la tierra, cesó de pronto. Sobresaltada, miró por encima del hombro hacia la Academia, pero sólo vio confusamente la valla coronada de hojas iluminadas por la Luna.
Delante de la casa, vaciló un momento, esperando oír los chirridos del viejo coche de Graham. No había un verdadero camino que condujese a la puerta de la casa, sino sólo una alfombra de hierbajos. Patsy miró otra vez calle abajo, esperando realmente ver los faros de Graham entre el fulgor de la Luna. Pensó un momento: «no va a venir», y después sacudió la cabeza. Esto era una tontería.
Subió entre las espesas matas y sintió lo que quedaba del camino bajo las suelas de sus zapatos.
—No tardes, Graham —dijo en voz alta.
La casa, pensó, debía de estar relacionada con lo que le hubiese ocurrido a Graham en los años veinte; al apoyar la mano en el tirador de bronce, comprendió que la mezquina y ruinosa casa debía representar un papel importante en la historia que los afectaba a todos. Decidió cumplir la orden.
Hizo girar el tirador, empujó la puerta y la abrió, y un murciélago chillón salió de la casa y se agarró a su mejilla. Demasiado espantada para gritar. Patsy trató de arrancar aquella criatura de su cara, y sintió que sus pequeñas garras escarbaban entre sus cabellos y se clavaban en su mejilla. Sus dedos encontraron el pequeño y aterciopelado cuerpo. Los agudos chillidos del murciélago taladraron sus oídos. Sintió que la cabecita se movía y hurgaba en sus cabellos. Cerrando los ojos, oscilando frenéticamente hacia delante y hacia atrás, Patsy tropezó a medias en el umbral y entró en la casa.
La puerta se cerró de golpe, pero Patsy, aterrorizada, apenas si lo oyó. El tacto de la piel aterciopelada del murciélago le repugnaba, pero no sólo tenía que tocarlo, sino también agarrarlo con los dedos. Golpeándolo con la mano sólo había conseguido aumentar la frecuencia de aquellos chillidos llenos de odio que se le metían en la cabeza; incluso parecía que el murciélago había apretado su presa. Ahora podía sentir los pequeños dientes royendo su cuero cabelludo. La respiración de Patsy era en este momento breve y rápida, y la joven empezó a lanzar una serie de gemidos impropios de ella, mientras metía los dedos debajo del cuerpo del animal que seguía agarrado. Al final pensó que lo tenía bastante sujeto para desalojarlo —el corazón del murciélago latía como el de un pájaro contra su mano—, y lo arrancó de su cabeza.
El murciélago se había alejado volando al soltarlo ella, y Patsy abrió los ojos, extendió los brazos y se movió en un círculo agitado. Sus ojos no le decían nada; estaba en un medio oscuro y llano. Levantando las manos y los brazos sobre la cabeza, y todavía jadeando, Patsy empezó a cruzar rápidamente la habitación. Aquel ruido de martilleo parecía envolverla, removerlo todo a su alrededor. Patsy no podía ver realmente el suelo: tenía vaga conciencia de que había un dibujo con manchas más oscuras y más claras, pero no tenía tiempo de imaginar lo que significaba. Ahora estaba tan aterrorizada por el abrumador ruido como por la posibilidad de que el murciélago la atacase de nuevo, y avanzó en derechura hacia la puerta.
Aquel ruido parecía brotar de las paredes. Patsy había dado solamente dos pasos vacilantes y presurosos, cuando pareció que el suelo se levantaba, haciéndola caer.
Cayó de lado y lanzó un gemido, Ahora podía ver lo que la había derribado: ante la ventana cuadrada iluminada por la luna, una tabla rota del suelo se alzaba como una lanza partida. Su cabeza estaba sólo a unos centímetros del suelo. De pronto advirtió la presencia de alas negras sobre ella; más de un cuerpo volaba en zigzag en el recinto. Patsy se arrastró alrededor del agujero del suelo. Las tablas crujían debajo de ella. Pudo sentir que fluía sangre de su mejilla y resbalaba por su cuello y dentro de su blusa. El ruido de martilleo brotaba ahora directamente del suelo. Patsy siguió arrastrándose sobre aquel suelo traidor hasta lo que debía ser la mitad de la distancia hasta la puerta de la entrada. Los murciélagos chillaban sobre su cabeza; no habría podido decir cuántos eran. Su mano tocó una tubería metálica y Patsy lanzó un grito: se había adentrado más en la casa. Sus esfuerzos sólo habían servido para alejarla más de la puerta.
Se valió de las tuberías y del depósito metálico de encima para ponerse en pie. Algo pegajoso y hediondo cubría sus manos, y sintió que también cubría sus piernas. Después vio que dos murciélagos pasaban por delante de la ventana —¿o eran dos ventanas?— y se alejaban, pero no antes de que ella se diese cuenta de que sus caras eran blancas. Los dos murciélagos volaron junto a ella, chillando furiosos, y Patsy vio que uno de ellos tenía largos cabellos rojos y cara de mujer.
La puerta del lado opuesto se abrió de pronto, descubriendo una sólida muralla de moscas que inmediatamente se disolvió en un millón de partículas zumbadoras. Instantáneamente la cubrieron, cayeron en el fregadero, ennegrecieron el aire. Patsy levantó las manos para oxear las moscas de su cara, y vio que una capa sólida de ellas cubría sus brazos. Tuvo una súbita visión, como si hubiese sido grabada en su cabeza, de Les McCloud chillando y pisando con furia el acelerador en los últimos segundos de su vida. Sus ojos, extrañamente tranquilos sobre la boca, frenética, estaban ya muertos. «Yo también lo estoy», pensó, y comprendió que sus ojos serían iguales que los de su marido.
A través de la cortina de moscas había empezado a filtrarse una luz rojiza que parecía latir al compás de los zumbidos. La puerta del sótano origen de aquella luz rojiza, se abrió de par en par girando sobre sus goznes.
Patsy se quedó petrificada al pasar la luz roja sobre ella; los millones de moscas se elevaron de nuevo en el aire. Al pie de la escalera del sótano, un líquido rojo lamía y saltaba sobre los peldaños de madera. Este líquido cubría el suelo; Patsy no habría podido decir cuál era su profundidad, pero, al parecer, debía ser de varios palmos. Con un destello de luz roja, cubrió otro escalón, entonces vio Patsy que una mano roja surgía de la superficie del turbulento lago. Después apareció otra mano. Les siguió una cabeza, pequeña, bien formada; la cabeza de una persona joven.
El cuerpo chorreante trató de afirmar el pie en el último escalón. Otra mano surgió de la superficie detrás de él; y otra. El primer cuerpo, advirtió Patsy, era el de un niño o de un joven; se agarró a la barandilla con una mano y empezó a subir.
El pecho era delgado y masculino. Patsy pudo ver que los ojos empeñados giraban en las órbitas sin ver, dolorosamente. La cabeza de otro nadador apareció en la roja superficie, abierta la boca en un grito mudo de triunfo.
«¡Tabby! —exclamó Patsy, sin pensarlo—. ¡Tabby! ¿Dónde estás, Tabby?»
«¡Tabby! ¡Tabby!»
«Patsy —pensó Tabby, saliendo bruscamente de su triste modorra, atormentado por imágenes de fuego y de murciélagos y de una roja rompiente en Gravesend Beach—. ¿Patsy?» Sintió como si le hubiesen pinchado con un aguijón, como si una fuerte corriente eléctrica hubiese pasado por su cuerpo.
Patsy estaba en peligro, en peligro de muerte. Tabby apartó la sábana y se incorporó en la cama, más espantado de lo que había estado en su propia casa.
«¿Estás bien, Patsy, estás bien, estás bien?»
No sentía nada, sólo la convicción de un peligro mortal.
Saltó de la cama. Se sentía pequeño, frenético. ¿Dónde estaba la habitación de Richard? «Patsy», pensó desesperadamente, y vio pronto una habitación desnuda, con un fregadero inundado y un suelo quebrado. Tabby salió ciegamente al pasillo y fue hacia la escalera, envuelto en la oscuridad. Oyó una respiración profunda y rítmica, interrumpida esporádicamente por unos ronquidos, y se volvió en dirección a aquel ruido. Extendió las manos, temblando porque no veía nada y sabía que aquello era urgente, y buscó tentando hasta encontrar el marco de una puerta. Cruzó el umbral y pasó las manos por la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Gimió.
Richard Allbee yacía sobre la espalda, con la boca abierta y resoplando. La súbita luz no le despertó.
Tabby se acercó corriendo al lado de la cama. Richard roncó con fuerza, pero no se despertó. Tabby le sacudió los hombros, enérgicamente.
—¡Despierte! —gritó—. ¡Tiene que despertarse, Richard!
Richard movió los párpados y chascó los labios. Emitió un débil gemido.
—¿Eh? —dijo.
—Es Patsy —dijo Tabby—. Va a morir.
—¿Qué?
—Que va a morir —dijo Tabby, y se le quebró la voz—. Está en una vieja casa horrible, y algo va a matarla, Richard. Tenemos que ayudarla.
—Ayudarla, ¿cómo? ¿Y cómo sabes esto? ¿Qué podemos hacer?
Richard estaba completamente despierto, pero todavía no plenamente dueño de sí.
—Llame a Graham —dijo el muchacho—. Él sabrá dónde está la casa…, tiene que saberlo.
—¿Estás seguro? —preguntó Richard. Después se frotó la cara y miró al chico—. Claro que estás seguro. Lo llamaré inmediatamente. Ojalá haya vuelto a casa.
Richard cogió el teléfono de encima de la mesita de noche, lo puso sobre su regazo y empezó a marcar el número.
Para Tabby, todo transcurría con angustiosa lentitud. Se volvió de espaldas a Richard, oyendo los terriblemente lentos chasquidos del disco, y cerró los ojos.
Oh, Patsy, Patsy, aguanta por favor;
te encontraremos, Patsy; Dios mío no queremos
que mueras, yo te quiero…
Detrás de él, Richard hablaba con Graham y parecía sorprendido; Tabby oyó que decía:
—¿Piensa que conoce la casa? —Y Tabby no pudo seguir concentrándose—. ¿Cree que tiene usted un brazo roto? —oyó que decía Richard, y esto acabó con su concentración.
—Ponte los zapatos —le dijo Richard—. Graham vendrá en seguida; yo me echaré una bata encima, y saldremos en mi coche. Cree saber dónde está ella.
Al oír a Tabby hablando en su mente —y sólo vagamente—, el ambiente que rodeaba a Patsy se cargó de algo que era particular de Tabby, una fresca emanación de su personalidad curiosamente desprendida de Tabby como persona; la esencia sin la forma que daba a la esencia su significado. Inmediatamente pareció aclararse el enjambre de moscas que llenaba el aire. Patsy agitó las manos ante su cara y vio que una espesa nube de moscas volvía al sótano.
Allá abajo, la rojez y la luz pulsátil decrecían segundo a segundo. La criatura empapada en sangre en la escalera del sótano se retiró, extendiendo todavía un brazo en dirección a Patsy como si esperara que ella lo ayudaría a escapar.
Incluso después de desaparecer la cabeza bajo la roja marea, el brazo siguió tendido, implorante. Observando aquel brazo que se hundía lentamente en el rojo líquido, primero hasta el codo, después hasta la muñeca, mientras los dedos seguían agitándose desesperadamente, Patsy empezó a serenarse. De alguna manera, la conexión con Tabby la había salvado. La ola de sangre del sótano se retiró despacio de la escalera, fluyendo por algún invisible desagüe cósmico.
Miró al techo manchado. Centenares de moscas zumbaban en círculos allá arriba, arrojándose contra la arruinada estructura, tratando de escapar.
Patsy se tambaleó y salió ciegamente de la cocina. Pasó sobre los agujeros del suelo, evitó la tabla que antes la había hecho caer Ahora podía ver claramente la puerta desde el interior iluminado por la luna; incluso estaba entreabierta y una mancha oblonga de luz había entrado en la estancia. Al otro lado de Poor Fox Road se movía y susurraban hojas negras y blancas.
Esperó en medio de la calle. Se entretuvo sacudiendo de su ropa las escamas amarillentas de una sustancia pegajosa que empezaba a secarse. Si pasaba las palmas de las manos por las pantorrillas, la mayor parte de aquella pastosa sustancia amarilla se desprendía. Patsy cruzó la calle hasta el sitio en que se hallaba su automóvil. Pocos segundos después, unos faros aparecieron en la curva de la herbosa calleja.
Pudo ver las caras a través de la ventanilla abierta del coche de Richard; tres óvalos blancos avanzando en dirección a ella. Patsy vio que Graham llevaba el brazo derecho en un cabestrillo improvisado con un pañuelo de lana de vivos colores. Una enorme contusión enrojecía su mejilla derecha.
Y vio en la cara de Tabby una complicada y cálida expresión de angustia y de amor.
—¿Puede conducir su coche, Patsy? —le gritó Graham—. No debemos dejarlo aquí toda la noche.
Patsy asintió con la cabeza.
—¿Seguro? —preguntó Richard, inclinándose sobre Tabby para verla mejor.
—Sí.
—Entonces conduzca hacia mi casa —dijo Graham—. Ninguno de nosotros podría dormir esta noche.
5
Patsy y Richard estaban sentados en el viejo diván de Graham, y éste lo había hecho a horcajadas sobre la silla que empleaba cuando escribía a máquina, y miraba por encima de la mesa del café, con el ceño fruncido. Tabby se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, delante de Richard, y sabía que aquella mirada iba principalmente dirigida a él, y también estaba seguro de que Graham estaba tan irritado contra sí mismo como contra él. Ahora cada uno sabía lo que les había ocurrido hoy a los demás, y cada uno de ellos, pensó Tabby, creía que su buena suerte se estaba agotando.
—Te he hecho una pregunta, Tabby —dijo Graham—. ¿Cómo supiste que Patsy estaba en peligro? ¿Y cómo pudiste describir tan bien el lugar, de modo que yo pudiese identificarlo? ¿Qué significa esto, Tabby?
—Sólo lo supe —dijo Tabby.
—Sólo lo supiste. ¡Bah! ¿No te das cuenta, hijo, de que todo lo que nos ocurre es importante, es parte de la trama, y de que, si no podemos descifrar esta trama, no podremos realizar nuestro trabajo? No debes ocultarme nada, Tabby; no debes hacerlo, si en serio quieres ayudarnos.
—Claro que quiero —dijo Tabby.
No le importaba, si no le importaba a Patsy, contarles a Graham y a Richard, la conexión existente entre Patsy y él, pero no podía decir a Graham Williams y a Richard Allbee lo que había estado haciendo la noche en que él y Patsy habían descubierto tal conexión, aunque se sentía más cerca de ellos que de nadie, a excepción de Patsy. Ellos no comprenderían —ni siquiera él mismo lo comprendía ya— cómo se había dejado llevar por los gemelos Norman. Tabby lo quería en serio, como sabrían muy bien Graham y Richard cuando descubriesen que él había destruido al Dragón.
«Vaya si lo haré», pensó Tabby, y dijo:
—Está bien. ¿Quieres que lo diga, Patsy? —La miró y ella asintió con la cabeza—. Muy bien. No sé cómo lo llaman ustedes exactamente, pero Patsy y yo…, bueno, podemos…
—Telepatía —dijo Patsy—. Podemos comunicarnos a distancia.
Detrás de Tabby, Richard Allbee inhaló con fuerza.
—¡Ah! —dijo Graham. Sonrió—. Claro, tenía que ser esto. La primera vez que os vi juntos supe que erais de la misma clase. Bien. Gracias por decírmelo. ¿Cuándo descubristeis que teníais esta facultad?
La pregunta llevaba por caminos que Tabby no estaba dispuesto a seguir.
—Sucedió porque sí.
—Nada «sucede porque sí». ¿Patsy?
—Fue la primera noche que los cuatro estuvimos juntos —dijo Patsy—. La noche que tuve aquel ataque y vi salir del libro la cabeza de dragón.
Graham se irguió y se ajustó el cabestrillo.
—¿Tanto tiempo hace? —preguntó—. Pero esto coincide, ¿lo ves?, coincide perfectamente. Porque nosotros llegamos juntos y coincidimos. Y coincidimos porque no podía ser de otra manera; y la razón de ello es que nuestro enemigo estaba encontrando entonces su verdadera fuerza. Él y nosotros cuatro doblamos juntos una esquina. Tabby, ¿tienes algo que contarnos? ¿Algo que añadir?
Tabby negó con la cabeza.
—Bueno, voy a contarte lo que nos espera…, voy a hablarte del «Verano Negro», y tal vez quieras entonces cambiar de idea. Desde luego, probablemente adivinas ahora lo que sucedió entonces. Al menos parte de ello. Porque nos está rondando ahora a nosotros… Creo que Gideon Winter trata de reproducir el verano de 1873, y pienso que lo está haciendo bastante bien. Tenemos gente que abandona la población, tenemos los incendios y las muertes… —Su cara se contrajo de dolor, y se ajustó de nuevo el improvisado cabestrillo—. Pronto los trenes pasarán de largo por las estaciones de Greenbank y de Hampstead. Sus conductores se «olvidarán» un día de pararse, y muy pronto volverán a «olvidar», y antes de mucho casi no verán estas estaciones al pasar por ellas a toda velocidad. Muy de tarde en tarde, mirarán y verán el rótulo rojo de «HAMPSTEAD» y se rascarán la cabeza y se preguntarán por qué se estremecen al mirarlo. Pero dará lo mismo, porque nadie estará esperando el tren, los andenes estarán vacíos. Quedaremos aislados, amigos míos, y la población lo aceptará…, ya lo está aceptando a medias. Y Hampstead no será más que un vasto cementerio durante los próximos dos años, o cinco, o diez…
Graham los miró a todos, brillándole los ojos, y después se frotó el cuello con la mano izquierda.
—Tengo la garganta seca. Voy a necesitar un poco de lubricante. Tabby, ¿quieres llegarte al frigorífico y traer una botella de cerveza? ¿Quiere tomar algo, Patsy? ¿Un poco de ginebra? ¿Y Richard? Será mejor que nos pongamos cómodos, porque el discurso va a ser largo. Voy a hablar de aquel verano de 1873, pero también les confiaré lo que ocurrió entre Bates Krell y yo. Esta noche hemos visto su casa. Ya es hora de que suelte todo lo que llevo dentro.
Tabby también cogió una cerveza para él.