Y YO NO TENÍA RUMBO

El olor del azufre penetraba por las ventanas y era asqueroso. La refinería lanza humo sulfuroso y, cuando no hay viento, se estanca sobre la zona este de la ciudad. El aire huele a mierda hasta que uno se adapta y deja de percibirlo. La peste del azufre, el calor, la humedad, los mosquitos, el sudor, el colchón caliente, el ventilador insuficiente, el polvillo de comején que cae desde las vigas del techo. Es así todo el verano. Nadie se acostumbra. A vivir bien sí se adapta uno rápidamente. Fue difícil dormir. Nos levantamos cansados, sudados, irritados, ojerosos. Me refresqué la cabeza con un poco de agua y fui para la cocina a hacer café. No hablamos ni una palabra. ¿Para qué? Julia se aseó en el baño. Hoy va temprano a una tienda de ropa de uso. Le dicen ropa reciclada, para suavizar el idioma. La van a contratar como vendedora y le pagan ciento diez pesos al mes. Cinco dólares con cincuenta centavos. Julia supone que la administración la dejará robar algo todos los días para

emparejar el salario. Un par de camisas, un pantalón, lo que sea. De todos modos, lleva dos años sin trabajo.

Mientras espero junto a la cafetera escucho de nuevo los vasos y las tazas entrechocando, en un estante adosado a la pared. Anoche lo escuché y ahora se repite. ¿Será el terremoto? Hace años, cuando era periodista, me lo dijo un científico que, al mismo tiempo, era director de cierto instituto:

—No queremos crear el pánico, pero se supone que en los próximos años se producirán terremotos en La Habana. Quizás similares a los de Santiago de Cuba, quizás más intensos. No se puede calcular con anticipación.

—¿Se puede saber la fecha?

—No se puede predecir.

—¿Por qué no se toman medidas preventivas?

—Porque no existen. Y de esto no puedes publicar nada. Esto es muy confidencial, compañero.

Con el tiempo me olvidé del terremoto porque todos los días recibía informaciones de este tipo: «Esto es para tu consumo, compañero, pero no puedes publicar nada.» Desarrollé una capacidad especial para no perturbar mi mente y mi conciencia con tantos secretos almacenados en mi cerebrito. Ahora el tintineo de los vasos me sacó la ficha del subconsciente. No abrí la boca. Julia está irritada por la noche tan jodida y por ese trabajo morronguero en la tienda. ¿Para qué le voy a calentar más la cabeza? Pero un rayo de perversidad sádica estalló dentro de mí y la llamé a la cocina. La hice escuchar el tintineo de los vasos:

—¡Ay! ¿Y eso por qué?

—Puede ser un terremoto de baja intensidad.

—¡No jodas, chico! Lo que nos faltaba. No me metas miedo.

—Ah, Julia, da igual. Si nos toca, nos morimos... aplastados por el techo, jajajá.

—¡No digas barbaridades! ¡¿Por qué eres tan salvaje?!

—Si tuviéramos un sismógrafo trabajando, estoy seguro que registraba el temblor.

Julia calla y bebe el café. Se viste rápidamente. Al fin se decide y me pregunta:

—¿Es verdad lo del terremoto o es un chiste tuyo?

—Es verdad, pero olvídate de eso.

—Si al menos nos pudiéramos mudar para una casa en bajos.

—Si hay un temblor, lo primero que se desploma en La Habana es esta azotea.

—¡Ay, qué horror! No digas esas cosas. ¡Eres un animal!

—Yo soy un tipo práctico y realista, como los tigres.

—No se va a caer. Aquí nos vamos a poner viejos. Esta casucha y esta mierda es para siempre.

siempre, Julia. Ni tú ni yo. A lo mejor te mueres esta tarde de un infarto.

—No, al revés. A lo mejor te mueres tú y mañana te llevo a incinerar y tiro las cenizas en la basura.

—Eso es. Al menos eres obediente. Que me den candela. Y las cenizas a la basura.

—Eres un pájaro de mal agüero.

—¡Un tigre! Solitario en la selva.

—Imbécil y salvaje. Eso es lo que eres.

Es así siempre. Tensos y socarrones veinte horas al día. Las cuatro restantes son para dormir. En cuanto Julia sale, preparo una mochila pequeña y me voy para la playa. Hago una larga caminata hasta la estación de ferrocarriles. A un costado, frente a un parquecito, se cogen los camiones para Guanabo. En la otra esquina hay un aviso colgado en una ventana enrejada. Es un rectángulo de plástico y las letras son pequeñas y rojas:

¿Siente miedo, depresión, angustia, soledad?

ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS

es la solución

Grupo Renovación

lunes, miércoles, viernes, 7 pm

domingos 11 am

Visítenos

El local es demasiado pequeño. Quizás logran atraer al 0,5 por ciento de los borrachitos del barrio. Miedo, depresión, angustia, soledad. Llegó un camioncito y subimos ocho o diez personas. Es temprano. Hay poca gente. Frente a mí se sientan dos negras jóvenes, hermosas, tetonas, macizas, culonas. ¡Cojones, qué buenas están! Visten como jimaguas: unos bodies azules, de licra brillante, apretadísimos y con grandes escotes que dejan ver buenos cachos de tetas suculentas. ¡Qué bien! El mejor paisaje del mundo. Van a jinetear desde por la mañana. A buscar yumas. Servicio veinticuatro horas. Junto a ellas se sienta una mujer blanca. Bueno, es un decir. Ya no se sabe exactamente quién es blanco o negro o lo que sea. Es una mujer paliducha, blancuzca, quiero decir. Con dos niños varones de cuatro o cinco años cada uno. Todos muy sucios, con la ropa arruinada. La miseria les corroe las tripas y se les sale por los poros. Ella se sienta y los niños se encaraman al banco por sí solos. Se sienta uno a cada lado. La mujer está como ausente. Los niños todo lo contrario. Demasiado inquietos y nerviosos. Ella les grita:

—¡Ya, ya! ¡No jodan más, cojones!

La ignoran por completo. Al parecer llevan días sin bañarse y están cochambrosos. Una de las negras tetonas pone su bolsa en el medio para evitar que se acerquen demasiado. Pueden tener piojos. La mujer cochambrosa tiene vendadas las dos muñecas. A veces tira un poco de las vendas y se mira las heridas, en la parte interior. Las gasas y el esparadrapo están sucios. La curaron hace días, al parecer, pero no ha cambiado las vendas. A lo largo del viaje repite ese gesto muchas veces. Mira alternativamente una y otra herida. Lo hace disimuladamente. Yo ando con gorra y gafas oscuras. La observo a ella y a las dos negras bellísimas. El camioncito tiene que bordear el puerto y salir por Regla y Guanabacoa a la Vía Blanca. Para y recoge pasajeros continuamente. Es un viaje largo y pesado. Casi una hora observando a la suicida y a las jineteras. Los niños se durmieron pero no se recostaron contra la madre. Se hicieron un ovillo, como fetos, cada uno por su lado, y desconectaron del mundo. Por un instante me parece verlos en la cárcel, cuando sean adultos. El ciudadano perfecto para vivir siempre en el tanque: no soy nadie, no tengo nada, no vengo de ninguna parte, nadie me espera, soy la nada, apenas un poco de gas disolviéndose en el espacio.

En la playa la gente baja del camión. Es un pueblo de unas veinte cuadras, paralelas al mar. La suicida con sus niños espera hasta el final, frente a la heladería. Bajo allí también. Tuve intención de invitarlos a un helado. Pero me contuve. No quiero escuchar todo el rosario de sus problemas. Sólo quiero pasar unas horas tranquilo y olvidar todo. Sordo, ciego y mudo.

Poca gente en la playa. Dentro del mar, con el agua a la cintura, había diez o doce tipos buscando joyas de oro. Los bañistas pierden cadenas, anillos, pulseras. Las corrientes los arrastran por el fondo. Hay un tramo de playa con grandes pedruscos. Allí buscaban los tipos, con careta y snorkel. Los observé un buen rato. Me posesioné de un cocotero con una sombra amplia. La suicida y los niños andaban cerca. Al sol. No buscaron un poco de sombra. Los niños jugaban en el agua. Se alejaban peligrosamente de la orilla. Ella no los atendía. Seguía ausente y mirando sus heridas cada pocos minutos.

No quise ver más. Agarré mi mochila y seguí caminando por la playa, con los pies dentro del agua. Era muy agradable y yo no tenía rumbo ni horarios. Sólo quería caminar y alejarme.