1
Durante la mayor parte de aquella semana, Patsy y Les McCloud se evitaron mutuamente, envueltos en sus separados y muy diferentes conceptos de lo que había ocurrido entre los dos. Patsy no quería luchar con Les, y por esto se sentía extrañamente dichosa de que él se hubiese retirado; quería estar tranquilamente sentada y meditar sobre la nueva percepción de ella misma y de su marido, a la que había llegado antes de encontrar con Tabby en «Deli-icious». Desde aquel martes, Les se había mostrado agraviado y herido, sin mirarla apenas; tenía un berrinche. Pensaba que podía obligarla a disculparse de lo que había dicho, adoptando esta actitud infantil que tan buenos resultados le había dado en el pasado. Pero el semblante dolido de Les ya no infundía sentimientos de culpabilidad a Patsy; en realidad, le fastidiaba haberlos sentido con anterioridad; estaba dispuesta a cuidarlo cuando estuviese enfermo, pero no pensaba volver a llevarle la bandeja, como quien dice, de rodillas. Cuando miraba al gemebundo y achispado caballero en el lecho matrimonial, veía a un paciente, no a un marido, y su mente le formulaba una serie de proposiciones; si el marido es tenido por un rudo y viril hombre de negocios, que teme que nunca podrá llegar a ser tan viril y rudo como piensa que debería ser, corresponde a la mujer asegurarle que lo es; si su inseguridad significa que tiene que pegar a la mujer varias veces al año para asegurarse de que la afirmación de ésta no era mentira, ella debe aceptar la paliza con resignación; y si él vuelve a casa con los calzones cagados, como un niño, entonces puede estar segura de que muy pronto volverá el tiempo de la seguridad.
El sábado, Les se levantó de la cama y Patsy se retiró a la habitación sobrante con el ejemplar tomado en la biblioteca de la Historia de Patchin, de D. B. Bach. A las once y media, Les asomó la cabeza y dijo:
—¿Qué hay del almuerzo"?
Ella dijo que no tenía apetito.
—¿Qué hay de mi almuerzo?
—Tengo la seguridad de que hay comida en el frigorífico.
—¡Jesús! —exclamó Les, cerrando la puerta de golpe.
Dos horas más tarde, volvió a entrar en la habitación. Echaba chispas por los ojos, y tenía los puños cerrados.
—¿Tratas de hacerme pagar algo, o qué?
—Sólo quiero estar sola —dijo Patsy.
—De acuerdo. Me voy. Quédate sola, si quieres portarte como una niña malcriada.
Tabby y Clark Smithfield pasaron el sábado en un silencio sombrío, pero no envenenado. Clark trató de explicar a su hijo que la culpa de su escapatoria había sido de Sherri, que la negativa de Sherri a adaptarse a Hampstead y a Connecticut le había echado de casa, y Tabby vio que su padre lo creía así.
—Saldremos adelante, chico —dijo Clark. Era mediodía y estaba trasegando su segunda copa—. Estamos mejor sin ella.
Se quedaron viendo la televisión toda la tarde. A las seis, Clark fue en su coche a un restaurante italiano de Post Road, y volvió con una pizza enorme. Sin decir palabra, observaron las noticias locales, las noticias nacionales, Solid Gold, Enos y el principio de la película de la noche del sábado, Desde Rusia con amor. Tabby miraba continuamente el reloj mientras se extinguía la luz en las ventanas y se oscurecía la «biblioteca» sin libros de «Cuatro Corazones».
—Papá —preguntó—, ¿vas a tener que trabajar muy pronto?
—Tengo trabajo —dijo Clark. Sorbió su tercer whisky irlandés y miró de reojo a Tabby—. Puedo conseguir un empleo en cuanto lo necesite.
—Pero no lo tienes —dijo Tabby—. Ahora no lo tienes.
—Ya te he dicho que sí, ¿no? —dijo Clark, sin mirarlo.
Tabby se levantó y salió de la estancia. Estar con su padre era como observar a alguien que se ahogaba. Durante un rato, se quedó plantado en la escalinata de la entrada. Los árboles de Greenbank y de Hermitage Avenue inhalaban en el pequeño jardín delantero de «Cuatro Corazones» y exhalaban más abajo de la calle silenciosa. Sobre ellos, las estrellas pasivas marchaban ordenadamente. Tabby bajó los peldaños, se sentó sobre el césped y esperó a los gemelos Norman.
2
Aquella noche, poco después de las nueve y media, Richard Allbee detuvo el coche en el paseo de entrada de Graham Williams. Se apeó y dio una vuelta para ver el aspecto que tenía la vieja casa Sayre desde el otro lado de la calle. Parecía mejorada, pensó; se veía que alguien la habitaba. También las casas, como los niños y los animales, se civilizaban al tocarlas un amor consciente. Que se hubiese imaginado ver a Billy Bentley allí parecía más que nunca una ilusión; ahora se alegraba de haber hablado solamente del gato a Laura, que estaba ahora en la odiada cama de colchón de agua leyendo una novela de Joyce Carol Gates y viendo una película de James Bond.
Unas pisadas ligeras avanzaron en su dirección desde Charleston Road. Richard contrajo involuntariamente los músculos. Había hecho ya de tripas corazón, cuando vio un gato grande y gris entrando silenciosamente en el círculo de luz junto a la esquina.
Una ilusión, una ilusión.
Una figura dobló la esquina. Venía hacia él. Entonces la figura pasó bajo la luz de la farola, y Richard vio que era Patsy McCloud. Llevaba un grueso libro bajo un brazo. Aparte el alivio consiguiente ante la desaparición de su ridículo miedo, Richard sintió cierto placer culpable al ver a Patsy. La saludó con la mano. Ella llevaba una blusa azul pálido y una batita con pechera ceñida a la cintura y que se ensanchaba alrededor de las piernas. Patsy correspondió a su saludo al reconocerle.
—Debí pensar que la encontraría aquí —dijo él.
—Yo pensaba que también encontraría a Laura —dijo Patsy, acercándose a él sobre el césped.
—Laura está en la cama con James Bond.
—Y Les tiene la gripe. En definitiva, Laura lleva la mejor parte.
Mientras se dirigían a la puerta, Richard le preguntó sobre el libro que traía.
—¿Te dijo algo Mr. Williams sobre el motivo de que quisiera vernos juntos? ¿Te mostró la placa de Mount Avenue?
Richard negó con la cabeza y tocó el timbre.
—Entonces tendré que esperar a que lo explique él.
—Todo Será Explicado.
—Todo —dijo ella, sonriendo.
Williams abrió la puerta y miró a través de la persiana.
—¡Los dos! ¡Cuánto me alegro!
Abrió la puerta persiana y se apartó para que entrasen. Llevaba su gorra yanqui y una camiseta «P.A.L.» gris, demasiado pequeña para él.
Patsy y Richard entraron en un vestíbulo con estanterías de libros en todas sus paredes. Libros alineados, libros formando rascacielos y torres en los estantes de arriba, y más libros amontonados en el suelo delante de las estanterías.
—¿Adonde vamos? —preguntó Patsy.
La bombilla que pendía de un cordón en medio del pasillo estaba fundida.
—Primera puerta a la izquierda.
Patsy, y después Richard, entraron en el cuarto de estar. También aquí estaban las paredes cubiertas de estanterías, y había libros amontonados hasta la altura de la cintura, a intervalos, ante los estantes. Gráficos y pósters de antiguas películas, con marco, descansaban sobre el suelo, apoyados en los estantes o en los montones de libros. Una lámpara de techo ardía pálidamente, lo mismo que otra de pie junto a un raído canapé verde, y otra de bronce sobre la blanca mesa de pino donde estaba la máquina de escribir, un viejo manual negro y varios ordenados montones de papel. La habitación olía a moho, a viejo, a libros.
Williams se quedó en la puerta.
—Acomódense en el canapé. O en el sillón. —Señaló con la cabeza un sillón de cuero castaño que parecía confundirse con la estantería de libros en rústica. El sillón estaba tan gastado que parecía que lo hubiesen frotado con arena hasta quitarle el barniz. Junto a él había una alta lámpara de pie y un pesado cenicero de mármol—. ¿Puedo ofrecerles algo? ¿Una copa? ¿Café?
Tanto Patsy como Richard pidieron café.
—Perking no está en casa. Volveré en seguida.
Regresó a los pocos segundos con tres tazas; dejó la bandeja sobre la mesa de café, delante del canapé verde. Después tomó una de las tazas, tiró de una silla metálica de debajo de la mesa de escribir y se sentó de cara a sus visitantes. Sorbieron simultáneamente el caliente y fuerte café. Richard se dio cuenta de que no estaba seguro de por qué había pensado que tenía que venir. Sería una pérdida de tiempo. Williams era un viejo solitario: los había invitado para tener compañía, y nada más. Richard frotó con la mano el gastado brazo del canapé. Los dibujos en relieve habían desaparecido casi totalmente.
—Supongo que debería pedirles disculpas —dijo Williams. Se quitó la gorra yanqui y pasó los dedos sobre la calva y pecosa coronilla—. Esta casa tendría que arreglarse, pero nunca tuve dinero para hacerlo. Después me acostumbré. Yo mismo monté las estanterías hace cuarenta unos. Hoy no podría pagar siquiera la madera.
Sus dedos seguían bailando y tamborileando sobre el cráneo. El viejo estaba nervioso. Richard se preguntó cuánto tiempo haría que Williams no había estado con otra persona en la casa; cuánto haría que no había estado una mujer en esta habitación.
Entonces el viejo le sorprendió diciendo:
—Patsy es psíquica, ¿sabe? Lo mismo que su abuela, Josephine Tayler. Y hay un chico en el vecindario que también lo es. Tabby Smithfield. Es decir. James Tabb Smithfield. Vive en Hermitage. Supongo, Allbee, que usted no lo será.
—¿Yo? —dijo Richard, tragando demasiado café—. ¿Psíquico? No.
—Tampoco yo. A excepción de una vez en que vi un hombre y supe…, bueno, no hablemos de lo que supe. Lo reservaré para un día en que el joven Tabby esté con nosotros. Supongo que conoce todo lo referente a su familia. A los Green.
Por un momento pensó Richard que Williams iba a referirse a su padre, y empezó a sacudir la cabeza con impaciencia.
—¡Ah! Los Green. Algo sé de ellos.
—¿Ha visto la placa de delante de la Academia?
Richard miró a Patsy y vio que ésta lo contemplaba fijamente. Negó con la cabeza.
—Smyth, Tayler, Green, Williams —dijo el viejo, desconcertando a Richard—. Y Gideon Winter, Smyth, que se convirtió en Smithfield; Tayler, que es nuestra hermosa amiguita que se sienta a su lado; Green, que es usted, y Williarns, que soy yo. Y Gideon Winter que puede ser casi cualquiera. Creo que será mejor que me explique.
3
—Eres un listo y pequeño truhán, Tabs —dijo Norman, frotando dolorosamente con los nudillos el cráneo de Tabby.
Estaban apretujados en el asiento delantero del viejo «Oldsmobile» negro, al lado de Bruce. Los Norman estaban más contentos que nunca, a juzgar por lo que Tabby había visto de ellos. Ambos olían a excitación y a cerveza, y también a marihuana.
—Bueno, yo sabía que vendría —dijo Bruce, dando un fuerte codazo en las costillas de Tabby—. Nuestro aminguito es un gran chico. Y no dijiste a nadie con quién salías hoy, ¿verdad, amiguito?
—Claro que no —dijo Tabby—. Pero es la última vez que hago una cosa de éstas. Después de esta noche, se acabó. Quiero que lo sepáis.
—Después de esta noche, podrás desentenderte de nosotros, hombre —dijo Bruce—. ¿No es verdad, Dicky? Tabs se desentenderá de nosotros.
Dicky respondió tratando de frotar de nuevo la cabeza de Tabby. Habían entrado en Beach Trail y rodaban cuesta abajo en dirección a Mount Avenue.
—Me repugna hacer esto —dijo Tabby—. Pero quiero conservar mis orejas en su sitio.
Los dos Norman respondieron con violentas risotadas empapadas en cerveza. Bruce giró en Mount Avenue y pasó por delante de la verja delantera de la Academia de Greenbank.
Mount Avenue se juntaba con Greenbank Road en el paso elevado; Bruce conducía hacia el Sur, en dirección a la villa.
—¿Adonde vamos? —preguntó Tabby.
—A la zona de aparcamiento —murmuró Bruce.
Bajaron por Greenbank Road hasta el primer semáforo, y giraron a la derecha en dirección Post Road por el Sayre Connector.
El hombre al que había visto Tabby al otro lado de la calle, desde el colegio, estaba de pie junto a su camioneta en un rincón vacío del solar de «Lobster House». Bruce se arrimó a la camioneta y el hombre les observó mientras se apeaban. «No parece un ladrón», pensó Tabby. Gary Starbuck tenía la nariz larga —una nariz de probador de perfumes—, ojos oscuros y frente que reflejaba preocupación. Vestía completamente de azul oscuro. «Parece un profesor de álgebra.»
Los ojos oscuros lo escrutaron un momento.
—Sí, ya veo —dijo Starbuck, aunque nadie había dicho nada. Después habló directamcnle a Tabby—. ¿Sabes lo que tienes que hacer?
Tabby sacudió la cabeza.
Starbuck metió un brazo por la ventanilla de la furgoneta y sacó un par de aparatitos de radio. Tendió uno a Tabby.
—Enciéndelo —dijo. Tabby le dio vueltas en las manos hasta que encontró un botón en la parte de arriba. Ambas radios chirriaron con fuerza, y Tabby hizo girar apresuradamente el botón—. Ahora están demasiado cerca la una de la otra —dijo Starbuck en voz baja, sin dejar de mirar a los ojos de Tabby—. Para funcionar bien tienen que estar a unos quince metros de distancia. Pero así será cómo hablaremos nosotros. Te sentarás en la camioneta. Observarás por la ventanilla de delante y por la de atrás. Sin perder de vista el paseo y la carretera. Sencillo, ¿no?
Tabby asintió con la cabeza.
—Y, si ves algo, me lo dices. Tal vez estaremos media hora en la casa. Es mucho tiempo. Si alguien se detiene y mira, dímelo y describe la persona. La clase de coche que lleva. Todo lo que veas. Si es un poli, túmbate en el suelo de la camioneta y llámame en seguida. Saldremos y nos encargaremos de él, pero tendremos que hacerlo antes de que llame por radio. En cuanto salgamos te daré tu dinero. ¿Entendido, chico?
—Entendido.
—Empezaba a pensar que eras mudo —dijo Starbuck—. Pero debes entender otra cosa. Si dices algo de esto a los polis, o incluso si sospecho que puedes decírselo, volveré y te mataré. —La suave y preocupada expresión de su semblante no varió en absoluto cuando dijo esto—. Soy un hombre de negocios, ¿sabes? Y no pienso retirarme.
—Y esto va también para vosotros dos, pájaros —dijo Starbuck.
—¡Coño, claro, hombre! —dijo Bruce.
—Subid —ordenó Starbuck, apartándose de pronto.
Se sentó en el sitio del conductor, y Bruce, en el del pasajero, Dicky subió a la parte de atrás con Tabby, que apretaba con fuerza su radio.
Al salir Starbuck del solar para cruzar Post Road y bajar por Sayre Connector, pasaron ante la estatua de John Sayre vestido de soldado de la Primera Guerra Mundial. Tabby se fijó por vez primera en aquella estatua: exageradas por la sombra las arrugas de las mejillas de bronce, la cara del joven soldado le pareció diabólica.
Dicky apuntó con un dedo al pecho de Tabby y simuló que le disparaba.
—Nunca había vivido en un lugar como éste —dijo Gary Starbuck—. Al menos, no exactamente igual. ¿Cómo llaman a esto? No es un suburbio, ¿verdad? ¿Lo llamarán extrarradio?
—No lo sé —dijo Bruce—. ¿Qué importa esto?
Starbuck torció a la izquierda en Greenbank Road. Tabby gruñó en silencio. Debía haberlo pensado: volvían hacia su barrio.
—Bueno, he estado leyendo ese periodicucho local —dijo Starbuck, ciñendo las curvas de Greenbank Road—. ¿Sabéis a cuántos conductores borrachos detienen cada fin de semana? ¿Y cuántos accidentes hay? ¿Y cuántos atracos y robos de aficionado cometen chiquillos sin el menor conocimiento profesional, sin la menor instrucción? Yo digo que esto no es suburbio, ni es extrarradio. Es un disturbio.
4
Richard observó las estanterías mientras hablaba Graham Williams, leyendo en silencio y al azar nombres de autores y títulos. La mitad de la pared más larga parecía destinada a la novela, y la otra mitad a la Historia y a las biografías. Había una larga sección de guiones de cine encuadernados en vinilo negro. La pared de la izquierda contenía libros de arte. Las novelas de misterio, en rústica, se amontonaban sobre los desmesurados libros de arte; Williams era un entusiasta de Raymond Chandler y John McDonald, de Robert B. Parker y Dorothy Sayers.
—Bien —dijo, al interrumpirse Williams—, los descendientes de las cuatro primeras familias de colonos han vuelto a Hampstead; más concretamente, a Greenbank. Y nuestros antepasados se vieron de algún modo inquietados por un recién llegado llamado Winter. Pero, permítame que pregunte: ¿y qué?
—Una pregunta muy razonable —dijo Williams—. Tiene usted razón. Realmente, ¿por qué tendría que preocuparnos, a menos que fuésemos historiadores? La única razón es que lo que ocurrió en el pasado todavía nos afecta. ¿No ocurre siempre así en la Historia? Si los normandos hubiesen prevalecido en Inglaterra, nosotros hablaríamos francés o algo parecido. Por consiguiente, veamos nuestra historia aquí, en Hampstead. Voy a darle tres nombres de tres generaciones en Hampstead, desde 1900 hasta 1950. Robertson Green, que debió ser su tío abuelo, Mr. Allbee; Bates Krell, y John Sayre. Robertson Green fue ejecutado por el Estado en 1904; Bates Krell desapareció en 1924, y John Sayre se suicidó en 1952. Pienso que Gideon Winter renació en cada uno de estos hombres, y que sólo John Sayre tuvo el valor de luchar contra él.
5
Después de su pelea con Patsy, Les McCloud había agarrado sus palos de golf, salido en tromba de la casa, arrojado aquéllos en el portaequipajes de su «Mazda» y conducido directamente hasta el «Club de Campo» de Sawtell. Desde luego, aquella pelea no había sido nada satisfactoria. Paisy le había estado pinchando, pinchando y pinchando, provocándole como sólo podía hacerlo alguien que hubiese vivido una década y media con él. «Tengo la seguridad de que hay comida en el frigorífico.» Una rebelión contra el orden debido de las cosas. Realmente, Les no tenía muchas ganas de jugar al golf, pero no aguantaba un momento más en casa; el golf era la mejor excusa para una larga ausencia. Pasaría cuatro o cinco horas fuera y volvería, y entonces vería si ella había entrado en razón… o si seguía con los alfilerazos, los alfilerazos, los alfilerazos de siempre. Y, si era así, Patsy tendría bien merecido lo que sabía que ocurriría.
Ya en el club, aparcado delante del largo y blanco edificio con columnas, Les se había sentido sudoroso y desalentado. Paradójicamente, tenía la frente y las manos húmedas y frías. Había resuelto hacer cinco agujeros, si encontraba un compañero; por consigiuente, se apeó del coche, cargó con la pesada bolsa y, pasando resueltamente ante la puerta principal del club, se dirigió al primer tee y a la caseta.
—¡Hola, Les! ¿Buscas un compañero? —Archie Monaghan le sonreía afectuosamente desde detrás de un montón de pelotas de golf. A Archie le encantaban los perdedores—. Tenía que encontrarme aquí con Ulick Byrne, y ¿adivinas lo que ha pasado? Acabo de llamar a su casa y vuelve a estar en cama con gripe. El pobre bastardo la ha tenido dos veces. Me encantaría jugar contigo.
—¡Oh! Siempre estoy dispuesto a hacerlo, Archie —dijo Les. Sonrió a Archie, captando la ansiedad de su cara enrojecida, la camiseta de punto amarilla tensa sobre la panza de sandía, y los pantalones a rayas rojas y verdes—. Pero hoy sólo me siento en condiciones para nueve agujeros —añadió—. También yo he tenido la gripe. ¿Qué te parece?
—Siempre dispuesto a jugar conmigo, ¿eh? —dijo Archie—. Nueve me parecen muy bien, desde luego.
Y Les comprendió que aquel tonto deslumbrante prefería jugar solamente la mitad de los hoyos con él.
Les abrió la puerta de los vestuarios, Archie movió la cabeza e hizo un ademán de «Tú primero», y entraron los dos. Perdieron un poco el tiempo, hasta que Archie sonrió, se rindió y salió el primero.
—¿Cómo está tu esposa, Les? —preguntó Archie—. Es una damita encantadora.
—Patsy está bien.
Les no tenía ganas de hablar de su mujer, y menos con Archie Monaghan, que el año anterior se había pasado horas sin quitarle la vista de encima en una fiesta. Les recordó que a Archie le gustaba hablar de las mujeres del prójimo.
—Patsy McCloud, Patsy McCloud —dijo Archie, con la devoción con que hubiese pronunciado el nombre de una estrella de cine.
Y Les se irritó tanto que, después de ganar la salida, se le agarrotaron las muñecas y la pelota fue a parar al quinto infierno.
—Mala suerte, jefe —dijo Archie.
Encogió la panza sobre el tee, dobló los brazos y lanzó la pelota en línea recta a más de doscientos metros en dirección al primer green.
Cuando se encontraron de nuevo en el quinto green, Les se había dado cuenta de que Archie le había puesto deliberadamente nervioso al pronunciar de aquella manera el nombre de su mujer, y se esforzó en conservar la calma y la tranquilidad para mantenerse a tres sobre par. Tenía un mal día, pero no hacía falta empeorar las cosas. El único consuelo era que Archie estaba también a tres sobre par, y probablemente continuaría así, a menos que pudiese hacer un putt de diez metros. A Archie parecía no importarle.
—He estado estudiando esto mucho tiempo, Les, y he llegado a la conclusión de que hay dos clases de mujeres. Está la clase de las que parece que disfrutan con eso, y la de las que parece que ni siquiera saben lo que es. Comprendes lo que quiero decir, ¿eh? En esta población, al menos el ochenta por ciento de las mujeres pertenecen a la segunda categoría. Pueden tener tres hijos, pero basta con mirarlas para saber que nunca sudaron mucho. Buen golpe. —Esto era por John, que había hecho su putt. Archie puso la pelota en su sitio y blandió espectacularmente el palo—. Una vez hablé de esto con Ulick, y nombró ocho o nueve de este tipo. Se diría que la «Liga Femenina de Arte» y los partidos de tenis son las cosas más importantes del mundo. Faldas verde limón o shorts bombachos caqui, ¿no? Ya sabes a qué me refiero, ¿eh? Preparación primaria. Esas que hablan arrastrando ligeramente las palabras.
Archie se colocó en posición, echó el palo atrás y descargó su golpe. La pelota obedeció la muda súplica de Les y se detuvo a cuatro palmos del hoyo.
—¡Oh, oh! Sé que quieres darme éste, Les, pero insisto en tirar. —Archie se acercó contoneándose a la pelota, se detuvo y la envió limpiamente al agujero. Hizo un guiño a Les—. Ve a la terraza del club y verás trescientas de ellas. Comiendo ensalada y hablando de sus peluqueros. Supongo que no saben hablar de otra cosa. ¿O hablarán de las mismas aburridas porquerías que nosotros?
—¿Cuál es tu teoría, Archie?
Levantó la pesada bolsa; estaba sudando, pero sentía escalofríos… Como si tuviese un pedazo de hielo atado a la frente.
—Mi teoría es ésta. Si las camareras de la terraza son las únicas que parecen disfrutar con eso, me alegro de haberme casado con una camarera. Le dije esto a Ulick, ¿Sabes? Y él dijo: Archie, tu verdadera teoría es que todas las mujeres son camareras disfrazadas. ¿Te imaginas? Tengo que andarme con cuidado con Ulick.
Les se dirigió al siguiente tee. Comprendía dos cosas, ambas ligeramente sorprendentes. Archie Monaghan sentía por él tan poca simpatía como sentía él por Archie: aquella pulla sobre la «preparación primaria» no había sido accidental. Y Archie encontraba a faltar a Ulick Byrne. Habría preferido jugar con el joven abogado en vez de hacerlo con Les. Archie era cincuentón, y Les tenía cuarenta y un años. Seguro que los dos, fuesen cuales fuesen sus recíprocos sentimientos, tenían más en común de lo que pudiera tener nunca Archie con Byrne, que aún no había cumplido los treinta.
—Supongo que Byrne es un tipo listo.
—¿Listo? Si estuviese en una corporación, sería ya vicepresidente y pensarían en él para ocupar el trono. ¿Qué te parece si jugamos un poco de dinero en el próximo hoyo, jefe?
—Cien el golpe —dijo Les, y Archie no pestañeó, sino que sonrió.
En el noveno hoyo, Les debía trescientos dólares a Archie y estaba a punto de perder cien más. La camisa amarilla y los odiosos pantalones listados a cuadros estaban mucho más cerca del green. ¡Trescientos dólares a favor de Archie Monaghan! Les había presumido que la importancia de la apuesta asustaría a Archie, y ahora estaba Archie a un tiro de piedra del green, y él estaba sudando por trescientos dólares.
Se preparó para el lanzamiento, se lo imaginó, hizo oscilar el palo detrás de la pelota y trató de serenarse. No podía dejar de pensar que, si la pelota iba donde él quería que fuese, su deuda quedaría reducida a doscientos dólares. En el momento en que la cabeza del pelo chocó con la pelota, supo que había fallado el golpe.
Ahora sólo se trataba de esperar lo peor. La pelota se elevó como por efecto del mejor disparo del mundo, y siguió su rumbo; pero, en lugar de pasar entre los árboles, cayó al suelo. Les observó cómo la traidora bola caía como una piedra en la arboleda.
—¿Quieres que te preste mi brújula? —le gritó Archie.
Les se dirigió furioso hacia los árboles, evitando deliberadamente mirar a su adversario. No quería ver la sonrisa de Archie. Si podía alzar el palo hacia atrás, aún podría igualar a Archie en este hoyo: había estado otras veces entre estos árboles, y no eran un obstáculo invencible, era un par cuatro, y, si los árboles le daban la menor oportunidad, aún podía hacerlo en cuatro; y siempre cabía la posibilidad de que Archie diese un golpe demasiado fuerte. Pasó por debajo de una rama y empezó a buscar la pelota. Su respiración era un poco fatigosa. El sudor resbalaba por su cuello.
Archie se estaba preparando para el golpe, y Les se detuvo para observarle. Archie volvió a estudiar la dirección y balanceó el palo y el trasero. Levantó el palo hacia atrás, le hizo describir una curva… y golpeó la pelota demasiado fuerte. Les aplaudió en silencio. Sabía lo que iba a ocurrir. «Para que gastes bromas con tu maldita brújula», dijo para sus adentros.
Vio casi inmediatamente su pelota. La pequeña mota blanca estaba a unos tres palmos del lado musgoso del roble más alto. Aún no estaba perdido. Les se acercó al árbol y oyó un rumor entre la hierba al otro lado de su pelota. Una ardilla. Dio la vuelta al roble y observó atentamente el green. Archie estaba de pie en el bunker y parecía mucho menos entusiasmado. Entonces oyó detrás de él el ruido inconfundible del llanto de un niño. Giró en redondo y no vio nada. Al volverse de cara a la pelota, sonó de nuevo aquello. Se volvió una vez más y oyó un rumor entre las matas.
—¡Eh! Sal de ahí, pequeño —dijo.
Apoyó el palo en el roble y puso los brazos en jarras.
—No te pasará nada. Sal.
Silencio.
—Vamos. Sólo he venido a jugar al golf. Nadie te hará daño. Sal de entre las matas.
Al ver que no pasaba nada, Les volvió a agarrar su palo. Como si el niño que se ocultaba en la espesura pudiese verlo y temiese que le golpease con el palo, hubo de nuevo susurros en la espesura; el chiquillo se adentraba en ella. Debe de ser un niño de cuatro o cinco años, pensó Les; un chico mayor abultaría demasiado para esconderse así entre los arbustos.
No podía dar su golpe con las matas susurrando y crujiendo de esa manera. Después empezó de nuevo la llantina. Les dejó el palo en el suelo.
—¿Quieres que te ayude, hijito? —No hubo respuesta, y Les se acercó a los arbustos y se inclinó para mirar entre las tupidas hojas—. Sal y te ayudaré.
Oyó una vocecilla que decía:
—Me he perdido.
—Está bien, te ayudaré —dijo con cierta brusquedad, apartando las hojas con las manos—. ¿Cómo te has metido aquí? ¿Es que tu papá…?
Retiró las manos del arbusto. Un tornillo apretaba su cabeza con asombrosa presión. Durante un segundo, no vio nada. Se irguió y pestañeó.
La vocecilla dijo:
—Me he perdido. Tengo miedo.
—Está bien, está bien —dijo Les, inclinándose de nuevo.
Alargó las manos hacia el arbusto. Pero las detuvo antes de tocar las largas y afiladas hojas. Algo maligno emanaba del arbusto, de la espesura que cobijaba a una cosa que no podía salir de la luz. Les pensó que percibía un mareante olor a barro, a aguas de albañal, a raíces podridas.
El niño lloró de nuevo, pero Les tuvo miedo de tocar el arbusto. Malignidad. Había algo malo allí. El acre olor lo envolvió una vez más.
Sabía que, si tocaba el arbusto, el tornillo le apretaría de nuevo la cabeza y se ennegrecería su visión. Aquella cosa lloró amargamente en la espesura. Les miró entre las hojas y sólo vio más hojas, hojas tocadas por la luz del sol y hojas que brillaban verdes en la sombra.
—¿Has perdido la pelota?
Les giró en redondo y vio los pantalones a cuadros y la panza amarilla de Archie Monaghan.
—He oído algo —dijo, irguiéndose—. No he perdido la pelota, sino que he oído algo. Había un niño en estos matorrales. Y lloraba.
Archie arqueó las cejas.
—Ha callado hace un momento —dijo Les—. Pero no puedo verlo en parte alguna.
—Deja que el viejo Archie eche un vistazo —dijo Archie, agachándose y separando las matas con las manos.
Durante un segundo, Les captó aquel olor a tierra mojada y a aguas de albañal. Sintió el sudor que empapaba su frente; notaba su cuerpo tan raro, tan ligero, que temió que iba a caerse. Archie Monaghan sumergió el torso entre los arbustos, de modo que Les sólo veía su gran trasero a cuadros.
—Bueno, ¿sabes qué? —dijo Archie, emergiendo de la espesura—. Aquí no hay nadie. ¿Estás seguro de haber oído a un chiquillo?
—Le oí llorar.
—¿Le hablaste?
—Sí. Y dijo que se había perdido.
—Bueno, esto es muy curioso. Ahora no hay nadie ahí. Sin duda echó a correr. —Archie se rascó los sobacos y miró vagamente hacia los árboles. Su semblante se iluminó—. ¡Eh! Allí está tu pelota, y no en mala posición. Podrás salir con bien de este atolladero.
Les apartó de su mente todo lo referente a niños perdidos y a arbustos que podían estrujarle la cabeza y cegarlo. Recogió el palo de su lecho de hojas de pino, se irguió delante de la pelota y la lanzó.
Así es cómo se llega a vicepresidente de la selva corporativa, amigo.
Dos horas y media después, decía a Archie Monaghan:
—Permíteme que te invite a un trago.
Sentía una curiosa mezcla de contrariedad y alivio. Alivio porque había terminado la partida a sólo un golpe detrás de Archie; contrariedad porque no había derrotado al gordinflón. Suponía que las secuelas de la gripe le habían hecho fallar algunos golpes; pero todavía recordaba cómo habían crujido los arbustos en aquella espesura y la voz infantil que había salido de ella. Antes de que Archie metiese la cabeza y los hombros en los matorrales, Les había querido agarrarlo y derribarlo para que no lo hiciese…, pero, naturalmente, nada le había ocurrido a Archie. No había ningún niño perdido en el bosque.
Pero conservaba una imagen… de algo que atenazaba con sus mandíbulas el tronco de Archie. Sin embargo, nada le había ocurrido a éste; había metido la cabeza y el pecho en aquel sitio malo, y no había visto ni sentido nada.
Pero había aquel olor. A hierbas podridas y a tierra húmeda, y debajo de estos olores no necesariamente desagradables, otro más tenaz, más cáustico.
Archie aceptó el ofrecimiento de una copa y miró a Les de un modo extraño.
—¡Oh, pagaré mi deuda! —dijo Les—. Mira, voy a hacerlo ahora mismo. —Archie inició una sonrisa y movió la cabeza, pero Les sacó dinero del bolsillo y separó dos billetes de cincuenta—. Toma; ahora podrás hacer una excursión a Dublín, Archie.
Archie se embolsó el dinero.
—En realidad, volví de Dublín la semana pasada.
Archie Monaghan entró en el salón del club. Viejas trompetas y cuernos de caza brillaban en las paredes, junto a litografías de jinetes de casaca roja. Archie se dirigió al bar, saludando con la cabeza y diciendo «hola» a los que estaban en los compartimientos. Les le siguió. Archie daba palmadas en la espalda de un hombre sentado en un taburete del bar y reía un comentario de otro sentado al otro lado. Al acercarse. Les reconoció a los cuatro que estaban frente a él y Archie. Al parecer era un grupo de un par de ejecutivos como Les, un contratista al que sólo conocía de vista y el socio de Archie, Tom Flynn. Flynn era un hombre corpulento y de fuertes mandíbulas, aproximadamente de la edad de Les, y llevaba una chaqueta de punto del tamaño de una manta de elefante.
—Ya conocéis a Les McCloud, ¿verdad? —preguntó Archie.
—Me alegro de conocerte, Les —dijo el contratista, y los otros saludaron con la cabeza y murmuraron en señal de asentimiento.
—Monaghan acaba de ganarme cien pavos, por lo que invito a una ronda —dijo Les—. La verdad es que jugó pésimamente. Pero yo lo hice aún peor. —Sacó el dinero y puso dos billetes de a veinte sobre la barra—. ¡Eh, camarero! Sirve a esos caballeros otra copa de lo mismo. Yo tomaré un «Martini». Con hielo.
—Una botella de «Bud» para mí —dijo Archie.
Les engulló su bebida y dijo:
—¿Cuál es tu calle predilecta en Dublín, Arch?
Pero Archie estaba hablando con Tom Flynn, y no le hizo caso.
—Había un niño perdido en el noveno green —dijo Les—. Se escondía entre unos matorrales. ¿Habíais oído nunca algo parecido?
—Les oye voces —dijo Archie—. Es la Juana de Arco de «Sawtell C. C».
Les sonrió forzadamente entre las risas de los otros.
Una hora y dos «Martinis» más tarde, Les pensó llamar a Patsy; lo malo era que no quería separarse del grupo. Estaba seguro de que hablarían de él en cuanto se fuese. Al diablo con Patsy, resolvió.
Pensó en su esposa sentada en la pequeña habitación, con su libro y su televisor. Allí debía estar en este momento. Probablemente no habría comido nada. Estaría absorta en un libro o en su Diario, y se habría olvidado de él.
—Las mujeres pertenecen a otra especie —dijo a Flynn—. Por esto hay que atizarles de vez en cuando, para recordarles que nosotros formamos parte de la Humanidad y ellas no. Hombres y mujeres son como perros y leopardos, o como ranas y gaviotas.
La cara bovina de Flynn demostró que no estaba preparado para esta filosofía. Flynn murmuró algo al oído de Archie, y Les vio que Archie lo miraba de reojo y comprendió que Flynn estaba hablando de él.
—Otra especie —repitió, echando una rápida mirada a todos los que estaban en el salón del club. El nombre de Archie centelleó en una placa de antiguos ganadores del trofeo del club; el acondicionamiento de aire pareció congelarse. Les se tocó la frente y le pareció que era de cera. Había otra copa de «Martini» llena hasta el borde ante él, y la levantó y bebió—. Aquel niño de allí era de otra especie —dijo, y se alegró y sorprendió al oír que Haefer y Gart se reían—. No es broma. Sentí que había allí algo realmente extraño.
Archie murmuró algo a Flynn, y Flynn lo miró.
Entonces vio algo increíble. Un hombre sentado en el apartado del rincón, junto al extremo del bar, llevaba unos bistés crudos alrededor del cuello. La carne cruda era una especie de corbata, desplegada y extendida sobre la piel del hombre.
—¡Eh! —dijo Les (y «¡Eh!», repitió Flynn).
Les contempló fascinado la corbata de carne cruda, hasta que vio que no era tal corbata. La carne cruda era el pecho y los hombros del individuo. Le habían levantado la piel en grandes colgajos. Les percibió de nuevo el olor a tierra húmeda y a aguas de albañal corrompidas. El hombre del rincón estaba muerto: había sido desollado y ahora estaba muerto.
—¿Qué? —preguntó Archie.
Murmuró algo, y los otros se rieron.
Les miró fijamente al hombre muerto. Esto era lo que había ocurrido en el noveno green. El niño perdido estaba muerto; estaba muerto y había estado buscando a Les McCloud. Sintió que la pesada copa de «Martini» resbalaba de sus dedos.
Cuando se hizo añicos en el suelo, cesaron todas las risas. Archie, los dos médicos y todos los demás lo estaban mirando; vio desagrado en sus ojos, un desagrado no disimulado. Sintió de nuevo un vacío en la cabeza.
—Me marcho —dijo, apartando los cristales rotos de una patada y dirigiéndose a la puerta.
6
—¿Renacido? —preguntó Richard—. ¿Se refiere a la reencarnación? Yo no creo en esto. Diga lo que diga, nunca me convencerá de que ese Winter nació como tres hombres diferentes en tres decenios diferentes, y siempre en la misma población.
—No renacido en este sentido —dijo Williams—. No me refiero a la reencarnación en el sentido estricto de la palabra; he empleado más bien una metáfora. Cuando nació su tío tatarabuelo, Gideon Winter brillaba por su ausencia. La winterización, y disculpe esta broma a expensas de su pariente, vino más tarde.
—Bueno, si se refiere a posesión, tampoco creo mucho en ella —dijo Richard.
—Y me parece muy bien —dijo el viejo—. Tampoco estoy yo muy seguro de esto. A menos que pueda poseerse toda una franja de costa. O pueda ésta poseer. Un hombre llamado Gideon Winter llegó aquí hace unos trescientos años, y ocurrieron varias cosas. Cosas malas. Malas económicamente y en todos los demás aspectos. Podríamos emplear la palabra mal, pero supongo que usted me diría que tampoco cree en el mal.
—Creo en el mal —dijo Richard.
Y Patsy les sorprendió al decir a media voz:
—Yo también.
—Muy bien —dijo Williams. Se echó atrás la gorra de béisbol—. Tal vez no fue el hombre, sino lo que le ocurrió aquí. Tal vez el lugar influyó sobre él. Es una teoría fantástica en la que he estado trabajando durante cincuenta años, más o menos.
—Quiere decir desde aquel hombre. Desde Bates Krell —dijo Patsy.
Williams la miró con aprecio.
—Bueno, sé algo de él —dijo Patsy—. Sólo que ignoraba su nombre hasta que oí que se lo decía a Tabby. Yo lo vi. Lo vi. —Enrojeció—. Hace mucho tiempo. Vi cómo mataba a una mujer.
Y enrojeció más vivamente cuando Graham Williams le tomó una mano y se la llevó a los labios.
—Claro que lo vio, y no sabe cuánto me alegra oírselo decir.
—¿Por qué no hablamos de lo que dice aquí? —preguntó Patsy, tocando el grueso libro azul de la biblioteca—. Acerca de Winter.
—Está bien —dijo Williams—, si así lo desea. Pero ya sabe lo que es esto. Mrs. Bach no era un historiador profesional. Sólo reunía datos. No trató de sacar conclusiones. Su Historia es un libro de fuentes, y nada más.
—Bueno, a mí me pareció que no era concluyente —dijo Patsy.
Williams se levantó y se dirigió a una apartada estantería. Volvió con su ejemplar del libro.
—Desde luego, no es concluyente. —Dejó el libro sobre la mesita de café, se sentó, volvió a cogerlo y lo abrió sobre sus rodillas—. Dorothy Bach esperaba que otras personas sacasen las conclusiones; lo único que quería era reunir la mayor cantidad de datos posible. Y así lo hizo. —Hojeó las primeras páginas del grueso libro azul—. Y ya ve lo que pudo encontrar. Registros de tierras. Traslados de ganado. Nacimientos y defunciones, sacados del archivo parroquial de Clapboard Hill. Por cierto que este nombre viene de la manera que tenían de llamar a los fieles a los oficios: haciendo repicar dos tablas. Echemos un vistazo a lo que dice del año 1645.
—Llegada de Gideon Winter —dijo Patsy—. Aquí está. «Un terrateniente llamado Gidyon o Gideon Winter, de Sussex, compró ocho acres y medio de tierra de la costa a los granjeros Williams y Smyth.» Y no dice más acerca de él en esta página, aunque más adelante dice que su nombre no apareció en el archivo de la parroquia.
—Dorothy Bach era ya vieja cuando yo empecé a interesarme en esto —dijo Williams—. Pero pensé que tenía un fuerte motivo para molestarla. Había estado rumiando acerca de Krell durante dos o tres años.
—Espere un momento —le pidió Richard—. ¿Qué es eso acerca de alguien llamado Krell? He oído varias veces este nombre y no sé nada de él. Usted dijo que mató a alguien, Patsy, ¿no? ¿Le vio hacerlo?
—En realidad, no lo vi —dijo Patsy—. Lo vi una vez en mi mente. Y supe que era algo ocurrido hace muchísimo tiempo. Fue en el río, y los nuevos edificios no estaban allí. Había muchas barcas de pesca. Vi que él estrangulaba a una mujer, o al menos la dejaba inconsciente, y después la envolvía en un hule y la arrojaba por la borda.
—¿Y sabe que era ese Krell?
—Lo sabe —dijo Williams—, y yo lo sé… en parte. Yo lo sé porque ella lo sabe de fijo. Pero lo que usted no sabe, Richard, es que yo maté a Bates Krell. Tuve que matarlo. Y al hacerlo, estropeé mi vida. Estropeé mi vida, aunque siempre estuve convencido de que él me habría matado si yo no me hubiese adelantado… Incluso quise entregarme a Joey Kletzka, nuestro jefe de Policía; pero no quiso escucharme, como si supiese más de esto que yo mismo… ¡Ay! Esto me está consumiendo. —Sonrió a Richard—. Puedo sentir las palpitaciones de mi corazón.
—Me parece que no entiendo nada —dijo Richard.
—Uno más. Lo mismo sentía yo cuando fui a ver a la vieja Dorothy Bach. Digo vieja, aunque debía de tener seis o siete años menos de los que yo tengo ahora. Entonces había renunciado ya a la Historia, y pasaba todo el tiempo en su jardín. Bueno, de vez en cuando daba conferencias a grupos de señoras, porque así había iniciado su investigación; pero cuando fue demasiado vieja para levantar el libro registro de la parroquia, se dedicó a sus azaleas. Vivía en la parte más alta de Mount Avenue, junto al límite de Hillhaven. Yo había estudiado la Historia de Hampstead lo suficiente para hacerle las preguntas adecuadas, y así, cuando me hizo pasar al salón (ya ven cuánto tiempo hace de esto, pues entonces la gente tenía aún salones), le di las gracias por acceder a recibirme, y fui directamente al grano. Le pregunté si sabía de Gideon Winter más de lo que había puesto en su libro.
Miró a Richard y después a Patsy. Tenía cara de águila, pensó Patsy, de águila vieja. Era la primera vez que se daba verdadera cuenta de la edad de Williams, y pensó que esto le chocaba tanto porque, en este momento, sus ojos parecían jóvenes.
Williams torció la boca.
—Pensó que la acusaba de tergiversar los hechos. Creo que estuvo a punto de echarme de su casa; Dorothy Bach estaba orgullosa de su libro de Historia, mucho más orgllosa de lo que estuvo nunca de sus azaleas, «¿Me pregunta si oculté información sobre uno de los fundadores de Greenbank?», me preguntó. Le aseguré que sabía que era incapaz de hacer tal cosa, y que los historiadores presentes y futuros del lugar estarían siempre en deuda con ella. Quería oír estas cosas; pero, por otra parte, eran ciertas y se merecía oírlas. «Sólo le agradecería —le dije—, que fuese más explícita en su opinión de lo que pudo ser en el libro.» «¿Quiere que le dé mi opinión sobre Gideon Winter, Mr. Williams? ¿Quiere saber lo que pensé del Dragón mientras hacía mis investigaciones?»
7
—Sí, me gustaría saberlo —había dicho el joven Graham Williams a la anciana sentada en el sofá de brocado.
Su vestido hacía al menos diez años que había pasado de moda, con el cuello negro y alto que le llegaba debajo de la barbilla, y las mangas de volantes fruncidos. Su cara, al dejar la taza de té sobre la mesa, sin mirarla, estaba llena de arrugas y reflejaba inteligencia y reflexión. Había adelantado ligeramente los labios y la línea del superior parecía tan afilada como la hoja de una navaja.
—¿Qué le hace pensar que especulé acerca de él?
—El misterio que le envolvía —respondió Williams—. Salió de ninguna parte y pronto poseyó la mayor parte de los terrenos; siguió la catástrofe, y él se desvaneció. Usted no le menciona en su compilación de inscripciones de entierro; luego no fue enterrado. Al menos, no aquí. Creo que le habrá dado vueltas a esto en su cabeza más de una vez.
—Todo lo que ha dicho usted es equivocado, joven —dijo ella, sacando más el labio superior—. Vino del Condado de Sussex, Inglaterra. Debido a que los otros colonos se pusieron de acuerdo para no venderle tierras a partir de cierto punto (al menos ésta fue mi conclusión, puesto que el dinero les hubiese venido muy bien) nunca poseyó más de la mitad de la tierra de Greenbank. Y, ciertamente, fue enterrado en Greenbank, Pero no en el cementerio de la iglesia. Al Dragón lo enterraron en la playa.
—Gravesend Beach —dijo Williams, en voz baja.
Ella sacudió la cabeza.
—Ahora es usted quien especula. No, no allí. El nombre deriva, casi con toda seguridad, de la costumbre de enterrar a las víctimas anónimas de naufragios en la colina junto al Sound en este punto. Gideon Winter, y de nuevo he de decir que, estoy casi segura, fue enterrado en la larga lengua de tierra que penetra en el Sound a dos kilómetros al oeste de la playa pública. Durante un breve tiempo, la llamaron Point Winter. Desde 1760, ha sido llamada Kendall Point. Y allí fue, como tal vez sepa usted…
—Donde desembarcaron las tropas del general Tryon para incendiar Patchin y Greenbank.
Los labios de la mujer se relajaron.
—Ya veo que conoce usted un poco la historia local. ¿Sabe qué más ocurrió en Kendall Point?
Él sacudió la cabeza.
—Fue, durante un tiempo, el desastre más famoso del Estado de Connecticut. Y todavía lo sería si tuviésemos mejor memoria. Todos los feligreses de la Iglesia Congregacional de Greenbank asistieron a una fiesta en Kendall Point, en agosto de 1811. Era un lugar muy bonito y más aireado que los aledaños de la iglesia, y en el cálido mes de agosto, resultaba mucho más agradable. Podían llevar la comida y las mesas a la punta en carros, y sólo tenían que cargar con las mesas unos diez metros, desde el punto en que terminaba el camino de carros. Y una vez en la punta, podían ver el tráfico del Sound en ambas direcciones. Barcos veleros, quiero decir mercantes, y vapores e incluso embarcaciones de placer de Long Island y procedentes de New Haven…, ya que el Sound estaba aún más concurrido en aquellos tiempos. Por no hablar de las barcas de pesca.
Ella lo miraba fijamente con sus pálidos ojos, en los que brillaba una chanza oculta. Levantó de nuevo su taza de té, y Williams vio que tenía las uñas negras. Pestañeó con incredulidad: en 1929, las damas, en particular las ancianas y distinguidas historiadoras aficionadas que vivían en la Golden Mile, no llevaban sucias las uñas. Entonces el joven Graham Williams recordó las azaleas que crecían a un lado de la casa, y comprendió que Mrs. Bach cuidaba personalmente de su jardín. Pero, aun así…, ¿no hubiese tenido que limpiarse las uñas antes de recibir a un visitante? Miró de nuevo las uñas ennegrecidas, y ahora vio manchas de tierra en las manos, y sintió un poco de asco.
—¡Oh! Iban a pasarlo bien, magníficamente bien —dijo Mrs. Bach—. Mesas colmadas de cerdo asado y de salchichas de confección casera, pan con pasas, ensalada de patatas, morcillas de sangre, conservas… Todo figura en los documentos. Iba a ser un gran festín. El pastor, reverendo Greenough, tocaba el violín y, cuando hubiesen rezado las oraciones y se hubiesen marchado los pequeños a desfogar sus nerviosas energías, pensaba tocar algunos himnos para su rebaño. Después del copioso banquete, dedicarían una hora a una música más alegre. Gigas. Habría muchos hombres entre los feligreses que serían capaces de bailar la giga al son del violín o de un banjo. —Mrs. Bach cruzó las sucias manos—. Pero no hubo banquete, ni himnos, ni gigas. Sino que ocurrió aquello.
—¿Aquello? —dijo Williams—. ¿Alguna enfermedad?
—Puede llamarlo así… Un ataque febril, si le parece. Pero la fiebre atacó a Kendall Point. Cuando la gente se había sentado a ambos lados de las tres largas mesas, la tierra se abrió a sus pies. Grandes fisuras se abrieron en la parte de tierra adentro de la punta, y se prolongaron rápidamente hacia el mar. La primera mesa se hundió, y el reverendo Greenough hubiese tenido que verlo. Estaba de pie delante de las tres mesas, rezando una oración. Todos los feligreses miraban en su dirección. Al abrirse el suelo, engulló la mesa más próxima a tierra firme, sin que sus ocupantes tuviesen tiempo de gritar. No me diga usted que el reverendo Greenough no lo vio. Y si su reacción hubiese sido más rápida, habría podido salvarse y salvar a los demás.
»Pero el reverendo Greenough no hizo ni dijo nada. La grieta alcanzó la segunda mesa. Y ahora hubo mucho griterío. La tripulación de un barco mercante llamado Pequot vio cómo se hundía la segunda mesa, y oyó los gritos. El reverendo había salido de su trance y era el que gritaba más fuerte. Los marineros le oyeron invocar el nombre del Todopoderoso mientras se precipitaba hacia el mar. A ambos lados de él, hombres y mujeres corrían en todas direcciones…, pero, desgraciadamente, no pudieron ir muy lejos. Se abrieron pequeñas fisuras, partiendo de la grieta central, y se tragaron uno a uno a los ocupantes de la tercera mesa. Y la última se tragó al reverendo Greenough. Todos habían desaparecido cuando el bote atracó en la Punta.
Mrs. Bach asintió con la cabeza, casi con satisfacción, mirando a Williams.
—¿Quiere usted decir —preguntó éste— que fue como si la tierra los persiguiese, los cazase uno a uno? ¿Pudieron salir de las fisuras?
Pero sabía la respuesta.
—Los marineros subieron a la Punta —dijo Mrs. Bach—. Los gritos destrozaban sus oídos. El capitán del Pequot escribió en el cuaderno de bitácora: Aquel día, los gritos de muerte en Kendall Point castigaron los oídos de mis hombres. Pudieron ver la ancha grieta, empezando cerca de donde se hallaban los carros y subdividiéndose en Kendall Point como se subdividen las ramas que parten del tronco de un árbol, abriéndose en zigzag en la lengua de tierra. Y la gente estaba atrapada en aquel laberinto de fisuras. Las mesas estaban volcadas, la comida humeaba a su alrededor, y la gente pugnaba por liberarse, pero no podía. —Los ojos de Mrs. Bach centelleaban—. Y los marineros no podían ayudarlos. ¿Sabe usted por qué, joven?
—Porque la tierra…
—Sí. Porque la tierra se estaba ya cerrando sobre ellos. Como una boca llena de comida. Uno de los marineros del Pequot perdió un brazo y murió desangrado por no haberse apartado a tiempo. Las piedras cortaron su carne y sus tendones y le arrancaron el brazo a la altura del hombro. Los demás lloraban y rezaban: podían ver las caras de los adultos, mirando hacia arriba horrorizados, y las cabezas de los niños. Fue como si la propia tierra se desgañitase pidiendo ayuda. Pues los chillidos continuaron después de cerrarse el suelo. Uno de los relatos que leí decía que los gritos subterráneos continuaron durante el resto del día, pero supongo que esto es una exageración. No creo que los gritos pudiesen durar tanto tiempo, ¿verdad?
—No, no lo creo.
—Treinta y seis adultos y catorce niños —dijo la anciana—. Esto es lo que ocurrió en Kendall Point.
—¿Qué año ha dicho que sucedió esto?
Por primera vez, la anciana lo miró con verdadero interés.
—1811.
—1811. Treinta o treinta y cinco años después del incendio de Patchin.
Ella asintió vigorosamente.
—Treinta y un años. Ha visto usted la trama, ¿eh?
—No se me había ocurrido considerarlo como una trama —dijo Graham—. Pero, desde luego, recuerdo a Príncipe Green y después, a las cuatro mujeres desaparecidas hace unos cinco años…
Trataba, deliberadamente de mantener serenas la cara y la voz, recordando a Bates Krell y lo que había saltado sobre él desde un claro al otro lado del río Nowhatan.
—Desaparecidas —bufó la anciana—. ¿No oyó usted hablar de Sarah Alien y de Thomas Moorman? Eran dos niños.
Williams sacudió la cabeza.
—Fueron desollados y asados en un hoyo del suelo, hijito. Lo hizo un Tayler medio loco; lo pillaron en uno de los campos de Jennings y lo ahorcaron en cuanto llegó el juez Barr. Los Tayler son propensos a esto de vez en cuando; me refiero a los ataques de locura. Y a juzgar por los relatos, algunos de ellos son también propensos a ir en otra dirección. Pero aquel pobre y chiflado Tayler mató a los dos niños en 1841. Exactamente treinta años después de la tragedia de Kendall Point.
—No dice nada de esto en su libro —protestó Williams.
—Menciono las inscripciones de defunción —dijo ella.
Él sonrió.
—Usted no quería especular.
—Correcto. Pero ¿no ha venido usted a preguntarme sobre Gideon Winter, el hombre al que enterraron en secreto en la lengua de tierra a la que dio nombre? ¿No quería saber lo que pensé de él en el curso de mi investigación? —Ahora lo miraba con vehemencia—. Voy a decirle lo que pensé de él, joven. Pensé que habría llegado lejos en este país si un puñado de colonos ignorantes no se lo hubiesen impedido. Pero él se lo hizo pagar, vaya que sí, y por eso le llamaron el Dragón; era más listo y más fuerte que ellos, y gustaba a sus mujeres… Imagínese, joven Williams, que es usted la esposa de un patán que viste ropa confeccionada en casa y huele a cerdo y a sebo, y se le presenta un elegante caballero de Sussex, con trajes hechos a medida y rico como un rey, con una sonrisa brillante como el sol y con voz tan suave como el terciopelo. ¿Acaso no le deslumhraría?
Como esperaba respuesta, él contestó:
—Supongo que sí.
—Lo supone. Bien, piense ahora en esto. En 1650, casi todos los niños estaban muertos, pero, en 1651, hubo una nueva ola de embarazos, ya que el archivo parroquial registra muchos bautismos en 1652. Figura en él un niño llamado «Oscuridad» y una niña a la que pusieron el nombre de «Atardecer». A otra niña la llamaron «Pena». Creo que, si hubiesen podido, les habrían llamado a todos «Vergüenza». Recuerde que no hago más que especular; pero ¿no cree que todos aquellos niños debían de parecerse un poco?
—Entonces, cree usted que ellos lo mataron.
—¿Y usted no? —preguntó ella—. ¿Y no cree que él mató a la primera generación de niños, o a todos los que pudo? —Ahora había erguido la cabeza y él pudo ver una raya gris de suciedad en un lado de su cuello—. Recuerde que los niños constituían un factor económico de primera clase en aquellos tiempos; entonces no eran tan sentimentales como nosotros.
—Me parece que veo lo que siente por él —dijo Williams.
—¡Oh! A todas las mujeres les gustan los dragones, Mr. Williams. Estoy segura de que las cuatro que desaparecieron hace cinco años encontraron un dragón a quien amar.
Entonces comprendió Graham que ella estaba chiflada; sólo tenía que hacerle una pregunta más.
—Algo debió de ocurrir en 1870, ¿no? O muy pocos años después.
—En efecto; claro que ocurrió algo, tonto. ¿No le he dicho que era una trama? ¡Consulte mi libro! Todos los datos están en él.
Y, por un instante, Graham Williams fue como Royce Griffen en el patio de una espléndida morada de Mount Avenue, sesenta años más tarde: pensó que había captado un olor maligno cuando Mrs. Bach se inclinó hacia delante y derramó su té sobre la mesa, mojando el ejemplar desplegado de la Hampstead Gazette; pensó que veía algo deslizándose por las paredes…, pero no era más que los dibujos enroscados del papel. Sacó el pañuelo del bolsillo y la ayudó a secar el té.
8
—En todo caso, yo tenía razón en un par de cosas —dijo Graham a Richard y a Patsy—. Dorothy Bach estaba loca, desde luego. Se había enamorado del personaje que se imaginaba ver en el pasado, y por esto ocultaba los hechos más significativos de su comportamiento. No suprimía nada; sólo lo ocultaba… detrás de su objetividad.
Patsy hojeó la Historia de Patchin. De pronto, se sintió cansada. Pensó en lo que acababa de relatar Mr. Williams, en los marineros mirando horrorizados las caras de los caídos en la trampa de la tierra…
La Historia de Patchin tembló en su mano. Graham Williams siguió diciendo:
—Lo único que se le escapó fue que Winter no asistía nunca a los oficios religiosos de Clapboard Hill. Imagínense el efecto que esto le debía producir a los demás, que habrían sido capaces de cruzar el Sound a nado para no faltar a ellos.
Richard Allbee tamborileaba con los dedos sobre sus rodillas y parecía desconcertado, y el libro de aquella vieja loca a la que Graham había conocido en 1929 temblaba en la mano de Patsy como un gorrión atrapado. Un segundo después, tembló aún con más violencia.
Patsy dejó caer el libro sobre la mesa del café, con un grito ahogado. La cubierta azul se abrió y golpeó la madera.
9
Gary Starbuck dijo:
—Quiero decir que pensaba que Cayo Hueso era un mal sitio, aunque esperaba que hubiese allí algo raro. El lugar está lleno de drogadictos y de maricas, tipos que sólo piensan en la droga y en el sexo, y consideré que la situación sería aquí mejor. Pero, si he de ser sincero, creo que la gente es aún más disoluta aquí que en Cayo Hueso. Y no sólo porque son más ricos, sino porque tienen trastornada la cabeza. Actúan como si las verdaderas normas de la vida no les fuesen aplicables.
Los Norman escuchaban con rígida atención, tomando todo esto por el Evangelio, y Tabby se acordó de Cayo Hueso y del flaco Poche, sentado en la taza del retrete y con una aguja colgando de la cara interna del codo. En aquel momento, Poche llevaba un vestido escotado de color naranja y zapatos de tacón alto. Poche le había mirado con expresión soñadora, mostrando apenas las pupilas entre los párpados maquillados, y le había dicho: «Hermosos ojos. Hermosos ojos.» Que era su manera de decir «Ahora estoy bien, hombre, ahora estoy tan meloso como un mono subido a un árbol». Las normas verdaderas de la vida se habían aplicado a Poche, sí. Dos meses después de que Sherri lo apartase de la vida de Clark, Poche había sido encontrado muerto en la cárcel del sheriff. El médico certificó que había muerto por causas naturales (pasando por alto contusiones y varios huesos rotos) y Tabby se había preguntado si Poche llevaba su vestido de color naranja al morir.
—¡Eh! ¿Qué diablos es eso?
A Tabby le palpitó el corazón. Se imaginó un coche de la Policía tocando la sirena, encendiendo los faros, cruzándose en su camino… Dicky debía de estar también nervioso, porque gritó: «¿Qué? ¿Qué?» Starbuck apretó violentamente el volante, y Tabby y Dicky salieron despedidos hacia un lado de la parte de atrás del vehículo. Tabby se agarró al respaldo del asiento de Bruce y se inclinó hacia delante para poder mirar por la ventanilla. No había ningún coche de la Policía que los obligase a detenerse junto a la cuneta. No vio nada; sólo la negra calzada, barrida por la luz de los faros de la camioneta, y un espeso seto a uno de los lados.
—¡Maldita sea! —exclamó Starbuck, torciendo el volante a la izquierda y pasando al otro lado de la calzada.
Bruce se reía.
—Cierra el pico —le ordenó Starbuck.
Mientras hablaba, algo chocó contra la camioneta.
—Nunca vi nada parecido —dijo Bruce, mientras Starbuck frenaba, ponía la marcha en punto muerto y se apeaba del vehículo—. Palabra.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron a un tiempo Dicky y Tabby.
—Un perro, un maldito perro —dijo Bruce—. Saltó por encima del seto y corrió directo hacia nosotros. Él trató de esquivarlo, pero…
Bruce se interrumpió al oír que Starbuck gritaba ¡Jesús! desde el lado de la camioneta.
La cara de Starbuck apareció delante de la ventanilla. Una vena gruesa se destacaba en su frente; sus ojos profundos eran ahora tan planos y duros como dos piedras negras. Abrió la portezuela y se lanzó sobre el asiento. Después agarró el volante y estiró los brazos. Parecía como si la parte superior de su cráneo fuese a deshacerse en volutas de humo.
—¿Habéis visto eso? —preguntó, a nadie en particular—. ¡Es increíble! ¡Ese maldito chucho se ha suicidado! ¡Se echó deliberadamente contra el coche! —Se balanceó hacia delante y hacia atrás, con los brazos rígidos—. Y el hijo de puta me ha abollado el parachoques, ¡maldito sea su pellejo! —Bruce contenía a duras penas una carcajada, y Starbuck le clavó en el asiento con una furiosa mirada—. Vosotros dos apestáis como animales, ¿lo sabíais? Habéis estado perfumando mi camioneta desde que subisteis. Esa peste es capaz de hacer vomitar al más pintado, palabra.
Sin dejar de gruñir, Starbuck metió la marcha y rodó por Greenbank Avenue. De vez en cuando, meneaba la cabeza y murmuraba algo ininteligible.
Casi inmediatamente después de cruzar la carretera de acceso a Gravesend Beach, Starbuck dobló furiosamente el volante y metió la camioneta en un camino asfaltado entre dos columnas. En la parte de atrás, Tabby y Dicky rodaron por el suelo. Starbuck enderezó de nuevo el volante y metió el vehículo en un lugar oscuro, junto a una alta pared de vegetación. Apagó las luces y, por un instante, permanecieron sentados en la oscuridad. Tabby percibió el acre olor del aliento de Dicky Norman. Después, Starbuck encendió una linterna de bolsillo y la sostuvo sobre el pecho, de modo que su cara quedó sombreada pero visible.
—Tú, chico. Espero que sabrás conducir esta maldita camioneta.
Todavía estaba furioso, y Tabby tuvo la cordura suficiente para exagerar la verdad.
—Supongo que sí —dijo.
—Bien. No olvides que debes emplear la radio si ves llegar a alguien. O si ves que se enciende alguna luz. Si viene un policía y ve la camioneta, échate en el suelo y avísanos. Cuando yo te llame, condúcela hasta la entrada, para que podamos cargar el material. ¿Entendido?
Tabby asintió con la cabeza.
Starbuck meneó la suya.
—Tendría que hacerme examinar los sesos.
Tabby observó cómo guiaba Starbuck a los gemelos en dirección a la casa blanca. Una luz que brotaba de debajo del alero empequeñeció sus cuerpos proyectando largas sombras detrás de ellos. Estaban a quince metros de la camioneta, y todavía les faltaba un buen trecho. «¡La radio!» recordó de pronto Tabby. La buscó a tientas en el oscuro suelo del vehículo, la encontró metida entre un neumático. Entonces vio un rayo de luz fuera de las ventanas y se le cortó la respiración. Pero había sido el cielo, no la Policía.
La voz confusa de Dicky sonó en la radio.
—Cierra el pico —dijo claramente Starbuck.
El cielo brilló de nuevo: era como si las venas y las arterias de un cuerpo se iluminasen súbitamente.
Starbuck estaba arrodillado delante de la puerta principal. Un momento después, se oscureció de nuevo el cielo, iluminado solamente por una luna vacilante. Starbuck llevaba un maletín parecido al de los médicos, y sacó de él un objeto que a Tabby le pareció una bomba de bicicleta un poco más gruesa. Salió una varilla del objeto tubular. Cuando Starbuck lo puso en funcionamiento, un agudo silbido electrónico brotó de la radio de Tabby, Y al insertar Starbuck la varilla en la cerradura, el silbido cambió de tono, se hizo más fuerte y más intenso.
En menos de un minuto, Starbuck sacó de la puerta todo el mecanismo interior de la cerradura.
—Ya está —dijo su voz en la radio—. Y ahora, estúpidos, no quiero que hagáis el menor ruido cuando estemos dentro. Escuchad solamente lo que yo os diga.
Starbuck se puso en pie y guardó sin ruido la máquina en su maletín. Asió el tirador de la puerta, y ésta se abrió. Hizo entrar a los gemelos y cerró la puerta detrás de ellos.
Tabby pensó en el perro que se había echado deliberadamente contra la camioneta: se sentía aturullado, con la cabeza vacía.
—Cocina —murmuró la voz de Starbuck en la radio.
Entonces se dio cuenta Tabby de que estaba solo en la camioneta. Starbuck y los Norman estaban ya dentro de la casa: no se acordaban de él. Podía abrir la portezuela. ¡Podía saltar de la furgoneta y marcharse a casa! ¡Ellos no se enterarían hasta que hubiesen terminado su trabajo!
Tocó la manija con dedos vacilantes. Oyó en la radio ruidos de cajones que se abrían. «¡Caray!», oyó que murmuraba Starbuck. El ladrón parecía más contento de lo que había estado toda la noche. «Si pienso que has dicho algo de esto a la Policía, volveré y te mataré.» ¿Y qué pensaría Starbuck, que había pronunciado estas palabras, si al volver encontraba la camioneta vacía? «Soy un hombre de negocios, y pienso seguir siéndolo.» Tabby apartó los dedos de la manija. Le dolía el corazón. Estiró el cuello y miró fijamente la enorme casa blanca.
10
Les McCloud estaba sentado en su coche, mirando la fachada del «Club de Campo»: se parecía mucho a la estructura que Tabby estudiaría ansiosamente a través de la ventanilla de una camioneta cuatro horas más tarde. Les quería otra copa; sobre todo, quería olvidar lo que había creído ver sentado en el apartado del fondo del bar. Le temblaban las manos. Visto desde el exterior, el «Club de Campo» de Sawtell no daba señales de que, detrás de aquellos grandes ventanales, podía estar sentado un ser horrible, un hombre muerto y con los omóplatos despellejados, como en una lección de anatomía.
Pero esto era una locura. Todo era una locura. Le había hechizado la voz de aquel chiquillo en la espesura…, la impresión de que todo andaba pura y simplemente mal. Tragó saliva. Hizo girar la llave de contacto y puso en marcha la radio «Sony» que había sido el último regalo de cumpleaños que se había hecho.
Necesitaba otra copa. ¿Adonde podía ir?
El locutor dijo: «Esto fue una petición, amigos. Johnnie Ray cantando La nubécula blanca que lloraba. Tienen que confesar ustedes…»
Johnnie Ray. Johnnie Ray.
«… que ha puesto mucha emoción en este número. Volvamos ahora a nuestro material acostumbrado y…»
Era la voz de la espesura. No el cantante Johnnie Ray, sino un chiquillo que había aparecido en la escuela media el primer día del curso de 1951, un chico menudo, de cabellos rubios lisos y sin vida, y dientes salientes. Toda su ropa era inadecuada. Todos los chicos del séptimo grado llevaban aquel año pantalones de algodón, camisa a cuadros y corbata «Oxford» de color castaño que parecía más propia de un Lord británico con knickerbockers. Cuando el muchacho llamado Johnnie Ray se presentó en la clase de Miss Larson, llevaba camiseta, botas y unos vaqueros azules tan nuevos que apenas tenían arrugas. Entonces oyeron su nombre.
«… y ahora oigan a Miss Ella Fitzgerald con Tommy Flanagan y su trío. Cuan alta está la Luna.»
El pobre chico no supo qué le había golpeado. De pronto, toda la clase se había reído de él, se había reído de esa manera particular que quería decir que toda la clase, los treinta y uno que la constituían, habían encontrado su víctima expiatoria.
Les sacudió la cabeza, sacó el coche haciendo marcha atras, y lo dirigió al largo paseo y a Sawtell Road. La voz de Johnnie Ray. Incluso después de convencer a sus padres de que necesitaba otra clase de ropa —ellos eran de Texas, y Hampstead era la primera población norteña en que vivían— y de hacer que lo llevasen a «Sprigg & Son», donde podían encontrarse pantalones y zapatos adecuados, nada pudo hacer por cambiar su voz.
Giró instintivamente hacia Sawtell Road. Ella Fitzgerakl cantaba locamente sin silabear, siguiendo un ritmo desentrenado, pero él casi no la oía. Un coche con el que estuvo a punto de chocar tocó furiosamente el claxon, y Les agitó distraídamente una mano, con poco entusiasmo.
La voz tejana de Johnnie Ray. Un poco ronca, mucho más lenta que la voz de Hampstead, arrastrando las sílabas. No estoy perdido, sino eestoy pper-dii-do. La voz de aquel extraño chiquillo de Texas de nombre tan cómico. Pero el chiquillo patético de Texas se había ahogado el verano antes de pasar al octavo grado. Había salido de la escuela de navegación en una barca de vela —trataba patéticamente de aprender a navegar— y la barca había vuelto sin él: volcada, con el mástil brillando debajo del agua y arrastrando la vela como un sudario. Agosto de 1952. La Policía de Hampstead y la guardia costera habían rastreado en busca del cuerpo de Johnnie Ray, y sólo habían sacado tocones, tapacubos y un bote podrido que había yacido un año y medio en el fondo del mar. Dos semanas después, el cuerpo del chico había sido arrojado a la playa del «Club de Campo» de Sawtell por la marea, hinchado y sin pelos, sin nariz y sin dedos, salvo dos de los pies. Los peces se habían dado un buen banquete con Johnnie Ray.
Pero su voz había hablado a Les desde los matorrales.
Les detuvo el «Mazda» con un chirrido de ruedas al ver el semáforo en rojo de la esquina de Greenbank Road, pero entró un par de metros en el cruce antes de pararse. Ni siquiera pensó en hacer marcha atrás.
Aquel agosto de 1952 había sido un mal mes para el «Club de Campo» de Sawtell. Cuatro días después de que el embajador de México en las Naciones Unidas, invitado del club mientras visitaba a unos amigos de Hampstead, encontrase el cuerpo casi inidentificable de Johnnie Ray en la playa, a las siete de la mañana, el respetable abogado John Sayre escogió el mismo metro cuadrado de playa como lugar de su suicidio.
Cambió la luz del semáforo, y Les giró hacia Greenbank Road, decidiendo inconscientemente ir a «Franco’s».
Conducía velozmente en el tramo final de Greenbank Road, antes de cruzar esta el alto puente de hierro sobre el Nowhatan y de terminar en Riverfront Avenue. El perro que salió de un portal, un can blanco y negro de cola poblada y sonrisa casi infantil, no llamó la atención de Les McCloud hasta que estuvo casi junto a la ventanilla. Les percibió solamente un destello de color, de algo que se movía rápidamente a su lado, y volvió la cabeza para verlo. El perro sonrió y saltó hacia delante. Les pisó con fuerza el freno. Los neumáticos chirriaron y la parte de atrás del «Mazda» se desvió hacia fuera, pero no antes de que Les sintiese que las ruedas traseras rodaban sobre algo que ofrecía poca resistencia. «¡Mierda!», chilló. Detuvo el coche junto a la cuneta. Sintió como si dos fuerzas contrarias y reales hubiesen chocado violentamente: como si hubiese visto la cara de Johnny Ray en el perro sonriente. Con un estremecimiento, se apeó del coche.
El perro aplastado yacía en medio de la calzada. La sangre fluía despacio hacia la alcantarilla. Les se alegró de que el perro estuviese de espaldas a él: no quería ver la fantástica sonrisa del animal muerto. Se preguntó qué diablos tenía que, hacer ahora; se metió las manos en los bolsillos y miró tontamente a su alrededor.
Un hombre alto, con deslucidos pantalones vaqueros y camisa azul abrochada, avanzaba en su dirección sobre el césped de un jardín. Lo seguían un muchacho con su misma cara en tamaño reducido, y una mujer con ropas blancas de tenis.
—Supongo que era su perro —dijo Les, al llegar el hombre a la acera.
Al acercarse éste. Les se sintió aliviado: era un hombre como él. Su cara, aunque joven, parecía pulida por el ejercicio del poder; sus cabellos hubiéranse dicho tan almidonados como su camisa. Era como si llevase un rótulo prendido en el pecho: HARVARD MBA, SEIS CIFRAS AL AÑO, FUTURO PERSONAJE.
—Supone usted bien —dijo el hombre, y siguió avanzando hasta plantarse a un palmo de Les—. Y yo supongo que usted es el loco que lo ha matado.
—Espere un momento —dijo Les. La cosa no andaba bien—. Usted no sabe lo que ha pasado. —El hombre frunció el entrecejo—. Permita que le explique.
—Claro que sé lo que ha pasado —dijo el hombre—. Estábamos cenando en el comedor, y desde allí se ve perfectamente la calle. Usted llegó a una velocidad de treinta y cinco kilómetros más de lo autorizado y mató a mi perro. Considero una suerte que no haya sido unO de mis hijos el que estuviera aquí.
El niño que estaba junto al hombre abrió la boca y chilló:
—¡Ha matado a Tapioca!.
—Estoy seguro de que podremos arreglarlo —dijo Les—. Si dijese a sus hijos que nos dejasen solos un momento, podríamos discutir…
—¿Discutir? ¿Piensa que hay algo que discutir? —dijo el hombre, alzando la voz—. Yo lo vi. Usted llegó zumbando como si estuviese en un desierto.
—¡El perro vino directamente hacia mí! Y cuando le vi, saltó sobre mi coche.
—Saltó sobre su coche —dijo el hombre—. Querrá decir que se metió debajo de las ruedas.
—Exacto. Saltó hacia mí.
—Es usted un embustero. O está loco. Sea como fuere, tendremos que ir a la Policía.
—Escuche —dijo Les—. Su perro se me echó encima.
—Porque corría usted demasiado.
—¡HA MATADO A Tapioca! —chilló de pronto el chico.
Mientras Les y su padre discutían, se había apartado a un lado —esperando, sin duda, que su padre le atizase a aquel tipo— y ahora se lanzó de pronto contra Les y le golpeó con fuerza los ríñones.
—¡HA ASESINADO A MI PERRO! —le gritó a la cara.
—¡MALDITA SEA! —estalló Les. Se apartó del chico para no pegarle—. Escuche —gritó al hombre de camisa azul y jeans elegantemente descoloridos—. Soy vicepresidente de una corporación. ¡No tengo por qué seguir aguantando impertinencias!
Sacó el dinero del bolsillo. Lamentablemente, no era mucho. Tenía un billete de diez dólares y dos de veinte.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el hombre.
Les desprendió los dos billetes de a veinte del clip.
Tendió los cuarenta dólares, y cuando el hombre miró el dinero, dejó caer los billetes y Les y el hombre los vieron rodar sobre la hierba de la orilla.
—No le creo —dijo el hombre—. Olvídese de que el perro valía cuatro veces eso. Sencillamente, no le creo. Apártate de él, Van —dijo al chico, que se disponía a atacar de nuevo sobre los ríñones de Les.
—Puede demandarme —dijo Les.
La ira se había evaporado de la parte delantera de su cerebro; por primera vez en su vida, tenía la impresión de que su cerebro se componía de capas y segmentos. La parte delantera superior flotaba en una calma cristalina; la ira seguía ardiendo, pero debajo de aquella paz flotante y helada. Echó a andar hacia su coche.
Abrió la portezuela, subió y arrancó en dirección al puente. Cuando miró por el espejo retrovisor, vio al hombre y a su hijo plantados en medio de la calzada, mirándolo fijamente. El chico le amenazaba con el puño.
Esto le animó tanto que llegó a la mitad de Riverfront Avenue, y estaba a punto de dirigirse al aparcamiento del «Piggy Bindle’s All-Beef Restaurant» antes de recordar que debía girar a la izquierda.
Cuando encontró un sitio donde aparcar en «Station Row» y se arrimó al bordillo, toda la parte superior de su cráneo estaba como congelada por alguna especie de tranquilizante. Allá arriba, los pensamientos flotaban en un reino helado al que Les podría retirarse siempre que quisiera.
Debajo de este helado paraíso, seguía ardiendo la ira. Si Patsy hubiese sido una mujer normal, nunca habría oído él aquella voz patética entre los matorrales. El ruido y los olores de ciento cincuenta personas apretujadas en el pequeño bar y freiduría le acometieron en el instante en que abrió la puerta. Era poco antes del anochecer de un sábado de verano, y «Franco’s» era el lugar más concurrido de Hampstead.
Nada más entrar, el alto petimetre de acicalados cabellos y camiseta de rugby se echó atrás y a punto estuvo de aplastar un pie de Les con sus «Dingos»; pero Les apoyó las manos en las caderas del petimetre, y los jeans que las cubrían, y le apartó a un lado. El pollo giró en redondo, echando chispas por los ojos y derramando cerveza sobre los «Dingos»; pero, al ver la cara de Les, se limitó a asentir con la cabeza. Les se abrió paso hasta la barra.
Flotaba en el reino frío e indiferente de su bóveda craneana y se apoderó del único taburete vacío antes de que algún tipo como Bobo Farnsworth se adueñase de él.
—Un «Glenlivet» doble —gritó en dirección al crespo y bigotudo camarero, y cuando éste giró la cabeza, volvió a gritar—: ¡Un «Glenlivet» doble!
—Se lo traeré —dijo el camarero—. Pero no hace falta que grite.
—Escuche —dijo Les al camarero, cuando éste le sirvió su copa—, ¿es usted amante de los animales? A ver qué le parece esto. Cuando venía hacia acá, un perro se me echó encima. ¿Comprende? Se echó encima de mi coche. Ni siquiera lo vi hasta que lo tuve delante. Traté de esquivarlo, pero no me dio tiempo. El hijo de puta se suicidó.
—Ya sé —dijo el camarero, dándose la vuelta.
—¿Lo sabe? ¿Qué es lo que sabe? Yo nunca había visto cosa igual.
—¿Ha oído hablar alguna vez de los lemings?
La pregunta procedía de un tipejo de raro aspecto sentado cerca de él frente a la barra. Indudablemente, no era de la especie de Bobo. Llevaba gafas gruesas y sucias; sus finos cabellos parecían crespos más que rizados. Profundas arrugas surcaban su estrecha frente.
—Estaba sentado aquí pensando en ellos —siguió diciendo—. Por algo que me ha ocurrido hoy…, muy parecido a lo que usted ha dicho. —El tipejo sonrió, como para congraciarse, y Les se encogió de hombros. Estaba ahora tan metido en su iglú que ni siquiera un tipo como aquél podía inquietarlo—. Teníamos una gata —dijo el hombre—. La llamábamos McIntosh. Era persa, ¿sabe? Con larga y hermosa pelambre sedosa. Hacía diez años que la teníamos, desde antes de que nos trasladásemos aquí. Yo quería mucho a la caprichosa gata. Bueno, hoy mi esposa estaba mirando por una de las ventanas del tercer piso, y vio a McIntosh corriendo sobre el césped. Pensó que la vieja picara iba a cazar un pájaro; era vieja, pero aún ágil cuando quería. Mclntosh solía cazar un par de pájaros a la semana, y dejaba los cuerpos ensangrentados en la entrada, para que los viésemos al salir a buscar el periódico.
El tipejo tragó saliva.
—Pero aquella hija de…, aquel maldito animal no iba detrás de ningún pájaro, sino que corría hacia la piscina de los niños. Mi esposa vio que Mclntosh corría directamente a la piscina y se zambullía en ella, ¡se zambullía en ella! ¡Un gato! Mclntosh saltó sobre el borde de la piscina y cayó al agua con un chasquido. Mi esposa se quedó un momento parada, ¿sabe? No podía dar crédio a sus ojos. Esperaba que Mclntosh tratase de salir de la piscina. Pero la gata ni siquiera lo intentó. No volvió a sacar la cabeza del agua. Se diría que lo hizo deliberadamente. —Pestañeó detrás de las sucias gafas—. Por esto estaba yo sentado aquí pensando en los lemings.
Les se esforzó en mirar francamente al hombre que le había contado esta historia. Vio que aquel hombre quería decirle algo, seguir hablando del perro suicida, unirse a él en un compañerismo de seres sensibles, hablar de lo que podía inducir a un animal a suicidarse. Vio que, al nivel más primitivo, el hombre de los ralos y crespos cabellos y de las sucias gafas quería consuelo: tal vez el consuelo del alcohol y de la filosofía de bar, pero, sobre todo, el consuelo de la emoción comunicada y compartida. Les se inclinó hacia delante, sonrió y dijo:
—¡Vayase a hacer puñetas!
El tipejo se echó atrás. Giró rápidamente sobre su taburete y bajó su rostro enrojecido sobre la copa.
Les se sintió infinitamente mejor: su cara permaneció impasible, pero, en la cima de su mente, una sonrisa se abrió paso en el helado paraíso. Allí arriba, casi hacía calor.
Miró su reloj y se sorprendió agradablemente. Eran las nueve y media de la noche.
—Otro «Glenlivet» —gritó al hombre del bar.
Éste depositó delante de él el vaso lleno de cubitos de hielo y del oscuro y aromático líquido. Les lo cogió y tomó un sorbo del whisky de malta. Sin embargo, mientras apreciaba su suavidad aterciopelada, un pensamiento incómodo penetró en sus defensas. ¿Cómo podía un hombre como él alegrarse por decirle a un patán que se fuese a hacer puñetas?
¿Y qué estaba haciendo un hombre como él en un bar a las nueve y media de la noche, mientras su mujer estaba sola en casa?
Podía responder a esto.
—Que se vaya también a hacer puñetas —murmuró para sí, y se tragó la mitad de su segundo «Glenlivet».
Pero, ahora, parte del whisky y de la ginebra que le había precedido pugnaba por salir, y Les bajó del taburete, se apartó del bar y caminó por el pasillo, pasando por delante del teléfono, donde una rubia hablaba y se besuqueaba al mismo tiempo con un tipo muy robusto. «Sé que la cazuela está en el horno», oyó que decía ella. La cazuela en el horno y las manos de su amiguito haciendo de las suyas.
Se encaramó de nuevo a la fría región de la paz, porque su mente acababa de darle una imagen del ridículamente llamado Johnnie Ray, con la piel azul e hinchada como la de una salchicha, algas prendidas en los cabellos, rayas oscuras de arena mojada surcando el inflado pecho, sentado en el último apartado del salón del «Club de Campo».
La entrada del lavabo de caballeros estaba pocos palmos más allá del teléfono, en el pasillo. Uno de los tipos de Bobo estaba plantado delante del único urinario, y Les pasó por detrás de él y empujó la puerta del retrete. Estaba cerrada. Se metió las manos en los bolsillos y miró el suelo, que estaba lleno de orines. Las pequeñas baldosas blancas conservaban todavía huellas fangosas de la bayeta de la mañana, pero otras huellas sucias de suelas de zapato se habían sobrepuesto a ellas. El hombre del urinario suspiró y arqueó la espalda. Todavía goteando, asió un vaso de cerveza que había dejado en la repisa y bebió. Les le observó malhumorado. Apenas se atrevía a respirar. El aire parecía una niebla de orines y antisépticos.
—Ahora le toca a usted —dijo el joven del urinario, subiéndose la cremallera del pantalón y dirigiéndose al lavabo.
Les gruñó. Se desabrochó, aliviado, y orinó.
La persona que estaba en el retrete hizo chocar algo contra la pared de metal. No algo metálico; no la hebilla del cinturón, como de momento había pensado Les. Algo más blando. Como si aquella persona hubiese golpeado con la mano la pared del recinto.
Entonces la mano golpeó de nuevo el lado del compartimiento. Les miró inquieto de reojo.
—Auxilio —dijo el que estaba allí.
Ambos lados del compartimiento retumbaron, como si aquella persona los golpease ciegamente con los puños.
—Me he perdido —dijo la voz.
Era la del pequeño Johnnie Ray.
A Les se le cortó la respiración.
—Tengo miedo —dijo la voz—. Tengo miedo.
Ahora oyó Les que unas uñas rascaban la puerta del compartimiento.
Sabía que, si miraba hacia abajo y a un lado, vería una pequeña abertura debajo del costado del diminuto recinto. En los últimos segundos, había cesado el chorro de orina y se le había encogido el pene. Si miraba por aquella abertura, vería unos zapatitos deportivos gastados, el borde de unos jeans… Les se guardó el pene y se abrochó el pantalón.
—Auxilio —murmuró la vocecilla tejana.
Las uñas rascaron la cara interior de la puerta.
Les se atrevió a mirar el espacio entre la pared del recinto del retrete y el suelo encharcado de orines.
Una mano sin dedos, sujeta a una delgada y huesuda muñeca, tanteaba el costado más próximo a Les del recinto gris. El muñón de aquella mano y la muñeca huesuda estaban cubiertos de barro negro.
Más adentro, Les vio dos cosas amorfas que debían ser unos pies.
El estómago de Les se movió hacia arriba, empequeñeciéndose a medida que subía; de modo que cuando llegó a su garganta tenía el tamaño de una pelota de golf. Ahora percibió el espantoso hedor del retrete, un hedor tan fuerte que era como un ruido, como un estampido.
Aquella cosa tiznada de barro cayó al suelo.
Les retrocedió hacia la puerta, temeroso de volver la cara. Cuando sintió el tirador de aluminio contra el músculo contiguo a la espina dorsal, giró en redondo y abrió la puerta. Saltó fuera y la cerró de golpe.
Su estómago seguía concentrado en su garganta. Le pareció oír unos golpecitos al otro lado de la puerta, el ruido de algo blando y húmedo chocando con una superficie dura. Le zumbaban los oídos. Pasó por delante de la barra, entre la multitud agolpada, y se dirigió tambaleándose a la puerta. Su segundo «Glenlivet» estaba junto a un billete de diez dólares sobre el mostrador, pero ni siquiera lo advirtió.
11
Graham Williams estaba inclinado hacia delante, apoyándose en un codo, y decía:
—Naturalmente, tenía que descubrir lo que había pasado en 1873. Y pueden creerme si les digo que no era tarea fácil. Dorothy Bach, que tenía una idea fija sobre lo que pensaba saber del Dragón, no iba a decirme nada más. Y ninguna otra persona…
Las páginas del grueso libro azul pasaban una tras otra con tanta rapidez que parecían transparentes. Patsy se sintió invadida por una sensación extraña, pero que, por alguna razón, le resultaba familiar: como el olor de un perfume o un agua de colonia determinados evocan el sentimiento de un recuerdo sin revelar lo que sea tal recuerdo.
Las páginas volaban.
—No —dijo Patsy, y esta vez los dos hombres la miraron.
Richard Allbee parecía simplemente curioso; como si pensara que ella padecía jaqueca y se preguntara si Williams tendría aspirinas en su botiquín. En cambio, el viejo parecía más que cortésmente preocupado. Había abierto la boca y la miraba fijamente. Ninguno de los dos había reparado en el libro.
Ella volvió a mirar el libro, y vio que las páginas habían dejado de moverse.
—Esto… —empezó a decir a Graham Williams, que parecía taladrarla con la mirada. Williams asintió con la cabeza—. Se movía —dijo, advirtiendo por primera vez que poseía los ojos delicadamente azules. El ojo derecho tenía una sola manchita dorada cerca del iris—. Se movía. En mi mano.
Y entonces, los ojos que la invitaban amablemente a proseguir, a decir más cosas, para saber lo que pasaba, no fueron ya los del viejo… Eran los de Marilyn Foreman.
Aquella sensación extraña, pero familiar, era de todos aquellos años pasados; era la sensación-Marilyn. «Por esto la vi en la calle —pensó Patsy—. Ellos querían llevarse mi voluntad y hacerme ver cosas de nuevo.» No sabía quiénes eran ellos; eran una alianza de grandes fuerzas universales.
Una página del libro se volvió delante de Patsy.
—Lo he visto —dijo Richard—. Era verdad.
Parecía pasmado.
Patsy se sentía como antes de tener la visión de Bates Krell asesinando a la mujer del vestido de seda: se acercaba algo terrible, algo terrible que la afectaba a ella, pero no podía detenerlo…
Algo se movía dentro del libro abierto. Había remolinos negros en las páginas blancas. Líneas negras, líneas donde las páginas estaban a punto de inflamarse. Un humo grisáceo se enroscaba sobre ellas. Y una cosa verde y afilada brotó de la superficie de la página.
Aquella espiga verde siguió elevándose. Un ojo negro de medio palmo de anchura salió tras ella y se fijo inmediatamente en los ojos de Patsy. El ojo parecía silbar con malignidad.
—¿Qué pasa? —oyó Patsy que decía Richard.
Y se dio cuenta de que él no podía ver la cabeza del dragón emergiendo de las páginas del libro.
El ojo del dragón parecía ser de piedra negra, con un dibujo verde, ondulado e iridiscente, grabado en él. Al asomar las fauces en el libro, el ojo la miró con más fiereza.
Entonces acabó de salir el arrugado morro, y el dragón sacudió vivamente la cabeza, ávidamente, en dirección a Patsy. Se abrió la enorme boca y se dilató la pupila maligna.
—¿Patsy? —oyó que decía Richard—. ¿Te encuentras bien?
«Tú eres bueno», pensó ella, a un nivel demasiado profundo para un proceso racional ordinario.
Allí estaba la cabeza de un dragón; era increíble, pero estaba allí. Las duras púas verdes de la cabeza tenían una costra de piel negra y escamosa. Los ojos negros estaban encajados en círculos de hueso. Era una cabeza de reptil viejo y vigoroso. Escamas de un negro verdoso se desprendían de los ojos y caían a lo largo del morro. La fiera boca pendía como una puerta de uno de sus goznes. Patsy sentía que sus entrañas se habían convertido en polvo blanco, en algo indeciblemente insustancial e ingrávido.
Sobresaltada, se dio cuenta de que podía ver a Graham Williams a través de la cabeza del dragón. Detrás de los negros ojos de éste, flotaban los ojos hundidos y pálidos de aquél. Patsy observó que la fea cabeza volvía a la invisibilidad. El aire silbaba en sus oídos. El aire que tenía delante se había vuelto tan cálido como un pedazo de hierro al rojo vivo.
12
—La cocina —dijo Gary Starbuck.
Paseaba la luz de su linterna alrededor de la blanca entrada donde se había plantado Griffen el día antes de su suicidio. Al fin, el rayo de la linterna se fijó en la última puerta del largo corredor. Starbuck movió la luz arriba y abajo, y, tras una vacilación momentánea, Dicky y Bruce empezaron a avanzar hacia la puerta.
Dicky empujó la puerta, la abrió y se echó a un lado para que pasase Starbuck. Casi invisible en sus ropas azules, el ladrón iluminó rápidamente los tableros de la cocina a oscuras. Abrió dos cajones; después, otro. Dirigió la luz a su interior, pero no cogió nada. Bruce Norman vio que movía la cabeza y empezaba a mirar a su alrededor, en silencio y resueltamente, enfocando la linterna en distintas direcciones. Bruce pensó que parecía un animal en un bosque, un tejón o un topo, husmeando para orientarse.
Starbuck avanzó rápidamente hacia una puerta alta del fondo de la cocina. Tenía un tirador y giró sin dificultad sobre sus goznes. Los tres se introdujeron en la pequeña habitación al otro lado de la puerta. Inmediatamente delante de ellos, había otra puerta giratoria que, según sabía Starbuck, daba al comedor.
Dirigió la luz a la alta alacena de la estrecha dependencia. Eligió una puerta al azar, según le pareció a Bruce. El rayo de luz reveló unos estantes llenos de botellas. En el de abajo, había botes de nueces. Starbuck volvió su atención a una alacena más baja.
Iluminó el interior, y Bruce vio que sus hombros se estremecían. Rápidamente, Starbuck abrió los otros dos cajones de la alacena inferior.
—¡Caray! —murmuró, encantado.
Bruce se inclinó hacia delante para echar un vistazo a los cajones abiertos. Starbuck había sacado algo de su bolsa y lo puso en sus manos. Era otra bolsa, de plástico verde, como la que solía emplear Bobby Fritz para meter las hojas cuando limpiaba el jardín.
—Cogedlo todo —dijo Starbuck.
El ladrón se irguió y dirigió la luz sobre una serie de utensilios de plata. Una cantidad de plata que a Bruce le pareció increíble. Cada pieza estaba embutida en una especie de ranura en una larga bandeja de terciopelo. Bruce y Dicky empezaron a sacar los cubiertos de plata y a meterlos en la bolsa.
—No dejéis nada —silbó Starbuck, haciendo un ademán que lo abarcaba todo.
Tenía en la cara una mueca feroz. Bruce acabó de sacar todo el pesado material del fondo del cajón, y Dicky lo envolvió todo sobre el suelo de la despensa.
Una vez estuvo la plata en la bolsa de plástico, Starbuck les condujo al comedor. Aquí, en un aparador, había varias lujosas bandejas de plata, y también fueron a parar a la bolsa.
Desde el comedor, Starbuck los llevó al cuarto de estar de elevado techo. En cuanto vieron la pared de ventanas, pareció que se rompía el cielo; rayos de luz surgieron en el oscuro azul y zigzaguearon entre las nubes. La luz penetró en el cuarto de estar, y Bruce pensó estúpidamente que había podido ver a través del cuerpo de su hermano, que había visto los grandes huesos de Dicky y cómo las células de su sangre se iluminaban en las venas.
La casa parecía oscilar sin moverse como el sueño de un animal corriendo.
—¿Qué? —preguntó Dicky.
—Él piano —dijo Starbuck, y dirigió la luz de la linterna al fondo de la estancia.
Pero todos podían verlo ya, a la pálida luz de la luna, que se filtraba por las manos centímetro a centímetro; el cuerpo estaba construido sobre casi veinte capas de madera encorvada con la tensión precisa; el brillo de la superficie hubiérase dicho tan profundo como el de una charca. Tenía casi cincuenta años de antigüedad. Había sido encurtido especialmente a Bósendorfer Grand, y Gary Starbuck tenía un cliente en la ciudad de Nueva York que buscaba desde hacía al menos diez años un piano de esta clase. Pagaría por él veinte mil dólares a Gary, que era aproximadamente un quinto de su valor real.
—¿Podremos meter ese monstruo en la camioneta? —susurró Bruce.
—Cabrá —dijo Starbuck—. Ahora sacadlo entre los dos al patio.
Cruzó la habitación y abrió una de las grandes ventanas que llegaban al suelo en la larga pared.
Dicky puso las manos debajo del teclado y trató de levantar, a modo de ensayo, la parte delantera del piano. Sus brazos se hincharon y se contrajeron sus mandíbulas. Consiguió levantarlo quizás un centímetro.
—Por el amor de Dios, no se hace así —murmuró Starbuck—. ¿Quieres herniarte? ¿Quieres rajarte? Métete debajo. Apoya la espalda y levántalo con la fuerza de las piernas.
De nuevo tembló la casa misteriosamente, sin moverse.
—¿Qué? —preguntó Dicky.
—¿Cuántas veces tendré que repetirlo? —preguntó Starbuck.
La linterna encontró el espejo colgado en la pared entre las pinturas impresionistas.
Entonces, durante un segundo o menos, ocurrió otra cosa extraña, algo que en realidad sólo percibió Dicky Norman, pero que no se apartaría de la mente de Bruce en las semanas que siguieron a la horrible muerte de su hermano. Dicky había repetido «¿Qué?», de un modo tan estúpido que Bruce había tenido ganas de atizarle, pero éste se había vuelto también en la dirección del rayo de luz. Y casi había visto, o pensado que veía, que el espejo no reflejaba la luz, sino que la recibía y la absorbía. El rayo de luz (que pensaba que era lo que había hecho hablar a Dicky) cayó en el adornado espejo como una piedra en un pozo; como si el espejo chupase la luz de la linterna y la quisiese toda para él, hasta agotar las baterías… Pero entonces centelleó la superficie del espejo y un rayo surgido de sus profundidades se encontró con el de ellos.
13
En cuanto Les McCloud hubo cerrado la puerta del bar a su espalda, atajando los rumores y el parloteo de los parroquianos y el bing-bing de la caja registradora (que acababa de registrar un cero para el billete que Les hubiese debido recoger), respiró profundamente. Su estómago había vuelto gradualmente a su sitio adecuado. El alcohol que había consumido durante el día ardía ahora como un pedazo de carbón en algún lugar de sus entrañas. Les tragó más aire, No quería pensar en lo que acababa de ver en el lavabo de caballeros de «Franco’s»; sólo quería llegar a casa… Pero seguía viendo aquel muñón en la abertura, hurgando en su mente, y su estómago empezó a encogerse de nuevo.
Quería llegar a casa, sí. Y si Patsy estaba en la habitación sobrante, se lo haría pagar. Pensándolo bien, se lo haría pagar dondequiera que estuviese.
Patsy lo pagaría todo. Cuando llegase a casa, la acorralaría en un rincón del dormitorio y le produciría unas cuantas moraduras en los hombros y después en los costados (y ella estaría ya chillando y correrían las lágrimas sobre su nariz) y, por fin, le daría un puñetazo en la barriga…
Ahora casi sonrió.
Bajó hasta la acera de Station Road y se volvió en dirección a su coche. Una cosita negra se desprendió del cielo y aleteó junto a su cabeza.
Les le dio un manotazo, pensando que era un pájaro que le atacaba. La forma se alejó locamente y entró en el círculo de luz de una farola, y entonces vio que era un murciélago y que otros dos murciélagos volaban hacia él desde lo alto del farol.
Uno de ellos se lanzó directamente contra su cara. Una garra con un anzuelo le rasgó la mejilla, y Les chilló de dolor y de asco, mientras golpeaba al animal. Algo que parecía una piedra chocó contra su pecho. Les abrió los ojos, pues ahora se dio cuenta por primera vez de que los había cerrado, y vio que el segundo murciélago se había agarrado a su chaqueta. Sus alas estaban plegadas como telas arrugadas, y la diminuta cabeza estaba vuelta hacia la suya. Lo sacudió furiosamente con las manos, pero el murciélago apretó contra su presa y farfulló algo. Vio odio en sus ojillos negros. Tiró del cuerpo correoso, pero las garras estaban fuertemente clavadas en el tejido de la chaqueta.
Cuando miró hacia arriba, vio que el cielo estaba lleno de partículas vocingleras. Los murciélagos se precipitaban sobre la farola y salían volando por delante de la estación.
Uno se lanzó en picado sobre un lado de su cabeza, y Les se agachó justo a tiempo de ver sus dedos como garras y la cabecita como una bola de moco seco que le miraba fijamente. Una trémula bandada de murciélagos se cernió sobre él.
Les corrió hacia su coche. El murciélago agarrado a su chaqueta saltaba mientras él corría, golpeándole blandamente el pecho. Uno de los que venían chocó contra su cabeza; otro se lanzó directamente sobre su cara antes de alejarse. Les se llevó las manos a la cara. Sintió un dolor agudo en la oreja derecha y, un momento más tarde, notó que goteaba sangre sobre su cuello.
Cuando al fin llegó a su coche, le pareció que estaba entre una nube de murciélagos, en un mundo de murciélagos. Tiró de la manija del «Mazda».
La portezuela estaba cerrada. Uno de los murciélagos se enredó en los cabellos de Les, y éste gruñó asqueado y le echó de un manotazo. Otro se enganchó en su manga y él lo golpeó contra la ventanilla. El murciélago cayó en la calzada.
Otro se estrelló contra su cabeza y él se tambaleó hacia un lado. Bullía a su alrededor, y Les cerró los ojos al rozar su frente unas garras afiladas.
Alzó las manos en el aire, golpeó con la izquierda y se libró de uno de los animalejos. Tenía que sacar las llaves del bolsillo, y dio la espalda a la mayoría de los murciélagos, mientras agitaba la mano izquierda delante de su cara y hurgaba en el bolsillo del pantalón con la derecha.
Un murciélago se posó en la mano descubierta y extendió las alas. Les sintió que las garras como agujas penetraban en su piel. «Mientras no muerdan», pensó. Por fin encontró las llaves.
El murciélago posado en su mano clavó los dientes en la piel y volvió hacia él una cara que era medio de niño y medio de perro.
Les gritó y sacudió la mano, expulsando al murciélago, que aleteó a tres palmos de su cara, mirándolo con odio implacable. Les quería matar a este murciélago; quería arrojarlo al suelo y pisotearlo, aplastarle las costillas y hacer trizas sus alas. Los otros se apartaron un momento de él, y vio que el que le había mordido se elevaba siete centímetros a la luz de la farola. Les saltó y dio un manotazo, pero el animal lo esquivó de nuevo. El que pendía aún de su chaqueta le golpeó el pecho al tocar él otra vez el suelo. Largó otro manotazo al murciélago que le había mordido, y entonces vio que el dorso de su mano derecha estaba ensangrentado. Sintió que la sangre resbalaba por su frente y empapaba sus cejas, y que el cuello de su camisa estaba también mojado de sangre.
Hizo girar la llave en la cerradura, abrió la portezuela del coche y subió rápidamente, golpeándose la cabeza contra el marco. Cerró de golpe la portezuela.
Un cuerpecillo pegajoso se agitó cerca de su corazón.
Les emitió un rugido inarticulado de pánico y de asco. Miró al murciélago que seguía agarrado a su chaqueta, y los ojos del murciélago se clavaron en los suyos.
—¡Huy, huy, huy! —gruñó Les, sacudiendo la chaqueta.
El murciélago seguía mirándolo con sus ojos menudos. Por fin, Les sacó un brazo de la manga y se quitó la chaqueta haciéndola girar detrás de su cabeza, casi llorando de asco y de rabia. Un segundo después, la chaqueta era una bola de tela sobre su falda, y las mangas colgaban a ambos lados como trompas de elefante. Les arrojó la bola sobre el tablero y empezó a golpearla con ambos puños. Sintió que el animal se debatía y temblaba dentro de la chaqueta, pugnando por librarse con las garras; pero él siguió dando puñetazos hasta que quedó inmóvil. Ahora Les babeaba. La sangre y el sudor le pegaban los cabellos a la cabeza. Levantó ambos puños y golpeó de nuevo aquella cosa inerte dentro de su chaqueta.
Les arrancó y casi inmediatamente soltó el volante al chocar el «Mazda» con el coche de enfrente. Boquiabierto, pero sin decir palabra, hizo marcha atrás y chocó con otro coche; después torció el volante y salió disparado del aparcamiento. Unos cuantos murciélagos se desprendieron del borde de su lado del parabrisas.
Al girar a la derecha, al final de la manzana, recordó que tenía que encender las luces; una de ellas parecía funcionar.
Dobló a la izquierda en la siguiente esquina, acelerando al pasar el semáforo del ámbar al rojo. Por lo que podía ver a través del único rincón despejado del parabrisas, no había más coches en la calle. Metió el «Mazda» en la rampa de la I-95, dirección este.
No había ningún puesto de peaje hasta Stratford, a veinte minutos de donde se hallaba. Pisó a fondo el acelerador y vio que los murciélagos se aplastaban sobre el parabrisas: dos o tres del extremo fueron arrastrados por la corriente de aire.
Hizo girar el coche hacia la izquierda, hacia la derecha y de nuevo hacia la izquierda. Otros conductores tocaron sus claxons detrás de él, pero él no los oyó.
Gracias a sus maniobras, sólo quedaba media docena de murciélagos en el parabrisas. Sus rojos ojillos echaban chispas, las bocas diminutas se crispaban y las panzas se aplastaban y extendían como manos amenazadoras, y Les sintió que le chillaban. Podía ver sus bocas moviéndose de un modo casi humano. Fuese lo que fuere, lo que decían era arrastrado por el viento.
Miró el cuentakilómetros y vio que corría a casi ciento cincuenta kilómetros por hora. Otro murciélago salió despedido hacia arriba, desprendiéndose del parabrisas como una hoja negra.
Les soltó una risita temblorosa y estridente y, por primera vez, sintió que menguaba la tensión de sus hombros. Levantó el pie del acelerador. Las luces que discurrían por el carril en dirección oeste parecían tranquilizadoramente ordinarias: era gente que iba a alguna parte.
Entonces se dio cuenta Les de que había alguien más en el coche. Una forma pequeña y oscura estaba en el otro asiento delantero. Les pronunció un «¡Eh!» inconscientemente y miró en su dirección. Lo que parecía un chiquillo de nueve o diez años, completamente hecho de barro, estaba tumbado sobre la negra tapicería del asiento. Del niño de barro manaba agua y empapaba el cojín.
Les sintió un hedor que desgarraba los pulmones, el mismo olor que había percibido en el campo de golf, pero aumentado cien veces. Y este olor era como una losa caliente sobre su pecho. El niño abrió los ojos.
—Me he perdido —gimió—. Tengo miedo.
Les pisó el acelerador con todas sus fuerzas. Estaba chillando, pero no lo sabía. Rodaba a un poco más de ciento setenta kilómetros por hora cuando embistió el costado de otro coche a unos trescientos metros más arriba de la I-95, un «Toyota Célica», propiedad de Mr. Harvey Pilbrow, de West Haven, Connecticut, y mató al hijo de Mr. Pilbrow, Daniel, de dieciocho años, y a una amiga de éste, Molly Witt, también de dieciocho años y de West Haven. Les McCloud murió un instante después que los dos jóvenes; sus coches lanzaron un chorro de llamas a quince metros de altura.
14
Patsy abrió los ojos.
—Algo ha ocurrido —dijo, y entonces se dio cuenta de que yacía en el canapé del cuarto de estar de Graham Williams.
—¿Cómo se siente? —preguntó el viejo.
—Algo ha ocurrido —repitió ella.
—Es verdad, ha ocurrido algo —dijo Richard Allbee, entrando en su campo visual. Le tomó una mano, y una ola de calor pareció surgir de su contacto—. Te desmayaste cuando el libro dejó de moverse.
—¡Oh! —exclamó Patsy—. El libro.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Richard.
—Ayúdame a sentarme —dijo ella, y Richard la incorporó en el canapé, mientras ella bajaba las piernas. Tenía la cabeza tan ligera como si sólo contuviese burbujas. Se dio cuenta de que no podía ponerse en pie—. Pronto estaré bien —dijo.
—¿Te acuerdas del libro? —le preguntó Richard.
Seguía asiéndole la mano, y se arrodilló en el suelo y miró a Patsy a los ojos, con expresión preocupada.
—Me acuerdo, pero no me refería a esto —dijo ella.
Richard le soltó la mano y retrocedió unos pasos para escucharla.
Patsy no sabía qué decir. Tenía miedo de que incluso aquellos hombres, que tanto sabían de ella, la tomasen por loca. Suponía que había sufrido un ataque; recordaba la sensación Marilyn y la cabeza del dragón surgiendo del libro… Esto podía contarlo. Pero el ataque le hacía sentirse culpable y avergonzada de su falta de control. Y le daba también una impresión de suciedad. El hecho de haberse desmayado en medio de aquellas visiones guardaba en su mente cierta relación con su marido, con Les, con su matrimonio fracasado.
Y esto no podía discutirlo con aquellos hombres, por mucho afecto que sintiese ya por ellos. Antes de despertar, había visto una columna de fuego y había comprendido que aquel fuego estaba purificando su matrimonio. En la verdadera destrucción estaba la purificación verdadera. Y en esto había un peligro tan real como el que había pretendido el dragón. Lo que había pasado por su mente antes de despertar era que Tabby Smithfield estaba muy cerca de la muerte.
Pero ¿quería esto decir que Tabby estaba en la columna de fuego? Y si estaba en aquella hoguera o se dirigía a ella, entonces…
—Descanse, Patsy —le decía Graham Williams.
… ¿qué relación tenía eso con su matrimonio? No comprendía cómo era posible, pero lo que le ocurría a Tabby iba a reflejarse en su futuro con Les McCloud, fuese éste lo que fuere. Deseó que el chico estuviese ahora ante ella, para poder abrazarlo con todas sus fuerzas. Miró fijamente a Richard Allbee. Y pensó: «También quisiera abrazarte a ti.»
—Oh, no sé a qué me refería —dijo, y vio una arruga de preocupación entre las cejas de Richard—. Pero supongo que ustedes no lo vieron, ¿verdad? ¿Vieron —era una frase difícil de pronunciar— …la cabeza del dragón?
La arruga entre las cejas de Richard se hizo más profunda.
Salió del libro… Me estaba mirando.
Recordó el ojo negro, con la mota movible de un verde brillante…, como una piedra.
—No lo vimos —dijo Graham. Parecía tan conmovido por ella como por lo que acababa de decir—. Pero creo que usted lo vio, Patsy. Y usted sabe lo que significa, ¿no? Significa que…
—Nos estaba avisando —dijo Richard.
—Gideon Winter se fijaba en nosotros —dijo Williams—. Éste es el significado. En este sentido, es un aviso. —Agarró el libro y, después, miró a Patsy, abriendo mucho los ojos—. Está caliente.
Richard alargó una mano para tocar el libro. Miró a Patsy, después de pasar los dedos sobre la hoja. Asintió con la cabeza.
—No quiero tocarlo —dijo Patsy.
—No; pero yo quiero que mire esa página —dijo Williams, sosteniendo el libro abierto delante de ella.
Patsy vio las negras rayas de quemaduras en el papel. Eran más de las que recordaba. Algunas de ellas eran como negros garabatos sobre las líneas impresas. Le recordaron de pronto a unos murciélagos, y en el mismo instante creyó ver que uno de los garabatos-murciélagos se movía, agitando un ala de un modo extraño y amenazador. «Les», pensó, y un momento más tarde: «Tabby.»
—Había visto estas marcas —dijo—. Aparecieron precisamente antes…, antes que aquello.
—No me refiero a las quemaduras —dijo Williams—. Mire las fechas en la cabecera de las páginas.
Patsy miró. En la parte superior de las páginas había dos fechas, las mismas en las dos páginas abiertas: 1873-1875. Sacudió la cabeza, Williams acercó el libro a Richard y dejó que viese las fechas.
—1873—1875 —dijo Richard—. No me diga. Más niños quemados.
—No exactamente —dijo Williams—. Pero está usted en el buen camino. Es la fecha siguiente del ciclo. En 1811, todos los feligreses de la Iglesia congregacional de Greenbank murieron a causa de un fantástico accidente en Kendall Point. A propósito, y esto es importante, había dos Williams entre los que cayeron en las grietas, y dos Tayler, padre e hija, y cuatro Green. Y un viejo llamado Smylh. Mrs. Bach no me contó esto, no quiso contármelo; pero yo lo busqué en los periódicos. El accidente de Kendall Point estuvo a punto de aniquilar a todas nuestras familias. Después de aquello, nuestras familias estuvieron fuera de Greenbank durante mucho tiempo. Mis parientes vivieron en Patchin, lo mismo que los Green supervivientes. Eran miembros de la Iglesia congregacionista de Patchin, y por esto se salvaron de la catástrofe. En 1841, Rustum Tayler se volvió loco, es decir, acabó de volverse loco después de haberlo estado a medias durante toda su vida, y mató a aquellos dos niños y casi se los comió enteros, antes de que Anthony Jennings condujese a un grupo que lo encontró sentado encima del hoyo utilizado para asarlos.
—Se los comió —dijo Patsy.
Cerró los ojos y captó una vaga imagen de la columna de llamas. Tabby. ¿Dónde estaba?
—Se los comió. Mrs. Bach pensó que no valía la pena consignar en su libro los últimos días del loco Tayler, pero había leído los mismos periódicos que yo, y lo sabía. Y había recorrido el viejo cementerio de Greenbank, junto a Greenbank Road, a unos tres kilómetros de aquí, y visto las lápidas de las tumbas de los dos niños asesinados por Rustum Tayler. Estas lápidas están aún allí. Sarah Alien, 1835—1841. Arrancada cruelmente de nosotros. Y Thomas Kirby McCauler Moorman, 1834—1841. El «Pequeño Tom». —Graham Williams dejó el libro—. Ahora se está enfriando. Sí, ella sabía perfectamente lo de esos niños, pero no quiso referir su muerte, como no quiso escribir sobre lo que sucedió en 1873, y por la misma razón. No estoy seguro de que ella se diese cuenta, pero quería ocultar a Gideon Winter detrás de una visión más actual de las cosas.
Williams miró vivamente a Patsy.
—¿Quiere descansar un poco?
—Me pondré bien —dijo Patsy, con voz remota.
—Bueno, ¿qué pasó en 1873? —preguntó Richard.
—Murió un miembro de cada una de nuestras familias —dijo Williams—. Pero murieron también otras cuarenta y una personas, Los meses de julio y agosto de 1873 fueron llamados «El Verano Negro» durante dos decenios; esto fue más de un año antes de que los forasteros llegasen de nuevo a Hampstead. Bueno, algunos llegaban en coche, pero pasaban de largo y no se detenían hasta llegar a Hillhaven. Esto lo sé porque, en 1874, se estableció una posta llamada «Casa a Medio Camino», en Hillhaven. Siempre había habido una posta en Hampstead, precisamente en Greenbank Road; pero parece que desapareció en 1873… Tuvo que cerrar y no se habló más de ella. Después del «Verano Negro», la gente pareció evitar Hampstead. He observado los registros de los barcos que atracaron en el muelle de Hampstead, que es donde se encuentra ahora el «Club Náutico», a partir de los años de 1860, y he comprobado que, después de 1873, prefirieron recorrer dos millas más de costa y atracar en el puerto de Hillhaven. Más tarde, alrededor del 1875, volvieron de nuevo aquí. Pero les diré algo que Dorothy Bach no omitió en su libro. Antes del «Verano Negro», Hampstead contaba con 1045 habitantes. Dos años más tarde, en 1875, el Ayuntamiento hizo un nuevo censo. La población de Hampstead era de 537 habitantes.
—¿Luego había muerto la mitad? —preguntó Richard, con incredulidad—. Me pareció que dijo usted que sólo habían muerto cuarenta y cinco personas aquel verano.
—Bueno, es probable que muchos se marchasen —respondió Williams—. Pudieron ir hasta Hillhaven o Patchin, o lo más lejos posible para creerse seguros, y creo que un par de centenares debieron de hacer esto. Con la esperanza de poder volver y encontrar sus casas más o menos como las habían dejado. Hubo muchas ventas de ganado durante y después del «Verano Negro». La gente vendía y se largaba.
—Pero quedan aún otros doscientos —dijo Richard.
—Sí —dijo Williams—. En efecto. Mire, antes de que viniesen ustedes, no estaba demasiado seguro de todo esto. Y habría leído lo de Mrs. Friedgood y lo de Mrs. Goodall, y no me habría llamado demasiado la atención. Pero cuando vi a Patsy y a Tabby aquel domingo por la noche, estuve seguro. Él había vuelto. Y estaba adquiriendo fuerza…, quizá tanta fuerza como debió de tener en el «Verano Negro» y en los meses sucesivos.
—¿Qué le hace pensar esto? —preguntó Richard.
—«El Verano Negro» de 1873 empezó exactamente igual que éste. Una mujer fue encontrada descuartizada en su casa de campo. Una semana más tarde, otra mujer fue encontrada detrás de la hilera de tiendas de Main Street. Estaba en la misma condición. Hubo otras dos, una de ellas una niña Smyth. Y todo esto fue antes de las muertes en la vieja fábrica de algodón.
Richard hizo otra pregunta, y Patsy oyó su voz como si viniese de un agujero en el suelo o de un teléfono descolgado sobre una mesa.
—¿Qué hizo que «El Verano Negro» fuese mucho peor que el de 1841?
—¡Oh! Entonces habíamos vuelto todos, ¿no lo ve? —dijo Williams, y Patsy pensó vagamente: «Habíamos vuelto todos, ¡qué bien, como en una reunión…!»—. Williams, Smyth, que entonces era ya Smithfield, naturalmente, y Tayler y Green. Todos habían vuelto. Y la Iglesia congregacionista de Greenbank había renacido también… en 1873. Lo ocurrido en 1811 les parecía a todos como un cuento fantástico.
—Aquellos niños que llevaban unos nombres tan terribles —dijo Richard, «Oscuridad» y «Atardecer» y «Pena», llevaban también nuestros apellidos, ¿no?
—Dice usted bien, Richard —dijo el viejo—. El nombre completo de «Pena» era Pena Tayler, y se casó con Joseph Williams. «Oscuridad» era Oscuridad Smith, y el apellido de «Anochecer» era Green. Y había también una «Vergüenza», como sabía muy bien Dorothy Bach. Una niña llamada Vergüenza Williams, nacida en 1652 y muerta antes de que pudiesen bautizarla.
—Pena Tayler —murmuró Patsy.
Este nombre le parecía muy hermoso.
—La mayoría eran hembras —dijo Williams—. Y con el tiempo todas tuvieron también hijos. Hubo Williams que se casaron con Tayler, y Smith que se casaron con Green, y Williams que se casaron con Smyth.
Todas aquellas bodas y emparejamientos en el pasado remoto parecíanle a Patsy una bella danza de ceremonia. Le temblaban los dedos y tenía ateridos los labios. Un Williams tomó a una Tayler, y un Smyth tomó una Green, y después un Williams tomó a una Smyth… Era todo un círculo, y por un segundo vio el círculo en su mente, brillando como una alianza de oro. Pero algo humoso, algo que no estaba bien, fluctuó en medio del círculo de oro, y Patsy sacudió la cabeza.
Pero entonces la mano de Marilyn Foreman agarró con fuerza la suya, y Patsy vio lo que había en medio del círculo.
No lo oyó, pero lanzó un terrible gemido, y Richard y Graham vieron que se había derrumbado de espaldas sobre el canapé. Al gemir, había resbalado, ya inconsciente, y su cabeza había caído sobre los cojines. Antes de que ellos pudiesen acercarse, Patsy empezó a retorcerse las manos, y todo su cuerpo tembló con tanta violencia que el canapé repicó contra el suelo.
Richard le asió una mano, sin saber cómo atajar sus convulsiones. Por último, se acercó más a ella, la abrazó y la estrechó con fuerza sobre su pecho, sintiendo en su propio cuerpo las sacudidas de la joven.
15
—Sacad ese piano fuera —dijo Starbuck— y dejadlo en el suelo con cuidado. Después volved y coged ese espejo.
«No —pensó Bruce, y supo que Dicky estaba pensando lo mismo—, dejemos ese espejo donde está; no queremos saber nada de él, no, señor.» Un momento antes de ver la luz de la linterna de Starbuck romperse en la superficie del espejo y desaparecer, le había parecido que veía algo allí, algo tocado por la luz engullida (que, desde luego, nunca había estado allí), algo parecido a una lombriz o a una sanguijuela, retrocediendo ante la luz.
Pero ¡qué ya! Esto era una idea loca. Algo para contar al espantadizo Sippy Peters y ver la nuez de Adán subir y bajar en el flaco cuello.
—Si vuelves a mover la cabeza cuando te hablo, te la arrancaré del maldito cuello —le murmuró Starbuck—. Trasladad ese piano. —La luz produjo chispas en los ojos de Bruce—. Juro que os despellejaré si no os movéis en seguida.
—Estaba pensando… —murmuró Bruce, y sintió que Dicky temblaba a su lado.
—Pensando, ¿qué? —silbó Starbuck.
—Podríamos poner el espejo sobre el piano y hacer un solo viaje —improvisó Bruce.
—¿Sí? —La luz giró de nuevo hacia el espejo—. Bueno, está bien. Lo pondremos debajo de la tapa. Pero no estropeéis el marco.
Dicky y Bruce rodearon el piano y empezaron a cruzar la habitación. Starbuck paseó despacio el rayo de luz sobre las esculturas y lo fijó en la más próxima. Era una estatuilla de una bailarina, y le sorprendió su peso. La volvió y vio el nombre grabado en su base: Degas.
—¡Alto! —dijo, y los dos chicos se quedaron inmóviles—. No, no vosotros, estúpidos —añadió, y dirigió excitadamente el rayo de luz hacia otra estatuilla contigua.
Parecía igual que la que tenía en la mano. Al pasear la luz a lo largo de la estancia, vio otras dos figuritas de bailarinas.
Starbuck sacó la radio del bolsillo, y dijo:
—¡Eh, chico! ¿Estás ahí?
—¿Qué? —preguntó la voz asustada de Tabby.
—Trae la camioneta. Vamos a despedirnos dentro de un par de minutos.
—¿Quiere que nosotros…?
Dicky y Bruce se detuvieron antes de llegar a la pared donde pendía el espejo.
—¡Maldición! Sois unos imbéciles —dijo Starbuck—. Coged el espejo. Metedlo dentro del piano. Sacad el piano. Después volveréis vosotros dos y descolgaréis todos esos cuadros de la pared. ¿Comprendido?
Mientras los temblorosos gemelos avanzaban hacia la pared, Starbuck se dispuso a coger la segunda estatuilla de bogas.
Estaba pensando, en los últimos segundos de su vida, que las cosas que había en aquella habitación representaban, al menos, dos años de buena vida, aunque sólo recibiese una décima parte del valor, que era lo que sabía que le darían. Con la plata, el piano, las esculturas y los cuadros, podría desaparecer de la casa de Beach Trail antes de que los adormilados policías locales empezaran a buscarlo, y tendría tiempo de buscar una nueva residencia.
Estaba pensando en volver al Medio Oeste, territorio que no había visto en mucho tiempo; a Grosse Point o a Lake Forest, a alguna ciudad tan rica que le bastaría con respirar para que aumentase su cuenta en el Banco.
Entonces vio, vagamente, a un viejo que entraba por la puerta del cuarto de estar y llevaba una pistola en la mano. «Pero no —pensó—, es joven, no es más que un niño», y entonces oyó el grito de dolor y de pánico de Dicky Norman. Después, la habitación pareció estallar, y la explosión le impidió seguir viendo el interesante espectáculo de Dicky Norman salpicando de sangre un cuadro que habría jurado que era de Manet, Había sacado ya su propia pistola, pero sus dedos no pudieron apretar el gatillo, y se estaba preguntando si podría vender el Manet ensuciado por la sangre de Dicky Norman, cuando todo acabó para él.
16
Tabby arrojó la radio sobre el asiento del pasajero y ocupó el del conductor. Una conversación llena de parásitos sonó en la radio, y Tabby iba a coger el aparato cuando se dio cuenta de que Starbuck estaba dando órdenes a los gemelos. El ladrón parecía irritado. Tabby hizo girar la llave de contacto y pisó el acelerador.
El motor arranco. Tabby había hecho todo lo que sabía en materia de conducción. Miró con desaliento la palanca del cambio de marchas, que tenía más de un metro y estaba inclinada a un lado como la de un camión. Sobre la empuñadura había un botón rojo. Tabby agarró la palanca, apretó el botón y bajó aquella. No soltó el freno de mano, porque no sabía que estuviese allí.
La camioneta rugió: por el ruido, parecía que estuviese devorando sus ruedas y sus marchas.
Tabby soltó la palanca, la agarró de nuevo y la torció a un lado, apretando al mismo tiempo el acelerador.
La camioneta tembló como un perro azogado. Por los sonidos que emitía, pronto empezaría a defecar sus partes por el tubo de escape. La cosa no tenía solución.
Tabby abrió la portezuela y echó a correr por el paseo de entrada, Entonces se acordó de la radio, y volvió a buscarla. Pasó corriendo por delante del arce japonés, y estaba a unos diez metros de la casa, cuando se dio cuenta de que, ya que iba a ver a Starbuck dentro de unos segundos, no necesitaría la radio. La luz de debajo del alero le deslumbró… y se vio expuesto a un juicio implacable.
Tendría que confesar a Starbuck que no podía hacer funcionar la camioneta; esto era todo. El ladrón o uno de los Norman podría ir en busca de la camioneta. Lo único que podía hacer él era entrar y decirle a Gary Starbuck que no podía moverla.
Temeroso, cerró los ojos y vio. Una columna de fuego se elevó quince metros en el aire; después se desprendió del suelo y tomó la forma de un enorme murciélago con las alas extendidas, un gigantesco murciélago de fuego.
Tabby se detuvo. Tenía la boca seca y le palpitaba el corazón.
Dio un paso indeciso hacia delante. Algo iba a ocurrir dentro de la casa; toda la atmósfera parecía cargada de aquella fantástica electricidad que había brillado antes en el cielo. Tabby vio un fulgor en una de las ventanas de la planta baja.
La radio, olvidada en su mano, emitió un prolongado y tembloroso grito de agonía.
Tabby dio otro paso al frente. Aquello que brillaba en la ventana le atraía. Una parte de él le decía que lo que pasaba en la casa era demasiado para él, que era como el todavía confuso recuerdo de un suceso futuro que había visto cuando su padre y su abuelo habían tratado de partirlo por la mitad en la puerta 44 del aeropuerto JFK —el vago e impresionante recuerdo de un hombre rapando la piel de una mujer con un arma larga y roja—; pero el resto de Tabby Smithfield oía una voz silenciosa que, desde dentro del imponente caserón, le invitaba suave e insistentemente a entrar.
Aquí se está muy bien, Tabby; acércate a la puerta; no importa que no sepas conducir la camioneta; nada importa ya. Ven a reunirte con nosotros…
Aturdido, con las imágenes del murciélago de fuego y del hombre rasgando la piel de la mujer agonizante alejándose por un pasadizo de su mente, Tabby dio otro paso en dirección a la casa.
Entonces oyó un disparo procedente de la misma habitación donde la forma invitadora había brillado detrás de uno de los ventanales.
17
A Richard le dolían los brazos: Patsy luchaba contra su agarrón como un toro enjaulado.
—No sé si podré sujetarla mucho tiempo —dijo desesperadamente Richard a Graham Williams.
—Yo le sujetaré las piernas —dijo Williams, pasando lo más de prisa que pudo alrededor de la mesita de café.
Agarró uno de los tobillos de la joven con la mano derecha, y ella dio una patada con tanta fuerza que le hizo perder el equilibrio. Cayó sentado sobre la endeble mesa, y ambos la oyeron crujir. Williams se inclinó hacia delante, con el ceño y la boca fruncidos por el esfuerzo, y sujetó una pierna de Patsy bajo el brazo. La empujó hacia abajo con el codo y agarró la otra pierna con la mano libre. Patsy sacudió las caderas. Williams sintió un súbito dolor en el pecho.
Richard vio que Graham palidecía; era como si el fuerte chasquido de la mesa se hubiese producido dentro del viejo. Patsy volvió a agitar los brazos y gritó una sola palabra:
—¡Corred!
Richard meneó la cabeza, mirando al viejo, y le dijo que soltase a Patsy, que él podía dominar sus convulsiones; pero Williams apretó su presa y los movimientos de Patsy se hicieron más débiles y más fácilmene controlables.
—¡Corred! —chilló, y lanzó un largo alarido que hizo que Richard casi la dejase caer.
Entonces oyó Richard un fuerte chasquido detrás de él.
Agachó la cabeza, imaginándose que había estallado una ventana, y entonces vio que el cristal que protegía un póster con marco colgado al lado de la mesa escritorio de Williams se hacía añicos y caía al suelo como brillantes piezas de un rompecabezas.
—¡Aaaah! —chilló Patsy.
Las novelas policíacas en rústica amontonadas encima de los libros de arte saltaron de la estantería y volaron y giraron en el aire. Richard oyó que el marco del póster a su espalda se quebraba como astillas. Y vio que los libros de los estantes superiores del otro lado de la habitación salían disparados y volaban sobre la mesa de Williams.
La máquina de escribir osciló sobre la almohadilla, volcó a su lado y cayó al suelo. ¡Bing!, sonó el timbre del carro.
Los libros saltaban al azar de los estantes. Richard y Graham vieron que dos de ellos ascendían hasta el techo y permanecían un momento pegados en él como moscas antes de caer al suelo.
Otro póster con marco (Richard vio que era de Oleadas y representaba a Mary Astor en brazos de Gary Cooper) cayó de cara y se estremeció como un gato moribundo al romperse el marco en mil brillantes pedazos.
18
«Ven, Tabs, te necesitamos», dijo la voz silenciosa en su mente, y él avanzó otro paso. Por un instante, vio docenas de personas alineadas detrás de las grandes ventanas; después se separaron, se volvieron las unas a las otras, o se alejaron. «Es una fiesta —pensó Tabby—. ¿Cómo puede haber ahí una fiesta?» Acercó la radio a su boca y dijo:
—¡Eh! ¿Qué…?
—Ven —le dijo la radio—. Entra, Tabby.
No podía ver con mucha claridad a la gente, pero los gemelos Norman no estaban entre ella.
—Entra —insistió la voz de la radio.
La gente se apartó, y Tabby vio que lo que había brillado era un espejo al otro lado de la estancia. Ahora su centro era de un delicado color de rosa y latía y resplandecía. Tabby empezó a moverse de nuevo.
Pero entonces salió Bruce por la puerta principal. Rodeaba el pecho de Dicky con un brazo y parecía tirar de él. Dicky tenía el rostro blanco como el mármol. Se movió muy despacio.
—¿Dónde está la camioneta? —gritó Bruce.
Bruce estaba ensangrentado; la sangre pegaba su camisa al robusto pecho. Dicky tenía también manchas de sangre en la cara, y había tanta en uno de sus costados que no se podía distinguir el color de la ropa.
Tabby señaló hacia abajo del largo jardín. Ahora se había dado cuenta de que toda la sangre era de Dicky Norman.
Entonces vio aparecer algo blanco en medio de aquella rojez pastosa, en el sitio donde Bruce sostenía a su hermano. El brazo de Dicky había desaparecido, y aquello blanco era su hombro. Corrió a ayudar a Bruce y se aclaró su mente: tenía la impresión de haberlo hecho todo en movimiento retardado desde que la columna de llamas había surgido en su mente.
Tabby pasó firmemente el brazo por detrás de la espalda de Dicky y sintió su peso, su lentitud. Supo que Dicky iba a morir. Entre él y Bruce, medio lo llevaron y medio lo arrastraron hasta la camioneta. Tabby fue a abrir la puerta de atrás, pero Bruce le gritó:
—¡Atrás no! ¡Delante! ¡En el asiento!
Los ojos de Bruce parecían llenar toda su cara. Tabby colocó a Dicky en el asiento del pasajero, y Bruce subió por el otro lado y ocupó el del conductor.
Tabby saltó a la parte de atrás y cerró la puerta de golpe en el momento en que Bruce hacía marcha atrás y chocaba con un árbol. Dicky cayó hacia delante.
—¡Sujétalo, por el amor de Dios! —chilló Bruce.
Cambió la marcha y el vehículo salió disparado de debajo de los árboles, levantando un surtidor de tierra molida.
Tabby se inclinó sobre el asiento del pasajero y trató de enderezar a Dicky, Su mano izquierda resbaló sobre la capa de sangre que cubría el costado de Dicky, y éste rodó hacia un lado. El hueso blanco rozó la tela del asiento.
—¡Levántalo! —gritó Bruce.
Entró en Mount Avenue y giró en dirección al «Sayre Connector».
Tabby tiró del brazo derecho de Dicky, y éste pudo apoyarse en las piernas e incorporarse de nuevo sobre el asiento. Tabby se inclinó y le miró a los ojos. Los tenía fijos, como mirando algo muy lejano. Unos ojos de ultratumba. Tabby pensó que Dicky Norman parecía ahora más inteligente que en cualquier otro momento de su vida, pero se alegró de no poder ver lo que Dicky miraba con tanta atención.
—Aguanta, Dicky —dijo, dándole unas palmadas en el hombro ileso.
Dicky ni siquiera pestañeó.
—¿Dónde está ese tipo? —preguntó Tabby—. Starbuck…, ¿dónde está Starbuck?
—El hijo de perra está muerto.
—¿Muerto? ¡Acabo de hablar con él por la radio!
—El hijo de perra está muerto. El viejo le mató.
Bruce pasó sin detenerse una señal de stop.
—¿Cómo…? Quiero decir, ¿qué le ha pasado a Dicky?
—¡NO LO SÉ! —chilló Bruce. Se pasó una mano por el mentón, dejando en él una mancha de sangre—. Teníamos que coger aquel espejo tan elegante y meterlo dentro de aquel maldito piano, íbamos a agarrar el espejo cuando apareció el viejo con la pistola. No dijo «¡Manos arriba!» ni nada de eso; sólo disparó. Y le dio a Starbuck…, le voló la cabeza. Entonces lanzó Dicky un grito terrible, y yo le miré y vi que salpicaba con sangre toda la pared y que su maldito brazo había desaparecido, y que estaba plantado allí, mirando…, y pensé que el viejo iba a liquidarnos a los dos. —Sacudió la cabeza—. Pensé que el viejo le había disparado también a él, hasta que vi que le faltaba el brazo. Entonces lo saqué de allí.
—Vi que había otras personas —dijo Tabby.
—Allí no había más que el viejo. Y ahora tienes que largarte. Llevaré a Dicky al «Norrington General», y tú tienes que bajar de la camioneta.
Bruce detuvo el vehículo ante el semáforo del «Sayre Connector».
—Vete, Tabs. ¡De prisa!
Tabby saltó a la calzada y cerró de golpe la portezuela.
—Suerte —dijo.
—Pero la camioneta había arrancado ya, en rojo, y se dirigía a toda velocidad a la rampa de la autopista.
Catorce minutos más tarde, a las once y cincuenta y seis, Bruce Norman llegó al servicio de urgencia del «Norrington General Hospital», hazaña que consiguió apretando a fondo el acelerador y gracias a la marcha rápida instalada por Gary Starbuck en el vehículo. Cuando llegó al puesto de peaje, no pensó siquiera en reducir la marcha. So arrojó sobre la valla a más de ciento sesenta y cinco kilómetros por hora y la partió en media docena de pedazos. Las enfermeras de la sala de urgencias se hicieron cargo de su hermano en cuanto asomaron por la puerta, lo ataron a una litera y conectaron un gota a gota en su brazo. Los ojos de Dicky no perdieron en ningún momento aquella inteligente y remota mirada que había advertido Tabby Smithfield. Un interno llamado Patel, oriundo de Uttar Pradesh y graduado en la Universidad de Wisconsin, empezó a hacer lo que pudo en el hombro de Dicky. Pero murió mientras el doctor Patel estaba todavía pinzando las arterias cortadas. Eran las doce y tres minutos.
El doctor Patel se irguió, miró el reloj y, después, a Bruce Norman, que estaba sentado en una silla a un lado de la sala de urgencias, observándole amenazadoramente entre los párpados fruncidos.
El doctor Patel asió la única mano de Dicky y le tomó el pulso; pero sus manos habían estado sobre la herida de Dicky en el momento de su muerte, y sabía que la pulsación había cesado. Bajó suavemente la mano de Dicky, dejándola descansar sobre el pecho.
Bruce se levantó. Olía a sangre, porque la sangre había empapado sus pantalones, su camisa y sus zapatos. Y su cara parecía pintada con sangre.
—Este chico está muerto —dijo el doctor Patel, que conservaba el acento y la dicción de la India—. ¿Puede usted decirme cómo se produjo la herida?
Bruce se acercó al menudo médico de piel morena y le dio un puñetazo en un lado de la cabeza, saltándole los dientes y haciéndole chocar contra el gota a gota de Dicky. El doctor cayó al suelo, en un charco de líquido oscuro, y Bruce cogió a su hermano y lo llevó de nuevo a la camioneta.
En aquel momento, todas las enfermeras estaban en los compartimientos de los pacientes del servicio de urgencias o en su salón de descanso, y ninguna de ellas advirtió lo que había ocurrido, hasta que Jake Rems, un alcohólico con la nariz rota y un ojo amoratado, empezó a gritar que un monstruo había matado a su médico.
Dicky estaba de nuevo en su asiento, y Bruce se sentía más tranquilo. Fue por la autovía hasta Woodville y el hospital más próximo, el de St. Hilda, y allí aceptó la noticia de que su hermano estaba muerto.
Eran las doce y treinta y uno de la madrugada del domingo 8 de junio, y el Condado de Patchin empezaba su vigésimo quinto día sin lluvia.
19
Poco después de la una menos cuarto, Tabby había entrado en Beach Trail y se dirigía, lentamente y arrastrando los pies, a Hermitage y «Cuatro Corazones». Estaba demasiado cansado para pensar en todo lo que había sucedido. Sólo quería entrar en su casa, subir a su habitación, cerrar la puerta y meterse en la cama. Veía en su imaginación el murciélago de fuego abriendo las rojas alas…, unas alas tan rojas como el costado izquierdo de Dicky Norman, que era como si un pintor loco le hubiese embadurnado de pintura roja y brillante.
Los ojos del murciélago de fuego eran agujeros negros en los que fulguraban pálidamente unas nubes.
Tabby miró hacia arriba y vio que las casas desfilaban una a una por los lados de la calle oscura y que las farolas trazaban círculos de luz en el suelo, y pensó que todo aquello, cuesta arriba, hasta su casa, parecía el escenario de un sueño, y que pronto empezarían aquellas casas a hincharse, y a manar sangre y un líquido amarillo y maloliente por sus ventanas, y que la calle se abriría y aparecerían manos blancas y magulladas en las grietas… y que el murciélago de fuego se cernería en lo alto, incendiando las casas arruinadas y diciendo: Mr. Smyth, ¿quiere que le metan una bala en la espalda?
Gimió y alzó las manos para secarse la cara, y entonces se dio cuenta de que aún llevaba la radio de Gary Starbuck en la mano.
La radio crepitó delante de su cara. «¡TABBY SMITHFIELD! ¡VUELVE AQUÍ! ¡VUELVE AQUÍ INMEDIATAMENTE, O TE MATARÉ!» La voz salía de la radio entre un alud de parásitos, pero era firme y clara. Era la misma voz que había oído Tabby mientras estaba en el jardín del médico…, la voz de Gary Starbuck. Starbuck no estaba muerto, había vuelto allí y estaba furioso porque Tabby y los Norman le habían fallado.
Tabby contempló la radio, sin saber lo que tenía que creer. Bruce Norman había visto cómo mataba el médico a Starbuck. Pero él había visto gente en aquellas ventanas, gente que, según Bruce, no estaba allí. «¡Aaaah!», gimió la radio.
Señales de radio, pensó Tabby. Captaba señales de radio, y el doctor Demento no tardaría en anunciar que el próximo número sería Surfin’ Bird, por los «Immortal Trashmen».
Pero él sabía que no eran señales de radio. No iba a escuchar el Tango de medianoche de Steve Miller, ni Canción para un tonto como tú, y estaba seguro que Starbuck había muerto. Y también Dicky Norman estaría ahora muerto, con el brazo cruelmente amputado por…, ¿por una delicada luz rosada que brillaba en el centro de un espejo antiguo?
Aquel bulto de metal negro y de plástico que tenía en la mano se calentó de pronto. Con curiosidad casi agotada, Tabby lo acercó a su cara: un acre olor electrónico. Entonces el calor se hizo insoportable. Salió humo de la rejilla. La tapa se abrió y le hizo una mueca. Una viruta de metal le arañó la palma de la mano, y Tabby arrojó el aparato sobre un prado de césped.
La radio estalló con una llamarada mientras estaba aún en el aire. Algo hizo ¡pop! en su interior, y una nubécula de gas azul brotó de su menguante superficie. Muchas piezas siguieron ardiendo, el aparato se hundió por el centro y, al fundirse el plástico, pequeñas piezas ardientes del interior de la radio se retorcieron y avanzaron sobre la hierba. Una de ellas parecía tener patas y el dorso brillante de una cucaracha. Se alejó unos centímetros de la radio en fusión, se puso rígida y transparente, y murió.
Unas cuantas llamitas diminutas de fuego prendieron en los tallos secos de la hierba.
Tabby se dio cuenta de que todo el jardín podía arder, y saltó sobre el césped y empezó a pisotear las pequeñas llamas.
—¿Tabby? ¿Eres tú? —gritó una mujer.
Al mirar él hacia arriba vio a Patsy McCloud plantada en la escalera, y entonces reconoció la casa de Graharn Williams. Había estado demasiado agotado para identificarla desde el primer momento.
—Sí, soy yo —dijo él.
Patsy saltó del porche y corrió en su dirección. Graham Williams asomó la cabeza en la puerta de la entrada, y Tabby le saludó con la mano. Williams sonrió y agitó también una mano, mientras se frotaba el pecho con la otra. Salió y se metió las manos en los bolsillos. Patsy se echó sobre Tabby y casi le derribó antes de abrazarlo.
—¿Estás bien?
Él asintió con la cabeza.
—¿Qué estabas haciendo?
—Tenía una radio en la mano y parece que estalló —dijo Tabby, sintiendo un poco vacía la cabeza ahora que ella le ceñía con sus brazos.
Una hebilla de metal del mono blanco de ella le rascó el cuello. Patsy olía bien, a perfume y a sudor fresco.
—Estaba tan inquieta… Me desmayé, creo que sufrí un ataque, y soñé que estabas en un peligro terrible. —Se irguió y desprendió su abrazo—. Estuviste en peligro, ¿verdad?
—Bueno, me quemé la mano —dijo él, y le mostró la quemadura en la palma.
—Le daremos un baño de agua fría, pero no me refería a esto. ¿Dónde estuviste esta noche? ¿Qué estabas haciendo?
Tabby no podía contestar a esta pregunta. En caso necesario, podría explicarse, y Patsy le creería, pero las explicaciones requerirían mucho tiempo, y estaba demasiado cansado.
—¡Oh! Tienes sangre en la camisa —dijo Patsy.
Él se miró la camisa. Sí, era sangre…, sangre de Dicky Norman. Se había secado la mano después de tratar de incorporar a Dicky en el asiento de la camioneta.
Patsy había palidecido aún más.
—Estoy bien —dijo él—. No estoy herido. Sólo salí con unas personas.
Y dos de ellas están muertas.
Patsy echó la cabeza atrás como si hubiese captado su pensamiento. Sus grandes ojos negros se fijaron en los de él.
Entonces la imagen del murciélago de fuego, con las alas extendidas y nubes pasando por sus ojos vacíos, acudió a su mente, junto con
yo lo vi
oh, no
yó lo vi lo vi lo vi e iba a matarte,
no podemos hacer esto nadie puede hacerlo
díselo a los marines, amigo, porque nosotros lo hacemos.
Las palabras habían flotado entre ellos al desvanecerse la terrible imagen del murciélago de fuego, y, al terminar, la boca de Patsy esbozó una sonrisa.
—Lo hacemos —dijo Tabby.
Insinuó:
Yo también lo vi, Patsy
o se deslizó en su mente y sintió que lo transfería inmediatamente a la de ella.
no podemos
no podemos
decir
no podemos no podemos decirlo
a nadie
a nadie más
ni siquiera a Richard
(¿Richard…?)
Ssssí…
Una complicada serie de emociones, incluidos calor, culpa y algo profundamente psíquico, le invadieron junto con el sibilante sí, y se hizo atrás mentalmente, sabiendo que esto era demasiado privado para él.
—Richard Allbee —dijo en voz alta.
Patsy asintió con la cabeza, y Graham Williams se acercó a ellos, diciendo:
—Entra un momento, Tabby; tienes que conocer a nuestro cuarto miembro, y, de cualquier modo, creo que necesitas un poco de descanso, al igual que todos nosotros.
Tabby advirtió que estaba mirando a Patsy a la cara: ella tenía exactamente su misma estatura.
Esto me asusta, pensó Tabby.
¿y dos de ellos están muertos?, pensó Patsy.
Más tarde
¿la cosa de fuego?
Más tarde
¿la cosa de fuego, maldito seas?
No lo sé
iba a matarte, pensó Patsy en el cerebro de Tabby, y él supo que no le decía más que la verdad. La alegría de lo que él y Patsy habían descubierto que podían hacer se ennegreció y se enfrió.
Este mudo mensaje fue seguido de un ligero destello de placer, y esto renovó la impresión de privilegio y de maravilla que sentía él por el nuevo don que le unía a Patsy.
—¿Estás bien? —le preguntaba ahora el viejo—. ¿Qué diablos te ha pasado? ¿Qué significa toda esa sangre?
—Estoy bien, de veras —dijo Tabby.
—¿Dónde estuviste, hijo?
—No puedo decírselo —respondió Tabby—. No puedo decírselo a nadie…, al menos por ahora. Pero no estoy herido.
Williams miró fijamente al chico.
—Tengo la impresión de que se me escapa algo. Algo pasa por ahí, y no lo entiendo. ¿Le dijo lo que se proponía, Patsy?
Patsy negó con la cabeza.
—Bueno, creo que lo mejor será que subas y conozcas a Richard Allbee —dijo Graham. Después echó otra mirada severa a Tabby—. No te habrás metido en líos con la Policía, ¿verdad? ¿O te has cargado otro buzón de correo?
—Algo así —dijo Tabby, sin poder mirar a Patsy y poniéndose muy colorado.
—Bueno, cualquier chico de tu edad tiene permiso para hacer estupideces —dijo Williams—. Pero no te pases de la raya.
Echaron los tres a andar sobre el crecido césped en dirección a la casa, cuando un cuarto personaje, hombre esbelto y bien vestido, de unos treinta y cinco años, salió de ella y se plantó en el porche. Era sólo cuatro o cinco dedos más alto que Patsy y Tabby, y llevaba peinados hacia atrás los largos y negros cabellos. Tabby pensó que parecía cortés e inteligente. Pero, cuando se acercó más y pudo ver detalladamente su cara, algo saltó en su pecho, no sabía si por miedo o por reconocimiento.
Richard Allbee, cuarto descendiente de los primitivos colonos de Greenbank, era el hombre a quien había visto a través de la ventana del restaurante «Gryphon», en el centro comercial de Post Mall.
Los Norman habían hablado jactanciosamente de un chico llamado Skip Peters, que había hecho todo lo que ellos habían querido, incluso las mayores locuras… Tal vez influido por los cuentos de los Norman, Tabby había visto a Spunky Jameson mirándolo a través de la ventana.
Después se había dado cuenta de que era un adulto, y no podía ser Spunky Jameson. Spunky era un chico de diez años…
Y, de pronto, había tenido la impresión de que aquella persona le conocía, de que se habían encontrado, y de que unos sucesos terribles y maravillosos surgirían de aquel encuentro… Había sentido que se deslizaba por un sueño de pánico, y entonces Dicky Norman había pinchado la mano de Tabby con su tenedor, y aquel sentimiento se había desvanecido…
—Hubiese debido saber que eras Tabby Smithfield —dijo el hombre.
—¿Se conocían de antes? —preguntó Graham Williams, con visible sorpresa.
—Nos habíamos mirado —dijo Tabby.
—Cada vez más misterioso y misterioso.
Los cuatro permanecieron un momento más en el exterior, sin hablar, conscientes de que era la primera vez que estaban todos juntos.
Graham Williams sabía que lo «cada vez más misterioso y misterioso» era ahora su pan cotidiano, y este conocimiento le atemorizaba…, sabía que lo que estaba por venir haría que el ataque de Patsy no fuese más que una nota al pie de toda su historia. Tabby no tenía ninguna de estas premoniciones, al menos en el momento en que estaban plantados en la oscuridad delante de la casa de Graham. Durante este momento, en que la corriente emocional los sacudía a todos, se había sentido al principio ilógicamente seguro, como si nada pudiese ya dañarle. Después se había dado cuenta de que estaba con un anciano, un hombre maduro y una mujer: era la estructura de la casa de Mount Avenue, antes de que se arruinase con la muerte de su madre.
—Bueno, entremos un rato —dijo Williams—. Tienes que saber una cosa, Tabby. Patsy vio esta noche al Dragón.
Richard Allbee abrió la puerta, mirando a Tabby con expresión de amable desconcierto, y Tabby recordó la pistola de Les McCloud, lo enorme que le había parecido cuando apuntaba directamente a su pecho. Aquello parecía haberse producido hacía siglos. Miró con inquietud el lugar del jardín donde yacían las piezas rotas y fundidas de la radio.
Graham Williams pasó un brazo sobre sus hombros. Tabby subió los peldaños detrás de Patsy y la siguió por el pasillo forrado de libros.
20
Aquella madrugada, a las tres y cuarto, dos muchachitos bajaban por la recién pavimentada vía de acceso a Gravesend Beach. El más pequeño, Martin O’Hara, de cuatro años, cojeaba ligeramente. Llevaba pantalón corto azul oscuro y camiseta sin mangas azul claro, con un llamativo retrato de «Yoda» en el pecho. Su hermano de nueve años, Thomas, llevaba un par nuevo de «Keds», pantalón vaquero recto y una camiseta verde oscuro con mangas cortas amarillas. Thomas había escalado la valla de la carretera pública en la entrada de la playa, pasando primero una pierna, después la otra, y dejándose caer. Después había alargado los brazos y levantado a Martin por encima de la valla. Ahora Martin se esforzaba en mantenerse a la altura de Thomas.
—¡Date prisa! —gritó Thomas a su hermano, sin mirar más.
—Me duelen los pies, Tommy —dijo Martin.
—Casi hemos llegado.
—Gracias a Dios —dijo Martin, imitando sin querer la voz de su madre.
Un momento más tarde, Thomas dijo:
—Te retrasas otra vez.
—Yo no quiero retrasarme.
—Eres un estúpido.
—¡No soy estúpido, Tommy! —gritó Martin.
Llegaron en pocos minutos al final de la parte ancha de la vía de acceso. Delante y a un lado de ellos se extendía la desierta playa gris, y a la derecha, el largo rompeolas donde solían pescar Harry y Babe Zimmer. El Sound, estaba en marea baja y era como una larga sábana de agua casi inmóvil, con luminosos destellos de plata en las pequeñas y oscilantes olas.
—Ya estamos —dijo Thomas.
—Sí, ya estamos —repitió Martin.
Thomas saltó sobre el murete de hormigón al borde de la zona de aparcamiento y ayudó a Martin a subir detrás de él. Después saltó a la arena.
—Vamos, Martin —dijo—. Salta.
—Bájame —dijo Martin—. No puedo saltar. Es demasiado alto para mí.
Thomas suspiró, volvió atrás y bajó a Martin a la arena.
—Ahora tenemos que desnudarnos —dijo Thomas.
—¿Tenemos que hacerlo?
—Por supuesto —dijo Thomas, sentándose tranquilamente y empezando a desatar los cordones de sus zapatos.
Martin se sentó en la arena a unos centímetros de Thomas y empezó a tirar de sus cordones. Segundos después, chilló furiosamente:
—¡No puedo, Tommy! ¡No puedo quitarme los zapatos!
Su hermano, que se lo había quitado todo menos la camiseta, se arrodilló delante de él y le arrancó los zapatos deportivos sin molestarse en deshacer los enredados cordones. Mientras Thomas se quitaba la camiseta, Martin se bajó su calzón corto y sus calzoncillos rojos de algodón, y sacó los pies de ellos. Después se sentó y tiró de la punta del calcetín izquierdo con la mano derecha, gruñó y se lo quitó. Repitió la misma operación con el calcetín izquierdo.
—Vamos, vamos —dijo Thomas. Estaba plantado en la oscuridad, y a Martin le pareció tan alto y fuerte como un adulto—. Quítate la camiseta.
—Quiero llevar mi camiseta «Yoda» —dijo Martin.
—Tienes que quitártela —insistió Thomas.
—¡Quiero llevar mi camiseta «Yoda»! —dijo Martin, haciendo pucheros.
—¡Jesús! —exclamó Thomas.
—¡No tienes que decir esto! —gritó Martin.
—Está bien, vamos. Puedes llevar tu camiseta —dijo Thomas, echando a andar por la playa.
Una franja gruesa y casi continua de algas marcaba el límite de la marea alta. Los muchachos pasaron sobre ella y anduvieron cautelosamente sobre la arena que empezaba a secarse. No querían pisar ninguna roca afilada, ni las conchas rotas que llenaban la playa.
—¡Un cangrejo! —chilló Martin—. ¡Mira! ¡Un cangrejo!
—Está muerto, no te hará nada —le dijo Thomas—. Vamos, Martin.
Martin echó a correr y llegó el primero al agua.
—¡Brrr!
—El agua está muy bien. Sólo un poco fría —dijo jactanciosamente Thomas. Entró en el agua después de que su hermano repitiese «sólo un poco fría», aunque, en realidad, le parecía que lo estaba bastante—. En el interior estará más caliente.
Tuvieron que andar hasta casi la punta del rompeolas antes de que el agua le llegase a la cintura a Thomas. Martin saltaba de mala gana detrás de él, manteniendo alta la cabeza.
—Todavía está fría —dijo Martin.
—Avanza todo lo que puedas —dijo Thomas—. No debe de estar lejos.
—No te vayas —dijo Martin, cuya camiseta se hinchaba a su alrededor en las negras aguas.
—Tengo que hacerlo —dijo Thomas—. Sabes que tengo que hacerlo, Martin. —Entonces miró la carita seria de su hermano—. Dame un beso, Martin —dijo, cediendo a un impulso, y se inclinó para tocar los fríos labios de su hermano con los suyos.
Después avanzó resueltamente en el agua.
Martin luchó por mantenerse en pie y dio otro paso. El agua le llegaba a la barbilla. Levantó los pies del suelo pedregoso y agitó los brazos. Era lo único que sabía hacer para nadar.
—¡Tommy! —gritó, al darse cuenta de que ya no tocaba el fondo con los pies.
Su hermano no le hizo caso, sino que siguió nadando hacia las boyas. Martin dio unas cuantas brazadas. La camiseta le pesaba, le pesaba. Su cabeza se sumergió, y aspiró desesperadamente medio cuartillo de agua de mar. Sacó de nuevo la cabeza, espurriando, y movió desaforadamente los brazos, alejándose de la punta del rompeolas. Una enorme forma negra abrió la boca y se lanzó en dirección a él.
Thomas siguió nadando hasta que le pesaron demasiado los brazos y se hicieron lentos sus movimientos; estaba a más de quince metros de las boyas. Sentía caliente y cansado el cuerpo. Dejó que se sumergiese su cabeza, la sacó de golpe al entrar agua en su nariz, dio otra brazada y se hundió de espaldas en el agua, como si algo le atrajese desde el fondo.
Media hora después de tomar el primer «Bloody Mary» en el Club de Campo de Sawtell, una mujer llamada Rae Nestico-Bell llevó su silla de playa al final de Gravesend Beach, para librarse del ruido de un partido de voleibol iniciado por ocho adolescentes en el lugar donde se había situado al principio. Además de los gritos y de las rociadas de arena, la había apartado de allí las risitas y las miradas que le dirigían los chicos cuando pensaban que los miraba.
Mrs. Nestico-Bell había llegado a la linde que marcaba el comienzo de las playas particulares, y estaba plantando su silla en el borde del muro protector contra las olas, al pie de la casa Van Horne, cuando vio dos extraños bultos de arena y algas rodando en la rompiente precisamente delante de ella. Un pie blanco salía de uno de aquellos bultos. Mrs. Nestico-Bell se llevó ambos puños a la boca y empezó a gritar pidiendo auxilio, con voz tan ahogada que los chicos que jugaban al voleibol no la oyeron.
Las imágenes de una mujer en bikini lanzando gritos y de ocho alegres adolescentes jugando en una playa pedregosa señalaron el verdadero final de los sucesos del sábado 7 de junio de 1980. Se había cruzado el primer umbral.