CORAZÓN DE PIEDRA
Julia y yo nos acercábamos al final. Teníamos peleas y alcohol a diario. Ambos en abundancia. La casa parecía un pequeño manicomio habitado por dos locos. Era terrible, insoportable, infernal y, sobre todo, era absurdo.
Teníamos unas pocas horas de reconciliación. A veces todo un día. Templábamos un poco. Yo la clavaba a fondo y ella gritaba desaforada. Se venía muchas veces y me pedía que la golpeara duro. Por la cara, por las nalgas. Yo tenía un cinturón de cuero trenzado y le daba suave. Ella me decía:
—¡Dame duro, cojones, maricón, singao, que me duela, sácame sangre y clávame por el culo!
Se viraba bocabajo y se abría las nalgas.
—¡Clávame por el culo y dame duro, sácame la sangre!
En ocasiones soy un sádico brillante. Tengo técnicas muy especiales. A veces yo tenía un orgasmo final. Otras veces lo controlaba. No quería cansarme. Además, me daba igual.
Sentía dentro de mí una odiosa mezcla de violencia, agresividad, lujuria, sadismo, necesidad de alcohol. Pero también sentía que mi corazón se endurecía. Cada día más y más. Era lo que yo quería: tener un corazón de piedra. Si me reblandecía no podría cortar por lo sano. Tenía que cortar todo lo podrido. Limpiar con desinfectante. Cicatrizar. Y seguir adelante. Preferiblemente con una sonrisa en los labios. Sin amarguras por lo que se pudrió, corté y tiré a los perros. No sabía si podría lograrlo.
La lujuria y el alcohol habían erosionado mucho dentro de mí. Demasiados estragos. Todos mis recuerdos mejores eran de mujeres desnudas sobre la cama. Y sexo. Mucho sexo. El desenfreno total. Necesitaba concentrar mi energía en algo más perdurable. Era una cuestión de vida o muerte.
Otro de mis problemas era que, a esas alturas, podía convertirlo todo en literatura: lo más doloroso, la carroña, el lado miserable y oscuro de la vida. Todo iba quedando atrás. Nada era duradero. Todo se quemaba como si a mi alrededor sólo hubiera hojarasca seca.
Pensé que la solución vendría sola si mi impulso sexual se disolvía con la vejez. Entonces podría neutralizar el deseo ciego y retirarme por ahí, a un campo, con dos o tres vacas. Ordeñarlas al amanecer y atender una huerta. Sólo eso. Lo mismo que hacía en la finca de mi abuela cuando era niño. Recuerdo muy bien los detalles de aquellos años, en los cincuenta, antes de que comenzara el caos y la diáspora. Había silencio, soledad, árboles, pájaros. Y pocas visitas. Casi nadie. Era un mundo muy pequeño. Apenas un kilómetro a la redonda más o menos. Eso simplificaba las cosas. Ahora todo es vertiginoso. El mundo es gigantesco y caótico. Inabarcable.
Al mediodía me llamó Mariana, una vieja amiga. Estaba cerca de casa y quería venir a saludar. Andaba con Óscar, su novio. Quería que yo lo conociera. «Sí, vengan», les dije. Llegaron una hora después. Hacía años que no nos veíamos. En los últimos treinta años hemos tenido algunas aventuras esporádicas. Yo tenía fijación con sus grandes y hermosas tetas, y sus pezones rosados, cubiertos de largos pelos negros. Una mujer flaca, tetona, simpática, inteligente, apasionada y muy imaginativa en el sexo. Hacía seis o siete años que no nos veíamos. Y aparece con su novio. Nos presenta. El tipo me dice:
—Mucho gusto. Óscar. Experto en computadoras. Trabajo en eso y me gusta mucho.
Sonó falso. No me convenció. A los dos minutos me preguntó:
—¿Te gusta el ron?
—Ehh..., bueno, sí, a veces.
—¡Esa es la cosa! Voy a comprar una botella. Enseguida regreso.
Cuando nos quedamos solos, Mariana me reprochó crudamente:
—Detesto sus bebederas. Tiene muchos defectos, pero ése es el peor.
—Jajajá. Cono, Mañanita, y eso que lo quieres.
—Es verdad que tiene muchos defectos.
—¿Qué le pasa? ¿Es pichicorto?
—No, normal, normal.
—¿No le gusta hacerse pajas delante de ti? ¿No es perverso y sádico?
—Como tú no, jajajá.
—Sigues siendo una viciosa, pajera. ¿Te gustan las negras todavía? No se me olvida aquella tortilla en...
—¡Ey, ey, deja eso! No estoy para coger calentones ahora.
—Uf, bueno, sí, okey. ¡Cojones, ya el animal se me puso gordo! No se me olvida aquella negra culona y tú...
—Ya, ya.
Caminé un poquito por la azotea. Respiré. Me relajé. Tranquilidad. Relax, nene, relax. Volvimos al tema anterior:
—Bueno, bien. ¿Qué te pasa con Óscar?
—Ahora no quiero hablar de eso. Ya debe estar al regresar.
Conversamos de cualquier tontería. En diez minutos Óscar regresó con la botella. Servimos. Mañanita no quiso beber. Tomó cola. Sobre una mesa había un trozo de cartón con un apunte. La noche anterior, mirando una película, tomé esa nota:
Sabiduría
Justicia
Fortaleza
Sobriedad
Marco Aurelio
Según la película, ésas eran las máximas de uno de los cesares romanos. Óscar lo vio y quedó encantado con aquellos preceptos. Sacó un bolígrafo y los copió. Los comenté un poco. Para nada. Sólo por buscar temas de conversación. Marianita y yo, a solas, hubiéramos hablado toda la tarde. Y quizás algo más, para recordar. Pero Óscar era como un chorro de plomo. ¡Tremendo pesao! No sé cómo la conversación derivó hacia el suicidio. El tipo bebía muy rápido y estaba un poco borracho. Me dijo:
—Hay tres formas perfectas de suicidio. Las demás son muy dolorosas.
—¿Cuáles son?
—Un tiro en el cielo de la boca es la mejor. El suicidio perfecto. Hay que hacerle un monumento al que lo inventó. En segundo lugar cincuenta tabletas de diazepán y caminar por un monte solitario hasta que te caigas. Y la tercera es una soga, pero vas a tener una agonía de dos o tres minutos pataleando como un puerco. Algunos se mean y se cagan. Otros se mueren con la pinga tiesa. No me gusta la soga.
—Las tienes bien estudiadas.
—Sí.
Nos quedamos un rato en silencio. Marianita me preguntó por mis hijos. Mostré algunas fotos. Bebimos más. A Óscar no le interesaban las fotos. Fue hasta el muro de la azotea. Miró hacia la calle y dio unos pasos atrás, asustado. Me preguntó:
—¿No te da miedo vivir tan alto?
—Son ocho pisos nada más.
—El que se tire de aquí... ¿Te dan deseos de tirarte? Es una tentación.
—No. Nunca se me ha ocurrido.
—Ahhh.
Nos quedamos un instante en silencio. Para evitar que se prolongara más, le dije:
—Hace unos meses se cayeron dos albañiles que repellaban el muro. Y no se mataron.
—¿Dónde cayeron?
Le mostré. Habían caído en la azotea del edificio aledaño, de tres pisos.
—Ah, pero volaron cinco pisos nada más. Si se revientan contra la calle...
—Quizás no. Se partieron unos cuantos huesos y...
—Depende de cómo caigas. Si te tiras de cabeza. A machacarte bien la cabeza, seguro que no haces el cuento.
—¡Ay, Óscar, por favor! —dijo Marianita, alterada.
Nos reímos para soltar tensión. Bebimos más. Pensé en algún tema de conversación. No se me ocurría nada. Ah, sí, de pronto recordé lo de sus computadoras:
—¿Y qué tú haces, Óscar? ¿Eres programador?
—No. Hoy en día los programas son muy complicados y... no, no. Trabajo con una computadora..., ehhhh..., llevó los inventarios de un almacén. De una shopping.
—Ah...
Silencio. Bebimos más. Hablamos del paisaje, del calor, de lo cara que está la vida. Óscar dijo:
—Para mí es duro. Vivo con mis padres. Con los dos. El salario no me alcanza ni para cuatro días. Los otros veintiséis días del mes tengo que inventar.
Serví el ron que quedaba en la botella. Dije que iría a buscar más. Marianita me interrumpió:
—No, no. Ya nos vamos.
—¿Tan rápido?
—Sí. Ya bebieron bastante.
—Bueno...
Yo quería seguir bebiendo. Óscar no abrió la boca. Nos quedamos en silencio de nuevo. Era una pesadez. Marianita tomó el mando y organizó la retirada. Ya en la puerta, Óscar me pidió permiso para ir al baño. Sí, claro. Fue al baño. Se demoró bastante y regresó entusiasmado. Hizo que Mariana fuera con él a ver un calendario con mujeres desnudas. Lo tengo colgado en la puerta del baño. En la parte interior. Me lo trajo de regalo un pornógrafo canadiense a principios de año. El baño me pareció un buen sitio. Óscar repetía, riéndose y complacido:
—Hacía años que no veía esto. ¿Cómo lo conseguiste? ¡Coño! ¡Tú eres un loco!
Estaba fascinado por aquellas mujeres de papel. La pornografía está prohibida hace más de cuarenta años. Debe de ser muy inmoral. Pero a mí me encanta. Lo revisó varias veces hasta que Mariana, un poco molesta, o incómoda, lo cortó tajantemente:
—No seas infantil, Óscar. ¡Vamos!
Los despedí y contuve el impulso de bajar las escaleras y traer otra botella de ron. Cuando cerré la puerta una frase llegó a mi mente, y se repitió como si fuera un mensaje telepático: «Tus secretos más oscuros y profundos.» La repetí varias veces. ¿De dónde salía esa frase? Siguió martillando en mi cerebro hasta que busqué una libreta y la anoté: tus secretos más oscuros y profundos. Ya, tranquilidad. Me puse a leer unas revistas. Julia llegó a las siete de la tarde. Aún era de día. Bajé a buscar una botella de ron. Mientras bebíamos le conté lo de la visita. Había mucho calor y mosquitos. Sudábamos. Comimos algo ligero. Julia se bañó y se acostó. La sentí triste, descompensada, no sé. No se rió con mis cuentos de Mañanita y Óscar. Me acosté sin bañarme. Era una bola de mugre y sudor, pero me daba igual. Dormimos muy mal, como siempre. Sueños, pesadillas. Despertamos muchas veces en la noche. Al fin amaneció. Y empezamos de nuevo.