1
En la segunda semana de agosto, mientras Tabby Smithfield se disponía a imitar a Graham Williams y atacar al Dragón por su propia cuenta, ocurrieron dos sucesos aparentemente independientes que podían afectar a la vida de todos los seres humanos en Hampstead, Hillhaven y Patchin. Pero, desde luego, nada era lo que parecía, y estos dos sucesos —el primer anuncio por el doctor Chaney del «síndrome de Dobbín» y la conferencia de Prensa del doctor Theodore Wise y el doctor William Pierce en un motel de Butte City— estaban íntimamente relacionados; y Hampstead y las otras poblaciones continuaron como si nada hubiese ocurrido. Esto habría confirmado su locura, si hubiese necesitado confirmación; pero ésta holgaba, después de la conferencia de Prensa.
La docena, más o menos, de «goteras» supervivientes, temiendo por sus vidas y cansados de ocultarse en casas abandonadas, habían buscado y hallado refugio en el «Yale Medical Center». Allí, el doctor Chaney estudió sus casos e inventó una serie de brillantes sistemas de conservación de vida para ellos. Chaney diseñó al fin una estructura de espuma y de fibra de vidrio que podía adaptarse a las cambiantes exigencias de los pacientes. Cuando éstos se hallaban en la fase final de la enfermedad, eran envueltos en una especie de exoesqueleto, una capa de una sustancia gomosa, firme pero plegable. El doctor Chaney pensó que estaba en condiciones de anunciar la aparición de «síndrome de Dobbin» en el Condado de Patchin en un foro mucho más resonante que The Lancet, que había retenido su artículo durante más de un mes… El «síndrome de Dobbin», si no el propio Dobbin, se había convertido en su causa. Invitó a un reportero médico del New York Times a New Haven y acudió personalmente en su coche a la estación del ferrocarril para recibirlo. En la negra cartera de cuero que sujetaba bajo el brazo mientras esperaba en lo alto de la rampa, había ocho fotografías en color, ocho por diez, que servirían para preparar al joven reportero para lo que vería en el «Medical Center». El reportero, huelga decirlo, no había visto nunca nada parecido a las fotografías de Chaney; ni había vislo nada, en el campo de su labor, que le afectase tanto como la vista de los restos de Pat Dobbin… En aquel punto, el ilustrador estaba suspendido en un contenedor como una pequeña bañera colorada.
Ted Wise y Bill Pierce leyeron el articulo del reportero en sus pantallas de computadora en Montana; desde la desaparición y presunta muerte del general Haugejas, su sección había quedado reducida a ellos dos y una secretaria. Su laboratorio había sido desmantelado seis días antes, y todos los demás científicos habían sido distribuidos en las fábricas e instalaciones de «Telpro», o bien, algunos, en universidades de todo el país. Wise y Pierce habían supervisado la virtual destrucción del proyecto que habían dirigido durante casi dos años, despedido al resto de su personal y aislado y envasado todas las existencias de DRG-16. Sabían que nunca inventarían el DRG-17. Por la tarde de su octavo día de residencia en un limbo prácticamente de holganza, un camión de «Telpro», conducido por un especialista del Ejército en traje de paisano, se había llevado la caja acolchonada que contenía las grandes botellas metálicas. Éstas eran todo lo que quedaba de los esfuerzos mentales de Otto Bruckner. Wise y Pierce habían cargado personalmente la caja en la parte de atrás del camión. El soldado especialista saltó dentro del camión y pegó un marbete a la caja: ACCESORIOS DE MAQUINARIA.
—¿Qué crees que van a hacer ahora con eso? —preguntó Bill Pierce a su jefe, mientras observaban desde la verja al camión que giraba hacia el Este por el camino polvoriento, en dirección a la carretera general.
El camión parecía muy pequeño, reducido de tamaño por la inmensa desolación del paisaje.
Wise lo sabía, y dijo:
—Lo arrojarán al agua. Lo pondrán en otro contenedor, lo echarán por la borda de una embarcación y confiarán en que permanezca en el fondo para siempre. Y no quedará constancia de nada.
—¿Crees que nos encargarán otro proyecto? —preguntó Pierce.
El camión estaba todavía a la vista, como un juguete del tamaño de una caja de cerillas.
—¿Qué piensas tú? —preguntó Wise.
Tenía los labios secos y agrietados, y sus dientes prominentes parecían sucios.
—Digo que tienen que darnos una oportunidad.
—Seguro. Si resulta que Haugejas es inmortal. —Se pasó la lengua por los dientes—. ¿Te acuerdas de Leo Friedgood? —preguntó de pronto—. Espero que le hayan dado su merecido a ese hijo de perra.
Después de otros ocho días de limbo. Pierce lanzó un grito peculiar mientras leía el New York Times en el servicio de computadora. Wise lo miró cuidadosamente desde su litera en la oficina.
—¿Han encontrado a Haugejas? —preguntó.
—¡Dios mío! —exclamó Pierce—. Ven y mira esto.
Wise avanzó tambaleándose hacia el aparato. Cuando hubo leído los dos primeros párrafos del artículo que había escrito el joven reportero sobre Pat Dobbin y los otros, ya no pareció cansado.
—Es esto —dijo. El recuerdo de Tom Gay, gritando detrás de una pared de cristal, nunca ausente de su memoria, borró por un momento las palabras en verde sobre negro de la pantalla—. Es realmente esto. Una carta loca…, como le dije a Friedgood, ¿no?
Se frotó los ojos y se acercó más a la pantalla, como si con esto pudiese cambiar las palabras.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —le preguntó Pierce—. Creo saber lo que haría yo. Y pienso que lo haré aunque tú no estés de acuerdo.
Wise le dirigió una mirada que, por un momento, fue de puro terror.
—Sabes cuáles serían las consecuencias, ¿no?
—No lo sé. Y tú tampoco. Pero pienso que hemos estado callados demasiado tiempo. Propongo que llamemos a ese reportero, a su director y cualquier otra persona que nos parezca adecuada, y empecemos a decir la verdad.
Wise se pasó la lengua por los dientes. Miró de nuevo la brillante pantalla.
—Pienso lo mismo —dijo.
Dos de las consecuencias previstas por el doctor Theodore Wise se produjeron inmediatamente después de la improvisada conferencia de Prensa en el «Best Western», en las afueras de Butte; él y el doctor Pierce fueron despedidos y, media hora más tarde, los detuvieron para ser interrogados por la Policía del Estado de Montana, a requerimiento por télex de la Policía del Estado de Connecticut. La conferencia de Prensa había sido mucho más sonada de lo que él había imaginado: cámaras de Televisión se habían materializado a su alrededor, los reporteros habían preguntado a voz en grito, a cada instante había aparecido alguien provisto de auriculares y con otra pregunta tonante.
—¿Qué se siente al saber que se ha matado a un montón de niños? —preguntó a Wise una mujer con gafas de sol y chaqueta de ante ribeteado.
Wise tragó saliva; sabía a cigarrillos, aunque él no fumaba.
—Bueno, aquel resultado… —empezó a decir, tratando de responder honradamente a la pregunta—. Aquel resultado fue una de las razones de que el doctor Pierce y yo presumiésemos que nuestro trabajo no guardaba ninguna relación con las tragedias de Connecticut. Nuestros resultados caían dentro de ciertos parámetros, y aquello estaba muy fuera del mapa. Me refiero a los niños que se ahogaban por su propia voluntad —su cara enrojeció—. Todavía no puedo creer que nuestro producto fuese el causante de aquello. De acuerdo, es moralmente impresionante. Pero nuestros sujetos no mostraron nunca tendencias suicidas, individual o colectivamente.
—¡Sus sujetos eran MICOS! —gritó un hombre de camisa a cuadros desde el fondo de la estancia.
—Eran monos —dijo Wise—. Vimos frecuentes casos de muerte instantánea, en un porcentaje global de cinco a ocho, según las categorías de DRG.
Más alboroto, y un alud tal de preguntas que Wise contestó únicamente la que estaba seguro de haber oído correctamente.
—Sí, presumo que el DRG fue la causa de varias de las muertes ocurridas en la zona el día del accidente.
Bill Pierce se levantó, había visto entrar dos policías en la suite.
—¿Qué deberían hacer en Hampstead? —preguntó una voz masculina entre el griterío provocado por la respuesta de Wise.
—Rodear la villa con una verja —dijo Pierce.
Ésta fue sólo la primera entre docenas de conferencias de Prensa referentes a Hampstead y al DRG. El delegado de Prensa de «Telpro» sostuvo una, después otra, y después otra; en cada una de sus apariciones negó las que llamaba «alegaciones»; defendió el historial del general Haugejas; prometió un estudio profundo de la situación. No dijo nada. El agregado de Prensa del Pentágono dijo lo mismo, pero sólo dos veces. Los padres de Harvey Washington, uno de los tres jóvenes que habían muerto, sostuvieron una conferencia en su cuarto de estar, para acusar de racismo a los científicos de «Telpro». El secretario de Defensa, interrogado sobre el frenesí de Hampstead —pues en esto se había convertido ahora—, dijo: «Afortunadamente, estamos en condiciones de negarlo rotundamente.» Eran tantos los manifestantes que se reunían todos los días delante del edificio de «Telpro», que la Policía de Nueva York acordonó la acera de la Calle 59 Este para que pudiesen pasar los peatones. Se constituyó un subcomité del Senado; el subcomité se incautó de un camión de fichas y documentos de «Telpro», y pronto se perdió en ellos. Se empezaron dos películas antes de que los doctores Wise y Pierce llevasen igual número de semanas repitiendo su historia. (Más tarde, ambos estudios dieron marcha atrás… y despidieron a los ejecutivos que habían apoyado el proyecto.) La revista Time publicó un artículo titulado La extraña historia del Condado de Patchin. Newsweek preguntó: «¿Qué pasa en Hampstead?» Newsday escribió: «¿Creó el DRG un asesino?»
Como había pronosticado Graham Williams, los trenes de cercanías pasaban de largo por las estaciones de Hampstead, Greenbank y Hillhaven… Pat Dobbin había compadecido una vez a los hombres tan atropellados que se acumulaban en aquellos andenes incluso en domingo pero si ahora le hubiese quedado compasión bastante para transportar a alguno de ellos, no habría tenido a quién llevar. Los trenes pasaban frente a andenes vacíos. De vez en cuando, un hombre, no siempre el mismo, se presentaba donde solía antes de tomar el tren para Grand Central. Probablemente llevaba la chaqueta desabrochada y revueltos los cabellos; su cartera estaba vacía; no habría podido explicar qué estaba haciendo allí. En todo caso, había llegado en mal momento. El extraño caballero se frotaba la hinchada mejilla y se tocaba con la lengua un diente flojo; tenía un confuso pero agradable recuerdo de una riña en la zona de aparcamiento de Kiddietown (o en el bar de «Chez Normand», o delante del mostrador de «Grand Unión»), pero no podía recordar del todo por qué se había peleado y por qué le había sabido tan bien. En definitiva, el hombre se alejaba de allí, o saltaba a la vía para tocar los raíles, o se quitaba la ropa, o sonreía y metía la cartera a través de una ventanilla de la estación, o…, hiciera lo que hiciera, si aún estaba allí cuando pasaba zumbando el próximo tren, el ruido y la furia y el color de la apresurada visita de Conrail probablemente le asustaban.
Graham Williams no había previsto que la Policía del Estado instalaría vallas en las salidas y entradas de la carretera en Hampstead y en Patchin, pero hubiese debido saber que el aislamiento de aquellas poblaciones tendría efectos casi insignificantes para las propias poblaciones. Los vecinos de Hampstead ya no podían ir en coche a Nueva York, a menos que tomasen la carretera 1 hasta el extremo de Patchin y lograsen convencer a los agentes del puesto de Policía para que los dejasen pasar…; pero los vecinos de Hampstead difícilmente tenían ganas de salir. Cuando Wise dio su conferencia de Prensa, todos los que querían marcharse lo habían hecho ya, y los que se habían quedado tenían demasiadas preocupaciones para pensar en viajes a «Bloomingdale’s».
Porque incluso para los desequilibrados y violentos, incluso para los adolescentes que habían encontrado un loco motivo de regocijo en verter gasolina en una casa de madera y arrojar en ella una caja de cerillas encendida, Hampstead estaba llena de extraños terrores y amenazas; como si también ellos fuesen «goteras» disimulados y pudiesen ser descubiertos y destruidos. Los vecinos de Hampstead oían voces por la noche, en la escalera del desván o gimiendo a través de la ventana del dormitorio. Aquellas voces eran casi conocidas, pero no del todo…; quizás era la mente quien se esforzaba en reconocerlas. Cuando andaba por las calles flanqueadas de árboles, la gente miraba fijamente al frente; cuando jugaba al golf, convenía tácitamente en evitar ciertos sectores…, como si hubiese lugares en los que uno se sentía extraño, sólo esto, y fuese mejor no acercarse a ellos.
Progresivamente, aparecieron súbitos agujeros en la tela de la vida cotidiana, agujeros que un día habían estado llenos de gente. Tanto Archie Monaghan como su socio, el gordo Tom Flynn, dejaron de ir a su oficina la última semana de julio. Sus secretarias siguieron acudiendo al trabajo hasta que hubieron pasado a máquina el último contrato de venta de tierras, copiado el último testamento y redactado la última instancia. Después se trasladaron a otro bufete de abogados del mismo piso, «Shobin Schuyler Mink Fine & McFeeley», donde las secretarias habían traído un aparato de televisión y pasaban los días viendo programas musicales y de entretenimiento…, y enviaban a buscar el almuerzo en la tienda de comestibles. Shobin y Fine habían abandonado la población a primeros de junio. Schuyler lo había hecho una semana más tarde; Mink había muerto en una reyerta delante del restaurante «Framboise», y el cadáver de McFeeley había sido encontrado más tarde en el mismo lugar escabroso del campo de golf donde habían yacido los cuerpos de Archie Monaghan y Tom Flynn. Pero las mujeres se sentían mejor estando juntas, en mutua compañía.
Alrededor de la casa de Krell en Poor Fox Road, las plantas se estaban muriendo; nadie vio nada, nadie preguntó la razón, pero los dientes de león, la alfalfa silvestre y la hierba cana, empezaban a mustiarse y a ennegrecerse en los bordes. En Kendall Point, las plantas se morían también, y a veces parecía que la tierra exhalase un humo sucio y gris…, pero debía de ser niebla, ¿no? La niebla corriente en una noche fría que sigue a un día cálido.
Por la noche, algunas personas —como las secretarias que iban en busca de sus coches después de un día de AlL My Chitaren y As The World Turns— miraban al cielo y se echaban atrás, temblorosas y confusas. Pensaban haber visto algo en la luna, aunque no podían decir qué.
2
Al atardecer del tercer día después de la larga velada en el cuarto de estar de Graham, Tabby Smithfield bajaba por Beach Trail y estaba muy confuso. Durante tres días había estado dándole vueltas a una difícil cuestión de conciencia…, sabiendo que tenía que tomar una decisión, pero logrando únicamente confundirse más. Tabby se había apartado un poco de los otros tres, temerosos de que su incertidumbre le obligase a hablar demasiado. No quería discutir con nadie lo que le preocupaba hasta estar seguro de sus sentimientos; e incluso entonces, quería hablar sólo con Patsy de su decisión, antes de que interviniesen los dos hombres. Con un poco de suerte, no intervendrían hasta que todo hubiese terminado; sabía que Richard y Graham no aprobarían nunca que se enfrentase solo contra el Dragón.
Cuando llegó al final de Beach Trail, torció a la izquierda. Miró por encima del hombro y cruzó corriendo Mount Avenue, sencilla manera física de olvidar sus problemas franqueando la destrozada y bituminosa calzada. Después de unos segundos de relativa tranquilidad, redujo la marcha y anduvo de nuevo al paso. Un momento después, volvió a mirar por encima del hombro. Lo único que vio fue la cinta curvada de Mount Avenue discurriendo bajo los robles hacia Gravesend Beach. Tabby se detuvo, metió las manos en los bolsillos de su pantalón de pana y se aseguró de que nadie se escondía detrás de alguno de los altos y viejos árboles. Por último, se encogió de hombros y se volvió; echó a andar hacia la casa donde había nacido.
Todavía tenía la inquietante y persistente impresión de que alguien lo seguía.
Cuando miró de nuevo a su alrededor, sólo vio la resquebrajada calzada llena de hoyos, los corpulentos y viejos árboles, las brillantes matas de mirtos delante de las paredes de ladrillos. La luz del sol poniente temblaba en el suelo, formando dibujos al pasar entre las hojas. Tabby se puso de puntillas, se apoyó de nuevo en las plantas de los pies y reemprendió su marcha.
Pero aquella impresión punzante persistía.
Los cuatro habían comido siempre juntos desde aquella larga noche de conversación; Graham y Richard pasaban casi todo el tiempo tratando de decidir si había alguna coincidencia en las personas elegidas por el Dragón, o si las muertes habían revelado algo que a ellos les había pasado inadvertido. Patsy participaba en estas discusiones, fingía reflexionar tan intensamente como los dos hombres, pero Tabby tenía siempre la impresión de que se escabullía, de que le lanzaba breves miradas interrogadoras. Él las había resistido, pero la idea de rechazar cualquier cosa que le ofreciese Patsy McCloud contradecía lo que sentía por ella y contribuía a que se encerrase más dentro de sí mismo. Comía poco y casi no hablaba.
Podía hacerlo: se aferraba a esto. La larga historia de Graham sobre Bates Krell había sido narrada en una especie de clave que sólo él había comprendido; una vez descifrada, esta clave quería decir que, de los cuatro, sólo Tabby Smithfield podía destruir al Dragón. Pero ¿significaba esto que tenía que hacerlo sin ayuda, como Graham? Una buena parte de sí mismo quería hacerlo a solas, ponerse a prueba delante de los otros y mantener al mismo tiempo el secreto de su participación en el robo frustrado… que ahora llenaba de vergüenza y de confusión a Tabby, que no podía imaginarse ni recordar cómo se había acurrucado en la camioneta de Gary Starbuck; todo lo que había conducido a aquel momento había sido como un torbellino que lo había arrastrado contra su voluntad.
Graham había hecho hincapié en que, cuando se había enfrentado con Bates Krell estaba más próximo a la edad de Tabby que a la de Richard o de Patsy. Y, al menos para Tabby, lo más importante de la historia de Graham había sido su aislamiento. Graham había tenido la confianza suficiente en sí mismo para actuar solo, y cuando había necesitado ayuda la había encontrado. No se podía rondar por tantos patios de escuela como había hecho Tabby, sin enterarse de que la vida recompensa solamente a aquellos que actúan como se espera de ellos. Al menos… él pensaba que lo haría.
Cuando pensaba en aquella larga ala de fuego que había restallado para matar a su padre, Tabby sabía que tenía que matar al Dragón; sólo cuando pensaba en la manera de hacerlo, debía reconocer que tenía miedo.
Y al pensar en volver a la casa del doctor Van Horne, se le helaban las entrañas.
Ahora estaba plantado delante de los barrotes de hierro de la verja, mirando por encima del césped amarillento la casa que había sido de su abuelo, la casa que Monty Smithfield había pensado probablemente que, con el tiempo, sería de Tabby. En esta tierra, trescientos años atrás, Gideon Winter había puesto en movimiento la serie de acontecimientos que indefectiblemente alterarían la vida de Tabby. Para Tabby, ésta era la prueba más firme de que su misión era destruir al hombre que moraba en la casa levantada sobre Gravesend Beach. El mero hecho de haber nacido él en esta casa había contribuido a que fuese el elegido.
Sí, se dijo Tabby. No podía librarse de esto. Su misión era matar a Wren van Horne.
Una sombra se proyectó sobre la seca hierba, delante de él, y Tabby pegó un salto… Había estado sumido en un mundo privado. Giró en redondo para enfrentarse con el que proyectaba la sombra; frenético, convencido de que Wren van Horne lo había seguido por Mount Avenue y estaba dispuesto a matarle… Pero en vez del doctor, vio delante de él a la única persona a quien sinceramente habría deseado ver.
—Lo siento —dijo Patsy—. Me parece que te he estado espiando… No quería asustarte, Tabby.
—¡Jesús! —exclamó Tabby—. Quiero decir, está bien. Es verdad que me asustaste. ¡Huy! ¡Menudo salto habré pegado!
Sonrieron los dos, y Tabby sintió que la mente de ella rozaba la suya. Deliberadamente ocultó sus pensamientos, y sintió la brusquedad de su acción: si Patsy le hubiese excluido de esta manera, habría sentido lo mismo que si se hubiese pillado los dedos en una puerta.
—Perdóname —dijo Patsy—. No debía hacerlo.
Tabby meneó la cabeza.
—No, la culpa es mía. Supongo que estoy un poco nervioso. ¿Qué están haciendo Richard y Graham?
—Lo mismo que cuando te marchaste. Hablar, hablar, hablar. Creo que, en realidad, lo están pasando estupendamente, a pesar de sus frustraciones.
—Y tú decidiste seguirme. ¿O te dijo Graham que me siguieras? Supongo que todo el mundo piensa que les oculto algo.
Patsy sacudió enérgicamente la cabeza.
—Desde luego, Graham no me envió detrás de ti, Tabby, y si lo hubiese hecho, le habría mandado al infierno. Me crees, ¿no? Vine porque quería hablar contigo y pensé que te encontraría aquí… Nadie me envió. Y no te estaba espiando.
—Sí, me parece que te creo —dijo sonriendo él.
(me crees, ¿no? Es importante)
(te creo y tú lo sabes)
(pero todavía nos ocultas algo)
(Patsyyyy…)
(pienso que quieres decírmelo…, pienso que quieres
ayuda)
(sí sí sí, de acuerdo)
—De acuerdo —repitió Tabby—. Tienes razón, te creo. Y necesito ayuda. Pero sólo la tuya.
(la mía es la única que puedo ofrecerte)
—Sabes lo que quiero decir.
Ella asintió con la cabeza.
—Lo único que no sé es el porqué.
—¿No hiciste nunca nada que después te inquietase? ¿No puedes comprenderlo?
Un débil rubor apareció en el rostro de Patsy.
(¿arriesgarías todas nuestras vidas por una INQUIETUD? ¿Es sólo esto lo que te impidió…?)
—No, no es sólo esto —dijo rápidamente Tabby—. Quizá la palabra inquietud no es la adecuada.
—Apuesto a que la cosa no es tan grave —dijo ella, acercándose más y atreviéndose ahora a apoyar una mano en su hombro—. Hicieras lo que hicieras, Tabby, a nosotros no nos parecería terrible.
Él sacudió la cabeza.
—Y sabes también que no puedes seguir guardando silencio. Si sabes algo…
Sus miradas se encontraron.
—Oh, ya sé —dijo Tabby—. Precisamente estaba pensando en esto.
—Te observé cuando Graham nos contó lo de Bates Krell. Y supe lo que querías hacer… Quieres matar al Dragón tú solo, ¿no? Como hizo él. Lo tenías escrito en la cara.
Tabby asintió con la cabeza. Si ella había visto tanto, sabía lo más importante.
—Puedo matarlo —dijo él—. Si Graham pudo hacerlo cuando tenía veinte años, yo puedo hacerlo ahora.
—Sabes quién es —dijo Patsy, abordando al fin el verdadero tema de su conversación—. Pensé que lo sabías.
—Quisiera ofrecerte su cabeza en una bandeja —dijo Tabby, sonriendo con hosquedad—. Es lo que quisiera hacer, de veras.
Hubo un momentáneo y eléctrico silencio entre los dos; después, antes de que Tabby pudiese hablar, Patsy dijo:
—Quisiera ir contigo. Pongamos los dos su cabeza en una bandeja.
Era precisamente lo que él había estado pensando; un paso más en su razonamiento. Respiró hondo. Ahora ella no le dejaría solo el tiempo suficiente para hacer algo por su exclusiva cuenta. Le había forzado lindamente la mano, y le había impedido cualquier alternativa diferente de la que más deseaba aún sin proponérselo. Él y Patsy matarían juntos al Dragón.
—Él mató a mi padre —dijo Tabby—. Él hizo que todo fuese así. Vi su cara cuando tenía yo cinco años… Entonces era un chiquillo, y vi que asesinaba a alguien. —Tabby se había exaltado, pero se calmó—. Quiero hacerlo esta noche —dijo—. Hagámoslo esta noche.
—Los dos juntos tendremos más probabilidades de triunfar que uno solo —dijo Patsy—. Y los dos nos hemos dado suerte, ¿no?
Tabby pudo ver el miedo reflejado en el semblante de ella, y supo que era igual que el que sentía él; pero ella era lo bastante fuerte para hacer que triunfasen los dos. La vacilación de Tabby se extinguió.
—Dime su nombre —dijo ella.
—Es el médico que vive en la casa grande de encima de la playa. El doctor Van Horne.
—¿Y estás seguro de ello…? No quiero preguntarte cómo lo sabes; sólo quiero asegurarme de que realmente lo sabes.
Tabby asintió con la cabeza, viendo que el asombro y la sorpresa y, más que esto, la confianza en él, sustituían al miedo en el semblante de Patsy.
—Estoy seguro —dijo Tabby—. Tiene que ser él. Pero debes prometerme… que no se lo dirás a Richard ni a Graham.
—Debería hacerlo. —Miró su rostro implacable—. Pero no lo haré. Te lo prometo.
Ya lo había dicho todo, y la mujer y el muchacho sólo podían mirarse recíprocamente, en silencio, calculando la enormidad y el riesgo de lo que habían decidido hacer.
—Esta noche —dijo Tabby, al fin.
—¿A las seis, o las seis y media? Generalmente, salgo a dar un paseo a esta hora. No quiero que Graham sospeche. Y deseo recoger algo en mi casa.
—Nos encontraremos en la calle. Richard y Graham están tan enzarzados en sus discusiones que ni siquiera advertirán que hemos salido.
Patsy sonrió nerviosamente, reconociendo lo acertado de esta observación.
—¿De veras no se lo dirás? —insistió Tabby.
—Te lo he prometido.
—Eres muy especial —le dijo Tabby.
De pronto y por primera vez, no la veía como una persona distanciada de él por el sexo y por la edad, sino como a su igual. Plantado a dos palmos de Patsy McCloud, a la vaga luz del sol poniente, delante de la antigua casa de su abuelo, Tabby se identificó con aquella mujercita de pómulos salientes y delicadas y pequeñas arrugas alrededor de los grandes ojos castaños…
(tú también, amigo)
… y se sintió como el adulto que sería algún día, mirando a una mujer a la que conocía desde hacía tanto tiempo y con tanto afecto…
(¿qué??? ¡Tabby!)
… que su imaginación podía seguir a la de ella por instinto. El mundo oscilaba furiosamente alrededor de Tabby, y él tenía veinte años más, era el verdadero compañero de Patsy McCloud, y era tanta la información sobre él y sobre Patsy McCloud que fluía de ella, que él no podía oscilar con el mundo y los campos floridos que brillaban con la lluvia a su alrededor. Dio un torpe paso atrás y esto rompió el hechizo. El mundo estaba inmóvil, y la historia de Patsy, que de alguna manera milagrosa había sido la historia de él y Patsy, había dejado de fluir en su interior. La extraña y cantarína visión lo había abandonado.
(¿qué diablos???)
(¿qué diablos???)
(Patsy, yo… Patsy yo…, ¿cómo…?)
—¿Qué ha sido eso? —le dijo ella, con semblante borrascoso. Se acercó a él y le rodeó el pecho con los brazos—. ¡Dios mío! —dijo.
—No puedo, hum… —empezó a decir él—. No puedo… —Pestañeó rápidamente y se apartó de ella, sin soltarle los brazos—. ¡Maldita sea…!
Dejaron caer los brazos y se separaron.
—Está bien —dijo Tabby—. Está bien. A las seis.
Observó cómo se alejaba ella y se volvía y lo saludaba con la mano antes de subir por Beach Trail.
Tabby decidió subir hasta el cráter lleno de cascotes que, hasta tres días atrás, había sido «Cuatro Corazones». Era la única tumba de su padre.
Al subir la cuesta, Tabby volvió a tener la inquietante sensación de que alguien lo seguía, pero no se molestó siquiera en mirar por encima del nombro. Esta impresión era parte de la debilidad que hallaría su remedio en Patsy McCloud y en «Cuatro Corazones».
3
—¿Qué hora es, Richard? ¿Entramos en casa?
Richard Allbee, tumbado en una silla extensible, levantó el brazo y miró su muñeca.
—Las seis menos cinco, más o menos. ¿Por qué quieres entrar? Aquí se está muy bien. Pero supongo que pronto comeremos.
Graham dio una larga chupada a su cigarro y exhaló una densa nubecilla de humo.
—Creo que el pensamiento no se aviene con mi jardín de atrás. Pensar es un trabajo de puertas para dentro. Pero si quieres quedarte un rato más, no tengo inconveniente. ¿Adonde ha ido Patsy?
—No lo sé —dijo Richard—. Tal vez quería hablar con Tabby.
—Sí —dijo Graham.
Ya no llevaba el brazo en cabestrillo; a fin de cuentas, no se había roto el codo, sólo había sido una contusión. También yacía en una silla extensible de jardín, que no parecía muy segura y cuyas correas estaban gastadas y llenas de orín. El dibujo blanco y amarillo se había confundido hacía tiempo en algo uniforme y sucio. Las hierbas más altas llegaban hasta las cintas de plástico y parecían más sólidas que éstas, de modo que Richard pensó que si las cintas se rompían, probablemente le sostendrían los hierbajos.
—Son muy amigos —dijo Graham—. Y es lógico que lo sean, dado lo que tienen en común. Siento que no estuvieses allí la primera vez que se vieron.
Richard se volvió sobre un costado para mirar directamente a Graham. Detrás del viejo, que esta tarde aparecía particularmente llamativo con su camiseta roja y los pantalones amarillentos de tweed, de lo que debía ser un traje de cuarenta años atrás, el descuidado jardín estaba sumergido en una selva de hierbajos que llegaban hasta la rodilla, en una extensión de cuarenta metros hasta una impenetrable muralla de follaje.
—Cuando Tabby y Patsy se vieron, creo que Patsy se rejuveneció diez años en el acto —dijo Graham—. Comparten algo que nosotros no comprenderemos nunca realmente, como el ciego de nacimiento no comprende el concepto de color. Pero aún así, creo que nos será útil. Es parte de nuestro arsenal.
—Graham —preguntó Richard—, ¿qué piensas que va a pasarnos realmente? Puedes creerme si te digo que no lo preguntaría si Tabby y Patsy estuviesen aquí, pero ¿tenemos alguna posibilidad?
—Sí —dijo Graham—. ¡Claro que la tenemos! Incluso después del «Verano Negro», nuestra gente destruyó a Hester Poole. Desde luego, para nosotros es más difícil, y además, todo ha cambiado. Hace un centenar de años, no importaba tanto que Hampstead quedase aislada. Teníamos aquí nuestra comida, ¿comprendes? La mayor parte de esta tierra era de labor…, vivíamos de ella. Pero ahora se vaciarán muy pronto las abacerías, y la situación se pondrá grave. Tendremos algaradas por causa de la comida. La gente se matará por la carne, la harina y el azúcar. —Chupó de nuevo su cigarro y lo sostuvo en alto mientras exhalaba el humo—. También se agotará esto. Bueno, no sé si el Gobierno dejará que las cosas lleguen tan lejos, al menos en lo tocante a los disturbios. Supongo que nos darán la comida suficiente para que no muramos de hambre.
—Estás pensando en lo que dicen los periódicos de «Telpro» —dijo Richard—. El mundo piensa que ésta es la razón de todos los problemas que tenemos aquí; piensa que ese gas nos está volviendo locos a todos. Y yo también lo pienso. El DRG.
—Una de las bromas de la historia —dijo Graham—. Me refiero al nombre. Puede ser una señal de que nuestro enemigo tiene un millón de armas apuntando contra nosotros… o bien, observa esto Richard, puede que todo se reduzca al DGR. Tal vez hemos perdido completamente la cabeza.
—¿Lo crees realmente así?
—¡No! —dijo Graham, e iba a añadir algo cuando una gran conmoción al otro lado de la cortina de árboles hizo que los dos hombres se incorporasen de sus tumbonas.
—¿Qué demonios…? —empezó a decir Graham, y miró a Richard, que ya se había puesto en pie.
El ruido procedente de detrás de la densa aglomeración de árboles había doblado de volumen, era tan fuerte como una orquesta de rock y con más cacofonía, llenando todas las partículas del aire.
—¡Levántese! —gritó Richard.
Pero vio que sus palabras eran inútiles; Graham parecía estar imposibilitado; su cara se agitaba tontamente, y sus manazas se movían arriba y abajo. Por último, vio Richard que Graham no podía levantarse de la silla, por lo que lo agarró de los antebrazos y tiró de él. Un viento cálido, llegado de ninguna parte, pegó la camiseta del viejo a su espalda y tiró de los cabellos de Richard.
Al sonido de hierros al rojo sumergidos en agua fría ésta era la imagen que se forjó en la mente de Richard se añadieron ahora los ruidos más evidentes del fuego. Graham se puso en pie en el preciso instante en que se inflamaban los árboles más próximos.
Y entonces Richard se quedó inmóvil, asiendo todavía las muñecas de Graham, porque lo que estaba viendo le impedía moverse. El cálido viento le socarraba la piel; las vellosas puntas de los hierbajos más próximos al linde de la finca se encendían como pequeñas velas. Una terrible bola de luz había salido silbando de entre los árboles, dejando un agujero negro y humeante. Richard permaneció boquiabierto hasta que la bola de luz chocó contra el suelo.
En medio de un círculo ardiente, apareció un perro negro gigantesco. Sacudió la cabeza y mordió el aire.
Richard y Graham retrocedían ya hacia la casa, y en la súbita claridad del silencio oyeron el chasquido de los dientes del can. Su gruñido pareció salir del suelo, y el grave y fuerte ruido vibró en el vientre de Richard. Percibió vagamente que Graham agarraba su tumbona y la arrastraba al retroceder ellos. El perro volvió la enorme cabeza en su dirección. Al levantar los negros labios, unos dientes largos y blancos brillaron en sus mandíbulas. Richard calculó que Graham y él se hallaban quizás a cuatro metros de la puerta de atrás…, unos tres o cuatro segundos. Graham se movía lo más rápidamente posible, sin abandonar su silla. Ninguno de los dos quería volver la espalda al perro, que se agachaba con los pelos erizados. Un rígido mechón se erguía entre sus tensos hombros.
La boca del can se estremecía frenéticamente sobre los largos dientes blancos. Hilos de saliva brotaban de ella y caían sobre las hierbas.
Si saltaba sobre ellos, podría hacerles pedazos antes de que se acercasen a la puerta.
La enorme y negra cabeza miraba alternativamente a Richard y a Graham; una y otra vez.
El perro avanzó despacio en su dirección, todavía agachado, acosándolos. Richard sintió que una ola de sudor brotaba de su piel y lo empapaba inmediatamente. Una gota tembló en una de sus cejas, cayó en el ojo y le nubló la visión. No se atrevió siquiera a pestañear. El gigantesco perro se acercó más, babeando y temblando.
Por fin, Richard no pudo resistir más el no saber la distancia a que se hallaba la puerta, y volvió la cabeza y miró por encima del hombro. Inmediatamente advirtió un enorme desplazamiento del espacio…, como si un edificio hubiese levantado el vuelo. El ronco y grave gruñido flotaba ahora en el aire detrás de él, y la puerta de Graham, abierta por motivo de ventilación, estaba sólo a unos palmos de distancia. Alargó un brazo hacia Graham un momento después de la confusa y absurda mancha de color en que se había convertido el convulso viejo.
Richard agarró un brazo levantado, lo sujetó sobre el pecho de Graham y tiró hacia atrás, y se dio cuenta de que Graham había arrojado la silla al gigantesco perro. Cayeron pesadamente dentro de la casa, sobre el suelo de la cocina, Graham encima de Richard. El morro del perro avanzó hacia ellos a través de la puerta y se detuvo de pronto, al quedar sus hombros sujetos por el marco.
—¡La persiana! —chilló Graham, y se apartó rodando.
Richard se deslizó fuera del alcance de los crujientes dientes y se aplastó contra la pared. Mientras el perro gruñía y lo miraba con sus negros ojos, grandes como pelotas de fútbol, Richard se acercó a la persiana y la dejó caer sobre la cabeza del can, sintiendo que el borde inferior se combaba al chocar contra el hueso. El perro retrocedió un momento; después se lanzó de nuevo contra la puerta, haciendo temblar toda la casa. Richard oyó unos golpes al otro lado de la casa; era que unos libros caían de los estantes. Empleó toda su fuerza para golpear de nuevo la cabeza del perro con el borde de la persiana. Ahora el animal chillaba y rugía enloquecido. Richard tuvo la impresión de que el corazón iba a saltar de su pecho. Golpeó de nuevo al animal, esta vez en el morro, y el perro apartó violentamente la cabeza, haciendo que Richard perdiese el equilibrio y cayese al suelo. «Un empujón más, y derribará la pared», pensó Richard, poniéndose de nuevo en pie.
El ojo negro y brillante como una pelota se movió furiosamente en dirección a Richard. Éste apoyó el hombro en la persiana y la empujó de nuevo contra el morro.
El perro aulló y se retiró, dejando un reguero de babas sobre el suelo. Richard vio que un hilo de sangre brotaba de la nariz del perro y empapaba los pelos debajo del morro. Una franja roja se formó debajo del hocico, y el perro acabó de apartarse de la puerta, lanzando agudos aullidos.
—¡Lo he pillado! —gritó Graham—. ¡Le he dado su merecido a ese bastardo!
El gigantesco animal apoyó la cabeza en el suelo y se cubrió el morro con una pata. Richard abrió la persiana, agarró rápidamente el tirador de la puerta y cerró ésta de golpe. Después corrió el cerrojo. Todavía se oían los aullidos del perro en el exterior, tan fuertes como si el animal tuviese un micrófono en la garganta. Richard se volvió en redondo y miró a Graham.
El viejo bailaba sobre las puntas de los pies, flotando sus largos cabellos blancos alrededor de la cabeza.
—¿Lo has visto? ¿Lo has visto? ¡Se lo he clavado! —Dio unos pasos de baile hacia atrás y saltó de nuevo hacia delante, blandiendo un largo cuchillo de trinchar carne—. Le he metido esto en la maldita nariz. ¡Ja, ja!
—Buen trabajo —dijo Richard—. Creo que estaba a punto de derribar la pared de la cocina.
—¿Qué está haciendo ahora? ¿Todavía curándose la herida?
Graham corrió a la ventana, y Richard lo siguió. El perro estaba echado sobre la alfombra de hierba. Cuando vio a los hombres que lo miraban, se levantó y ladró dos veces. Después volvió la cabeza a un lado y otro, rociando la hierba con gotas de sangre, y buscó algo a lo que atacar. Por fin vio la silla extensible que Graham le había arrojado, la cogió con sus largos dientes y la sacudió arriba y abajo hasta dejarla convertida en un haz de largas astillas sujetas por jirones de plástico.
—¿Tratamos de salir por la puerta principal? —preguntó Richard.
—¿Y adonde iremos? —replicó Graham. La pregunta pareció serenarlo. Dejó el cuchillo en el fregadero y se pasó las manos temblorosas por la cara—. ¿Crees que llegaremos muy lejos? Ni siquiera podríamos cruzar la calle.
Aunque sangraba todavía, el perrazo paseaba arriba y abajo por el hermoso jardín de Graham, observando la puerta y la ventana.
—Probemos una cosa —dijo Graham—. Ve a la puerta principal y echa un vistazo. Veamos lo que ocurre.
En cuanto salió Richard de la cocina, el perro interrumpió su paseo y trotó hacia el lado de la casa. Graham siguió a Richard, y vio que estaba mirando por la ventanilla de la puerta principal. No tuvo que mirar al exterior. El perro estaba desgranando su repertorio de aullidos, ladridos y gemidos interrogadores, con tal fuerza que Graham habría tenido que gritar para hablar con Richard. En vez de esto, le dio unas palmadas en la espalda, asintió con la cabeza y señaló hacia la cocina con el dedo pulgar.
El perro llegó antes que ellos al otro lado de la casa y estaba paseando de nuevo por el jardín cuando miraron por la ventana.
—Estamos atrapados —dijo Richard.
—Creo que así es —dijo Graham. Por un momento, le abandonó toda la fuerza de su carácter y pareció un cansado y desaliñado payaso—. ¿Tienes alguna idea de dónde están Patsy y Tabby?
Richard sacudió la cabeza.
Todavía no lo entendía.
—Esa cosa de ahí fuera nos aisla de ellos. Si hubiese podido matarnos, habría sido miel sobre hojuelas, pero su principal objetivo es que no podamos ayudar a Patsy y al muchacho. Gideon Winter va tras ellos. —Los ojos de Graham parecían agobiados—. Él sabe dónde están, Richard. Y tratará de matarlos. Apuesto a que Tabby reflexionó sobre mi relato acerca de Bates Krell y piensa que puede vencer él solo al Dragón.
—Y Patsy insistió en acompañarlo. Porque ella lo sabía.
—¡Maldito chico! —exclamó Graham—. Yo lo sabía, lo sabía, lo sabía. Tabby nos estuvo ocultando algo.
—No estoy seguro de esto —dijo Richard.
Miró hacia fuera, donde el gigantesco perro trotaba incansablemente arriba y abajo entre las hierbas.
—Bueno, de una cosa estoy seguro —dijo Graham—. Tenemos que salir de esta casa.
—Supongo que no tendrás un arma de fuego.
Graham irguió la cabeza y frotó las manos en la camiseta roja, enjugándose las palmas.
—¿Un arma? ¡Jesús! Tengo algo en alguna parte. Una escopeta de caza. Y también municiones. No la he tocado en veinte años. La compré en Londres. Espera, veré si puedo encontrarla.
Graham pasó por delante de Richard y salió de la cocina, rascándose la cabeza.
Richard observó al perro paseando arriba y abajo en el jardín de atrás, y escuchó los movimientos de Graham dentro de la casa. Al cabo de un par de minutos, Graham gritó desde la parte de delante del inmueble:
—¡La he encontrado! —Entró en la cocina, con grandes manchas de polvo en las rodillas y una escopeta de dos cañones en la mano—. Estaba en el desván, todavía en su funda. Ni siquiera se ha ensuciado de polvo.
Tendió la escopeta a Richard, y puso una caja de cartuchos sobre la mesa.
—Prueba tú. Yo nunca fui buen tirador.
Richard dio vuelta a la escopeta entre sus manos. El metal estaba reluciente; un complicado dibujo adornaba los cañones.
—Una «Purdy» —dijo—. Cuando dijiste que tenías una escopeta de caza, no hablabas en broma.
Miró curiosamente a Graham; después abrió la escopeta y miró al interior de los cañones. Satisfecho, introdujo los dos cartuchos, y después cogió un puñado de ellos y se los metió en el bolsillo.
—Nunca cacé nada. Por eso sé que no soy buen tirador —dijo Graham—. Pero en aquellos tiempos era lo bastante joven para pensar que, si compraba algo, tenía que ser lo mejor.
Richard levantó el cristal de la ventana sólo lo suficiente para introducir por la rendija los cañones de la «Purdy». Entonces amartilló uno de ellos, se arrodilló y esperó a que el perro pasara por delante del punto de mira.
4
A las seis y media de aquella tarde, aproximadamente al mismo tiempo que Richard Allbee hacía su segundo disparo inútil contra un perro gigantesco, Tabby Smithfield y Patsy McCloud estaban plantados inmediatamente dentro del cercado de la propiedad de Wren van Horne. Aquí no había macizos de flores. Los árboles bajo los cuales había aparcado Gary Starbuck su camioneta los ocultaban de quien estuviese en la casa: por un momento, Tabby pensó que todas las ventanas de la larga fachada blanca eran ojos, y tuvo miedo de que el terror le impidiese moverse y lo dejase en ridículo. Entonces se esforzó en recordar a su padre, plantado confuso en la cocina mientras una larga lengua de llamas se acercaba a él, y recordó también los gritos de su padre. Después de proyectar estos recuerdos en la pantalla de su mente, no disminuyó su miedo, pero supo que, a pesar de todo, trataría de matar al Dragón. Se inclinó y cogió un palo nudoso de unos dos palmos de longitud, del suelo apisonado y cubierto de hojas de abeto. Entonces se volvió a Patsy y le sonrió, con todo el aplomo de que fue capaz.
—¿Cómo vas a hacerlo, exactamente? —preguntó Patsy.
—Cuando lo necesitemos, recuerdo el relato de Graham —dijo Tabby.
—Sí —dijo Patsy—. Parece sencillo. Llamaremos a la puerta, y cuando la abra el doctor Van Horne, le partirás por la mitad con la espada que enarbolarás de pronto.
—Algo así —dijo Tabby—. Pero no creo que debamos llamar a su puerta. Debe de haber alguna manera de meternos en la casa. —Vio que se acentuaban las pequeñas arrugas alrededor de la boca de ella—. ¿Te burlas? Realmente, eres una mujer muy extraña.
—No sabes cuánto, querido.
—No puedo creer que estemos bromeando aquí, cuando dentro de veinte minutos podemos estar muertos.
Ahora Patsy sonrió de veras.
—Yo sí que puedo creerlo. Tengo un miedo atroz. ¿Piensas que nos quedan aún veinte minutos?
—Tal vez diecinueve —dijo Tabby.
—Tú y tu estúpido palo —dijo ella—. Sí, ya sé. Yo llamaré a la puerta. Entonces tú saldrás de entre los arbustos y lo partirás por la mitad con tu palo.
—Fantástico —dijo Tabby.
—O tal vez yo le pegaré un tiro en el corazón.
—¿Un tiro?
Patsy asintió con la cabeza e introdujo una mano debajo del cinto del pantalón. Cuando sacó la mano de debajo de la holgada camisa —de su marido, pensó tontamente Tabby—, tenía en ella una pequeña pistola.
—Tal vez no eres tan rara, a fin de cuentas —dijo el chico—. ¿Vamos?
—¿No podríamos esperar otros treinta segundos?
—Recuerda que debemos poner su cabeza en una bandeja.
Durante un segundo, sólo se miraron, percibiendo el propio miedo y viéndolo reflejado en la cara del otro.
(muy bien, amigo, adelante)
(no más llanto)
Salieron juntos del refugio de los abetos. Como por tácito acuerdo, caminaron despacio por el borde izquierdo de la finca, fuera de la línea directa de visión desde las ventanas de delante. Tabby no trataba de ocultarse detrás de los árboles junto a los que pasaba, ni caminaba agachado; Patsy lo seguía a un paso de distancia. Él sentía su vaga presencia en la mente, con un cálido zumbido de emociones. Patsy lo ayudaba.
Al llegar a la última y pequeña elevación de terreno, Tabby se agachó y corrió hacia el lado de la casa. Agazapado, pegada la espalda a las largas tablas blancas, vio que Patsy se deslizaba junto a él. La mujer hizo varias rápidas y profundas inspiraciones. La pistola seguía en su mano.
(ahora, ¿adonde?)
(a la parte de atrás)
Patsy se levantó a medias, agachándose para poder pasar por debajo de las dos ventanas de la planta baja en este lado de la casa, y se deslizó hasta la esquina del edificio. Después miró hacia atrás a Tabby y asintió con la cabeza. Él avanzó hacia ella, viendo que, detrás, el Sound se alargaba y se volvía más imponente a medida que él se acercaba al borde del acantilado. Patsy le miraba con ojos interrogadores y, cuando él estuvo a su lado, señaló las dos grandes tablas verdes de la puerta levadiza, hincadas en el suelo. Él hizo una señal de asentimiento. Cualquiera que estuviese en la casa, tendría que estar mirando directamente aquella puerta para verles entrar.
(estupendo)
(¿cerrada?)
(vamos a verlo)
Tabby se deslizó alrededor de Patsy y se agachó entre los pequeños arbustos al otro lado de la puerta. Éstos reseguían toda la parte posterior de la casa, hacia la larga pared de ventanas. Se arrodilló junto a la puerta levadiza. De los densos y espinosos arbustos brotaba un olor a savia y a bayas verdes, un olor a fecundidad inexorable. Tabby apoyó las manos en la puerta y se inclinó hacia delante para probar el tirador. Éste giró en su mano, y él tiró expertamente hacia arriba. La puerta verde crujió y se elevó un poco. Él puso un pie en la abertura, se inclinó de nuevo y acabó de levantar la tabla. Pero cuando estaba a punto de volverse triunfalmente a Patsy, algo enorme salió de detrás de los arbustos y se cerró sobre su muñeca. Tabby palideció con la impresión. Una mano enorme y sucia le agarraba la muñeca. Miró por encima del hombro y vio la cara muerta de Dicky Norman que lo miraba ceñudo.
5
Richard se apuntaló entre el suelo y el antepecho de la ventana cuando vio que el gigantesco perro llegaba al final de su circuito y volvía en su dirección.
—Procura darle en la cabeza —dijo Graham—. Es donde le hará más daño.
—¿Has pensado en la posibilidad de que esa cosa no esté siquiera allí?
Richard apoyó cuidadosamente el dedo en el gatillo. En la mira apareció el fino y moteado tronco de un arbolito joven.
—Para mí es demasiado real —dijo Graham—. Ha estropeado mucho esa puerta.
—Es lo bastante real para hacer una cosa así, de acuerdo —dijo Graham—, pero me pregunto si podrá verlo alguien distinto de nosotros.
—Aquí viene —dijo Graham, tirando de su camiseta con fuerte excitación—. Amartilla los dos cañones, hijo. Esto va en serio.
Richard amartilló el otro cañón y apoyó el dedo en ambos gatillos. La negra cabeza se puso delante del punto de mira y Richard vio que el perro registraba inmediatamente la presencia de la escopeta. Dejó de pasear, bajó la cabeza y trotó en su dirección.
—¡Viene a por la escopeta, Richard! ¡Viene a por la escopeta! ¡Dispara!
Richard estaba levantando los percutores.
La detonación, fuerte como una bomba en la cocina, le hizo retroceder y caer sobre una silla. Sintió como si le hubiesen dado una coz en el hombro. Miró hacia arriba y tiró de la escopeta esperando ver caer el animal.
El rabioso perro se arrojó contra la ventana. Richard oyó ruido de madera al astillarse: el perro había roto el marco. El can retrocedió y Richard vio dónde había hecho blanco. En la base del cuello del animal, una espiral de humo gris brotaba de la chamuscada herida.
—Ni siquiera sangra —dijo Richard, mirando a Graham—. No creo que la «Purdy» nos saque de este apuro.
—Apúntale a los ojos —dijo Graham.
El perro se arrojó de nuevo contra la ventana, haciendo añicos el cristal inferior. Tanto Richard como Graham vieron que la pared se combaba al chocar contra ella el pesado cuerpo.
—Por el amor de Dios, vuelve a cargar —dijo Graham—. Trata de darle entre los dos ojos.
6
La cara enorme se volvió hacia Tabby, con su piel como caucho y unos ojos que parecían de color de agua encharcada. Otra mano se apoyó en su hombro. Durante un terrible segundo, Tabby pensó que Dicky Norman iba a morderle la cara. Sintió el pasmo y el terror de Patsy, casi tan fuertes como los suyos, comunicándose a él desde el lado de la casa; pero ni siquiera pudo decirle que echase a correr: su mente estaba paralizada.
—Eres un pequeño idiota, Tabs —dijo Dicky—. Sabía que vendrías. Sabía que me ayudarías.
—Ayudarte… —consiguió decir Tabby, y entonces se dio cuenta de que aquel monstruo le asía con ambas manos.
Dicky había perdido un brazo la noche de su muerte. La sucia cara que tenía delante respiraba, y le echaba un aliento hediondo. Los muertos no necesitaban respirar.
—¿Bruce? —preguntó.
—Sí, claro —dijo la carátula.
(Patsy, no dispares, no dispares), transmitió Tabby poniendo en ello toda su energía.
—¿Quién es? —preguntó Patsy, bajando la pistola y apareciendo en su campo visual detrás del enorme brazo de Bruce.
Tabby la había detenido un segundo antes de que metiese una bala en la cabeza de Bruce, y aún se hubiera dicho que a ella no le parecía mala idea.
—Es Bruce Norman —dijo Tabby—. El Dragón mató a su hermano.
Bruce miró sin curiosidad a Patsy y vio la pistola con que ella seguía apuntándole. Soltó la muñeca de Tabby y, suavemente, cerró los dedos sobre el arma. Patsy retrocedió a su contacto. Bruce apenas si pareció verla. Volvió a mirar a Tabby.
—Bueno y pequeño idiota —dijo.
Tabby señaló con la cabeza.
—Vayamos hacia el lado de la casa, Bruce. Donde no puedan vernos.
Sin soltar el hombro de Tabby, Bruce Norman se dejó llevar hacia el lado de la casa. Los tres se arrodillaron sobre la hierba seca.
—¿Viniste a matar a Van Horne? —preguntó Tabby.
—Te he estado siguiendo —dijo Bruce—. No me viste, ¿eh? Ni una vez. Sabía que volverías, Tabs. Tenemos que matarlo.
—¿Mató el doctor Van Horne a tu hermano? —preguntó Patsy.
Bruce no contestó; la pregunta resbaló en su piel.
La enorme cara de luna osciló ante Tabby, gris de fatiga y cubierta de salpicaduras y churretes de barro. En la boca abierta de Bruce, los dientes amarillos sobresalían como púas de verja. Partículas de tierra, fragmentos de hojas muertas, cubrían sus largos cabellos de indio.
—No he dejado de oírle, Tabs —dijo Bruce—. ¿Sabes? A veces, es como si Dicky estuviese a mi lado en mi cacharro. Y podía oírle en el cuarto de estar. Al fin me embrujó de tal manera que tuve que dormir fuera de casa…, llevo varias semanas haciéndolo. Y he visto algunas cosas raras, Tabs, algunas cosas muy raras… —Los ojos de Bruce se desenfocaron—. Vi una serpiente del tamaño de una casa reptando y tragándose a un chiquillo, Tabs; sólo abrió la enorme y condenada boca y pilló al chiquillo y se lo tragó… Cuando dormía en la playa, veía muchachos muertos que salían del agua… Y toda esta asquerosidad, Tabs, viene de él. Él hace que ocurra todo esto. —Los ojos de Bruce se nublaron—. Por fin resolví dormir sobre la tumba de Dicky. Es donde voy ahora por las noches. Sólo a dormir sobre la tumba de Dicky.
—¿Acaso Dicky…? —empezó a decir Tabby, pero se interrumpió.
No quería saber si Brucee conversaba con su hermano por la noche en el cementerio de Gravesend. Bruce Norman —vio ahora Tabby, casi sin querer— era como sin duda había sido Graham Williams cuando mató a Bates Krell. Todo lo que había pasado le había dado una autoridad innegable, pero no sana. Este grado de realidad había dejado muy atrás la cordura.
—Está bien, lo haremos —dijo a Bruce.
La enorme cara soñadora accedió a la decisión de Tabby con una sonrisa.
Bruce les precedió en la escalera del sótano, y Tabby cerró sin ruido la puerta metálica a su espalda. Descendió en la penumbra hasta encontrarse con los otros. El sótano de Van Horne era un vedado lleno de pequeñas habitaciones y cámaras, algunas de ellas repletas al parecer de montones de leña, y otras conteniendo esteras y yacijas de los criados que antaño habían dormido en ellas. Tabby vio que Bruce Norman se movía confuso por los estrechos pasillos y le dio un empujón al doblar una esquina.
—Tenemos que encontrar la escalera, Tabs —murmuró Bruce, con voz teatral.
—Está aquí —dijo Patsy en voz baja, y Bruce y Tabby se volvieron en su dirección.
En medio del inmenso sótano se hallaba un pequeño horno de petróleo, absurdamente moderno, sobre un círculo de ladrillos que habían soportado antaño un gigante de múltiples brazos. En lo alto, tuberías de cobre y brillantes aparatos de ventilación aparecían entre una red de cables de electricidad sujetos a las vigas. Patsy estaba plantada al lado de una ancha y recta escalera que terminaba a un metro y medio del pequeño horno.
De pronto, Bruce se quedó inmóvil. Tabby chocó con él y tuvo la impresión de que se había estrellado contra una estructura de hormigón con cantos de acero, en vez de carne.
—¿Qué? —preguntó.
—Tabby —dijo Patsy, desde el otro lado de Bruce—. Mira la pistola. Es como la de Graham… Creo realmente que es igual que la de Graham.
Tabby pasó alrededor del costado de Bruce y vio inmediatamente el retorcido rayo de luz que se enroscaba y centelleaba sobre la palma de su mano abierta. Una irradiación de plata vibraba sobre la pequeña pistola de Patsy, apagándose y encendiéndose después en un amplio rayo cegador que barría el lleno techo del sótano como la luz de una linterna eléctrica.
—¡Dios mío! —exclamó Patsy.
Tabby no podía hablar…, estaba preso entre el pasmo y la alegría, y también entre los celos y la impaciencia. Captó la expresión de ingenuo placer en el semblante de Bruce Norman.
—Esto va a funcionar —dijo, casi como si no hubiese creído en el relato de Graham hasta este momento.
La deslumbrante barra de luz centelleó de nuevo y, por un instante, quizá menos de un segundo, pareció irradiar un arco iris de colores; y en la misma fracción de segundo, algo resplandeciente y dorado centelleó alrededor de Bruce Norman.
Después desapareció. La pequeña pistola pareció absorber toda la luz y encogerse al dar en su cañón el último destello fugaz.
—Voy a matarlo —dijo Bruce, y Patsy se apartó para dejarle pasar, mientras él se dirigía, tambaleándose, a la escalera.
Salieron a un pasillo vacío. Los tres permanecieron indecisos delante de la puerta abierta, mirando en direcciones diferentes. Tabby advirtió que todavía llevaba en la mano el palo nudoso que había cogido al pie del abeto, y lo agarró con más naturalidad. Bruce Norman miraba fijamente a lo largo del pasillo, hacia la gran habitación del fondo; Patsy pareció de pronto insegura de sí misma… Tabby observó cómo miraba nerviosamente a su alrededor. Entonces vio por qué.
Al dejar de mirar la cara de Patsy, advirtió unas rayas y franjas de viscoso aspecto en las paredes… Parecían los rastros de caracoles gigantes, pero también como si hubiesen embadurnado repetidamente las paredes con alguna sustancia podrida.
Tabby tuvo también tiempo de captar el fuerte, penetrante y agrio olor que llenaba la casa, y entonces Bruce le apretó la mano.
—Está aquí —dijo Bruce, y sonrió tontamente y tiró de Tabby hacia el cuarto de estar. En la otra mano sostenía la pequeña pistola.
Entraron en la larga estancia de muchas ventanas con gran estrépito, volando Patsy detrás de sus dos compañeros. Tabby se desprendió del agarrón de Bruce, pensando: «Aquí hay algo que no está bien, les han asaltado…» Había una silla volcada, una lámpara rota sobre el suelo. Entonces vio una mancha de sangre en forma de ameba y de dos metros de diámetro, oscurecida por el tiempo, sobre el suelo de madera y parte de la alfombra.
—¡Dicky! —rugió Bruce, y Tabby giró en redondo.
El espejo del adornado marco ovalado estaba haciendo algo imposible. Era esto lo que había provocado el grito de Bruce Norman, pero, ciertamente, Tabby no vio a Dicky en el espejo; ni vio ningún reflejo de la estancia ni de la ahora bastante abigarrada pared de ventanas. La superficie del espejo se había revestido de una espesa humareda surcada por súbitos destellos que parecían relámpagos; y Tabby tuvo una ilusión de profundidad, como si pudiese meter las manos en aquella extraña tormenta.
—¡Diiicky! —chilló Bruce, y todo cambió.
De pronto, Tabby oyó aquel monstruoso y rítmico zumbido de un millón de moscas que había oído por primera vez en Gravesend Beach; pero ahora lo dominaba el sonido de muchas voces, como si una vocinglera multitud estuviese al otro lado de la puerta. El aire se oscureció, o se oscureció la visión de Tabby, y éste comprendió que las cosas estaban totalmente fuera de control, que él, Bruce Norman y Patsy McCloud nada podían contra el doctor Van Horne… Trató de buscar mentalmente a Patsy, pero sintió que su aterrorizado y vacilante esfuerzo se estrellaba contra algo duro y frío.
El aire estaba lleno de moscas y de manos como garras y de bocas abiertas, y él había perdido a Patsy. Ruidos inhumanos atronaban sus oídos. Tabby llamó a gritos a Patsy y no pudo oír su propia voz.
Alguien entró en la estancia por la misma puerta que habían utilizado ellos, y Tabby dio un salto atrás, tropezando con una mesita de cristal y derribando una figurita de bailarina que se estrelló en el suelo. En la confusión de todo aquel ambiente, tuvo una fugaz visión de Patsy apoyada de espaldas a una ventana, y avanzó tambaleándose hacia ella.
«Conque al fin ha venido, Mr, Smithfield —dijo o pensó alguien dentro de su cabeza—. ¿Le gusta esto?»
A pocos palmos de Patsy, se volvió para enfrentarse al hombre que le había interpelado. De nuevo oyó a Bruce Norman gritar el nombre de su hermano; el ambiente se había despejado, y los ruidos y las manos como garras habían desaparecido.
—¡USTED MATÓ A DICKY! —chilló Bruce, y levantó la pistola.
Entonces vio Tabby por primera vez que Wren van Horne se había convertido en un «goteras». El médico estaba en una fase muy avanzada de su enfermedad; la piel destrozada brillaba y se movía, y el hombre llevaba ya las manos enguantadas.
—En cierto modo, sí —dijo el doctor—. Éste es tu pequeño pelotón de asalto, ¿no? —Hizo una espantosa parodia de sonrisa—. Llegáis en la que será aquí mi última noche. Ha calculado bien el tiempo, Mr. Smithfield.
—Se está muriendo —dijo Tabby, sin acabar de creer que estaba condenado…, a pesar de todas las tretas que pudiera gastarles a sus mentes.
—¿Qué más da? ¡Es hombre muerto! —dijo Bruce, apuntando la pistola al pecho del médico.
Apretó el gatillo.
La detonación fue menos ruidosa de lo que Tabby esperaba, como el chasquido de una rama al romperse; una nubecilla gris brotó de la pistola. El doctor Van Horne se llevó las manos al pecho y dio un paso atrás, casi un paso de baile. Cuando Bruce disparó por segunda vez, el médico se derrumbó como un guiñapo.
Bruce bajó la pistola y quedó inmóvil, como si su voluntad le hubiese llevado al fin de su designio. Jadeaba ligeramente; abrió la mano y contempló la pistola, sin reconocerla y sin curiosidad; después la dejó caer sobre la alfombra manchada de sangre.
Tabby vio que Patsy se acercaba a recogerla. Después, todavía pasmado por la facilidad y la rapidez con que Van Horne había sido destruido, se volvió a mirar el cuerpo del médico. La mano derecha arañaba la alfombra, los dedos escarbaban las fibras. Se dio cuenta de que se sentía casi defraudado: los monstruos no deberían morir tan fácilmente. Se acercó un paso más y vio una mueca en la cara cenicienta. El doctor no había muerto aún, pero estaba sin duda agonizando.
«Bueno, por fin se acabó», pensó, aproximándose cautelosamente al cuerpo del doctor. Quizás esta vez el Dragón había acabado para siempre…, quizás el ciclo había terminado. Se acercó más, desatendiendo el murmullo de advertencia de Patsy, y se agachó a mirar al moribundo, que seguía clavando los dedos en la alfombra. El doctor Van Horne volvió la cara para poder mirar el semblante de Tabby, y el muchacho se sobresaltó al ver la expresión de malicioso regocijo de aquel rostro arruinado…, salvando la distancia entre los dos.
Y entonces, como si todo hubiese sido producido por aquella mirada del médico, estalló en la estancia una cacofonía y Tabby volvió a oír los millones de moscas que zumbaban a su alrededor, y las agudas y excitadas voces, y vio los brazos que se extendían para agarrarlo.
—¡No! —gritó Tabby, y cruzó el atestado ambiente hasta plantarse sobre el cuerpo del doctor Van Horne.
Vio los cabellos blancos extendidos sobre la alfombra, y la cambiante y extraña cara de un hombre del Neandertal, de ojos chispeantes, poderosos.
Enfurecido y asqueado, Tabby gritó algo —que se perdió en el torbellino de voces a su alrededor—, y, en un deliberado acto de venganza por la muerte de su padre, pateó el pecho de Van Horne con todas sus fuerzas. Su pie se hundió en el cuerpo del médico; fue como patear un montón de arena. Sintió una sustancia floja y blanda, como las plumas de un cojín, desintegrándose bajo la presión de su pie. Y antes de que pudiese retirarlo del cuerpo del doctor, un líquido blanco fluyó alrededor de su tobillo.
Quizá durante un segundo, la vasta y ruidosa habitación se sumió en un silencio absoluto. Cesaron de pronto los alucinantes sonidos en los oídos de Tabby; éste se hallaba plantado sobre el ahora indefectiblemente muerto cuerpo del doctor Van Horne, y un fluido cálido y blanco empapaba su zapato. La interrogadora mirada de Patsy se encontró con la suya.
La luz del sol brillaba en las altas y rayadas ventanas.
Entonces, una explosión mucho más fuerte y resonante que el disparo de la pistola de Patsy sacudió la habitación. Tabby se tapó los oídos con las manos y se apartó tambaleándose del cadáver del médico… Le vibraba toda la cabeza con la fuerza de la explosión. Alguien chillaba, y la estancia estaba llena de humo. Delante de él, Patsy señalaba hacia el espejo.
Tabby volvió la cabeza, irritados los ojos a causa del humo, y, sin comprenderlo, vio que el humo salía del espejo: una negrura grasienta hervía a través de los trozos de cristal que seguían adheridos al marco; y dentro de aquel montón de nubes, tomó forma una figura. El grito que sonaba detrás de Tabby subió de tono y se apagó de pronto, y, todavía aturrullado por la rapidez con que había alcanzado su triunfo, Tabby se volvió de nuevo y vio lo que le había sucedido a Bruce Norman.
Al estallar el espejo, los trozos de cristal habían rasgado la cara de Bruce. Largas astillas sobresalían como plumas de ave de su pecho y de su vientre, pero la cara de luna estaba completamente desfigurada…, brotaba sangre del tejido rajado y magullado. Las facciones de Bruce habían sido arrancadas de su rostro, y en el momento de darse Tabby cuenta de esto, Bruce se dobló hacia delante y cayó al suelo con un sordo chasquido.
Un hombre alto y delgado, de cara alargada y pálida, entró en la habitación; volutas y espirales de humo surgían de su negro traje.
—¡Eh…! ¡Ha salido del espejo! —oyó Tabby que decía Patsy, en tono de absoluta incredulidad.
Gideon Winter se deslizó hacia Tabby entre los cuerpos de Wren van Horne y Bruce Norman. Tabby, incapaz de moverse, vio que los negros brazos se alzaban sobre él. Entonces su corazón estalló y su cabeza reventó y su vida se fue a otro lugar. Gideon Winter lo envolvió en sus brazos.
7
Richard disparó los dos cañones directamente contra la cabeza del perro, y esta vez casi pudo ver cómo volaban los perdigones —semejantes a un enjambre de avispas— a través del corto espacio intermedio y se introducían silbando en la negra y ancha frente. Apareció otra docena de agujeros humeantes, todos ellos concentrados alrededor de los ojos, y entonces el animal chocó de nuevo contra la pared de atrás de la casa de Graham, El marco de la ventana se desprendió unos centímetros de la pared, y una lluvia de polvo de yeso cayó sobre el suelo, mientras aparecían largas grietas en la pared. El perro había dado media vuelta y retrocedía hacia el fondo del jardín, antes de lanzarse de nuevo contra la casa. Al expulsar los cartuchos vacíos y sacar otros del bolsillo, Richard pudo ver que chispas y llamas brotaban de la cabeza y del morro del can.
—Otra embestida y lo tendremos aquí con nosotros —dijo Graham, con admirable calma—. Mira si puedes arrancarle la maldita nariz. Creo que es lo único que puede detenerle.
—Pienso que nada podrá detenerlo —dijo Richard—. ¿Qué te parece si echásemos a correr?
Miró por encima del hombro, pero Graham estaba ya meneando la cabeza.
—Dale en la nariz. ¿Recuerdas cómo aulló cuando le clavé el cuchillo?
—Lo que tú digas, jefe.
Richard se apercibió de nuevo. Observó cómo se volvía el perro y agachaba la cabeza, preparándose para embestir nuevamente la ventana.
Entonces el perro voló en su dirección, y Richard trató de encontrar la mancha negra de la nariz en medio de toda aquella negrura veloz. Hizo puntería en un estrecho círculo, a punto de descubrir su objetivo, y entonces creyó que lo tenía. Empezó a apretar lentamente los gatillos… y pestañeó. Aquella masa negra que casi había llegado a la pared perdió intensidad; casi instantáneamente, no fue negra, sino gris, y también casi inmediatamente, el gris palideció… Y antes de acabar de apretar el gatillo, Richard pudo ver aquel agujero en la verdura, todavía humeante, a través de la cabeza del perro.
Richard levantó la cabeza y aflojó el dedo.
—¡Eh! —dijo Graham, a su espalda y por encima de él.
Como el gato de Billy Bentley, el perro gigante se hacía invisible, se desvanecía en la nada, incluso mientras saltaba para su ataque final contra la ventana. Por un segundo, fue sólo una silueta, una enorme sombra suspendida sobre el herboso jardín; después, desapareció. Una ráfaga casi impalpable de aire caliente se filtró por la ventana.
Richard se sentó en cuclillas, incapaz de respirar.
—Esto significa que todo ha acabado para Tabby y Patsy —dijo con voz ronca Graham, encima de su cabeza—. Pasara lo que pasara, terminó. Supongo que deberíamos ir allí y verlo.
—Ver, ¿qué? Ir, ¿adonde?
Richard no se atrevía aún a moverse.
—¡Ah! Pregúntame algo más fácil —dijo Graham, dándole unas palmadas en el hombro con mano temblorosa.
Richard se puso en pie y miró a Graham. El viejo parecía casi feliz por el alivio que sentía.
—¿Crees realmente que podría haberle dado en la nariz? —preguntó Richard, y se sorprendió al ver que también podía sonreír.
—Ésta es más fácil, pero no quiero contestarla —dijo Graham—. Salgamos y comprobemos los daños.
En cuanto salieron al jardín de atrás, olieron a humo. Richard presumió que era de la pelambre chamuscada de los costados del perro, y echó una mirada a la pared exterior de la cocina. La armadura de madera estaba fuertemente agrietada, y combada toda la pared, y Richard calculó que los perjuicios debían de elevarse a unos quince mil dólares.
—No te preocupes por esto —le ordenó Graham—. Ven a este lado y mira en dirección a la playa.
Richard siguió a Graham y éste no tuvo que darle más indicaciones sobre el sitio al que tenía que mirar. Una gigantesca columna de llamas y de humo se alzaba sobre el Sound hasta unos quince metros en el aire, antes de deshacerse en pavesas y humo barrido por el viento.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Richard.
Graham le dirigió una mirada de afligida compasión.
—Creo que es en la casa de mi viejo amigo Wren van Horne. No hay otra allí abajo. A menos que se trate de una hoguera en la misma playa.
—¿La casa del médico? ¿El que…?
Richard recordó la primera vez que había visto aquella casa con Laura, desde el coche de Ronnie Riggley…, y había preguntado precio. A este recuerdo siguió otro: Wren van Horne había sido el médico de Laura.
—Creo que nuestros amigos salieron a la caza del Dragón —dijo Graham.
Se dirigía ya a su coche, y Richard le siguió rápidamente.
Richard se deslizó sobre el asiento del pasajero en el momento en que Graham soltaba el freno de mano y hacía marcha atrás en dirección a Beach Trail. Giró el volante, cambió de marcha y salió disparado. Graham no se detuvo en la esquina de Mount Avenue; ni siquiera miró; pisó el acelerador y dobló la esquina hacia la derecha.
—Supongo que Wren era el médico de tu Laura —dijo.
—Sí —respondió Richard.
—Sólo estoy pensando en voz alta —dijo el viejo, sin saber que estaba a punto de expresar algo que se le había ocurrido, y eludido después, a Bob Farnsworth, una noche, delante del «Pennywhistle Cafe»—, pero, mira, las únicas personas que reconocieron a nuestro asesino fueron las mujeres que le abrieron la puerta. ¿Cuántos hombres saben la cara que tiene el ginecólogo de su esposa? Si lo viesen en «Franco’s», ¿sabrían quién es?
—¡Jesús! —exclamó Richard.
Pero ni él mismo sabía ni respondía con ello a la sugerencia de Graham o a la espectacular hoguera que vieron en la cima del acantilado en cuanto cruzaron la verja de la finca del doctor Van Horne. Casi toda la larga casa blanca era invisible detrás de las llamas saltarinas y del espeso humo. Desde el fondo de la larga cuesta que conducía al acantilado, la columna de humo y fuego era aún más imponente que vista desde el jardín de atrás de Graham.
—¡Pobre Wren! —exclamo Graham—. ¡No era tan fuerte como Johnnie Sayre!
—¡Jesús! —repitió Richard.
Al acercarse por el paseo a la casa incendiada, Richard vio al fin a Patsy McCloud en el jardín delantero. Patsy temblaba de la cabeza a los pies, estremeciéndose violentamente como en estado febril, y cuando él saltó del coche y corrió hacia ella, vio que estaba llorando.