COME BACK FROM THE NIGHT
Hacía una hora o más que daba vueltas en la cama, desvelado. Intentaba dormir de nuevo, pero no podía. Julia roncaba a mi lado. A veces decía algo que no se entendía. Soñaba quizás. Había calor y mosquitos y yo sudaba. Me levanté. Miré por la ventana. Sólo se ve un patio pequeño, con tres perreras. Los dueños de la casa ocupan los altos y alquilan la planta baja en temporada de playa. Viven de eso y de la cría de perros fieros. El tipo los entrena para pelear. Me ha invitado un par de veces en esta semana, pero no quiero ver más violencia y agresividad. Es suficiente con la que me rodea. Más la que brota como un lanzallamas desde mi interior. Sobre todo después de unos tragos de ron.
Afuera corre brisa. Me pongo un short y salgo cuidadosamente para no despertar a Julia y a los perros. Desde el portal sólo se ve la viejísima casa de madera desvencijada de la vecina, los muros altos de los chalets, y la cafetería veinticuatro horas. Los tres empleados dormitan recostados en las mesas. No hay clientes. Camino hasta la calle, doblo a la derecha y bajo unos pocos metros, hacia la playa. La noche es oscura, con muchas estrellas y brisa, pero el mar apenas se mueve. A unos cien metros una pareja se acaricia. O tiemplan. Las dos figuras se recortan contra el resplandor de algunas luces escasas. Camino por la orilla, con los pies dentro del agua. Al menos no hay mosquitos. Siento el agua tibia. Me gustaría que estuviera fría. Esta es la época del pargo sanjuanero. Hace años que no pesco. Debería comprar una caña y algunos avíos, y pescar, con sardinas vivas de carnada, como hacía antes.
La caminata y el fresco me despejaron por completo. En la otra calle bajan unas cajas de madera de un camión, y las introducen en una casa. No me acerco, pero camino lentamente para mirar mejor. La casa está a unos ochenta metros de la orilla, rodeada de árboles y muy bien cercada. Recuerdo las cajas de ametralladoras, proyectiles y explosivos que tuve que estibar muchas veces, treinta años atrás, cuando era soldado. Este camión es cerrado y no tiene letreros. Son seis tipos y actúan sin hablar pero rápida y sincronizadamente. Como si fueran soldados vestidos de civil. Las cajas tienen asas metálicas y los bordes protegidos con angulares. Sí. Deben de ser armas. Es mejor que no me vean. Me alejo más y me siento sobre un pedrusco que sobresale en la orilla, con los pies en el agua. Vuelvo a recordar la pesca. Esta noche picarían los pargos de altura.
Camino por la orilla, sin prisa, y silbo. The Ghost of Tom Joad. Me gustaría escuchar ahora ese disco,
con Bruce Springsteen cantando un poco ronco. Silbo despacio. Esas canciones se me grabaron en los huesos, en el invierno del 98, en Madrid. Mi única compañía, además de la incertidumbre y el desasosiego, era ese disco, una botella de VAT 69, y —a veces-Teresa. Pero Teresa se recuperaba de un desastre amoroso y, como es lógico, me eludía. Decía que yo era un pulpo y que era mejor mantener la distancia. Le escribí más de veinte poemas de amor y una canción erótica. Ni así pude ablandar el corazón de Teresa. Una madrileña legítima jamás se deja engatusar por un habanero. Perro no come perro. Me dejaba con mis erecciones y se iba tranquilamente, con una sonrisa maliciosa que me recordaba a las pelandrujas provocadoras de Centro Habana. Cada vez que sucedía yo buscaba la compañía un poco melancólica del whisky y del Boss. Fue el invierno más largo, más triste y más solitario del mundo. Y yo ni sabía lo que me esperaba después. O si podía esperar algo más. Desde entonces, en los momentos solitarios y tristes, me acompaña el fantasma de Tom Joad.
Me levanté de un salto y me tiré al agua. Es malo pensar tanto. Nadé, estiré los músculos y me froté la piel en el agua. Ahora la sentí mucho más fría y tonificante. Salí caminando despacio por la orilla. No quería regresar a la casa con el calor, los mosquitos y Julia roncando como si nada sucediera y todo estuviera perfecto. ¡Cojones! Cada vez que la sentía durmiendo de ese modo me daban deseos de entrarle a pescozones. No. No quería regresar. Pero seguí caminando muy despacio, en dirección a la casa.
Por la calle venía un auto. Se detuvo al extremo de la calle, donde termina el asfalto y comienza la arena. Bajó un tipo flaco y muy blanco. Parecía extranjero. Y una mulata alta y hermosa, con un largo vestido rojo, que dejaba ver sus hombros y su espalda perfecta. Se cruzaron conmigo pero no me miraron. Iban muy concentrados uno en el otro. Se besaban a chupones. Se acariciaban y parecían un poco borrachos. O un poco volaos con polvo, quizás. La mulata era bellísima. Miré hacia atrás. Entraron al agua sin quitarse la ropa. El vestido rojo flotaba y parecía una flor extraña y gigantesca. «Quién fuera ese tipo», pensé. A lo mejor ni sabía templar en el agua. Bueno, la mulata le enseñaría, seguramente. Entonces me di cuenta de que amanecía. Ya se veía bastante. Seguían abrazados dentro del agua, besándose. Y el vestido rojo brillaba flotando, y la mulata empezó a cantar y a bailar. Eran felices. Demasiado hermoso. Me fui. Yo no podía estar allí, destruyendo aquel momento con mi morbosidad estúpida.
Llegué a la casa y me senté en el portal, en una silla de hierro muy incómoda. No había otra. Me puse a mirar la vieja casa de madera. Se veía escorada a la izquierda, sin pintura, la mayor parte podrida y remendada como quiera, rodeada por maleza y una cerca destrozada. Sobre la puerta conservaba un vidrio esmerilado, con el año de construcción: 1925. La modernidad la asfixiaba poco a poco: los chalets bien cuidados, la cafetería veinticuatro horas, teléfonos de tarjetas. Me pareció que le faltaba poco para naufragar, escorar definitivamente, y hacerse pedazos. En ella sobrevivía a duras penas una vieja, tan sucia y arruinada como la casa. No pude soportar más la silla. Era un potro de tortura. Entré hasta la cocina. Hice café. Me asomé al cuarto. Julia seguía roncando. Ahora más fuerte aún. Me tomé todo el café y de nuevo me senté en el portal, en el piso, recostado contra una columna.
Una hilera de hormigas iba y venía incesantemente junto al bordillo. Las seguí a un lado y al otro. Por un extremo se metían en una ranura abierta en el cemento. Por el otro extremo de la fila se internaban en unos canteros de tierra negra que tenían crotos y arecas plantados. Estuve un buen rato mirando cómo las hormigas cargaban pedacitos de comida, pero siempre en la misma dirección: hacia la tierra. Regresaban vacías y apresuradas y se internaban en la ranura del cemento.
Me aburrí y volví a la playa. Ya era de día. La mulata y el yuma se habían ido. Un hombre se acercaba con una cubeta y una atarraya de hilo de caprón. Miraba atentamente al agua, muy limpia y transparente. Se detuvo cerca de mí y rápidamente lanzó la red. Dejó que los plomos descendieran y cerraran la trampa. La sacó llena de sardinas que brillaban al sol. Las sacudió y cayeron aleteando sobre la arena. Le ayudé a recogerlas. Eran muchas. Más de cien sardinitas de un solo atarrayazo.
Volví a la casa. Sentía mi cabeza pesada por la falta de sueño. Entré en la cocina para hacer café nuevamente. Julia se levantó, arrastrando las chancletas, medio dormida, y me vio:
—¿Ya estás haciendo el café?
—Sí.
—¿Qué hora es?
—No sé. Me acabo de levantar.