1

Seis semanas después de haber sido expulsado el DRG-16 de la instalación secreta de «Telpro» en Woodville, la villa de Hampstead, Connecticut, había cambiado desde el 17 de mayo; los cambios no eran tan grandes como llegarían a ser más adelante, pero nada era exactamente igual que antes. En el sueño fantástico de Richard Allbee, Billy Bentley estaba dentro de la casa: había roto un par de ventanas y destrozaría algunos muebles antes de pasar a cosas mayores. Las cosas eran diferentes en Hampstead. Las mareas seguían fluyendo en las playas de Gravesend y de Sawtell, los tenistas seguían gruñendo y sudando en las pistas particulares y en las del «Raquet Club» muchos hombres seguían aparcando a duras penas frente a la estación de Riverfront y tomando los trenes de las 7:54 y las 8:24 con destino a Nueva York, y, el domingo por la mañana, la gente de Hampstead volvió a sentarse en la terraza del Club de Campo de Sawtell para beber los «Bloody Marys» de rigor y contemplar las barcas de vela en la lejanía y los windsurfers que se deslizaban y evolucionaban en la cercana rompiente, antes del almuerzo dominguero. Pero muchos padres encerraban ahora a sus hijos en las habitaciones por la noche, ya que, en los cinco días siguientes al regreso de Richard Allbee de Providence, un muchacho de catorce años de Hampstead, un niño de siete años de Hillhaven y una niña de doce, de Old Sarum, se habían ahogado en Long Island Sound.

Y ahora habían sido ya cuatro los asesinatos, uno más después del de Bobby Fritz. Las mujeres que se quedaban solas en casa tomaban precauciones antes de abrir la puerta, y los carteros y los repartidores de «Bloomingdale’s» con frecuencia no se molestaban ya en tocar los timbres de Hampstead, sino que introducían los paquetes detrás de las persianas, golpeaban éstas con fuerza y se marchaban. Nadie hacía jogging en solitario, sino en parejas o en grupos de a tres. A veces, en plena Main Street, podía verse a una mujer madura, esbelta y de buen aspecto, parándose de pronto y rompiendo a llorar, y uno no sabía si era a causa de un divorcio, o si uno de sus hijos había nadado mar adentro… o si los sucesos de Hampstead habían llegado a resultarle insoportables.

Sí, había partidos de tenis y de hockey en el Club de Campo, los domingos por la mañana; y la gente iba a «Greenblatts’s» y a «Grand Union» y compraba cerveza y chuletas de cerdo y briquetas de carbón, como todos los veranos. Pero, ahora, las conversaciones en las pistas de tenis y en la resplandeciente terraza del Club de Campo versaban tanto sobre la muerte y el suicidio como sobre «Wimbledon» y la Bolsa y las universidades a las que irían los hijos cuando llegase el otoño. Y también sobre la manera más rápida de alejarse de Hampstead, si uno podía todavía vender su antigua casa de estilo colonial con una hectárea de bosque y veinte años aún pendientes de hipoteca. Y a veces las conversaciones se adentraban en aguas turbias, en sectores que nadie comprendía o no quería comprender…, como cuando Archie Monaghan insinuó a Tom Flynn, colega suyo en la abogacía y en el golf, que poco después del terrible accidente de Les McCloud en la I-95, le había parecido oír y oler algo extraño en el mismo matorral que tanto había excitado a Les.

Ronnie Riggley habría podido contestar las preguntas acerca de la venta de aquellas bonitas casas coloniales con su hectárea de bosque. Si hubiese sido absolutamente sincera, habría dicho que, si la casa estaba en Hampstead, nadie la compraría ni de balde, aunque le añadiesen un caja de bombones de primera calidad; y que, si estaba ni Hillhaven o en Old Sarum, había sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de que la comprasen de balde. En cuanto a venderla por un precio, era totalmente imposible. Ni siquiera podría alquilarse, después del descubrimiento del cuarto cadáver y de los suicidios de todos aquellos niños.

Graham Williams vio un rótulo de «En Venta» en el jardín de Evelyn Hughardt, pero no vio que Ronnie ni otro corredor repartiese prospectos en las cercanías de la casa Hughardt. En vez de esto, vio un día un camión de mudanza aparcado en el extremo de Beach Trail, y que Evely Hughardt vigilaba a unos hombres que sacaban los muebles de su casa.

—¿Ha encontrado comprador, Evelyn? —preguntó Graham.

Ella meneó la cabeza.

—Pero voy a volver a Virginia, a pesar de todo. Hampstead ya no me convence. —Se volvió a mirar la casa, donde ella y Graham vieron un hombre detrás de la puerta principal, embalando los apuntes con sus marcos—. ¿Lo comprende, Mr. Williams?

—Perfectamente —asintió Graham.

Sabía que ella no era la única. Como en «El Verano Negro» de 1873, muchas personas se marchaban. Decidían tomarse sus vacaciones antes de tiempo, o recordaban, de pronto, que siempre habían querido que sus hijos viesen las Smoky Mountains o que hacía un año y medio que estos hijos no veían a sus abuelos. Ahora había una casa vacía cada dos manzanas, casi todas con el rótulo de un agente de la propiedad inmobiliaria en su fachada, pero algunas sin él; Graham apostó a que, en agosto, habría dos o tres casas desocupadas en cada manzana. Y que, entonces, a la gente le importaría un bledo vender o no sus casas, pues lo único que les interesaría sería marcharse.

Evelyn Hughardt lo miró vivamente, y él vio una palidez debajo de su cutis tostado con el color de la miel, y una expresión indefinible en el fondo de sus ojos: una expresión impropia de una mujer tan guapa como Evelyn Hughardt.

—Me pregunto lo que sabe usted —dijo ella.

Él sacudió la cabeza.

—Pienso que sólo hay un asesino —dijo él, fingiendo que creía que ella se refería a esto.

Había gente en Hampstead que sostenía que Gary Starbuck había matado a las dos primeras víctimas y que un «imitador» había matado a las otras dos.

—No me refiero a esto, Mr. Williams. ¿Ha advertido usted que ya no se ven pájaros, al menos pájaros vivos, en Hampstead? Todos están así. —Señaló con el pie un montoncito de plumas en el badén, al otro lado de la calle; a tres metros de él, había otro pájaro muerto—. ¿Y sabe que hay otra cosa que ha desaparecido de la villa? Los animalitos domésticos. Ya no se ven en parte alguna. Todos los perros han huido o han sido atropellados. Los gatos han desaparecido sin más ni más… Quizás han sido también atropellados. ¿Qué piensa usted?

—Es un misterio, Evvy. Yo diría que simplemente se largaron, como gatos que eran.

—Y también le parece natural que yo abandone la única casa que tengo. Repito: me estoy preguntando qué sabe usted.

—Sólo sé que esto ocurrió una vez antes de ahora. Hace aproximadamente un siglo, la población de la villa quedó reducida a la mitad.

—Hace un siglo —dijo ella, en tono disgustado—. Hace cien años, ¿oía la gente lo que no debía oír? —Él frunció el ceño, preguntándose adonde quería ir a parar, y ella prosiguió—: ¿O veían cosas que no debían ver? Deje que le diga algo, Mr. Williams. Estos aparatos pueden emplearse para grabar voces y transmitirlas después por control remoto. Pueden proyectar las voces y hacer que suenen como si estuviesen en la habitación de al lado, Mr. Williams. Y yo pienso que pueden hacer lo mismo con las imágenes, Mr. Williams…, no sólo con voces, sino también con imágenes. Como películas. ¡Proyectadas en nuestro propio dormitorio! ¿No le da la impresión de que es algo que nuestros amigos de Moscú podrían emplear contra nosotros, Mr. Williams?

Por lo visto, Evvy Hughardt había asimilado las doctrinas políticas de su marido, y su opinión sobre el «Escriba» de Beach Trail.

—Oí que el doctor Hughardt me hablaba —siguió diciendo ella—. Están probando esa maquinaria conmigo, ¿no? Soy el conejillo de Indias para su equipo de fantasía. Éste me envía rayos. O radiaciones, si es así como lo llaman. ¿Es usted uno de sus coroneles? Es lo que suelen ser los que mandan más, ¿verdad?

Evelyn Hughardt había oído algo, había pensado que había visto algo, y, desde entonces, su mente había estado persiguiéndose a sí misma en círculos obsesivos.

—Habría tenido que dejar en paz a los animalitos —dijo, y se volvió y corrió la puerta.

OLA DE ASESINATOS EN CONNECTICUT, dijo el primer titular del New York Post después del cuarto asesinato, y el New York Times preguntó: HAMPSTEAD, ¿UNA MALDICIÓN DE LA OPULENCIA?

Ted Wise y Bill Pierce, que se habían salvado gracias a la intervención de Les Friedgood y se hallaban ahora en un lugar remoto, en una instalación de «Telpro» en Montana, leyeron el segundo artículo en sus pantallas de computadora —«Telpro» había pagado su acceso a las noticias del Times y a los servicios de información para aliviar su aislamiento («Tenemos que decirlo», había dicho Pierce, y Wise se había mostrado de acuerdo pero pedido más tiempo)— pero no comprendieron el párrafo del Times sobre los niños que se habían suicidado ahogándose, pues parecía que esto no guardaba ninguna relación con la acción del DRG-16.

Hampstead sentía que una maldición pesaba sobre ella, no porque sus caros inmuebles habían perdido su valor, sino porque la villa parecía víctima de una serie de plagas casi bíblicas. La inquietud de Hampstead iba más allá del temor por la propia seguridad y del recelo paranoico que empezaba a mostrar la gente frente a los desconocidos; se había convertido en una inquietud psíquica. La villa parecía estar castigándose a sí misma, como si el loco que habla matado con ensañamiento a cuatro personas hubiese sido creado por los más hondos y secretos impulsos de Hampstead…, como un juicio contra sus valores. Valores, sí. El castigo era por los valores vulnerados y torcidos; y si los satisfechos y panzudos varones que subieron aquel domingo a los pulpitos de la villa jugaron su arrugada y vieja carta en los sermones, podían buscar su justificación, sin ir más lejos, en el excelente y a veces grandioso New York Times.

Los residentes de Hampstead que no estaban en las iglesias aquel domingo 22 de junio habrían podido ver un equipo de cámaras rodando lentamente por Sawtell Road y transmitiendo las palabras aprendidas de memoria por un corresponsal de la «CBS» a unos estudios de Nueva York. Hampstead y su chocante serie de problemas fue el plato fuerte del programa Sunday Morning de Charles Kuralt. El corresponsal, que usaba gafas gruesas y tenía una expresión en la que se combinaban la sensibilidad y la irritación nerviosa, llegó a Sawtell Beach y miró el brillante mar por encima del hombro, emocionadamente, con inquietud (y en realidad, equivocadamente). «Aquí —dijo— fue donde hallaron la muerte Thomas y Martin O’Hara, así como otros nueve niños…, aquí en esta deliciosa playa de una comunidad exclusiva. Y allí arriba, en Bluefish Hill, en una casa de trescientos mil dólares que sólo dista cien metros del lugar donde me encuentro, halló la muerte Francis Goodall, la segunda víctima del asesino de esta población. La muerte no respeta a las personas, ni el lugar que éstas ocupan en el mundo. Y aquí, en Hampstead, Connecticut, todos se preguntan dónde empezó el mal, dónde empezó la pesadilla.» «Otra mirada a las mansas ondas. Ahora te toca a ti, Charles.»

Este sentimentalismo exagerado, esta empalagosa y en realidad bastante ramplona filosofía, no hizo ningún bien a Hampstead.

2

El día después de que el reportero de la «CBS» diese a entender que Hampstead merecía de algún modo sus problemas, porque era rica, Sarah Spry estaba todavía en mi oficina a las seis, tratando de escribir un articulo para la Gazette. Sarah habría llamado a este artículo una pieza bien pensada, y pretendía demostrar con él que, efectivamente, había pensado a fondo. Había visto Sunday Morning, programa que normalmente admiraba. Desgraciadamente, ahora le costaba a Sarah traducir en palabras sus gastados esfuerzos: tenía ideas propias que quería plasmar en el papel, pero le fallaba la conexión, generalmente automática, entre su mente y su máquina de escribir.

Cuando pensaba una frase —y para ello tenía que concentrarse más que de costumbre en su construcción— pulsaba mal las teclas de la máquina y, minutos después, veía que las palabras parecían fruto de la mente de un lunático; no eran en absoluto lo que había imaginado que escribía. El primer párrafo decía así:

¿Hemos espotreado nosotros mismos este Oregón? Así esa palindanga de llotrepar y tamar a las chicas. Muchos dirán y tigrarán sobre una epidemia, citandoa la poetría fijada en el cadáver del jardinero Robert Fritz. Las mentes dudan y redudan.

Sarah contempló estas líneas, viendo de momento en ellas las frases que pensaba haber escrito, para ver un instante después la sopa de letras que había estampado en realidad. Sacudió la cabeza: le parecía tener los ojos nublados. Probó de nuevo, y sus dedos teclearon: Ahora debemos nadar contra la corriente de culpa que…

Sarah miró la página:

Nadadores desnudos nadando contra corriente dicen que…

Apartó los dedos de las teclas.

Sarah Henderson Spry no había pensado nunca en ser reportera de chismes, y aunque la mayoría de la gente la tenía por tal, ¿Qué ha visto Sarah? no era más que una pequeña parte del periódico, hacía la crítica de las exposiciones de arte y de todas las obras que se presentaban en «Hampstead Playhouse» y en el «Theater In The Glen»; e incluso seguía haciendo algunos reportajes importantes, que habían sido su primer trabajo en el periódico cuando terminaba su segundo y último año en la Universidad de Patchin. Los reportajes eran lo único que había querido hacer entonces; le entusiasmaba descubrir cómo ocurrían las cosas. La Gazette se había convertido en su hogar, y nunca había deseado más de lo que éste le ofrecía. Desde luego, una de las cosas que le ofrecía era su iniciación en la tragedia. Tenía veinticinco años y era todavía el miembro más joven del personal, cuando, en 1952, la había enviado al Club de Campo de Sawtell para informar sobre el suicidio de John Sayre. Cogió una cámara y una libreta de notas y, cuando llegó a la playa, detrás del edificio del club, el cuerpo de Mr. Sayre estaba todavía allí. Sarah fotografió a los policías, al camarero que había encontrado el cadáver, a Bonnie Sayre y a Graham Williams, y por fin tuvo el valor de fotografiar al abogado muerto. Joeu Kletzka, apodado antaño Clavos, porque durante veinte años había trabajado tanto de carpintero como de policía, estaba un poco más allá en la playa, con las manos cruzadas sobre la abultada panza, y hablaba de un muchacho llamado John Ray, que, cuatro días antes, había sido arrojado muerto por el mar a este mismo sitio… El jefe Kletzka tenía entonces sesenta y tres años, y le faltaban dos para el retiro y tres para su muerte. Los sesos de John Sayre habían salido por la nuca, y la cara tenía negras quemaduras de pólvora. Sarah tomó la foto porque el director se lo había exigido, pero no quiso mirar siquiera. Pasó por detrás del cadáver para hablar con Bonnie Sayre, que se había refugiado en los brazos de Graham Williams. La noche había sido cálida y húmeda. «Ahora no, Sarah», le había dicho él amablemente, ganándose su respeto. Después se había ganado su afecto al añadir: «Mañana iremos probablemente a la oficina de John. Tal vez podrías reunirte allí con nosotros. Bonnie no está ahora en condiciones de hablar.» Por consiguiente, había ido a la oficina y también había visto aquellos nombres garrapateados en la libreta del teléfono: Príncipe Green, Bates Krell.

Al aumentar su importancia en el periódico, también había aumentado su papel en el Condado de Patchin. Sarah tenía ideas fijas, pero las tenía sobre muchas cuestiones. Cuando terminaba su tarea en la Gazette, no tenía reparos en presidir reuniones de mujeres profesionales, en organizar grupos y seminarios femeninos sobre el trabajo en diarios y revistas, y en hacer propaganda de fiestas benéficas y bailes de caridad. En realidad, treinta años después de haber intentado fotografiar a John Sayre sin mirarlo, Sarah era parte casi indispensable de la vida social y profesional del Condado de Patchin.

Sarah se apartó de la máquina de escribir, miró de nuevo frunciendo los párpados, la jeringonza que había escrito, y se estremeció. Nadadores desnudos…, otra vez estas palabras, que parecían haberse escrito solas. Vio a los pequeños O’Hara como los había conocido: Thomas, sonriente e infantil; Martin, frunciendo el ceño y tomándose en serio algún nuevo invento de La Guerra de las Galaxias. Pasó rápidamente a otra oficina de la Gazette. Sacó un bloc y un lápiz del cajón de arriba.

—Buenas noches, Mrs. Spry —dijo Larry, el encargado de las prensas, al pasar ella por su lado. Larry agitó un manojo de llaves—. Será usted la última en salir… Asegúrese de cerrar bien.

—No lo olvidaré, Larry —dijo ella—. Buenas noches.

Larry salió por la puerta principal a Maint Street, y Sarah miró la oficina desierta y golpeó con el lápiz aquella mesa que no era la suya. Algo le había ocurrido…, algo había pasado en toda la población; pero la incapacidad que la había afectado podía ser el instrumento que la llevase a averiguar lo que en realidad había caído sobre Hampstead. Escritura embrollada, escribió en el bloc, o confió en escribirlo. Como dislexia. ¿Qué pudo causarla? Otros síntomas: sensación de embotamiento en la cabeza, zumbidos en los oídos…, una pizca de visión doble. Cansancio. Una dolencia común en toda la ciudad, ¿causante de trastornos cerebrales?

¿Manchas solares?

¿Residuos nucleares…, enfermedad por radiación?

¿Vertidos químicos?

¿Derramamiento de productos químicos, tal vez como resultado de un accidente de tráfico?

Repasó la lista que había escrito en el bloc, asintió con la cabeza, trazó dos rayas gruesas debajo de aquélla y empezó otra columna.

¿Qué hay de la historia antigua, la historia de la ciudad?

Anteriores asesinatos en masa. ¿Hubo alguno?

Anteriores suicidios de niños. ¿Hubo alguno?

Necesidad de relaciones. Datos que proporcionen el contexto de los a. m. o de los s. n.

Sarah se acercó el bloc a la cara y examinó todas las palabras que había escrito. En vez de «asesinatos en masa» había puesto «asesinatos en maza». Corrigió la frase. Todo lo demás era como pensaba haberlo escrito; lo cual parecía demostrar que escribiendo a mano y más despacio solucionaba casi completamente el problema.

Decidió pasar algún tiempo investigando su segunda serie de ideas, y esto era característico de ella: si algo turbador le había ocurrido a su escritura, se concentraría en algo diferente hasta que la escritura se fijase de nuevo. Miraría las cosas más de cerca: ésta era la divisa de su vida. Y esta noche tenía suerte, pues el periódico en el que trabajaba se había publicado en Hampstead desde 1875; antes había habido un pliego de dos páginas, y antes una hoja impresa por un solo lado. (Durante dos años, 1873 y 1874, no había habido ningún periódico en Hampstead, aunque Sarah lo ignoraba.) Los primeros números, desde el inicial del 3 de enero de 1965, habían sido fotografiados en microfilme, y, en 1968, un viejo cajista llamado Bill Bixbee había concebido la idea de crear un gigantesco índice manuscrito de todos los números de la Gazette. Bixbee había trabajado muchas noches, fines de semana y días de fiesta en su proyecto, y probablemente éste le había alargado la vida. Después de retirarse como cajista, había seguido acudiendo cada día a la oficina para trabajar en su índice. Estaba muy orgulloso de su creación; Sarah recordó que su índice contenía más cosas sobre Harnpstead de las que nunca sabrían ella o Stan Brockett, y, en realidad, había más cosas de Hampstead en el índice que en la propia Gazette.

Había dos ejemplares del índice de Bixbee: uno en la «Patchin Historical Society» de Hillhaven, y el otro en el archivo del periódico, en un estante encima del proyector de microfilmes.

El índice era llamado «el Bixbee» en la oficina. Si un reportero que buscaba datos para un artículo sobre la preservación de la marisma quería saber cómo había evolucionado la actitud de la población a este respecto, Brockett le decía que «los buscase en el Bixbee». El viejo cajista se había ganado su fama.

Sarah se dirigió al archivo, en la parte de atrás del edificio, encendió la luz y tomó el pesado «Bixbee» del estante. Lo puso sobre el tablero al lado del proyector, lo abrió y lo hojeó hasta llegar a la M. Entonces volvió unas cuantas páginas más, buscando la palabra «Murder» (Asesinato) en la columna de títulos.

Cuando la encontró, miró la lista de artículos. De momento, le pareció más larga de lo que había esperado, pero entonces advirtió que la mayor parte de los artículos estaban agrupados alrededor de una serie de tres fechas. La primera de éstas correspondía al año 1890; la segunda serie de artículos era del otoño de 1924, y la tercera se refería al mes de setiembre de 1952.

Bueno, ésta debía ser una de las famosas «contribuciones» de Bill Bixbee a la ciudad, pues no había habido asesinatos en Hampstead en 1952. A veces, el viejo cajista había empleado este índice para sacar conclusiones a las que nunca había llegado el periódico. Por ejemplo, si uno buscaba «Fondos, malversación de», una de las notas le dirigía a un artículo por lo demás inofensivo sobre el ensanchamiento de la Carretera 7 y la enorme cantidad que esta obra costaba a la población. Otra nota le llevaba a un simple reportaje sobre la construcción de asientos descubiertos en el campo de sofíball de Rex Road. En ambos artículos aparece el nombre del mismo contratista, junto con la mención de su parentesco con un eminente administrador municipal. Otra nota le conduce a una noticia sobre la reciente compra por dicho funcionario de una casa de trescientos mil dólares. Gracias a estos comentarios indirectos, «el Bixbee» contenía más cosas sobre Hampstead que el propio periódico.

Sarah tomó el primer rollo de microfilme y lo introdujo en el proyector. Lo hizo girar hasta que vio la primera página del primer número de la Gazette de Hampstead; enfocó la imagen para poder leer las fechas sin fruncir los párpados, e hizo pasar las páginas hasta llegar a 1890.

HOMBRE DE HAMPSTEAD ACUSADO DEL CRIMEN DE NORRINGTON, leyó en el número indicado en «el Bixbee». Tres minutos más tarde: VIDA SECRETA DE GREEN: DISIPACIÓN DESPUÉS DEL SEMINARIO. Y seis meses más tarde: GREEN CONDENADO. La implicación que se traslucía de estos artículos era que Robertson Green había cometido todos los asesinatos de prostitutas en Norrington.

El artículo siguiente se refería a un granjero del límite de Old Sarum que había matado a su esposa con un hacha.

Sarah no tomó notas de este caso, sino que cambió el rollo y pasó el nuevo por el proyector. Ahora estaba en el verano de 1924, y la Gazette era de formato más grande y más fácil de leer. Todavía había anuncios en la primera página, pero había también ilustraciones.

En los números indicados por Bixbee, las primeras páginas de la Gazette mostraban fotografías y dibujos de mujeres, de tres mujeres, todas ellas encontradas muertas en las marismas de la ribera occidental del Nowhatan River en las primeras semanas de aquel verano. SIGUE LA OLA DE MUERTE, rezaba el grande y negro titular del número del 21 de junio de 1924. ¿OTRA VÍCTIMA?, preguntaba el titular del 10 de julio, y debajo aparecía la foto de una mujer llamada Mrs. Dell Claybrook. Mrs. Claybrook había desaparecido de su casa la noche del 8 de julio. ¿TODAVÍA OTRA?, preguntaba la Gazette del 21 de julio, sobre un dibujo de la cara petulante y chata de la esposa de Arthur Fletcher, desaparecida de su casa mientras su marido atendía a su negocio de valores en Nueva York. ¿LA SEXTA VÍCTIMA?, preguntaba la Gazette a sus lectores el 9 de agosto. Mrs. Claybrook y Mrs. Fletcher seguían sin aparecer; un tal Mr. Horace West había regresado de un breve viaje de negocios a las fábricas de Rail River y se había encontrado con la inexplicable ausencia de su esposa Daisy. Dos días después, como quiera que Daisy West seguía ausente, Mr. West había ido personalmente a la Jefatura de Policía y se había enfrentado con el jefe Kletzka. El jefe Kletzka había tenido que emplear la fuerza física para contener al agitado Mr. West. Ninguno de los dos se había querellado contra el otro.

Otra nota era sumamente enigmática, pues no tenía nada que ver con el asesinato. Era un pequeño artículo, en la página 16, sobre el embargo de una barca de pesca propiedad de un tal Mr. Bates Krell. Por lo visto, Mr. Krell se había ausentado repentinamente: antes de que sus acreedores pudiesen meterlo en la cárcel, parecía insinuar el artículo.

«¿Bates Krell? —pensó Sarah—. Bueno, ¿dónde…?» ¿Daba a entender Bixbee que Krell había sido la última víctima del misterioso asesino de 1924? Sarah pensó que así era, pero aún no sabía por qué le resultaba familiar el nombre del pescador.

Cuando Sarah hizo girar el siguiente rollo de microfilme hasta los números indicados por Bixbee, correspondientes a 1952, contempló el primer artículo importante que había escrito para la Gazette: JOHN SAYRE SE QUITA LA VIDA. Aquí estaban dos de las fotografías que había tomado aquel día fatídico: Bonnie Sayre llorando y tapándose la boca con la mano enguantada, y la parte de atrás del «Club de Campo» con su pequeña franja de bien cuidada playa.

Pero ¿asesinato? Sin duda, el Bixbee contenía una larga lista bajo el epígrafe de «Suicidio». ¿Por qué incluía este caso evidente entre los «asesinatos»? Nadie había sugerido nunca que una mano distinta de la suya hubiese quitado la vida a John Sayre. Era una imagen que ella había reprimido durante treinta años. Impulsivamente, hojeó el Bixbee, buscando «Suicidio», y comprobó la fecha. Sí, allí estaba, debidamente registrado.

Sarah miró sus notas. En la margen izquierda de la hoja amarilla, separado de observaciones más detalladas, había escrito:

1890, R. Green

1924, segunda ola de asesinatos

(B. Krell desaparece)

Ahora añadió:

1952, J. Sayre (?)

Y, debajo, puso:

1980, Friedgood, Goodall, etc.

Y al mirar estas anotaciones, recordó; recordó que había estado en el despacho de John Sayre, mientras su esposa y su secretaria lloraban abrazadas; recordó que se había acercado a la mesa del abogado con Graham Williams, y que ambos habían visto los dos nombres garrapateados en el bloc de notas. Príncipe Green, Bates Krell. ¿Se lo habría dicho al viejo Bixbee y le habría preguntado por estos nombres? Sarah no podía recordarlo…, pero Bixbee los había puesto juntos en su índice. Un asesino de prostitutas, un pescador que había huido de la población (o sido asesinado), y un respetable abogado. ¿Qué relación podía existir entre los tres? ¿Y entre ellos y lo que pasaba en Hampstead en 1980?

Sarah trazó unos círculos alrededor de los nombres y las fechas; después se irguió en su silla, delante del proyector de microfilme. Había observado que mediaban aproximadamente treinta años entre cada grupo de incidentes. Con excepción del período 1950-52, había habido una serie de asesinatos en Hampstead cada treinta años. No, pensó: los asesinatos de Robertson Green habían sido cometidos en Norrington. Pero había habido asesinatos, en o alrededor de Hampstead, una vez en cada generación…

De pronto, la oficina de la Gazette le pareció oscura y fría. Apagó el proyector. Sabía ya que, si buscaba en los archivos, encontraría que la imagen se repetía una y otra vez, remontándose hasta los orígenes de los propios archivos… Y antes de esto, en unos tiempos en que el hombre no habitaba aún en la costa de Connecticut, ¿se atacarían y matarían locamente los animales, el oso contra el oso, el lobo contra el lobo, cada treinta años?

Sarah sintió ganas de esconderse: ésta fue su primera e instintiva reacción a lo que pensaba que había descubierto. Su primer impulso fue apagar todas las luces y ocultarse en un rincón hasta que hubiese pasado el peligro. Pero, siendo Sarah como era, en vez de hacer aquello agarró el teléfono.

3

En el mismo momento en que Sarah descolgaba el teléfono —poco después de las siete— un hombre intempestivamente vestido, con gabán y sombrero de tweed, salió de un teatro porno de la Calle 42 oeste, de Nueva York. El hombre miró en ambas direcciones y echó a andar hacia el oeste, hacia la Avenida de las Américas. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, pero un destello blanco debajo de una manga levantada demostraba que sus manos y sus brazos estaban vendados, lo mismo que su cara. Cuando pensó que uno de los habituales de la calle —uno de aquellos tipos amenazadores que se pasaban todo el día en la Calle 42— le prestaba demasiada atención, se deslizó junto a una adolescente de cabellos oxigenados y apretadas medias de seda que le murmuró: «¿Vamos? ¿Vamos?», y entró en otro edificio que antaño había sido un cine.

En casi todas las villas y ciudades, un caballero vendado como Claude Rains en El hombre invisible y llevando abrigo y sombrero a mediados de junio, habría llamado sin duda la atención; en casi todas las villas y ciudades, le habrían mirado y preguntado, se habrían sorprendido y habrían apuntado con un dedo. Pero esto era la Calle 42 y la mayoría de los que vieron a Leo Friedgood en busca de satisfacción sexual, presumieron que no era más que un lunático cualquiera. Un hombre llamado Grover Spelvir apoyado en una marquesina, vio que Leo se metía en el cine transformado, dio un codazo al tipo que daba cabezadas junto a él y dijo:

—Acabas de perderte la Momia, hombre.

—¡Bah! —comentó Lester.

Leo, que era ahora lo que en el Condado de Patchin llamarían un «bala perdida», sabía que su excursión al barrio más bajo de Nueva York era peligrosa; pero había presumido correctamente que, si tenía un aspecto raro y confiado, estaría bastante seguro, mientras que un aspecto raro y débil habría sido una invitación al ataque. Desde luego, todavía estaba en peligro —cualquier cosa que rompiese su red de vendajes lo mataría—, y esto hacía que su actitud fuese más furtiva de lo que habría sido en otras circunstancias; pero la arrogancia de Leo seguía siendo su mejor defensa. Presumía, especialmente aquí, que si uno podía pagar lo que quería, podía darlo por suyo.

Pero, aparte todo esto, no podía mantenerse alejado de aquí. Leo Friedgood había sido siempre un voyeur. Para sentir el más intenso placer sexual, Leo tenía que ver o imaginarse a otros haciendo el amor: cuando había cohabitado con Stony, había fantaseado acerca de otros hombres a los que la había animado a conocer. La incitación había sido sutil —Leo no había hablado nunca directamente a Stony de otros hombres— pero eficaz. Después de la muerte de Stony, Leo se había imaginado que su vida sexual había muerto también. Todavía podía sentir la humillación que le había causado Tortuga Turk, y aquella humillación parecía la lápida sepulcral de su vida sexual. El descubrimiento de las manchas blancas en su cuerpo, y su lento pero inexorable crecimiento podían haber contribuido también a sofocar los deseos de Leo, pero extrañamente, perversamente, cuanto más se extendían las manchas blancas sobre su cuerpo, más obsesivas eran unas ideas sobre el sexo. Ya no podía actuar personalmente, pero la ejecución había tenido siempre una importancia secundaria para Leo. Éste había roto con «Telpro» y con el general Haugejas —nadie de «Telpro» sabía lo que había sido de él—, pero le había sido imposible romper con sus más arraigadas fantasías. Y éstas le habían llevado de nuevo a la Calle 42.

Leo pasó inadvertido ante una hilera de cabinas donde se exhibían cintas pornográficas por veinticinco centavos cada fragmento de dos minutos, y dio un billete de cinco dólares a un hombre calvo que estaba detrás de una ventanilla, miró con retrasado interés los vendajes de Leo y le dio cinco dólares en monedas de 25 centavos. Luego entró Leo en una cabina y se gastó un dólar para ver cómo cuatro colegialas violaban a un hombre flaco y de negros cabellos, con una pronunciada curvatura en el pene. Después salió de la cabina, se dirigió a la parte de atrás del antiguo cine y pasó por debajo de un arco en el que se leía CHICAS DESNUDAS AL NATURAL, 25 Cnts. Una hilera de puertas que parecían de armarios estaban cerradas en semicírculo. Leo abrió una que no tenía encendida la luz roja, entró en el oscuro compartimiento e introdujo una moneda en la ranura que vio delante de él. Una ventanilla del fondo de la cabina se abrió poco a poco al ascender una plancha de metal.

Leo contempló un recinto redondo y bien iluminado, con una alfombra de piel artificial de tigre en el suelo y un desgarrado sofá tapizado de plástico al fondo y a la derecha. Delante de él había una serie de ventanillas como la suya, la mitad de ellas abiertas al haberse levantado sus planchas metálicas. En aquellas ventanas podían verse caras masculinas tan vividas como retratos del infierno —teñidas de rojo— y vueltas todas ellas hacia el cuerpo de la mujer que bailaba en el redondo espacio con música grabada de Bruce Springsteen. Al girar ella y levantar la rizosa cabeza en dirección a su ventanilla, Leo observó que era una pequeña puertorriqueña que no tendría más de diecisiete años. Un negro, en una ventanilla frente a la de Leo, hizo una loca mueca y sacó la lengua a la niña desnuda. Ésta miró a la ventanilla de Leo y no perdió un solo movimiento de cadera al advertir sus vendajes; su cara reflexiva y casi enfurruñada no se alteró en lo más mínimo. No apareció una sola arruga en su frente, ni un destello de interés en sus grandes y tranquilos ojos. Echó el hombro derecho hacia atrás, levantó la mano derecha, un seno menudo y moreno giró también hacia atrás, y una cadera bien moldeada imprimió un giro al perfecto cuerpecito. Leo se refociló al ver la pequeña y esbelta espalda, el lindo trasero y las deliciosas caras posteriores de los muslos. Cuando la placa de metal empezó a descender en su ventanilla, puso rápidamente otra moneda de veinticinco centavos en la ranura.

La muchacha se movía perezosamente alrededor del círculo de ventanas, doblándose hacia atrás como si tratase de pasar por debajo de una barra. Leo respiraba lentamente, medio en trance: se imaginaba a aquella niña, evidentemente una ramera y con seguridad una drogadicta, bajo una sucesión de hombres, torciéndose y retorciéndose, moviendo el lindo trasero, enlazando a un hombre tras otro con sus bonitas piernas. Leo sólo podía soportar esto por la duración de otros veinticinco centavos, pero entonces la pequeña puertorriqueña se puso una bata y una alta pelirroja de Dust-Bowl, con marcas de violencia, empezó a chascar los dedos y a moverse delante de las ventanas. Leo se caló más el sombrero sobre los vendajes, se levantó el cuello del gabán y pasó en sentido contrario por delante de la hilera de cabinas.

Sex show, sex show —le susurró un hombre al salir él del edificio y torcer hacia el oeste.

Bueno, esto era precisamente lo que quería; pero tenía que ser real, no una apresurada imitación. Caminó de prisa calle abajo, oyendo de vez en cuando una voz negra detrás de él que le llamaba «Momia,¡eh, pequeña Momia!» Se dirigía a un club que conocía, junto a la Séptima Avenida. Este «club» lo había descubierto en 1975, el año en que los Friedgood se habían trasladado al Este. Se componía principalmente de dos habitaciones, separadas por un cristal de espejo sólo por un lado y destinada a las personas que compartían los gustos de Leo.

—¡Mierda! No es una Momia —dijo Lester Bangs a Grover Spelvin, al ver que Leo desaparecía en la escalera de una casa contigua a un cine donde se proyectaban películas de horror durante las veinticuatro horas del día—. Ese hijo de perra va al Mirador. ¡Huy! No es una Momia…, no es una verdadera Momia.

—Ya lo veremos cuando baje la escalera, Lester —dijo Grover, metiendo las manos en los bolsillos de sus arrugados jeans y disponiéndose a esperar.

Leo llegó a lo alto de la escalera. Abrió la puerta marcada con el rótulo de «ESTUDIOS EZ», y una joven negra con peluca rubia le sonrió y dijo:

—¿Ha estado antes de ahora en nuestro club?

Leo asintió con la cabeza.

—¿Se ha quemado? —preguntó la chica—. Bueno, yo tenía una amiga que se quemó toda. Tuvo que ir vendada dos meses seguidos. Bueno, son treinta y cinco dólares.

Leo sacó un fajo de billetes del bolsillo del gabán, contó el dinero y lo puso sobre la mesa.

—Muy bien —dijo la chica.

Le mostró media hectárea de brillantes encías sonrosadas, se levantó y lo condujo a una habitación donde media docena de hombres maduros, algunos con jeans y camiseta, otros en traje de calle, se hallaban sentados en sillas metálicas delante de una ventana de dos metros cuadrados. Sonó una música rock, pero todos los hombres parecieron ignorarla deliberadamente. Al otro lado de la ventana había una habitación más pequeña y, en ella, una cama revuelta sobre el suelo desnudo. La muchacha apretó un botón de la pared y dijo:

—La función va a empezar, caballeros. Cada representación dura quince minutos. Si se quedan para la próxima, tendrán que volver a pagar. Quien se queda, debe pagar.

Una joven blanca y un negro corpulento entraron en la habitación. Saltaron inmediatamente sobre la cama, y Leo se sintió decepcionado. Cuando había estado aquí, hacía cinco años, la pareja —ambos blancos— se había acariciado y besado durante largo rato antes de subir a la cama. El hombre parecía ahora aburrido y enojado. Agarró el trasero de la chica y la hizo rodar encima de él. Ella se movió sobre el macizo cuerpo, simulando excitación. El hombre no consiguió siquiera la erección; estaba demasiado fastidiado e irritado para tratar siquiera de disimular su miembro fláccido.

Unos minutos después, la mujer simuló el orgasmo. Saltó inmediatamente de la cama y se alejó del campo visual para esperar, pensó Leo, que volviese a sonar el timbre. Pocos segundos más tarde, el hombre bajó también de la cama.

Leo estaba furioso. Cinco años antes, la cosa había sido real, no fingida. Tuvo la impresión de que le habían robado el dinero.

Un hombrecillo con apariencia de ratón, sentado junto a él y tocado con un mezquino sombrero de fieltro, lo estaba mirando de un modo extraño; con temor, debido a sus vendajes, pero casi con simpatía.

—Lo sabía —dijo el hombrecillo a Leo—. Esto ya no es real. Lo han hecho un par de veces, y ahora sólo les sale esta porquería. Pero si quiere ver algo real, yo puedo proporcionárselo. Son cien dólares. —Estaba inclinado junto a Leo, y cuando volvió la negra de enormes encías y peluca rubia, murmuró—: Sígame. ¿Tiene los cien?

Leo asintió con la cabeza y el hombre le precedió escalera abajo. Cuando Leo salió a la calle, el hombre estaba ya en la acera, muy nervioso, con un aplastado cigarrillo pegado al labio inferior. Era un sesentón, un arruinado y pequeño alcahuete de camisa a cuadros y sombrero de fieltro.

—Octava Avenida —dijo el hombre por encima del cigarrillo, echando a andar nerviosamente calle abajo.

—La Momia se mueve —dijo Grover Spelvin a Leste Bangs, y ambos empezaron a seguir a Leo y al alcahuete hacia el oeste.

—Sí, pero va con Cucaracha Al —dijo Lester—. No una momia. Cucaracha Al va a llevarlo a la pequeña Mon Minnesota y al cerdo loco de Dog. No quiero líos con ese tipo.

—Pero la Momia volverá a salir —observó Grover.

—Saldrá pobre como una rata —dijo Lester.

Delante de ellos, Cucaracha Al y Leo Friedgood cruzaron la Octava Avenida y entraron en el vestíbulo de un edificio de ladrillo gris llamado «Hotel Spellman». El conserje miró deliberadamente a otro lado, y Al condujo a Leo por la oscura escalera hasta el tercer piso.

—El dinero —dijo, muy nervioso, delante de la puerta.

Leo sacó cien dólares del bolsillo del abrigo y puso el dinero en las manos temblorosas del hombre.

—Está bien, está bien. Yo llamaré, entraremos los dos, después, me marcharé, ¿de acuerdo? Esto es una cosa real. Tendrá lo que busca, caballero. ¡Anímese!

El hombre lanzó una mirada rápida y nerviosa a la cara vendada de Leo y llamó dos veces a la puerta.

Abrió un hombre de enormes bíceps cubiertos de vividos tatuajes. Llevaba solamente unos calzoncillos blancos de algodón y, al echarse atrás para dejarles pasar a la pequeña y maloliente estancia, unos abultados músculos se dilataron y encogieron en sus pantorrillas y en sus muslos. Movía la cabeza, como al compás de una música que sólo él podía oír. Los cabellos rubios del hombre estaban casi afeitados en algunos sitios y, en otros, tenían un centímetro de longitud; se los había cortado él mismo sin espejo.

—¿Te ha pagado, Al? —preguntó con voz lenta del Medio Oeste.

—Claro que sí, Dog —dijo Al, sacudiendo la cabeza.

Dog miró a Leo de arriba abajo y sonrió.

—¡Jesús! Vaya un tipo. Realmente es algo singular.

Leo se apartó de Dog y vio una muchacha delgada y de aspecto adormilado, que miraba indiferente e inexpresivamente desde una cama revuelta. También era rubia, y sus finos y ondulados cabellos estaban tan desordenados como arrugada la sábana que cubría su cuerpo.

—Te veré más tarde —dijo Al, saliendo de la habitación.

Dog siguió mirando a Leo, sacudiendo la cabeza con incredulidad y moviéndose en amplios círculos a su alrededor. Leo empezaba a ponerse nervioso cuando Dog preguntó:

—¿Puede hablar? ¿Puede hablar a través de todos esos trapos?

—Sí —dijo Leo—. Por favor. He pagado.

—Está bien, hombre —dijo Dog, levantando las manos, con lo que se hincharon los músculos de sus brazos—. ¿Qué quiere ver? ¿Algo especial? Haremos lo que usted quiera.

—Basta con que se acueste con la chica —dijo Leo.

—Claro, hombre; me acostaré con la chica. Lo que usted diga, señor turista. —Dog se bajó los calzoncillos y Leo vio que los tatuajes terminaban en la cintura del hombre—. Siéntese ahí y tendrá una vista mejor —dijo Dog, señalando una silla a unos seis palmos de la cama.

Leo se dio cuenta, al fin, de que el olor del apartamento le recordaba… el de la sopa de pollo. Se sentó en la silla de madera y observó cómo alzaba Dog la sábana que cubría a la pasiva muchacha. Dog estaba en erección. La muchacha tenía el cuerpo infantil, salvo por los grandes senos que caían a ambos lados del pecho. Dog se arrodilló entre las piernas abiertas de la chica.

Directamente delante de Leo, sobre la sábana de abajo, había una mancha parda con la forma del Estado de California.

Leo empezó a gruñir mientras Dog se acercaba al orgasmo. Esto era real, no lo que habían hecho en el club, y, al estremecerse Dog sobre el fláccido cuerpo de la chica, Leo jadeó y tembló.

—Bueno, hombre —dijo Dog, incorporándose y sentándose en la cama—. Esto es lo que ha pagado, ¿no? Le hemos dado lo que ha pagado, ¿eh?

Leo asintió con la cabeza y se levantó.

—Bueno, suelen darnos propina, hombre —dijo Dog, saltando de la cama.

La chica seguía mirando fijamente a Leo, boquiabierta. Dog se colocó entre Leo y la puerta.

—Agradecemos las propinas, ¿sabe?

—Desde luego —dijo Leo por el agujero del vendaje. Sacó un billete de veinte dólares del bolsillo y se lo dio a Dog.

—Realmente, es un hombre singular —dijo Dog—. Bueno, ¿quiere ahora a Mona? Muchos clientes la quieren. Otros cincuenta, y podrá hacer con ella lo que quiera. Mona le chupará los vendajes, hombre.

Alargó una mano y dio un fuerte golpe en el pecho de Leo.

Leo gimió, y Dog dio un paso atrás, sujetándose la mano como si se la hubiese quemado. Unas arrugas profundas y brutales aparecieron en su cara.

—¿De qué demonios está hecho, hombre? —El semblante de Dog había cambiado; ahora era plomizo y receloso—. ¡Jesús! —Miró a la chica por encima del hombro—. Mona, mira el abrigo de ese hombre. Mírese el abrigo, hombre.

Leo respiraba fuerte, sintiendo una horrible sensación de flojedad en el pecho. La parte delantera de su abrigo tenía una mancha grande y oscura que se iba extendiendo.

—Déjeme en paz —dijo frenéticamente Leo—. No me toque. Déjeme salir de aquí.

Dog avanzó hacia él, con la cara contraída y los párpados tan entornados que ocultaban las pupilas. Leo levantó las manos. Dog lanzó un corto gancho de izquierda a la mandíbula y después golpeó con fuerza la sien de Leo con el puño derecho.

Las vendas que cubrían la cabeza de Leo se abrieron. Una espuma blanca se desparramó por la habitación como si fuese una jabonadura. Leo cayó al suelo, y la sustancia blanca y espumosa siguió fluyendo entre el deshecho vendaje. Al cabo de diez minutos, Leo Friedgood quedó reducido a un montón de ropa mojada, huesos brillantes y vendas como spaghetti en un charco de limo. Sólo llevaba dinero encima, y Dog lo extrajo del bolsillo del abrigo.

Treinta minutos más tarde, Grover Spelvin y Lester Bangs vieron que Dog y Mona Minnesota bajaban los peldaños de la entrada del «Hotel Spellman». Los dos hombres estaban apoyados en una farola al otro lado de la ancha calle y, al salir Dog por la puerta, Grover se estiró y dio un codazo a Lester Bangs en el costado.

—Son ellos —dijo—. Vamos, Momia.

Mona Minnesota salió a la cálida luz del sol detrás de Dog y bajó trotando la escalera. Ella y Dog llevaban sendas bolsas de papel castaño con grandes manchas irregulares.

Grover y Lester cruzaron la calle contra la luz y empezaron a seguir a Dog y a Mona hacia el sur, por la Octava Avenida.

—¿Dónde está la maldita Momia? —preguntó Lester—. Hemos estado esperando todo el día. ¿Dónde diablos se ha metido?

Dog metió su bolsa de papel en un cubo para basura y esperó a que Mona dejase la suya sobre aquélla. Después siguieron más despacio su camino, con todo el aspecto —Grover y Lester le reconocieron inmediatamente— de una joven pareja en busca de una importante cantidad de droga.

—Mierda —dijo Grover.

—¡Maldita sea! —exclamó Lester.

Los dos hombres se acercaron al cubo de la basura donde las dos bolsas eran como adornos de un sombrero. Lester abrió delicadamente la bolsa de Mona y miró a su interior. Después rió entre dientes, y al advertir cómo le miraba Grover, lanzó una estruendosa carcajada.

—Grover —dijo, partiéndose de risa—, Dog ahogó a la Momia. La ahogó con jabón de afeitar. ¡Ja, ja, ja!

Grover Spelvin, lúgubre el semblante, metió un dedo encorvado en la bolsa e inclinó la abertura hacia él. Miró al interior. Meneó la cabeza.

—Eso no es jabón de afeitar —dijo—. Eso es la Momia. ¡Maldición! ¿Sabes una cosa? —Se volvió a Lester con una expresión como de asombro en su ancho rostro—. Dog se lo cargó, naturalmente; pero ese lechuguino era la verdadera Momia. Como en las viejas películas.

—Maldito Dog —dijo Lester, sacudiendo la cabeza.

—Dentro de aquellas vendas, todo era jugo —dijo Grover—. La verdadera Momia. ¡Maldita sea!

La Momia —dijo Lester.

—Me pregunto cuánto dinero llevaría —musitó Grover.

4

—Celebro mucho que quiera ayudarme —dijo aquella noche Sarah Spry a Ulick Byrne—. Como sabe, nunca había necesitado ayuda de esta clase; solía hacer las cosas yo sola.

—Lo sé, lo sé —dijo el abogado—. Yo también soy así. Pero somos amigos, Sarah. Y supongo que se trata de algo que no quieres que sepan Brockett y los demás de la Gazette hasta que yo esté dispuesto a enfrentarme con ellos. Brockett pensaría que estoy loco. Por consiguiente, si puedes, mira en los archivos y averigua si hubo accidentes industriales o cosas por el estilo en nuestra vecindad, de seis semanas o dos meses a esta parte. Si no ha habido nada de esto, quizá podrías comprobar la actividad de las manchas solares. Yo trabajaré en otra dirección y, desde luego, te comunicaré lo que averigüe. Parece que hay una ola demasiado fuerte de locura por aquí.

Esto no era una novedad para Ulick Byrne. Durante las dos últimas semanas, parecía que la mitad de sus clientes habían sido aquejados de grave psicosis. En realidad, eran tantas las cosas que habían ido mal que el propio Byrne pensaba que, probablemente, también él se estaba volviendo loco. Los O’Hara tenían desde luego motivos para su inestabilidad actual; y tal vez los Johnson los tenían también: sus cuatro «Llasa Apsos» de pura raza se habían escapado juntos y habían sido hechos papilla por las ruedas de un camión de la «Druze Cement Company». Pero otra cliente suya se había matado haciendo jogging. Con un sobrepeso de veinte kilos, el mayor esfuerzo que había hecho en su vida había sido levantar el aparato de control remoto de su televisor. Entonces, una mañana, empezó a correr por Sawtell Road antes de desayunar y no quiso detenerse, ni siquiera cuando su marido la alcanzó con su «BMW» y le suplicó que subiera. Treinta minutos más tarde, después de tres horas enteras de jogging, los músculos de sus piernas habían cedido y su corazón había hecho lo propio.

En realidad, pensó Ulick Byrne, si se observaba lo habían hecho últimamente sus clientes, se tenía una imagen mejor de lo que uno habría deseado sobre lo que sucedía en Hampstead; porque nadie habría querido ver de cerca tanta locura. Además de Jane Anderson, corriendo por Sawtell Road hasta darle un ataque al corazón, estaba el caso de George Klopnik, perito mercantil de una empresa de Woodville. Ulick sabía que George era todo lo bueno que podía ser en Woodville un perito mercantil que no fuese socio de la empresa. Sin embargo, George había entrado en el despacho de Ulick Byrne con una mirada brillante y torcida en los ojos y la convicción de que debía poner pleito al Gobierno de los Estados Unidos por haberle dado falsas esperanzas. George estaba convencido de que, en la causa Klopnik contra Estados Unidos, un jurado imparcial le otorgaría veinte millones de dólares como indemnización de daños y perjuicios. Ulick sólo había conseguido echarlo de su despacho prometiéndole que buscaría precedentes sobre causas por falsas esperanzas. Pero aún peor que George estaba Rogers Thornton, distinguido jefe de una importante empresa de importación de muebles. Thornton tenía los cabellos de plata, los trajes a rayas y los maravillosos modales propios del dueño de una casa en Mount Avenue y presidente de una próspera compañía; pero, en la tarde del martes 17 de junio, se había acercado a una linda colegiala en Main Street, delante de «Anhalt’s», y le había dicho: «Poseo un cipote singularmente hermoso. ¿Te gustaría verlo?» Ahora, Thornton estaba en libertad bajo fianza, pero los padres de la chica querían que le encerrasen de por vida si no podían hacer que lo castrasen, y Thornton permanecía imperturbable ante todo aquel jaleo. «Usted no lo comprende, Mr. Byrne —había dicho a Ulick—, pero poseo realmente un cipote singularmente hermoso. Supongo que esto será un tanto a mi favor, ¿no cree?»

Y no podemos terminar con las tribulaciones de Ulick Byrne sin mencionar a Maggie Nelligan, del «Círculo Revolucionario», la cual, en compañía de su amiga Kathryn Hoskins, de Gravesend Avenue, se había presentado una mañana en «Bloomingdale’s», en Manhattan, y encargado en la sección de pieles prendas por valor de ciento setenta mil dólares. Mrs. Nelligan y Mrs. Hoskins fueron invitadas a pasar al despacho del director de la sección de pieles para hablar con él, y ellas accedieron encantadas. Cuando el director les preguntó cómo pensaban pagar las pieles, las dos damas se indignaron. Sin duda, el director la conocía, protestó Mrs. Nelligan. El director respondió que lamentaba que no fuese así, aunque si ella tenía la bondad de refrescarle la memoria… «¡Cómo! —exclamó Maggie Nelligan—. Yo soy la dueña de este almacén. Pensé que debía usted saberlo.» «Y yo también —dijo Kathryn Hoskins—. Las dos somos sus dueñas. —Maggie Nelligan asintió enérgicamente con la cabeza—. Ahora, haga el favor de entregarnos nuestras pieles», dijo. Por fin hubo gritos, golpes —al pobre director de la sección tuvieron que darle varios puntos de sutura—, y fue llamada la Policía. Las indignadas Maggie Nelligan y Kathryn Hoskins fueron acusadas de lesiones y tentativa de robo, y encerradas en una celda. Mr. Paul Nelligan había llamado a Ulick Byrne el día siguiente.

Byrne había observado también señales de desorden en toda la población: los basureros no habían pasado por su casa durante una semana entera, y después habían pasado dos veces el mismo día, haciendo muecas como lunáticos; el taxista que lo había llevado de la estación a su casa de Redcoat Grove, el viernes pasado por la noche, se extravió, a pesar de que había llevado al menos dos veces a casa a Byrne con anterioridad; una chica que trabajaba de cajera en «Greenlatt’s» había tratado de cobrarle seis veces el mismo asado de ternera, y había estallado en fuertes y ruidosos sollozos cuando él había protestado; y estaba seguro de haber visto, a través de la ventana de su despacho, a una anciana que comía furtivamente estiércol y hierbas de una de las grandes macetas de la zona de aparcamiento del edificio. ¿Y no parecía que había más disputas que nunca, que los temperamentos estaban más excitados? Hacía dos días que, en el mismo aparcamiento, había visto a un par de colegiales atizándose como si estuviesen medio locos… Ayudando a Sarah, pensó, tal vez se acordaría menos de estas cosas.

La telefoneó dos días más tarde. Su investigación le había dado solamente un dato.

—Y no estoy seguro de que se adapte al cuadro que estás tratando de esbozar, Sarah. Pero te lo diré, de todos modos, para que veas que creo en tu causa. El diecisiete de mayo, un par de hombres murieron a causa de un accidente en una fábrica de productos químicos de Woodville. «Woodville Solvent», para ser exacto. Todos los informes indican que murieron por intoxicación con monóxido de carbono.

—¡Hum! —dijo Sarah—. No nos ayuda mucho. Esperaba que se hubiese producido un gran derramamiento, quizás en la carretera general… Pero espera un momento. ¿Has dicho el diecisiete? Es nuestro día. Es nuestro día. La señora Friedgood fue asesinada el diecisiete de mayo. Y te diré que algo más ocurrió aquel día: hubo en la autopista un accidente en el que murieron ocho personas. ¿No te parece que son muchas coincidencias, Ulick?

—¡Jesús! Tengo un terrible dolor de cabeza —dijo Byrne—. Pero sí, estoy de acuerdo contigo. Porque…

—Y fíjate en el dieciocho —dijo Sarah, levantando la voz—. ¿Recuerdas lo que pasó el dieciocho, Ulick? Murieron cinco personas. Todo está en la Gazette. Estábamos todos tan impresionados por aquel terrible asesinato que no nos paramos a pensar que podía haber alguna relación. Pero mira, aunque sea demasiado pronto para preocupar a nadie con mis locas ideas sobre todo esto, pienso que tiene que haber alguna concordancia.

—Bueno, algo parecido iba yo a decir —le dijo Byrne—. Que me aspen si sé lo que es. Pero iba a decirte, Sarah, que pienso que debe de haber alguna relación entre esto y Leo Friedgood.

—El marido —dijo Sarah.

—Exacto. Leo Friedgood tiene algún cargo importante en la «Telpro Corporation». Ésta se halla muy metida en cuestiones de defensa, junto con otras muchas actividades. Bueno, «Telpro» era propietaria de «Woodville Solvent»… Yo hice parte del papeleo para la transferencia. No querían que interviniese ningún abogado de Woodville.

—Bueno, tenemos algo, pero no sé qué —dijo Sarah.

—Busquemos a ese Friedgood y hablemos con él.

—Y después te explicaré algunas de mis divertidas ideas.

—No me vendrá mal reírme un poco —dijo Byrne—. Todos mis respetables clientes parecen empeñados en terminar entre rejas.

5

Cuando Richard Allbee llegó a casa aquel martes, Laura le abrió la puerta; él dejó caer la maleta sobre el suelo, y la abrazó hasta que ella dijo que no podía respirar. Después se echó atrás y, sin soltarle los hombros, la miró. La cara de ella resplandecía, sus cabellos eran pulcros y sedosos, su vientre estaba visiblemente abultado; una docena de toscas observaciones sobre las vasijas griegas se formaron en la mente de él, pero lo único que dijo fue:

—¡Dios mío, cuánto te eché a faltar! Estás magnífica.

Aquella noche le contó todo lo referente a Morris Stryker y la casa de College Street, a las interminables comidas en restaurantes de segunda clase, a los tramposos que colaboraban con Stryker, al rechazamiento de sus planos, a cómo había estado a punto de atropellar al cliente para librarse de él.

—Esto significa que nuestros ingresos se verán reducidos a la mitad —dijo Richard—. Pero no quiero que te preocupes por esto. Algo sucederá. Estoy seguro.

—Yo estoy incluso más segura que tú —dijo Laura—. No pasará mucho tiempo antes de que un trabajo tan bueno como el tuyo llame mucho la atención. Apuesto a que dentro de dos años, o tres como máximo, tendrás tanto trabajo que podrás rechazar a ciertos clientes. Confía en mí. Tengo una bola de cristal.

Y fue verdad que, a pesar de tener menos dinero en el bolsillo, los Allbee sobrevivieron al mensual alud de facturas durante todo el verano y el otoño. Aquella temporada, con Richard trabajando en Hillhaven, se sintieron más cerca que nunca el uno del otro. Un día a la semana, incluso al avanzar el embarazo de Laura, iban a Nueva York y rondaban las galerías de arte y los museos, y el aire de Manhattan, así como el feliz desarrollo de la criatura que llevaba en su seno, curaron la depresión que había experimentado Laura después de abandonar Londres. Convinieron en que, cuando el trabajo de Richard les permitiese gastar más dinero, alquilarían un pequeño apartamento en el West Side para utilizarlo los fines de semana.

La noche de setiembre en que nació la criatura, Richard permaneció en pie junto a la cama y dijo las inútiles pero alentadoras frases que suelen decir los padres: «Te estás portando muy bien, querida. Ahora es el momento de apretar de nuevo. Esto es. Aprieta, sigue apretando, sigue apretando, aprieta de veras. Estupendo, Laura.» Balbuceaba, demasiado excitado y demasiado orgulloso de Laura para recordar fielmente las lecciones que habían aprendido. Lo que más impresionaba a Richard del fenómeno del parto era el valor, incluso el heroísmo de las mujeres: pensaba que, si los varones diesen a luz, habría mucha menos gente en el mundo.

Después de diez horas de dolores, Bultito nació en el hospital de Norrington el 30 de setiembre, pesando tres kilos y medio, midiendo cincuenta y ocho centímetros, sano y normal en todos los aspectos, y del sexo femenino, como Richard había pronosticado que sería. El día siguiente, Richard y Laura decidieron llamarla Philippa, por la única razón de que a ambos les gustaba este nombre. «¿Philippa? —dijo la enfermera, una corpulenta y campechana negra con una espesa y crespa mata de pelo—. ¿Qué ha sido de los viejos nombres normales, como Mary y Susan? Parece que nadie los usa ya.» Cuatro días después, los Allbee llevaron a su hija a su linda y nueva casa de Beach Trail. Richard había conseguido decorar la habitación que habían elegido como nursery, pero, en la mayor parte del resto de la casa, las paredes estaban sin acabar, tuberías descubiertas repiqueteaban sobre el yeso y las cajas de conexión de la instalación eléctrica parecían arañas en el centro de inmensas telas de metal. Como había explicado Richard a Laura años antes, la casa del restaurador era siempre la última en ser restaurada.

—Entonces me alegro de que no seas tocólogo —había dicho Laura.

Al crecer Philippa, se pareció a Laura —sus cabellos tenían el mismo color rojo delicado de acuarela— mucho más que a Richard, y desde el primer momento, la dulce, tranquila y curiosa criatura se adueñó del corazón de su padre. Richard y Laura no trataron nunca de tener otro hijo; Philippa parecía acaparar todo su amor y devolverles todo el que recibía, y los Allbee no pensaron nunca seriamente en llenar un vacío que no podían ver ni sentir. Cuando Philippa tuvo cinco años, la ingresaron en la Academia de Greenbank.

Por aquel entonces, su casa había sido restaurada y la predicción de Laura se había cumplido, aunque un año o dos más tarde de lo previsto: Richard tenía tantas ofertas de trabajo que sólo podía aceptar la mitad de ellas. Ahora pensaban seriamente en aquel apartamento en Nueva York, tanto más cuanto que Laura quería buscar un empleo cuando Philippa tuviese unos pocos años más.

Cuando Philippa estuvo en el quinto curso, Laura empezó a solicitar trabajo en revistas a editores de todas las clases… y, al cabo de seis meses, le dieron el cargo de ayudante del director en una editorial de libros en rústica.

Laura prosperó en su empleo, pero su matrimonio se volvió más inestable de lo que había sido nunca desde el regreso a América. Al aumentar la experiencia editorial de Laura, Richard no podía disimular su resentimiento por el mucho tiempo que pasaba ella fuera de casa, lejos de él: tenía que aceptar el hecho de que el trabajo había llegado a ser, en la vida de ella, casi tan importante como el matrimonio. Los Allbee se debatieron y lucharon entre ellos durante dieciocho infelices meses. Al fin, Laura consiguió un cargo de directora en «Libros de Bolsillo». Muchos autores cuyas obras había publicado en rústica la siguieron en «Libros de Bolsillo». Richard y Laura volvieron a entenderse mejor.

Cuando Philippa ingresó en la «Brown University» (Richard la llevó en su coche a Providence y buscó el nombre de Morris Stryker en la guía telefónica mientras estaba en aquella ciudad, esperando no encontrarlo, y no lo encontró: habría muerto o no figuraría en la guía), Laura había sido nombrada directora editorial en «Libros de Bolsillo», y Richard tenía más éxitos de los que pensaba que se merecía. Hablaba en conferencias y simposios en diferentes partes del mundo; él y Laura habían hecho muchos viajes a Londres, y poseía una oficina en Nueva York y otra en Hampstead. Tenía a sus órdenes dos jóvenes arquitectos apasionadamente interesados en las obras de restauración (y uno de ellos, pensaba él, parecía sentir el mismo apasionado interés por Philippa). Cuando Philippa estudiaba el penúltimo curso en «Brown», uno de los jóvenes descubrimientos de Laura escribió un libro del que inmediatamente se vendieron más de veinte mil ejemplares a la semana y siguió vendiéndose con regularidad hasta llegar a imprimirse más de veinte millones de ejemplares; y Richard consiguió el encargo más importante de su vida: la restauración, en Lincolnshire, de una famosa casa de campo victoriana diseñada por Sir Charles Barry.

Un Día de Acción de Gracias, Laura, Richard y Philippa celebraron un largo y suculento banquete en su casa de Hampstead. Los Allbée bebieron una botella de «Don Perignon» antes de la cena, y pasaron después al comedor para regalarse con el pato asado por su cocinera y los otros platos, más tradicionales, preparados por ella: el relleno, el puré de calabaza, arándanos, patatas, empanadas de carne picada.

Cuando se sentaban a la mesa, sonó el timbre. Richard gruñó y dijo que debían traerle unos planos de la oficina de Nueva York. No, dijo Laura, debía ser el mensajero que le traía el último original de su nuevo astro con un día de anticipación. Se levantó y se alejó de la mesa, mientras Richard empezaba a trinchar el pato.

Al abrir Laura la puerta, Richard miró de reojo… y una fría ráfaga de viento, de un viento tan frío que parecía negro, entró en el comedor. «¿Qué?», dijo Richard, dejando el largo cuchillo de trinchar sobre la mesa. Se volvió hacia la puerta y, en aquel instante, vio que Billy Bentley avanzaba en dirección a Laura. Billy había entrado con la fuerte ráfaga de viento negro y sus ojos echaban chispas. Un segundo después, clavó el cuchillo en el estómago de Laura y rajó hacia arriba, hasta el corazón, con regocijado e inhumano salvajismo.

Todo esto pudo haber ocurrido, y en parte ocurrió, pero no de esta manera.

Richard se volvió en la cama, pestañeó y miró al techo. No se sentía en su sano juicio, pero la cordura que le quedaba era la que había inventado esta compilada y cruel fantasía. A veces casi la había creído; mejor dicho, postrado aquí en su dormitorio, la había creído. Había visto el nacimiento de Philippa, y había visto su cara al ser capaz de montar en su primera bicicleta de dos ruedas, y al quedar primera de su clase en un ejercicio. Había visto aquella página de la guía telefónica de Providence, la columna de nombres que no incluía el de Morris Stryker, oído la voz de Philippa que le preguntaba: «¿A quién buscas, papaíto?» Probablemente, estas cosas inventadas que había visto le habían mantenido al menos tan cuerdo como era, y probablemente le habían conservado también la vida…, porque, durante los últimos cinco días, su postración nerviosa había sido tan profunda que casi había necesitado recordarse que tenía que respirar. Así como Leo Friedgood se había sostenido con alcohol después de la muerte de su esposa, Richard Allbee se había alimentado con la imaginación.

A eso de las nueve de la noche del martes 16 de junio, Richard había abandonado la autopista de Connecticut por la Salida 18, bajando por Sayre Connector hasta Greenbank Road, cruzado el puente desde el que Tortuga Turk había amenazado con lanzar a Bruce Norman, pasado por delante de la casa de Wren van Horne y la entrada a la playa, y girado en Mount Avenue hacia Beach Trail. Había barajado tantas alternativas en su mente —había habido un corte de energía, había habido un robo, Laura había intentado telefonearle y ahora estaba en la carretera que conducía a Providence— que lo único que quería era ver a su esposa y asegurarse de que estaba bien. También había considerado la alternativa de un incendio, y por esto se sintió más tranquilo cuando hubo avanzado lo bastante por Beach Trail para ver la parte de atrás de su casa.

Al entrar en el garaje, Richard advirtió que la luz interior de la entrada de atrás estaba encendida. Sacó sus maletas del portaequipajes y cruzó con ellas el paseo hasta la escalera de atrás. Entonces abrió la puerta y llamó a su mujer. Entró y dejó caer las maletas junto a la puerta.

Recorrió el pasillo hasta la parte de delante de la casa.

—¡Laura! —gritó.

Una de las luces del cuarto de estar estaba encendida, y vio que Laura había colgado varios de sus cuadros en la larga pared del fondo.

—¡Laura!

Dio media vuelta por el cuarto de estar y salió de nuevo al vestíbulo. Esta vez advirtió que la puerta principal estaba abierta, y, al mismo tiempo, percibió un fuerte olor en una ráfaga de aire; procedía del interior de la casa.

Plantado en el vacío vestíbulo junto a la puerta abierta, Richard sintió el deseo de volver a la puerta de atrás, sacar el coche del garaje y rodar hacia Rhode Island, hacia Maine, hacia el Círculo Polar Ártico y hasta el fin del mundo en caso necesario. Su corazón había acelerado el ritmo, y, por última vez, murmuró el nombre de ella. Tocó la puerta, tragando saliva, y la cerró. Entonces se volvió para enfrentarse con la casa.

Entró en el comedor, vio que la antigua mesa redonda había sido limpiada, y las sillas sacadas de sus envoltorios protectores. Encendió la luz de la cocina y entró en ésta. Junto al fregadero yacía —como una mano cortada— el rojo receptor del teléfono. Sobre la mesita había cajas de vasos sin abrir. Una de las cajas había caído al suelo y se veían cristales rotos sobre las baldosas. Pequeñas señales de perturbación.

Al fondo de la cocina había una despensa que Richard pensaba eliminar. Era un pequeño espacio cerrado con tuberías de aluminio, una lavadora y secadora, y unos estantes de confección casera que subían hasta el techo. Richard se obligó a abrir la puerta de la despensa y tirar del cordón que encendía la luz.

Al principio sólo vio la lavadora y secadora. Contuvo la respiración y entró en el pequeño recinto cuadrado. Miró los estantes y vio en ellos una gruesa capa de polvo y un viejo par de guantes de trabajo. Unos polvorientos botes de fruta con tapas rojas aparecían cubiertos por una espesa tela de araña.

Cuando miró al lado de la máquina lavadora, vio una salpicadura de sangre.

Ella había abierto la puerta, entrado en la cocina con su visitante… y entonces había comprendido que estaba en peligro y cogido el teléfono. El hombre había cortado el cable del teléfono. Laura había corrido a la despensa y se había agachado junto a la lavadora. Ya estaba herida.

¿Y después?

No sabía si tendría fuerzas para pensar en lo que había ocurrido después.

Apretándose la cara con las manos, salió de la cocina por la puerta posterior y bajó al pequeño vestíbulo de atrás. Al pie de la empinada y estrecha escalera de atrás, antiguamente destinada al servicio, descubrió otra mancha de sangre.

Esto quería decir que ella había salido de la despensa y subido la escalera posterior. Richard gimió y puso un pie sobre el primer escalón. Paradójicamente, su pie parecía tan pesado como para aplastar el escalón y tan ligero que podía flotar al menor impulso. Subió media docena de peldaños, respirando con breves y secos jadeos.

Al llegar a la mitad de la escalera, vio la huella de una palma ensangrentada en la pared, por encima del pasamanos. En el peldaño superior, había otra mancha de sangre, ya seca y oscura.

Fue directamente a la habitación que habían elegido como nursery de Bultito. Era la más próxima; ella habría corrido allí, Richard se detuvo ante la puerta, estrujándose las manos, y entonces volvió a percibir aquel olor desacostumbrado; ahora lo reconoció: era olor a sangre. Empujó despacio la puerta de la nursery.

Detrás de la puerta, una cosa blanca y parda yacía sobre la gastada alfombra. Richard tardó un momento en reconocerla como carne humana, y otro momento en identificarla. Laura yacía rígida contra la pared de la habitación, y su sangre había salpicado como un bote de pintura la ventana encima de ella. Richard gimió como un animal subterráneo, como un tejón herido. Encendió la luz y dio rienda suelta al llanto de terror que se había estado acumulando dentro de él. Bultito había cabalgado también a lomos del Dragón; aquella cosa amorfa que habría sido su Philippa. Estaba al lado de Laura, de lo que quedaba de ella.

Laura tenía la boca abierta, y sus ojos parecían mirarlo fijamente; Bultito tenía también la boca abierta. Richard permaneció plantado delante de ellas, tan incapaz de movimiento que ni siquiera podía temblar. Por último, vio que el boquete del vientre de su esposa estaba lleno de moscas, y gritó tan fuerte que el esfuerzo le impulsó fuera del cuarto, hacia el pasillo.

6

El ser que había sido anteriormente el doctor Wren van Horne estaba sentado en el oscuro cuarto de estar, de cara al espejo comprado por el médico. Veía en él escenas de devastación y de ruina —cascotes humeantes y montones de ladrillos destrozados—, las eternas escenas de su paisaje. Las calles reventaban convirtiéndose en intransitables montículos de hormigón resquebrajado, los edificios ardían hasta los cimientos, los puentes se hundían en el agua que hubiesen tenido que cruzar, enormes montones de ceniza se alzaban resplandecientes, lenguas de fuego lamían sus contornos, agitadas por un viento fuerte, y menguaban de nuevo, exhalando humo opaco…

Después, una confusa serie de imágenes pasó por la superficie del espejo. Caras de niños que chillaban, soldados cruzando una ancha calle, las trincheras y el barro y las alambradas de la Primera Guerra Mundial, los cuerpos extenuados de las víctimas de los campos de concentración, cuerpos hambrientos convertidos en tendones y cartílagos…, imágenes sin tiempo, que representaban tanto el pasado como el futuro. Niños de vientres hinchados y caras de viejos, hombres encorvados y mujeres buscando su alimento en las yermas laderas de los montes.

Ahora, el ser vio, suspendidas en una ola enorme de sangre, las caras de todos los que habían muerto desde el 17 de mayo. Joe Ricci, Thomas Gay y Harvey Washington, Stony Friedgood y Hester Goodall, Harry y Babe Zimmer y quince bomberos, Boby Fritz y todos los demás…, flotando sus caras y cuerpos en la ola roja.

Entonces la enorme ola se allanó, y el ser que se hallaba en el cuarto de estar de Wren van Horne vio montones de niños que nadaban alejándose de Gravesend Beach, pasando más allá de las boyas, obligándose a seguir nadando hasta que sus brazos estaban tan cansados que apenas podía levantarlos sobre el agua espesa y colorada…, y después los vio volver de nuevo a la playa, oscuros sus cuerpos por el limo del fondo y envueltos en algas.

Se volvió en su sillón para mirar afanosamente a través de las ventanas que daban al Sound.

Sí.

Una muchedumbre estaba en pie sobre el muro de contención del borde de su jardín. Se acercó a las ventanas para dejarles entrar.

El primero en entrar por las ventanas abiertas fue un chiquillo que llevaba los rasgados y raídos restos de una camiseta de manga corta. En la camiseta permanecía aún una fotografía apenas visible de «Yoda».

7

Mientras le ardían las tripas y le latía la cabeza, Tortuga Turk trabajó a la mañana siguiente en las señales de tráfico de la esquina de Riverfront Avenue y Post Road. Se estaba recuperando de la peor gripe que hubiese padecido en toda su vida, y sabía que hubiera debido quedarse un día más en casa. Durante unos segundos, vio doble y tuvo que mover repetidamente la cabeza. Sufrió un retortijón de tripas y, muy pronto, llegaría el momento de una de sus visitas de media hora al pésimo retrete situado en la parte trasera del «Abrazzi Liquor», aquella licorería que se hallaba exactamente a sus espaldas en la esquina sudeste. Era una suerte —pensó Tortuga— que se hubiese visto afectado tan tarde por la gripe en el ciclo; para cuando se sintió enfermo, todos llevaban tanto tiempo sufriendo de la gripe, que ya ni se acordaban de cuan mal les había hecho sentirse. Todos se preocupaban de cubrir su sitio en la lista y de eliminar de su planificación los días sin servicio… Tortuga no había dejado de experimentar resentimiento al pensar que ninguno de sus agentes colegas le había llegado a visitar en su casa. (La calidez de su resentimiento, probablemente le impidió ver que sus frecuentes diatribas en voz alta acerca de los pesados que llamaban o aparecían por su caravana por la noche, había decidido a todos los demás respecto de que Tortuga aborrecía ser molestado en su casa.) Pero esta mañana, Tortuga tenía ya suficiente con filtrar su resentimiento, sin tener que reflexionar sobre la insensibilidad de los policías más jóvenes.

En primer lugar, existía aquel condenado botón, y secundariamente, la urgencia nerviosa que afectaba a cualquier civil una vez que se ponía detrás del volante de su coche. Cualquier poli que se encontraba de servicio, había visto a la gente actuar como verdaderos salvajes en el tráfico: gritaban por la ventanilla, tocaban el claxon, hacían chirriar sus neumáticos… Pero hoy las cosas parecían peor que nunca. Tortuga sabía que un par de chicos, de forma deliberada, se habían acercado tanto a él que casi corrían a sus talones. Más de la cantidad acostumbrada de gente no hacía otra cosa que tocar el claxon, en los coches detenidos detrás del semáforo en Post Road. En parte, era culpa del botón, pero, sobre todo, se trataba de impaciencia, como si aquellos lugares que los paisanos debían alcanzar fueran mucho más importantes que los interiores de sus coches. Y lo peor de todo, aquella mañana sólo habían ocurrido dos colisiones de guardabarros, lo cual no era muy usual en aquella esquina; y en el segundo pequeño accidente, un gran tipo con un ajustado traje liso había salido echando chispas de su «Audi» y corrido hacia el otro pequeño fulano del «Ford» que había colisionado contra su coche; el enorme sujeto había abierto por completo la puerta del «Ford» y estaba golpeando ya en la cara a su ocupante antes de que Tortuga pudiese agarrarlo. Y luego, sólo había podido detener a aquel hombrón dándole con la porra. Y aquello no resultaba nada fácil para alguien con dolor de cabeza y estómago revuelto. Por encima de cualquier otra cosa, tenía un atestado difícil que redactar cuando regresase a la Comisaría.

Y por si ello no fuese suficiente, una dama con un pelo rizado a lo «Chiquita Banana» y un cigarrillo pegado a su más bien gordezuelo labio inferior, y que se había inclinado hacia fuera en su ventanilla, le gritó que se habían cometido «cuatro asesinatos, maldita sea. ¿Y qué estáis haciendo vosotros, so idiotas, al respecto? ¿Hurgándoos las narices?» Naturalmente, los paisanos eran tan tontos como chuchos, puesto que no sabían que el Estado estaba ya llevando a cabo las investigaciones de los asesinatos. Y si lo hacían, probablemente pensaban que alguien como Tortuga se resentiría de ello, aunque éste opinaba que la situación se encontraba en orden. Un joven pelmazo como Bobo Farnsworth, probablemente creyese que la investigación era buena para su alma, pero Tortuga sabía que se trataba de una cosa muy delicada. Si los tipos del Estado identificaban al asesino, serían los polis de Hampstead los que se harían cargo de él. Y aquello le parecía bien a Tortuga.

—Verá, señora, lo que estoy haciendo al respecto es que daré al asesino el nombre de usted, tan pronto como consiga su número de permiso de conducir a través de los archivos estatales —musitó Tortuga para sí mismo.

Luego, el botón se encalló de nuevo. Tortuga movió la mano y se le puso la cara roja de rabia. Cuando empujó el botón dentro de la pequeña caja metálica de funcionamiento manual, se suponía que la señal cambiaría en el semáforo. Pero cuando se encalló, como lo había hecho en varios momentos de aquella mañana, tuvo que cruzar la calle a través del tráfico, abrir la consola de la acera y hurgar en una clavija de la caja de empalme; a continuación, debió correr otra vez cruzando la calle y ver si aquello funcionaba. A veces, la luz se quedaba parada en el rojo o en el verde, y Tortuga debía acercarse al centro del círculo blanco y dirigir el tráfico con los brazos y silbar, hasta que la máquina se decidía a funcionar de nuevo.

Alzó la mano y se alejó del bordillo. Con las bocinas aullando, los coches comenzaron a alinearse en el otro lado de la calle. Tortuga pasó entre dos automóviles y se quedó mirando a un flaco idiota, completamente calvo, que se había apoyado encima de su claxon. En el otro lado de la línea amarilla, los coches que giraban a la derecha desde Post Road seguían cruzando incontenibles; Tortuga extendió de nuevo el brazo y sopló el silbato autoritariamente; pasaron dos coches más y, finalmente, el tercero, un «Jaguar» conducido por una rubia de pelo corto, se detuvo, Tortuga pasó delante de él, y el coche siguió aún hacia delante unos centímetros y rozó la rodilla de Tortuga. Éste hizo sonar el silbato lo suficientemente alto como para hacer añicos el parabrisas; luego, se sacó el silbato de la boca, y con una cara tan roja como la remolacha, gritó:

—¿Qué gran idea tiene, señora? Debe…

Otro coche, que giraba a la derecha desde Post Road, chocó contra el vehículo de la mujer. Tortuga sintió un fuerte dolor en la rodilla, cuando el parachoques del «Jaguar» la golpeó, por lo que aulló:

—¡Fuera! ¡Fuera de los coches! ¡Ustedes dos!

De forma salvaje, hundió la clavija en el interior de la caja de empalme y, a través del furor de las bocinas, escuchó el clic audible que hizo la luz del semáforo al cambiar.

—¡Ahora muevan esos coches y resuelvan sus problemas! —bramó Tortuga, sin estar seguro de por qué entorpecía el tráfico, al obligar a la rubia y al hombre que estaba detrás de ella a abandonar sus coches…, a través de su dolor de cabeza flotó una imagen de que empezaba a atizarles con su porra, chafándole al hombre la nariz y rompiéndole a la mujer la mandíbula, salpicándolo todo de dientes y sangre…

Se los quedó mirando con tan peculiar intensidad, que cada uno se apresuró a montar en sus coches y los hizo avanzar hasta encontrar un lugar de aparcamiento, en el que intercambiarse sus pólizas del seguro de accidentes.

Tortuga apretó los dientes y salió de nuevo del bordillo, para ir cojeando hasta su puesto, Le dolieron las tripas y, dentro de unos minutos, debería regresar al hediondo retrete de un metro cuadrado de «Abrazzi». Se preguntó qué le sucedería si empleaba su porra para romper el parabrisas del siguiente y caro ejemplar de chatarra extranjera que pasase por allí; conjeturó que el placer tendría mayor peso que cualquier castigo que el Departamento le impusiese.

Ahora tenía que contender con los que giraban a la izquierda, en el otro lado de la Post Road. Extendió la mano y colocó los pies en la línea amarilla. Un coche ignoró sus señales y pasó a toda marcha por delante de él, con la ventanilla trasera a no más de medio metro de su cara. Tortuga nunca averiguó quién estaba al volante —sólo tuvo una leve e incómoda sensación de que nadie conducía—, pero cuando miró furioso a través de la ventanilla posterior, vio el rostro retorcido y lleno de cicatrices de Dicky Norman, que lo estaba mirando.

Le pareció que seguía ante sus ojos durante un imposiblemente largo momento. La cara de Dicky tenía aquella blancura de pez que presenta toda piel muerta, excepción hecha de las líneas negras, en los lugares en que un bisturí de cirujano había cortado a través de su frente y cuero cabelludo. Sus ojos eran débilmente amarillos alrededor de las pupilas, tan sin vida como el resto del rostro. La lengua de Dicky se movió mientras Tortuga avizoraba por la ventanilla posterior, como si Dicky se estuviese esforzando por hablar. Luego, la aparición acabó por alejarse de él: el coche ya se había ido y avanzaba por el cruce.

Tortuga siguió pesada y ciegamente en medio del tráfico, manteniendo la mano extendida, aunque sin ver si estaba deteniendo a algún coche. El silbato le colgaba negligentemente de los labios.

Se puso a salvo en el bordillo y empezó a subir los escalones de «Abrazzi», sin lanzar ni siquiera una mirada atrás, hacia el tráfico. Mike Abrazzi, el viejo que se encontraba detrás del inclinado mostrador, le dijo:

—Parece que se te escapa, ¿eh, Tortuga?

—Mantén cerrada tu jodida boca —gruñó Tortuga.

Y se apresuró al pequeño cubículo del lavabo, bajándose los pantalones justo a tiempo. Siguió tratando de borrar de su mente la imagen de Dicky Norman.

Cuando salió, arrastrando parte de los olores de aquel cuartucho de la parte trasera hasta la tienda de licores, vio que el tráfico estaba, de nuevo, fluyendo con normalidad, por lo que miró hacia Post Road; más allá del puente, hacia el extremo de Main Street, divisó un pequeño grupo de gente atraída por alguna incongruencia. Reconoció, en primer lugar, a Graham Williams, un hombre por el que sólo había sentido desprecio: Williams había huido de su país, en vez de tratar de ayudarlo. Luego se percató de la presencia de Richard Allbee, el marido de la última víctima; y junto a Allbee se hallaba Patsy McCloud. Tortuga la había visto crecer en Hampstead, y sabía que la mujer estaba casada con aquel jugador de rugby del «J. S. Mill», Les McCloud, que se había hecho papilla en la autopista una semana atrás o cosa así. Patsy era una muchacha bonita, con ojos grandes y larga cabellera. Con esos tres iba un adolescentillo, un chico que Tortuga no sabía quién era. Durante un instante, antes de dirigir su atención hacia el tráfico, Tortuga los observó caminar a la luz del sol en dirección a Main Street; y la segunda cosa rara del día le sucedió entonces a Tortuga Turk.

Envidió a aquellas personas. Se precipitaron contra él con una peculiar e intensa dureza, como si fuesen una clase de familia, tan grande era su afecto los unos hacia los otros. Por un momento, quedó sorprendido por la claridad en que veía a aquellos cuatro, como si se destacasen ante la brillante luz solar. Deseó estar con ellos, formar parte de aquella intimidad. Y en aquel momento, se permitió el sentir envidia.

Pero doblaron por la esquina, pudo ver la joroba en la espalda del viejo Williams, y ya no fueron otra cosa que unos ciudadanos cualquiera. Tortuga se ocupó de nuevo del botón y, una vez más, quedó encallado. Empezó a soltar blasfemias, y nuevamente se vio asaltado por la visión del rostro de Dicky Norman, mirándolo, inexpresivamente, a través de la ventanilla posterior del coche. Cerró los ojos, suspiró y oprimió con suavidad el botón con su dedo índice. Al cambiar las luces, se oyó un sonoro clic. Tortuga abrió de nuevo los ojos y se estremeció aliviado. ¡Cristo!, por un segundo casi había creído… Frunció el ceño al mirar los coches que llegaban al cruce. Por algo parecido, se podía haber jugado la jubilación…

Richard Allbee hablaría acerca de lo que pensaba haber visto: asimismo, mientras Tortuga le observaba girar por Main Street con sus amigos, Richard no advertía las lágrimas que se le deslizaban por sus mejillas, mientras les contaba a los otros tres de sus largas fantasías diarias acerca de Laura y de su hijo, y antes de que finalizase el día les hablaría de Billy Bentley y del sueño de que la tierra rezumaba sangre. Incluso Les McCloud encontraría a alguien en un bar —no a Patsy— para divertirlo con sus tontas historias de ver un rostro muerto a través de una ventanilla de automóvil. Pero cuando concluyeron las ocho horas de Tortuga, se presentó de nuevo en la Comisaría y, laboriosamente, pasó a máquina su atestado de la colisión de coches, se quitó el uniforme y se dirigió a su «Winnebago», que le servía de vivienda. Allí se tomó cinco cervezas y cayó dormido mientras observaba un partido de pelota base por la televisión.

Tortuga se despertó a las ocho, musitándose «¡Cógela!».

Se acercó al pequeño lavabo de la caravana —más pequeño que el retrete de «Abrazzi», pero no mucho más limpio—, alivió su vejiga, se afeitó y se dio unas manotadas de agua debajo de las axilas. Abandonó la caravana para dirigirse en coche por Post Road hasta «Billy O’s».

«Billy O’s» era un bar en un barrio de Bridgeport, en su mayoría habitado por negros, pero ningún moreno aparecía por dicho establecimiento. El propietario, Billy O’Meara, había pertenecido a la fuerza de Old Sarum durante veinte años, antes de que un chico, en un coche robado, le hubiese atropellado y roto la pelvis en trocitos. Ahora cojeaba de un extremo del bar a otro, explicando, inacabablemente, que los seres humanos no servían más que para hacer mierda, pero, en especial, los muchachos, los judíos, los protestantes, los italianos, los puertorriqueños, las mujeres y, por encima de todo, las conejitas de la selva. Si un negro se hubiese atrevido a asomar la cabeza por «Billy O’s», Billy O’Meara, probablemente, habría caído muerto en redondo, fulminado por una apoplejía racista.

Cuando Tortuga entró, los seis o siete tipos que se encontraban en el bar lanzaron una ojeada hacia él e, inmediatamente, dejaron de hablar. Aquello significaba, según sabía Tortuga, que habían estado comentando cosas de Royce Griffen. Como único policía en esta parte del Estado, que se había suicidado de un tiro en los pasados siete años, Griffen era tema de un montón de conversaciones en los bares de polis y en los vestuarios del Departamento. Tortuga ya estaba harto de todo esto: le parecía que un montón de polis hablando acerca de Royce Griffen eran aún más molestos que Billy O’Meara contando cuántos negros se habían atrevido a penetrar en su establecimiento.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Sois unos tipos jodidos que le estáis dando de nuevo vueltas y exhumando a Royce? Dejad que ese pequeño bastardo descabece un sueñecito, ¿no os parece? Se comió su pistola, se comió su pistola, ra-ta-ta-ta… Dejadlo estar ya…

Un sargento de Policía de Bridgeport, que se llamaba Danny Salgo, comentó:

—Me parece que le tratas con demasiada dureza, Tortuga.

—Claro que le trato duro —replicó Tortuga—. Todos le han tratado con dureza. ¿Qué diablos estás tratando de decir?

—Nada, Tortuga —se apresuró a responder Salgo.

—Mejor que no sea nada. El Departamento admite a un fenómeno que estaba loco, y todos, a cien kilómetros a la redonda, no empiezan a hacer otra cosa que una autopista que dura ya diez años…

Billy O’Meara colocó una jarra de cerveza y un vasito de «Jack Daniels» con hielo delante de Tortuga; éste se bebió el bourbón y luego echó un largo trago de cerveza.

—Dime alguna buena noticia, Tortuga —le interpeló billy O’Meara—. Me voy a poner enfermo con esos tipos. El fulano que suspendió la prueba del capitán, otros idiotas que hablan de su coche, bla, bla, bla… Johanssen estuvo aquí; se encuentra tan harto que se irá a Los Ángeles el mes que viene, a pasar los exámenes para ingresar en la fuerza de allí.

¿Los Ángeles? —musitó Salgo, incrédulo.

Johanssen era un policía de veinticuatro años, de Hampstead.

—¿Cogen de nuevo bebés? ¿Por qué hacer todo el camino hasta allí para encontrarse sólo más chicanos? Eres un cachorrillo, Johanssen; te harán pedazos.

Johanssen meneó su rubia cabeza, aunque prudentemente conservó la serenidad.

—Me siento a disgusto —replicó—. Hasta Bobo está pensando en irse, según me he enterado. Y, en primer lugar, allí se gana tres veces más…

—Bobo Farnsworth, es el peor poli del mundo —repuso Salgo—. No es más que un chupapollas…

De repente, Tortuga se sintió cansado.

—Bobo es un buen poli —terció—. Y lo mismo le pasa a Johanssen. Es un chico, pero es también un buen poli.

Luego, Tortuga se echó a reír:

—¿Quieres oír buenas noticias, O’Meara? Eh, Johanssen, ¿irás a ver Los chicos del coro la semana que viene?

Johanssen asintió con su jarra de cerveza.

—Ésa es tu buena noticia, Billy. Otro especial de medianoche para los chicos de Hampstead y Old Sarum. Y éste va a ser más bien sonado. Eres afortunado al tener un bar…

O’Meara ya se estaba riendo. Se acordaba, igual que sabían todos los hombres presentes en el bar, de lo que sucedió después de la «Primera Película Anual de Medianoche de la Policía», en el «Nutmeg Theater», detrás de Main Street. La película había sido Klutte, y habían asistido un centenar y medio de agentes de Policía de Hampstead y Old Sarum. Por tres dólares cada uno, habían consumido toda la cerveza que podían beber y casi kilo y medio de palomitas de maíz per cápita. Para cuando terminó la película, el cine estaba lleno de palomitas de maíz aplastadas y chafadas latas de cerveza, y los más juveniles de los chicos —que habían estado gritando y chillando durante una hora y media—, se hallaban ya preparados para enfrentarse a una jerga más interesante. Un montón de polis se desvió un poco para acudir a «Billy O’s», y a las dos de la madrugada el pequeño bar cerró sus puertas con diecinueve polis borrachos y tres obrerillas locales. A las cuatro, el lugar olía como los vestuarios de una escuela superior; a las cinco de la madrugada, las chicas dejaron de cobrar, tras haber ganado dinero para dos meses; a las seis, todos, excepto Billy, se encontraban por los suelos, con todas las chicas desnudas y también la mayor parte de los hombres. Montones de mojados billetes de cinco y diez dólares aparecían por aquí y por allí, junto con cerveza derramada. A las seis y media, Billy había servido una ronda gratis para todos y les había echado a patadas. Dos o tres de los hombres, entre ellos Johanssen, habían conducido en línea recta hasta la Comisaría para practicar tiro al blanco antes de que empezase su turno.

—Eh, a mí también me gustaría hacer eso —exclamó Salgo.

—No creo que este año inviten a los bomberos, Danny —replicó Tortuga, lo cual no era más que un viejo chiste de policías.

Tortuga y los otros comenzaron con los familiares rituales de la bebida nocturna; y nadie dijo algo que no hubiese dicho ya muchas veces antes; pero en medio de la noche, en aquel bar, Tortuga se sintió como cuando envidiara a aquel grupito de Patsy McCloud y Graham Williams, y a los otros dos, aquella mañana; ya tenía demasiado de todo aquello, tanta intimidad como podía resistir y el pequeño bar de polis, en el ghetto de Bridgeport, le podía dar.

—Ya tengo bastante —exclamó a la una y diez—. Empiezo a ver doble. Será cuestión de que me vaya a casa. Muy pronto, seré igual que la vieja Josephine Tayler. Vi a su nieta hoy. Argumento para una violación. Hasta luego…

A la una y media, Tortuga salió de su coche y comenzó a atravesar el descampado lleno de malas hierbas que separaba su lugar de acampamiento de la carretera. El «Winnebago» se alzaba en un cuarto de hectárea de terreno despejado que Tortuga había comprado al municipio en 1941. Cerca de la tierra de Tortuga se encontraba una tienda en que vendían de todo, y que también hacía las veces de estación de servicio, detrás de la cual se hallaba otro cuarto de hectárea de arbolado. Cuando Tortuga se encontraba a mitad de camino del talud, escuchó a alguien que se movía por la parte trasera de su caravana, unas fuertes pisadas en alguna parte por delante de él.

—Un compinche —susurró para sí.

Y trasteó para sacarse la pistola de la funda. Alguien trataba de entrar en su «Winnebago»: aquél fue su primer pensamiento.

—Salid donde pueda veros —gritó, creyendo que se trataría, probablemente, de un par de chicos que correrían hacia los árboles—. Salid, basura…

Jadeando, llegó al borde del talud. Se agazapó y siguió a rastras tan rápidamente como pudo, hasta la blanca cerca que se levantaba al otro lado de su propiedad, en la parte contigua a la tienda. Desde aquí podía ver la parte delantera del «Winnebago».

Nadie se escondía allí, apretado contra la plancha de la caravana.

—Vamos, salid —gritó.

Nadie respondió. Tortuga corrió por la parte trasera de la caravana, y la rodeó hasta su otro extremo. Ahora sudaba y respiraba con tanta fuerza, que el estómago le hacía daño al apretarse contra el cinturón. A pesar de lo que había oído, no había ningún chico trasteando alrededor de su caravana.

Luego escuchó de nuevo el sonido, un cuerpo pesado en movimiento. El ruido procedía de los árboles de detrás de su tierra.

Tortuga se enjugó la frente con su manga. Los sonidos seguían viniendo hacia él desde los árboles.

—¿Qué demonios estáis haciendo ahí? —vociferó—. ¿Se supone que esto es un juego?

Tortuga pensó en lo que había visto aquella mañana. La espantosa cara de Dicky Norman…

Pero, naturalmente, no la había visto.

—¡Soy un poli y estoy armado! —aulló Tortuga.

Luego, pudo ver el cuerpo que salía del último de los árboles.

Demasiado «Jack Daniels» y demasiada cerveza. El cuerpo que emergía ahora en la tierra despejada, era el de Dicky Norman, y estaba desnudo y tan blanco que parecía reflejar la luz de la luna.

—No sé quién eres, pero será mejor que me dejes tranquilo —dijo Tortuga, al mismo tiempo que apuntaba su pistola hacia el pecho de Dicky.

En cuanto Dicky dio otro paso, Tortuga pudo olerlo. Se trataba de aquel olor, inolvidable, al que Tortuga se viera sometido cuando, aún joven policía, habían descubierto el cadáver de un cazador encerrado en su coche detrás del frigorífico «Rinker Brothers», al final de los años cuarenta. El cazador se había extraviado en una tormenta de nieve, y el frío le había congelado hasta matarlo, a mediados de enero. Y no lo encontraron hasta abril. Tortuga había abierto la portezuela del coche del cazador y creyó que vomitaría durante una hora.

Dicky dijo algo que se perdió entre el zumbar de millares de moscas. Dio otro paso en dirección a Tortuga.

8

Dos horas después de la muerte de Tortuga Turk, Mikki Zaber O’Hara soñó de nuevo que estaba durmiendo con su hijo Tommy. Acunó su delgado y frío cuerpo de chiquillo de nueve años, le enjugó la frente de los hilillos de sudor y le besó en sus frías y húmedas mejillas. Le frotó la espalda con las manos, y aún dormida trató de calentarlo. ¡Oh, cómo amaba a Tommy! Sus manos oprimieron los hombros del niño contra ella y debajo de sus propias caderas sintió arena; sin pensar siquiera en ello, supo que se trataba de arena. Su marido roncaba a su lado, y Mikki corrió la mano amorosamente por el frío flanco de su hijo. El barro enlenteció sus dedos y se le quedó pegado contra la palma de la mano. Gradualmente, aún adormecida, Mikki comprendió que no soñaba. Se encontraba despierta y, de una forma milagrosa, Tommy se hallaba a su lado. Le acarició la cara; los ojos de Tommy parpadeaban.

El niño le había dado una oportunidad de unirse con él; y todo cuanto Mikki deseaba era estar a su lado.

Por la mañana, ambos cuerpos habían desaparecido. Hampstead había cruzado otro umbral, y ahora se encontraba, como le había ocurrido a Mikki Zaber O’Hara durante un momento lírico y fantasmal, en la frontera entre la vida y la muerte.