1
Ahora quiero hablaros de nuevo con mi propia voz, porque lo que sucedió inmediatamente después de que Richard Allbee y yo saltásemos de mi viejo cacharro y corriésemos hacia la pobre y temblorosa Patsy, tiene que contarse de esta manera. Los tres —Patsy, Richard y yo— entramos en el país-espejo, y nada fue real, pero todo pudo matarnos a pesar de ello. Por consiguiente, yo diría que estos sucesos son iguales al perro gigantesco, y cuando Richard Allbee me preguntó si pensaba realmente que todos nosotros habíamos perdido la cabeza a causa del DRG, le dije que no; pero la cosa no era tan sencilla.
Lo único que puedo contaros es lo que vi con mis propios ojos; lo que pensé que veía, lo que estaba seguro de que veía. Así seré sincero, y si queréis rumiar acerca de la «realidad», podéis hacerlo por vuestra cuenta.
Mientras Richard tranquilizaba a Patsy y trataba de hacerle decir si Tabby había conseguido salir a tiempo de la casa, yo estaba mirando el edificio, tratando de aceptar que mi viejo amigo y camarada de viudez había sido nuestro enemigo. Wren van Horne… Era un gran golpe para mí; difícilmente podía admitirlo. Él había estado integrado en Hampstead incluso más que yo, y era uno de esos hombres que realizaban su función con esa gracia espontánea que ilumina lo que toca. Cuando veía a Wren yo me sentía siempre mejor. Había sido siempre garboso, y la vejez me ha enseñado que es ésta una cualidad muy valiosa, pues se necesita realmente valor para conservarla después de los veinte años. Sus pacientes lo habían querido; había sido una de esas personas que instintivamente saben vivir bien, pero, más importante aún, Wren van Horne había sido uno de los míos, de los míos. Y el Dragón lo había convertido en basura. Pensé en mi admirado y viejo amigo llamando a las puertas de las mujeres en la villa, recogiendo a Stony Friedgood en «Franco’s», haciendo todo lo que el Dragón le había obligado a hacer, y sentí una terrible mezcla de emociones.
Richard estaba tratando todavía de sacar a Patsy de la parálisis en que había caído por la causa que fuese, y yo me acerqué a ellos y apoyé una mano en un hombro de la joven. ¡Cuánta energía había allí dentro! La casa que había ante mí se estaba convirtiendo en nada, consumiéndose con terrible voracidad. Las casas alquiladas de Mill Lane debieron de haber ardido de la misma manera… y también la fábrica «Royal Cotton», pensé, sobresaltado. Las llamas se habían extendido por toda la bella fachada de la casa de Wren, ocultándola completamente. No muy por encima de las ventanas de la primera planta, el edificio se veía como una llama compacta que ascendía y se retorcía en el aire, y vi a través de las ventanas que las habitaciones de la planta baja eran un remolino de fuego. Oí o me imaginé que oía los gritos de una docena de voces perdidas en el interior de la casa. Después miré hacia arriba, donde el humo y las llamas se retorcían juntos en lo alto, y, precisamente cuando Patsy recobraba el habla, vi algo que nunca había visto, aunque os lo he descrito un par de veces. Vi un gran murciélago de fuego, que abrió las enormes alas entre el remolino de humo, allá arriba, y me miró con lo que sentí que era regocijo cruel. El hombro de Patsy McCloud se estremeció al contacto de mi mano, y brotó sangre de su piel o de la mía, y me di cuenta de que mi mano temblaba también.
—Creo que Tabby está muerto —sollozó Patsy—. Gideon Winter se lo llevó. Y ahora no puedo establecer comunicación con él… —Su cara buscó la mía, volviéndose para verme por encima del hombro de Richard—. Ahora…, ahora sólo hay una terrible frialdad donde debiera estar Tabby.
Entonces recordé todas mis fáciles y agoreras observaciones sobre el caos que se cernía sobre nosotros, y lamenté no haberme cortado la lengua. Cuando miré de nuevo hacia arriba, el murciélago de fuego había desaparecido.
Tanto Richard como yo percibimos desesperación en la voz de Patsy. El temblor de su hombro se estaba calmando, pero no el de mi mano… La levanté para no contagiárselo.
—Todo se acabó… Tabby no está allí…
Richard y yo nos miramos y llevamos a Patsy unos metros hacia el fondo del largo jardín, para apartarla del fuego. Por el semblante de Richard, vi que había perdido el control de sí mismo y que estaba más convencido que yo de la probabilidad de la muerte de Tabby Smiethfield.
—Has dicho que Gideon Winter se llevó a Tabby —dije a Patsy. Ésta tenía una expresión aturdida, opaca, que me dio ganas de gritar—. ¿Quiere esto decir que Tabby salió de la casa?
Ella asintió con la cabeza y pestañeó, y percibí al menos una pizca más de optimismo; había estado pensando en aquel pellejo ceniciento que había visto sobre una roca plana en Kendall Point.
—Explícanos exactamente lo que ocurrió, Patsy —dije—. Si no nos ayudas nunca volveremos a ver a Tabby.
—Tabby ha muerto —dijo ella, lisa y llanamente.
—Si es así, quiero que tenga un buen entierro. Pero antes he de estar seguro. Y quiero matar al Dragón, Patsy. Quiero romperlo en un millón de pedazos.
Esto la sacudió y le hizo dar otro paso interior hacia delante. Abrió mucho los ojos, levantó la cabeza y nos contó su encuentro con Tabby delante de la vieja casa de su abuelo, y todo lo que siguió después.
—Tabby —acabó diciendo— se derrumbó cuando él…, cuando aquella cosa lo tocó. Se puso blanco. Entonces se fueron… y yo traté de establecer comunicación con Tabby, pero sólo encontré frío, frío, frío.
—¿Se fueron? —le preguntó Richard.
—Entonces todo se encendió a mi alrededor. Corrí. Salí al exterior, y llegasteis vosotros.
—¿Y ellos no estaban allí? —preguntó Richard, mirando primero a Patsy y después a mí—. ¿Lo mataron o no, Graham? Yo pensaba que si alguien destruía a nuestro Dragón como tú destruíste a Krell, todo habría acabado. ¿Qué diablos pasa aquí?
—Pienso que siempre fue igual —dije, y traté de pensar lo que íbamos a hacer ahora—. Parece que Gideon Winter no está dispuesto aún a renunciar.
—¿Piensas que fue Gideon Winter?
—Lamento decirlo, pero estoy seguro —dije—. Es lo bastante fuerte para sobrevivir a la muerte del cuerpo elegido por él. —Hice una larga y temblorosa inspiración—. Nos ha lanzado el guante. Esto es. Se ha llevado a Tabby porque quiere que vayamos tras él. Esta vez nos quiere a todos juntos, para liquidarnos al mismo tiempo. —Aquellas dos personas que eran la mitad de la única familia verdadera que tenía se acercaron aún más—. De no haber sido así, habría matado a Patsy —dije—. Quería que nos contase su historia, y quería, quiere, que lo persigamos.
—Si supiéramos adonde ir —dijo Richard.
—Bueno, creo que yo lo sé —les dije—. Y a Patsy no va a gustarle mucho.
Ella se puso tiesa, escrutando mi cara con sus ojos. Había comprendido, y yo había acertado: se resistía instintivamente.
—¡Oh! —dijo Richard, y la estrechó con fuerza con su brazo—. Ya veo —añadió, asintiendo con la cabeza.
—El sitio donde varios muchachos fueron asesinados. Tanto él como yo lo conocemos. La casa de Krell.
Desvié la mirada del rostro desesperado de Patsy, y contemplé el Sound. El agua estaba agitada, hervía, y se lanzaba sobre la costa de una manera que nada tenía que ver con las mareas.
Mientras observaba, el agitado Sound se volvió rojo.
Miré de nuevo a Richard y a Patsy. Ella temblaba todavía, pero vi que recobraba su energía, y dije:
—No conviene ir allí a solas. —Aunque de pronto estuve tan inseguro de esto como de todo lo demás—. Bueno, yo iré de cualquier modo —dije—. Tengo que hacerlo. Pienso que Tabby está vivo. Es el cebo.
Eché a andar por el inclinado jardín, olvidándome al principio de mi coche, y pensando después que no lo quería. No iría en coche a aquella casa; quería ir a pie, como lo había hecho en 1924. Ellos podían acompañarme o no. Di unos pasos engañosamente resueltos, sabiendo que nada en el mundo podría salvarme si entraba solo en aquella casa. No estábamos en 1924, y la caza era diferente. Di otro paso solitario, viendo mentalmente el Long Island Sound rompiendo contra la playa. Después oí unas leves pisadas detrás de mí, y un brazo se agarró al mío.
—Loco y viejo bastardo —dijo Richard—. Después de todo lo que ha pasado, ¿crees que te dejaremos ir solo a cualquier parte?
Miré a Richard y después a Patsy, que se habían colocado a ambos lados de mí, y pensé que éramos como los tres incompletos compañeros de El Mago de Oz.
—Creo que será un buen paseo —dije.
2
Cuando hubimos cruzado la verja y nos hallamos de nuevo en Mount Avenue, vi que Richard comprobaba los cartuchos en los bolsillos de su chaqueta, y me di cuenta de que aún llevaba mi escopeta. Como de costumbre, al menos cuando no arrancaba ladrillos de una cornisa o no rascaba la pintura de una pared, iba vestido a la manera debida, es decir, como solía vestir entonces todo el mundo, incluido yo: chaqueta deportiva y pantalones de verdad…, no vaqueros. Y también zapatos verdaderos, en vez de ese calzado deportivo que llevan esos tipos de Hampstead, aunque no corran más allá del paseo de entrada de su casa. Digo esto porque, cuando advertí que llevaba todavía mi escopeta, ésta parecía formar parte de él: Richard y la vieja «Purdy» y aquella ropa de hombre de negocios eran extrañamente coherentes, como Magritte y su sombrero hongo. Su presencia a mi lado me inspiró una súbita confianza. O al menos la resolución de seguir realmente el camino que me había trazado, de aceptar todo lo que tuviese que ocurrir, como si Richard y su excelente ropa, así como la «Purdy», pudiesen darnos a los tres un grado irracional de protección. Richard Allbee, con la escopeta en la mano, tenía mucha autoridad, y en aquel momento, me sentí más joven que él.
Tal vez diría mejor que sentí que la dirección de la empresa pasaba de mí a Richard, o que comprendí que siempre la había llevado él. Y cuando el hilo nos condujo en dirección equivocada, pensé que comprendía por qué había poseído él, momentáneamente, aquella aureola paternal.
Gente atraída por la columna de humo y de llamas de la casa de Van Horne empezó a aparecer en Mount Avenue, caminando despacio hacia nosotros y levantando la cabeza como si estuviesen presenciando un espectáculo funambulesco.
Me pregunté si mi corazón estaba apercibido para lo que se avecinaba. Me pregunté si Tabby podía estar realmente vivo. Los tres entramos en Poor Fox Road más o menos de consuno.
El cielo cambió; sin la menor transición, pasó de un azul deslumbrante a un rojo gaseoso e hirviente. Patsy se detuvo, y yo hice lo propio. Lo que había encima de nosotros parecía expresión de un furor definitivo, de una ira en su límite extremo. Mil mudas pero vividas explosiones desgarraban el tejido del cielo. Un momento después, el rojo se convirtió en amarillo brillante; después, en un azul uniforme que el cielo no ha tenido jamás; después, en violeta purpúreo, y por último en negro. Dos lunas pendían sobre nosotros; una, de aquel rojo gaseoso y furioso, y la otra, blanca y muerta.
Toda Poor Fox Road estaba iluminada por la fría luz plateada de la Luna. Patsy se asía con tal fuerza a mi brazo que me hacía daño.
—Está bien —dijo Richard, y reanudamos la marcha en dirección a la casa de Bates Krell.
Cuando llegamos a la curva del camino, vi una sombra oscura que pendía de uno de los grandes árboles que flanquean la verja de la Academia. Giró lentamente y se torció al acercarnos, como un sombrío y alargado capullo. Patsy y Richard lo habían visto también, y sentí que Patsy volvía a apretar mi brazo con más fuerza. Un segundo después, vi que era un cuerpo que pendía boca abajo de las enmarañadas ramas.
El cuerpo giró en redondo hasta colocarse de cara a nosotros, y la luz dio de lleno en él. La cavidad torácica había sido rajada, y rotas las costillas; y toda la sección media del cuerpo era un agujero abierto y negro. A pesar de los cortes y las heridas, reconocí la cara de Bobby Fritz. Aquel rostro terrible se burlaba de nosotros, con la boca abierta en una mueca de carnaval. El cadáver de Bobby Fritz gritó: «¡Estáis muertos! ¡Estáis muertos!»
Patsy jadeó y tiró de mí. Los brazos colgantes de Bobby se inflamaron. Sus cabellos se agitaron y se retorcieron con el calor y, al cabo de un instante, empezaron también a arder, haciendo un débil puf al inflamarse.
«¡MUERTOS!», gritó Bobby.
Richard alargó un brazo y me dio un tirón, y yo tiré a mi vez de Patsy.
Avanzamos torpemente algunos pasos, y entonces pareció Patsy encontrar de nuevo el ritmo.
—Estoy bien, Graham —dijo—. No hace falta que tires de mí.
Desprendió su brazo del mío y miró por encima del hombro. Por un movimiento reflejo, también miré hacia atrás.
El ardiente cadáver de Bobby Fritz giraba como un juguete mecánico, y pude ver entre las llamas sus facciones mutiladas. Regocijado, seguía gritando: «¡MUERTOS! ¡MUERTOS!»
Patsy McCloud volvió rápidamente la cabeza hacia delante, y sus ojos se encontraron con los míos. Vi miedo y angustia en ellos, pero también mucho más que esto: vi determinación de enfrentarse con todos estos trucos fantásticos, de seguir adelante, de encontrar la fuerza que difícilmente podía estar segura de tener. Esto se reflejaba no sólo en sus ojos, sino en toda su cara.
—Ya te he dicho que estoy bien —aseguró, y me adelantó.
Unos minutos más tarde, vimos la casa de Krell más allá de un erial de coches destrozados, y los tres aflojamos el paso, como si pensáramos que podíamos escurrir el bulto. Las ventanas o los agujeros negros donde habían estado las ventanas, tenían un brillo rojo, como si el interior de esta residencia del Dragón ardiese como la otra al final de la estrecha calleja; pero sabíamos que la casa de Krell no estaba ardiendo. Y sabíamos que no podíamos escurrir el bulto; caminábamos más despacio porque, de pronto, no teníamos prisa en hacer lo que sabíamos que teníamos que hacer.
Incluso cuando tenía yo veinte años y caminaba erguido y tenía buenos músculos, aquella casa me había infundido pavor. Y ahora sabía mucho más de ella.
Richard se adelantó rápidamente y fue en derechura hacia la puerta, pisando los hierbajos bañados por la luz lunar. Mantenía la escopeta apoyada en la cadera y se volvió para mirarnos. Vi palpitar los músculos de su mandíbula inferior. Patsy fue directamente a él. Yo me puse a su lado, y Richard me dijo:
—Aquí no pasa nada.
Hizo girar el tirador y empujó la puerta con el cañón de la escopeta. Patsy se cubrió la cabeza con las manos. Una luz roja iluminó nuestras piernas.
Habréis adivinado ya que Patsy se cubrió la cabeza a causa de los murciélagos, pero yo no me di cuenta hasta mirar dentro. Richard tenía apuntada la escopeta al interior de la habitación, como esperando que apareciese algo para disparar contra ello. Tal vez media docena de murciélagos se descolgaron de los rincones de la habitación; Richard trató de espantarlos con los cañones de la escopeta, pero dos de ellos se limitaron a esquivar el golpe y volaron de nuevo hacia nosotros. El resto revoloteaba furiosamente alrededor de la estancia.
Entonces vi una larga cabellera roja en la cabeza de uno de los dos murciélagos que volaron junto a Richard, y percibí que eran blancas las caras de los dos. No quise fijarme en estos rostros…; sabía que los reconocería y que esto sería mucho peor que la visión de Bobby Fritz colgando cabeza abajo de aquel árbol.
Richard lanzó un grito ahogado y bajó el arma: había reconocido una de aquellas caras diminutas.
Mi genio saltó dentro de mí como un animal salvaje. La cara de Tabby brilló en mi mente, y agarré el brazo libre de Richard como había agarrado él el mío unos minutos antes, y le empujé para que entrase conmigo en la casa.
—¡Es de día! —le grité—. ¡Es de día!
Y lo fue, durante un segundo o dos o tal vez más: vimos la verdadera luz del sol bañando una pared, y la desnudez verdadera del lugar. Tablas rotas en el suelo, paredes agrietadas, gruesas capas de polvo: lo vimos. No había murciélagos. Patsy entró corriendo y se colocó a mi lado, y me sentí lo bastante fuerte para matar a tres Bates Krell. El mal genio silbaba aún dentro de mí. ¡Perros gigantes y murciélagos con caras humanas! ¡Dos lunas! Todo esto me revolvía el estómago.
Por el rabillo del ojo, vi que algo se movía a un lado, y volví la cabeza y avancé al mismo tiempo. Vi a Les McCloud plantado en el umbral de la puerta de otra habitación; llevaba un pijama a rayas y una bata abierta, y apretaba ya el gatillo de una pequeña pistola. Un largo rayo de llama brotó del pequeño cañón de la pistola, pasó entre Patsy y yo, y entró, inofensivo, en la habitación a nuestra derecha.
Inmediatamente volvió la oscuridad de la noche, y el disparo de la escopeta brilló en el mismo instante en que veía yo que Les se estaba desvaneciendo en la nada. Los perdigones se estrellaron contra la pared.
—Se ha ido —dije, pero ya no tenía ganas de desafiar la oscuridad.
Oí que Richard respiraba fuerte al expulsar el cartucho vacío y rodar éste por el suelo.
Lo único que podíamos ver era que la luz roja que se filtraba e iluminaba débilmente la oscuridad procedía de la habitación en cuyo umbral había aparecido el espectro de Les. La luz no era tan fuerte como cuando Richard había abierto la puerta de la entrada, pero se derramaba desde aquella habitación, llenando el umbral de un resplandor rojizo.
—Sé dónde tenemos que ir —dijo Patsy, mirándome de reojo—. Abajo.
Su cara parecía huesuda y macilenta bajo la débil luz roja, ni varonil ni femenina.
—Patsy —le dije—, nadie te hará bajar allí.
—Tiene razón —le dijo Richard—. No, después de lo que pasó la otra vez. Puedes esperar fuera… Has venido hasta aquí, y ya es bastante. Si Tabby está allí, nosotros lo encontraremos.
—Tabby está muerto —dijo ella, con la misma certidumbre de antes—. Pero, de todos modos, iré con vosotros. Tenemos que estar juntos, ¿no? Tú también lo piensas, ¿verdad, Graham?
Se volvió a mirarme, con más bravura que antes.
—Ya no sé lo que pienso —respondí sinceramente.
—Bueno, hay que poner fin a esto —dijo. Entonces nos sorprendió a los dos sacando la pistolita del cinto. Sospecho que tanto Richard como yo pensábamos que la había dejado en la casa de Wren van Horne—. También yo la emplearé, en caso necesario. Vosotros podéis esperar en la acera, si queréis.
Metió la pistola debajo de su camisa y nos miró, para saber lo que íbamos a hacer. Era menuda, pero valiente y terca, mucho más madura que aquella mujercita que había llegado corriendo desde la esquina, al encuentro de tres hombres y un muchacho, aquella noche en que los primeros pájaros muertos habían caído del cielo. Patsy había recorrido una distancia mucho mayor que cualquiera de nosotros, y un segundo antes de que Richard dijese lo mismo que yo pensaba, reconocí lo mucho que la quería. Y esto me pareció de pronto más que justo: era parte de la esencia de todos nosotros.
—Bueno, vamos allá —dijo Richard, apretando la escopeta bajo el brazo—. Todos queremos acabar con esto.
Me miró, y vi que, a pesar de la calma de su voz, también él se había sentido conmovido por Patsy.
Ésta se volvió bruscamente en redondo y cruzó la débilmente iluminada puerta de la cocina de Bates Krell. Richard y yo la seguimos de cerca. La puerta del sótano seguía abierta y colgando de sus goznes, y vimos que Patsy había estado en lo cierto: la luz procedía del sótano. Cuando los tres miramos hacia abajo, vimos lo fuerte y tenebrosa que era aquella luz, y percibimos sus pulsaciones. El resto de la casa parecía reflejar esta pulsación regular de la luz, reverberar silenciosamente con su ritmo. Bajar allí sería como meterse en un enorme corazón.
Yo empecé a bajar el primero. Si sucedía algo —si había alguna trampa en la escalera—, prefería que me ocurriese a mí, no a aquellos dos. El hecho de tener setenta y seis años tiene pocas ventajas, pero una de ellas es que la muerte prematura es ya imposible. Sin embargo, bajé los peldaños despacio y con cuidado, manteniendo los ojos bien abiertos. Me envolvía aquella rojez, y las pulsaciones luminosas vibraban a través de los escalones y del frágil pasamano.
Richard bajó detrás de mí; también él quería estar entre Patsy y lo que pudiese haber en el sótano. Giró hacia el lado de la escalera.
No sé lo que esperábamos encontrar allí. Pesadillas de El Bosco, demonios devorando a Tabby, Gideon Winter volando contra nosotros: cualquier cosa, menos el amplio espacio vacío que estábamos viendo. Placas de vidrio, distribuidas aquí y allí a lo largo de la parte superior de las paredes, reflejaban la luz rojiza que llenaba el sótano. Al fondo, un estropeado banco de carpintero estaba adosado a la pared. Y esto era todo.
—Tabby no está aquí —dijo Richard, momentáneamente perplejo.
La súbita distensión consiguiente a la entrada en un recinto donde no había más que un estropeado banco de carpintero y una luz roja inexplicable hizo que se quedase inmóvil en el centro del sótano. Patsy se apartó a un lado, y yo me dirigí a aquel banco. Estaba seguro de que habíamos llegado al lugar debido, y pensaba que tal vez encontraría allí algo que nos condujese a Tabby.
En el aire que me rodeaba, en la misma atmósfera del sótano, percibí una especie de espesamiento, como si aquella rojez pulsátil ejerciese presión sobre mi piel. En realidad, era una elevación gradual de una condición que había estado presente desde que habíamos bajado la escalera. Por decirlo así, estábamos superando la impresión de no estar impresionados, y el verdadero carácter del lugar nos alcanzaba al fin.
El sótano de Krell no estaba vacío, sino lleno de las emociones que se habían desatado en él. Terror, desesperación, un miedo absolutamente insensato, una masa de aflicción humana, flotaban en el aire a nuestro alrededor. Hasta el verano de 1980, yo habría rechazado la idea de que una experiencia semejante fuese algo más que la proyección de un observador sugestionable. Pero, en el sótano de Krell, sabía que no proyectaba toda aquella miseria, y sentía que el mal que percibía a mi alrededor no era imaginario. Me había asaltado la malignidad del lugar, la monstruosidad del placer que proporciona la tortura. Quería salir de allí lo más rápidamente posible. Malignidad, maldad y aquel regocijo febril: por fin había aprendido a reconocerlos. El gran corazón del sótano latía casi audiblemente alrededor de Patsy, de Richard y de mí, y por un segundo vi que las paredes se poblaban de arañas, odiosas formas negras que se echaban sobre mí, tendido angustiosamente sobre el banco. Estas imágenes procedían de libros que había leído en mi infancia. Pero los tres teníamos que salir de allí.
Di un paso en dirección a Patsy, viendo en su semblante que también ella había sido envenenada por este lugar, y la tierra apisonada empezó a temblar bajo mis pies, y a punto estuvo de hacerme caer al suelo. Una mano surgió de éste. Después, otra mano brotó de la tierra. E, inmediatamente, otro par de manos surgieron a sólo tres palmos de donde yo me hallaba. En todo el sótano surgían manos, encorvando los dedos, estirándose al liberarse los antebrazos.
—¡Salgamos de aquí, por el amor de Dios! —exclamó Richard, golpeando un par de manos con la culata de la escopeta.
—No sé si podremos llegar a la escalera —dijo Patsy, y comprendí la razón de sus palabras.
El suelo entre nosotros y la escalera se estaba fragmentando como una especie de azúcar moreno, granuloso, y se hinchaba en una docena de lugares.
—No lo creeréis, pero allí hay una puerta —dijo Richard, y, al volvernos, señaló la pared más próxima a nosotros.
Implantada en los bloques de cemento, había una puerta de madera con grandes goznes de hierro y anchas barras de sujeción de hierro negro. Desde luego, antes no estaba allí, y por un instante pareció tan siniestra y amenazadora como todo lo demás que había en el pequeño cuarto de juego de Bates Krell.
Patsy gritó al apartarse de otro par de manos que se estiraban ciegamente.
Tanto Richard como yo avanzamos, tratando de saber si valía la pena de correr hacia la escalera. Richard empujó a Patsy hacia un sector despejado y, mientras lo hacía, la primera cabeza y el primer torso surgieron del suelo destrozado. Era el cuerpo de un muchacho en su primera adolescencia. Trataba de quitarse el fango de los ojos cuando otro cuerpo delgado brotó súbitamente a través de la corteza del suelo, siguiendo a los estirados brazos.
Y empezaron a surgir cuerpos del suelo en todas partes del sótano. Delante de la escalera, el primer muchacho que había escapado de su tumba luchaba por ponerse en pie, vacilando sobre las inseguras piernas. Observé pasmado el cuerpo de una mujer que se liberaba entre un surtidor de fango. Una visión o alucinación descrita por Richard en nuestras largas charlas volvió a mi memoria: el cementerio abriéndose y vomitando muertos. Vi que otra mujer salía de la tierra al lado de la primera. La visión de Richard era nuestra verdad. Lo vi, y entonces pensé: «Claro, así es como actúa el Dragón.»
—¡Graham! —exclamó Richard—. ¿La puerta?
Estaba pensando que, tal vez, teníamos un segundo o dos para llegar a la escalera, si corríamos como diablos…, y que él sería el único que conseguiría hacerlo. Yo no podía correr tan de prisa, y Patsy parecía a punto de caerse.
Me acerqué a él, y él rodeó la cintura de Patsy con un brazo y la obligó a moverse. Los miré por encima del hombro y vi que Patsy se recobraba y aceptaba casi visiblemente la idea de emplear aquella puerta, aunque parecía que sólo podía conducir a otra cámara de tortura.
Richard empujó la puerta y la cruzamos apresuradamente. Yo tuve que agachar la cabeza para no golpearme la frente con el dintel.
3
Ya habréis visto por qué quise describir esta serie de sucesos en primera persona: la actitud de un narrador imparcial y objetivo no habría sido buena, nos habría engañado a vosotros y a mí. Aquella puerta de pesados barrotes de hierro no estaba allí. La crucé y, si no me hubiese agachado, habría dado de cabeza contra el dintel; pero incluso entonces sabía que nunca había existido tal puerta en el sótano de Krell. Y pienso que Richard Allbee y Patsy McCloud lo sabían tan bien como yo. La puerta era el sueño de una puerta; nuestro sueño; pero también el instrumento del Dragón para llevarnos donde él quería.
La otra cosa que todos sabíamos era que no había menos peligro al otro lado de la puerta que en la casa encantada de Bates Krell. Nuestra puerta no era una salida…, pero no podíamos volver atrás después de haberla elegido.
Nos encontramos en un túnel oscuro y hediondo, tan estrecho que teníamos que ir en fila india. Richard delante, después Patsy y después yo. Toqué la pared curva del túnel con la mano, y la retiré rápidamente; la pared húmeda, esponjosa, elástica como el caucho, tenía la consistencia de un tejido vivo. Mucho más allá de Richard, una luz débil y vaga brotaba de una curva del túnel, como una promesa de que saldríamos sobre el nivel del suelo en algún punto de Poor Fox Road o en los fangosos terrenos contiguos. Al avanzar nosotros hacia aquella luz, las paredes se ensancharon gradualmente y, al fin, casi pudimos avanzar los tres en línea.
—Espero que podamos salir pronto de aquí —dijo Patsy—. ¿Crees que llegaremos a subir al exterior?
Encogí los hombros.
—Aquí apesta —dijo Patsy—. Parece una cloaca.
—Con tal de salir de esta casa, no me importa el mal olor —dijo Richard—. Visteis las mujeres, ¿no? Krell no las arrojó por la borda. Y mató a muchas más personas de lo que nadie sospechó.
Esto se me había ocurrido a mí también. Al cruzar nosotros la puerta, al menos trece o catorce muchachos y mujeres habían salido de sus poco profundas tumbas. Algunos otros empezaban a abrirse paso, y, por alguna razón, yo había tenido la impresión de que los cadáveres habían sido depositados allí en capas, unos encima de los otros, de manera que cuando saliesen los primeros, otros pudiesen empezar a levantarse. El sótano de Krell se había ganado sus fuertes ecos y resonancias.
Llegamos a la curva del túnel y entramos de pronto en un lugar tan fuertemente iluminado que la luz borraba todos los detalles. Por un momento, quedé cegado, me escocieron los ojos y los cubrí con una mano. Nos detuvimos. Cuando bajé la mano, miré a través de los párpados entornados aquella luz deslumbradora y vi que una persona estaba en pie junto a la pared del túnel, delante de nosotros. Era una forma negra, sin sexo.
—¿Estás bien? —preguntó Patsy, y yo asentí con la cabeza.
Avanzamos de nuevo.
—¿Quién eres? —preguntó Richard, levantando la escopeta al nivel de la cintura.
Precisamente entonces tuve una idea del sitio en que nos hallábamos, de lo que pretendía ser el túnel.
Caminamos lo suficiente para ver que aquella persona era una mujer, e incluso antes de poder ver algo de su cara y de su ropa, supimos que estaba llorando.
—¿Patsy? —preguntó la mujer.
Patsy no respondió. Asió mi brazo con la mano izquierda, y el de Richard con la derecha.
Su cara vulgar y severa surgió de la luz. Graves gafas oscuras, cabellos lisos. La mujer llevaba un viejo vestido de tweed que convertía su cuerpo en un tubo velloso. No tenía aspecto de llorona.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Patsy—. Marilyn Foreman.
—Marchaos de aquí. Marchaos de aquí. Ya estáis muertos, igual que el chico. Cuanto más lejos vayáis, será peor.
Patsy gimió, bajó la cabeza y, prácticamente, nos arrastró a Richard y a mí.
—¡Déjame en paz!
Ahora pasamos por delante de la mujer, y ésta cruzó las manos sobre la cintura y se apretó siseando contra la pared del túnel para dejarnos pasar. Yo rocé con un brazo sus manos cruzadas y sentí su frío, un frío absoluto que quemaba.
Pero ya la habíamos dejado atrás, y Patsy McCloud seguía tirando de nosotros como una madre llevando a sus dos hijos al colegio. Tenía torvo el semblante. La mujer volvió a sisear detrás de nosotros.
Patsy se detuvo y aflojó la presión sobre mi brazo.
Miré a mi alrededor. Richard Allbee hizo lo propio. El túnel estaba vacío.
—¿Acabamos de ver una sencilla mujercita con aspecto de maestra de escuela? —preguntó Patsy—. ¿Nos ha dicho que volviésemos atrás?
—Hemos visto una sencilla mujercita y nos ha dicho que volviésemos atrás —dijo Richard.
Nos pusimos de nuevo en marcha.
—Demos gracias a Dios —dijo Patsy—. Si nos volvemos locos, al menos lo hacemos juntos.
Dimos otro paso adelante, y la luz aumentó con rapidez brutal. Patsy se estremeció. Mis ojos se coagularon dolorosamente, como la clara de un huevo escalfado. Tropecé, sintiéndome súbitamente solo, y cuando pude abrir de nuevo los irritados ojos, también agradecí tener compañía en mis fantasmagorías.
Pareció que había salido del túnel y entrado en una larga estancia con estanterías de libros en todas las paredes; sin embargo, la habitación tenía el mismo olor a gas de cloaca que el túnel. Patsy y Richard, a unos metros de mí, se acercaron más. Pienso que ellos reconocieron la estancia antes que yo. Miré de soslayo un estante lleno de libros en rústica que me resultaron familiares. Como el sótano de Krell, este lugar tenía resonancias de aflicciones inauditas, de una sórdida vida emocional. También era uno de los Sitios Malos. Una espesa sustancia que parecía brea goteaba de los lomos de dos libros contiguos. Parte de ella caía sobre otros estantes y sobre el suelo.
Hacía un calor enorme en la habitación; todo exhalaba un débil olor a quemado, como si algo ardiese sin llama en alguna parte muy escondida. «¿Dónde estamos? —me pregunté—. ¿Qué es este horrible lugar?»
Entonces vi una mesa para máquina de escribir que me era familiar, instalada delante de una ventana que también me era familiar. Parecía estar a cuarenta metros de distancia. La ventana era negra. Volví la cabeza en dirección a Richard, casi esperando que negase lo que yo sabía ya, y detrás de su cara preocupada vio el póster de Glenda apoyado en los estantes. Nos hallábamos en mi cuarto de estar. Había sido alargado hasta tres veces su longitud real, pero el Sitio Malo era mi cuarto de estar.
—¡Eh, Graham! —dijo Richard—. No…
—No, ¿qué? —chilló otra voz en el otro extremo de la habitación.
¡Ay! Pensé que también conocía aquella voz. Me volví y vi que un hombre rechoncho, vistiendo un traje cruzado, y con unas mejillas tan oscuras que parecía que le hubiesen tatuado una barba, estaba plantado detrás de mi mesa. Era él.
—¿No quieres que tu pimpante amiguito sepa lo que le pasa? ¡Williams! —El Senador me apuntó con un dedo—. Eres un puerco comunista, ¿lo saben tus amigos?
—Nunca fui un comunista decente, y mucho menos un puerco —le dije.
—¡Eres DÉBIL! —vociferó—. ¡Eres un BORRACHO! ¡Un LIBIDINOSO! ¡Un pozo de alcohol! Abandonaste a dos esposas. ¿Conocen tus amigos tu asqueroso historial? ¿Saben que, con artimañas, te casaste dos veces y después engañaste a tus mujeres? Mr. Williams, tengo en mis manos una lista que no sólo contiene tus intensas actividades comunistas desde 1938 hasta 1952, sino también tus relaciones sexuales durante aquel período. —Blandió algo que parecía una lista de la compra—. Es un historial repugnante, Williams, la prueba de tu degradación moral. Y es repugnante porque eres débil. ¡DÉBIL! Eres un comunista débil, traidor y borracho.
—Fui borracho —dije—. Y también engañé a mis esposas tanto como ellas me engañaron a mí. Pero nunca abandoné a nadie.
Empezaba a temblar. Y aquella cara que parecía engañosamente tatuada estuvo de pronto a dos o tres palmos de mí.
—Débil y traidor —dijo, y su aliento olía a alcohol y también a cebolla—. Dime una cosa, Williams. ¿Sabes que Tabby Smithfield aún estaría vivo si no le hubieses contagiado tus morbosas fantasías?
Me dispuse a largarle un puñetazo a aquella cara cruel, pero ésta cambió antes de que mi puño tomara impulso. Él se había convertido en un saltarín diablo rojo. Ahora era al menos tres palmos más alto que yo, y se inclinó sobre mí, haciendo una mueca, y una lengua bífida salió de su boca. Brotaba de él un terrible calor. Sentí que Richard tiraba de mí hacia atrás, y me olvidé de los puñetazos y sólo pensé en retroceder a toda prisa. Si no hubiese empezado a mover los pies, el tirón de Richard me habría hecho caer sobre las posaderas.
El demonio ardiente alargó un brazo en mi dirección: su mano llegó tan cerca de mi cara que vi que estaba compuesta de un millón de llamitas entrelazadas, pequeños chorros de fuego tan unidos que formaban un cuerpo sólido, una carne sólida. Si me hubiese alcanzado, se habría llevado mi cara. Richard me empujó hacia atrás con la furia de una inundación o de un tornado, y me mantuve en pie, y aquella mano roja pasó por delante de mí sin alcanzarme.
Bueno, me alcanzó un poco. Rozó mi mano, aquella con que había pretendido pegarle, y fue como si cien dagas se clavasen en mi piel y alguien vertiese ácido sobre las heridas. Chillé desaforadamente, y todo se volvió negro; pero antes oí una profunda y obscena risita.
Volvíamos a estar en el túnel, y el olor era aún peor que antes. Otra luz pálida fulguraba lejos, delante de nosotros, iluminando débilmente el carnoso tubo del túnel.
—¿Estás bien, Graham? —preguntó Richard.
No pude mirarlo a los ojos, pues los míos le habrían dicho la verdad.
—Claro que sí —le dije.
Estaba trastornado, tanto por lo que me había dicho aquella mofeta de imitación, como por lo que había pasado después. Bueno, esto es casi verdad, debería ser verdad. Sin embargo, sabía que había estado tan cerca de la muerte como aquella vez en Kendall Point. Todavía estaba viendo aquella cara roja, de sonrisa cruel, flotando sobre la mía, y sabía que mi espanto había sido terrible, tan terrible que no hubiese podido moverme si Richard no hubiese intervenido. La mano tocada ligeramente por aquella criatura me dolía aún como si un tanque hubiese pasado por encima de ella.
—¿De veras lo estás? —preguntó Patsy.
—Nunca abandoné a nadie —dije—. ¡Jesús! Nunca hice cosa igual. Algún día os contaré la historia de mis matrimonios.
Pero incluso mientras decía esto, veía aquella cara roja y grotesca inclinada sobre la mía, y sentía de nuevo aquel terror primitivo. ¡Un diablo! Los diablos no existen, salvo como metáforas.
Entonces recordé algo que había dicho en Londres: «Aquel diablo está contaminando los pozos de toda América.»
¡Oh, sí! Lo vi. Y me pareció que podía empezar a moverme de nuevo.
—¿Qué demonios suponéis que hay allí delante? —les pregunté.
—Ojalá no tuviese que averiguarlo —dijo Richard.
Echamos a andar de nuevo. Volví dolorosamente la mano en la penumbra del túnel, y vi que no tenía ninguna señal.
Esta vez no tuvimos que seguir una curva del túnel y quedar cegados por una súbita oleada de luz, que era lo que habíamos esperado. En vez de esto, el túnel se ensanchó gradualmente y la luz se hizo más difusa. Pareció que el suelo estaba ligeramente inclinado hacia abajo. Después, la pendiente se hizo gradualmente más pronunciada, y al aumentar el brillo de la luz, el suelo del túnel se hizo tan inclinado que tuvimos que avanzar más despacio y doblando las rodillas para contrarrestar la fuerza de la gravedad. Cuando el túnel empezó a nivelarse de nuevo, las paredes y el techo se alejaron. Y precisamente cuando pensé que aquello iba a convertirse en una cámara abovedada, vi los primeros muertos.
Eran gordos y estaban desnudos, plantados a un lado del ahora enorme túnel; un viejo y una vieja, inmóviles como maniquíes de almacén. Tenían los ojos cerrados y su piel era blanca como el yeso. No eran más que unos viejos y abultados sacos de carne, tan muertos que habían perdido toda señal de carácter o de personalidad. Entonces vi que eran mis viejos amigos de la playa, Harry y Babe Zimmer. Bajé los ojos apresuradamente. Cuando pasamos, me pareció sentir que se volvían lentamente hacia nosotros.
—¡Oh, no! —dije, al ver lo que había delante.
Las paredes del túnel se ensancharon un poco más, creando un enorme espacio que parecía tener una anchura de decenas de metros y la altura de una catedral. El doctor Norm Hughardt, tan blanco y muerto como los Zimmer, se volvió de cara a nosotros en la entrada de esta enorme cámara. Su barbita al estilo de Lenin había rebasado sus límites y parecía ahora espesa y mal cuidada. Como los Zimmer, se movía como en una tina de cola. Un gusano grueso y blanco reptaba sobre el voluminoso vientre de Norm. Norm levantó una mano en ademán de casi insensata súplica.
Detrás de él, otros cientos cruzaban trabajosamente y con dolorosa lentitud la vasta cámara.
Pasamos por delante de Norm Hughardt, en su desesperada situación intermedia entre los muertos. Yo tenía los nervios destrozados; no quería ver a nadie, no deseaba mirar sus caras, sólo quería salir de aquel horrible lugar. Sentí gravitar sobre nosotros la muda aflicción de todos aquellos muertos, la infelicidad implorante que no podían dejar de manifestarnos.
Al menos no parecíamos hallarnos en verdadero peligro: los muertos se movían tan lenta e inquisitivamente que incluso yo habría podido burlarlos. Pensé que esto era un ejercicio para desanimarnos, para ablandarnos. Los cientos de muertos nos suplicaban que los rescatásemos, que los devolviésemos a la superficie de la tierra, y nosotros no podíamos ayudarlos, sino sentir solamente la fuerza de su súplica. Gideon Winter quería debilitarnos por medio de la compasión —es decir, debilitar a Patsy y a Richard, porque a mí me había dejado ya sin fuerzas— y presentarse entonces para la matanza. Ciertamente, teníamos que compadecer a aquellas pobres criaturas. Vi tanta gente alargando los brazos, que éstos se entrelazaban.
Y entonces creí ver la prueba de esta teoría. En el centro de la vasta cámara había un hirviente charco de un líquido gris y espumoso; vomitaba acres vapores sulfurosos. Richard empezó a guiarnos por el borde de la hedionda charca, tratando al mismo tiempo de asegurarse que ninguna de las manos tendidas hacia nosotros llegase a tocarnos. Yo sólo me esforzaba en mover los pies. Estaba tan cansado que una parte de mí se habría tumbado en el suelo y renunciado a seguir luchando. Entonces, Patsy se quedó rígida, como electrizada, a mi lado; y, a pocos palmos de nosotros, Richard Allbee se detuvo.
—No, no, no —dijo Richard, como rebatiendo un argumento—. Eso no es verdad.
Miré con renuencia la espumosa charca. Un cuerpo se agitaba en el otro extremo, luchando con lenta y paciente desesperación por encaramarse sobre el suelo. Era un cuerpo ligero, joven, infantil. Debajo de los regueros de espuma gris de la charca sulfurosa, su piel era blanca como el yeso, igual que la de los demás. Cuando el muchacho consiguió salir de la laguna, otra cabeza asomó en la superficie. El cadáver de un hombre trataba de subir a tierra firme, y cuando hubo emergido a medias de la charca, lo reconocí. Acababa de ver a Les McCloud en la puerta de la cocina de Bates Krell; por eso me fue fácil identificar su cuerpo. Entonces tuve que volver a mirar el cuerpo del muchacho y enfrentarme con lo que había visto en las primeras milésimas de segundo de su aparición…, algo que había visto con el corazón más que con los ojos. Aquel muchacho muerto era Tabby Smithfield. Los gordos gusanos lo habían descubierto ya y se deslizaban por sus piernas.
Podría liquidarnos uno a uno; no tendríamos valor para luchar contra él; era mejor que nos tumbásemos en la cámara de los muertos y nos acostumbrásemos a estar allí.
Unas cuantas moscas se fijaron en el cuello de Tabby.
Por fin acepté la posibilidad —no, la probabilidad— de que Tabby estuviese muerto. Aquel lastimoso y delgado cuerpo del otro lado de la charca rodó sobre la orilla con horrible lentitud.
Lancé un gemido, y la débil luz que llenaba la enorme cámara adquirió un color rojo. Sobre los cuerpos que seguían cojeando en nuestra dirección, los gusanos blancos empezaron a hincharse, tan rojos ahora como la luz. A nuestro alrededor, todos los muertos empezaron a gemir.
Dos de ellos se destacaron de la suplicante multitud y se plantaron ante nosotros. Vi unos cabellos ásperos y rojos, y entonces reconocí la cara de la periodista que había estado conmigo junto al cadáver de Johnny Sayre: Sarah Spry. Había conseguido abrir un ojo, dando a su cara un aire de pirata tuerto.
—Marchaos, renunciad —dijo, y su voz era un áspero murmullo—. Ya os habéis ido, tenéis que renunciar. Estáis muertos, Graham.
El hombre que estaba plantado al otro lado de Sarah, como aturdido, abrió de pronto los dos ojos y chilló:
—¡MUERTOS! ¡MUERTOS! Algo gordo y blanco cayó sobre Patsy desde arriba, haciéndola caer al suelo. A Richard y a mí nos sorprendió tanto este súbito ataque que nos quedamos como petrificados durante lo que pareció varios minutos.
Yo empezaba a darme cuenta de que lo que había caído sobre Patsy, era el cuerpo de un hombre, y no uno de los hinchados gusanos, cuando ella empezó a gritar. Patsy trató de ponerse en pie, y el muerto caído sobre ella levantó los puños y la golpeó, haciéndola caer de nuevo. Su cuerpo había sido roído y devorado a medias, y sus nalgas eran sólo jirones de tejido blanco. Patsy volvió a chillar. Traté de apartar al hombre tirando de sus hombros, pero era como tratar de mover una estatua de cemento. Él volvió la cabeza e hizo una mueca, y vi que era Archie Monaghan, el abogado que se había hecho famoso en el campo de golf. Estaba tratando de matar a Patsy, y yo no podía impedírselo. Le agarré las orejas y traté de apartarlo. Después empecé a golpearle el lado de la cabeza. Patsy se retorcía frenéticamente en el suelo.
—Apártate, Graham —gritó Richard—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—¿Eh?
Por fin vi que Richard apuntaba la escopeta al mismo lado de la cabeza de Archie Monaghan que yo había tratado de machacar.
—¡Apártate! —gritó, y me eché atrás.
Richard apoyó la «Purdy» en la sien de Archie y apretó los dos gatillos.
La cabeza de Archie quedó hecha añicos. Tejidos blancos y grises, así como astillas de hueso blancas cayeron sobre la espumosa superficie de la charca. El resto de Archie Monaghan permaneció en pie menos tiempo del que tardó en apagarse el estampido. Cayó de lado, lejos de Patsy, como un cangrejo muerto. La escopeta relució débilmente en la mano de Richard.
Ambos estiramos los brazos para ayudar a Patsy, y ella asió nuestras manos extendidas. A nuestro alrededor, menguaba la luz y se convertía en una oscuridad rojiza.
Patsy se puso en pie y permaneció un segundo abrazada a los dos.
—Tenemos que correr —dijo Richard.
El último cadáver que vi antes de que se extinguiese del todo la luz y volviésemos a nuestro túnel era el de un niño pálido cuyo cuerpo estaba manchado de barro. Unas algas pendían de su cara como una corona marchita, y estaba sollozando. Bajé la cabeza y pasé rápidamente por delante de él. La compasión por otro muchacho no nos devolvería a Tabby Smithfield.
Al cabo de unos minutos volvimos a hallarnos en un lugar más estrecho, y las paredes se acercaron aún más, y Patsy y Richard caminaron delante de mí. El paso de Patsy era rápido y firme, pero yo podía ver que sus manos temblaban. El olor del túnel era aún peor que antes, y unas llamitas rojas brillaban aquí y allá, alimentadas por los gases. La puerta del sótano de Krell nos había conducido a las entrañas del mundo… y también a las entrañas del espejo. Yo sabía que nos llevaría indefectiblemente a Gideon Winter; y los tres sabíamos que ahora le tocaba a Richard.