1
El instinto me dice que ha llegado el momento de desprenderme de la capa del endiosado narrador que sabe todo lo que hacen y piensan sus personajes en todo momento, y que adopta una actitud imparcial a su respecto. Esta postura se me ha escapado ya, sobre todo cuando hablé de mí mismo. Soy yo, Graham Williams, quien escribe este relato. Llamadme Graham. No, será mejor que no lo hagáis. Llamadme Mr. Williams. So pena que estéis a menos de una década de mi propia edad, que es de setenta y seis años. He sobrevivido a todos los médicos que me advertían que el tabaco y la bebida me llevaban a una muerte prematura, y soy un viejo chiflado. Tengo criterios fijos y mis tripas siguen funcionando bien. Conservo doce dientes naturales, lo cual no es poco, y los demás postizos y muy caros. He escrito trece novelas, sólo tres de ellas porquerías, unas concienzudas memorias atormentadoras de mis años de alcohólico, y siete guiones. Al menos uno de éstos parece todavía bastante atractivo cuando dan la película por la tele. Fue protagonizada por Mary Astor, con Gary Cooper y James Cagney como amante y marido, respectivamente. Soy un fracasado y un cobarde. De joven, aprendí a burlar a mis enemigos noqueándome yo mismo antes de que ellos tuviesen oportunidad de hacerlo.
Desde luego, actualmente no tengo ya enemigos dignos de mención, lo cual es una vergüenza. Todas las pendencias son historia pasada cuando mueren los enemigos. Nadie se preocupa ya de ellos, y si les hablas a un grupo de muchachos de los tiempos en que te enfrentaste con algún craso y estúpido semidiós de los estudios, te miran con indiferencia. Igual podrías hablarles de los hombres de las cavernas o de tigres prehistóricos. Incluso aquella sudorosa comadreja que amargó mi vida, el joven senador por Wisconsin, aquel incordio de Joe, murió hace ya tiempo, igual que la mayoría de las otras comadrejas de «HUAC». Sterling Hayden sí que era un hombre. Con él se podía hablar. La razón de que salga de mi escondite y hable francamente es que viví todo lo que sucedió en el bajo Condado de Patchin, y el libro que estaba escribiendo entonces se ha convertido en éste. Lo que no sabía tenía que inventarlo, pero todo pudo ocurrir, y tal vez ocurrió, tal como yo lo escribí. Tenía los ojos abiertos y veía muchas cosas. Al fin, Richard Allbee me dijo: «¿Por qué no se sienta y refiere toda la historia?» Y así terminará este libro, como veréis si sois uno de esos que tienen que mirar la última página para ver cómo acaba todo. Mis amigos me dejaron ver sus Diarios, y de ellos saqué mucho de lo que aquí se dice.
2
Pero, como he dicho, mucho salió también de lo que vi y oí. Pensad dónde vivía. Mi casa estaba en Beach Trail, en Greenbank, exactamente al otro lado de la calle, frente a la vieja casa de Sayre comprada en definitiva por los Allbee. «Cuatro Corazones», donde fue Tabby con su padre y su madrastra, está a dos minutos cuesta arriba. Patsy y Les McCloud vivían en una casa situada diagonalmente detrás del patio posterior de la mía. Mount Avenue, «La Milla de Oro», discurre hacia Hillhaven, precisamente al final de Beach Trail, y yo conocí a Monty Smithfield, aunque no muy bien, y también a Stony Friedgood cuando estaba en aquel grupo cultural, las Grandes Mentes. (Desde mi azotea, habría podido arrojar una piedra a través de la ventana de la habitación donde encontraron a Stony; al menos, habría podido hacerlo veinte años atrás.) Las Grandes Mentes hablaron de uno de mis libros aquella semana, Corazones retorcidos, y Stony me preguntó si el marido de la novela comprendía que estaba obligando a su esposa a tener una aventura con el protagonista de mi obra. «¿Obligarla? —le pregunté—. Precisamente se publicó una nueva edición en rústica de Corazones retorcidos porque un editor pensó que era un alegato feminista.» «Del cuello para abajo, no», replicó Mrs. Friedgood.
Gary Starbuck, el ladrón profesional que representó un papel secundario en algunas de nuestras vidas y que pronto aparecerá en estas páginas, alquiló una espaciosa y vieja casa de Frazier Peters a sólo dos manzanas de distancia, y, cuando murió, pude ver con muchos de mis vecinos una asombrosa colección de objetos de plata, aparatos de televisión, cuadros y muebles robados, antes de que Bobo Farnsworth y los otros polizontes sellasen el lugar. Y conocí al pillastre de Pat Dobbin, ya que le había visto crecer; su padre era amigo mío en los días de embriaguez de los que hablé en Tiempo perdido. Yo me regeneré, y Dan Dobbin, no; pero era mejor ilustrador que su hijo.
Pero más importante que todo esto —o al menos tan importante— era que no podía mirar hacia Mount Avenue sin ver a los Jaeger corriendo calle abajo con sus antorchas en 1779, ni podía mirar el caserón de Monty Smithfield sin ver la cabaña de madera que el enigmático Gideon Winter había edificado allí en 1645. Conocía la zona, como la había conocido mi padre y también mi tatarabuelo. Cuando veía algún chiquillo feliz llamado Moorman o Green, con jeans y tirantes, veía en él al correoso y viejo granjero o herrero que había llevado el mismo apellido y le había transmitido un dieciseisavo de sus genes.
3
Pero hay una cosa más importante que mi excéntrico conocimiento de la estructura genética de los tataranietos cuyos apellidos figuraban en las lápidas más viejas del cementerio de Gravesend. Yo fui uno de los primeros en ver los efectos inmediatos de lo que llamé la nube pensante después de caer sobre nosotros. Desde luego, no hallé en ello más sentido que cualquier otra persona de la época, pues no tenía la menor idea de que pudiese tenerlo.
4
He dicho efectos. Dos efectos. Descubrí el primero de éstos, y después el segundo diez minutos más tarde, cuando estaba dando un paseo por Beach Trail, el domingo 18 de mayo, por la mañana. Casi todas las mañanas soleadas suelo bajar hasta Mount Avenue, torcer a la derecha, pasar por delante de la verja de la Academia y seguir el corto camino público hasta Gravesend Beach. Allí contemplo el agua y observo a la gente que pasea por la playa. Respiro el aire salobre, que me ha mantenido vivo todo este tiempo. Nada de sal en la comida y mucho aire salobre en los pulmones. Si les veo, saludo generalmente a Harry y Babe Zimmer, que aparecen en su destartalada y vieja camioneta «Ford» alrededor de las ocho o de las nueve, para pescar desde el rompeolas. Harry y Babe son un par de chiquillos sesentones. Parecen dos viejos fantasmas del último carnaval. Harry y Babe me llaman Mr. Williams. Después vuelvo atrás. Todo el ejercicio debería llevarme diez minutos, pero tardo más dé media hora en realizarlo.
Aquella mañana no llegué a la playa. Había interrumpido un momento el épico paseo para inspeccionar los últimos daños causados a mi buzón del correo: varias abolladuras y cortes que tomé como indicios de una tentativa de homicidio. Por lo visto, el asesino había empleado desde petardos hasta instrumentos contundentes. Después de la inspección, proseguí mi camino, desafiando a la muerte.
Pasaba frente al césped inmaculado de la última casa de mi lado de Beach Trail, cuando vi un cuerpo sobre la hierba. El césped inmaculado era obra de Bobby Fritz (Bobby conocía todas las hierbas, todos los árboles, todas las flores que rodeaban aquellas casas, salvo la pobre vegetación de mi jardín), y el cuerpo era el de Charlie Antolini. Charlie parecía más muerto que mi buzón, y eché a andar por el prado para verle más de cerca.
Charlie era un hombre de pelo en pecho, de unos cuarenta años, hijo de la familia propietaria de «Lobster House» y de otros dos restaurantes en los Condados de Patchin y de Wetchester. De chico había sido un buscavidas; a los nueve o diez años, antes de que empezase la guerra contra los buzones, él me traía el periódico. Ya entonces era un bullebulle, acuciado por la necesidad de ganar dinero, dinero, dinero. Por fin había reunido lo bastante para instalarse con su familia en una casa grande y verde de madera, en Mount Avenue. En el lado peor, no en el del Sound, pero a fin de cuentas en Mount Avenue.
—¿Necesitas ayuda, Charlie? —le pregunté.
En seguida había visto que no estaba muerto. Estaba muy quieto, pero tenía abiertos los ojos verdes y sonreía un poco. No era la sonrisa típica de Charlie. Era una sonrisa feliz. Llevaba un pijama azul pálido de seda.
—Vas a achicharrarte, Charlie —le dije.
—Hola, Mr. Williams —dijo él.
Charlie no me había llamado por mi nombre de pila desde 1955, aproximadamente. Yo tenía la impresión de que se imaginaba que un viejo escritorzuelo como yo hacía desmerecer el vecindario.
—¿Seguro que te encuentras bien? —le pregunté.
—Perfectamente, Mr. Williams —dijo, con aquella sonrisa que ni su madre habría reconocido.
—Has querido tomar un poco el aire, ¿eh? No es mala idea, Charlie. Mantiene limpias las cañerías. ¿Por qué no bajas a la playa conmigo y saludamos a Harry y a Babe?
—Esta mañana me levanté y me sentí estupendamente —dijo él—. Tan bien, que me pareció increíble. Y me sentí aún mejor. Demasiado bien para ir a trabajar.
—Hoy es domingo, Charlie —dije—. En domingo, no se trabaja.
Entonces recordé que, probablemente, tenía que ir a «Lobster House» para ayudar a la multitud hambrienta.
—Domingo —dijo—. Ah, sí.
Miré hacia su casa. Su mujer estaba haciendo señales desde la ventana del cuarto de estar.
—Creo que deberías levantarte del césped, Charlie —dije—. Florence parece muy inquieta.
Entonces vi su buzón, al que Charlie quería como a las niñas de sus ojos. Era de metal, como el mío, pero dos veces más grande, y estaba pintado con el mismo tono de verde de la casa. Sobre el verde, Charlie había hecho pintar un dibujo de flores y enredaderas que orlaban un gran ANTOLINI en letras rojas. Ahora esta obra de arte yacía en el arroyo, arrancada de su poste. Uno de los lados estaba aplastado, y el brillante aluminio aparecía entre la pintura.
—Mira —le dije—, la banda que asesinó a mi buzón la tomó también con el tuyo. Éste parece limpiamente decapitado.
—Goce de este sol —dijo Charlie.
Fio Antolini agitaba los brazos en la ventana, no sé si para decirme que me largase o que levantase a Charlie y lo llevase a casa. Pero esto último era imposible. Charlie debía pesar al menos cien kilos. Aunque llevaba un pijama de seda azul, todavía parecía el defensa del equipo de rugby de la «J. S, Hill High School» que había sido en 1959. Yo no habría podido levantar una de sus piernas. Encogí los hombros mirando a Fio, me metí las manos en los bolsillos, dije «Bueno, que te diviertas» a Charlie, y me dispuse a volver a la acera de la calle.
Acababa de hacer esto cuando oí a una mujer gritar el apellido de Charlie:
—¡Mr. Antolini! ¡Mr. Antolini!
—Será mejor que te metas en casa —pensando que alguna vecina podía ofenderse viéndole tumbado sobre el hermoso césped. En definitiva, estábamos en Hampstead, y no en Dogpatch.
Entonces vi que la mujer situada en el otro lado de la calle se dirigía hacia nosotros. Se trataba de Evelyn Hughardt, la esposa del doctor Hughardt. Llevaba una bata rosa de estar por casa y zapatillas del mismo color. Tenía un aspecto terrible.
—Mr. Antolini, por favor —gritó ella y cruzó la calle, sin preocuparse de mirar a un lado ni a otro.
Cuando estuvo más cerca, vi lo terrible que en realidad resultaba su aspecto. Usualmente era una dama rubia de agradable apariencia, casi tan alta y fuerte como aquella mujer agente de la propiedad inmobiliaria: Ronnie Riggley. Esto lo lograban merced a jugar mucho al tenis.
Casi me derribó al ir a arrodillarse en la hierba junto a Charlie. Cogió vigorosamente una de las manos de él y trató de incorporarlo.
—Es el doctor Hughardt, mi esposo —explicó ella—. Oh, por favor, no sé qué hacer y él se sentirá tan avergonzado de mí…
—Vamos, Evvy —dijo Charlie, dedicándole una sonriente mirada con sus ojos verdes.
—Vamos, por favor, Mr. Antolini. Por favor, ayúdeme.
—¡Caray! —exclamó Charlie.
—Demasiado sol —dije yo—. Lo ha puesto fuera de combate. ¡Qué vergüenza! Tal vez pueda yo echarle una mano.
Ella pestañeó, rehusando, y empezó a tirar de una garra de Charlie.
—Ya he dicho que es inútil —expliqué—. Es como si acabase de nacer de nuevo. A un tío mío le ocurrió lo mismo en Fairlie Hill, en 1913. Se derrumbó como un buey. Pero me complacerá ayudarle.
Ella dio otro furioso tirón a la mano de Charlie, y después me miró.
—Por favor, Mr. Williams —me dijo, con voz temblorosa—. Ayúdeme con el doctor.
—Vaya para allá —dije, y eché a andar detrás de ella por la calle. La puerta estaba abierta y ella me indicó con la mano que entrara antes de que yo llegara.
5
Norm Hughardt era lo que, según creo, hoy llaman un internista, ahora que la medicina general está pasada de moda; era muy buen doctor, así como un individuo muy presuntuoso. Su padre había sido igual que él. Cuando yo solía ser bastante calavera, al doctor Hughardt le gustaba hablar conmigo y aconsejarme que perdiera peso, cambiara de costumbres, etc.; sin embargo, cuando hube caído en desgracia, ya no le hacía tanta gracia mi compañía. Norm fue al «J. S. Mili» diez años antes de que lo hiciera Charlie Antolini. Después estudió en la Universidad de Virginia, así como en la Facultad de Medicina de Yale. Cuando tuvo una edad similar a la de Charlie, regresó a Virginia para participar en cierto seminario, conoció a aquella corpulenta jugadora de tenis rubia y la trajo aquí. Ejerció con su padre, pero después de que éste dejó de relacionarse conmigo (el viejo murió poco después), Charlie no me aceptó ni como paciente, porque me consideraba un comunista, lo cual resultaba terrible. De todos modos, se le tenía como el segundo mejor doctor de Hampstead. El número uno era Wren van Horne, que cuidaba del aparato sexual de la mitad de las mujeres de la ciudad. Wren y yo nos llevábamos bien, pero no me convencía como médico.
Creo que Norm advirtió a su mujer que, delante de otras personas, lo llamara siempre doctor Hughardt. Su voluminosa y calva cabeza acababa en una barbita puntiaguda. No se ocupaba de uno a menos que fueras famoso o estuvieras a punto de serlo. Atendía a todos los actores e ilustradores que vivían en la ciudad. Cuando se le ocurría algo divertido, se lo comunicaba a Sarah Spry para que lo incluyera en su columna. Creo que en veinte años no me dirigió la palabra. Quizá fueron veinticinco años, en realidad.
Cuando llegué a la puerta de la casa, me pareció que Evelyn me siseaba. Debo decir que si bien se hallaba demasiado desconcertada como para tomar decisiones en aquel momento, ello no quería decir que estuviese dispuesta a dejarme entrar así como así en su casa. Yo era algo semejante al sobrino de Stalin, o cualquier tontería por el estilo. Por si ello fuera poco, yo no estaba correctamente vestido para presentarme ante aquella dama ataviada de rosa. Iba calzado con un par de viejos zapatos de baloncesto, llevaba unos lustrosos pantalones llenos de bolsas, un jersey verde de cuello de cisne con los codos destrozados, y, sobre todo, no me había afeitado. Casi nunca me afeito por la parte del cuello. No quiero cortarme la garganta.
—Bueno, Evelyn, ¿qué sucede? —pregunté. En el vestíbulo, las paredes estaban decoradas con caricaturas enmarcadas: reconocí los estilos de media docena de famosos dibujantes de Hampstead y de Hillhaven. El dibujo al pie del cual se leía «Espero que esto te haga más daño a ti que a mí. Pat Dobbin», mostraba a un individuo pequeño y calvo, con barbita, que abría el vientre de un sujeto parecido a Pat Dobbin, mientras que de la herida surgían billetes y monedas. Pat Dobbin se había dado el aspecto que con seguridad tenía al mirarse en el espejo del botiquín, lo cual lo favorecía sensiblemente.
—Por favor —dijo ella—. Venga a la parte posterior de la casa, Mr. Williams. El doctor Hughardt se disponía a salir para comprobar el sistema de riego por aspersión, cuando… lo vi caer, y… —Ella movía el cuello indicándome la parte trasera de la vivienda, a fin de que yo me apresurara.
—¿Se ha caído? —pregunté yo—. Habrá tropezado…
La mujer sollozó.
—Avise a la ambulancia, Evelyn —dije yo—. Vendrán aquí en un periquete, —le dije esto por propia experiencia, y además le di el número de teléfono—. Dígales que Norm está inconsciente, y deles la dirección. Conozco el camino hacia la puerta posterior. He estado en esta casa centenares de veces.
Claro que había estado yo allí infinidad de veces. Pero había sido en los años veinte. La cocina era ahora más grande a costa de la recocina, y los fogones parecían una nave espacial; una gran campana de hogar en cobre flotaba en medio de la estancia. De todos modos, la puerta posterior se hallaba en el mismo lugar. Oscilaba mecida por la suave brisa que teníamos aquella mañana. Oí cómo Evelyn llamaba por teléfono.
Salí fuera y me quedé allí, respirando a pleno pulmón. El sol parecía ahora brillar con más fuerza que cuando antes comprobé los desperfectos causados en mi buzón. Norm Hughardt yacía en la parte seca de su césped. El agua de los aspersores situados bajo tierra humedecía la mayor parte de la hierba, así como la pared de ladrillos rojos de la parte trasera de su vivienda. Sobre una de las fuentes se había formado un pequeño arco iris. Tres de los chorros de agua, los más cercanos, parecían surgir anárquicamente. Norm tenía el rostro sobre el césped, y las puntas de sus zapatos estaban clavadas en la tierra. No se parecía absolutamente en nada a Charlie Antolini, ni siquiera a mi tío Hobart, quien se desmayó en Fairlie Hill cuando descubrió a Jesús.
Me aproximé al yacente.
—¿Norm? —le pregunté—. ¿Cómo te encuentras?
Él no contestó. ¿Se trataría de un infarto? Me arrodillé trabajosamente a su lado. Llevaba una chaqueta y pantalones de color azul; su camisa estaba limpia y almidonada. Me incliné para mirar su cara y comprobé que tenía los ojos abiertos.
—¡Maldición! —exclamé, dándole la vuelta. Noté que llevaba una corbata de rayas rojas y azules.
Cuando, tras ciertos esfuerzos, conseguí que mirara hacia el cielo, le dije:
—Eres un maldito canalla, Norm. Despierta.
Me pregunté, y no por primera vez, por qué alguien tan derechista como él llevaba una barba como Lenin. Puse la cabeza contra su pecho. Dentro de su cuerpo no había señales de vida. Después pegué mi rostro a su boca. No respiraba; sólo percibí el olor a colonia y a elixir dental. Le apreté las ventanas de la nariz y respiré en su boca del modo como se ve en la televisión. Me puse a sudar. Me parecía terrible que estuviera muerto alguien mucho más joven que yo. Repetí la respiración artificial.
—¿Que está haciendo? —preguntó la esposa, que había aparecido en la puerta posterior.
—Todo lo que puedo, Evelyn —respondí—. ¿Les ha avisado?
Ella tragó saliva y asintió con la cabeza. Después se acercó a donde estábamos nosotros dos.
—Mr. Williams —dijo Evelyn respirando dificultosamente—, ¿cree usted que está…, cree que está…, lo cree usted?
—Será mejor que esperemos a ver qué dicen los de la ambulancia —contesté yo.
—Tiene un aspecto tan normal —comentó ella. Lo cual se ajustaba mucho a la realidad.
—Ayúdame a levantarme —le dije, estirando el brazo.
La mujer cogió mi mano como si ésta hubiera sido un excremento.
—Tire de mí, por el amor de Dios, Evelyn —insistí. Ella me agarró con fuerza y me puso de pie. Los dos nos quedamos mirando el rostro de Norm Hughardt, yacente sobre el césped.
—Lo está. Está muerto —dijo Evelyn.
—Eso es lo que parece —admití—. ¡Qué cosa más rara! No tiene ni una sola señal.
Es posible que mi comentario careciese de tacto. Evelyn Hughardt se apartó de mí, se cruzó de brazos y se metió en la casa. Pero quizás había oído el timbre, porque, unos instantes después, reapareció con mis viejos amigos del Servicio Médico de Urgencias.
Se quedaron petrificados al verme.
—¿Usted otra vez? —preguntó el viejo bigotudo.
El polizonte que los acompañaba era un tipo llamado Tommy Tortuga Turk, el peor policía de Hampstead. Sólo le faltaban dos meses para retirarse, y tenía una tripa del tamaño de una morsa de mediana edad; pero aún le gustaba usar sus puños.
—No soy yo, Tortuga —dije—. Abre los ojos.
Suelo llamar a la ambulancia cuando siento dolores pectórales. En este momento, los muchachos se afanaban ya con Norm Hughardt, administrándole unas cosas que espero nunca deban utilizar conmigo. Tortuga se cansó de intentar dominarme con la mirada y se dirigió a la viuda, para freirla a preguntas. Observé que los chicos daban unas descargas a Norman con uno de esos trastos que parecen la batería de un coche. Norm se estremeció, pero no fue porque resucitase.
—Se ha ido al otro barrio —dijo el tipo grandote con bigote. Después levantó la vista hacia mí, y dijo—: Éste es el segundo caso que atendemos esta mañana, y la otra ambulancia está ocupada en un asunto similar. ¿Qué diablos está pasando aquí?
—¿Tres ataques cardíacos?
—¡Vaya usted a saber! —respondió, y envió a uno de los chicos a la ambulancia, en busca de una camilla y de una manta.
Me acerqué a Tortuga y a Evelyn. Tortuga le preguntaba si habían tenido una discusión antes de que él saliera. Me miró, y después volvió a dirigir la vista hacia Evelyn.
—No —respondió ella.
—De acuerdo. ¿Y qué está usted haciendo aquí? —me preguntó Tortuga.
—Esta señora me ha pedido ayuda. Di la vuelta a Norm. le dije a ella que avisara a la ambulancia. Yo sólo pasaba por aquí.
—¿Quiere decir que estaba…? —Se calló, y me pregunté qué palabra había evitado pronunciar. ¿Escabulléndome? Tortuga echó hacia arriba su tripa e hizo una mueca simiesca—. Yo le asusto a usted, ¿no es verdad? Yo sé que es así, Williams.
—Mr. Williams —corregí yo.
—Y conozco la razón. Es usted un cobarde, un rematado cobarde. Lo sé todo acerca de usted, «Mr.» Williams.
—Pamplinas —dije yo—. Adiós, Evelyn. Siento mucho lo que ha sucedido. Llámeme si necesita algo.
Ella parpadeó. Quise abrazarla. Pero Tortuga me habría detenido, probablemente, por intento de violación. Crucé lentamente la casa y me fui hasta la puerta principal.
Charlie Antolini se hallaba aún echado tranquilamente en su inmaculado césped. Fio Antolini estaba agachada a su lado, llorando, pero sin dejar de hablar con rapidez. Atravesé la calle.
—Norm Hughardt la ha palmado en el jardín posterior de su casa —dije—. ¡Maldita sea! ¿Necesitáis alguna ayuda? —Aquello lo dije por decir, porque yo precisaba terriblemente descansar.
—No se quiere levantar, Mr. Williams —dijo Fio—. No consigo que entre dentro.
Me incliné para mirar a Charlie.
—¿Cómo te encuentras, Charlie?
—Bien.
—Es hora de que entres en casa. Pronto lloverá.
—Muy bien —dijo Charlie, y estiró los brazos como una criatura.
Yo le cogí de un brazo, Fio del otro. Casi nos hizo caer, pero Fio afirmó bien las piernas y mantuvimos el equilibrio.
—¡Vaya, qué bien! —dijo Charlie—. Nunca lo había hecho antes.
Fio me dio las gracias y empezó a conducir a Charlie hacia el interior de la casa. Él se detuvo para admirar el césped y los narcisos de los prados. Pero, finalmente, ella consiguió meterlo dentro. Después, corrió las cortinas.
Tortuga se marchó en su coche patrulla dando fuertes acelerones. Los enfermeros sacaban en aquel momento la camilla de la casa de Norm Hughardt.
Miré hacia arriba y hacia abajo Mount Avenue y, mentalmente, vi una multitud de Jaegers y soldados ingleses que se aproximaban corriendo; llevaban antorchas y mosquetes. Vi la tormenta, el relampagueo de aquella noche. Las casas grandes ardían. Entre los mercenarios alemanes y los soldados británicos había un individuo, mencionado, por el reverendo Andrew Eliot… «encabezados por una o dos personas que habían nacido y se habían criado en las localidades vecinas». Una persona, lo sabía, nacida y criada en Greenbank. (El reverendo Eliot, un buen hombre, había protegido a uno de sus feligreses.) Casi pude ver su cara. Se parecía mucho a mí. Fuera había un niño muerto, un niño de verdad, aunque no lo sabía entonces. La ambulancia pasó cerca de mí, desvaneciendo mi ilusión con su sirena. Me di la vuelta y fui de regreso a mi casa.
6
Ahora supongamos que la nube pensante hubiese nacido en Hampstead en vez de hacerlo en Woodville. Supongamos también que el doctor Wise supiese lo que se decía. Tenemos unos veinticinco mil habitantes en la población. Si el índice de mortalidad inmediato era de un cinco a un ocho por ciento, la noche de aquel sábado habrían caído muertas de mil doscientas cincuenta a dos mil personas. Las calles habrían estado llenas de cadáveres. En vez de esto, sólo cinco personas murieron en Hampstead entre la noche del sábado y la mañana del domingo. El asesinato de Stony Friedgood acaparó la atención de todos, en especial cuando fue seguido de otro crimen parecido, y nunca logramos relacionar las cosas.
La persona más vieja que se fue era un tipo de mi edad, negociante en barcas retirado, que vivía en Gravesend Road. El más joven, un niño de siete años. Esto es lo que me impresiona más. Ningún niño debería morir así. Podría haber sido Tabby, podría haber sido Tabby Smithfield. Los padres del chico se habían trasladado aquí hacía sólo dieciocho meses.
Entre el muchacho y el traficante en barcas, estaba una amiga mía. Me enteré al llegar a casa. El teléfono estaba sonando. Era Harry Zimmer. Babe había muerto, dijo. Tenía un pequeño enfisema, pero no era esto lo que la había matado. Había caído como fulminada al apearse de la camioneta en el aparcamiento de Gravesend Beach. ¿No era esto terrible? Harry lloraba.
—Quería que lo supiese, Mr. Williams —me dijo—. Babe decía siempre que usted era un verdadero caballero.
Yo dije lo que se suele en estas ocasiones.
¡Por todos los diablos! No puedo seguir escribiendo en primera persona. El salvaje del viejo Tortuga tenía razón, y estoy dando un tono sensacionalista a mi relato. En todo caso, es una manera muy jodida de escribir un libro.
Por consiguiente, voy a hablar de cómo compraron los Allbee la casa del otro lado de la calle y cómo conocieron a Patsy McCloud. «Los entremeses ante todo», como diría alguien. Poco después volveremos a Tabby y, a continuación, os hablaré de Gary Starbuck, el ladrón, y de la pequeña banda en la que Tabby estuvo a punto de entrar, y de los relatos que estaba ilustrando Pat Dobbin. Todo viene a cuento, tanto si me creéis como si no; ya os convenceréis, en todo caso.
Entonces pasaremos a la parte que no quisiera tener que escribir. Yo quería a Wren van Horne; sólo tenía ocho años menos que yo, y nos criamos aquí juntos. Pero también quería a Babe Zimmer, la simpática anciana de cara de calabaza que pensaba que yo era un verdadero caballero.
Si yo hubiese sido como Tabby cuando era niño, no habría terminado de esta manera.