UN MACHO VULGAR Y SIMPLE
Me gusta la casita de las lesbianas. Es pequeña, de dos plantas, con las paredes erosionadas hasta el ladrillo por el salitre y el viento. Tiene una sola puerta, pequeña y estrecha, que da directamente sobre la arena de la playa. Al frente hay unos cocoteros y, cuarenta metros más allá, la orilla del mar. A un costado, los restos de un caserón señorial que se desmoronó hace años. Con el tiempo y el abandono se ha convertido en un basurero imponente y apestoso. Al otro lado hay un pedacito de tierra enyerbada. Allí parquean un Chevy del 55 viejo y destrozado. Es un pedazo de chatarra, pero ellas le adaptaron un motor diesel, lo reparan incesantemente y lo obligan a caminar un poquito más. No dejan que se muera.
Es un lugar extraño. De día hay poca gente. Cubanos. Los turistas no vienen por aquí. Es la zona en ruinas de la playa. De noche es un lugar muy solitario. Me gusta mucho más que de día. Con la oscuridad todo se impregna de una atmósfera de abandono, desolación y vacío. Sólo hay un poco de viento, con olor a yodo y a sal y el rumor permanente de las olas en la orilla. Cada cierto tiempo pasan los enormes aviones que van o vienen de Europa. Vuelan muy bajo y a poca velocidad y se escucha el zumbido sordo de las turbinas.
Las lesbianas mecanean en su Chevy a diario. Es un vicio. Hoy intentan reparar las tamboras de los frenos. La líder del grupo es una extranjera. Una mujer de cuarenta-cincuenta años, muy destruida. Parece una bruja. De baja estatura, flaca y debilucha.
Al atardecer me acerqué a hablar con ellas de carros viejos. También me gustan. Era uno de los negocios de mi padre. Conocía de memoria todos los detalles de estos cacharros americanos, y sabía mecanearlos perfectamente. La extranjera me miró con desprecio y siguió ocupada en la mecánica. Sucedía algo en la bomba de petróleo. Las otras se ocupaban de los frenos. Hablé con las lesbianas cubanas. Son cuatro, muy correctas, muy varoniles. Parecen generales del ejército. Tienen un carácter recio y absolutamente masculino. Han pulido su virilidad a la perfección, hasta no dejar resquicios. Ninguna debilidad. Me gusta eso. Me caen bien por su sentido del rigor. De algún modo salió a relucir que yo fui periodista. La extranjera me miró y sonrió, distendida:
—Somos colegas.
Me dio la mano y se presentó:
—Helga. Vivo en los Alpes.
—¿En qué parte de los Alpes?
Mencionó el nombre de un pueblo.
—Ah, sí. Es un lugar bellísimo.
—¿Lo conoces?
—Tengo amigos allí. He pasado un par de navidades en esas montañas.
Se le iluminó el rostro de alegría:
—¿Esquiando?
—No. Me da miedo esquiar. Yo soy hombre de mar. Lo mío es la natación.
—Yo esquío mucho. Sólo voy a esquiar. Allí vive mi familia, pero yo vivo en el mundo. En todo el mundo y no me alcanza. No es suficiente.
Así fuimos pasando de un tema a otro. Hablamos de periodismo, de literatura, de pintura, del queso de los Alpes, del nazismo en aquella zona, de las ideologías, de la socialdemocracia clásica y de cómo ha degenerado hasta ser una mierda más. De todo un poco. Yo tenía una caneca de ron. Le brindé:
—No, gracias. El alcohol cierra. Me gustan las cosas que abran mis percepciones.
—Aquí se bebe mucho.
—En todas partes. Eso es lo que quieren los gobiernos: tener gente embrutecida. Gente que no piense. Alcohol, fútbol y televisión. Ven, vamos a la casa.
Entramos. Todo estaba asqueroso y en ruinas. El mobiliario se limitaba a tres sillas y una mesa desvencijadas. Un par de colchones en el piso, con unas sábanas manchadas y sucias. Parecía un corral de puercos. Fue hasta la cocina. Preparó un cigarro. Hachís. Empezó a fumar.
—¿Quieres?
—No, Helga. Me basta con el ron.
—Yo no puedo vivir sin esto. Cuando fumo no necesito comida. Agua nada más.
Entonces entendí por qué parecía un cadáver. Pequeña, flaca, desnutrida, los dientes arruinados y manchados, la mirada opaca y sin brillo. El cabello reseco, la piel sucia. Era un asco.
Terminó con el cigarro. La última bocanada la retuvo varios minutos en los pulmones. Por un momento pensé que se ahogaría. La soltó lentamente, al tiempo que se desnudó delante de mí y se puso un bikini. De pronto empezó a reírse. Se me acercó, me cogió la cara con las dos manos y me besó en la boca. Yo apreté los labios.
—Al fin encuentro un machito inteligente, jajajá. Para ser hombre eres inteligente.
—Vamos para la playa.
—Jajajá. Sí, vamos. No tengas miedo. No te voy a violar. Los hombres no son necesarios.
Salimos de nuevo donde sus amigas. Seguían mecaneando debajo de los cocoteros. Dos se ocupaban aún de la bomba de petróleo, y las otras dos de las tamboras de los frenos. Helga me llevó aparte y me habló en voz baja:
—Me voy en una semana. El mundo no sirve. Para mí no sirve. Hay que moverse. Me gusta vivir aquí y en Brasil. Y en Australia.
—¿Australia?
—Sí, hay unas extensiones enormes. No hay límites. Yo no resisto los límites.
—¿Y por qué te vas si te sientes bien?
—Me quedé sin dinero. Me robaron todo. Dinero, pasaporte, boleto de avión. Todo. Hace dos días. Los cubanos, ahh, son una mierda. La miseria los vuelve locos y pierden el sentido. Pero me gustan mucho.
—¿En qué quedamos? ¿Somos mierda o te gustamos?
—Son mierda, pero me gustan. Tienen mucho apego a las cosas. Es una lástima. No entienden nada. El consumismo se los come. Pero... todavía no es terrible. Ya será peor.
—Ahh...
—Tengo que regresar pronto. Me voy a hacer el santo.
—Ah, qué bien. ¿Te vieron con el tablero de Orula?
—¿Tú sabes?
—Un poquito.
—Me salió Oyá y Ogún.
—¡Cojones, qué combinación! Demasiado fuerte.
Hablamos un poco más. No me aceptó ni un trago de ron. Volvió a la casa. Regresó con dos cigarros preparados. Atardecía. Un crepúsculo hermoso y lento, con todas las gamas de naranjas, amarillos, azules y grises. Se dirigió a sus amigas, autoritaria:
—Dejen eso. Vengan.
Las lesbianas dejaron la mecánica y la siguieron hasta la orilla del mar. Yo también. Encendieron los cigarros. Fumaron en silencio. Me pareció que recelaban de mí. En el fondo de mi corazón se despertó el diablito perverso y comencé a desear que se volaran con el hachís y reventaran una buena tortilla allí mismo, sobre la arena. Y me dejaran ver y meter el hocico también.
De pronto Helga se quitó la parte de arriba del bikini. Tenía las teticas feas y pellejúas, la piel manchada, sucia y empercudida, como si no se bañara jamás. Era desagradable. Se paseó a nuestro alrededor. Se exhibía, satisfecha y provocativa. Pero no femenina. Retadora.
En pocos minutos logró lo que quería: varios jóvenes se acercaron a mirar. No sé de dónde salieron. Al parecer, la playa estaba casi desierta. Eran negros y mulatos. Se recostaron en los cocoteros y daban pásenos. Dos se sentaron en la arena, cerca de nosotros. Se masajeaban la pinga por encima del short. Esta playa no es de turismo. Aquí una mujer con las tetas al aire es todo un striptease. Un show de lujo.
Helga se veía triunfante. Las otras lesbianas se quedaron silenciosas. Una le dijo:
—Helga, si viene la policía...
—Ahh, qué miedo..., un policía machito, para meter miedo, jajajá.
Y siguió caminando alrededor de nosotros. Se exhibía. Los tipos en cualquier momento desenvainaban y empezaban a pajearse. Era lo que Helga quería. Me levanté para irme. Me sentí fuera de lugar.
—Bueno, me voy. Nos vemos mañana. Que se diviertan.
Helga se me acercó:
—¿Ves que son primitivos? Son infantiles. No son necesarios.
Yo no quería discutir. Helga tenía los ojos perdidos por el hachís. No le contesté. Ella siguió:
—In-so-por-ta-bles. Son niños pequeños. Los hombres nunca crecen.
Se agarró las teticas con las dos manos y me las mostró, zarandeándolas:
—Son feas. Tengo las tetas feas. Yo sé. Pero soy un juguete para esos negros. Son primitivos.
—Serán primitivos, pero te gustan.
—Me gustan para jugar. Aquí la gente se emociona. En el mundo nadie se emociona. Sólo cerebro. Aquí tienen el corazón temblando siempre.
Hice un gesto para marcharme. En la playa hay policías. En todas partes hay policías. Podían aparecer en cualquier momento y cargar con todos. Me aguantó por el brazo:
—No te vayas. Mira un poco más. ¿Tienes miedo?
—¿De qué? No tengo miedo.
—Aguarda un poco. ¿Tú no te emocionas? Haz como esos negros. Deja ver tu sexo.
—Oye, Helga, ¿qué volá contigo? Déjame tranquilo.
—Ah, porque tú eres superior. El machito inteligente. Sin emociones, el machito inteligente.
—Déjame tranquilo. Tú no entiendes nada.
—Yo entiendo todo. Tú eres inteligente. Te gustan las negras. Igual que a mí. Me gustan las negras y los negros. Yo no te gusto, hombrecito. ¡Hom-bre-ci-to!
Ya casi gritaba. Por suerte mezclaba el español con portugués brasileño. Creo que las lesbianas no entendían nada. No me soltaba del brazo y se puso agresiva:
—Tú eres un machito vulgar y simple, que te crees inteligente. Los hombres no son necesarios.
Me zafé de su agarre. Las otras lesbianas se pusieron de pie y me rodearon. En zafarrancho de combate. Creyeron que iba a golpear a Helga. Me alejé un poco. Helga se quitó la parte de abajo del bikini y se quedó desnuda. Había oscurecido un poco más. Cuatro riiuchachos se acercaron desde los cocoteros y se bajaron las trusas para enseñar sus pingas tiesas. Se pajearon suave. Helga parecía una momia disecada, pero tenía una gran pelambre negra cubriendo su bollo. Era lo único atractivo. Le di la espalda y me fui. Helga me gritó:
—No te vayas, machito inteligente. Ven. Vamos a bailar samba con los negros. ¡Ven!
Seguí alejándome por la orilla del mar. Huyendo. Con el crepúsculo a mis espaldas. Una mujer complicada y odiosa. Pero tiene razón. Soy un macho vulgar y simple. Y necesito una hembra vulgar y simple.