NADA DE AMOR
Tengo que hacer un esfuerzo y cambiar de vida. Alejarme de la tragedia, la perversión y la lujuria. Necesito poner orden. Al menos un poco de orden y equilibrio. Lo intento una y otra vez, pero siempre fracaso porque me aburro mucho. Los alrededores son excitantes, y de nuevo caigo en los excesos. Julia no soportó más y se fue. Era demasiado noble y no resistió el fuego. Ahora quiero tomarme un tiempo. Tengo que comprender qué sucede. Detener un poco la marcha y reflexionar.
Estoy en ese punto. Con mucho tiempo libre. Vivo solo. Algunas tardes me veo con Miriam. Me ayuda a deslizar los días. Viene desde Guanabacoa. Se le escapa al marido dos o tres veces por semana. Yo la espero a la una del día frente a una funeraria, en Zanja y Belascoaín. Antes hablamos por teléfono y ella siempre me cita allí, a la misma hora. Llega y me dice:
—Espérame un momento. Voy al baño.
Y entra en la funeraria. Quince o veinte minutos. Después se reúne conmigo y bajamos por Belascoaín hacia mi casa. Varias veces le he preguntado si es un vicio entrar en el baño de la funeraria. Elude responderme. Al fin hoy me dijo:
—Te voy a decir la verdad.
—¿Tienes otro amante que es empleado de la funeraria?
—No.
—¿Entonces?
—Entro a ver los muertos.
—¡No jodas!
—Sí. Primero miro los nombres, en el panel que está a la entrada. Después voy a mirarlos. Uno por uno. A veces las cuatro capillas están ocupadas. Me gusta mucho mirar las caras de los muertos. Si no lo hago me parece que no podré dormir esa noche.
—Tú estás medio loca.
—Déjame terminar. Esto no lo sabe nadie, pero yo confío mucho en ti. Cuando termino de mirar a todos los muertos en sus cajas, me dan deseos de orinar. Entonces voy al baño. Y me excito mucho. Me masajeo la...
—¿El clítoris?
—Sí. Y los bembos. Me pajeo mientras orino y después me chupo la mano.
—¿Pensando en los muertos?
—No. Creo que no. No sé.
—¿Y en qué piensas?
—En nada. No sé. Estoy excitada. Cuando salgo del baño vuelvo a darles un vistazo. Y me siento de lo más bien.
—¿Siempre has hecho eso?
—Hace muchos años. Me gustan las funerarias.
—Uhmm...
Me quedo en silencio. Miriam no parece loca. Al menos no más que yo. ¿Qué le puedo decir? Es una negra alta, hermosa. Una mujer inteligente. Tiene un título universitario. Es trabajadora social desde los dieciocho años. Desde entonces, y durante veintiséis años, se enfrenta todos los días a las miserias humanas. Si escribiera un libro sobre su experiencia profesional sería tan morboso que nadie lo publicaría. ¿En qué pensará cuando mira los cadáveres?
Mientras reflexiono sobre esto, ella ya pasó a otro tema:
—Hoy por la mañana fui a la casa de un paciente que ha hecho tres intentos de suicidio.
—¡Coño, nene, tienes el día cargadito!
—Todos mis días son iguales. Y peores. Ese paciente me tiene preocupada. Es un médico, especialista en neumología. Pero es alcohólico. La mujer lo dejó, y vive con su hija de ocho años. Tengo que resolver una escuela de internados para la niña. Y rápido.
—¿El no puede criarla?
—En algún momento puede matar a la niña y después suicidarse. Ya me sucedió una vez, hace cuatro o cinco años. Un caso similar. Y todo sucedió porque me demoré en la gestión..., me quedé mal mucho tiempo.
—Pero al tipo se le puede poner tratamiento.
—No quiere reconocer que es alcohólico. Y está perdido. A veces deja de ir al trabajo hasta una semana completa.
—Miriam, esto..., ¿quieres una cerveza? Y refrescas un poco tu cabecita.
—Ah, sí, muchas gracias. Tengo sed. Desde que la mujer lo dejó está peor. Siempre fue alcohólico y depresivo. El alcohol lo agrava. Y me dice que no puede seguir viviendo con la niña porque cuando se da unos tragos empieza a llorar. La niña se contagia y lloran juntos y...
Por ahí sigue. Es indetenible. Entramos en una cafetería. Limpia, con aire acondicionado. Tengo que pagar en dólares pero evito los bares cochambrosos y los borrachitos asquerosos y callejeros de Belascoaín. Casi todos están tuberculosos y sobreviven en los portales. Hay música. Muy alta. No podemos hablar. Y Miriam necesita hablar. Siempre se queja de la falta de comunicación con su marido. Es un largo matrimonio. Quince años juntos. Viven en una casita de madera, oscura y calurosa. Es casi un bajareque. En los suburbios de Guanabacoa. Y sin esperanzas de mejorar. Tienen un pequeño patio de tierra y hierbas y crían pollos. El tipo es albañil. O ayudante de albañil, no sé bien. Y todo lo que gana se lo bebe. A las ocho de la noche jamás tiene un centavo en el bolsillo. Es un hombre de treinta y ocho años. Aparenta cuarenta y ocho. Miriam, al contrario, tiene cuarenta y cuatro pero se mantiene muy bien y puede decir que tiene diez años menos. Ahora me sigue descargando, a pesar de la música tan alta. Me habla al oído:
—No puedo más con Luis. Lleva dos días sin poder trabajar.
—¿Por la borrachera? Está grave entonces.
—¿Vamonos?
—¿Te molesta la música?
—Aquí no podemos hablar.
Salimos de nuevo al calor y la humedad sofocantes. Bajamos por Belascoaín hacia el Malecón. Miriam sigue con las últimas noticias sobre Luis:
—Hace una semana que no le dejo tocarme. Me da asco.
—¿Durmiendo en la misma cama? ¿Quién se cree eso?
—Me viola cuando estoy dormida. El muy salvaje. Se despierta de sus borracheras con aquello como una tranca. Y me clava hasta la garganta. El muy imbécil. Todo lo que le falta de cerebro le sobra de pinga. Y lo orgulloso que vive de eso. Se cree que tiene la pinga de oro.
—A ti te gusta que te viole, Miriam. No te hagas la mosquita muerta.
—Te digo que me da asco.
—¿Te vienes?
—A veces sí..., sí, la verdad. Siempre me vengo, pero...
—Ya ves que te gusta.
—Pero es un salvaje. Me tapa la boca y me viola como un animal. Está fuerte, y me inmoviliza. Y yo no soy un animal. Ya no puedo más. Es mucha la brutalidad.
Ladea la cara y se seca unas lágrimas, disimuladamente. Nos conocemos desde hace veintiséis años. Cuando ella comenzó de trabajadora social, yo era periodista. Una vez fuimos juntos a ver a unos viejitos. Yo preparaba un reportaje muy elogioso sobre la seguridad social y lo bien que atendían a los viejitos solitarios y toda esa mierda. Ella me ayudó. Nos gustamos enseguida y desde entonces somos amigos. Y metemos un poco de sexo en la amistad. Eso oxigena. Sexo, deseo, complicidad. Todo muy discreto. Ahora Miriam intenta escapar de Luis, y yo de Julia. Pero lo tenemos claro. Nada de amor. Ni promesas ni compromisos. Queremos evitar nuevas confusiones. Miriam me dice:
—La confusión con Luis me llevó a este desastre. Ese negro me volvía loca con su tranca y yo confundí sexo y pasión con amor.
No le contesto. Supongo que había algo más que sexo. Nadie resiste quince años así como así.
—Me da lástima dejarlo.
—Sí, te entiendo.
—Es un borracho. Es igual que dejar abandonado a un niño.
—El puede rehacer su vida. Dejar el alcohol y buscar otra mujer.
—No lo creo. El alcohol puede más que él. Y ninguna mujer se va a ocupar de un borracho inútil, muertodehambre y sin un centavo en el bolsillo.
—Sí, es verdad.
—Estoy decepcionada de la vida. Y no sé qué hacer. No puedo más.
—¿Le tienes asco?
—Me da lástima. El no entiende que lo voy a dejar. Estoy a punto de recoger mis cosas y acabar de irme. Y se va a quedar solo. Es tan infeliz, tan bruto, tan ignorante, que no puede prever nada. Ve el ciclón cuando está encima de él..., llevo muchos días deprimida. Me siento muy mal.
Esta andanada me la dice soltando lágrimas que se seca con el dorso de la mano. Al fin llegamos a mi casa, en San Lázaro, sudorosos y jadeando, por la escalera. Ella quiere bañarse. No se lo permito. Su olor a animal salvaje me estimula hasta el desenfreno. Las negras huelen diferente. Es mucho más rico. Preparo unos tragos de ron y cola. Pongo un disco de Paquita la del Barrio. Quizás así se relaje un poco. Se desnuda por completo, se para frente al ventilador, y sigue hablando de las borracheras de Luis:
—Anoche llegó como a las doce. Se tiró en la cama, con ropa y zapatos, y se durmió, babeado..., argh, me da asco. Es lo más repugnante..., uf...
Da vueltas frente al ventilador para refrescarse. Si sigue hablando de Luis le voy a meter dos galletazos. Me estoy encabronando. Yo soy su amigo, su amante, su novio, lo que sea, pero ya me parece que es un abuso. No soy psicólogo ni un carajo. Estoy sentado tranquilamente, escuchándola, y me dice:
—¿No te vas a quitar la ropa?
—Estoy esperando a que salgas de Guanabacoa y te olvides de tu marido.
—¡Ay, papi, perdóname!... Es que...
—Sí, yo sé. No tienes con quién hablar.
—Tú me entiendes. Estas cosas no las puedo hablar con nadie. Tú eres mi amigo de toda la vida.
Me abraza, me besa, me mete la lengua hasta la garganta. Intenta sonreír y cambiar la frecuencia.
—Está bien, yo soy tu amigo del alma, pero hay que templar. A bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional. Y olvídate del mundo.
Se le salen unas lagrimitas de nuevo. Se sienta en la cama. Le paso la lengua por las lágrimas, le lamo la cara, la beso, la chupeteo. Se me para la tranca. Bajo hasta el bollo. El olor más rico del mundo. Calidad superior y marca registrada. De ahí pal cielo. Tiene el bollo sudado. Sabrosísimo. Al fin nos entregamos. Supongo que sí, que todo se puede ordenar de otro modo. Flotamos por allá arriba y todo lo malo se olvida. Me gusta ver cómo se desespera y ella misma la agarra con las dos manos, abre y alza sus piernas bellísimas y largas, y se la mete suspirando y abriendo la boca, y en un segundo tiene su primer orgasmo:
—Coge mi leche, cabrón, cómo me gustas, salao, cómo me gustas...
Por ahí seguimos. Me controlo. Un rato después la saco y refrescamos. Preparo otro trago de ron y cola con hielo. Pongo un disco de Maria Careigh. Casi todos mis discos son de música clásica. Tengo que escucharlos sólito. Regreso a la cama y Miriam me habla al oído:
—Hoy lo hice otra vez.
—¿Qué cosa?
—En la 195. Venía llena. En el pasillo no cabía ni una persona más. Y me paré delante de un tipo bellísimo. Un blanco, alto, fuerte, con una camiseta amarilla...
—¿Y se la agarraste con la mano?
—No, chico. Le restregué el culo y aquello se le puso duro como un palo. Vinimos calentando hasta la parada del hospital. Y se bajó atrás de mí diciéndome conchinás. Tuve que pararlo. Se puso loco, arrebatao.
—¿No se vino en la guagua?
—No. Eso era lo que quería. Me decía que podía alquilar una habitación por aquí, que me iba a hacer esto y lo otro, ahh..., qué locura, ¡qué locura! Yo sí me mojé y me vine. La sentía chorreando por las piernas hasta las rodillas, ayyy, me vuelvo loca sólo de acordarme...
—¿Qué te decía?
—Loca, arrebata, negra culona, si te la meto por el culo vas a rugir como una leona, ufff..., ay, chini, dale, dale...
Yo estoy volao también. Y volvemos a la carga. La clavo hasta el ombligo y seguimos dando jan. Es loquísima y me saca del paso. Aguanto todo lo que puedo. Es increíble cómo tiene un orgasmo atrás del otro. Le froto la perla contra la pepita, y la deslecho. No puede contenerse. Se viene como una perra cada dos minutos, gritando y suspirando. ¿De dónde saca tanta leche? Ahhh, ya no puedo aguantar más y terminamos delirando. Quedamos groguis.
Voy a la cocina. Preparo otros dos vasos de ron y cola. Cambio el disco. Intento probar:
—¿Quieres oír a Eric Satie?
—¡¿Qué es eso?! ¡No inventes cosas extrañas!
Pongo un disco de Los Van Van. Regreso al cuarto y bebemos. Ella se queda en la cama, mirando al techo, y se sonríe.
—¿De qué te ríes, Miriam?
Se queda pensativa un rato. Al fin me dice:
—Un día de éstos voy a traer las cartas. Hay cosas que tienes que saber.
—¿Desde cuándo tiras las cartas?
—Es por inspiración. Ni cobro ni puedo consultar. Además, poca gente lo sabe.
—Te encanta hacerte la negra fina.
—No es eso. Las cartas son un pretexto. Yo veo las cosas claritas al lado de algunas personas. En las cartas no veo. Uno de estos días me voy a concentrar contigo. Hay cosas muy bonitas alrededor tuyo y van a ir llegando.
—¿Cosas muy bonitas? Cono, menos mal. Yo creía que todo era mierda, líos y jodienda.
—Al contrario. Te vas a asombrar.
—Dime algo ahora.
—Sin las cartas me bloqueo. No te preocupes. Cuando nos encontremos de nuevo. Dentro de dos o tres días.
Puse un disco con viejas canciones de Frank Sinatra. Bebimos en silencio un buen rato, escuchando. Un poco empalagoso. Al fin me dice:
—En una vida anterior yo fui monja, pero con alma de bailarina de cabaret, y tuve un romance muy largo con el cura de aquella iglesia. Pero sin tocarnos. Sólo mirarnos. Mirarnos a los ojos y hablar. Ese era el sexo. Se me humedecían los muslos sólo de escuchar su voz. Es lo que yo quiero: un hombre que hable, que confíe en mí y me escuche, que pueda comprenderlo todo. Me gusta ser fiel. Tener un hombre solamente. Yo sé que esa monja sigue dentro de mí. La siento. A veces hablamos.
—¿Cómo tú sabes todo eso, Miriam?
—Porque fue así.
Terminó su trago, se vistió y se marchó. Debía estar en su casa antes de las seis de la tarde.