CARNE DE PERRO
Me despierto con la boca reseca, dolor de cabeza y un poco de resaca. El ron de anoche era demasiado malo. Y una botella completa. Tengo la tranca tiesa como un palo. Me acaricio y me pajeo un poco. Pienso en Flores. Mi madre tiene razón. Me gustan las pelandrujas, las mujeres de orilla, las putas y la mierda. Me levanto y abro una ventana. Necesito aire puro. Bueno, a estas alturas de la vida no debo pedir tanto. Basta con un poco de aire fresco. Ahí está el patio de tierra, el almendro y el framboyán. El amanecer, húmedo y con un poco de niebla. Sigo con la tranca erecta como una estaca, pero no voy a caer en la tentación de Flores. Presiento que tiene alguna enfermedad. Ladillas, gonorrea, sífilis, sida. ¿Quién sabe? Esa mulata es demasiado cochina. No puedo meterle el rabo. No, no. Tranquilo, nene.
Me gusta este paisaje medio campestre de El Calvario. Los solares vacíos y cubiertos de hierba. Más allá la autopista sur y más lejos la enorme llanura, inútil y verde. Recuerdo aquella época aburrida, quince años atrás. Desde mi apartamento, en el cuarto piso, sólo se veía un aserradero y otros edificios, idénticos todos. Y yo atrapado con los horarios y la responsabilidad. Nunca sucedía nada. Todos éramos buenos y correctos, obedientes, disciplinados. Ahora es lo contrario: todos somos malos e incorrectos. Las mujeres, callejeras, la gente cínica y perversa. Todos desesperados en una carrera loca y desenfrenada atrás del dólar nuestro de cada día. Hay que salir adelante como sea y dejar atrás la mierda. Está bien. Me gusta. Al menos no es aburrido. Y la gente se ha quitado la careta. Nada de apariencias. Ahora es la época del caos y el vértigo. Garras y colmillos, al borde del precipicio.
Fui al baño. Oriné. Se me bajó un poco. Menos mal. Me lavé la cara. Fui a la cocina. Hice café. Bebí dos tazas y me dieron deseos de cagar. Al baño. A cagar. Con ese estímulo en el culo se me paró de nuevo. ¿Seguiré así todo el día? ¿De erección en erección? Terminé de cagar. Me lavé el culo con agua y jabón. También le eché un poco de agua fresca a la pinga. Se paró más. Estoy poniendo chiles mexicanos en la comida. ¿Será eso?
Me vestí, cogí mi libreta de notas y salí al patio. Me senté bajo el almendro. Debía anotar algo para un cuento, pero se me olvidó. Pensando en eso también olvidé la erección y se bajó sola. Esa es la cosa. Hay que quitarle mente al sexo o uno puede volverse loco.
Tengo los últimos poemas de Raymond Carver. Pobre tipo. Según Tess, el final de su vida no fue tan unible. No lo creo. El final siempre es odioso y jodído. En fin, nada que hacer, el fresco de la mañana, los poemas de Carver, el silencio, el almendro y yo. Mi madre tiene razón: me cuido como un gallo fino. Lo mío es el ocio. Nací pobre por equivocación. Voy a la cocina por más café. Ya mi madre se levantó. Y comienza a hablar. ¿Será posible? No resisto que me hablen tan temprano. Son las ocho de la mañana.
—Vieja, no es bueno levantarse hablando.
—Ay, hijo, es que te vas dentro de un ratico y no voy a tener con quién hablar.
—Habla con los vecinos. Déjame leer.
Salgo de nuevo al patio, con la libreta de nolis y el bolígrafo en la mano. Nada. No recuerdo ni cojones. ¡Pinga, coño, era una buena idea! Ester, la vecina de al lado, viene hasta la portadilla. Se sonríe hipócritamente:
—Buenos días, vecino. ¿Se puede?
—Sí, adelante.
Viene acompañada por un tipo. Ester tiene aspecto de tuberculosa. Está cadavérica y con la piel asquerosa. Debe de tener cincuenta años. Aparenta setenta. El tipo tendrá treinta. O poco más. A ella le gustan jóvenes. Debe de ser su singante. Se acercan. Saludan. Ella me presenta como si fuéramos grandes amigos:
—Mira, Ismael, éste es mi vecino de toda la vida. Es de confianza. Habla sin miedo.
Ismael saca un troquel de acero. Lo trae envuelto en unos trapos. Lo desata y me lo muestra. También trae varias monedas de un peso.
—Mira, mi socio, este negocito es un vacilón. Con este troquel yo hice trescientas mil monedas. Trescientos mil pesos, en dos años. Es perfecto.
—No lo creo.
—¿Por qué no?
—Tenías que hacer más de cuatrocientas monedas diarias.
—¿Y qué? Tuve días de hacer mil. Yo solo, acere, sin ayuda. Cuando le coges el golpe, es rapidísimo. Y fácil.
—¿Y si es tan perfecto por qué lo vendes?
—Na. Problemas que la vida le trae a los hombres. Dejé a mi mujer. Y la muy puta fue a la policía y me denunció.
—¿Y la policía está atrás de ti?
—Deja eso. Mira, si tú quieres te hago una demostración y te dejo el troquel baratico. Te lo puedo dejar en...
—Ese no es mi negocio, acere.
—Te lo doy en setecientos dólares.
—¡¿Estás loco?! ¡¿Setecientos?! Y setecientos que no tengo, son mil cuatrocientos.
—Te explico cómo es la aleación y te vas a quedar con el negocito. Se paga solo, en un par de meses, acere. Se usa plomo y cobre. O plomo y bronce. Y se dejan hasta que se oxiden y se pongan opacos. Yo te digo que es perfecto.
—Y yo te digo que no me dedico a eso. No me interesa.
Ester interviene:
—Oye, muchacho, es una fortuna lo que está vendiendo. Montamos el taller en mi casa y yo trabajo también. Al parejo tuyo. Yo no tengo dinero para comprar el troquel, pero...
—Pero nada, Ester. No quiero líos con la justicia. ¿Tú sabes cuánto están echando por lanificación? Veinticinco añitos en el tanque. Es más, no le digan a nadie que hablaron conmigo. Yo no té nada...
Mi madre salió al patio. Venía limosa liada nosotros:
—¡Ester, hazme el favor de salir de mi patio inmediatamente! ¿Quién te dio permiso para entrar aquí? No quiero gente diabólica en mi casa. ¡Fuera!
Ester no le contestó. Dio la espalda y se marchó rápidamente. Ismael guardó el troquel y me miro, esperando respuesta.
—Nada, acere, nada. No estoy en eso.
Mi madre siguió vociferando:
—¡Hay que tener poca vergüenza!
El tipo saca una cadena de oro y me la muestra:
—Mira, compadre, cómprame esto. Es de dieciocho kilates, veintitrés gramos. Te la dejo barata.
Mi madre lo empujó:
—¡Váyase de aquí usted también, con esa mujer diabólica! ¡Fuera de aquí! ¡Vendiendo cosas robadas!
Empujándolo, lo llevó hasta la portadilla y lo sacó fuera. Quedó sulfatada. Esperé a que se tranquilizara antes de hablarle. Supuse que eran broncas de vecinos. La llevé a la cocina y le pedí que se calmara:
—Te puede dar un infarto. Estás muy vieja para esas broncas. Ester no es mala gente.
—¡Carne de perro podría! Esa mujer tiene al diablo en la lengua. ¡No la quiero aquí!
—Cálmate, vieja, cálmate.
—Esa mujer mató a su madre. Eso no sirve. Es carne de perro.
—Todos somos carne de perro, vieja, no jodas. Tranquilízate.
—¿Tú sabes por qué su madre murió con ese cáncer en la boca?
—¿Quién murió así?
—Olga, la madre de Ester.
—Ah, no lo sabía.
—Te lo dije veinte veces, que la pobre Olga se estaba muriendo.
—No me acuerdo.
—Porque no prestas atención. Yo te hablo y tú no oyes.
—En fin.
—Esa vieja y yo éramos muy amigas. Una tardecita nos pusimos a hablar en el patio y ella me contó que Ester no tiene dinero ni para comer, porque se lo da todo a los jovencitos. Se muere por acostarse con los hombres jóvenes. Es una viciosa.
—Normal. Es lógico.
—Entonces Olga me cuenta que ella pasó mucho trabajo porque tuvo que dejar su casa en el campo y venir pa'l pueblo. Ella sola y siete hijos.
—¡Cojones! Esa vieja era valiente.
—El marido se cayó en un pozo muy profundo y se ahogó. Entonces el hermano del hombre, cuñado de ella, la botó de la finca. Con los siete niños chiquitos.
—Coñó, qué tragedia.
—Bueno, pues vino pa' La Habana. Dio vueltas trabajando de criada en casas de gente rica, en El Vedado, hasta que al final terminó de puta en el barrio de Colón.
—Está bien. Ganaba más y se divertía.
—Era muy bonita. Me enseñó fotos de aquella época. Acostaba a sus hijos a las seis de la tarde y salía a putear hasta el otro día. Dice que con cincuenta años todavía tenía buen cuerpo y puteaba nulas las noches.
—¿Te contó eso?
—Éramos buenas amigas. Teníamos confianza, Pero a lo que voy: Ester se había escondido detrás del gallinero que tienen en el patio. Lo escuchó todo. Y saltó de pronto y le dijo a su madre: «¡¿Pa' qué tienes que hablar tanto?! ¡Eso no le interesa a nadie! Ojalá te salga un cáncer en la lengua, vieja deseará. Eres una chismosa. Lo haces pa' humillar a tus hijos. Mucho que sufrimos por tu culpa, vieja puta, y todavía nos desprestigias también. ¡Eso no le interesa a nadie!»
—Ester tenía razón, mami. Si tú hubieras sido puta, yo no se lo diría a nadie.
—No es eso. Lo de menos es el chisme. Es que la maldijo tres veces con lo del cáncer en la lengua.
—Y el cáncer le salió.
—En pocos meses ya lo tenía. Y fue lo más asqueroso del mundo. Dos años de agonía para morirse. Se dice y no se cree.
—Vivir para ver.
—Pero todo en esta vida tiene su pago. Ahora a Ester se le está cayendo la piel a pedazos.
—Sí, parece un cadáver.
—Se está quedando ciega. Se le resecan la piel y las uñas, y se le caen a pedazos.
—¿Qué enfermedad es?
—Nadie sabe. Ha ido a todos los médicos y le mandan vitaminas.
—¡Cojones, verdad que esto es un calvario! Qué bien le pusieron el nombre a este barrio.
—Es verdad, hijo, se ha puesto muy malo. Antes no era así.
Guardamos silencio. Unos minutos. Creo que no pienso en nada. Me gusta. Un poco de vacío y de nada. El vacío y la nada es demasiado para nosotros. Inalcanzable. Mi madre, como es habitual, me interrumpe:
—Compré unas barajas españolas.
—¿Y eso?
—Creo que voy a tirar las cartas.
—No jodas, vieja, ¿qué tú sabes?
—He ido a muchas barajeras en mi vida. Y sé cómo es.
—Después de vieja vas a robar a los incautos.
—Eso no es robar. Es ayudar.
—Las barajeras buenas tienen una gracia espiritual y...
—Yo seré de las malas. Me da igual. Tú verás, en cuanto se las tire a dos o tres personas, enseguida voy a tener clientes. La gente está desesperada. Todos tienen problemas, necesitan ayuda. Y yo necesito dinero.
—Bueno, que te vaya bien en tu nuevo bisne. Voy echando.
—Siempre vienes con tanto apuro. Nunca podemos hablar.
—¿Hablar de qué?
—Hablar. De todo.
—No hables tanto.
Me miró desde su soledad y sentí que me decía: «Quédate un rato más.» Pero no. Le di un beso y me fui.